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CONCILIOS, HISTORIA DE LOS

CONCILIOS, HISTORIA DE LOS

Actualmente se acostumbra a distinguir aún entre las reuniones que por razón de sus participantes representan a la Iglesia universal (c. ecuménico), o congregan al episcopado de varias provincias eclesiásticas (c. plenario) o al de una sola provincia (c. provincial), y el sí­nodo diocesano. Originariamente los conceptos de rsúvo8o5 y concilium eran equivalentes, no existí­a aún una jerarquí­a en las diversas formas de reunión. Hoy son 21 los concilios reconocidos como ecuménicos, cuyo canon o lista no comenzó a fijarse hasta el s. xvl. La pertenencia de un c. general a este grupo no resulta ni de normas que se orienten por criterios del derecho canónico,, ni de la concepción que de sí­ mismo tiene el sí­nodo. La pluralidad de formas de asamblea eclesiástica tiene su propia historia, lo mismo que la tiene la clasificación, a veces posterior, de cada uno de los sí­nodos dentro de una categorí­a determinada. Toda asamblea es un acto voluntario dirigido al gobierno de la -> Iglesia; por esta razón, la h. de los c. es un reflejo de los cambios en la constitución de la -> Iglesia. Este factor define la época de mediados del s. xI como el perí­odo en el que se dieron los cambios más profundos, pues, desde los papas reformadores, es la jurisdicción papal la que establece sin limitación alguna la validez jurí­dica de los decretos conciliares. La fijación de la fe cristiana por parte del magisterio y la legislación sobre el orden de la vida eclesiástica son las constantes de la actividad conciliar.

I. Antigüedad cristiana y alta edad media
1. Concilios prenicenos
Del c. de los apóstoles, hacia el año 50 d.C., no arranca ninguna linea que lleve directamente a la praxis sinodal de la Iglesia. Antes de la mitad del s. II no se ven indicios de una actividad sinodal. Paralelamente a los sagrados ministerios, los sí­nodos fueron naciendo también de la asamblea litúrgica de las comunidades locales. La conciencia, cada vez mayor, sobre la sucesión apostólica en el episcopado y la importancia general de cuestiones en litigio dieron origen, a partir del año 175 d.C., a las reuniones de obispos de varias comunidades. Hasta el 325 d.C. los participantes apenas se guiaban por la división civil en provincias, sino, más bien, por su relación con la Iglesia madre y por la densidad geográfica de las comunidades. Ya a fines del s. ir, Italia y el Asia Menor desplegaron una intensa actividad sinodal. La Iglesia de las Galias empieza en el s. rv con unos sí­nodos aislados. La primera en dar el paso de las reuniones ocasionales, celebradas por alguna razón especial, a las asambleas regulares fue la Iglesia africana en el s. iir, y la última, en el s. vi, fue la galofranca. La discusión acerca de la fecha de la pascua, a fines del s. ir, dio origen, por vez primera, a un cambio de opiniones entre los grupos conciliares. En el s. iii los decretos sinodales eran comunicados a las otras Iglesias con el fin de adoptar un procedimiento común en la cuestión de los lapsi y del novacianismo, o para obligar a otras Iglesias a reconocer una sentencia disciplinar. Esta forma preliminar de universalismo eclesiástico dejó abiertas las puertas a contradicciones infranqueables; los sí­nodos africanos de los años 255 y 256, bajo la dirección de Cipriano, que trataron sobre la validez del bautismo de los herejes, apelaron a unas decisiones sinodales más antiguas y, juntamente con el c. de Antioquí­a, se opusieron a la concepción romana. La conducta autoritaria de Esteban, obispo de Roma, no logró imponerse.

Mientras que aquí­ el factor universal se concretaba en el intercambio de opiniones entre los diversos grupos conciliares y, en este intercambio, el occidente iba a la cabeza, en los sí­nodos antioquenos de los años 252, 264 y 268 aparece una forma nueva, en la que no tomaron parte alguna, o sólo muy escasa, las Iglesias occidentales. El problema de los novacianos, que afectaba al oriente cristiano, y la herejí­a de Pablo de Samosata dieron ocasión a una asamblea de todas las Iglesias comprendidas entre el mar Negro y Egipto; esta agrupación era algo nuevo. La condenación de Pablo de Samosata fue comunicada por vez primera a toda la oixout.évn; según Alejandro de Alejandrí­a (320) fue pronunciada por un sí­nodo y por la sentencia de los obispos de todas partes. El mismo grupo conciliar, que comprendí­a casi todo el oriente cristiano, convocarí­a (¿por estí­mulo de Constantino?) en Antioquí­a el c. de Nicea (324) y constituirí­a la mayorí­a de los participantes en él. En aquel grupo se fue concretando paulatinamente la idea de ecumernicidad en la forma de una única asamblea de obispos. El carácter de asamblea de este grupo conciliar se manifestó después como un esbozo del primer concilio ecuménico.

2. Los concilios ecuménicos de la antigüedad
La unidad del imperio romano, que se habí­a hecho cristiano a raí­z de la victoria sobre Licinio, permitió al emperador Constantino i en el año 325 la convocación, apertura y dirección del c. de Nicea. Fue el primero de la serie de c. ecuménicos de la antigüedad cristiana, que según el canon actual fueron ocho. En la totalidad de las Iglesias representadas, tanto las de oriente como las de occidente, debí­a aparecer visiblemente la unidad de la Iglesia como base espiritual de un imperio unido. Para Constantino la prosperidad del imperio y la unidad de la Iglesia iban inseparablemente unidas; este pensamiento habí­a sido el móvil fundamental que le habí­a guiado en todas las etapas anteriores. Siguiendo este pensamiento, en Nicea se fija definitivamente y de forma universal la fecha de la pascua y se realiza la nueva estructuración de los distritos eclesiásticos conforme a la división estatal en provincias, y, con ello, la transformación de los c. regionales en c. provinciales. La posición del emperador en el c. hizo de la asamblea episcopal, que comprendí­a a todas las Iglesias en una especie de c. del imperio, una institución imperial. Confirmar las decisiones del c. correspondí­a al emperador, el supervisar las medidas disciplinares tomadas caí­a bajo la competencia de las autoridades civiles.

Pero la sola adopción por el imperio no constituí­a ya la ecumenicidad de los c. antiguos. No todas las asambleas convocadas por el emperador como ecuménicas (Sárdica 342343, Rí­miní­ 359, Pfeso 449) terminaron como tales, pues no siempre pudo lograrse unanimidad. Tampoco era decisivo el número de los participantes. En 431, al c. ecuménico de lifeso sólo se invitó a las sedes más importantes con algunas de sus sufragáneas. Ni siquiera en Calcedonia – la participación más fuerte en la antigüedad: 500 obispos -estuvieron representadas todas las sedes. El occidente, sobre todo, no enviaba nunca más que a unos pocos representantes. El concilio i de Constantinopla (381), que no estaba previsto como ecuménico, sólo reunió obispos de oriente, pero fue posteriormente reconocido como ecuménico por el Calcedonense (451) y por el papa Hormisdas (519). Según eso, la ecumenicidad de una asamblea se basaba en la voluntad del emperador que la convocaba, en la unanimidad lograda entre los obispos que tomaban parte, en la conciencia que tení­an los padres conciliares de ser, en virtud de su cargo, los representantes de la Iglesia en la asamblea y en la posterior aceptación por la Iglesia universal. La concepción de que la asamblea conciliar, al ser una encarnación de la Iglesia universal fijaba, por unanimidad lograda después de una libre discusión, la fe de la Iglesia y la tradición apostólica, justificaba ya la autoridad del decreto conciliar, que era considerado como expresión inmutable de la voluntad divina y tenia carácter obligatorio para todas las Iglesias.

En el curso de los siete primeros c. ecuménicos no varió la estructura de la constitución conciliar. Las decisiones eran tomadas por los obispos reunidos; responsable de la forma jurí­dica exterior era el emperador; pero la balanza se desequilibró. Frecuentemente, los legados del obispo de Roma traí­an ya consigo los conclusiones sacadas en un sí­nodo romano, que se habí­a anticipado a resolver por propia decisión el asunto que se iba a tratar; como el decreto dado en Roma era en lo esencial el criterio de la Iglesia de occidente, los legados adquirí­an un peso enorme dentro del c. universal. En Efeso (431) trabajaron tan unidos Cirilo de Alejandrí­a y los legados de Celestino de Roma, que los padres de Calcedonia (451) pudieron decir sobre el c. de £feso que habí­a estado presidido por estos dos obispos. En Calcedonia el papa León i reclamó, por medio de sus legados, la dirección del c.; su autoridad dominó todas las deliberaciones y determinó, apelando a la sucesión de Pedro, la decisión final. Sin embargo, fue el emperador Marciano quien impuso en Calcedonia su texto del sí­mbolo de la fe; la asamblea lo aclamó como a «nuevo Constantino, nuevo Pablo y nuevo David». Todaví­a Gregorio ii concedí­a a León iii el tí­tulo de emperador y sacerdote, mas advirtiendo al emperador iconoclasta en tono de reproche que este tí­tulo se dio a aquellos monarcas que en plena armoní­a con los sacerdotes convocaron los concilios para que fuera definida en ellos la verdadera fe; mientras que él habí­a pecado contra los decretos de los padres y se habí­a arrogado funciones sacerdotales. La relación entre ambas potestades imperiales debe entenderse así­: el emperador, sucesor jurí­dico de Constantino, obra como «obispo instituido por Dios para los asuntos exteriores de la Iglesia».

La incapacidad por parte de los comisarios imperiales en el concilio de Efeso (449), que permitieron que la turbulenta asamblea se convirtiera en un «latrocinio», confirmó la necesidad de una mano fuerte que pusiera orden. Pero la apostolicidad de la sede romana, que en el s. v fue destacándose cada vez más, confirió al papa una indiscutida autoridad de primer orden en materia doctrinal. Esta apostolicidad aspiraba también, lógicamente, al reconocimiento de un primado de jurisdicción. A esta evolución de la plenitud del poder espiritual, que en sus efectos no iba todaví­a más allá de la aprobación expresa de los decretos dados en ausencia de los legados, se contraponí­a la posición conciliar del monarca bizantino, la cual no podí­a seguir afianzándose. Y de hecho fue cediendo lentamente ante la idea oriental de una Iglesia presidida por la autoridad de las cinco sedes patriarcales. Así­, después de las confusiones en torno al patriarca Focio, quedó abierta la cuestión de si, según decí­a la Iglesia de occidente, habí­a de reconocerse como viII c. ecuménico al constantinapolitano iv (869-870) o, en lugar de éste, al sí­nodo celebrado igualmente en Constantinopla en el año 879-880, como querí­a la Iglesia oriental.

Fue por razón de sus decisiones doctrinales por lo que los c. ecuménicos adquirieron clarí­simamente una mayor categorí­a que los sí­nodos regionales. El Niceno i condenó el -> arrianismo y formuló el sí­mbolo de la fe; el Constantinopolitano t combatió a los arrianos, semiarrianos y sabelianos; el Efesino del año 431 condenó el -> nestorianismo, el Calcedonense rechazó el -> monofisitismo, y ambos definieron la unión hipostática. El Constantinopolitano ii (553) rechazó los «Tres capí­tulos» de los nestorianos; el próximo c. de Constantinopla (Trullanum 680681) condenó el -> monotelismo, y el Niceno ri (787) afirmó la licitud del culto de las imágenes. A pesar de esto, todaví­a no se habí­a impuesto una jerarquí­a obligatoria respecto a los c. Los cuatro primeros c. ecuménicos empezaron a formar un grupo fijo cuando Gregorio Magno los comparó con los cuatro Evangelios (o Isidoro de Sevilla con los cuatro rí­os del paraí­so); Gregorio Magno admitió el Constantinopolitano ii como c. ecuménico, porque estaba de acuerdo con los «cuatro santí­simos sí­nodos». Como en ellos se habí­a formulado fundamentalmente la fe trinitaria y cristológica, el grupo de los cuatro concilios fue tenido en adelante como piedra de toque de todas las otras decisiones conciliares. Pero hasta el s. ix, y con toda claridad hasta el x, los c. ecuménicos no aparecen como fundamentalmente distintos de los sí­nodos regionales; en opinión de los teólogos, los c. ecuménicos serví­an de norma al c. local y ellos mismos se orientaban, a su vez, por el grupo de los «cuatro», dentro de los cuales el Niceno i ocupaba un puesto preeminente. Todaví­a Gregorio vir recordaba en 1080 la preeminencia de este grupo, aunque la condicionaba al hecho fundamental de que las decisiones allí­ tomadas habí­an sido reconocidas por sus antecesores.

3. Los sí­nodos generales de los reinos germánicos
Una forma de sí­nodo que comprendiera todas las Iglesias de un territorio nacional germánico tenia tres raí­ces distintas. Los pueblos germánicos llevaban consigo, en parte traí­da del oriente cristiano, y en parte sacada de sus propias costumbres constitucionales, la idea de un c. imperial o del reino; los territorios romanos de occidente no conocí­an más que el c. provincial o, si la división en provincias no era todaví­a una realidad viva, los concilios tení­an carácter regional, como los sí­nodos primaciales del sur de las Galias, que generalmente se celebraban en Arlés. Los monarcas `arrianos aunque exigí­an la celebración de concilios a escala nacional, personalmente se mantuvieron reservados. Pero al convertirse al catolicismo los visigodos, éstos hicieron valer el influjo dominante a que estaban acostumbrados; mientras que los merovingios procedieron así­ ya desde el principio, una vez consolidado su dominio. Los primeros c. nacionales se celebraron poco más o menos simultáneamente.

El sí­nodo visigótico de Agde (506) coincidió todaví­a con el sí­nodo primacial de Arlés; el sí­nodo borgofión de Epao (517) fue una reunión combinada, por razones jurí­dicas, de las dos provincias eclesiásticas de Lyón y de Vienne en un solo lugar; únicamente el sí­nodo franco de Orleáns (511) mosttró ya claramente factores de esta nueva forma conciliar en la Iglesia católica occidental.

No todos los c. visigóticos de Toledo tuvieron carácter de c. del reino. De los 18 c. de Toledo que durante mucho tiempo fueron designados como c. nacionales, hay que destacar 7, que no pasaron de sí­nodos provinciales; de carácter general fueron solamente los concilios iii (589), iv (633), v (636), vi (638), vii (646), viIi (653 ), = (681), XIII (683 ), xv (688), xvi (693) y xvIi (694). Después de la conversión de Recaredo (586/587), la población indí­gena romana quedó integrada, por razón de la unidad nacional, en el estado visigótico, acto que se realizó a través del episcopado, en el Toletano iii. El Toletano iv, bajo el influjo dominante de Isidoro de Sevilla, perfeccionó el tipo de c. nacional. El c. general era competente en materias de fe y asuntos del reino. La Iglesia visigótica se consideraba a sí­ misma como parte de la Iglesia universal, pero en este concilio reclamó el derecho a examinar todas las decisiones en materia de fe tomadas fuera del reino. La segunda sesión de cada c. trataba, con la cooperación de la nobleza civil, de los asuntos del reino.

Al rey, lo mismo que al emperador bizantino, competí­a el derecho de convocación. Con la lectura del tomus regius determinaba todo el orden del dí­a y por su sola confirmación pasaban los decretos a formar parte del derecho civil. El c. del reino era considerado como una representación de la Iglesia y del Estado; juntamente con el rey, era la instancia suprema en el orden eclesiástico y el civil: establecí­a normas, las legalizaba y supervisaba. En las asambleas provinciales debí­an ,ser regulados por ambas potestades, de manera análoga los asuntos eclesiásticos y civiles de la provincia. Cuando la monarquí­a visigótica se atribuyó por los años 653681 derechos de soberano de Bizancio y el arzobispo de Toledo aspiró a la dignidad patriarcal, el c. general perdió una parte de sus funciones.

En lugar de ejercer una inspección normativa sobre la Iglesia y el poder civil, y en vez de juzgar sobre la validez jurí­dica del juramento de fidelidad que debí­a prestarse al rey electo, se convirtió en un instrumento en manos del rey, cuyas intenciones debí­a legitimar.

Los sí­nodos provinciales y diocesanos no tuvieron gran importancia en el reino de los francos; las decisiones claves eran tomadas en los c. del reino, que dependí­an en gran parte del rey. El soberano no ejercí­a influjo alguno en los sí­nodos diocesanos; frente a los sí­nodos provinciales sólo reclamaba el derecho de inspección. En cambio, la convocación del c. nacional y la elección del lugar donde se debí­a celebrar, fueron desde un principio asuntos de competencia real; igualmente estaba reservada al rey la elección de los obispos que debí­an ser invitados, los cuales, por obediencia al mandato real, habí­an de comparecer personalmente y no podí­an estar representados por otros. Por esta razón, los c. nacionales francos tení­an un carácter semejante al de las dietas. En ellos tomaban parte los obispos residenciales, los abades y los clérigos; estos últimos tení­an una mera función consultiva. Los abades, en cambio, a partir del s. zx, tomaban parte en la votación con una categorí­a de hecho igual a la de los obispos. Lo que allí­ se trataba no eran tanto cuestiones de fe, cuanto problemas de legislación y de pastoral, y, raras veces, casos disciplinares. La autoridad de los decretos sinodales iba ligada al sentimiento jurí­dico de la primera edad media; no se pretendí­a formular nuevas proposiciones de fe ni crear nuevo derecho, sino descubrir nuevamente lo bueno que habí­a existido desde siempre. Por esto la crí­tica a un decreto sinodal dependí­a de si la autoridad personal de los participantes garantizaba o no las decisiones tomadas.

En la evolución histórica de los c. nacionales hay que distinguir entre el perí­odo de los merovingios y el de los carolingios. Los monarcas merovingios asistí­an personalmente al sí­nodo del reino o enviaban representantes. Sin embargo, no intervení­an en la formulación de las conclusiones, exigiendo únicamente el derecho a decidir hasta qué punto querí­an dar valor civil a la legislación eclesiástica. En caso afirmativo, los cánones eran obligatorios para el episcopado y los funcionarios reales. Con los carolingios, el c. eclesiástico de la época merovingia pasó a ser una dieta eclesiástica, que en su forma externa era igual que una asamblea de la nobleza. En la elaboración y aprobación de las leyes eclesiásticas cooperaban el rey y el sí­nodo; sólo para los asuntos que afectaban, a la vez, a la esfera espiritual y a la temporal, acudí­a también la nobleza secular, como antes en el imperio visigótico. A esto se debe la existencia de capitulares eclesiásticas, civiles y mixtas. El único legislador era el rey. Los obispos obraban únicamente por mandato suyo. En este estadio aparece el c. general como parte integrante de una dieta del reino, que bajo la dirección del rey, se celebraba normalmente en dos gremios separados. Igualmente, por analogí­a con el sí­nodo imperial visigótico, Carlomagno se consideraba facultado también para aprobar o rechazar los decretos de los c. extranjeros; al c. de Nicea del año 787 le negó validez ecuménica y en 794, consciente de que no era inferior al emperador, hizo condenar el adopcionismo en el sí­nodo nacional de Francfort, de acuerdo formal con el papa Adriano i, y, por desconocer el texto niceno, hizo condenar también el culto a las imágenes. El Concilium Germanicum (743) hizo que la celebración regular de sí­nodos generales se convirtiera en un elemento integrante de la constitución imperial. La decadencia del imperio franco en el s. ix no modificó esta prescripción, pero no pudo contener una regresión en la estructura conciliar. La estrecha unión entre dieta imperial y sí­nodo se mantuvo en todos los reinos parciales, pero sólo los monarcas del reino occidental mantuvieron el derecho exclusivo de tomar decisiones; ese derecho se les escurrió luego de las manos con la rápida desintegración de su poder.

La Iglesia imperial del perí­odo sajón-sálico estuvo regida, en lo esencial, por prescripciones tradicionales; por eso, sus decretos sinodales, en la medida que no eran sentencias disciplinares, sólo tuvieron escasa importancia. Este perí­odo no conoció ninguna diferencia formal con respecto al derecho sinodal precedente. El sí­nodo y la dieta del reino siguieron celebrándose todaví­a al mismo tiempo, aunque la unión no era ya tan estrecha; el monarca seguí­a asistiendo como vicarius Christi y maestro de los obispos y determinaba las decisiones, pero jurí­dicamente sólo disponí­a ya acerca de la vigencia civil de un decreto eclesiástico. Lo que decide la evolución ulterior no es la regresión cada vez mayor de los sí­nodos, sino la incorporación del papado a la Iglesia imperial por el Pactum Ottonianum (962). De esta manera, el c. del reino se unió con el sí­nodo patriarcal o provincial romano, de gran tradición, que fue el lugar donde se tomaron desde entonces las decisiones de importancia.

II. Baja edad media y edad moderna
1. Los concilios generales de la alta edad media convocados por el papa
La unión transitoria del antiguo sí­nodo romano con el c. del reino constituyó para el primero el inicio de su transformación en c. general papal. A partir de Nicolás i aumenta el número de legados pontificios en los sí­nodos regionales. De esta forma, los papas hacen valer su influjo, y la ilimitada potestad papal de regir va tomando poco a poco forma de acciones concretas de gobierno en el plano conciliar. El papado de la reforma ocupa la posición que el emperador habí­a tenido hasta entonces en el c., y la jefatura del papado va más allá de los lí­mites del perí­odo precedente, en cuanto que la convocatoria, el orden del dí­a y la promulgación de los decretos en adelante dependen exclusivamente del papa; el dictatus papae (1075) de Gregorio vii declaraba que ningún sí­nodo podí­a calificarse de universal (ni retroactivamente) sin sentencia del papa. El número de obispos asistentes fue creciendo constantemente; los temas tratados afectaban ya a la Iglesia universal; y el lugar de reunión, condicionado siempre por influjos polí­ticos, no estuvo ligado ya necesariamente a la ciudad de Roma. Los sí­nodos de reforma convocados por León rx en Paví­a y Reims (1049), el sí­nodo romano de 1059 (decreto sobre la elección del papa), y el de 1075 (reforma de la Iglesia), bajo Gregorio vtr, así­ como los c. de Urbano ii en Piacenza y Clermont (1095, cruzada y paz de Dios), fueron etapas decisivas que prepararon el camino a los c. ecuménicos de Letrán en 1123 (solución del problema de las investiduras), en 1139 (cisma de Anacleto ir) y en 1179 (paz con Barbarroja).

Quizá se deba a la evolución gradual de los sí­nodos provinciales romanos, hasta convertirse en un c. general, el hecho de que a las primeras asambleas de esta forma conciliar no se les reconociera el carácter ecuménico hasta muy tarde. El iv c. Lateranense del año 1215, que por voluntad de Inocencio iii enlazaba de nuevo, en su planificación, con los grandes concilios de la antigüedad, fue, juntamente con el c. II de Lyón (1274) y el c. de Vienne (1311-12 ), el único de la edad media reconocido desde el primer momento como ecuménico; y es de notar que no solamente éste, sino, ya antes, también el Lateranense iii trató de la herejí­a de los cátaros. El concilio i de Lyón (1245 ), calificado por el mismo Inocencio iv como ecuménico, no fue admitido tampoco hasta más tarde en la lista de los concilios ecuménicos.

Por su origen estructural, la autoridad universal de estos c. no les era ya inmanente, sino que se fundaba ante todo, según la opinión de los canonistas, en el primado papal; el carácter ecuménico, como tal fue perdiendo importancia. Los papas deseaban que sus decisiones estuvieran sostenidas por la voluntad de los padres conciliares. Por deseo de los obispos y laicos reunidos, Pablo ii hubo de revocar en 1112 el tratado de Ponto Mammolo celebrado con Enrique v; el sí­nodo lateranense del año 1116 pronunció la excomunión contra el emperador, aunque el papa se negó a publicarla por sí­ mismo. El Lateranense i fue expresamente convocado para confirmar el concordato de Worms concluido por Calixto II. Lucio iri consideraba que el decreto dado por un c. general no se podí­a modificar más que por otro c. En el c. Lateranense iv los arzobispos de Braga y Narbona se negaron a tratar sobre la primací­a de Toledo, porque no habí­an sido convocados para este fin. El mismo Gregorio vii ejerció la potestad legislativa de manera tradicional en un c.; pero él fue quien, el año 1075, declaró por vez primera que el papa puede dar leyes para la Iglesia universal sin necesidad de un c., deponer o absolver a un obispo y cambiar los lí­mites de la jurisdicción eclesiástica. El derecho papal se fue desprendiendo gradualmente del c. Gregorio xIII promulgó en breve tiempo, sin necesidad de c., no menos de cinco leyes generales. En 1215, Inocencio iii hizo que el trabajo conciliar propiamente dicho fuera llevado a cabo por un pequeño grupo de conciliares compuesto según su voluntad. Y Gregorio x puso en vigor los decretos del concilio ii de Lyón, después de modificarlos por su propia cuenta. En el mismo perí­odo, los concilios provinciales, cuya legitimación empezó a depender del papa, se convirtieron en sí­nodos con poder únicamente administrativo.

A esta evolución correspondí­a la composición de los participantes. Ya en el perí­odo otoniano y sálico era corriente que participaran obispos, abades y prí­ncipes seculares de fuera del ámbito de la ciudad de Roma. Esta costumbre fue aceptada y se extendió rápidamente a todos los paí­ses de la cristiandad occidental, siendo muy variados los temas que se trataban. El Lateranense i (1123) constituyó por vez primera la representación efectiva de la Iglesia latina. La diáspora universal alcanzó una representación sistemática el año 1215. En 1274 se añadieron los representantes de los cabildos catedralicios; al mismo tiempo, la invitación que se le hace a un abad de cada obispado deja entrever ya los comienzos de un principio de selección, que tendí­an a la representación de todos los estamentos. El c. de Vienne, que estuvo bajo la fuerte presión del rey francés, reunió sólo un determinado número de obispos, cuya invitación hubo de ser aprobada también por el rey Felipe el Hermoso. Ya en el s. xi los laicos tení­an derecho a tomar la palabra en asuntos que les atañí­an a ellos mismos. Su participación resultaba cada vez más evidente, cuanto más tendí­a el c. a reunir a todos los estamentos. En el curso de esta evolución, Vienne fue ya un c. de obispos y procuradores al mismo tiempo. A partir de 1215, el colegio cardenalicio adquirió una posición especial entre los demás grupos; actuó como í­ntimo gremio consultivo del papa, hasta el punto de que la fórmula de consilio f ratrum nostrorum llegó a suplantar en muchos asuntos aquella otra más general y antigua: sacro approbante concilio.

2. El concilio como representación de todos los estados de la Iglesia
A partir de la alta edad media la imagen de la Iglesia fue adquiriendo preferentemente rasgos jurí­dicos, que tendí­an a dar un carácter polí­tico a la –> eclesiologí­a. Los canonistas del papismo radical concebí­an el papado como una condensación funcional de toda la Iglesia, sin estar sometido a ningún control en su plenitud de poderes. La concepción litúrgica y sacramental del Corpus mysticum pasó al aspecto sociológico y real de la Iglesia y se concretó en el regnum ecclesiasticum, en el principatus ecclesiasticus, apostolicus, papalis. Por analogí­a con Cristo, como cabeza de su propio cuerpo mí­stico, el papa comenzó a considerarse como cabeza del cuerpo mí­stico de la Iglesia. Durante el destierro de -> Aviñón esta teorí­a se transformó en una praxis centralista y absolutista. La doble elección del año 1378, cuyo trasfondo hací­a imposible llegar a resolver el problema de la legitimidad de los dos papas, puso súbitamente de relieve los lí­mites de la función papal, e hizo que pasara a primer plano otro grupo de pensamientos que hasta entonces habí­a sido poco considerado. Esta nueva concepción partí­a igualmente de la idea corporativa, pero no concentraba a toda la comunidad en su cabeza excluyendo los derechos de sus miembros, sino que concebí­a la cabeza como delegación de la soberaní­a de la comunidad. Esta delegación era concedida a través de las respectivas elecciones, en las que iba incluida la aprobación de todo acto de gobierno. Este complejo de ideas que aparecen dispersas en el s. xIII, se sistematizó después de 1378 en una teorí­a a la que globalmente se designa como -> conciliarismo.

Fue a comienzos del s. xv cuando la discusión se centró sobre el c., como base que pudiera restablecer la unidad de la Iglesia. Pero, en estas circunstancias, el c. debí­a adquirir una estructuración distinta de la que tuvo en la alta edad media. En el c. de Pisa (1409), los cardenales de ambas obediencias declararon herejes a los dos papas por su intransigencia personal en las cuestiones de la unidad de la Iglesia. Con esto quedaban depuestos los dos papas. Los cardenales eligieron entonces uno nuevo: la Iglesia quedaba ahora dividida en tres obediencias. El < Pisanum" se consideró a sí­ mismo como c. universal, pero ya el c. de Constanza (1414-1418), que no fue reconocido como ecuménico hasta pasado algún tiempo, puso fuera de vigor al de Pisa, trabajando por anular las tres elecciones papales y eligiendo en 1417 a Martí­n v como nuevo papa indiscutiblemente legí­timo. A Pisa y Constanza acudieron también delegados de las universidades y de casi todos los prí­ncipes. El c. de Pisa estuvo dominado por los cardenales; en Constanza apareció por última vez el rey romano actuando como advocatus ecclesiae. Sin embargo, la conciencia de estar representando a todos los miembros de la Iglesia y, por esto, de poder autorizar los propios decretos, apareció por primera vez, con toda claridad, en el concilio de Constanza. La división de los conciliares por naciones, división que estaba orientada en el trabajo de la administración curial y que en sus comienzos se remonta al c. de Vienne, determinó también un modo de votación según el cual todos los participantes tení­an igualdad de derechos. El decreto Haec sancta del c. de Constanza todaví­a se discute actualmente. El concilio, en medio de la excitación ante la fuga de Juan xxrii, sometió el papado a la voluntad de la Iglesia representada en el c., y en el posterior decreto Frequens lo ligó a un programa de reforma dictado por el c. Entendido por muchos durante su redacción como mero expediente para salir de apuros ante una situación concreta, fue considerado posteriormente por los conciliares como una confirmación de su teorí­a sobre la Iglesia, teorí­a que, en principio, subordinaba al papa a un c. general. Esta cuestión no se calmarí­a a lo largo de todo el s. xv. En cumplimiento del programa exigido en Constanza de celebrar periódicamente c. de reforma, Eugenio iv convocó el año 1431 un c. general en Basilea, pero lo disolvió al poco tiempo porque reinaba un cansancio general de c. Apelando al Haec sancta, continuó congregada una parte del c. y se fue constituyendo poco a poco en suprema instancia judicial y administrativa de la Iglesia. Esta asamblea, en la que apenas habí­a obispos y sí­ muchos doctores y procuradores, se dispuso a asumir permanentemente el gobierno de la Iglesia, actuando a estilo de un parlamento moderno. Sin embargo, con la elección del antipapa Félix v, el año 1439, los conciliaristas de Basilea se desacreditaron a sí­ mismos. Mientras Eugenio, en su c. de Ferrara (1437), que fue trasladado después a Florencia en 1439 (hoy es considerado juntamente con el de Basilea como el concilio ecuménico xvtz), trataba con los griegos sobre la unión de las Iglesias, la mayor parte de las potencias cristianas se mantuvieron neutrales, en parte por una latente actitud conciliarista, en parte por incertidumbre. Cuando en 1449 el rey francés abandonó su neutralidad y ante esto Félix presentó su abdicación, la asamblea, que en 1443 se habí­a trasladado a Lausana, se disolvió sin necesidad de ningún decreto. A pesar de esto no quedó aún enteramente vencida la teorí­a conciliarista, porque, en el pensamiento del tiempo, c. y reforma de la Iglesia permanecieron estrechamente unidos. En esta unión el papado veí­a una constante amenaza a su propia supremací­a, tanto más por el hecho de que se abusó del c. como arma polí­tica. Luis xri de Francia hizo que el año 1511 se reuniera en Pisa un " conciliabulum", dirigido contra julio ii, que renovó los decretos de Constanza. A decir verdad poco le costó al c. Lateranense v (1512-1517), que enlazó conscientemente con los concilios generales convocados por los papas, sofocar esta tentativa de restauración conciliarista. 3. Los concilios ecuménicos de la edad moderna El xix c. ecuménico, el de Trento, se atuvo, salvo algunas variaciones, a la estructura de los c. generales convocados por los papas en la alta edad media y constituyó el modelo para los concilios siguientes. Fue reclamado por los protestantes alemanes, que pensaban aún en la forma conciliar poco antes superada, pero su éxito condujo precisamente al fortalecimiento de la autoridad papal. La idea de una representación de la Iglesia universal no fue admitida. Dado el número relativamente escaso de asistentes y teniendo en cuenta la aplastante mayorí­a de obispos italianos, su ecumenicidad se fundaba de nuevo en la convocación por el papa, en la voluntad constante de sus miembros y en la autorización papal de sus decretos. Sólo fueron invitados obispos, generales de órdenes religiosas y representantes de congregaciones monásticas, todos los cuales votaron por cabezas, y repretentantes de potencias seculares, cuyos enviados, sin embargo, no tení­an derecho de voto. La dirección de la asamblea la asumió desde entonces el papa por medio de sus legados. E1 curso del Tridentino se divide en dos perí­odos: la llamada "época imperial" (1545-52) estuvo orientada contra la reforma luterana y se desarrolló en colaboración forzosa con el emperador, aunque éste se hallaba ausente; y el segundo perí­odo (1562-63 ), por indicación del rey de Francia, dirigió su atención más bien hacia el calvinismo. Convocado ya el año 1536 a instancias de Carlos v por Paulo III y aplazado antes de la apertura cuando ya estaban fijados los lugares de Mantua y Vicenza, el c. no pudo congregarse en Trento hasta 1545, después de la paz de Crépy; entre 1547-51 fue trasladado a Bolonia por causa del tifus exantemático y desde 1552 hasta 1562 estuvo suspendido por haberse sublevado los prí­ncipes alemanes. Si se tienen en cuenta las repercusiones inmediatas, así­ como la recepción de sus decretos en los distintos paí­ses, recepción que en parte se prolongó hasta el s. xvii, este c. adquiere, aun temporalmente, una dimensión secular. Compite en importancia con el Niceno i. Con la esperanza de lograr de nuevo una unión con las fuerzas protestantes separadas, el c. acometió al mismo tiempo y desde el principio los dos problemas capitales: fijar la doctrina tradicional y reforma general de la Iglesia. Como a la mayorí­a de los padres conciliares les faltaba un concepto claro de Iglesia, no se llegó a una exposición exhaustiva de la doctrina según un plan orgánico. Su labor quedó limitada a medidas aisladas de reforma y declaraciones dogmáticas con el fin de cerrar las grietas producidas en el sistema existente por las ideas protestantes. Pero la presencia transitoria de algunos protestantes alemanes en el c. (15511552) y por último la paz de Augsburgo (1555) pusieron de manifiesto lo infranqueable de la escisión. En lugar de la christianitas dividida se fue utilizando cada vez más el concepto de catholicus (-> reforma católica y contrarreforma).

En visión retrospectiva, el c. de Trento aparece como comienzo de una Iglesia renovada dentro de un medio ambiente nuevo. Institucional y espiritualmente hubo que conformarse con la escisión de la cristiandad. Sobre este fondo, la ejecución postridentina de los decretos conciliares no se hizo adaptándolos a la tradición eclesiástica precedente, sino que, por el contrario, la tradición quedó integrada en el corpus de los decretos, que ahora, en contra de lo opinión de muchos padres conciliares, fue considerado como suficiente, completo y definitivo. Pí­o iv instituyó una congregación para la interpretación auténtica de los decretos; Pí­o v publicó una edición oficial obligando a la observancia de los decretos, y Gregorio xiii mandó que los nuncios vigilaran su ejecución. El prestigio de los decretos conciliares, que de esta manera adquirieron la categorí­a de norma especialí­sima, constituyó hasta entrado el s. xvii el llamado < sistema tridentino", que determinó también la faz de la nueva constitución de la Iglesia. El aspecto vertical jerárquico desplazó el carácter comunitario de la Iglesia y suprimió la función colegial de los cardenales y del episcopado, poniendo en su lugar a las congregaciones curiales y a las nunciaturas, con su función de supervisoras (-> curia romana). Esta fue una de las razones principales por las que el próximo c. universal tardó en celebrarse más de 300 años.

El c. Vaticano I (1869-70) fue convocado, apoyándose en el Syllabus, con el deseo de poner coto a la confusión espiritual del s. xix, que reinaba también entre los cristianos, mediante una precisión del concepto católico de fe y de Iglesia. Sólo llegaron a publicarse las constituciones Dei Filius, sobre la relación entre la fe y la ciencia, y Pastor aeternus, sobre el ámbito del poder de jurisdicción y de la infalibilidad doctrinal del papa. Debido a la guerra franco-prusiana las tropas piamontesas ocuparon los estados de la Iglesia, y el c. se disolvió precipitadamente, no llegando a votarse los decretos sobre la Iglesia y las cuestiones pastorales que estaban en preparación. La definición del primado y de la infalibilidad, considerada como parte de una amplia doctrina eclesiológica, se quedó así­ en un torso. La mayor dificultad la presentó la cuestión del primado en su relación con los derechos autónomos de los obispos diocesanos, y la cuestión de la infalibilidad produjo una gran alarma antes ya de comenzar el concilio. Sin embargo, esta definición no tuvo en la época posconciliar las consecuencias que se temí­an. Su texto eliminó ideas galicanas aún existentes, pero también señaló sus lí­mites a las extremas concepciones ultramontanas. Su contenido no fue más allá de la doctrina clásica de los s. xiii y xvi. Muchas más consecuencias tuvo, en cambio, la declaración sobre el episcopado universal del papa, por las proporciones exageradas que tomó entonces el centralismo curial.

El c. Vaticano II (1962-64) no se distingue en su estructura formal ni del Vaticano i, ni, en el fondo, tampoco del Tridentino. Convocado por Juan xxiii, dirigido por una comisión especial y confirmado en sus decretos por la presencia personal del papa al final de cada perí­odo de sesiones, congregó igualmente a los obispos, los superiores generales de órdenes exentas y los prelados con jurisdicción propia, teniendo todos derecho a voto «per capita». Pero, a diferencia del Vaticano i, por más que éste reuniera ya en gran parte al episcopado mundial, el conjunto de participantes del Vaticano ii ya no ostentaba exclusivamente rasgos europeos. Y a diferencia también del Vaticano i, en el transcurso del último c. fue admitida la presencia de laicos en calidad de observadores (no como en el Tridentino con función de «oratores» de las potencias cristianas). Y esta vez las Iglesias y asociaciones cristianas no católicas aceptaron la invitación de enviar observadores.

La preparación esmerada, otra diferencia respecto al Tridentino, con el trabajo en colaboración de la comisión preparatoria y de la correspondiente oficina central de la curia, daba la impresión de que a los padres conciliares del Vaticano ii no les quedarí­a más tarea que la aprobación oficial de los esquemas preparados. Pero ya en la primera asamblea plenaria se impuso por propia iniciativa una conciencia de responsabilidad colegial del episcopado, que inmediatamente dio origen a la formación de nuevos grupos; éstos se apoyaron en el sistema de las conferencias episcopales, que en algunos paí­ses (Bélgica, Alemania) tení­a ya más de 100 años de existencia y, para que sustituyera a los sí­nodos provinciales, que no tení­an ya significación alguna, se lo transformó en una institución horozintal con propia categorí­a y un limitado poder legislativo. El hecho de estar representadas las Iglesias acatólicas obligó a que los temas fueran tratados siempre con miras a una unión futura. Un factor decisivo fue la declaración de Juan xxiii de que la tarea del concilio no era repetir la teologí­a tradicional y condenar errores, sino investigar y exponer en términos modernos la doctrina perpetua. Con esto, la división de las tareas conciliares en dogma y disciplina que existí­a desde los primeros concilios, quedaba superada por una exigencia fundamental de carácter pastoral, y se abandonaba la posición defensiva adoptada desde el Tridentino. Las consecuencias de este nuevo rumbo no son previsibles aún.

Odilo Engels

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica