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DISCRECION DE ESPFRITUS

DISCRECION DE ESPFRITUS

1. La teorí­a de la discreción de espí­ritus
En el terreno dogmático, la d. de e. significa aquel don gratuito (-> carismas) que confiere la capacidad de conocer lo que es obra de la gracia en la realización del hombre. Por eso, bajo el aspecto cognoscitivo se define como el juicio recto «que nosotros nos formamos sobre el espí­ritu de otros, según las reglas y prescripciones que nos dan la Iglesia… y la luz de la propia prudencia» (SCARAMELLI 33s). Y, desde la perpectiva del sujeto, la d. de e. es aquel sentido de orientación (en principio teórico) que permite al individuo en su concreto momento presente encontrar la forma de existencia (cristiana) que es adecuada para él.

En cuanto la praxis de la vida humana produce siempre una teorí­a correspondiente a sus circunstancias y muestra así­ por qué «espí­ritus» está impulsada, la doctrina de la d. de e. debe ser tal que, dentro de la vida especí­fica (de un hombre o de un grupo), ayude con medios teóricos a la irrupción de aquellas fuerzas que aquí­ y ahora realizan lo discernido como cristiano. Sin embargo, aquí­ el momento critico no puede radicar solamente en el contenido concreto de la tradición -que como tal no garantiza una aplicación adecuada-, ni en esta aplicación por sí­ sola – pues sin contenido estarí­a vací­a -, ni en el sujeto solamente, ya que precisamente él busca un criterio; más bien, la calidad de la discreción depende de la forma explí­cita en que la fe deba formularse para una situación totalmente concreta.

Sin embargo, la pregunta más general (hasta ahora no aclarada teológicamente) serí­a a este respecto la de si cabe elaborar una teorí­a de lo sobrenatural que permita esclarecer la práctica religiosa y que sirva para hallar la diferencia especí­fica de lo cristiano en la vida concreta. La d. de e. exige una teorí­a de la vida espiritual, la cual, entendida como un ámbito particular de la teorí­a general de la gracia, debe estudiar la relación entre la -> naturaleza y la gracia. Pues, realmente, los distintos sistemas sobre la gracia (–> gracia y libertad) también se distinguen por su concepción de la espiritualidad. Allí­ donde se concibe la sí­ntesis (en cada caso diferente) entre exterior e interior, entre acción y pasión, entre logos y pneuma, está el lugar -metafí­sico- donde se distinguen los espí­ritus.

Aquí­ amenazan concepciones de un objetivismo especialmente peligroso en esta cuestión (por la razón de que separa). Pero si la –>gracia precisamente activa la existencia humana y esa activación está siempre en unión con la concepción (cambiada por la gracia) que el hombre tiene de sí­ mismo; en consecuencia, el hecho de tomar en consideración la propia situación, como momento esencial en el proceso de la autorrealización del hombre, debe, a la inversa, afectar nuevavamente a la actualidad de la gracia misma y ampliar la potencia de la capacidad personal. Sólo la teorí­a de la propia vida como objetivación de la situación espiritual hace posible una realización adecuada de la individualidad. Ella crea un nuevo ámbito existencial mediante la delimitación de las propias fuerzas frente a la esfera de lo universal. Por esto, a la inversa, cuanto la –>libertad (dada por la gracia), bien sea a causa de la práctica (sensus f idedium), o bien por un especial don carismático, se hace más consciente de sus condiciones; tanto mejor puede distinguir entre sí­ también espiritualmente los distintos ámbitos de la vida. En la diferencia consigo misma es ella su momento crí­tico. La d. de e., como expresión objetiva de una fundamental toma de posición humana (mediante el carisma, la actualización de la gracia y finalmente la visión), convierte a Dios mismo en criterio «diferencial» de toda la realidad.

De aquí­ se desprenden los siguientes principios para una criteriologí­a general:
a) La d. de e. nunca se realiza como un mero estado. Ella se produce siempre en el espacio intermedio entre el querer (moral) y la visión (religiosa). Queda concluida cuando el hombre ha encontrado la identidad consigo mismo y se entrega libremente a los otros.

b) Nunca se desarrolla como mera teorí­a. El conocimiento por la gracia de lo individual no tiene otro sentido que el de encontrar los contornos de la propia existencia, para que, ante la oferta de muchas posibilidades, lo universal pueda verse individualmente.

c) La d. de e. va estrechamente unida a la -> decisión por Dios, la cual, a su vez, se hace posible por la gracia. Se produce como imitación de la trascendencia divina en la propia vida, de cara a su positiva y negativa í­ndole moral.

d) Objetivamente, con relación a los otros, es la capacidad (carismática) de ver los movimientos de sus almas de tal modo que ellos, gracias a un consejo, puedan encontrar su libertad. Como objetivación de estados en cuanto tales, la d. de e. va más allá de la relacióñ mutua en la esfera privada y afecta a la dimensión social.

2. Escritura y tradición
Lo carismático tiene en la sagrada Escritura un carácter absolutamente ambivalente, y no es por sí­ solo una garantí­a de la gracia. Pues, por un lado, Dios «enví­a» también el espí­ritu malo (1 Sam 16, 14) y, por otro, el hombre puede perder su carisma (Jue 13ss) o invertirlo precisamente en lo contrario (Jer 28).

De ahí­ que para el NT – y también para el AT (predicación del juicio como criterio en Jer, o el acto de la revelación en las historias de las vocaciones proféticas)- el criterio está en la acción práctica. Así­ el reino de Dios se hace actual en el mensaje de Jesús como destronamiento de los –> demonios (Mc 3, 20ss par); y para la comuní­dad la auténtica discreción se produce allí­ donde, en unión con Jesús (Mt 11, 32ss), se cumple la voluntad de Dios (Mt 7, 15-23). E1 hecho de que se pertenezca a Dios (Jn 6, 44) o al mundo (Jn 8, 41), sucede en la fe misma (1 Jn 4, 2ss) y se demuestra por el amor y la justicia (1 Jn 3, 10).

El Espí­ritu posee en el NT un carácter estructurante. Estando esencialmente ligado al amor (1 Cor 13) y a las profesión de fe (1 Cor 12, 3 ), él se convierte en una función para la edificación de la comunidad (1 Cor 14, 12) y garantiza su unidad Rom 12; 1 Cor 12 ). A pesar de su actividad propia (1 Tes 1, 4s), ha de atenerse al mandato del Señor (1 Cor 14, 37). El trae luz (Ef 5, 8) y paz (Gál 5, 22); y sin embargo pertenece a su esencia la d. de e. como acción carismática (1 Cor 12, 10).

Bajo la influencia de la apocalí­ptica la d. de e. pasó también a ser un tema importante de la antigüedad cristiana.

Primero se distinguen los profetas según diversos criterios: «Y ningún profeta que hace preparar la mesa en el Espí­ritu come de ella, de lo contrario es un falso profeta… Todo profeta que enseña lo verdadero, pero no realiza lo que dice, es un falso profeta» (Did 11, 9s).

Pero la discreción tiene también un sentido general: «Dos ángeles hay en el hombre, enseña Hermas, uno el de la justicia, otro el de la maldad» (Herm [m] vi 2, 1). Por eso hay también dos concupiscencias: «La concupiscencia mala es un impulso salvaje que difí­cilmente se deja domesticar; es espantosa y por su salvajismo destroza mucho al hombre, sobre todo un siervo de Dios que caiga en sus garras y no se ponga prudentemente en acción es terriblemente maltratado por ella» (Ibid. xii 1, 2). La concupiscencia buena produce justicia, virtud, verdad, temor de Dios, fe, afabilidad (Ibid. 3 ).

A pesar de la marcada demonologí­a (p. ej. en la Vita de Antonio), son decisivas la conducta moral y la aspiración a Dios, enlazada con aquélla: » El que no hace… lo que enseña se asemeja a un pozo, el cual lava a todos los que llegan a él, pero él mismo en su fondo está lleno de lodo y porquerí­a» (Vitae Patrum v 10,50).

En Orí­genes la d. de e. recibe por primera vez una estructura metafí­sica; su norma es la realización de la libertad del hombre: «Unde ex hac manifesta discretione dignoscitur quomodo anima melioris spiritus praesentia moveatur, id est, si nullam prorsus ex eminenti aspiratione obturbationem vel alienationem mentis incurrat, nec perdat arbitrü su¡ iudicium liberum» (De principüs rrt 3, 4). Absolutamente todo, incluso la posesión diabólica, depende de la toma de Posición interna de la voluntad (Ibid 3, 5). En la época siguiente, la espiritualidad monacal de oriente está acuñada esencialmente por Orí­genes.

En occidente quien predomina en este campo es Juan Casiano. Aludiendo a la imagen según la cual el hombre, igual que un cambista de moneda, en lo espiritual también debe distinguir necesariamente las monedas verdaderas de las falsas, él acentúa que la capacidad de discreción debe adquirirse, y concretamente por la humildad (ante la tradición) y por la apertura (frente a los de más edad). La d. de e., puesto que enseña a conocer la dirección del camino espiritual, es «fuente y raí­z de todas las demás virtudes» (Collationes Patrum, ii, 9).

Aunque a partir de aquí­ en la edad media se acentúa mucho la obediencia (Bernardo, los dominicos) y surge el problema de cómo los criterios externos (p. ej., la autoridad de la Iglesia) y la experiencia interna pueden coincidir (Pí­erre d’Aylli), precisamente la gran teologí­a (Hugo de San Ví­ctor) remite siempre a la inmediatez del hombre con Dios. Lo carismático (gratia gratis data) es en Tomás, a diferencia de la gracia misma (gratia gratum faciens, «per quam ipse homo Deo coniungitur»), aquella gracia por la cual el hombre (desde fuera) es llevado a Dios (ST I-II q. 111 a. 1). La clarividencia dada con ello, como «capacidad divina», afecta precisamente al ámbito que sólo Dios puede ver, a lo «oculto del corazón» (Ibid. a. 4). Así­ como nosotros, dice Dionisio el cartujo, podemos distinguir el Espí­ritu increado de los espí­ritus creados, así­ también entre éstos podemos distinguir a los unos de los otros (Obras 40, 468s). Las cosas que «immediate, improvise aut subito causantur in apice aut vertice intellectivae potentiae» (Ibid. 274), ciertamente no proceden del espí­ritu malo. Hay que atender siempre al de dónde (unde), al para qué (cui), al contenido (quid), al sujeto (quis), a la forma de aparición (qualiter) y al motivo (quare) de un movimiento espiritual (Gerson).

En Ignacio de Loyola, el último maestro de la d. de e. y el más decisivo para la época siguiente, la discreción está orientada a la práctica. La norma distintiva para la discreción radica en la realización de la trascendencia: «En toda buena elección… el ojo de nuestra intención debe ser simple, solamente mirando para lo que soy criado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor, y salvación de mi ánima» (Ejer. esp. 169). Los ámbitos particulares de nuestra vida, que han de hacerse «indiferentes» (¡bid. 23; 170), como momentos particulares en la actualización de la presencia divina, están sometidos a las reglas de «su» discreción. La recta elección brota de la evidencia inmediata («sin dubitar ni poder dubitar» [primer tiempo de elección: ¡bid 175]) o bien de lo que, en interior calma y libertad, hace obvio la reflexión natural (tercer tiempo de elección: ¡bid. 177), o bien, finalmente, la recta elección se produce «cuando se toma asaz claridad y cognoscimiento por experiencia de consolaciones y desolaciones, y por experiencia de discreción de varios espí­ritus» (segundo tiempo de elección: Ibid. 176). La referencia a Dios en la acción concreta está también determinada por la constitución individual (Ibid. 316s). El estado del alma en relación con una elección concreta es también criterio de discreción (Ibid. 330); las reglas ofrecen una ayuda a este respecto.

Estas reglas en la época posterior con frecuencia han sido expuestas sistemáticamente, aunque, en general, sin captar lo peculiar de la segunda elección.

3. La discreción de espí­ritus en la actualidad
La d. de e. como problema práctico equivale a la pregunta por la estructura bajo la cual se realiza la fe. Dentro de los distintos momentos que determinan su constitución concreta, hay que hallar aquellos que amplí­an la capacidad de aprehender lo divino y aquellos otros que la bloquean.

Sin embargo, en cuanto la fe tiene que habérselas con los «poderes y potestades» de la existencia, la doctrina de la discreción va más allá de la realización particular de la fe. En efecto, debe definir en un amplio contexto los factores que contradicen a lo cristiano; ella tiene importancia polí­tica, ha de intervenir en el proceso de evolución del mundo y debe formular objetiva y crí­ticamente lo especí­fico de la fe.

Por tanto, la d. de e., a diferencia de la simple predicación, que ha de despertar la fe y profundizarla, es aquel saber que en el ámbito de la cristiandad ya existente, y a partir de ahí­, formula la diferencia concreta de las posibilidades individuales de vida. Lo reflexivo del concepto es importante porque la fe misma debe depurarse de cara a su desarrollo futuro. La trascendencia de la propia esencia como elemento constitutivo de la conducta especí­fica para con el mundo, es el criterio de la estrategia de la discreción de espí­ritus.

Por tanto, la Iglesia (también en su totalidad) está obligada a su propia iniciativa espiritual. Ella no puede limitarse a repetir su profesión material de fe. Lo peculiar de su crí­tica se manifiesta más bien en la objetividad especí­fica de lo cristiano en relación con la moralidad social y privada del hombre actual. A este respecto, una confrontación crí­tica con los fenómenos de la -a espiritualidad actual de ningún modo puede evitarse.

Elmar Klinger

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica