Biblia

ESPIRITUALIDAD PATRISTICA

ESPIRITUALIDAD PATRISTICA

En la determinación del concepto de e.p. hemos de tomar como base el hecho de que los padres de la Iglesia quieren ser testimonios de la doctrina y de la vida cristianas. Pero lo que es este testimonio no se esclarece por una definición dogmática, ni por la comprensión del término «espiritualidad», que está tan en uso y reviste un matiz ascético. El parcial sentido ascético de ->espiritualidad constituye un primer plano y, por eso, ha de integrarse en un sistema más amplio de coordenadas de la sociologí­a del conocimiento.

Toda mentalidad religiosa de tipo práctico supone una relación especí­fica a los grandes poderes de la vida y ordenación de la cultura, que la condicionan y promueven. Por esto, también el concepto de e.p. debe lograrse mediante un análisis de factores, es decir, hemos de descubrir necesariamente aquellos factores de la historia del espí­ritu con los que está coordinada la actitud espiritual de los padres, que caracteriza sus mentalidades en cuanto tales. Evidentemente el número de estos factores es muy grande; pero podemos reducirlos a la trí­ada de poderes vitales «fe», «saber» y «derecho». Y así­ habrí­a que coordinar: con la fe el dogma, con el saber la formación y la cultura, y con el derecho el afán de dominio en el terreno polí­tico y en el eclesiástico. En consecuencia a continuación entenderemos por espiritualidad la mentalidad que está constituida por la relación mutua entre la concepción de la fe, la actitud del saber y la conciencia jurí­dica. Así­ el concepto de e.p. se usará aquí­ como categorí­a para entender la historia del espí­ritu. De acuerdo con esto la e.p. es la modalidad de conciencia de aquellos escritores cristianos pertenecientes a la antigüedad tardí­a que, en continua discusión con la cultura helení­stica, configuraron las afirmaciones de la Biblia para convertirlas en posesión de la Iglesia por la fe y el saber, creando así­ a la vez una conciencia jurí­dica fundamentada dogmáticamente. En ese proceso creador es totalmente posible que pase a dominar uno de estos tres factores y que así­ prevalezca la correspondiente forma de inteligencia y de espiritualidad, ora más tradicional, ora más progresista. Naturalmente la dialéctica entre la actitud tradicional y la progresista de la inteligencia, así­ como la rivalidad entre las potencias de ordenación «fe, saber y derecho», siempre llevan consigo una perturbación de la deseada sí­ntesis espiritual, p. ej., cuando en la lucha contra una herejí­a la inteligencia tradicional se ve obligada a poner en primer plano el factor «derecho».

En la medida en que el mundo espiritual de los padres de la Iglesia puede caracterizarse como el campo de lucha donde se forcejea por la armoní­a entre fe, saber y derecho, ese mundo ha de considerarse como uno de los fundamentos y principios creadores de toda la cultura moderna. Por ello la e.p., vista desde la perspectiva de la historia del espí­ritu, no ha quedado sepultada, o a lo sumo lo ha quedado en el sentido de que la sí­ntesis de los tres factores citados allí­ lograda ya no acuña unitariamente la concepción del mundo que tiene el hombre moderno. La conciencia del hombre actual se encuentra en una situación totalmente distinta de la del hombre de la antigüedad tardí­a, por la razón de que la fe, el saber y el derecho han pasado a ocupar un puesto diferente en la escala de valores a través del -> renacimiento, de la -> reforma protestante, de la -> ilustración y de las ciencias en general. El nuevo descubrimiento de la e.p. sólo puede hacerse de tal modo que se entienda en forma nueva la coordinación cristiana de los tres poderes que es tí­pica de la antigüedad tardí­a. Si buscamos un superior ángulo visual bajo el cual los padres consideran la relación de fe, saber y derecho, topamos con la contraposición «aquí­-más allá». En esa contraposición queda formulada la experiencia de la diversidad entre antigüedad y fe cristiana. La conciencia de la «novedad» cristiana constituye constantemente el rasgo fundamental de la mentalidad de los padres de la Iglesia.

Fuera de esto no se puede hablar de una e.p.; hay más bien varias modalidades tí­picas de la conciencia patrí­stica de la «novedad». Las divergencias entre ellas son considerables. A pesar de todo se trata de modelos de interpretación del cristianismo que han seguido influyendo hasta hoy.

La dialéctica entre -> fe y saber o formación, tan fundamental para la inteligencia cristiana de la cultura, es el tema dominante de la primera época patrí­stica (la constantiniana); la elaboración que ella recibe en los tres primeros siglos es sin duda la que más influye en la e.p. El factor del derecho todaví­a no desempeña un papel constructivo para la sí­ntesis espiritual. Por esto prevalece una concepción del mundo y de la existencia orientada hacia el más allá. La idea de derecho es entendida en forma exclusivamente supranaturalista, en el sentido de que el cristiano en virtud del don de la justicia divina deja de pertenecer al ámbito terrestre y social de la comunidad jurí­dica.

La conciencia de esta elección hace tanto más urgente la confrontación de la fe con la idea griega del saber. Justino, Clemente de Alejandrí­a y Orí­genes (también Tertuliano con su actitud negativa), llevan la lucha en torno al antiguo caudal de la cultura. Si por un lado se acentúa la oposición entre «Jerusalén» y «Atenas», por otro lado se llega a interpretar el cristianismo como la «verdadera filosofí­a». Los alejandrinos Clemente y Orí­genes crean el primer idealismo cristiano (escuela teológica de ->Alejandrí­a), unifican la ciencia de la cultura griega y el saber cristiano de la fe, y ponen así­ los fundamentos de una espiritualidad cristiana, la cual puede concurrir en el mismo plano con la espiritualidad pagana. Pensamientos platónicos -como el de la «homoiosis» o configuración con Diosson interpretados cristianamente, las ideas platónicas se convierten en pensamientos de Dios, el mundo noético de Platón pasa a ser el mundo sobrenatural y trascendente de los cristianos. Naturalmente, esto implica una transformación de la filosofí­a platónica, pues la dialéctica de Platón, directamente, tiende tan sólo a las ideas como principios de conocimiento, pero no al Dios creador. No obstante, Clemente creó una sí­ntesis que fertilizó todo el pensamiento cristiano de la antigüedad tardí­a. Sin embargo, la mentalidad alejandrina no pudo atender suficientemente a todos los elementos del kerygma bí­blico, p. ej., la cuestión de la historicidad de la existencia cristiana no tiene un contexto propicio en ella. Propiamente, Clemente habla más del Logos suprahistórico que del Hijo de Dios que se hace hombre en la historia. También Orí­genes, que esboza un sistema de principios a la vez cristiano e idealista y con ello diseña una imagen terminada del mundo, con su doctrina de la -> apocatástasis queda aprisionado en las categorí­as del pensamiento griego. No puede emitirse un juicio muy diverso sobre los alejandrinos de la época posterior a Constantino, sobre los -> capadocios y, especialmente, Gregorio Niseno; tampoco su sí­ntesis de la fe y el saber puede ocultar el hecho de que lo histórico es un fenómeno que se sustrae a una ciencia supratemporal. Sólo con las controversias cristológicas y el concilio de Calcedonia se abren nuevas perspectivas. Con la distinción entre naturaleza y persona en la dimensión de la «oikonomia» se adquiere también conciencia de que es la persona – y no la naturaleza – la portadora de las acciones humanas y la que da acceso a lo histórico. La persona del Verbo encarnado pasa a ser la clave para la comprensión de la historicidad y de la sí­ntesis entre fe y saber, que ha de interpretarse históricamente.

Naturalmente, lo nuevo del cristianismo ya fue entendido antes como novedad histórica, puesta inicialmente por la -> encarnación, p. ej., en Ireneo de Lyón. Sin embargo, sorprende que Ireneo esté poco interesado en armonizar las fuerzas de la fe y del saber; él es una inteligencia tradicional. Quizá radique aquí­ el hecho de que su interpretación del cristianismo no fuera capaz de fundamentar ninguna espiritualidad creadora. Por eso no puede infravalorarse el nuevo germen puesto en la fórmula calcedoniense. En efecto, esta fórmula rompe con la doctrina de la filosofí­a griega sobre la substancia y el conocimiento, posibilita la formación de un nuevo concepto de saber y, con ello, una comprensión más profunda de la idea de fe, en cuanto la fe y el saber ya no necesitan ser entendidos supratemporalmente, sino que son ilustrables precisamente mediante el hecho histórico de la encarnación. Dentro del espí­ritu del Calcedoniense, puede surgir ahora – y esto es quizás el legado más rico de la patrí­stica – en Máximo el Confesor una sí­ntesis de fe y saber que considera el cosmos noético y el visible e histórico a través del espejo de la unión fáctica en la historia entre la naturaleza humana y la divina en la persona del Encarnado. Con Máximo no sólo se alcanza el punto culminante de la patrí­stica, sino que se hace también posible una conciliación cristiana, legitimable mediante la historiologí­a, entre los poderes ordenadores de la fe y del saber.

Por el edicto constantiniano de tolerancia la fe recibe una posición jurí­dica totalmente nueva. Ad extra el cristianismo queda sancionado jurí­dicamente, ad intra él se consolida en una Iglesia imperial jurí­dicamente constituida. Se anuda una estrecha relación entre la fe y el derecho civil; el papa y el emperador se convierten en garantes del dogma. El historiador eclesiástico Eusebio, teólogo de la corte de Constantino, dedica grandes esfuerzos a legitimar, a partir de la fe, el plan de dominio del emperador. Su teologí­a del imperio es una teorí­a polí­tica que describe el poder imperial como una representación intramundana de la monarquí­a divina. Entre el más acá y el más allá media la pax Romana. Ambrosio y Jerónimo son testigos de esta interpretación de lo cristiano, la cual produce una espiritualidad consciente del mundo. Parece como si en la idea de Eusebio sobre la ciudad de Dios romanocristiana la fe, el saber y el derecho hubieran llegado a una concordancia plena; pero la apariencia engaña. La «domesticación» de la escatologí­a bí­blica por la eso)oyí­a pocvcarxd de Eusebio suscita pronto una doble contradicción: la de Agustí­n y la del monacato.

La obra de Agustí­n sobre la Ciudad de Dios es una protesta contra la interpretación polí­tica y jurí­dica de la historia de salvación por parte de Eusebio, es una superación de la «concepción del sacro imperio» mediante una inteligencia personalista de la economí­a salví­fica y el nuevo descubrimiento de la escatologí­a bí­blica. Agustí­n enfrenta la civitas Dei con la civitas terrena del imperio romano; con lo cual el acento recae sobre el más allá y es puesta en duda la ciudadaní­a de la Iglesia en el mundo de acá. En consecuencia la fe, el saber y el derecho reciben una nueva coordinación mutua. También en Agustí­n la fe cristiana es «filosofí­a verdadera», que implica un verdadero saber. La explicación agustiniana de la Trinidad, tan rica en consecuencias para el occidente, a base del análisis de la autoconciencia humana, engendra aquella positiva actitud cristiana ante el saber que se refleja todaví­a en el principio cartesiano del «cogito, ergo sum». La fe y el saber se distinguen sólo por la seguridad mayor de la primera, pero ambos arrancan al hombre de su inmersión en lo terrestre. Fe y saber -como inteligencia de la fe – producen y presuponen un desprendimiento del mundo, el cual se basa en una esperanza escatológica de salvación. Por esto, para Agustí­n, el saber sólo inicialmente es una inclinación al mundo; en cuanto el saber interpreta la fe, crea certeza de salvación y exige una árrox~ de la realidad de aquí­. Esta concepción de la idea de fe y de saber tiene también como consecuencia una interpretación especí­fica de lo jurí­dico. El derecho es una disposición del legislator eterno, que «elige» a los destinados al más allá. Agustí­n, en su vejez, restringe todaví­a esta concepción del derecho, en cuanto concibe a Dios como un señor que ejerce un poder absoluto, incluso sobre el hombre libre. Por eso, la espiritualidad de Agustí­n pudo llegar a ser el punto de partida para la concepción del cristianismo (-> agustinismo) que propugnó la reforma.

Si queremos entender la mentalidad del monacato de la Iglesia antigua, tal como se difundió en el siglo iv, hemos de interpretarlo como reacción negativa ante aquella actitud espiritual que se produjo por la asimilación de la idea del saber y por la afirmación de lo terrestre en la edad constantiniana. En su mayorí­a, los monjes anacoretas son fellahs creyentes que, como señal de protesta contra la mundanización de la Iglesia, se retiran al desierto para cumplir radicalmente las exigencias de la Biblia mediante la ascesis práctica. Sin embargo, el monacato suscita pronto sus ideólogos, los cuales esbozan una espiritualidad que muestra rasgos absolutamente liberales. En virtud de su ascesis el monje, amigo de Dios, se concibe como un «terapeuta» que ha de enseñar soberanamente no sólo a los fieles, sino también a los clérigos mismos. La consecuencia inevitable es una rivalidad entre la mentalidad monacal, visionaria y escatológica, y la mentalidad clerical, sacramental y jerárquica. A este respecto tiene gran importancia el celibato, que no sólo da al monje autoridad ante el pueblo, sino que fundamenta también la conciencia pneumática que él tiene de sí­ mismo, conciencia que a la postre tiene que volverse contra el orden jurí­dico de los sacerdotes. El Pseudo-Dionisio, con su doctrina de la jerarquí­a «eclesiástica» como imagen de la «celeste», buscará una conciliación filosófica del pneumático con la idea eclesiástica del derecho. Pero el precepto del celibato, que se impone ya en el siglo iv, ha de valorarse como una implantación de la espiritualidad monástica en el seno de la Iglesia oficial. Por el hecho de que también el clérigo vive célibe, le quita al monje una prerrogativa hasta entonces exclusiva.

Al matiz liberal del monacato, Evagrio Póntico le añade un rasgo intelectual. Evidentemente él no se interesa por el puro saber de la cultura, pero enseña una especie de gnosis -con un matiz origenista – que no puede negar su rasgo subjetivista y asacramental. El saber se convierte en teorí­a de la experiencia de Dios y de la mí­stica; la visión de Cristo suplanta el sacramento cristiano; el derecho es interpretado pneumáticamente como dikaiosyné del gnóstico. Este espiritualismo, sin duda peligroso, sólo llegó a liberarse de sus resabios origenistas gracias a Máximo el Confesor, mediante una cristologí­a fielmente calcedoniense. Así­ Máximo no sólo corrigió a Orí­genes, sino que salvó su obra y la mí­stica monacal para la Iglesia.

Por estas breves insinuaciones se pone ya de manifiesto la extraordinaria importancia del Calcedoniense para la interpretación del cristianismo y para la ordenación y valoración de la e.p. en la historia del espí­ritu. Pero las luchas en torno a la fórmula de fe de este concilio muestran una vez más cómo la e.p. en su realización tiene que convertirse en una pugna en tomo a los tres factores ordenadores mencionados: fe, saber y derecho.

El –>monofisismo y la doctrina de una doble naturaleza no sólo son actitudes diversas de la fe, sino que además, como poderes históricos, tienen su legitimación en lo polí­tico y jurí­dico. El monofisismo se sostuvo incluso después del concilio como protesta contra la polí­tica religiosa e imperial de los soberanos bizantinos. Y en la concepción ortodoxa de la encarnación como unión de una doble naturaleza en la persona del Verbo, veí­a Justiniano la fundamentación de su ideologí­a imperial, que tení­a su base en la sí­ntesis entre el poder sobrenatural de la Iglesia y el poder natural de orden terrestre. En la fórmula calcedoniense de la doble naturaleza confluyen las más diversas mentalidades y espiritualidades de la época patrí­stica, que sólo pueden descifrarse desde ese foco de confluencia. En tal sentido, podrí­amos decir que la e.p. tiene un solo tenor: la cuestión de la relación entre la realidad de aquí­ y la del más allá, representada ejemplarmente en la unión «sin separación» ni «mezcla» de la naturaleza divina con la humana en el Encarnado. Con ello la interpretación patrí­stica de lo cristiano demuestra que el cristianismo serí­a entendido falsamente a base de la idea utilizada por Troeltsch de la mera «interioridad religiosa» (cf. teologí­a de los padres griegos y latinos; –>helenismo y cristianismo.

BIBLIOGRAFíA: W. Bousset, Apophthegmata (T 1923); E. Troeltsch, Soziallehren der christlichen Kirchen and Gruppen (Gesammelte Schriften I) (T 31923); Viller-Rahner; W. Kamlah, Christentum and Geschichtlichkeit (St 21951); F. Cayré, Espirituales y mí­sticos de los primeros tiempos (C i Vall And 1957); H. Ball, Byzantinisches Christentum (E¡-Z-KS 21958); L. Bouyer, La spiritualité du Nouveau Testament et des Péres (P 1960); H. U. Y. Balthasar, Kosmische Liturgie (Ei 21961); A. Dempf, Geistesgeschichte der altchristlichen Kultur (St 1964); E. Y. Ivánka, Plato Christianus (Ei 1964).

Stephan Otto

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica