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EVOLUCION, EVOLUCIONISMO

EVOLUCION, EVOLUCIONISMO

I. Ciencias naturales
Por e. (filogenética) entiende la biologí­a el colosal y largo proceso que, sin romper la continuidad del torrente vital, en el transcurso de las edades de la tierra, a través de las generaciones, fue desembocando en formaciones orgánicas siempre nuevas y diversificadas. E. significa, por tanto, transformación de las formas vivas en el transcurso del tiempo. En este sentido la cuestión del origen de la vida o de la primera célula orgánica aparece como problema especial, que se tratará por tanto separadamente (-> vida). Si se puede comprobar cierta evolución, entonces pertenece a las propiedades de lo orgánico, no sólo una capacidad inmanente de configuración y crecimiento, que en la evolución individual da lugar al desarrollo y maduración del germen hasta llegar a la forma final, sumamente complicada, sino también y por encima de esto una capacidad inmanente de e. a través de las generaciones hacia formas organizadas cada vez más complejas, durante las etapas de millones de años de la historia de los organismos.

Para razonar esta concepción la biologí­a se basa en tres hechos fundamentales: La –>vida sólo procede de lo vivo; los seres emparentados por consanguinidad muestran una semejanza esencial (homologí­a) en sus caracterí­sticas fundamentales; el fenotipo y el genotipo de animales y plantas se transforman mediante modificaciones hereditarias (mutaciones). A esto se añaden pruebas indirectas: los indicios morfológicos, embriológicos, fisiológicos, geográficos y cronológicos, que se entrelazan y se completan, y quedan confirmados por los fósiles, por lo cual revisten una importancia considerable. Las formas orgánicas aparecen por primera vez de manera verdaderamente repentina en el cámbrico (que comenzó hace unos 600 millones de años), y por cierto con gran abundancia de los más diversos animales invertebrados, ya altamente organizados, que no es posible derivar de formas más antiguas, pues el precámbrico carece prácticamente de fósiles. De todos los estratos sucesivos de la tierra se ha conservado una indescriptible riqueza de organismos fósiles. Esto pone de manifiesto el fenómeno del enorme e invencible poder formador de la substancia viva, que ha estado sujeta a un transcurso temporal, a un devenir y desarrollo, a un cambio y transformación, a una aparición y desaparición de increí­bles proporciones.

La e. de los seres vivos que aparece en los restos fósiles se presenta con las siguientes caracterí­sticas.

1. Aparece como un proceso periódico. Especies enteras, a veces tras un perí­odo más o menos largo de preparación, de pronto entran en una fase «explosiva», en la que su plan estructural básico se ramifica con extraordinaria velocidad evolutiva en numerosos tipos de organización, como, por. ej., los mamí­feros, que desde el terciario antiguo presentan nada menos que 25 órdenes sistemáticos con 206 familias, atestiguadas por fósiles. Se actualizan las posibilidades de diferentes formas de vida contenidas en el plan estructural (carní­voros, herbí­voros, insectí­voros; o corredores, saltadores, trepadores, cavadores, quirópteros y nadadores). En el perí­odo siguiente, mucho más extenso, de transformación pací­fica y lenta en pequeños pasos evolutivos hacia una creciente especialización, frecuentemente unida a un aumento de magnitud del cuerpo y de los órganos, sólo se llega ya a una diversificación en gran cantidad de géneros y especies. Al final de esta evolución filogenética se produce por lo regular un marcado encogimiento, o incluso extinción, de las series formadas. Independientemente de estas irradiaciones y estos perí­odos de florecimiento, cuyo momento temporal es diverso según los grupos zoológicos, en ciertas épocas de transición de un perí­odo geológico al otro aparecen cambios radicales en la fauna y en la flora. Entonces desaparece gran parte de los grupos de animales terrestres y acuáticos, pertenecientes a las clases más variadas y extendidos por el mundo entero, mientras que otros quedan reducidos a pocos restos, otros sobreviven al tiempo crí­tico sin alteración, y otros finalmente aparecen por primera vez o comienzan su perí­odo de florecimiento. El desarrollo filogenético no se produce por tanto en forma constante y homogénea, sino de manera diversa en cada grupo de organismos, según su capacidad, curso y rapidez de evolución.

2. La e. de los seres vivos aparece como un proceso discontinuo, no porque se interrumpa el torrente vital, sino en el sentido de que los grupos sistemáticos superiores se presentan a manera de saltos. Los 25 órdenes mencionados de mamí­feros superiores comienzan sin precedentes en el terciario antiguo. En su origen les precede un espacio vací­o. Ciertamente los tipos de organización convergen al acercarnos a la forma hipotética de los prototipos, pero en ningún caso tenemos noticia de una confluencia o de una transición. Es universal el fenómeno de la ausencia de auténticas formas continuas de transición que sirvan de eslabones ininterrumpidos en la serie de fósiles. Es decir, esa ausencia está comprobada sin excepción en cuanto a los grupos mayores de animales y plantas (p. ej., en los reptiles, en los mamí­feros del mesozoico y del terciario antiguo, en las fanerógamas, etc.). A este fenómeno se le dan explicaciones muy diversas.

3. Otra caracterí­stica de la e. de los seres vivos es su desarrollo en una determinada dirección, aunque no en un sentido rigurosamente rectilí­neo, sino con cierto margen de dispersión, propio de los vivientes. Es conocida p. ej., la serie equina, que comenzando por el eohippus del terciario antiguo, con el tamaño aproximado de una zorra, y pasando por el orohippus, el epihippus, el mesohippus, miohippus, el parahippus, el meryhippus y el pliohippus, llega hasta el caballo actual. En esta e., junto con el progresivo aumento de tamaño se produce una continua transformación de la dentadura, desde los folí­voros, con dientes de corona baja y pocos pliegues de esmalte, hasta los herbí­voros, con dientes de corona alta y rica en pliegues; o también, desde el pie tetradáctilo con pulpejos, hasta el monodáctilo con pezuña y mecanismos de salto; desde el encéfalo propio del reptil, hasta el cerebro voluminoso, con surcos y circunvoluciones, que cubre las demás partes del encéfalo. Tales tendencias aparecen casi siempre iguales en grupos enteros de ramas evolutivas paralelas y autónomas (evoluciones paralelas); y pueden repetirse de un modo semejante (iteraciones) varias veces y en diversos perí­odos de tiempo. Es el caso, p. ej., de la transformación de la concha en las amonitas. Estos procesos conducen a veces a magnitudes corpóreas muy grandes, a órganos muy desarrollados, a las llamadas «superespecializaciones». Como la e. filogenética se ha demostrado irreversible (hacia el punto de partida), con la superespecialización se estrecha progresivamente el campo evolutivo o la posibilidad de nuevas formaciones, de suerte que al fin ya no pueden formarse nuevos modelos y estructuras, o sólo pueden formarse indirectamente, a base de rodeos. No se sabe si en el fondo de estos procesos en una dirección se oculta además un envejecimiento de los troncos de organismos, que conduce a la degeneración y extinción.

4. Un cuarto rasgo de la e. de los seres vivos es su proceso constructivo. Por él se forman, se conservan, se combinan y se integran estructuras orgánicas, que siguen desarrollándose o vuelven a desaparecer. Esta formación de estructuras se realizó no sólo en una serie o en unas pocas series paralelas, sino en innumerables lí­neas de la más variada organización y en todo nivel sistemático, creándose así­ la enorme multitud de formas en las que está representado el reino animal y vegetal del pasado y del presente. A través de un constantemente repetido formarse y ramificarse ulteriormente por parte de las lí­neas de descendencia, para lograr configuraciones siempre nuevas y especí­ficamente distintas, se produjo de todas las maneras concebibles una multiformidad tal de lo orgánico, que en cierto modo se agotaron las posibilidades de obtener formas nuevas. Sin embargo, dentro de este conjunto abigarrado reina un orden – como lo demuestra el «sistema natural» de las plantas y animales – y una gradual varí­edad o una estructura jerárquica. Y así­ no sólo nos encontramos con que se producen grupos orgánicos superiores e inferiores (evolucionados y primitivos), sino también con el hecho de que las unidades más pequeñas pueden recapitularse en otras mayores, como las especies en géneros, los géneros en familias, las familias en órdenes, etc. Esto es una prueba de que en la historia de los organismos se han dado diversificaciones y perfeccionamientos, bien dentro de un mismo plan estructural, o bien yendo más allá de los respectivos grados de organización (base del plan estructural), en sentido de una mayor organización; y así­ se pasó desde el nivel de organización de los peces acorazados sin maxilares (agnatos), a través de los de maxilar inferior articulado (placodermos), de los peces propiamente dichos, anfibios y reptiles, hasta las aves de sangre caliente y los mamí­feros. Pero este importantí­simo fenómeno del «ascenso biológico» (e. ascendente, anagénesis) no se halla universalmente en todas las ramas de organismos. En los vertebrados ese fenómeno se caracteriza por una mayor diferenciación e integración (totalidad) y por una mayor independencia del medio ambiente y autonomí­a individual (subsistencia). Esta independencia se manifiesta principalmente en la construcción del sistema nervioso, y sobre todo del cerebro, a la que va unida una intensificación de la interioridad animal y un mayor desenvolvimiento de lo psí­quico o de la conciencia. El «ascenso biológico» de un organismo es tanto más elevado cuanto mayor es su totalidad y subsistencia, es decir, cuanto más realizado está su ser individual. El grado supremo lo ocupa el –+ hombre, el cual por razón de su conciencia del yo, es decir, por razón de su condición espiritual y de su libertad, no es sólo individuo, sino también –> persona.

No se ha esclarecido todaví­a cuál sea la -> causalidad latente en las formas descritas del proceso evolutivo. Los perí­odos de florecimiento y extinción de grupos de organismos, la aparición de fases «explosivas» y de épocas de e. pausada, los cambios en la fauna y la flora, el «vací­o en el origen» de donde nacen los grupos mayores de organismos, la evolución en una misma dirección con series paralelas, la pluralidad ordenada jerárquicamente y el «ascenso biológico», plantean otros tantos problemas o preguntas abiertas que aguardan respuesta. El reino orgánico de nuestros dí­as no nos ofrece ningún caso de grandes transformaciones, ni siquiera una cantidad considerable de pequeños cambios como resultados de la selección o del aislamiento. En todo caso no son tales que con ellos podamos penetrar en las causas del fenómeno de las transformaciones filogenéticas, o de la creación de planes de organización o de órganos y sistemas de órganos muy complejos (coorganizaciones) y de otras asombrosas y felices «innovaciones». Una extensión y aplicación (extrapolación) de los resultados experimentales (especialmente de la genética), que de suyo sólo son válidos en el campo intraespecí­fico, a los enormes cambios evolutivos más allá de la especie, tiene solamente el carácter de una hipótesis de trabajo, como lo tiene también la suposición de profundas transformaciones bruscas de los tipos de estructura hereditaria. El gran número de hipótesis, su frecuente contradición y su rápido cambio, son una prueba de la insuficiencia de todas las explicaciones causales propuestas hasta ahora. Tales hipótesis son tan sólo intentos de respuesta a una gran cuestión todaví­a pendiente. Las representaciones del «árbol genealógico» de animales y plantas, que vuelven a diseñarse una y otra vez, no ofrecen ningún resultado definitivo, sino, únicamente, una imagen provisional, es decir, sirven para dar una idea gráfica de las comprobadas o supuestas interrelaciones entre grupos de organismos en el actual estado de investigación de las ciencias naturales; y, por tanto, en virtud de nuevos hallazgos pueden experimentar una modificación en cualquier momento. Así­, el clásico «árbol genealógico» de los organismos, cuyo «tronco» único y común deberí­a desarrollarse cada vez más, «ramificándose» a la vez lateralmente, ha experimentado con el tiempo una profunda modificación, descomponiéndose en nuevas series de troncos principales paralelos. Estos, según parece, se hallan ya yuxtapuestos con su estructura claramente distinta en los estratos más antiguos, todaví­a con fósiles, del cámbrico y del ordoviciense; y desde entonces experimentan una e. autónoma dentro del marco de su propia estructura fundamental, que mantienen en forma extraordinariamente conservadora. Las clases actuales de peces, anfibios y reptiles se presentan simplemente como estadios de organización que cada tronco autónomo ha recorrido (polifiléticamente) en todo o en parte. Pero también la nueva forma del «árbol genealógico» de los organismos pone en evidencia que la historia de los organismos está marcada por una evolución.

Según lo expuesto está justificado el e. biológico. Este nos permite tener una visión de conjunto de bastantes hechos diversos entre sí­, cuya interpretación unitaria queda con él facilitada. Sin embargo, con su aplicación al mundo esencialmente distinto de lo humano, que implica fenómenos históricos, culturales, polí­ticos, éticos y religiosos, lleva demasiado lejos la idea de la e. y se abandona el ámbito de la competencia biológica, pues se busca en la mera e. biológica y en sus leyes el principio suficiente de explicación, eliminando la estructura ontológicamente diversa de la realidad, con sus diferencias esenciales.

BIBLIOGRAFíA: Ch. R. Darwin, On the Origin of Species by Means of Natural Selection (Lo 1859), tr. cast.: El origen de las especies (E Ibéricas Ma); B. Rensch, Neuere Probleme der Abstammungslehre (St 21954); A. Portmann, Vom Ursprung des Menschen (Bas41958); C. F. v. Weizsácker, Die Geschichte der Natur (GS 1958); G. Heberer, Die E. der Organismen (St 21959); A. Haas, Das stammesgeschichtliche Werden der Organismen and des Menschen (Fr 1959); K. Mampell, Die Entwicklung der lebenden Welt aus der Sicht der modernen Abstammungs- and Vererbungslehre (Mn 1962); O. Semmelroth, El mundo como creación (Fax Ma 1965); P. Overhage, Die E. des Lebendigen. Das Phanomen (Fr 1963); í­dem, Die E. des Lebendigen. Die Kausalitát (Fr 1965); R. J. Nogar, La evolución y la filosofí­a cristiana (Herder Ba 1967).

Paul Overhage
II. Aspecto teológico
1. La unidad del mundo del espí­ritu y de la materia
La reflexión filosófica y teológica presupone que las ciencias naturales garantizan el hecho de la e. En efecto, con medios teológicos o filosóficos no se puede ni demostrarla ni rechazarla como imposible.

a) Para la filosofí­a y la teologí­a cristianas son verdades ciertas: 1.0, que todo ente creado, por razón de su finitud, es un ente en devenir y sujeto a modificaciones, y 2 .0, que en la unidad del mundo el ente todo está ordenado al único fin del perfeccionamiento último. Por consiguiente, el concepto de e. es utilizable para definir en general lo más caracterí­stico de toda la realidad distinta de Dios que se halla en el horizonte de nuestra experiencia. Aunque este concepto admite una pluralidad de sentidos tan amplia y analógica como el concepto de devenir, sin embargo, frente a éste tiene la ventaja de resaltar más la orientación del hacerse de todos los entes hacia una meta.

b) Pero como en el mundo «evolutivo» sujeto al devenir hay diferencias esenciales entre los diversos entes, la e. de estos entes diferentes en esencia es también esencialmente diversa. La historia de la -> naturaleza, la del ->espí­ritu, la de la –>persona y de la ->comunidad humana, o la historia de la -> salvación, presentan «evoluciones» diferentes en su esencia. Serí­a asimismo un evolucionismo filosófica y teológicamente erróneo el que juzgara que las categorí­as de la e. biológica se pueden transponer y aplicar uní­vocamente a la e. del hombre en cuanto tal y a la historia propiamente dicha, interpretando y explicando lo histórico mediante las categorí­as tomadas de la e. biológica. Filosófica y teológicamente ha de rechazarse y condenarse objetivamente como herejí­a un evolucionismo que: 1.0, no permanece dentro de los lí­mites metódicos de las ciencias naturales, sino que, haciendo una extrapolación, lanza una afirmación apodí­ctica sobre el todo de la realidad; 2°, sostiene que no hay diferencias esenciales en el mundo de la experiencia y que el –>hombre como tal es un «producto» de los seres prehumanos, en el sentido de que él no procede de una acción creadora de Dios cuyo término es un ente singular y, por tanto, no tiene una espiritual y libre relación inmediata a Dios, que lo distingue esencialmente de todos los demás entes de su contorno empí­rico, sino que su entidad y sentido se agota con ser un momento de la esfera fí­sica y biológica; y afirma además que no hay ningún cambio evolutivo que deba posibilitarse por el dinamismo de la causalidad transcendente, el cual está inserto en el mundo. La prueba filosófica y teológica de la falsedad de un evolucionismo así­ entendido se ofrecerá en parte aquí­ y en parte en los artí­culos -> antropologí­a, -> hombre, -> alma.

c) La imposibilidad de reducir los seres vivos que están por debajo del hombre a lo meramente material en sentido de b), podrá ser una tesis legí­tima y evidente de la filosofí­a de la -> naturaleza, y la presuponemos sin reparo en las páginas que siguen; pero no es un aserto estrictamente teológico la afirmación de que existe una diferencia ontológica esencial entre el mundo puramente fí­sico y la biosfera.

d) Una vez presupuesto esto clara e inequí­vocamente, es sin embargo legí­timo hablar, con las debidas precauciones, de una e. del único mundo. La materia y el espí­ritu finito tienen una mutua referencia interna, aunque diversa en sí­ y en los distintos grados del ser. Ambos proceden de la acción creadora del único Dios; la -> materia no tiene sentido sino en un mundo en que hay -> espí­ritu personal; por lo menos en el hombre, ella es condición de la posibilidad de realización del espí­ritu y lugar de la historia personal y del estar con otros; materia y espí­ritu tienen – cada uno a su manera – como único fin la realización del reino de Dios. Tampoco a los –> ángeles es necesario concebirlos como seres que por razón de su naturaleza no tengan la menor relación con el mundo material, aunque ellos carezcan de «cuerpo». La «historia» de la materia debe ser por tanto la «historia» de la posibilidad del espí­ritu, y en la encarnación del Verbo y la transformación del mundo por la -> resurrección de la carne (ambas cosas están relacionadas) alcanza su punto culminante, mediante la consumación del espí­ritu creado en Dios (–>visión de Dios, fin del -> hombre).

e) La unidad del mundo del espí­ritu y de la materia, en cuanto unidad de una historia, puede concebirse como e., es decir, como desarrollo desde dentro hacia algo esencialmente superior, si el «devenir» (en el sentido pleno del término) se entiende como «autotranscendencia» de un ser. Esto es posible. En efecto, lo que se llama conservación y cooperación de Dios en el ser y en la realización de un ser finito, no puede considerarse como una intervención divina desde fuera y meramente ocasional, sino que es í­ntima condición permanente del ser y obrar de la criatura. Esa acción de Dios es precisamente lo que sostiene el devenir del ente y hace que, por un lado, el efecto inmanente o transeúnte del devenir contenga una entidad – incluso de í­ndole substancial y esencial – mayor que la del agente finito, y, por otro, que la criatura obre activamente este plus y no se limite a recibirlo pasivamente. Pero, naturalmente, el concepto de esa autotranscendencia no implica que de cualquier cosa pueda salir inmediatamente todo lo que se quiera. La moción divina hacia tal autotranscendencia, allí­ donde de lo inferior y a través de ello surge algo esencialmente nuevo (p. ej., un ser biológico de naturaleza espiritual a partir de lo meramente vivo), realiza estrictamente el concepto de «creación».

El mundo, que es materia desde el principio (y desde el principio está bajo la dinámica intramundana de aquellos «principados y potestades» espirituales y creados, que solemos llamar ángeles), bajo los presupuestos dichos puede concebirse como un movimiento evolutivo desde su origen material hasta su perfeccionamiento espiritual-personal, en virtud de la dinámica que el origen divino le confiere para autotranscenderse y dirigirse a un fin. En todo caso no es necesario concebir la historia de ese mundo en sus grandes etapas como una serie de adiciones desde fuera a su contenido originario.

2. La unidad de la biosfera en sí­
a) Si hay e. y si se puede admitir una e. en último término monofilética (cosa no demostrada), por lo menos como hipótesis de trabajo de la biologí­a, entonces se afirma implí­citamente la unidad temporal de la biosfera. Este presupuesto se puede arriesgar aquí­ como hipótesis, por el mero hecho de haber e. y porque la –> hominización presupone un salto esencial (autotranscendencia), el cual no es menor, sino mayor, que el postulado hipotéticamente en una e. monofilética, y porque el principio metafí­sico de economí­a respecto a nuevas iniciativas de Dios dentro del mundo en devenir, obliga a prescindir en lo posible de tales intervenciones.

Si, por tanto, se puede admitir tal evolución monofilética, en consecuencia el mundo entero de lo vivo aparece por lo pronto como una verdadera y coherente unidad temporal, la cual en cuanto tal se apoya sobre el todo temporal de la única materia y está inmersa en ella.

b) Esta idea (junto con otras consideraciones) nos lleva al problema de la unidad ontológica de la biosfera.

1º En primer lugar, no ha de pasarnos desapercibida la unidad ontológica del mundo material. Lo que en la escolástica se llama «materia prima», no es para la ontologí­a una realidad que, multiplicada en sí­ misma y por sí­ misma, aparezca repetidamente como elemento «intrí­nseco» en los múltiples objetos de experiencia, sino que es el auténtico «principio substancial universal» de lo material, disperso en el espacio y el tiempo; constituye el principio ontológico de lo que en parte es observado y en parte presupuesto como único «campo» sustentador de todos los fenómenos fí­sicos y de la fí­sica misma. Naturalmente, también la biosfera participa de esta unidad ontológica del -> espacio y tiempo. Ella está inmersa como en su fundamento (y no por un resultado accesorio de un influjo mutuo) en el único espacio y tiempo real del mundo material.

2º La cuestión de si, además, la unidad temporal de la biosfera en cuanto tal apunta hacia una unidad espacial de í­ndole cuasi substancial,, se resuelve en la pregunta de si en este ámbito el principio formal substancial (o sea, el principio de la forma espaciotemporal de un viviente) deba o no concebirse especí­fica e individualmente plural, como «multiplicado» (excluyendo siempre a la persona espiritual humana). La experiencia cotidiana y la tradicional filosofí­a de la naturaleza han resuelto siempre esta cuestión en el primer sentido, es decir, admitiendo como un hecho inmediato que existen tantas formas substanciales realmente distintas cuantos «individuos» diferentes de las diversas especies de seres vivos. Pero esta experiencia cotidiana no es constringente. Ante una observación atenta, con mucha frecuencia se esfuman las lí­neas divisorias de los individuos biológicos (el fenómeno del «vástago» todaví­a ligado con la planta y luego separado de ella; la transición continua entre plantas y animales diversos, pero fenoménicamente unos; la célula germinal dentro y fuera del organismo de los padres, etc.). Las formas vivientes de la mayor diversidad fenoménica espaciotemporal, pueden tener el mismo principio ontológico formal, de modo que enormes diferencias en la configuración posiblemente proceden del sustrato material y de constelaciones causales, sin modificación substancial de la «forma» (oruga, crisálida, mariposa). El principio formal substancial del viviente no exige necesariamente como material un «continuo» real fí­sico (además de la unidad del «campo» fí­sico).

La pluralidad de lo vivo percibida por nosotros «ópticamente» es razón de la discontinuidad espacial, no es en absoluto una prueba de la pluralidad ontológica de lo vivo en cuanto al principio formal. Lo mismo se diga del antagonismo entre las formas, ya que éste se da aun en un mismo viviente, considerado por todos como uno. Tal vez se tenga, pues, una concepción más acertada (por su mayor sencillez) de la biosfera cuando se la concibe como basada constantemente en un único principio formal substancial. Este principio, dotado de una enorme riqueza potencial para manifestarse en el espacio y el tiempo, actualiza sus posibilidades espacial y temporalmente en función de las condiciones que la materia fí­sica le ofrece a posteriori, aunque él mismo las dirija. Esta idea, por una parte, serí­a paralela al desarrollo de la fí­sica, que reduce (o trata de reducir) la pluralidad de los cuerpos naturales, «especí­ficamente» diversos, a la variación espaciotemporal de la misma materia una. Y, por otra parte, harí­a más clara la diferencia ontológicoformal entre la biosfera y la «noosfera» del espí­ritu personal. Sólo en ésta habrí­a individuos substancialmente distintos entre sí­, los cuales ya no son meras modificaciones espaciotemporales de la biosfera evolutiva, que en el fondo es una sola.

3. La problemática teológica y ontológica de la causalidad de la evolución
a) 1º La cuestión de la «mecánica» de la e., o sea, la pregunta sobre las condiciones «genéticas» de í­ndole material (bien internas o bien externas, las cuales en principio pueden producirse fí­sicamente y se explican funcionalmente: modificación del genoma, etc.) por las que surge algo «nuevo» en el terreno biológico, es un problema de las ciencias naturales, que por su método pueden reducirse a esta pregunta.

2º Por razón de la unidad y diferencia esencial del mundo pueden y deben mencionarse (sólo) algunas estructuras formales, que caracterizan esta evolución: tendencia a una creciente complejidad de los diferentes seres, a una mayor «interioridad», a una más amplia diversidad y apertura a la totalidad de lo real; teleologí­a e irreversibilidad de la e. Desde este punto de vista, el hombre, juntamente con otros seres dotados de conciencia, -> libertad y -> transcendencia hacia Dios, aparece como el fin de esa e. del mundo. Puesto que el hombre es material (y como tal constituye un momento de la unidad material del mundo entero como «campo») y puede manejarse a sí­ mismo (fí­sica y moralmente, dentro del mundo y de cara al más allá), cabe decir que en el hombre el mundo entra en sí­ mismo, y llega a una confrontación inmediata y consciente con su fundamento: Dios.

3º La libre gracia divina, la comunicación de Dios mismo fue injertada al mundo desde el principio (los ángeles la poseyeron desde el primer momento, y el hombre, por ser la meta del mundo, fue planeado por Dios de primera intención como hombre divinizado). Por eso dicha e. del mundo obedece realmente, y no sólo en los «pensamientos» divinos, a la dinámica que apunta al -* «reino de Dios». La historia de la naturaleza y del mundo se convierte en historia de la salvación y de la revelación cuando llega al hombre, el cual consciente de su finalidad sobrenatural, objetiva históricamente esa destinación. Su punto «omega» es efectivamente Cristo, en el que se unen la materia creada, el espí­ritu finito y el Logos divino, en quien todo subsiste; y en él mismo se manifiesta históricamente esta unidad.

b) 1º La cuestión metafí­sica acerca de lo que propiamente sucede en la e. considerada ontológicamente, es decir, mirando a la totalidad de la causalidad, ha de responderse diversamente según la relación ontológica de lo «nuevo» que se ha producido con la causa intramundana que le precede (origen). Si lo aparecido es substancialmente nuevo o incluso esencialmente «superior», es decir, si surge un fundamento «substancial» numéricamente nuevo, o incluso un ser que en su peculiaridad no se puede concebir en absoluto como mera modificación espaciotemporal de lo que precedió a su origen, sino que posee un estado superior ontológicamente irreducible, es decir, un ente cuya esencia es de orden superior, aun cuando esto no excluya una procedencia intramundana); entonces la cuestión ha de plantearse en forma radicalmente distinta de como se plantearí­a si lo «nuevo» pudiera entenderse como una diversa combinación espaciotemporal, fí­sicamente producible, de lo ya existente.

En el primer sentido, la cuestión sólo se plantea con certeza teológica y filosófica en el caso de la e. del hombre, y con algún grado de certeza, debida a la reflexión de la fisiologí­a de la naturaleza, cuando se trata del paso de lo puramente material a la biosfera. Dentro de la biosfera en cuanto tal no hay seguridad de que la pregunta haya de plantearse así­. Sin embargo, pronto se echa de ver (cf. luego) que, desde el punto de vista de la ontologí­a, esta verdadera y permanente diferencia en cuanto a la cosa y en cuanto al planteamiento de la cuestión, no tiene en concreto tanta importancia teológica como a primera vista pudiera parecer, si se entiende debidamente lo que es el devenir de algo nuevo.

2° Devenir intramundano como autotranscendencia. a) Donde se produce algo realmente «nuevo» que, sin embargo, procede de una causa intramundana (y si a este respecto se rechaza un mero ocasionalismo por razones filosóficas y sobre todo teológicas), su causa se supera a sí­ misma, pone una realidad mayor que la suya. Según el principio metafí­sico de causalidad, este superarse a sí­ misma (que aquí­ concebimos muy en general) sólo es posible en virtud de la dinámica del ser absoluto, que es al mismo tiempo lo «más í­ntimo» de la causa intramundana y lo más distinto del ente finito que ejerce la causalidad. Este ser absoluto constituye el ente activo no sólo (por la «conservación» y el «concurso») como una mera existencia estática, sino también en su autotranscendencia activa en cuanto tal, que es a la vez la realización de su propia esencia y la producción de lo «nuevo».

Lo «nuevo», en cuanto es «más» que el agente productor, es a la vez obra de la causa intramundana y de la –> causalidad transcendente del ser absoluto. b) En la experiencia transcendental del espí­ritu se da inmediatamente la dialéctica de esta relación. En efecto, el ser absoluto, en cuanto meta apetecida asintóticamente, es siempre para el movimiento del espí­ritu lo que está situado «más allá», lo totalmente distinto y distanciado del espí­ritu finito; y, sin embargo, constituye el núcleo más í­ntimo que sustenta el movimiento ontológico del devenir del espí­ritu finito, el cual se mueve en virtud del ser que se abre, y no construye simplemente su propio esbozo de cara a un «horizonte» al que en último término se tenderí­a solamente como objeto por la fuerza propia del sujeto cognoscente. Puesto que aquí­, en esta experiencia transcendental, está dada inmediatamente la ontologí­a de un ente, se da también inmediatamente una autotranscendencia (como hecho óntico) hacia lo que es más en virtud del ser absoluto, la cual puede legitimarse en virtud del ser absoluto de legitimarse como concepto metafí­sicamente válido.

3º Una vez obtenido el concepto ontológico de una autotranscendencia activa, ontológicamente el concepto de e. y la posibilidad de unirla a la causalidad divina ya no ofrece ninguna dificultad insuperable. La procedencia intramundana de un ente a partir de otro y la diferencia esencial ontológica entre dos entes, el causado y su causa natural, no sólo no se excluyen, sino que se implican. Según sea el grado de diferencia ontológica (que puede ir desde una simple reagrupación espaciotemporal de la materia hasta la producción de algo esencialmente nuevo, pasando por modificaciones del «campo», por reproducciones de lo que permanece igual, por una mutación accidental pero estable), la dinámica divina que produce el devenir en cuestión, considerada desde el «término» de este devenir, puede y debe recibir nombres distintos. Por consiguiente, sólo cuando se trate de algo esencialmente nuevo se podrá echar mano del concepto de una «intervención creadora» de Dios. Pero esta «intervención creadora» (en contraposición a la permanente creación originaria de la materia del mundo en general) no se debe entender como una acción complementaria venida desde fuera, la cual añadiera algo nuevo a un ser ya existente que se comportarí­a en forma pasiva, sino como producción de la autotranscendencia en la causa intramundana de donde procede lo nuevo. Pero como en todo devenir real (y, por tanto, en toda e.) va implicada con necesidad ontológica una dinámica divina (aun cuando ella no es ningún objeto de las ciencias naturales), la pregunta sobre dónde se da o no se da una autotranscendencia esencial no es tan acuciante. Sabemos cómo ésta se da entogenética y filogenéticamente en la génesis del hombre; y el saberlo es decisivo para la concepción del hombre acerca de sí­ mismo. Pero esa autotranscendencia es también objeto de una vivencia inmediata en la experiencia transcendental de la condición de sujeto y de la libertad. Y así­ el hombre se sabe a sí­ mismo (en su singularidad y totalidad) creado por Dios y a la vez procedente del mundo. Supuesto este concepto de autotranscendencia, enfocada rectamente la estricta unidad substancial del hombre (en la que materia y «alma» son principios substanciales, pero no entes autónomos), y valorada adecuadamente la procreación activa de los padres (que engendran a un hombre, y no a un mero viviente biológico), debe entenderse con precaución la frase según la cual la e. produce el cuerpo y Dios crea el «alma» del hombre al compás de la e. Ambas causas tienden al todo del hombre en su unidad, pues no están yuxtapuestas, sino compenetradas. Esta compenetración es posible por el hecho de que aquí­ no se trata de causas intramundanas que se excluyan mutuamente, sino que la causalidad divina constituye la profundidad ontológica transcendente de la eficiencia de la criatura.

4. El hombre dentro de la biosfera evolutiva
a) Si el hombre, en cuanto persona espiritual, procede evolutivamente de la biosfera, en consecuencia pertenece todaví­a a ella, si bien como el término hacia el que transcienden el mundo material y la biosfera. La procedencia del hombre a partir del mundo material y biológico es permanente. Pero a este respecto cada hombre es aquel en quien la totalidad del mundo se hace presente ante sí­ mismo en una forma siempre singular. El hombre es siempre, en una unidad dialéctica, una parte del mundo enraizada en la totalidad cósmica, y la presencia cada vez singular de la totalidad del mundo ante sí­ mismo. Sobre el problema de si, bajo el aspecto filogenético, el hombre emergió una o varias veces de la biosfera, cf. -> monogenismo.

b) Esta inserción del hombre en el mundo material (que va más allá de una simple y mutua causalidad eficiente, puesto que por lo menos está fundada también en la unidad de la materia, y por tanto es ontológicamente previa a un influjo recí­proco) plantea de una manera nueva la antigua cuestión de la «pluralidad de formas» en el hombre. La emergencia del hombre desde la biosfera ¿significa que en él se dan todaví­a los principios de la biosfera configuradores de las unidades espaciotemporales (¿o el único principio nuevo que allí­ actúa? [cf. antes])? El concepto formal de autotranscendencia no dice nada cierto ni positiva ni negativamente acerca de este punto. La explicación de la teologí­a tradicional, según la cual el alma espiritual es también principio de la vida vegetativa y animal, no excluye ciertamente que esto pudiera efectuarse por el hecho de que ciertas realidades parciales existentes ya en la biosfera en cuanto tal quedaran asumidas teleológicamente en una substancia superior (los tejidos que sobreviven, las deformaciones de embriones, que quizá son hombres, desde el comienzo de la ontogenia, etc., parecen apuntar en esta dirección). Además, la relación entre el alma espiritual y estas «formas» subordinadas puede concebirse de diversas maneras; y la explicación que se dé no tiene por qué estar necesariamente en contradicción con la teorí­a tomista de la unicidad de la forma en un ser nuevo como el hombre, que constituye una sola substancia, si se entiende lo que con ello se quiere significar realmente, a saber: la única forma superior, en armoní­a con su procedencia, desde su fondo plurivalente actualiza la antigua forma parcial y puede volver a dejarla libre. Si tal pluralidad en las formas espaciotemporales dentro del hombre se puede concebir de alguna manera como herencia de la biosfera, entonces el antiguo problema de la multiplicidad de formas en el hombre se hace nuevo y acuciante. Pues hoy dí­a, gracias a la bioquí­mica y a la genética (con todos sus planteamientos) podemos formarnos poco a poco una idea concreta de estas «formas» o de sus manifestaciones.

c) Desde aquí­ se plantea luego el problema de si en los fenómenos humanos, en los automatismos fisiológicos, etc., se dieron en otro tiempo o se dan todaví­a rasgos que, siendo compatibles con la naturaleza del hombre, no presentan todaví­a aquella perfección a que tiende el hombre, en cuanto está aún en devenir. Se plantea, pues, la cuestión de si la historia de la biosfera avanza todaví­a hacia el hombre en el mismo hombre que ya existe. Con tal se defienda que la auténtica esencia del hombre como espí­ritu personal abierto a la infinitud per de f initionem ya no puede superarse, pues en la ->gracia y la –* encarnación ha alcanzado ya una cumbre absoluta, la teologí­a en principio nada tiene que objetar contra la idea de una ulterior historia del hombre en su biosfera (y no sólo en el espí­ritu personal y en las creaciones por las que se objetiva en la cultura). Lo que observamos empí­ricamente en las razas, en las mezclas raciales, etc., muestra cómo está en curso una historia de este género. Y bajo los necesarios presupuestos morales, exigidos por el respeto al hombre como espí­ritu personal, cabrí­a pensar en una planificación de esa historia por parte del hombre mismo. Esta cuestión podrí­a implicar también consecuencias para la teologí­a moral.

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica