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HEREJIAS, HISTORIA DE LAS

HEREJIAS, HISTORIA DE LAS

I. Reflexiones generales
1. En general parte la h. de las h. ha de entenderse en un plano paralelo al de la historia de los –>dogmas, donde se han expuesto ya los pensamientos principales. La h. de las h. debe, pues, entenderse como historiografí­a, el contenido doctrinal y la repercusión histórica de la herejí­a; y esta historiografí­a tiene a la vez su historia. Pero la h. de las h. puede también entenderse precisamente como historia de estas herejí­as mismas. Si la expresión se toma en este segundo sentido, se plantea inmediatamente la cuestión de si en la serie sucesiva de herejí­as puede reconocerse de algún modo una determinada estructura. Teniendo en cuenta que la historia de un dogma y la h. de las h. están en recí­proca interdependencia, se echa de ver claramente que en concreto esta cuestiónn se identifica con la que plantea la historia de los dogmas. La h. de las h. es el momento crí­tico y de amenaza que hay en la historia de los dogmas, en su aspecto meramente humano.

2. Pero el verdadero problema teológico de una h. de las h. sólo aparece claro cuando se considera la naturaleza plurivalente de la herejí­a. Primeramente resulta ya difí­cil trazar la frontera exacta entre herejí­a (doctrina falsa sostenida por un bautizado sin abandonar el cristianismo [retento nomine christiano), que la Iglesia rechaza y declara cismática) y la total negación del cristianismo (-> apostasí­a). Por eso mismo ya no puede definirse claramente lo que debe entrar en una h. de las h. o quedar fuera de ella. Y esto tanto más por el hecho de que, incluso una visión del mundo a primera vista «acristiana» por completo (en el espacio vital del cristianismo anterior), en la época poscristiana de la «edad moderna» hasta ahora en el fondo no ha logrado ser otra cosa que una imitación herética y secularizada de la inteligencia cristiana del mundo y de la existencia; aunque debe quedar abierta la cuestión de si eso debe ser y permanecer así­. Ciertamente se puede afirmar que se da una herejí­a (prescindiendo de su deslinde de la apostasí­a) allí­ donde una doctrina tropieza con un no definitivo del magisterio de la Iglesia, con lo que aparentemente serí­a fácil definir el objeto de la h. de las h. Pero en tal caso hay que considerar dos cosas que dificultan de nuevo el problema.

a) Una herejí­a seria y con vitalidad histórica tiene sus largos antecedentes en la historia de la -> teologí­a y de los dogmas de la Iglesia misma, antes de llegar al «no» del -> magisterio y al –> cisma de los herejes. Y estos antecedentes intraeclesiásticos siempre, o la mayorí­a de las veces (humanamente hablando), sólo son inteligibles como inevitable crisis de crecimiento en la evolución histórica del dogma o de la conciencia creyente dentro de la Iglesia cristiana. Hasta tal punto que a menudo lo verdaderamente trágico y culpable de esta herejí­a sólo se da por el hecho de que ella se desliga de la unidad de la Iglesia y de la historia de su fe, y se aí­sla en Iglesias independientes, bien sea por impaciencia herética y cismática de los verdaderos e inmediatos actores de la historia, bien sea por reacción, legí­tima desde luego, pero en cierto modo impaciente del magisterio eclesiástico contra tal herejí­a, la cual, pasando por momentos unilaterales y por una problemática abierta de suyo deberí­a alcanzar su fin dentro de la Iglesia, el fin de un verdadero crecimiento del intellectus fidei. Y esta función positiva de la h. de las h. para la Iglesia y su crecimiento en la fe no se interrumpe enteramente por el hecho de que la h. de las h., después de los mutuos anatemas, se desarrolle fuera de la Iglesia. Si se reflexiona sobre todo esto, una historia católica y teológica de las herejí­as (que no sea mero capí­tulo de la historia del espí­ritu), sólo puede enfocarse como un ingrediente de la historia de los dogmas (aunque por razones técnicas de trabajo, se la exponga separadamente). En otro caso, esa historia estarí­a ciega para la verdadera naturaleza, para el origen y sentido de la h. de las h. dentro de la historia de la salvación. Esto tiene validez sobre todo si se piensa que, de una parte, la fe dada por Dios nunca puede entenderse a sí­ misma como mera antí­tesis frente a un error humano, sino que ha de entenderse como la universal verdad superior, de la cual declina el error seleccionando tan sólo ciertos momentos (herejí­a) y separadamente (cisma); y que, de otra parte la vitalidad histórica de una herejí­a no se explica nunca por el error como tal (en cuanto mera negación), sino por la verdad (parcial) que queda en ella. Por tanto, la Iglesia puede conectar su propia verdad plena con los momentos parciales que desarrollan su poderí­o histórico en la herejí­a.

b) Para la inteligencia católica de la fe es evidente que, «de suyo», es decir, por parte del hombre en general (y, realizando esta norma abstracta, por parte de muchos hombres concretos), la Iglesia católica, en su forma empí­rica, puede reconocerse con la gracia de Dios como portadora de la plena y única verdad de la revelación cristiana. Pero con ello no se dice que eso sea así­ con relación a todos los hombres y todos los cristianos en concreto (teniendo en cuenta su peculiar situación individual e histórica, y la brevedad de su vida), supuesto que por reconocer no se entiende solamente una cualidad en el objeto en sí­, sino además una acción que ha de ser ejercida por el sujeto, que entra con su peculiaridad en la constitución de la posibilidad de reconocer. El que negara esta proposición, afirmarí­a implí­citamente que, sin grave culpa subjetiva, nadie puede dejar de hallar la Iglesia católica hasta el final de su vida. Pero ésta es una afirmación que, por las más varias razones, debe simplemente rechazarse. El que un fin moral de suyo obligatorio pueda dejar de ser alcanzado por un hombre sin culpa propia, demuestra cómo tal fin es inasequible para ese hombre, aun cuando la imposibilidad de alcanzarlo se deba a la culpa subjetiva de otros (p. ej., de los primeros «heresiarcas»; culpa, a la verdad, no comprobable con certeza última) y, en este aspecto, Dios se limite a permitirla. Incluso en tal caso puede reconocérsele a esta incognoscibilidad, permitida por Dios para el inculpable, un sentido positivo de cara a la salvación eterna, sin negar por eso la importancia salví­fica y la «cognoscibilidad en sí­» de la verdad no conocida. De algún modo cabe comprender en qué consiste el positivo sentido salví­fico dispuesto por Dios, de esta particular imposibilidad de conocer, a saber: Dentro de la «jerarquí­a de las verdades católicas, que no todas guardan la misma relación con el fundamento de la fe» (Vaticano ii, Decreto sobre el ecumenismo, n.° 11), es evidente que para ciertos hombres de hecho (no en sí­) resulta más fácil comprender por separado las verdades más centrales e importantes para la salvación (dada su constitución histórica y psicológica), que entender la totalidad explí­cita del cristianismo católico. Ahora bien, de ahí­ le viene a la h. de las h. otro aspecto completamente distinto, si no se la considera solamente bajo la dimensión de la historia del espí­ritu: El «no» formal que se da en ella a una verdad católica no puede aprobarse como tal; pero puede presumirse las más de las veces que tal negativa es tan sólo objetivamente falsa, pero no subjetivamente culpable. Cuando en la h. de las h. se prescinde de lo negado, todaví­a quedan en ella diversas configuraciones (condicionadas individual y colectivamente) en las que se realiza el cristianismo genuino del mismo modo que, por las diversas formas de mezcla entre fe explí­cita y fe implí­cita, también dentro de la ortodoxia católica surgen realizaciones muy distintas de la fe, donde el sistema objetivamente válido del catolicismo recibe acentuaciones diferentes. Así­ la h. de las h. pasa a ser una vez más (en su poderí­o histórico) un factor de la historia de los dogmas dentro del catolicismo, aquel factor que muestra qué cambios de acento en la actitud y qué diversa intensidad de actualización existencial caben en la polifacética realidad de la fe. De hecho, no es muy difí­cil descubrir en el catolicismo formas doctrinales parecidas a las de las herejí­as (precisamente si se las estima desde los puntos de vista citados), p. ej., mostrar una cristologí­a ortodoxa, pero afí­n al ->nestorianismo o al –> monofisismo.

3. Por esto se comprende que el mejor contexto para exponer la h. de las h. sea el de la historia misma de los dogmas. Aquélla cumple en ésta la función positiva de esclarecer el dogma en su historia misma, tanto en lo que atañe a su contenido, como en lo referente a la postura existencial y religiosa que se adopta frente a él. En la medida en que no obstante la imposibilidad de deducir la historia a priori, se puede hacer – y es de desear – una estructuración de la h. de las h., a fin de que ésta no sea mera enumeración de una serie de errores; la estructura y los principios estructurales de la h. de las h. son los mismos que en la historia de los -> dogmas.

Además, en tal historia pueden distinguirse diversos aspectos que constantemente se repiten. Un primer aspecto en la herejí­a es que, virtualmente, en ella todaví­a está contenido todo el cristianismo. Partiendo de aquí­ podrí­a lograrse la noción de una herejí­a puramente verbal (p. ej., en ciertas formas del monofisismo), que, objetiva y propiamente, sólo serí­a un falso no conformismo frente al lenguaje eclesiástico, es decir, serí­a más bien un cisma, unido a la desconfianza sectaria de que en el lenguaje de la Iglesia, no se expresa claro e inequí­vocamente el auténtico cristianismo. Cabe también de todo punto pensar que, en el curso de su historia (sin saberlo reflejamente), una herejí­a real evolucione hasta convertirse en una herejí­a puramente verbal. De acuerdo con la unidad de doctrina y praxis, hay que tener además siempre presente la posibilidad (un aspecto que no pudo verse todaví­a, por razón de la breve vida de las herejí­as, en la teologí­a heresiológica de los padres) de que dentro de la h. de una h. (como confesión no católica que se desenvuelve históricamente) haya en la teorí­a y en la práctica actualizaciones de la esencia del cristianismo que, si bien se han conservado siempre potencialmente en la forma católica del cristianismo (es decir, en la forma verdadera y universal) e históricamente legí­tima (es decir, en la Iglesia católica romana), sin embargo todaví­a no han llegado aquí­ al mismo nivel de actualización expresa, y así­ son un aguijón para el desarrollo de la doctrina y praxis de la Iglesia, y pueden ejercer una positiva función histórico-salví­fica con relación a aquélla. Según Pablo, la herejí­a está bajo el principio de un oportet en la historia de la salvación. Y de esa manera la culpa (por lo menos objetiva) – que no deberí­a existir – del hombre que restringe la verdad de Dios, permanece envuelta por la voluntad divina con relación a la revelación y a la Iglesia que la transmite con lo cual la herejí­a, en virtud de esta superación (no de suyo, y sin que así­ se legitime como obra del hombre), adquiere un sentido positivo. Ella es el modo como la verdad de Dios, en cuanto verdad de los hombres, permanece humillada y crece de hecho en el espí­ritu de éstos, es el fundamento necesario para la introducción de la Iglesia en toda la verdad (y así­ su posición en la historia salví­fica de la verdad creí­da y conocida guarda cierta analogí­a con la de Israel respecto de la Iglesia: Rom 9-11). Por tanto, frente a las herejí­as, la Iglesia no se limita a la defensa estática de unas verdades ya poseí­das y adecuadamente comprendidas. En realidad, lo que la Iglesia hace es comprender más claramente su propia verdad a la luz de la contradicción que se alza contra ella; y en consecuencia rechaza esa contradicción como oposición a su verdad y a su concepción de sí­ misma (que está siempre in fieri).

Sin embargo (otro aspecto) la historia de la verdad y de su desarrollo (evolución del –> dogma) es la historia de la separación, del «no» progresivo, cada vez más universal y claro de la Iglesia contra la herejí­a, la historia de la necesaria separación de los espí­ritus, del comienzo del juicio de Dios, que separará también la verdad y el error de los hombres. Con todo, este juicio de la Iglesia juzga las objetivaciones históricas (que permanecen siempre equí­vocas en relación con la fe interna del hombre) de la relación originaria a la verdad, y no esta relación misma ni, por tanto, a los hombres. De acuerdo con la auténtica historicidad del conocimiento de la verdad incluso en la Iglesia, y con el hecho de que ésta – en su exposición a los ataques – ha de confiarse a la imprevisible disposición de Dios (cf. Ls 21, 14), no es desde luego posible trazar a priori un esquema (auténtico, o sea, no puramente formal y vací­o) de las herejí­as posibles, y así­ esbozar un proyecto anticipado de la h. de las h. y, por tanto, señalar claramente la evolución de las doctrinas heréticas (al estilo de la filosofí­a hegeliana de la historia), ni siquiera de las que ya han aparecido. Lo cual, sin embargo, no significa que la h. de las h. sea simplemente una mera enumeración inconexa de impugnaciones de artí­culos de fe. La h. de las h. es además un factor que depende funcionalmente de la historia universal del espí­ritu (así­ como de los presupuestos polí­ticos y sociológicos de ésta), cuya forma estructural es en cierto modo inteligible. De ahí­ que las herejí­as han de entenderse casi siempre como visiones falsamente radicales y «escindidas» en la perspectiva de la verdad, guardando cierta analogí­a con las «escuelas» dentro de la Iglesia, las cuales también tienen en ella y en su teologí­a una función permanente y un lugar en cierto modo sistemático. Hay además ciertas herejí­as fundamentales formales, que, aplicadas a determinados terrenos dogmáticos, se repiten constantemente (p. ej., una negación de la analogia entis, del principio calcedónico «sin separación y sin mezcla», del principio según el cual todo sistema espiritual humano está constantemente sin acabar ante el Dios siempre mayor [Dz 432], de la analogia fidei, etcétera). Esos y otros puntos de vista semejantes permiten la superación de una h. de las h. que sea una mera colección positivista. Dejando abierta la cuestión de la terminologí­a más adecuada, no cabe discutir que, incluso dentro de la Iglesia, puede haber (durante largo tiempo), tanto en el orden teórico como en el de la práctica inconsciente, tendencias, – actitudes y aspectos que deben calificarse de heréticos (o «hereticoides», en forma latente, sin articularse en proposiciones, pero reales; cf. la nota teológica sapit haeresim). Tales herejí­as latentes o tendencias «hereticoides», propiamente, son objeto de la h. de las h., sobre todo porque pueden ser causa de herejí­as de la misma especie o de especie contraria. Por muy claramente que en la Iglesia haya de deslindarse la historia de las escuelas frente a la h. de las h., no por eso ha de desconocerse el paralelismo entre una y otra historia, pues de ahí­ pueden resultar distinciones importantes para las dos.

II. Anotaciones sobre la historia de las herejí­as
1. Principios para su división
a) Como queda dicho, los principios estructurales propiamente teológicos son los mismos (negativamente aplicados) que los de la historia de los dogmas. No hay, pues, por qué repetirlos aquí­. b) Pero los modos especí­ficos como las herejí­as acompañan esta marcha de la historia de los dogmas (en cuanto factor retardatario o extremadamente avanzado) quizá pueden distinguirse formalmente de algún modo, con lo que no se discute la posibilidad de que, en una misma herejí­a concreta, actúen a la vez varios de esos modos. Hay herejí­as «reaccionarias», que se cierran a un necesario desarrollo histórico de la Iglesia y de su doctrina (p ej., el montanismo y el novacionismo, que quisieron mantener y sistematizar un rigorismo efectivo en la anterior praxis penitencial; un -> agustinismo incondicional en el -> jansenismo y el -> bayanismo). Hay otras herejí­as «reductoras» que propugnan un cristianismo radicalmente existencial, o bien quieren quitarle el lastre de doctrinas poco «modernas», y así­ se centran en las verdades consideradas importantes (una herejí­a de este tipo fue, p. ej., el antiguo protestantismo con su triple sola: scriptura, gratia, lides; y lo es también todo «fundamentalismo», así­ como la -. desmitización existencialista y el ->modernismo , etc.). Hay, como ya hemos dicho, herejí­as «verbales», que creen no poder hallar su fe en determinadas formulaciones eclesiásticas, aun cuando digan objetivamente lo mismo o conserven una interpretación del dogma aceptable dentro de la Iglesia (p. ej., ciertas formas del monofisismo). Se podrí­a hablar de herejí­as de «contacto», es decir, de ensayos de introducir en la doctrina cristiana ideologí­as no cristianas, o de someter a éstas la doctrina cristiana (p. ej., la herejí­a del -> americanismo). Existe (aunque traspasando en cierto modo los lí­mites del concepto de herejí­a aquí­ empleado) la herejí­a criptógama (RAHNER, v 513-560), es decir, una actitud de hecho herética dentro y fuera de la Iglesia, pero que elude, consciente o inconscientemente, una reflexión y un enunciado conceptuales. Puesto que, ni teórica ni históricamente, no todas las herejí­as forman también Iglesias, pero algunas las han fundado y fundan, cabe distinguir entre las herejí­as que crean y las que no crean Iglesias. Las últimas serán de ordinario herejí­as «particulares», es decir, que afectan a determinado punto doctrinal como tal. Las herejí­as que forman Iglesia de ordinario parten (explí­citamente) de una herejí­a particular; pero suelen evolucionar hacia una concepción fundamental que marca la inteligencia total del cristianismo; se tornan, en otras palabras, «herejí­as universales». Teniendo en cuenta que un predicado verdadero sobre Dios ha de pronunciarse con la conciencia de que él es siempre mayor que lo expresado en las analogí­as mundanas y, por tanto, debe ser «dialéctico» (o sea, no puede formularse una positiva proposición última que por sí­ sola sirva de principio de deducción para todos los demás enunciados en la cuestión respectiva); se comprende también la posibilidad de herejí­as «antidialécticas», que sistematizan por una sola ví­a (p. ej., de un lado el predestinacionismo [-> predestinación] y, de otro, el –> pelagianismo en la cuestión sobre la gracia soberana de Dios y la libertad humana). En el limite de la herejí­a- o ya más allá del mismo están las herejí­as «secularizantes», que mantienen (más o menos) estructuras formales del cristianismo y de su doctrina, pero las transponen a actitudes y enseñanzas profanas y mundanas, es decir, sin relación con Dios, olvidando que tales estructuras formales mueren a la larga si se desconectan de su concreta aparición histórica (en el cristianismo). Muchas formas del moderno «humanismo» son herejí­as secularizantes.

2. Sobre la historia misma de las herejí­as
No vamos, naturalmente, a enumerar ahora todas las herejí­as «particulares», ni tampoco interesa aquí­ una exacta distinción entre herejí­as y sistemas e ideologí­as totalmente anticristianas (dentro del_ espacio histórico del cristianismo).

a) La serie se inicia con la herejí­a reaccionaria del judaí­smo (al que combate primero Pablo), que niega la posición fundamentalmente nueva del cristianismo en’ la historia de la salvación. El extremo opuesto se da en Marción, que niega toda continuidad entre la historia salví­fica del Antiguo Testamento y la del Nuevo.

b) Las grandes herejí­as de los siglos ii-iv, el -> gnosticismo y el -> arrianismo, son herejí­as de contacto, que trataron de insertar el cristianismo en un horizonte intelectual dado de antemano. Dentro de una relación entre Dios y el mundo pensada mediante el modelo de un monismo helení­stico, la historia del mundo creado pasa a ser lahistoria de un Dios que experimenta su destino en un mundo dualista (–> gnosticismo); o bien la comunicación de Dios a la historia creada, distinta de él, se convierte en la comunicación de principios desvirtuados, sólo semidivinos (-a arrianismo: el logos y el pneuma no son realmente Dios mismo).

c) Las herejí­as cristológicas del siglo v (-> nestorianismo, -> monofisismo, -> monotelismo) son por de pronto herejí­as particulares y antidialécticas que, siguiendo una sola dirección, sin dialéctica alguna, tratan de sistematizar el misterio de la relación entre Dios y el mundo en Cristo ya en forma racionalista (nestorianismo), ya en una filosofí­a mí­stica de la identidad.

d) El pelagianismo (siglo v) y el predestinacionismo (siglos v y viii; el calvinismo) son igualmente herejí­as antidialécticas (al principio particulares) que, en la relación entre gracia y libertad, tratan de disolver el misterio a favor de uno de los dos polos.

e) El protestantismo no ofrece un sistema doctrinal cerrado y uniforme, sino que presenta muchí­simos sistemas doctrinales radical e í­ntimamente divergentes. En general podemos calificarlo por de pronto como herejí­a universal con tendencia a la reducción. En él se lleva a cabo -sobre todo en el antiguo protestantismo- una reducción al triple sola, de suerte que todo lo demás se tiene por no esencial para el cristianismo, o es considerado como radicalmente opuesto a él. Entre los elementos rechazados están los relativos a la constitución de la Iglesia (estructura episcopal, papado, sacramentos).

f) Otras formas semejantes de herejí­as de reducción son el -> modernismo y las múltiples formas de teologí­a liberal dentro del protestantismo: el cristianismo queda reducido a la interpretación de la propia experiencia del hombre.

3. La fundamental estructura formal que posibilita la herejí­a
Todas las herejí­as pueden entenderse (aunque sin posibilidad de deducirlas en su serie histórica) como las diversas maneras posibles de lesionar la misteriosa relación fundamental entre Dios y el mundo, que sólo admite un enunciado dialéctico y no es expresable en una sola fórmula. O bien desaparece la verdadera realidad de la criatura (de la humanidad de Cristo, de la libertad humana, de la significación del oficio en la Iglesia, etc.) ante la omnicausalidad de Dios, o bien se desconoce esa realidad propia de la criatura, entendiéndola a la manera deí­sta como una entidad independiente (p. ej., en el nestorianismo o en el pelagianismo), de forma que Dios pasa a ser el nimbo de absolutez del hombre mismo (como en el modernismo).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica