SANTIDAD

v. Justicia, Santificación
Exo 28:36 grabarás en ella como .. S a Jehová
Exo 39:30 y escribieron en ella .. S a Jehová
1Ch 16:29; Psa 29:2 en la hermosura de la s
Psa 93:5 la s conviene a tu casa, oh Jehová, por
Isa 35:8 camino, y será llamado Camino de S
Isa 57:15 yo habito en la altura y la s, y con el
Zec 14:20 estará grabado sobre .. S a Jehová
Luk 1:75 en s .. delante de él .. nuestros días
2Co 7:1 perfeccionando la s en el temor de Dios
Eph 4:24 creado .. en la justicia y s de la verdad
1Th 3:13 irreprensibles en s delante de Dios
Heb 12:10 éste .. para que participemos de su s
Heb 12:14 seguid la paz con todos, y la s, sin la


Por lo común es traducción de palabras derivadas de la raí­z hebreo qadash y la raí­z gr. hag-. El significado básico de qadash es separación o apartar. El gr. hag- es un equivalente de qadash, y su historia es similar.

Los términos santidad y santo no ocurren en Génesis (pero ver Gen 28:16-17). Sin embargo, desde Exo 3:5 en adelante el concepto de santidad es constantemente subrayado. Dios es majestuoso en santidad (Exo 15:11); la santidad es lo que caracteriza las acciones de Dios (Isa 52:10), sus palabras y promesas (Psa 105:42; Jer 23:9), su nombre (Lev 20:3; 1Ch 29:16) y su Espí­ritu (Psa 51:11; Isa 63:10-11; ver ESPIRITU SANTO). Los lugares son hechos santos por la presencia especial de Dios: su morada en el cielo (Deu 26:15), su manifestación sobre la tierra (Exo 3:5; Jos 5:15), el tabernáculo (Exo 40:9), el templo (2Ch 29:5, 2Ch 29:7), Jerusalén (Isa 48:2) y Sion (Oba 1:17). Cualquier cosa apartada para usos sacros era santa: los altares y el mobiliario del tabernáculo (Exo 29:37; Exo 30:10, Exo 30:29), sacrificios de animales (Num 18:17), comida (Lev 21:22), el diezmo (Lev 27:30), los primeros frutos (Lev 19:24; Lev 23:20), toda cosa consagrada (Exo 28:38), el aceite de la santa unción y el incienso (Exo 30:23-25, Exo 30:34-38). Las personas conectadas con lugares y servicios sagrados eran santas: los sacerdotes (Lev 21:1-6) y sus vestiduras (Exo 28:2, Exo 28:4), Israel como nación (Jer 2:3), Israel individualmente (Deu 33:3) y muchas cosas asociadas con Israel (1Ch 16:29). El tiempo dedicado a la adoración era santo (Exo 12:16; Exo 16:23; Exo 20:8; Isa 58:13).

Lo que en Isa 6:3 fue una revelación personal para el profeta, en Rev 4:8 se proclama a todos desde los cielos con poder y gloria.

Dios es santo y verdadero (Rev 6:10). En una de sus oraciones, Jesús se dirigió a Dios de esta manera: Padre santo (Joh 17:11). Dios es santo y su pueblo debe ser santo (1Pe 1:15, citando Lev 19:2). Los discí­pulos de Jesús deben orar para que el nombre de Dios sea tratado santamente (Mat 6:9; Luk 11:2). La santidad de Jesucristo se subraya especí­ficamente (Mar 1:24; Luk 1:35; Luk 4:34; Joh 10:36; Act 3:14; Act 4:27, Act 4:30; comparar Isa 42:1-4 citado en Mat 12:16-21; Heb 2:11; Rev 3:7).

En el NT se desarrolla el concepto de la santidad de la iglesia. Al igual que en el AT, Jerusalén es santa (Mat 4:5; Mat 27:53; Rev 11:2), también lo es el templo (Mat 24:15; Act 6:13) y el nuevo templo, la iglesia colectiva (Eph 2:21-22) e individualmente (1Co 3:16-17). Esteban se refiere al monte Sinaí­ como tierra santa (Act 7:33), y Pedro se refiere al monte de la Transfiguración como el monte santo (2Pe 1:18). Las Escrituras son sagradas (Rom 1:2; 2Ti 3:15). La ley es santa (Rom 7:12). Si los lugares terrenales, sacerdotes, instrumentos de culto, sacrificios y servicios eran santos, mucho más lo son los celestiales (Heb 8:5). La iglesia es una nación santa (1Pe 2:9). El argumento en Rom 11:11-32 establece el hecho de que la santidad de los cristianos gentiles estriba en que han brotado de la raí­z de Isaí­ (Rom 11:16; Rom 15:12). Cristo murió por la iglesia para santificarla (1Co 1:2; 1Co 6:11; Eph 5:26). La iglesia como un todo, las iglesias locales y los creyentes individuales son santos, llamados…

santos (Rom 1:7; 1Co 1:2; 2Co 1:1; Eph 1:1; Phi 1:1; Col 1:2; santos es una traducción de hagioi). La vida del creyente debe ser un sacrificio vivo y santo (Rom 12:1), no sólo por medio de la muerte (Phi 2:17), sino con la vida misma (Phi 1:21-26). La santidad se equipara con la pureza (Mat 5:8; Mat 23:26; 1Ti 1:5; 2Ti 2:22; Tit 1:15; Jam 1:27), una pureza que en Act 18:6 y 20:26 es inocencia. El medio para la purificación es la verdad de la Palabra de Dios (Joh 17:17). El beso santo en las iglesias primitivas, era una marca del compañerismo santo (1Co 16:20; 2Co 13:12; 1Th 5:26). La santidad es algo que sobresale en Apocalipsis, desde Rev 3:7 hasta 22:11.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

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Cualidad que expresa perfección, plenitud, dedicación a la divinidad, consagración. En hebreo «qadesh» como sustantivo abstracto y «qadosh» como adjetivo calificativo se emplean continuamente en referencia a Dios y a los lugares, acciones o intenciones que se refieren a Dios.

Hasta 189 veces se habla de santidad en el Nuevo Testamento, empleando el término radical de «hag»; de ellas 28 veces se emplea el verbo santificar (hagiadso) y 135 el sustantivo referente a lo santo o el santo (hagios) y el plural de los santos (hagia). La Iglesia es santa y su misión es santificar. Los que viven unidos a Cristo son santos. (Ver Notas de la Iglesia 3)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La palabra «santo» (heb. qadosh) se emplea para indicar la idea de separación fí­sica. Santo es lo separado del uso profano y consagrado al servicio de Dios (personas, cosas, lugares de culto, etc.), por lo que está revestido de poder divino, a loque responde en el hombre el temor y el respeto. Dios es el único esencialmente santo. Porque es el trascendente, el inaccesible, el que vive en una región pura, incontaminada, a una distancia infinita del hombre, a donde no puede llegar el lastre de lo profano y de lo impuro (Gén 28,16; 1 Sam 6,20; ls 6; 57,15; Os 11,9; 12,1; Ez 28,25; 36,23; 38,28). Dios es santo en cuanto se comunica con su pueblo, en cuanto ayuda y libera a su pueblo, para hacer de él un pueblo de exclusiva pertenencia suya, un pueblo de su adquisición, separado de los demás pueblos, un pueblo santo, un reino sacerdotal. Ellos tienen que ser santos, porque Dios es santo (Núm 15,40). Esta santidad del pueblo es una exigencia de la liberación (Núm 15,41; ls 40,25; 41,14; 43,3.14; 45,18). Dios es «el santo» (Lc 1,49; Ap 3,17; 4,8; 6,10), el «padre santo» (Jn 17,11).

Jesucristo es el hijo santo de Dios (Lc 1,35), el santo de Dios (Mc 1,24; Lc 4,34; Jn 6,69) por su í­ntima y plena pertenencia a Dios, «el santo» (Act 3,14), «el santo servidor de Dios» (Act 4,27-30); Jesucristo trae al mundo un mensaje de santidad, porque, a través de El, el Padre ha realizado una obra de misericordia. La santificación de los hombres es obra del Padre a través de Jesucristo, que es la verdad (Jn 17,17); Jesucristo se santifica, se entrega a la muerte, para santificar a los hombres (Jn 17,19); Dios, en el A. T., elige un «pueblo santo» (Lev 21,6.8; Ex 22,31; Dt 26,19); en el N. T. hay también un pueblo santo: los cristianos constituyen el nuevo y santo pueblo de Dios (1 Pe 2,5), y así­ comenzaron a llamarse desde el principio: «los santos» (Act 9,13.32.41); es el pueblo de los predestinados, de los elegidos, de los santos, que son los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús (Ap 14,12), los que realizan obras santas (Ap 9,8); los que, siendo santos, se santifican eternamente junto al que es tres veces santo (ls 6,3; Ap 22,11). La presencia de Dios hací­a del templo un lugar santo, como lo es Jerusalén, la ciudad santa (Ap 11,2; 21,2.10) y amada (Ap 20,9). Y Santo es el Espí­ritu de Dios. En la Trinidad Augusta se atribuye al Espí­ritu Santo la santidad misma y la obra de santificación de todos los hombres.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La santidad, como estado, es originalmente la esencia de Dios; en los hombres, de forma derivada, es una participación por gracia de la santidad de Dios. Dios es el santí­simo, el tres veces santo. Santa es la humanidad de Jesucristo en virtud de la unión hipostática. Totalmente singular es la santidad de Marí­a, concebida sin pecado.

Santa es la Iglesia, como Cuerpo mí­stico de Cristo y Esposa del Espí­ritu Santo. Santos son los cristianos en virtud del bautismo. Todos están llamados en la Iglesia -dice la LG 39- a la santidad, según escribe el apóstol: «Esta es la voluntad de Dios: que os santifiquéis» (1 Tes 4,3). Todos los fieles de cualquier estado o grado están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. La santidad es única, pero se practica y se ejercita de manera muy variada según el género y la condición de vida de cada uno.

El don primero y más necesario para la santidad es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Dios. El martirio, con el que el discí­pulo se hace semejante al Maestro, y que acepta libremente como él la muerte por la salvación del mundo, es considerado por la Iglesia como un don excepcional y como la prueba suprema de la caridad: «y si este don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (LG 42).

La santidad de la Iglesia se ve favorecida además de forma particular por los consejos que propone el Señor en el evangelio: la virginidad y el celibato, la obediencia, la pobreza. Pero el concilio nos recuerda que todos los fieles están invitados a tender a la santidad y a la perfección dentro de su propio estado, y que tienen que esforzarse en dirigir rectamente sus propios afectos, «no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas encuentren un obstáculo que les aparte… de la búsqueda de la perfecta caridad» (LG.42).

R. Gerardi

Bibl.: G. Odasso, Santidad, en NDTB, 1779-1788; P Molinari, Santo, en NDE, 1242]254; H: Gross, Santo, en CFT 11, 626-631; R. Guardini, El santo en nuestro mundo, Guadarrama, Madrid 1960; B. Jiménez Duque, Santidad y vida seglar Sí­gueme, Salamanca 1965.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

1. LA SANTIDAD, SIGNO DE LA PRESENCIA Y ACCIí“N DIVINAS. La palabra santidad -en hebreo, qodesh- significa separación, trascendencia y, en consecuencia, grandeza, excelsitud. En la literatura bí­blica la santidad es atribuida ante todo a Dios. «No hay santo como Yhwh» (1-Sam 2,2). Yhwh es el Dios tres veces santo, cuya gloria brilla sobre la totalidad del orbe de la tierra y ante cuya majestad se postra la creación entera (Is 6,1-3). Calificando a Dios como el santo, la Escritura afirma su diferenciación respecto a todo lo creado, su distinción frente a todo lo que implique no sólo pecado o impureza, sino también imperfección o lí­mite, y por tanto su densidad ontológica, la plenitud de su ser, la absoluta riqueza e intensidad de su existir.

Esta dimensión ontológica de la santidad divina -decisiva como fundante-, no debe llevarnos a considerarla una realidad estática, ni tampoco una cualidad que, al implicar en Dios una plena trascendencia, lo aleja de todo lo creado, convirtiéndolo en un totalmente otro, al que repugna toda mezcla o comunicación. Lo que enseña la Escritura y constituye el núcleo esencial del mensaje cristiano es que el Dios tres veces santo se ha hecho presente en la historia y ha entrado en relación con los hombres. La santidad es cualidad dinámica que, fluyendo del ser divino, se comunica a la criatura.

Algunos textos del AT., particularmente algunos textos proféticos, describen la santidad de, Dios como fuego o llama que devora o destruye toda imperfección y toda mancha, purificando así­ a aquellos, a quienes toca (cf Is 10,17). En otros lugares, dando un paso más, se presenta la santidad como, una cualidad de los seres o realidades en los que Dios se ha hecho presente: el templo en el que habita la gloria de Dios (Sal 5, 8), el sábado que le está dedicado (Ex .35,2) y, en última instancia, el pueblo de Israel en cuanto comunidad elegida por Dios y separada de las otras naciones precisamente para ser depositaria y testigo de.los bienes divinos (Ex 19, 6).

Esta comunicación de Dios llega a su culmen en Jesús de Nazaret: Jesús, como declara el evangelio de san Juan, es el Hijo al que el Padre santificó y envió al mundo (10,36). «Lleno del Espí­ritu Santo» (Lc 4,1), realizó con hechos y palabras, con una obediencia llevada hasta la muerte, la voluntad del Padre. Resucitado y glorifcado según el espí­ritu de santidad (cf Rom 1,4), puede ser designado como «el santo» (cf He 3,14; Ap 3,7), aplicándole la expresión que el AT reservaba a Dios, ya que en él habita la plenitud de la divinidad.

Esa santidad, que desde Dios Padre se derrama en Cristo, se extiende a partir de él a toda la humanidad: constituido primogénito del género humano y cabeza de la Iglesia, Cristo santifica «en verdad» -es decir, real y verdaderamente- a quienes por la fe se unen a él (Jn 17,19). El cristiano, que ha sido «santificado en Cristo Jesús» (I Cor 1,2), está llamado a santificarse cada dí­a más (1Tes 3,13), a unirse cada dí­a más profundamente con Dios y, en Dios, con la humanidad y la creación enteras, hasta que llegue el final de la historia, y, al manifestarse. con -plenitud la nueva Jerusalén, «ciudad santa» (Ap 21,2), el Señor Jesús sea «glorificado en sus santos» (2Tes 1,10) y Dios sea todo en todas las cosas (1Cor 15,28). La historia es, en este sentido y en última instancia, historia de la santidad.

La tradición teológica al reflexionar sobre la santidad ha distinguido con frecuencia entre dos aspectos o dimensiones: santidad ontológica y santidad moral. Con la expresión santidad ontológica se indica que la santidad cristiana no es una realidad puramente ritual o externa, sino, al contrario, profundamente vital, ya que es fruto de una acción del Espí­ritu en las raí­ces mismas de nuestro ser y desemboca en una real participación en la intimidad divina. Al hablar de santidad moral se quiere expresar que esa transformación ontológica se refleja en las obras, es decir, en la actitud espiritual y en el comportamiento concreto. Esta distinción es acertada, pero conviene subrayar que se trata precisamente de una distinción no entre realidades, sino entre aspectos o dimensiones de una misma realidad. En otras palabras, que entre lo ontológico y lo ético existe una profunda conexión: lo ontológico aspira, por su propia dinámica, a manifestarse en el actuar y en la conducta; y el comportamiento moral no es la simple realización de un deber o el mero acatamiento a una ley, sino la expresión de una vida profundamente poseí­da.

Estas consideraciones son de especial importancia para la TF, ya que ponen de relieve lo que podemos calificar como carácter sacramental o significante de la existencia cristiana y, en consecuencia, el papel central que al tema de la santidad le corresponde en orden a mostrar la credibilidad de la revelación, es decir, del mensaje cristiano sobre el destino divina del hombre. La comunicación divina acontece a un nivel que trasciende -la experiencia, pero que no es ajeno á lo empí­rico. No hay, en suma, evidencia de la presencia y acción divinas, pero sí­ huellas o signos de su actuar. La santidad es uno de esos signos; más aún, en cierto modo, el signo decisivo, ya que, en cuanto expresión de la vida comunicada por Dios; dice referencia al objeto, fina lidad o razón de ser de la acción di-‘ vina. No es, pues, un signo exterior o sobreañadido, sino intrí­nseco y connatural.

2. ARTICULACIí“N DEL SIGNO DE LA SANTIDAD. La articulación de la santidad en cuanto signo de la presencia y acción de Dios está en í­ntima relación con ese proceso de la comunicación de Dios que hemos descrito en los párrafos anteriores. Debemos, pues, considerar tres momentos fundamentales: Cristo, la Iglesia, el cristiano.

a) Santidad de Cristo. «Jamás un hombre ha hablado como habla este hombre» (Jn 7,46). «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado» (Jn 8,46). La exclamación de los soldados enviados por los fariseos y la pregunta de Jesús ponen de manifiesto la fuerza, el equilibrio interior, la armoní­a espiritual que dejaban traslucir todas y cada una de sus acciones; en suma, la santidad que emanaba de su figura. Desde una perspectiva teológico-dogmática, esa realidad empí­rica será presentada como el reflejo de su misterio, de su condición divino-humana. Una cristologí­a desde abajo o una consideración teológico-fundamental siguen el camino inverso: desde la realidad empí­rica, desde el impacto que producí­a Jesús en sus contemporáneos o el que puede producir y produce hoy el encuentro con él a través de las narraciones evangélicas, a la interrogación sobre su ser y sobre la verdad de su mensaje.

La santidad de Jesús, precisamente en cuanto santidad concreta, susceptible de ser percibida y experimentada, juega un papel decisivo en el itinerario hacia la aceptación de su palabra y, por tanto, hacia la participación vital en su misterio. Y ello precisamente porque la santidad de Jesús, tal y como los evangelios la testifican, no es una santidad postulada o predicada, sino vivida, y vivida con la naturalidad y espontaneidad de lo que fluye del núcleo mismo de la persona. De ahí­ que la pregunta que Jesús provoca no reenví­a a una realidad exterior a él, sino a 1o más hondo de su persona y, en consecuencia, termina por introducirnos en el misterio de comunión con Dios en el que Jesús consiste: «El que me ha visto a mí­, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Quien penetra hasta lo hondo de Jesús se ve situado ante Dios mismo. Se da pues -como dijera Karl Adam-, un proceder desde Cristo hombre hasta Cristo Dios o en términos de-Hans Urs von Balthasar, Jesús es creí­ble no en virtud de argumentos yuxtapuestos, sino por el brillo que se desprende de su figura y conduce hacia su misterio.
b) Santidad de la Iglesia. «La Iglesia, ya aquí­ en la tierra, está adornada de verdadera, aunqye todaví­a imperfecta, santidad (LG 48). Con un lenguaje diverso y preocupado ante todo por las dimensiones apologéticas, el Vaticano I se referí­a a esta misma realidad para señalar que la Iglesia «por su eximia santidad» es «un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación» (const. Dei Filius: DS 3013).

La TF ha abordado ordinariamente esta cuestión siguiendo dos caminos diversos, aunque confluyentes: en ocasiones, partiendo de la Escritura, a fin de señalar que, de acuerdo con el testimonio bí­blico, la santidad es un rasgo o nota de la Iglesia, y pasar, en una segunda fase, a documentar la positiva presencia de ese rasgo en la comunidad cristiana (l Ví­a de las notas); en otros momentos, partiendo de la Iglesia en cuanto realidad social concreta para, analizando su predicación y su vida, poner de manifiesto que su historia está marcada no sólo por un constante deseo o anhelo de santidad, sino por una realidad de santidad efectiva (/ Ví­a empí­rica).

Una y otra ví­a pueden ser recorridas haciendo referencia a otras caracterí­sticas de la Iglesia, ya que la santidad no es su única propiedad o nota. Conviene advertir, sin embargo, que la santidad no es un rasgo entre otros, sino el rasgo decisivo, hasta el-punto de poderse decir, en palabras de Congar, que las otras notas son propiedades o atributos de la santidad. Santidad e Iglesia se identifican, ya que la Iglesia no es otra cosa que el efecto o fruto de la comunión entre Dios y el hombre instaurada en Cristo y actualizada a lo largo de la historia en virtud de la acción del Espí­ritu. La iglesia, con su predicación y con su propio existir, remite a la realidad de una unión con Cristo y en Cristo, de la que ella misma vive, real, aunque aún no cumplidamente. La santidad en cuanto nota visible de la Iglesia no es otra cosa que el reflejo de su núcleo vital
c) Santidad del cristiano. La santidad de la Iglesia dice referencia, de una parte, a Cristo y, por tanto, a la palabra del evangelio y a los sacramentos que evocan la memoria de Jesús y comunican su vida; y, de otra, al cristiano, al hombre singular concreto que, en Cristo y por la acción del Espí­ritu, se descubre llamado p Dios e invitado a la comunión con De ahí­ que sea precisamente en es e plano donde el signo de la santidad alcanza una de sus puntas o aristas más incisivas. No en vano el NT designa a los cristianos como «los santos», con un apelativo que, aplicado primero a la pequeña comunidad de Jerusalén (cf He 9,13), se extendió después a la totalidad de los creyentes (cf Rom 16,2). El cristiano ha de saberse objeto de una elección o llamada que le exige romper con el pecado y vivir de acuerdo «con la santidad y la sinceridad que vienen de Dios»(2Cor 1,12; cf Rom 6,19), dando así­, con su existencia concreta, prueba de la realidad de la gracia, de la autenticidad de la comunión con Dios y con los demás hecha posible por Cristo.

Todo ello invita a pensar en las numerosas y egregias figuras que jalonan .la vida de la Iglesia, en los santos reconocidos públicamente como tales y cuyas vidas testifican la fuerza de la gracia. En ellos se manifiesta sin duda alguna, la capacidad significante de la santidad. Pero la santidad en cuanto signo no remite sólo al pasado, sino también -e incluso ante todo- al presente. «Todos los, fieles cristianos, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11). Toidó cristiano está llamado a dar «el testimoní­o que fluye de la fe, de la esperanza y de la caridad» (AA 16), a ser -en expresión de Josemarí­a Escrivá de Balaguer- «Cristo presente entre los hombres», es decir, a vivir de manera que evoque y recuerde a Cristo, y quienes le rodean, al percibir su empeño sincero en las buenas obras, «glorifiquen al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16) y se sientan impulsados a pedirle razón de su esperanza (cf 1 Pe 3,15). El testimonio de efectivo seguimiento de Cristo y la palabra que lo explica desvelando su trasfondo constituyen un momento privilegiado del articularse de la santidad en cuanto signo, ya que manifiestan de manera particularmente viva -es decir, dotada de dimensiones existencialesla realidad de la gracia, con la invitación a la fe que de ahí­ deriva.

BIBL.: Sobre la santidad en general: ANCILLI E. .Santidad cristiana, en Diccionario de espiritualidad, t. 3, Herder, Barcelona 1984, 346-354; FESTUGIERE A.J., La sainteté, Parí­s 1962; FIGUERAs A., Santidad, en Enciclopedia de la Biblia, Barcelona 1963, 482-488; GROss H. y GROTZ J., Santidad, en Conceptos fundamentales de 7eologí­a, t. 4, Madrid 1966 186-197; ILLANES J.L., Mundo y santidad, Madrid 1948; LATOURELLE R., Cristo y la Iglesia, signos de salvación Salamanca 1971, 331-336 (actualidad del signo de la santidad); ODASSO G., Santidad en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, Madrid 1990, 17791788; PROCKSCH O. y KuHN K.G., Agios, en Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament, t. 1, cols. 87-116; TRUHLAR K.V., SPLETT J. y HEMMERLE K., Santidad y Santo, en Sacramentum mundi, t. 6, cols. 234-250, Barcelona 1978. Sobre la santidad en sus diversas realizaciones, ver la bibliografí­a citada en las voces Cristologí­a fundamental, Iglesia (Motivo de credibilidad, Notas de la Iglesia, Ví­a empí­rica), Martirio, Testimonio.

J. L. Illanes

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Cualidad o estado de santo; limpieza o pureza espiritual; condición de sagrado. El término hebreo original, qó·dhesch, transmite la idea de separación, exclusividad o santificación para Dios, quien es santo; la condición de estar apartado para Su servicio. En las Escrituras Griegas Cristianas, las palabras que se traducen †œsanto† (há·gui·os) y †œsantidad† (ha·gui·a·smós [también santificación]; ha·gui·ó·tes; ha·gui·o·sý·ne) se refieren asimismo a la condición de estar separados para Dios; se usan además para referirse a la santidad como una cualidad divina y a la pureza o perfección en la conducta de una persona.

Jehová. La cualidad de santidad pertenece a Jehová. (Ex 39:30; Zac 14:20.) Cristo Jesús llamó a Dios †œPadre santo†. (Jn 17:11.) A los que están en los cielos se les representa diciendo de viva voz: †œSanto, santo, santo es Jehová de los ejércitos†, atribuyéndole así­ santidad, limpieza en grado superlativo. (Isa 6:3; Rev 4:8; compárese con Heb 12:14.) El es el Santí­simo, superior a todos los demás en santidad. (Pr 30:3; la forma plural de la palabra hebrea que se traduce †œSantí­simo† aquí­ se usa para denotar excelencia y majestad.) Las palabras †œLa santidad pertenece a Jehovᆝ aparecí­an grabadas en la brillante lámina de oro sobre el turbante del sumo sacerdote, como recordatorio constante para los israelitas de que Jehová es la Fuente de toda santidad. Esta lámina se llamaba †œla santa señal de dedicación†, lo que mostraba que el sumo sacerdote estaba apartado para un servicio de santidad especial. (Ex 28:36; 29:6.) En la canción de victoria de Moisés después de la liberación a través del mar Rojo, Israel cantó: †œ¿Quién entre los dioses es como tú, oh Jehová? ¿Quién es como tú, que resultas poderoso en santidad?†. (Ex 15:11; 1Sa 2:2.) Como garantí­a adicional de que su palabra se llevará a cabo, Jehová incluso ha jurado por su santidad. (Am 4:2.)
El nombre de Dios es sagrado, apartado de toda profanación. (1Cr 16:10; Sl 111:9.) El nombre de Jehová tiene que ser tenido como santo, santificado sobre todos los demás. (Mt 6:9.) La falta de respeto a su nombre merece la pena de muerte. (Le 24:10-16, 23; Nú 15:30.)
Como Jehová Dios es quien ha dado origen a todos los principios y leyes justos (Snt 4:12) y es la base de toda santidad, cualquier persona o cosa que sea santa llega a serlo debido a estar relacionada con El y su adoración. Nadie puede tener entendimiento o sabidurí­a a menos que tenga conocimiento del Santí­simo. (Pr 9:10.) La única manera de adorar a Jehová es con santidad. Si alguien que afirma adorarle practica la inmundicia, resulta detestable a su vista. (Pr 21:27.) Cuando Jehová predijo que abrirí­a una calzada para que su pueblo regresase a Jerusalén desde el exilio en Babilonia, dijo: †œSerá llamada el Camino de la Santidad. El inmundo no pasará por ella†. (Isa 35:8.) El pequeño resto que regresó en 537 a. E.C. fue de todo corazón a restaurar la adoración verdadera con buenos motivos, motivos santos, no por razones polí­ticas o egoí­stas. (Compárese con la profecí­a de Zac 14:20, 21.)

Su espí­ritu santo. El espí­ritu o fuerza activa de Jehová esta sujeto a Su control y siempre lleva a cabo Su propósito. Es limpio, puro y santo, apartado por Dios para un uso provechoso. Por esa razón se dice que su espí­ritu es †œsanto† y es †œel espí­ritu de santidad†. (Sl 51:11; Lu 11:13; Ro 1:4; Ef 1:13.) Cuando el espí­ritu santo actúa sobre una persona, se constituye en una fuerza que impele a actuar con santidad o limpieza. Todo comportamiento inmundo o impropio en algún sentido presupone resistir o †œcontristar† ese espí­ritu. (Ef 4:30.) Aunque es una fuerza impersonal, puede ser †˜contristado†™ por cuanto es una expresión de la personalidad de Dios. Toda práctica impropia tiende a †˜apagar el fuego del espí­ritu†™ (1Te 5:19), y si esa práctica continuase, el espí­ritu santo de Dios se †˜sentirí­a herido†™, lo que resultarí­a en que Dios considerase a la persona manifiestamente rebelde como su enemigo. (Isa 63:10.) Quien contriste al espí­ritu santo podrí­a incluso blasfemar contra él, un pecado que, según dijo Jesús, no será perdonado ni en este sistema de cosas ni en el venidero. (Mt 12:31, 32; Mr 3:28-30; véase ESPíRITU.)

Jesucristo. Jesucristo es, en un sentido especial, el Santo de Dios. (Hch 3:14; Mr 1:24; Lu 4:34.) Debe su santidad al Padre, quien lo creó como Hijo unigénito, y conservó su santidad como la criatura celestial más allegada al Padre. (Jn 1:1; 8:29; Mt 11:27.) Cuando se transfirió su vida a la matriz de la muchacha virgen Marí­a, nació como un Hijo de Dios humano y santo. (Lu 1:35.) Ha sido el único ser humano que ha mantenido santidad perfecta y sin pecado, y que al fin de su vida terrestre todaví­a era †œleal, sin engaño, incontaminado, separado de los pecadores†. (Heb 7:26.) Fue †˜declarado justo†™ por mérito propio. (Ro 5:18.) Los demás humanos solo pueden obtener un estado de santidad ante Dios sobre la base de la santidad de Cristo, y dicho estado se consigue ejerciendo fe en su sacrificio de rescate. Esa es una †œsantí­sima fe†, y si se conserva, servirá para mantener a la persona en el amor de Dios. (Jud 20, 21.)

Otras personas. Se consideraba santos a todos los miembros de la nación de Israel debido a que Dios los habí­a escogido y santificado al introducirlos como propiedad especial en una relación de pacto exclusivo con El. Les dijo que si le obedecí­an serí­an †œun reino de sacerdotes y una nación santa†. (Ex 19:5, 6.) Por medio de la obediencia, †œverdaderamente [resultarí­an] santos a su Dios†. Dios los exhortó: †œDeben resultar santos, porque yo Jehová su Dios soy santo†. (Nú 15:40; Le 19:2.) Las leyes dietéticas, sanitarias y morales que Dios les dio les recordaban constantemente su condición de separados y santos para Dios. Las restricciones que imponí­an estas leyes eran una fuerza poderosa que limitaba en gran manera la relación con sus vecinos paganos, y fue una protección para mantener santo a Israel. Por otro lado, si la nación desobedecí­a sus leyes, perderí­a su condición santa ante Dios. (Dt 28:15-19.)
Aunque Israel era santa como nación, a ciertos israelitas se les consideraba santos de una manera especial. Los sacerdotes, en particular el sumo sacerdote, estaban apartados para servir en el santuario y representaban al pueblo ante Dios. En esa calidad, eran santos y tení­an que mantener la santidad con el fin de poder llevar a cabo su servicio y que Dios continuara viéndolos como santos. (Le 21; 2Cr 29:34.) Los profetas y otros escritores bí­blicos inspirados eran hombres santos. (2Pe 1:21.) El apóstol Pedro llama †œsantas† a las mujeres de tiempos antiguos que fueron fieles a Dios. (1Pe 3:5.) Los soldados de Israel eran considerados santos durante una campaña militar, pues las batallas que peleaban eran las guerras de Jehová. (Nú 21:14; 1Sa 21:5, 6.) Todos los varones primogénitos de Israel eran santos para Jehová, ya que Jehová habí­a librado de la muerte a los primogénitos cuando se celebró la Pascua en Egipto; le pertenecí­an a El. (Nú 3:12, 13; 8:17.) Por esta razón, todos los hijos primogénitos tení­an que ser redimidos en el santuario. (Ex 13:1, 2; Nú 18:15, 16; Lu 2:22, 23.) Una persona (hombre o mujer) que hiciera un voto de vivir como nazareo, era santo durante el perí­odo abarcado por el voto. Este tiempo se apartaba para dedicarlo completamente a algún servicio especial a Jehová. El nazareo tení­a que observar ciertos requisitos legales, y si violaba alguno de ellos, quedaba inmundo. En ese caso tení­a que hacer un sacrificio especial para recuperar su estado de santidad. Los dí­as transcurridos antes de haberse hecho inmundo no contaban para su nazareato; debí­a empezar de nuevo a cumplir su voto. (Nú 6:1-12.)

Lugares. La presencia de Jehová puede santificar un determinado lugar. (Cuando se apareció a ciertos hombres, lo hizo por medio de ángeles en representación suya; Gál 3:19.) En la ocasión en la que Moisés estuvo frente a la zarza que ardí­a oyendo la voz de un ángel que le hablaba en representación de Jehová, se le dijo que estaba de pie en suelo santo. (Ex 3:2-5.) A Josué se le recordó que se hallaba sobre suelo santo cuando un ángel, el prí­ncipe de los ejércitos de Jehová, se materializó ante él. (Jos 5:13-15.) Cuando Pedro recordó la transfiguración de Jesús y la voz de Jehová que entonces se oyó, llamó a aquel lugar †œla santa montaña†. (2Pe 1:17, 18; Lu 9:28-36.)
El patio del tabernáculo era suelo santo. Según la tradición, los sacerdotes oficiaban descalzos porque tení­an que acceder al santuario, lugar que estaba relacionado directamente con la presencia de Jehová. De hecho, los dos compartimientos del santuario tení­an por nombre †œel Lugar Santo† y †œel Santí­simo†, en orden de proximidad al arca del pacto. (Heb 9:1-3.) Igualmente el templo que más tarde se edificó en Jerusalén era santo. (Sl 11:4.) Debido a que el santuario y el †œtrono de Jehovᆝ se hallaban en el monte Sión y en Jerusalén, respectivamente, se consideraba que ambos lugares eran santos. (1Cr 29:23; Sl 2:6; Isa 27:13; 48:2; 52:1; Da 9:24; Mt 4:5.)
Al ejército de Israel se le instó a mantener el campamento libre de excremento humano o de cualquier otro tipo de contaminación, †œporque —se les dijo— Jehová tu Dios está andando en tu campamento […] y tu campamento tiene que resultar santo, para que él no vea en ti nada indecente y ciertamente se aparte de acompañarte†. (Dt 23:9-14.) En este caso en concreto puede verse la relación de la limpieza fí­sica con la santidad.

Perí­odos de tiempo. Israel tení­a apartados ciertos dí­as o perí­odos de tiempo, que consideraban santos, no porque hubiese en ellos cierta santidad intrí­nseca o inherente, sino por ser sazones de observancia especial en la adoración de Jehová. Al apartar estos perí­odos, Dios pensaba en el bienestar y la edificación espiritual de su pueblo. Uno de esos perí­odos era el sábado semanal. (Ex 20:8-11.) En estos dí­as el pueblo podí­a concentrar su atención en la ley de Dios y en enseñarla a sus hijos. Otros dí­as de convocación santa o sábado eran: el primer dí­a del mes séptimo (Le 23:24) y el Dí­a de Expiación, que correspondí­a con el décimo dí­a del mes séptimo. (Le 23:26-32.) Los perí­odos de fiesta, en particular ciertos dí­as de dichos perí­odos, se observaban como †œconvocaciones santas†. (Le 23:37, 38.) Tales fiestas eran la Pascua y la fiesta de las tortas no fermentadas (Le 23:4-8), el Pentecostés o fiesta de las semanas (Le 23:15-21) y la fiesta de las cabañas o de la recolección. (Le 23:33-36, 39-43; véase CONVOCACIí“N.)
Además, cada séptimo año era un año sabático, un año completo de santidad. Durante el año sabático tení­a que dejarse sin cultivar la tierra; esta provisión, al igual que la del sábado semanal, daba a los israelitas aún más tiempo para estudiar la ley de Jehová, meditar en ella y enseñarla a sus hijos. (Ex 23:10, 11; Le 25:2-7.) Finalmente, cada quincuagésimo año se celebraba un Jubileo, al que también se consideraba santo. Este también era un año sabático, pero además permití­a que la nación se recuperase económicamente hasta alcanzar la condición teocrática que Dios habí­a provisto cuando se repartió la tierra. Era un año santo de libertad, descanso y refrigerio. (Le 25:8-12.)
Jehová mandó a los de su pueblo que †˜afligiesen sus almas†™ en el Dí­a de Expiación, un dí­a de †œconvocación santa†. Esto significaba que deberí­an ayunar, reconocer y confesar sus pecados y sentir un pesar piadoso por haberlos cometido. (Le 16:29-31; 23:26-32.) Pero ningún dí­a santo para Jehová tení­a que ser un dí­a de llanto y tristeza para su pueblo. Más bien, aquellos dí­as tení­an que ser de regocijo y de alabanza a Jehová por sus maravillosas provisiones, gracias a su bondad amorosa. (Ne 8:9-12.)

El dí­a de descanso santo de Jehová. La Biblia nos muestra que Dios procedió a descansar de sus obras creativas hace unos seis mil años, y declaró ese séptimo †œdí­a† como sagrado o santo. (Gé 2:2, 3.) El apóstol Pablo indicó que este gran dí­a de descanso de Jehová era un perí­odo de tiempo largo, pues dijo que todaví­a estaba en curso, y mencionó que los cristianos podí­an entrar en su descanso por medio de fe y obediencia. Como dí­a santo, sigue siendo un tiempo de alivio y regocijo para los cristianos incluso en medio de un mundo fatigado y afligido por el pecado. (Heb 4:3-10; véase DíA.)

Objetos. Habí­a ciertas cosas que se apartaban para usarlas en la adoración. Estas llegaban a ser santas debido a que habí­an sido dedicadas o santificadas para el servicio de Jehová, pero no tení­an santidad inherente, de modo que se las pudiese utilizar como amuleto o fetiche. Por ejemplo, uno de los principales objetos santos, el arca del pacto, no les sirvió de amuleto a los dos hijos inicuos de Elí­ cuando la llevaron con ellos a la batalla contra los filisteos. (1Sa 4:3-11.) Entre las cosas que se santificaron por decreto de Dios estaban: el altar de sacrificio (Ex 29:37), el aceite de la unción (Ex 30:25), el incienso especial (Ex 30:35, 37), las prendas de vestir del sacerdocio (Ex 28:2; Le 16:4), el pan de la proposición (Ex 25:30; 1Sa 21:4, 6) y todos los enseres del santuario. Estos últimos artí­culos eran: el altar de oro del incienso, la mesa del pan de la proposición y los candelabros, junto con sus utensilios. Muchos de estos objetos se mencionan en 1 Reyes 7:47-51. Estas cosas eran santas también en un sentido mayor, debido a que eran modelos de cosas celestiales y servirí­an de manera tí­pica para el beneficio de aquellos que iban a heredar la salvación. (Heb 8:4, 5; 9:23-28.)
A la Palabra escrita de Dios se la llama †œlas santas Escrituras† o †œsantos escritos†. Se escribió bajo la influencia del espí­ritu santo y tiene el poder de santificar o hacer santos a aquellos que obedecen sus mandamientos. (Ro 1:2; 2Ti 3:15.)

Animales y productos agrí­colas. Los primogénitos machos del ganado vacuno, lanar y cabrí­o se consideraban santos para Jehová, y no tení­an que redimirse. Debí­an sacrificarse, y una porción se destinaba a los sacerdotes, quienes estaban santificados. (Nú 18:17-19.) Los primeros frutos y el diezmo eran santos, y también lo eran todos los sacrificios y todas las dádivas santificadas para el servicio del santuario. (Ex 28:38.) Todas las cosas santas para Jehová eran sagradas, y no se podí­an considerar a la ligera o usarse de una manera común o profana. Un ejemplo de ello es la ley concerniente al diezmo. Por ejemplo, si un hombre apartaba el diezmo de su cosecha de trigo, y luego él u otro de su casa tomaba sin querer algo de ello para uso doméstico, como pudiera ser para cocinar, esa persona era culpable de violar la ley de Dios con respecto a las cosas santas. La Ley requerí­a que hiciera compensación al santuario de una cantidad igual más el 20%, y además tení­a que ofrecer como sacrificio un carnero sano del rebaño. De esta manera se generaba un gran respeto por las cosas santas que pertenecí­an a Jehová. (Le 5:14-16.)

Santidad cristiana. El Caudillo de los cristianos, el Hijo de Dios, nació en santidad (Lu 1:35), y mantuvo esa santificación o santidad durante toda su vida terrestre. (Jn 17:19; Hch 4:27; Heb 7:26.) Su santidad era completa, perfecta, y saturaba todos sus pensamientos, palabras y acciones. Al mantener su santidad incluso hasta el punto de sufrir una muerte sacrificatoria, hizo posible que otros alcanzasen la santidad. En consecuencia, el llamamiento para seguir sus pasos es un †œllamamiento santo†. (2Ti 1:9.) Los que reciben ese llamamiento llegan a ser los ungidos de Jehová, los hermanos espirituales de Jesucristo, y se les llama †œsantos† o †œconsagrados†. (Ro 15:26; Ef 1:1; Flp 4:21; compárese con NBE.) Reciben santidad ejerciendo fe en el sacrificio de rescate de Cristo. (Flp 3:8, 9; 1Jn 1:7.) De modo que la santidad no es inherente en ellos o no les pertenece a ellos por su propio mérito, sino que les llega a través de Jesucristo. (Ro 3:23-26.)
Las muchas referencias bí­blicas a miembros vivos de la congregación identificados como †œsantos† o †œconsagrados† (NBE) hacen patente que una persona no es santificada o †œconsagrada† por los hombres o por una organización, ni tiene que esperar hasta después de la muerte para que le hagan †œsanto† o †œsanta†. Es †œsanto† en virtud del llamamiento de Dios para ser coheredero con Cristo. Es santo a los ojos de Dios mientras está sobre la Tierra, con la esperanza de vida celestial en el reino de los espí­ritus, donde moran Jehová Dios, su Hijo y los santos ángeles. (1Pe 1:3, 4; 2Cr 6:30; Mr 12:25; Hch 7:56.)

La conducta limpia es esencial. Los que tienen esta posición santa ante Jehová se esfuerzan, con la ayuda del espí­ritu de Dios, por alcanzar la santidad de Dios y de Cristo. (1Te 3:12, 13.) Esto exige estudiar la Palabra de verdad de Dios y aplicarla a su vida. (1Pe 1:22.) Requiere responder a la disciplina de Jehová. (Heb 12:9-11.) De ello se deriva que si una persona es genuinamente santa, seguirá un proceder de santidad, limpieza y rectitud moral. Se exhorta a los cristianos a que presenten sus cuerpos a Dios como sacrificio santo, tal como los sacrificios aceptables que se presentaban en el antiguo santuario también eran santos. (Ro 12:1.) El ser santos en conducta es un mandamiento: †œDe acuerdo con el Santo que los llamó, háganse ustedes mismos santos también en toda su conducta, porque está escrito: †˜Tienen que ser santos, porque yo soy santo†™†. (1Pe 1:15, 16.)
Los que llegan a ser miembros del cuerpo de Cristo son †œconciudadanos de los santos y son miembros de la casa de Dios†. (Ef 2:19.) Pasan a ser un templo santo de piedras vivas para Jehová, y constituyen †œun sacerdocio real, una nación santa, un pueblo para posesión especial†. (1Pe 2:5, 9.) Tienen que limpiarse de †œtoda contaminación de la carne y del espí­ritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios†. (2Co 7:1.) Si un cristiano tiene hábitos que contaminan o dañan su cuerpo carnal, o lo hacen sucio o inmundo, o si sigue una doctrina o moralidad que va en contra de la Biblia, significa que no ama ni teme a Dios y se está apartando de la santidad. No se puede llevar a cabo la inmundicia y al mismo tiempo permanecer santo.

Las cosas santas deben tratarse con respeto. Si un miembro de la clase del templo usara su cuerpo de manera inmunda, no solo se contaminarí­a y dañarí­a a sí­ mismo, sino también al templo de Dios, y, como se dijo, †œsi alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo, el cual son ustedes†. (1Co 3:17.) Se ha de tener presente que esa persona ha sido redimida mediante la sangre del Santo de Dios. (1Pe 1:18, 19.) Sufrirá el castigo divino cualquiera que use indebidamente lo que Jehová determina que es santo, sea su propio cuerpo u otra cosa dedicada a El, o que haga daño o cometa un delito contra otra persona que para Dios es santa. (2Te 1:6-9.)
Dios reveló a Israel su actitud concerniente a tal uso profano de sus posesiones santas. Esto se ve en su ley que prohibí­a que aquellos que estaban bajo la ley mosaica dieran un uso común o profano a cosas apartadas como santas, cosas como las primicias y el diezmo. (Jer 2:3; Rev 16:5, 6; Lu 18:7; 1Te 4:3-8; Sl 105:15; Zac 2:8.) También se ve en el castigo que Dios trajo sobre Babilonia por el uso incorrecto y malicioso que dio a los vasos de su templo y a la gente de su nación santa. (Da 5:1-4, 22-31; Jer 50:9-13.) En vista de esta actitud de Dios, se recuerda repetidas veces a los cristianos la necesidad de tratar con amor y bondad a los santos de Jehová, es decir, los hermanos espirituales de Jesucristo, y se les alaba por ello. (Ro 15:25-27; Ef 1:15, 16; Col 1:3, 4; 1Ti 5:9, 10; Flm 5-7; Heb 6:10; compárese con Mt 25:40, 45.)

Dios les imputa santidad. Dios también consideró santos a los hombres y mujeres fieles que vivieron antes de que Jesús llegara y abriese el camino a la vida celestial. (Heb 6:19, 20; 10:19, 20; 1Pe 3:5.) Igualmente, una †œgran muchedumbre† que no es parte de los 144.000 †œsellados† puede disfrutar de santidad ante Dios. A estos se les ve con prendas de vestir limpias, lavadas en la sangre de Cristo. (Rev 7:2-4, 9, 10, 14; véase GRAN MUCHEDUMBRE.) Al debido tiempo, todos los que viven en el cielo y sobre la Tierra serán santos, pues †œla creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios†. (Ro 8:20, 21.)

Jehová bendice la santidad. La santidad de una persona implica un mérito concedido por Dios que repercute en la santificación de su familia. Así­ que si una persona casada es un cristiano santo a la vista de Dios, su cónyuge y los hijos de esta unión, en caso de no ser siervos dedicados de Dios, se benefician del mérito del que es santo. Por esa razón, el apóstol Pablo recomienda: †œSi algún hermano tiene esposa incrédula, y sin embargo ella está de acuerdo en morar con él, no la deje; y la mujer que tiene esposo incrédulo, y sin embargo él está de acuerdo en morar con ella, no deje a su esposo. Porque el esposo incrédulo es santificado con relación a su esposa, y la esposa incrédula es santificada con relación al hermano; de otra manera, sus hijos verdaderamente serí­an inmundos, pero ahora son santos†. (1Co 7:12-14.) El cónyuge limpio, creyente, no se hace inmundo debido a sus relaciones con el cónyuge no creyente, y la familia como un todo no es considerada inmunda a los ojos de Dios. Además, la asociación del creyente con la familia provee a cualquier familiar que no sea creyente muchas oportunidades de hacerse creyente, rehacer su personalidad y presentar su cuerpo †œcomo sacrificio vivo, santo, acepto a Dios†. (Ro 12:1; Col 3:9, 10.) La atmósfera limpia y santa que el creyente que sirve a Dios puede promover resulta en bendición para la familia. (Véase SANTIFICACIí“N [En el matrimonio].)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La santidad en el AT: 1. Santo, santo, santo es el Señor; 2. El pueblo santo del Señor; 3. Los †œsignos† de la santidad divina. II. La santidad en el NT: 1. El rostro del Dios tres veces santo; 2. La Iglesia †œsanta† del Señor. III. La ciudad santa del futuro.
La idea de santidad está presente en todas las religiones, aunque con acentos y perspectivas diversos. En el mundo semí­tico, y en particular en el cananeo, la santidad expresa ante todo y fundamentalmente, la noción de una misteriosa potencia que está relacionada con el mundo divino y que es también inherente a personas, instituciones y objetos particulares. De esta potencia brota, como segundo elemento caracterizador, el concepto de separación: lo que es santo debe estar separado de lo profano para que pueda conservar su carácter especí­fico, y al mismo tiempo para que lo profano no se vea afectado por la peligrosa energí­a de lo santo. La santidad aparece, pues, como un valor sumamente complejo, que implica las nociones de sagrado y de pureza y que se encuentra relacionado especialmente con el mundo del culto.
Israel, aunque tomó la terminologí­a cananea relativa a la santidad, llevó a cabo una profunda reinterpretación de esta concepción, convirtiéndose los términos santo, santidad, santificar (derivados todos ellos de la raí­z semí­tica qds) en unos de los más caracterí­sticos y significativos de la revelación bí­blica.
3061
1. LA SANTIDAD EN EL AT.
Efectivamente, en todo el AT, †œsanto† es un término que únicamente puede aplicarse de modo absoluto y total al Señor (Yhwh), Dios del / éxodo y de la / alianza, pues designa la dimensión inefable de su misterio. La extensión del término a Israel, al templo, a Sión y a los objetos cultuales, comprendida a la luz de este dato fundamental de la fe de Israel (sólo el Señor es el Santo), permite entender el misterio de Dios como amor que se comunica haciéndose continuamente †œpresencia† de salvación en la historia de su pueblo.
3062
1. Santo, santo, santo es el Señor!
El significado especí­fico que asume el término santo en la revelación bí­blica del AT aparece de modo caracterí­stico en Os 11,9: †œNo actuaré según el ardor de mi ira, no destruiré más a Efraí­n, porque yo soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no me gusta destruir†. Como se desprende del paralelismo, †œsanto† indica aquí­ al Señor en cuanto Dios, y no hombre; por tanto, en el misterio más í­ntimo de su esencia (Ab 3,3 en Am 4,2 el Señor jura por su santidad, es decir, por sí­ mismo). Para Oseas, la santidad de Dios consiste en su mismo amor: amor de Padre que libra a su hijo de Egipto y le enseña a andar (Os 11,1-4); amor de esposo, que perdona y renueva a su esposa, para que pueda vivir en la experiencia de su salvación, y por tanto en la comunión de su alianza (Os 2,16; Os 2,21-25). En este contexto la santidad divina aparece como la fuente de la misericordia perenne que renueva y transforma la vida de Israel como pueblo del éxodo y de la alianza.
En el mismo horizonte se sitúa la singular experiencia profética de ¡Isaí­as, tal como se describe en Is 6,1- 11. El Señores †œsanto, santo, santo† (Is 6,3), lo cual significa que la santidad constituye la dimensión tí­pica y absoluta de su ser. Esta dimensión í­ntima de su naturaleza se manifiesta en la tierra como †œgloria†, como poder de amor que lleva a cabo la salvación. Pues el Señor santo es el rey (Is 6,1; Is 6,5), el que abre a su pueblo el camino que conduce a la comunión de vida con él. Si el hombre pecador al encontrarse con el Dios santo viene a estar en una condición de muerte, Isaí­as es un signo profé-tico de que la santidad de Dios se refiere al hombre no como una energí­a que destruye, sino como amor que salva perdonando y llamando a una misión de salvación. Esta dimensión salví­fica de la santidad de Dios la subraya la expresión santo de Israel, acuñada por el mismo Isaí­as y que está presente sólo en el libro que lleva su nombre y en los textos que dependen de él (Is 1,4; Is 10,20; Is 12,6; 1s30,11-12; 1s43,3; Is 43,14; Is 49,7; Is 60,14; 2R 19,22; Jr 50,29). Si santo indica a Dios en cuanto Dios, y por tanto en su radical distinción del hombre y de toda realidad creada, la expresión santo de Israel pone de manifiesto, en profunda sintoní­a con toda la tradición del éxodo y de la alianza, el misterio de Yhwh, el cual justamente en cuanto Dios se comunica y se manifiesta al hombre para hacerlo partí­cipe de su vida y, de algún modo, de su mismo ser. El Señor, en cuanto santo de Israel, es fuego que purifica a su pueblo de toda impureza, es potencia que realiza el juicio contra toda infidelidad (Is 10,16); pero él es sobre todo misterio de amor y de gracia, que infunde confianza y esperanza a cuantos se abren a él (Is 30,15). Este aspecto tendrá un desarrollo grandioso en el Déutero-lsaí­as, para el cual el santo de Israel es el único Dios, el único salvador, que realiza el nuevo éxodo (Is 43,3-5; 1s43,16-21); es el creadorde su pueblo, el que ama con amor fiel y ternura esponsal (Is 54,4-10), el que con su perdón misericordioso manifiesta el camino del verdadero éxodo en la alegrí­a y en la paz (Is 55,5-12).
Este significado profundo que adquiere el término santo en la fe del A? no lo testimonian sólo los profetas. Incluso ellos apelan, profundizándola, a la tradición litúrgica, la cual guiaba a Israel a actualizar el acontecimiento salví­fico del éxodo en una vida de auténtica comunión con su Dios. De esta tradición tenemos un precioso testimonio en el Ps 99, donde la triple confesión de Yhwh santo (vv. 3.5.9) es fundada e iluminada por varios temas convergentes entre sí­: la realeza salví­fica del Señor, que se manifiesta en Sión y por encima de todos los pueblos (vv. 1-2); la guí­a de Israel por el camino del derecho y de la justicia (y. 4; Is 5,7); la revelación, que se expresa particularmente en el culto, en la obediencia a la palabra y en la experiencia del perdón divino (vv. 6-8; el y. 8bc es traducido así­ por M. Dahood: †œTe convertiste para ellos en el Dios que perdona, en el que los purificaba de sus delitos†).
Apelando a la tradición litúrgica y a la profética anterior a él, ¡ Eze-quiel, después de la caí­da de Jerusalén en el 586, anima a los desterrados anunciando que Yhwh santificará a su pueblo, es decir, que mostrará su santidad sacando a su pueblo de entre las gentes y conduciéndolo otra vez a su tierra Ez 36,23-24). La obra con la que Dios revelará la santidad de su presencia salví­fica alcanza su culminación en la profunda transformación aquí­ anunciada. Pues recurriendo a la promesa de la nueva alianza de Jer 31,31-34, Ezequiel habla del Señor que purifica a su pueblo dándole un corazón nuevo y un espí­ritu nuevo. Se trata del espí­ritu mismo de Dios, gracias al cual Israel podrá vivir de modo nuevo en comunión vital con el Señor, según lo atestigua la llamada fórmula de la alianza: †œVosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios† (Ez 36,28).
Así­ pues, la confesión del Dios santo orienta la fe hacia la dimensión más í­ntima e inefable del misterio divino, descubriendo al mismo tiempo justamente en esta dimensión oculta del ser de Dios el sentido último de la revelación del Señor, y por tanto de su presencia salví­fica, que convierte la vida de su pueblo en un camino progresivo dentro del ámbito del éxodo y de la alianza.
3063
2. El pueblo santo del Señor.
El hecho de que el término santo, caracterí­stico para indicar el misterio de Dios en lo inefable de su trascendencia, sea aplicado a Israel en cuanto pueblo del Señor constituye quizá el testimonio más sugestivo de la grandeza alcanzada por la fe en el AT. Esto ocurre precisamente en la reflexión teológico- espiritual de la escuela deuteronomista. †œTú eres un pueblo santo para el Señor tu Dios† es la animosa afirmación que encontramos en algunos pasajes neurálgicos del / Deuteronomio (Dt 7,6; Dt 14,2; Dt 14,21; Dt 26,19; Dt 28,9). La santidad de Israel únicamente se puede entender como participación de la santidad divina, y por tanto de su ser, de su vida y de su amor. Así­ se desprende en primer lugar del hecho de que la santidad del pueblo es vista como fruto de la elección divina, que miraba a hacer a Israel propiedad personal (segullah) del Señor, y, como tal, í­ntimamente unido y vitalmente orientado a su persona. A su vez, la elección no es debida a méritos particulares antecedentes de Israel; al contrario, brota únicamente del amor de Yhwh y de la fe perenne en sus promesas (Dt 7,6-7). De ahí­ se sigue que Israel no podrí­a afirmar nunca que es el pueblo santo de Yhwh si antes el Señor mismo no lo hubiese hecho tal por pura gracia, y por tanto no le hubiese revelado mediante su palabra la nueva identidad que le habí­a sido comunicada (Dt 26,18-19).
En segundo lugar, la santidadde Israel está í­ntimamente relacionada con el hecho de que él es/pueblo del Señor, es decir, con la fórmula de la alianza con la cual la teologí­a del Deuteronomio quiere reproponeren toda su riqueza la realidad de la comunión de vida que une a Israel con su Dios. Este dato, que se remonta a la misma tradición patriarcal, y por ello ha de tenerse por el centro de toda la revelación, mediante la fórmula de la alianza está í­ntimamente relacionado con la imagen filial y la imagen esponsal Os 2,1; Os 2,21-25). Efectivamente, en Dt 14,2 la afirmación de que Israel es pueblo santo para el Señor va precedida de la solemne declaración de que todos los israelitas son hijos del Señor, su Dios (Dt 14,1).
La comunión con el Señor en la experiencia de su amor esponsal, implí­cita acaso en el Deuteronomio en virtud de la llamada que el libro hace a Israel para que se una a su Dios (Dt 4,4; Dt 10,20; Dt 11,22; Dt 13,5; Dt 30,20; Jos 22,5; Jos 23,8; 2R 18,6), es presentada explí­citamente por un profeta anónimo posexí­lico como don del Señor, que renueva a su pueblo para que sea virginalmente santo (Is 62,4-5; Is 62,12).
En cuanto participación de la vida y de la familia de Dios, la santidad comunicada al pueblo asume necesariamente una connotación existen-cial, y por tanto vinculante. Israel deberá expresar en todos sus caminos su identidad de pueblo santo del Señor. Bajo este aspecto es significativo que la afirmación de la santidad del pueblo de Dios esté relacionada por el Deuteronomio con el compromiso que le incumbe a Israel de caminar por los caminos de su Dios observando su ley (Dt 26,17-19; Dt 7,6; Dt 7,9). La vida moral aparece en este contexto como fruto que brota de la condición en la cual ha puesto a Israel el Dios del éxodo y de la alianza; en definitiva, es expresión de la santidad misma de Dios, según lo afirma categóricamente la ley de la santidad: †œSed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo† (Lv 19,2) [1 Leví­tico; / Ley 1, 4].
En esta perspectiva, después del anuncio de que el Dios santo pondrá su espí­ritu en lo í­ntimo de su pueblo (Ez 36,27), el pecado aparecerá como una rebelión que entristece al santo espí­ritu del Señor Is 63,10). Análogamente, la experiencia del perdón se configurará como encuentro con el amor fiel y misericordioso del Señor, el cual, en su ternura, no priva al pecador arrepentido de su espí­ritu de santidad Sal 51,13).
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3. LOS †œSIGNOS† DE LA SANTIDAD divina.
A la luz de la santidad divina, participada por gracia a Israel, surgen de modo especial algunos signos permanentes, por los cuales el pueblo del AT es orientado a la fe en el Dios santo.
Entre éstos, en el ámbito de las personas, figura en primer lugar el sacerdote, signo de la santidad del
Señor, que santifica a todo el pueblo y lo llama al banquete sacrificial de la plena comunión (Lv 21,6-8).
Esta función simbólica del sacerdocio aparece de modo paradigmático, después del destierro, en el sumo sacerdote, que lleva en la cabeza una lámina de oro con la grabación Santo para el Señor, y así­ puede invocar eficazmente el perdón y el favor del Dios santo sobre todo el pueblo (Ex 28,36-38).
También el nazireo, que se comprometí­a con un voto a un tenor riguroso de vida (voto que duraba toda la
vida en la tradición antigua, pero que la legislación sacerdotal posexí­-lica hizo temporal), era un don de
Yhwh en el cual resplandecí­a el poder de la santidad divina en favor de su pueblo (Gn 49,26; Dt 33,16;
Jc 13,5-7;Jc 13,14;Jc 16,17; IS 1,11 Núm 1S6,5-8).
El término santo se atribuye también a determinados objetos pertenecientes al ámbito cultual. Si aquí­ es más evidente el influjo cananeo, hay que subrayar, sin embargo, que la santidad no se predica como una potencia incontrolable que reside en algunos objetos, sino únicamente en cuanto que ellos, destinados al culto de Yhwh, se convierten en un signo o un memorial de la santidad divina que obra salví­ficamente para su pueblo. Así­, el arca es santa porque es el sí­mbolo de la presencia de Dios que habla a Moisés, y por medio suyo a todo el pueblo (Ex 25,10-22; IS 6,20; Sal 99, que supone la simbo-logí­a del arca la alianza). Santo es el templo porque en él se expresa Ja presencia salví­fica del Señor (Ex 25,8; Sal 11,4; Ha 2,20), que da su bendición (Sal 118,26), su palabra (Sal 60,8) y su ayuda (Sal 20,3), escuchando y oyendo la oración de su pueblo (IR 8,30-40). Santas son las ofrendas sacrificiales (cf Lev 6s; 8,3lss; 14,13), porque el sacrificio en sus múltiples formas es signo del hombre que, aceptando el don divino de la reconciliación, llega a la comunión con el Señor (y de este modo se sitúa en el dinamismo auténtico del éxodo; Ex 19,4). Santos, aunque por diverso tí­tulo, son los objetos del templo, de modo especial el altar (cf Ex 29,36ss) y los varios instrumentos empleados para el culto. Aunque el judaismo tardí­o no evitó siempre el peligro de una comprensión materializada (Mt 23,17-19), sin embargo los textos bí­blicos ofrecen una legislación y dan testimonio de una praxis lingüí­stica que captan en el culto y en lo que él comprende los signos que orientan la fe de Israel a la experiencia del Dios santo, y al mismo tiempo le recuerdan al pueblo las exigencias vitales que brotan de la alianza con su Dios (Jos 24,19-20). Esa dimensión simbólica es confirmada ejemplarmente por el Déutero-Zacarí­as, para el cual en los tiempos mesiáni-cos también las realidades más simples de la vida cotidiana se verán afectadas por la salvación divina, por lo cual podrán presentar la inscripción reservada al sumo sacerdote: Santo para el Señor
Za 14,20-21).
Finalmente, la santidad es atribuida al tiempo de la fiesta en cuanto representa el hoy en el cual el Señor convoca a su pueblo, y éste, en la celebración, renueva el memorial del éxodo para actualizarlo en la vida de fe y de fidelidad a la alianza (Dt29,3). De modo particular es llamado santo el sábado (Is 58,13), ya que es el dí­a en que Israel experimenta que el Señor es el que lo santifica (Ez 20,12; Ez 20,20) y lo hace partí­cipe de su mismo †œreposo†™ (Ex 20,8-11; Ex 31,8-17).
La dimensión de compromiso exis-tencial que presenta la fiesta en cuanto tiempo santo encuentra su máxima expresión ideal en el jubileo, cuando la proclamación del año santo coincide con el anuncio de la liberación para todos los habitantes del paí­s (Lv 25,10). El tiempo santo es, en definitiva, el dí­a en el cual se realiza el éxodo salví­fico del Señor y se renueva la comunión con él, Dios vivo, en la experiencia de su amor y de su misericordia (Is 61,10-II).
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II. LA SANTIDAD EN EL NT.
El NT acepta de la fe veterotestamentaria la noción de santidad y le confiere una particular intensidad de significado. Esa intensidad tiene su origen en la fe pascual de la Iglesia y en la experiencia del Dios único, que en Jesús se revela en su riqueza inefable de Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. De ahí­ el carácter eminentemente personal de la santidad divina, que del misterio de la vida trinitaria se comunica como salvación a los hombres.
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1. El rostro del Dios tres veces santo.
La santidad de Dios es continuamente supuesta por los escritos del NT. Pero hay algunas afirmaciones explí­citas particularmente significativas. En un himno litúrgico del ¡Apocalipsis [III] se encuentra el eco del trisagio de Isaí­as, uniendo el tema de la santidad divina con el de la omnipotencia salví­fica (Ap 4,8). La santidad y la omnipotencia de Dios son términos que se iluminan recí­procamente (Lc 1,49), para convertirse en gozosa experiencia en el pueblo que acoge la revelación del Dios del éxodo: †œEl que era, el que es y el que viene†™. Puesto que el verdadero éxodo es el realizado por Jesús (Lc9,31), Dios es el †œPadre santo†™(Jn 17,11) que revela su gloria en la cruz y resurrección de su propio Hijo. En Jn 12, las numerosas alusiones a los términos salientes de Is 6 permiten afirmar que para el cuarto evangelista la santidad de Dios se manifiesta plenamente en &exaItación del Hijo, es decir, en su muerte y resurrección. La gloria de Dios llena toda la tierra porque Jesús †œexaltado… lo atrae todo a sí­† (Jn 12,32). Así­ pues, la santidad de Dios está í­ntimamente unida con su inmenso amor (Jn 3,16), tal como se revela en el amor de Jesús (Jn 13,1), que da su vida propia para que todos tengan la vida en abundancia (Jn 10,10) [1 Juan, Evangelio de II].
Bajo este aspecto la santidad de Dios se presenta como el fundamento último de la vocación de los cristianos y la motivación de su vida renovada(IP 1,15-16). A esta realidad salví­fica se refiere la primera petición enseñada por Jesús. †œSantificado sea tu nombre†™. Con ella, en efecto, se pide a Dios que manifieste su santidad, comunicando la salvación realizada por el Hijo, y por tanto haciendo a los hombres partí­cipes de su amor, de su vida y de su Espí­ritu [1 Oración 1, 8].
La santidad de Dios en el NTper-tenece de modo total a Jesús. El es santo por ser, a tí­tulo único, Hijo de Dios (Lc 1,35), por lo cual participa de la vida del Padre. Siendo †œel santo de Dios†, posee el Espí­ritu de Dios y da este Espí­ritu que vence las potencias del mal (Lc 4,34; Mc 1,24). En la tradición juanista, la expresión el sanio de Dios pone de manifiesto que Jesús recibe los mismos atributos de Dios (Jn 6,69; Ap 3,7 con Ap 6,10), tiene palabras de vida eterna en cuanto que revela al Padre (Jn 6,68; Jn 1,18; Jn 14,9; Jn 14,20) y da la unción del Espí­ritu Santo (1Jn 2,20). Por participar en cuanto Hijo de la santidad del Padre, Jesús se manifiesta con su vida como el santo siervo (Hch 3,14; Hch 4,27; Hch 4,30), como el que lleva a cumplimiento la misión del siervo de Yhwh, ofreciendo su vida en sacrificio de salvación y de reconciliación (Is 53,10; IP 1,18) en favor de todos los hombres (Is 42,1-4; Is 49,1-6; Rm 3,2 1-24; Hch 4,10-12). La santidad personal de Jesús se manifiesta en la santidad de su redención: él se santifica a sí­ mismo (acoge en su existencia humana la santidad del Padre) para que todos los que creen en él sean hechos partí­cipes de la santidad y de la gloria de Dios (Jn 17,19; Jn 17,22). Esta obra salví­fica de Jesús alcanza su ápice en la / resurrección, al ser él †œconstituido Hijo de Dios con poder según el Espí­ritu de santificación† (Rm 1,4). Con la resurrección alcanza Jesús, también en su naturaleza humana, la plenitud del Espí­ritu Santo y recibe de Dios el poder de derramar el Espí­ritu, fuente de toda santificación Jn 7,3 7-39). En su condición gloriosa de resucitado, Jesús puede ser definido como el que santifica; y a su vez, los que creen en él, por recibir su Espí­ritu, son los santificados, aquellos a los que Dios ha introducido en su propia vida (Hb 2,10-11).
Referido a Dios, el término santo lo usa el NT para designar sobre todo al ¡ Espí­ritu Santo. El es el origen del nacimiento redentor de Jesús (Mt 1,18; Lc 1,35) y de su misión de salvación (Mt 3,13). La efusión del Espí­ritu sobre Jesús en el momento de su bautismo significa que es enviado por Dios para formar una humanidad nueva, liberada de las fuerzas del mal. A este significado está particularmente atento Lucas, en cuyo evangelio el bautismo de Jesús remite a Pentecostés, cuando el Espí­ritu llena a todos de su presencia e inaugura la misión de la ¡Iglesia (Hch 2,3-4). Prometido en el AT como don caracterí­stico de la nueva alianza (cf Ez 36,24-28, que ha de leerse a la luz de Jr31,31-34), el Espí­ritu constituye la gran experiencia de salvación, en la cual vive con gozo y laboriosidad la Iglesia del NT. El adjetivo santo, aplicado al Espí­ritu, quiere subrayar justamente que es él quien realiza la santidad divina en el pueblo de la nueva alianza, puesto que comunica la vida del Padre y del Hijo. Efectivamente, mediante el Espí­ritu, el amor de Dios se derrama en el corazón de los creyentes (Rm 5,5), los cuales reciben así­ el don de la dignidad filial (Rm 8,14) y son introducidos en la †œverdad†™, es decir, en la ¡ revelación del Padre realizada por Jesús (Jn 16,13; Jn 17,3). Es también el Espí­ritu el que capacita al bautizado para testimoniar la santidad de Dios mediante la caridad y los diversos carismas que él distribuye para la utilidad común ico 12,4-11), de modo que la Iglesia pueda edificarse a sí­ misma en el amor (Ef 4,15-16; Ef 4,30). Finalmente, el Espí­ritu, recibido al presente como arras, es garantí­a de la resurrección futura de los creyentes, cuando sean hechos plenamente conformes con Cristo resucitado (Rm 8,11) y su dignidad de hijos de Dios alcance su definitivo cumplimiento (Rm 8,23; Flp 3,20-21 Un Flp 3,1-2). A la luz de esta fe del NT se comprende el dicho de Jesús acerca del ¡ pecado contra el Espí­ritu Santo (Mt 12,31s). El que después de pen-tecostés, y por tanto en la economí­a de la nueva alianza, se cierra responsablemente al don del Espí­ritu, rechaza la salvación única de Cristo que el Padre ofrece a los hombres (Hb 10,29). En definitiva, también estas palabas testimonian la fe de la Iglesia primitiva, para la cual el don del Espí­ritu estaba í­ntimamente unido con el perdón de los pecados (Hch 2,38-39; Jn 20,22-23), y el que lo acogí­a mediante la fe en Jesús era introducido en la comunidad de la nueva alianza, en el pueblo de los que han sido santificados por la †œsangre de la alianza† (Hb 10,29).
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2. La iglesia †œsanta†™ del Señor.
Según la fe del AT, Dios comunicaba a su pueblo su misma santidad. Este anuncio sublime llena con luz nueva y deslumbrante todo el NT. La Iglesia, en cuanto comunidad de la nueva alianza, es el pueblo santo y sacerdotal llamado a proclamar las maravillas de su Dios (cf 1 P 2,9-10, donde se funden las tradiciones litúrgico-proféticas de Ex 19,5-6; Is 43,20-21 y Os 2,25); por eso ella es la familia de los que por vocación son santos (Rm 1,7; ico 1,2), y por tanto realizan en toda su existencia aquella santidad que para el AT se expresaba de modo tí­pico en la asamblea convocada en presencia de Yhwh (Ex 12,16; Lv 23,2-3). Según el sugestivo texto de Ep 5,27, la Iglesia es la esposa santa e inmaculada, a la que Cristo, en su amor, libra de toda mancha (y por tanto la hace virgen en el sentido de Is 62,4-5), renovándola en la juventud de la fe y de la caridad.
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La santidad de la Iglesia se manifiesta en todos sus miembros, también santos e inmaculados (Ef 1,4) por ser partí­cipes de la resurrección de Cristo (Rm 6,4), y por este tí­tulo hijos de Dios (Lc 20,36). Aquí­ es posible percibir la profundidad que ha alcanzado en el NT la noción de santidad. Jesús, con su resurrección, participa plenamente de la vida y de la santidad de Dios; del mismo modo, también los bautizados son santos por participar de la resurrección de Cristo, tienen el Espí­ritu del que ha resucitado a Jesús (Rm 8,11). Por lo tanto, la santidad de los bautizados es un don de Dios, †œque nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino de su Hijo querido† (Col 1,13). En este nivel no designa tanto una meta que alcanzar, sino más bien una condición de existencia en la cual son puestos los creyentes por la gracia salví­fica de Dios, como se ha manifestado en el Señor Jesús y en la obra del Espí­ritu Santo ico 6,11). Se sigue de ahí­ que el bautizado, aunque está en este mundo, no es ya de este mundo Jn 17,14); pertenece a la nueva creación, que ha tenido comienzo en la resurrección de Cristo. Efectivamente, el Espí­ritu Santo une al bautizado con el Señor resucitado, transfigurándolo en su imagen gloriosa (2Co 3,18), de modo que éste puede hacer suya la afirmación de san Pablo: †œCristo vive en mí­†™ Ga 2,20).
Partí­cipes de la resurrección de Jesús, también los cristianos están colmados de la presencia del Dios santo y a ellos puede atribuirse el significado espiritual del templo del AT, justamente en el sentido pascual con que Jesús se lo atribuye a sí­ mismo (Jn 2,19-22). Efectivamente, los bautizados son †œtemplo santo del Señor (Ef 2,21 ), †œtemplo del Dios vivo† (2Co 6,16; ico 3,16-17), †œtemplo del Espí­ritu que mora en ellos ico 6,19).
Como alcanzado por la santidad de Dios, el discí­pulo de Jesús vive del Espí­ritu y expresa la novedad de su vida dejándose guiar por el mismo Espí­ritu y manifestando el fruto de su presencia santificadora Ga 5,18; Ga 5,22). La santidad constituye en esta óptica el fundamento del compromiso moral del bautizado: la vida nueva de la resurrección se manifiesta en la existencia cotidiana con toda su energí­a vivificadora y transforma a los santificados a imagen del Creador (Col 3,1-15). Por eso la moral del cristiano es moral de la nueva alianza, de la resurrección, del Espí­ritu. Sólo a esta luz es posible situar evangélicamente los imperativos que exigen que el hombre sea perfecto como es perfecto el Padre celeste (Mt 5,48), que sea imitador de Dios como hijo carí­simo (Ef 5,1), que ame con el mismo amor de Cristo (Jn 13,34-35; Jn 15,12-13; Rm 15,7; Ef 5,2; Ef 5,25; Col 3,13; Flp 2,5). Lo que le es imposible al hombre, lo realiza Dios con el poder de su Espí­ritu, habiéndonos †œsantificado de una vez para siempre por la ofrenda del cuerpo de Cristo† (Hb 10,10).
Por este motivo los términos sacrificiales del AT no sólo fueron espiritualizados y referidos a la ofrenda que Jesús hizo de sí­ mismo, sino también a la existencia santa de los cristianos. Pues ellos, mediante la caridad, son capacitados por el Espí­ritu para ofrecerse a sí­ mismos †œcomo sacrificio vivo, santo y grato a Dios† (Rm 12,1). San Pablo anuncia el evangelio entre los paganos a fin de que ellos, mediante su nueva vida, se conviertan en †œofrenda agradable a Dios, consagrada por el Espí­ritu (Rm 15,16). Como para Jesús (Hb 10,1-10), también para el cristiano el amor que se realiza en la ofrenda de sí­ mismo por los hermanos se transforma en epifaní­a continua de la santidad salví­fica de Dios, en testimonio profético de la resurrección de Cristo ya verificada en la Iglesia (Jn 13,35; Ga 5,6 y Ga 6,15) [1 Sacerdocio II].
La Iglesia, sin embargo, en esta tierra posee sólo las primicias del Espí­ritu, y únicamente en la vida futura se hará realidad la plena participación en la resurrección de Cristo. Por eso la existencia cristiana se caracteriza por la lucha, por la prueba, por la ascesis.
En esta condición de ya (santo) y todaví­a no (totalmente santificado), el creyente lleva a cabo, por la docilidad al Espí­ritu, su propia santificación (2Co 7,1), creciendo de fe en fe (Rm 1,17), tendiendo a la perfección (2Co 13,11); en una palabra, abriéndose cada vez más al amor del Santo que lo santifica.
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III. LA CIUDAD SANTA DEL FUTURO.
Ya el AT, cuando llegó a la fe en la resurrección (Dn 12,2-3), releyó las páginas de su fe a una luz nueva. El hombre, formado por la sabidurí­a santa de Dios (Sb 9,1-2 y 7,22), fue creado a imagen de la naturaleza divina (Gn 1,26) para la inmortalidad (Sb 2,23). Así­ pues, la santidad divina participada es el fundamento de la resurrección; Dios no dejará que su santo vea la corrupción (Sal 16,10).
La fe pascual del NT permite captar de manera aún más fuerte el nexo í­ntimo entre santidad y / resurrección. En la resurrección de Cristo se revela la santidad de Dios; en la participación de los bautizados en la resurrección del Señor se comunica la santidad divina por obra del Espí­ritu Santo. Por eso la Iglesia, que tiene las primicias del Espí­ritu de santificación, se siente impulsada por su fe a contemplar la Jerusalén celeste, la ciudad santa del nuevo cielo y de la nueva tierra (Ap 21,1-2), cuando se haya cumplido el don del éxodo y de la alianza y nosotros †œestemos siempre con el Señor(lTs 5,17), hechos †œsemejantes a él† (1Jn 3,2). Esta contemplación no es una realidad incolora y abstracta; al contrario, se vuelve cada dí­a, en la vida de la Iglesia y del cristiano, espera ardiente y vigilancia orante. La Iglesia, que mediante el sacramento del / bautismo está ya afectada por la resurrección salví­fica del Señor (1Co 12,13; Rm 6,4-5), en cada eucaristí­a se une al resucitado y se sacia de su Espí­ritu (1Co 12,13). De este modo crece no sólo en el deseo de conocerle a él, el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos, sino también en la esperanza de poder alcanzar la resurrección de los muertos Flp 3,10-11) y la plenitud de la santidad cuando Dios sea todo en todos (1Co 15,28).
Como es sabido, esta espera caracterizó fuertemente los comienzos de la Iglesia (Mt 25,1-13). Tenemos un eco de ello en el Apocalipsis, donde la invocación del Espí­ritu y de la esposa -†œVen, Señor Jesús† Ap 22,17; Ap 22,20)- ilumina las palabras: †œque el santo siga santificándose† (Ap 22,11). Con este grito se pide a Dios que comunique a los creyentes, con un continuo aumento de gracia, su santidad, para que sean cada vez más, entre los hermanos y en el mundo, testigos de la resurrección y de la nueva vida de la fraternidad y del amor. La espera del Señor, bajo este aspecto, no es evasión de los compromisos de la existencia, sino que se manifiesta como fuente de caridad coherente y activa (Tt 3,8), que introduce ya ahora en la historia de los hombres los signos y la energí­a de la nueva creación hasta el dí­a en que †œno haya ni luto, ni lamentos, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido (Ap 21,4). Entonces, en el cumplimiento definitivo de la revelación y en la experiencia eterna de la santidad divina, la Iglesia, †œgran multitud de toda nación, raza, pueblo y lengua† (Ap 7,9), entonará el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero: †œTú solo eres santo† (Ap 15,3).
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1989†™.
G. Odasso

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1. El fundamento original de toda s. es la s. de Dios, por la que él es el absolutamente otro. Sin embargo ya en el AT Dios, como «el Santo de Israel», en su inaccesibilidad es a la vez gozo, fuerza, apoyo, salvación del pueblo elegido (Is 10, 20; 17, 7; 41, 14-20). En la -> justificación por el «santo siervo Jesús» (Act 4, 27.30), que «se santifica» para que también los suyos «sean santificados» (Jn 17, 19), Dios se comunica a sí­ mismo al hombre. Lo incorpora por la gracia a su vida personal, se entrega a él como santificador y lo hace a él mismo santo por la – gracia santificante en el -» Espí­ritu Santo, dejándolo dispuesto para «la ciudad santa, la nueva Jerusalén» (Ap 21, 2). Para recibir esta comunicación de -> Dios mismo y para responder a ella, se da al hombre la capacidad correspondiente mediante las -> virtudes sobrenaturales (virtudes infusas): la fe, la -> esperanza y la caridad (-> amor). Estas dirigen su acción religiosomoral a la inmediata participación de la vida de la Trinidad. En ellas y mediante ellas el Dios santo mismo, con su propia comunicación, crea la posibilidad y la libre realización de la participación de su vida (-> gracia y libertad). En esta realización se lleva a cabo en forma cada vez nueva la decisión fundamental por Dios (Rom 6, 11: viventes autem Deo), exigida ya por el -> bautismo. En esa decisión el hombre se entrega absolutamente a Dios y responde incondicionalmente en forma personal al ofrecimiento de la gracia divina. La libre entrega de un hombre, del que Dios toma posesión en el bautismo, y por la que aquél es santificado ontológicamente, es a la vez santificación moral de sí­ mismo, que en todo caso presupone la gracia de Dios como causa que la posibilita. Esta segregación y reserva vivida para Dios, que hace de la vida del cristiano una oblación cultual ofrecida por Cristo (cf. Rom 12, 1; Flp 2, 17; 4, 18; Heb 13, 15s; 1 Pe 2, 4s.9) y santifica el nombre de Dios (-> padre nuestro), a través de Cristo es a la vez servicio de Dios, unión con él y asimilación a él.

2. Hablando más concretamente, toda la vida cristiana se realiza en el amor, en el que se basa toda la multiplicidad de actos cristianos (Mt 22, 40), y que es el «cumplimiento de la ley» (Rom 13, 10), contiene el cumplimiento de los demás mandamientos (Gál 5, 14) y los «compendia» (Rom 13, 9). Sólo el amor origina una donación absoluta del hombre a Dios, porque sólo él lo conduce a la unidad interior en medio de la multiplicidad de su ser y de su acción y lo entrega a Dios. En efecto, el hombre sólo es plenamente él mismo cuando sedirige a los demás por el amor. Solamente en el amor adquiere el hombre el don de sí­ mismo, y únicamente en él puede hacer verdadera donación de sí­ mismo; y sólo el amor es la respuesta plena que se debe a Dios como persona.

3. Sin embargo, el hombre que responde a Dios en el amor es una realidad pluridimensional. Por eso su autorrealización moral-religiosa está determinada por diferentes modos de comportamiento distintos entre sí­ (-> virtudes, -> justicia, -> virginidad, -> humildad, . -> amor al prójimo, etc.), pues Dios interpela al hombre no sólo en el mandamiento del amor, sino también en una pluralidad de mandamientos particulares, que corresponden a la realidad multiforme del hombre. De acuerdo con su naturaleza, estas virtudes pueden existir en el amor aunque no aparezcan allí­ en forma plenamente explí­cita; y de hecho sólo en él alcanzan su plenitud. Aun cuando el amor por su naturaleza significa un compromiso total, sin embargo, sólo en su paulatina maduración va adquiriendo forma, y únicamente en la realización histórico-personal de sí­ mismo se logra la integración de todos los ámbitos y facultades humanos según las posibilidades individuales de cada uno. Vista la cosa así­, el amor siempre está en camino, para superar el estado que ha alcanzado en cada momento; el individuo es llamado por Dios en su peculiaridad y no puede saber de antemano qué es lo que Dios exigirá de él en el futuro (RAHNER v 481-502). Cuanto más llega a sí­ mismo el amor y cuanto más «informadas» por él están las demás virtudes, tanto mayor es el grado de maduración de la santidad.

4. Posibilidad de experimentar la gracia. Dios, que es la meta de la vida de amor, no está oculto al hombre en su acción mediante la gracia. Su comunicación de sí­ mismo produce en el hombre como respuesta tanto conocimiento como amor. Esta acción de Dios por medio de la gracia no queda, pues, más allá de la conciencia. Es experimentada, aunque no a manera de un objeto; no es «vista» como pretende el -> ontologismo, sino que se percibe como una luz no-objetiva, que ilumina los «objetos» de los actos sobrenaturales; pero ella misma no es un objeto. Por eso Dios tampoco puede hacerse consciente para nosotros mediante una introspección psicológica; sólo puede ser experimentado en forma implicita junto con las realidades dadas objetivamente y vinculadas a la inteligencia creyente de la Iglesia, junto con los objetos de la fe, de la esperanza y del amor. Esa posibilidad de experimentación es tanto mayor cuanto más se ha ejercitado y penetrado el hombre en la -> trascendencia natural del espí­ritu hacia el ser en general, en el recogimiento interior sobre el propio centro espiritual, en la autorrealización ética, en la vivencia estética, etc., en todo lo cual se da cierta experiencia de lo no objetivo. Naturalmente, tal experiencia no comunica una certeza sobre el estado de gracia.

5. El amor de Dios no es sólo supra-mundano, es decir, no es sólo amor con el que Dios ama su propia bondad en su vida trinitaria, sino que es principalmente mundano, es decir, amor redentor de Dios hacia el mundo (Jn 3, 16). El amor sobrenatural del hombre es participación del amor de Dios. Por eso, el cristiano que ama verdaderamente a Dios también realiza necesariamente en este amor suyo el amor de Dios al mundo. Así­ el amor a Dios – participando del amor de Dios al mundo y ayudando a realizarlo – se extiende en primer lugar al hombre. Amamos a éste con el amor absoluto de Dios, pero lo amamos por sí­ mismo, de acuerdo con el mandamiento principal, que junto con el amor a Dios exige el amor al prójimo. Por otra parte, como amamos al prójimo en cuanto persona, es decir, en virtud de una decisión moral absoluta, el amor al prójimo como tendencia fundamental implica necesariamente un amor implí­cito a Dios, en el que se funda y sustenta. En cierto sentido el amor al mundo se extiende también a la criatura irracional y a la realidad de las cosas, por cuanto éstas «son un bien que deseamos a los demás… Así­ también Dios las ama ex caritate» (TOMíS DE AQuINo, ST II-II q. 25 a. 3) Tales cosas son dignas de amor en tanto sean vistas en unión con la persona amada.

6. Como todo amor auténtico no puede permanecer encerrado dentro, sino que impulsa a la acción y trata de encarnarse en ella (caritas effectiva), también el auténticoamor al mundo impulsa a la acción visible, con el fin de ordenar la comunidad humana, así­ como a los hombres respecto de las cosas y las cosas entre sí­. De ese modo, junto a la forma externa que el amor adquiere en la consagración por el -> sacrificio y el -> culto (-> sacramentos [s. cultual] ) aquél se traduce también en acción «profana» dentro del mundo. Así­ toda acción adecuada en el mundo del hombre que ama (trabajo y ocio, acción y meditación) es amor y s., pues la intención fundamental, que determina y configura esta conducta, se funda en el dinamismo sobrenatural del amor que transforma radicalmente al hombre y también su acción (Dz 799s 821). Si el amor es el principio fundamental que forma, mueve y dirige todo ser y acción, en consecuencia también aquí­ actúa implí­citamente y, en estas manifestaciones de la vida (el trabajo, el servicio al mundo), encuentra – como caritas implicite actuata – su plenitud esencial.

También al amor puede aplicarse la caracterí­stica antes señalada acerca de la experiencia de la gracia, que implica la conciencia de la presencia y de la acción de Dios (luz, fuerza, alegrí­a, paz). La orientación óntico-categorial hacia el mundo se convierte así­ en una modalidad de la fundamentación ontológico-trascendental en Dios, que en cuanto tal, en su anticipación escatológica (la manera cristiana de «huida del mundo»), se hace o puede hacerse experimentable en la orientación misma hacia lo categorial. El fundamento de la armoní­a entre la acción natural en el mundo de los objetos y la vida en el amor y la s., es en definitiva el hecho de que la realidad natural de la creación es presupuesto y momento interno de la realidad de la redención, porque «la creación, incluso como natural, pertenece a la realidad de la redención, como se ve en la comunicación de Dios mismo por el hecho de que la Palabra de Dios se hace criatura. La realidad de la redención pone como presupuesto suyo la creación, en cuanto momento diferente, para poder existir ella misma y por esto precisamente comunica su gracia a la creación, la abre hacia sí­ en todas sus dimensiones y posibilidades y da a todo un sentido sobrenatural definitivo. Pero con ello confirma también lo creado en su auténtica y permanente naturaleza, y trata de sanarla allí­ donde ha sido lesionada» (K. RAHNER, Sendung und Gnáde [I 1966] 63). Así­, pues, la s. no es desmundanización, sino necesariamente acción santa en el mundo. Toda manifestación visible del amor es para el cristiano cumplimiento del encargo que tiene como miembro de la Iglesia, la cual debe presentar incluso de manera perceptible la -> gracia de Dios en el mundo histórico.

7. Puesto que la s. consiste en la participación de la comunicación de Dios mismo, la santificación del hombre es un oí­r y entregarse a Dios, bajo la acción de la gracia, siempre que él llama. De ahí­ la importancia fundamental de la capacidad de entender (-> discreción de espí­ritus) el «lenguaje de Dios» (que tiene una gramática propia, adecuada a la trascendencia divina). Según la Escritura, se da un crecimiento de la gracia (Mt 13, 8; Jn 15, 2; Ef 3, 16-19); esto implica tanto un hecho como una obligación para el hombre (Ef 4, 15; Dz 803). Frente al peligro de un perfeccionismo vuelto hacia sí­, el criterio de toda s. es Dios mismo, que en el encuentro con él suscita y fundamenta por la gracia el esfuerzo del hombre; y finalmente Dios es también la meta a la que se dirige este dinamismo («santificado sea tu nombre»). Pero precisamente este Dios quiere que el hombre colabore con libertad (Dz 799 850), que por la unidad entre la realidad de la creación y la de la redención no se oculte, desplace o destruya lo natural en su estructura, sino que lo naturalmente valioso del pensamiento, del esfuerzo y del sentimiento se apetezca y realice como condición y momento interno de la gracia. Evidentemente, el valor natural por sí­ mismo no es condición o momento interno de la gracia (pues la naturaleza nunca puede ser fundamento positivo de la gracia: -> naturaleza y gracia, orden -> sobrenatural); lo es solamente porque y en cuanto Dios mismo, con absoluta libertad, ha puesto previamente y aceptado lo natural como condición para su acción por la gracia; y sólo en este sentido el valor natural es «atrio» y «lugar» de la gracia. Como la experiencia enseña, la armoní­a psí­quica no siempre es el punto de apoyo de la gracia, pues ésta a veces se apoya en la enfermedad corporal, en el desequilibrio, etc.

Sin embargo, en lucha contra la acción deletérea de la -> tentación (cf. -> demonios, -> diablo, -> mal, -> pecado y culpa,sacramento de la -> penitencia), la Iglesia trata de ordenar el pensamiento, de fortalecer la voluntad, etc., de conducir la realidad creada a su consumación natural. Evidentemente, en el justificado la gracia es el sujeto portador del valor natural, y éste, si se realiza, recibe una categorí­a superior por la gracia, y así­ es fruto del Espí­ritu (Gál 5, p2ss).

El amor, como donación de sí­ mismo a Dios, en la obra de la salvación está necesariamente vinculado con la renuncia cristiana (como anticipación de la -> muerte con Cristo); es el fundamento de la misma y se realiza en ella (caritas crucifixa).

Como en la santificación hay que tender hacia actitudes divergentes en sus objetivos, la s. es un equilibrio dinámico de muchas tensiones dialécticas, que encuentran su nivelación interna y su sí­ntesis en el amor maduro: desarrollo – crucifixión de las fuerzas «naturales»; configuración del mundo – huida del mundo; conciencia de sí­ mismo – humildad; prudentes como serpientes – candorosos como palomas; libertad-obediencia; resistencia-paciencia; preocupación eficaz-confianza.

8. Si la respuesta del hombre al ofrecimiento de la gracia es totalmente cierta aproximación, de manera que, aun siendo individual, resulte un momento de trascendental importancia en una época para la s. de la Iglesia en su conjunto, entonces la s. del cristiano alcanza el estado supremo, que en la -> canonización se designa como «virtud heroica» (cf. también historia de los -3 santos).

9. Todo cristiano ha sido llamado a la santidad. «El mandamiento principal del amor no conoce lí­mites… A todos está mandado amar a Dios en la medida de las propias fuerzas» (TOMíS DE AQUINo, Contra retrahentes, 6), según la medida y manera de la donación de la gracia (cf. Rom 12, 3; 1, Cor 12, 11), realizando el amor conforme a las exigencias de Dios a cada uno. Al joven rico (Mt 19, 16-24) lo llamó a una total renuncia a toda posesión; otros son llamados a otras concreciones de un seguimiento incondicional de Cristo. No se puede sostener teológicamente una moral de dos estratos, que trata de adjudicar a los laicos un cristianismo minimal.

10. Aunque, según la constitución Lumen gentium (n.° 15) del Vaticano II, hay ejemplos de gran s. fuera de la Iglesia, sin embargo ésta, en cuanto tal (no sólo una institución especial en ella), es justamente el único estado de perfección, «puesto por Cristo para la comunión del amor, de la vida y de la verdad» y «aceptado como instrumento de la redención» (n.° 9), incluso de la redención de los miembros, a todos los cuales ofrece «tantos y tan grandes medios» para la perfección (n.° 11). Los cristianos en cuanto tales están ya «preparados para producir por sí­ frutos del Espí­ritu Santo cada vez más abundantes» (n° 34). La s. de la Iglesia se «expresa de muchas formas»; «de un modo propio» (proprio quodam modo) en el estado de los -> consejos evangélicos (n° 39); es decir, la manera como la Iglesia aparece en el estado de los consejos evangélicos es solamente uno de sus diversos modos de aparición, un modo particularmente apropiado. Por eso los cristianos deben crecer «siguiendo su propio camino» (n.° 41), de acuerdo con «su propia vocación» (n.° 35), recurriendo a sus propios «medios» (n.° 11, 41), sobre todo por el servicio del amor, que «dirige, anima y conduce a su fin todos los medios de santificación» (n.° 42) y por eso es el «medio» (el «camino preferido»; 1 Cor 12, 31) de santificación. En la Iglesia todos los cristianos «están unidos de la manera más í­ntima con la vida y la misión de Cristo» (n.° 34).

Toda la Iglesia tiene que ser «virgen», que «custodia pura e í­ntegramente la fe prometida al esposo e, imitando a la madre del Señor por la virtud del Espí­ritu Santo conserva virginalmente la fe í­ntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad» (n° 64). Todos los cristianos deben «entregarse a Dios exclusivamente con el corazón indiviso», aun cuando esto es más fácil en el -> celibato (ut facilius corde indiviso, n° 42). Todos participan del ministerio sacerdotal, real y profético de Cristo (n.° 31). Todos están «consagrados a Cristo» (n.° 34). Todos anticipan el fin de los tiempos por el inicio de la futura transfiguración, que es la gracia; todos son asimismo testigos de esta gracia y de la futura glorificación, que la -> familia cristiana proclama en «voz alta» (n° 35). Todos están, no sólo dirigidos por la institución externa de la Iglesia, sino también «movidos interiormente por el Espí­ritu Santo» (n.0 40), que los enriquece con -» carismas (n.° 12), para que puedan vivir así­ lo evangélico de la Iglesia (n.° 31, 38, 41) y, con ello, la esencia del cristianismo.

BIBLIOGRAFíA: O. Procksch &yLoc y simil: ThW I 87-116; B. Häring, Das Heilige und das Gute (Mn 1950); Barth KD II/I 394-413; G. Lanczkowski – F. Horst – H.-D. Wendland – G. Gloege, Heilig: RGG’ III 146-155 (bibl.); H. Küng, Rechtfertigung und Heiligung nach dem NT: Begegnung der Christen, bajo la dir. de M. Roesle – 0. Cullmann (St – F 21960) 249-270; Schmaus D 16 562-567; W. Hillmann – K. Rahner – B. Häring, Heiligkeit des Menschen: LThK2 V 129-133 (bibl.); W. Koester – L. Scheffczyk, Heiligheit Gottes: LThK2 V 133-136; G. Thils, Christliche Heiligkeit (Mn 1961); K. V. Truhlar, Labor christianus (R – Fr 1961); Rahner III 109-124 (La Iglesia de los santos); H. Groll – J. Grotz: HThG 1 653-662 (bibl.); C. Colombo y otros autores, Los laicos y la vida cristiana perfecta (Herder Ba 1971); La justificación según K. Barth (Estela Ba 1965); Rahner VI 271-294 (Sobre la unidad del amor a Dios y el amor al prójimo); J. M. Dí­ez Alegrí­a y otros autores, Santidad y vida en el siglo (Herder Ba 1969); K. V. Truhlar, Antinomias de la vida espiritual (Fax Ma 1965); Structura theologica vitae spiritualis (R ‘1966).

Karl Vladimir Truhlar

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

I. Santidad como sinónimo de perfección cristiana

(A.S. hal, perfecto, o total).

Sanctitas en la Vulgata del Nuevo Testamento es la traducción de dos palabras distintas, hagiosyne (1 Tes. 3,13) y hosiotes (Lc. 1,75; Ef. 4,24). Estas dos palabras griegas expresan respectivamente las dos ideas connotadas por la palabra «santidad», a saber:

  • la de “separación” como se ve en hagios de hagos, la cual denota “cualquier asunto de reverencia religiosa” (el latín sacer); y
  • la de “sancionado” (sancitus), lo que es Osios ha recibido el sello de Dios.

La versión de Reims ha causado una gran confusión pues traduce hagiasmos como “santidad” en Heb. 12,14, pero más correctamente en otra parte por “santificación”, mientras que hagiosyne, que sólo es traducida correctamente una vez como santidad, es traducida dos veces como «santificación «.

Santo Tomás (II-II:81:8) insiste en los dos antedichos aspectos de santidad, es decir, separación y firmeza, aunque llega a estos significados a fuerza de las etimologías de Orígenes y San Isidoro. Santidad, dice al Doctor Angélico, es el término usado para todo lo que se dedica al servicio divino, ya sea persona o cosa. Éstos deben ser puros o separados del mundo, pues debe apartarse la mente de la contemplación de las cosas inferiores si ha de elevarse a la Verdad Suprema —y esto, también, con firmeza o estabilidad, puesto que es cuestión de adherirse a lo que es nuestro fin último y principio primario, es decir, Dios mismo— «Estoy seguro que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles… ni cualquier otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios» (Rom. 8,38-39). De ahí que Santo Tomas define santidad como la virtud por la que la mente de un hombre se dedica a sí misma y todos sus actos a Dios; la clasifica entre las virtudes morales infusas, y la identifica con la virtud de religión, pero con la diferencia de que mientras que la religión es la virtud por la que le ofrecemos a Dios el culto debido a través de las cosas que atañen al servicio divino, la santidad es la virtud por la que realizamos todos nuestros actos subordinándolos a Dios. Así santidad es el resultado de la santificación, ese acto divino mediante el cual Dios nos justifica libremente, y por el que nos ha reclamado para sí mismo; y por nuestra resultante santidad de vida, tanto en actos como en hábitos, le reconocemos como nuestro principio y como el fin hacia el cual tendemos firme y diariamente. Así, en el orden moral la santidad es el reconocimiento de los derechos supremos de Dios; su manifestación concreta es el cumplimiento de sus Mandamientos, de ahí que San Pablo dice: «Procurad la paz con todos, y la santidad (sanctimoniam, hagiasmon): sin la cual nadie verá al Señor» (Heb. 12,14). Nótese la palabra griega; generalmente se traduce por «santificación», pero es notable que la palabra escogida por los traductores griegos del Antiguo Testamento para traducir el hebreo (traducido como Ayin-Zayin) qué significa adecuadamente fuerza o firmeza, un significado que como hemos visto está incluido en la palabra santidad. Así guardar fielmente los Mandamientos conlleva una separación muy real aunque recóndita de las cosas mundanas, lo que también exige una gran fuerza de carácter o firmeza en el servicio de Dios.

Sin embargo, está claro que hay grados en esta separación del mundo y en esta firmeza en el servicio de Dios. Quienes sirvan a Dios verdaderamente deben vivir de acuerdo a los principios de la Teología Moral, y sólo así pueden los hombres salvar sus almas. Pero otros anhelan algo superior; buscan un grado mayor de separación de las cosas terrenales y una aplicación más intensa a las cosas de Dios. En las propias palabras de Santo Tomás: «Quienes rinden culto a Dios pueden ser llamados «religiosos»; pero se les llama especialmente así a quienes dedican su vida entera al culto divino, y se retiran de las ocupaciones mundanas; del mismo modo no se les llama “contemplativos” a los que simplemente contemplan, sino sólo a los que consagran sus vidas enteras a la contemplación.» El santo agrega: «Y tales hombres se someten a otros hombres no por lazos humanos sino por el amor de Dios», palabras que nos proveen la idea fundamental de la vida religiosa en su sentido estricto (II-II: 81:7, ad 5um).

II. La santidad como marca de la Iglesia

El término “santidad” se emplea en sentidos algo diferentes en relación a Dios, a los hombres individuales y a un cuerpo colectivo. Aplicado a Dios denota esa perfección moral absoluta que es suya por naturaleza. Respecto a los hombres significa una estrecha unión con Dios, junto con la perfección moral resultante de dicha unión. De ahí que se dice que la santidad pertenece a Dios por esencia, y a las criaturas sólo por participación. Cualquier clase de santidad que posean viene a ellos como un don divino.

Aplicado a una sociedad, el término significa:

  • que esta sociedad trata de producir la santidad en sus miembros, y posee medios capaces de asegurar ese resultado; y
  • que las vidas de sus miembros corresponden, al menos en cierta medida, al propósito de la sociedad, y demuestran una santidad real y no meramente nominal.

La Iglesia siempre ha reclamado que ella, como una sociedad, es santa en un grado extraordinario. Ella enseña que ésta es una de las cuatro “notas”, es decir, unidad, catolicidad, apostolicidad y santidad, mediante las cuales la sociedad fundada por Cristo puede distinguirse fácilmente de todas las instituciones humanas. Es en virtud de su relación con la persona y obra de Cristo que este atributo le pertenece a la Iglesia. Ella es (I), el fruto de la Pasión —el reino de los redimidos. Los que se quedan fuera de ella son el «mundo» que no conoce a Dios (1 Juan 3,1). El objeto de la Pasión fue la redención y la santificación de la Iglesia: «…Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra.» ( Ef., 5,25-26). Una vez más (2) la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Él es la cabeza del cuerpo místico, y la vida sobrenatural —la vida de Cristo mismo— se comunica a través de los Sacramentos a todos sus miembros. Así como el Espíritu Santo moraba en el cuerpo humano de Cristo, así también ahora habita en la Iglesia, y su presencia es tan íntima y tan eficaz que el apóstol puede incluso hablar de Él como el alma del cuerpo místico: “Un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Ef. 4,4). Por lo tanto, resulta como una consecuencia necesaria de la naturaleza de la Iglesia y su relación con Cristo, que como sociedad debe poseer los medios capaces de producir la santidad; que sus miembros deben caracterizarse por la santidad; y que esta dotación de santidad proveerá los medios efectivos para distinguirla del mundo.

Además es evidente que la santidad de la Iglesia debe ser de un carácter totalmente sobrenatural, algo totalmente más allá del poder de la naturaleza humana sin ayuda. Y tal es, de hecho, el tipo de santidad que Cristo y sus Apóstoles requieren por parte de los miembros de la Iglesia.

(1) Las virtudes que en el ideal cristiano son las más fundamentales de todas se encuentran totalmente fuera del ámbito de la ética pagana más alta. La caridad cristiana, la humildad y la castidad son ejemplos pertinentes. La caridad que Cristo establece en el Sermón de la Montaña y en la parábola del Buen Samaritano —una caridad que no conoce límites y que abarca tanto a amigos como a enemigos— supera todo lo que moralistas habían considerado posible para los hombres. Y esta caridad de Cristo requiere no de unos pocos elegidos, sino de todos sus seguidores. La humildad, que en el esquema cristiano es la base necesaria de toda santidad ( Mt. 18,3), antes de Su enseñanza fue una virtud desconocida. El sentido de indignidad personal en el que consiste, es repugnante a todos los impulsos de la naturaleza no regenerada. Por otra parte, la humildad que Cristo exige, supone como base un conocimiento claro de la culpa del pecado y de la misericordia de Dios, sin los cuales no puede existir. Y estas doctrinas se buscan en vano en las religiones distintas de la cristiana. En lo que respecta a la castidad, Cristo no sólo advirtió a sus seguidores que violar esta virtud incluso por un pensamiento, era un pecado grave. Fue aún más lejos. Exhortó a los de sus seguidores a los que se les daría la gracia, a vivir la vida de virginidad que por este medio los acercaría más a Dios (Mt. 19,12).

(2) Otra característica de la santidad según el ideal cristiano es el amor al sufrimiento; no como si el placer fuese malo en sí mismo, sino debido a que el sufrimiento es el gran medio por el cual se intensifica y purifica nuestro amor a Dios. Todos aquellos que han alcanzado un alto grado de santidad han aprendido a regocijarse en el sufrimiento, porque debido a él el amor a Dios fue liberado de todos los elementos de egoísmo, y sus vidas se ajustaron a la de su Maestro. Los que no han entendido este principio pueden llamarse por el nombre de cristianos, pero no han entendido el significado de la Cruz.

(3) Se ha afirmado que cuando la santidad alcanza un grado sublime es acompañada por los poderes milagrosos. Y Cristo prometió que este signo no le faltaría a su Iglesia. Él declaró que los milagros que sus seguidores obrarían no serían ni una pizca menos estupendos que los obrados por Él mismo durante su vida mortal (Mc. 16,17-18, Jn. 14,12).

Tal es un breve esbozo de la santidad con la que Cristo dotó a su Iglesia, y que ha de ser la marca distintiva de sus hijos. Sin embargo, debe señalarse que no dijo nada que sugiriese que todos sus seguidores harían uso de las oportunidades así provistas. Por el contrario, él enseñó expresamente que su rebaño contendría muchos miembros indignos (Mt. 13,30.48). Y podemos estar seguros de que así como dentro de la Iglesia las luces son más brillantes, así también las sombras serán más oscuras —corruptio optimi pessima. Un católico indigno caerá más bajo que un pagano indigno. Para mostrar que la Iglesia posee la nota de la santidad es suficiente establecer que su enseñanza es santa; que está dotada de los medios de producción de la santidad sobrenatural en sus hijos; que, a pesar de la infidelidad de muchos miembros, un gran número de hecho cultiva una santidad más allá de lo que se puede encontrar en otros lugares; y que en algunos casos esta santidad alcanza tan alto grado que Dios la honra con poderes milagrosos.

No es difícil demostrar que la Iglesia Católica y Romana, y sólo ella, cumple con estas condiciones. En lo que respecta a sus doctrinas, es evidente que la ley moral que propone como de obligación divina, es más elevada y más exigente que la que cualquiera de las sectas se ha aventurado a exigir. Su defensa de la indisolubilidad del matrimonio de cara a un mundo licencioso ofrece el ejemplo más notorio de ello. Sólo ella mantiene en su integridad la enseñanza de su Maestro sobre el matrimonio. Todos los demás organismos religiosos, sin excepción, han dado lugar a las demandas de la pasión humana. En lo que respecta a los medios de la santidad, ella, a través de sus siete Sacramentos, les aplica a sus miembros los frutos de la expiación. Ella perdona la culpa del pecado, y nutre a los fieles con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Ni tampoco la justicia de sus reclamos es menos manifiesta cuando consideramos el resultado de su trabajo. En la Iglesia Católica se encuentra una sucesión maravillosa de santos cuyas vidas son como las luces del faro en la historia de la humanidad. En cuestión de santidad, la supremacía de Bernardo, de Domingo, de Francisco, de Ignacio, de Teresa, es tan incuestionable como lo es la de Alejandro y de César en el arte de la guerra. Fuera de la Iglesia Católica el mundo no tiene nada que mostrar que pueda en cualquier grado compararse con ellos. Dentro de la Iglesia la sucesión nunca ha fallado.

Tampoco los santos están solos. En proporción a la influencia práctica de la enseñanza católica, las virtudes sobrenaturales de las que hemos hablado anteriormente, se encuentran también entre el resto de los fieles. Estas virtudes marcan un tipo especial de carácter que la Iglesia trata de realizar en sus hijos, y que encuentra poco apoyo entre los otros reclamantes al nombre de cristianos. Fuera de la Iglesia Católica la vida de virginidad es menospreciada, el amor al sufrimiento es visto como una superstición medieval, y la humildad es considerada como una virtud pasiva mal adaptada a una época activa y agresiva. Por supuesto no se quiere decir que no encontramos muchos ejemplos individuales de santidad fuera de la Iglesia. La gracia de Dios es universal en su alcance. Pero parece incuestionable que la santidad sobrenatural, cuyas características principales se han indicado, es reconocida por todos como perteneciente específicamente a la Iglesia, mientras que en ella sola ella alcanza ese grado sublime que vemos en los santos. En la Iglesia también vemos cumplidas la promesa de Cristo que el don de milagros no les faltaría a sus seguidores. Los milagros, es cierto, no son la santidad. Pero son el aura en la que se mueve la más alta santidad. Y desde el tiempo de los Apóstoles hasta el siglo XXI las vidas de los santos nos muestran que las leyes de la naturaleza se han suspendido por sus oraciones. En innumerables casos la evidencia de estos eventos es tan amplia que nada, sino las exigencias de la controversia, puede explicar la negativa de los escritores anti-católicos a admitir su ocurrencia.

La prueba parece ser completa. Puede haber pocas dudas de que la Iglesia muestra la nota de la santidad, como lo hace en lo que respecta a las notas de unidad, catolicidad y la apostolicidad. La Iglesia en comunión con la Sede de Roma, ella sola, es la que posee la santidad que las palabras de Cristo y sus Apóstoles requieren.

Bibliografías: I. Newman, Sermons, vol. I: Holiness Necessary for Future Blessedness; Fuller, The Holy and the Profane State; Mallock, Atheistic Methodism and the Beauty of Holiness, Essay V in Atheism and the Value of Life (Londres, 1884); Faber, Growth in Holiness (Londres, 1854).

II. MURRAY, De ecclesia Christi, II (Dublín, 1862); BELLARMINE, De conc. et ecclesia, IV, XI-XV; TANQUEREY, Synopsis theol. dogmaticæ, I (París, 1900); BENSON en Ecclesia editado por MATTHEW (Londres, 1906). Para las polémicas anti-católicas sobre este asunto, vea MARTINEAU, Seat of Authority in Religion (Londres, 1890); PALMER, Treatise of the Church (Londres, 1842), L, VI, X, XI.

Fuentes: I. Pope, Hugh. «Holiness.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/07386a.htm

II. Joyce, George. «Sanctity (Mark of the Church).» The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.

http://www.newadvent.org/cathen/13428b.htm

Traducido por Félix Carbo Alonso. rc

Fuente: Enciclopedia Católica