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SECULARIZACION

SECULARIZACION

Escuela de pensamiento. A pesar de que al ® SECULARISMO algunos lo consideran un fenómeno moderno, la secularización, es decir, el proceso de independencia de los humanos frente a la autoridad de la Iglesia o la religión, toma forma y progresa desde fines de la Edad Media. En cierto sentido, tanto el Renacimiento como la Reforma, resquebrajaron la autoridad casi absoluta de la Iglesia oficial en Europa.
Con la penetración occidental en el llamado Tercer Mundo, el fenómeno se incrementó en los últimos siglos del segundo milenio hasta el punto de provocar reacciones violentas por parte de grupos conservadores, nacionalistas o fundamentalistas (® FUNDAMENTALISMO), sobre todo en las sociedades islámicas.

Fuente: Diccionario de Religiones Denominaciones y Sectas

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Proceso de marginación de lo religioso en una sociedad, persona, situación, programa o ideologí­a. La secularización supone un tiempo de eliminación más o menos largo, pues las ideas y las actitudes se reprimen en poco tiempo, pero no se eliminan por la simple represión o voluntad de hacerlo.

La secularización de la sociedad moderna es un hecho significativo en la cultura moderna. En general afecta a los modos de pensar y de sentir, a las relaciones y a los compromisos. En particular, el proceso puede afectar algunas realidades muy concretas: cementerios, matrimonio, grupos religiosos, etc.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

SUMARIO: I. Introducción – II. El fenómeno ayer y hoy: 1. La aportación clarificadora de los diccionarios teológico-pastorales; 2. ¿Qué implicaciones tiene para la liturgia?: a) Consistencia del fenómeno, b) Un fenómeno no fácilmente circunscribible en el tiempo, c) Presencia simultánea de la bipolaridad «sacrum-profanum», «saeculum-religio» – III. Un reto a la liturgia: 1. La secularización interpela a la liturgia; 2. En busca de un «lenguaje» adecuado: a) Biblia y liturgia: punto de paso obligado, b) La comunidad de fe, criterio hermenéutico – IV. La respuesta de la liturgia hoy: 1. Secularización de los «objetos»; 2. Secularización de los «lugares»; 3. Secularización de los «tiempos»; 4. Secularización de las «personas» – V. Conclusión.

I. Introducción
«Unos cristianos viven hoy entre personas entregadas sinceramente a sus prácticas religiosas, otros se encuentran en ambientes sociales que rechazan ampliamente toda forma de religión. Unos celebran la liturgia dominical en iglesias llenas; otros en grupos que a duras penas reúnen algunas personas. Unos siguen formas litúrgicas sustancialmente incambiadas desde muchos siglos ha; otros conservan ritos que hablan el lenguaje del área cultural donde nacieron. Otros, por el contrario, buscan formas nuevas de un culto más auténtico a través de la experimentación, ejercitada por los participantes mismos. Unos buscan mantener un ritmo de plegaria personal, a pesar de los fallos múltiples. Otros se quedan con una cierta nostalgia de la oración, conforme la presencia de Dios en ella se les hace cada vez más irreal. La mayorí­a se sienten culpables por lo poco o nada que la practican. Algunos han cesado en el esfuerzo por intentarla. Los que oran y los que no se plantean cuestiones sobre la plegaria comunitaria y la individual…»‘. Con estas palabras se abrí­a el borrador de un documento sobre el «culto a Dios en un tiempo secular», preparado en el ámbito de la comisión «Fe y constitución» del Consejo ecuménico de las iglesias, ante la IV asamblea, celebrada en Upsala en 1968.

Las expresiones pueden asumirse como estimulante apertura de un discurso sobre la secularización vista como fenómeno que ha afectado y sigue afectando a las más diversas expresiones de la liturgia todaví­a hoy. Así­ lo demuestra, por ejemplo, la reforma de la liturgia en España, donde algunos retrasos y desfases en la actuación de la reforma litúrgica posconciliar han estado motivados por la falta de un «esfuerzo de inculturación y de adaptación de los libros litúrgicos a la nueva y concreta situación que se ha creado con la secularización, la descristianización de masa y, por tanto, con el pluralismo que se ha determinado en el seno de la así­ llamada cristiandad. Los nuevos ritos pecan de abstractos, en el sentido de que ignoran demasiado los datos antropológicos y sociales relativos al rito, al lenguaje, al sí­mbolo, al signo.

II. El fenómeno ayer y hoy
Hablar de secularización a casi tres lustros de distancia del perí­odo en que tal fenómeno alcanzó su cima (1968) puede parecer anacrónico, o por lo menos inútil. Efectivamente, quien haya seguido -aunque sea de rechazo- el debate que se ha encendido también en España en torno a este fenómeno proveniente de Centroeuropa habrá podido constatar su impacto, a veces violento, en las instituciones eclesiales y en la reflexión teológica en sus más variados sectores.

Un signo elocuente de todo esto lo constituye la cantidad de estudios que han aparecido con la finalidad de integrarse, completarse, a veces de eliminarse… Una simple ojeada a las reseñas bibliográficas ofrece la más obvia confirmación Una confirmación posterior y más sistemática se obtiene a partir de la discreta gama de diccionarios teológico-pastorales que en el breve espacio de este último decenio (años setenta) han intentado condensar el fenómeno poniendo al lector sobre pistas de reflexión que ya han alcanzado la connotación de auténticas conclusiones.

Aquí­ estarí­a fuera de lugar -¡y fuera de tiempo!- retomar todo el problema de la secularización; si en el plan del presente Diccionario se contempla esta voz, se debe buscar el motivo en el hecho de que el fenómeno no ha pasado inadvertido en la vida de la iglesia; más aún, bajo diversas formas -positivas- sigue estando presente en la vida cultual de la comunidad cristiana como llamada de atención crí­tica a poner en práctica formas litúrgicas cada vez más genuinas, que ayuden a expresar mejor y más radicalmente la liturgia de la vida.

1. LA APORTACIí“N CLARIFICADORA DE LOS DICCIONARIOS TEOLí“GICO-PASTORALES. El perí­odo del pos-concilio ha visto la consolidación cada vez mayor también en España de una corriente de elaboración y difusión del diccionario como instrumento que, junto a los periódicos, se presenta como una summula para el profesor de ciencias teológicas, para el encargado de la pastoral o la catequesis, para el laico que tenga ya una cierta familiaridad con este tipo de tratados. Entre los diversos tí­tulos que testimonian la validez de esta opción, tendremos en cuenta los que afrontan nuestro tema, para poder a continuación sacar algunas conclusiones que se refieran directamente al aspecto litúrgico.

a) En el Diccionario enciclopédico de teologí­a moral’, T. Goffi, afrontando el problema desde el punto de vista especí­ficamente moral, define así­ la secularización: «Mentalidad-compromiso, que pretende promover en el plano individual y social los valores terrestres, como válidos en sí­ mismos, proclamándolos autónomos de la metafí­sica y de la religión»’. esta perspectiva se ve la secularización como «la mayor agresión global contra el cristianismo concebido en su forma tradicional», pero a la vez también como la causa -¿el signo de los tiempos?-que «podrí­a favorecer la constitución de una vida espiritual cristiana iluminada en su expresión evangélicamente pneumática»‘. Se trata de una agresión que pone en discusión ese método teológico que, en el intento de mediar la palabra de Dios, rechaza la confrontación con la realidad secular. «La teofaní­a divina -se recuerda- puede manifestarse y efectuarse únicamente a través de lo humano»’. De aquí­ nace el problema de la relación sagrado-profano y sus correspondientes implicaciones, que subyace a todo el discurso.

b) En el Diccionario teológico interdisciplinar °, P. Vanzan introduce el tema afirmando que «la fortuna de la categorí­a secularización va ligada precisamente a las múltiples e inconfesadas ambigüedades ideológicas de fondo que le han consentido proponer, con enorme simplicidad, explicaciones incluso opuestas, pero siempre lineales y universales, de un conjunto variadí­simo de fenómenos». En este punto «lo único prudente que hay que hacer es someter la secularización a un delicado trabajo de restauración» a nivel de palabra y de ideologí­a.

Queriendo recuperar el sentido original del término mediante el examen de varios juegos lingüí­sticos, Vanzan delinea los cinco significados principales que claramente «traicionan la compleja memoria de sus avatares históricos»: de hecho (I) polí­tico-jurí­dico», el término pasa a asumir un valor (II) filosóficocultural, para convertirse después -hacia los años treinta- en una (III) categorí­a sociológica tendente a explicar el paso de una sociedad agrí­cola-cerrada-sagrada a una sociedad industrial-abierta-profana. Esta es la categorí­a » que reciben los (IV) teólogos, y que ellos estudian y profundizan a la luz de la palabra de Dios para encontrar una respuesta adecuada a la solución del problema ‘^. El uso del término, finalmente, en los (V) documentos eclesiásticos se extiende a todos los valores precedentes, según «una aceptación realista del presente…, considerando la evolución en curso no ya como una apostasí­a de la fe, sino como una nueva oportunidad (kairós) ofrecida a la fe para anunciar lo especí­fico cristiano en un mundo secularizado». Esto por lo que al término se refiere.

A nivel ideológico -siempre según el pensamiento de Vanzan- destacan sobre todo los significados tercero y cuarto. Pero se impone la necesidad de una revisión crí­tica a nivel sociológico y teológico, que permita «una buena recuperación de la categorí­a secularización»; mediante la decantación de los vicios teológicos, ante una proposición alternativa que, partiendo de la superación de la secularización, se desarrolla y se precisa en torno al término transfuncionalización de la religión. Este término parece el más adecuado para expresar esa especie de «relación intermedia que en un futuro deja lugar tanto para la crisis como para la sorpresa histórica», y que parece responder «tanto a la función de la religión en la sociedad moderna como a la vitalidad religiosa»,’. Esto se logrará en la medida en que se purifique el concepto de religión de las valencias sagrado-paganas, y la noción bí­blica de lo santo» recupere su originalidad, o sea, la de indicar «una relación objetiva que cualquier ser puede establecer con el Totalmente Otro…». De este modo la secularización expresará «la autonomí­a de las realidades terrenas y su legí­tima emancipación de lo sagrado-pagano, pero al mismo tiempo su ineliminable apertura al misterioso Totalmente Otro con el que dicen relación de mil maneras» ‘9.

Son simples insinuaciones, casi flashes, que dejan adivinar notables consecuencias en el ámbito de un discurso más especí­ficamente litúrgico.

c) En el Nuevo diccionario de teologí­a el tema -«Â¡uno de los elementos más respetables de la mitologí­a de la sociedad moderna!»- se afronta desde una perspectiva más directamente teológica. El autor deja adivinar la superficialidad y el descuido con que la «teologí­a católica no ha ofrecido ninguna aportación original al debate especí­fico sobre el tema, es cierto que ha ido a remolque de la producción protestante». Con frecuencia ha faltado un tamiz crí­tico que, dejando aparte los fáciles entusiasmos, permitiese adivinar los lados débiles tanto a nivel de método teológico como a nivel de contenidos que tienden a «una especie de ensayismo de divulgación». Andrea Milano completa el cuadro de la problemática con algunas afirmaciones tomadas de Acquaviva»: con el fenómeno de la secularización «se pone el énfasis sobre el quehacer del hombre comprometido en el trabajo, en la ciencia, en la técnica…, atento a vivir concretamente esta vida en lugar de prepararse para la otra». Por otra parte, «el hecho social del comunicar prevalece sobre el hecho teórico del conocer… La urgencia comunicativa le empuja [al teólogo-sociólogo] a aceptar el lenguaje periodí­stico y pactar con las modas culturales del momento». Finalmente, «más que de problemas reales [esta teologí­a-sociologí­a] es expresión de la crisis de seguridad del mundo eclesiástico; por eso es un hecho sobre todo eclesiástico y escasamente comprendido por los laicos».

Volviendo a tomar directamente las palabras de Acquaviva, se puede concluir que «la teologí­a de la secularización es muchas cosas a la vez: un hecho teológico en el sentido tradicional del término; un hecho social y cultural de los teólogos y del clero en el sentido de que está unida al cambio de cultura, de mentalidad, de matriz social del clero; un hecho polí­tico-religioso unido al problema de la jerarquí­a, del poder, de la burocracia, de los dogmas, de la iglesia; un hecho de competencia en la sociedad pluralista, o sea, expresión de la competencia que ejercen otras explicaciones del mundo, más o menos religiosas; un hecho cultural en sentido estricto, o sea, expresión de una sociedad que construye para una cultura diversa una imagen distinta de la religión…».’. Por eso el fenómeno tiende a juzgar la fe «a partir de una comprensión de la situación del mundo moderno en lugar de juzgar este mundo a partir de la fe».

De todas formas, es innegable el gran mérito de la teologí­a de la secularización: el haber «favorecido la disolución definitiva y sin nostalgias de la imagen idealizada del pasado, esa especie de regresión eclesiástica en virtud de la cual dominaba las mentes la interpretación de la historia a base del esquema de la decadencia del mundo a causa de la desintegración progresiva de la cristiandad medieval bajo los asaltos de Satanás, del protestantismo, del ateí­smo»’.

2. ¿QUE IMPLICACIONES TIENE PARA LA LITURGIA? Ciertamente no basta una sumaria radiografí­a para tener el cuadro completo del problema. De todas formas, teniendo presente cuanto ha aparecido a la luz de esta y otras aportaciones, provenientes por ejemplo de Sacramentum Mundi» y del Diccionario de espiritualidad de los laicos, se puede llegar a algunas conclusiones que lleven nuevamente la atención hacia un discurso más especí­ficamente litúrgico.

a) Consistencia del fenómeno. El examen de la literatura nacida en torno al problema de la secularización -desde hace tiempo en fase ya de sedimentación- nos permite apreciar ante todo las dimensiones reales del problema. Su efectiva consistencia aparece como un dato fáctico por el influjo innegable que el fenómeno ha ejercido de manera directa e indirecta tanto en las estructuras eclesiales cuanto en las más diversas expresiones de la vida y de la reflexión de la iglesia.

Nos fijaremos en un aspecto particular de la vida de la comunidad eclesial: la liturgia. ¿Se ha visto también ella implicada? ¿Es válido, por ejemplo, lo que sostienen los teorizadores de la relación iglesia-mundo, a saber: que «la secularización y la secularidad no son irrelevantes para la religión, porque lo menos que pueden hacer es poner en crisis todos los signos y sí­mbolos, todos los discursos con los que el hombre no secularizado expresaba y viví­a la relación entre el hombre en el mundo y Dios»? 29 ¿En qué medida puede (o debe) el mismo lenguaje litúrgico resentirse del influjo de este fenómeno? No es inútil hacerse estas preguntas precisamente en el contexto del posconcilio y en el perí­odo de la plena actuación de la reforma litúrgica; más aún, pueden resultar una ulterior clave de lectura para precisar mejor los objetivos de la reforma misma.

b) Un fenómeno no fácilmente circunscribible en el tiempo. «Bajo la doble inspiración de la espiritualidad franciscana, tan cercana al pueblo y a la naturaleza, y de la antigüedad romana, Cimabue anuncia el comienzo de tiempos nuevos. Por primera vez se afirma -con lenguaje pictórico- que para ir a Dios no es necesario volver la espalda al mundo»: con esta afirmación de R. Garaudy, J. Sperna Weiland introduce su intento de definir la secularización.

En nuestro contexto, la afirmación puede ser una llamada a no circunscribir los términos históricos del problema a estos dos últimos siglos, sino a asumir como parámetro la consistencia espacio-temporal de la relación sacrum-profanum, saeculum-religio: el mundo del hombre y el mundo de Dios. Si el fenómeno ha asumido particulares connotaciones y desarrollos sobre todo en nuestro tiempo -baste observar las fechas (años sesenta-setenta) de su abundante literatura-, esto puede ser el resultado de varias componentes que, acentuando la densidad de elementos colaterales, han hecho aparecer un poco más la punta del iceberg. Y si ahora la punta del iceberg -por continuar con la metáfora- parece haberse disuelto a la salida de otros soles en el cielo de la socio-teologí­a, de ello no se puede concluir que se deba considerar disuelta la consistencia del fenómeno, ni hoy ni en una tan futurible como hipotética sociedad secularizada, debido precisamente a la permanencia de la relación saeculum-religio.

La consistencia de esta bipolaridad se refleja necesariamente en el mundo de la liturgia; aún dirí­a más: es precisamente aquí­, más que en cualquier otro sector de la vida de la iglesia, donde esta relación se asume y se vive no tanto como alternativa, sino como recí­proca integración de cara a aquella verdadera religio que es el culto al Padre en espí­ritu y verdad.

c) Presencia simultánea de la bipolaridad «sacrum-profanum», «saeculum-religio «. En la fenomenologí­a de la religión, «sagrado se opone a profano, y significa esencialmente dos cosas: 1) algo o alguien separado, apartado para la divinidad, para que le sirva exclusivamente a ella; 2) la potencia, la fuerza misteriosa, transnatural, de la que están dotados ciertos seres o por propia naturaleza o por el hecho de haber entrado en contacto con lo divino… Este contacto, que ha cargado a un ser de sagrado, y por tanto de potencia, puede asumir numerosas formas» «. Entrar de esa manera en contacto con lo sagrado comporta apropiarse toda la fuerza misteriosa que contiene, a la par que la adquisición de una particular actitud que induce a descubrir en las cosas y en los seres «una realidad que trasciende el plano natural…». Este modo de ver la realidad, tí­pico de una sociedad agrí­colo-natural, parece haberse derrumbado ante la nueva mentalidad cientí­fica y técnica, que, si por una parte permite al hombre descubrir los secretos de la naturaleza, por otra lleva a considerar el mundo como el campo de la propia acción, que puede ser manipuladora o transformadora, y por tanto a la superación de toda trascendencia.

«Mientras lo sagrado indica la presencia de una fuerza misteriosa, pero impersonal…, lo religioso… hace referencia a un Ser personal trascendente, con el que [el hombre] intenta entrar en contacto mediante oraciones, actos de culto, sacrificios de expiación y de impetración: relación que es de temor y de adoración, pero también de amor y de confianza… Mientras en lo sagrado predomina el temor, en lo religioso predominan la confianza y el amor… El acto religioso esencial es la oración, que es desconocida, en cambio, para el hombre de lo sagrado, quien intenta apropiarse de la fuerza sagrada mediante la acción mágica o defenderse de ella mediante el acto supersticioso»».

Si -como creemos- éste es un dato de hecho objetivo, nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Por qué se ha producido la crisis de esta religio? De Rosa insinúa una respuesta señalando dos factores: una «diversa actitud psicológica del hombre moderno frente a la realidad», al saeculum «; y las «consecuencias que ha producido en el campo social el paso de una sociedad agrí­cola pretécnica a una sociedad industrial técnica»». Por consiguiente, se puede concluir: 1) que en la civilización de la técnica el hombre rechaza una postura pasiva y casi fatalista; más aún, se siente directamente llamado a actuar en primera persona sobre las realidades creadas para que rindan y produzcan lo que él mismo desea, quizá independientemente de lo que puede ser un ciclo natural. Desde este punto de vista, el hombre ya no siente la necesidad de dirigirse a Dios: esto se hace inútil, porque todo parece depender de la inteligencia, laboriosidad y actividad de la persona; 2) que el paso de un tipo de sociedad a otro comporta fenómenos que pueden incidir negativamente en el factor religiosidad: piénsese en la movilidad social que origina fracturas a veces irreparables en el ámbito familiar, social y, consiguientemente, religioso, precisamente porque «la práctica religiosa está fuertemente controlada por el grupo social, que dicta en cada campo… los modelos de comportamiento»». Piénsese además en el nacimiento de un nuevo pluralismo en todos los sectores, en un nuevo modo de ver el fenómeno religioso; más aún, en un replanteamiento del fenómeno mismo que en una sociedad industrial es solamente un aspecto, entre otros, de la vida. La llegada del bienestar, finalmente, y la satisfacción de sus propuestas lleva a buscar un paraí­so inmediato que aparece en su entidad sin recurrir a mediaciones ni a instancias ultra-mundanas.

III. Un reto a la liturgia
La desaparición de lo religioso (= secularización) conlleva la desaparición de lo sagrado falso (= desacralización), y no necesariamente la desaparición de lo sagrado auténtico, de la verdadera religión y de la fe cristiana. Más aún, «la muerte de lo sagrado -que bajo cierto aspecto es positiva porque es una purificación de la religiosidad, que de ese modo se libera de las sofocantes excrecencias de lo sagrado- no significa automáticamente la muerte de la religión, por lo menos en sus expresiones más elevadas. La religión, efectivamente, ofrece al hombre la respuesta a ciertas preguntas que él no puede dejar de hacerse; preguntas que se refieren al sentido de la vida, al misterio de la muerte, al sentido del sufrimiento, al problema del mal…» En este sentido es clarificador lo que se afirma en el campo sociológico, a saber: que el proceso en marcha se designarí­a mejor como «desacralización, ya que implicarí­a sólo la reducción progresiva y acaso radical de las modalidades sacrales de la experiencia religiosa. Desaparecerí­an solamente las prácticas religiosas inspiradas en una mentalidad mágica, utilitarista, supersticiosa…

Es indiscutible que este modo de percibir y vivir la realidad ha influido en la vida litúrgica de la iglesia. Más aún; así­ como una mentalidad sacralizante en otros perí­odos de la vida de la iglesia ha comportado formas y modos rituales que a veces podí­an parecer una transmutación de actitudes mágico-sacrales, del mismo modo hoy nos hallamos frente a los resultados de una reforma litúrgica que parece haber pasado (o por lo menos rozado) el crisol de este fenómeno. La consecuencia más inmediata, provocada también -pero no exclusivamente- por las influencias de este mismo fenómeno, ha sido el intento de presentar cada una de las expresiones del culto como un momento y signo real de la religio; o sea, expresión de aquella relación-respuesta de fe entre el hombre y Dios, que tiene su origen en la iniciativa gratuita de Dios, y que en el signo del culto revive y hace vivir la máxima expresión de esta comunión.

Con esto no se podrá considerar ipso facto superada la bipolaridad de la que se hablaba más arriba: está siempre presente en la vida y en la reflexión de la iglesia con motivo de la dialéctica sagrado-profano; y de manera más o menos consciente según la acentuación de uno u otro de los términos de la relación fe-cultura (desarrollo).

Pero todo esto debe considerarse un signo de los tiempos destinado a seguir influyendo positivamente -como estí­mulo e invitación constante- en el mundo de la liturgia para que sus signos, globalmente considerados, sean lo más transparentes posible al expresar las realidades santas que tienen que comunicar.

1. LA SECULARIZACIí“N INTERPELA A LA LITURGIA. El desplazamiento de la atención del cosmos al hombre lleva consigo necesariamente una serie de reflejos en la misma forma en que la persona es llamada a vivir su propia relación con lo sobrenatural y con las realidades que la circundan. Según la lógica de la salvación cristiana, la dimensión litúrgica es la que mejor puede absorber -y de hecho absorbe- la secularización de los valores humanos; esto en la medida en que se vive la liturgia no como una evasión, sino como lo que realmente es: un encuentro en el signo sacramental con el Dios que ha creado el cielo y la tierra, que ha establecido los confines -lí­mites bien precisos- de cada una de las realidades.

Si algunos profetas más o menos recientes han llegado a predecir el ocaso del culto en favor de un mayor compromiso del cristiano en el mundo, esto quiere decir que su experiencia del culto ha sido por lo menos alienante y por tanto una experiencia de no-culto, de una pseudoliturgia. En realidad, el verdadero culto al Padre en espí­ritu y verdad es la más fuerte invitación y también la más verdadera precisamente ante un compromiso adecuado en la ciudad secular. La misma oración, presentada por algunos como un inútil residuo del pasado, como una huida de lo real, se hace una llamada continua a la trascendencia del hombre. No se puede negar esta dimensión vertical, so pena de privar a la persona de uno de sus componentes esenciales: la religio es uno de estos componentes, y desde el momento que existe debe expresarse necesariamente. «Se trata, en efecto, de necesidades tremendamente importantes y de necesidades que la cultura secular suscita más bien que satisface»». Por eso «la humanidad no será nunca completamente arreligiosa o posreligiosa: si sucediera esto, no sólo serí­a el final de la religión, sino también el final del hombre. El hombre que no se plantease los grandes problemas del sentido de la vida y de la muerte, del sentido del dolor y del pecado, del significado de la historia humana y del destino del hombre y del mundo, ya no serí­a hombre» De aquí­ la apertura no sólo al mundo de signos y sí­mbolos que caracteriza uno de los aspectos de la religio, sino también todas las demás formas expresivas de esa misma religio, que hemos etiquetado con el nombre de religiosidad, y que la secularización tiende a negar».

¿Cómo es posible poner en relación un justo reconocimiento y promoción de la autonomí­a propia del orden temporal con la dimensión sobrenatural? ¿Y cómo revivir en la fe esta relación? Creemos -sin desarrollar posteriormente este pensamiento- que el justo reconocimiento de las realidades de este mundo y de su papel efectivo puede brotar de una asiduidad más profunda con la Escritura. De una unión más estrecha entre l biblia y liturgia podrá siempre esperarse ese justo reconocimiento y promoción de los valores reales propios de la ciudad secular °’. Esto comporta un repensamiento del mensaje cristiano, y por tanto de los contenidos eucológicos, teniendo en cuenta las categorí­as de la cultura contemporánea.

2. EN BUSCA DE UN «LENGUAJE» ADECUADO. Nos encontramos así­ frente a un problema de lenguaje que en su transparencia e inmediatez lleve al hombre secularizado a expresiones de fe que no pretenden poner en discusión la autonomí­a de las realidades de este mundo, sino que actúan sobre el compromiso y sobre la voluntad del hombre llamado a construir la historia. En otros términos: ¿Cómo evitar que el culto -en el que se vive esta fe- aparezca como algo alienante frente a las responsabilidades del hombre en la construcción de la historia? En esta lí­nea, la urgencia de establecer «signos» de la fe adecuados aparece como un problema cada vez más acuciante en las más diversas expresiones litúrgicas de las comunidades cristianas.

Ahora hay que preguntarse: ¿Qué percibe el hombre contemporáneo de ciertos ritos complicados y solemnes (!), de ciertos gestos no usuales, de la permanencia en lugares sagrados, del uso de cosas particulares? ¿Por qué motivo se exigen ritos propios y fijos, lugares y cosas sagrados para que el culto cristiano alcance su finalidad?
Es necesario advertir que con la reforma promovida por el Vat. II la iglesia ha empezado a realizar un esfuerzo particular de reinterpretación, y sobre todo de traducción del lenguaje (= palabras y signos) utilizado en la liturgia, para ayudar a vivir con mayor conciencia a los hombres de nuestro tiempo el encuentro con Cristo en sus misterios. Ya no se trata de referirse a traducciones del latí­n al castellano -capí­tulo cerrado (salvo algún nostálgico reviva/ nacional o de importación), que ya pertenece a la historia del culto cristiano en Occidente «-, sino del empeño por traducir el contenido eucológico de la tradición según las categorí­as del hombre contemporáneo, y a la vez de la capacidad de elaborar nuevos ritos y textos, fruto de la fe orante y creativa de la iglesia de nuestro tiempo. Pero ¿cómo puede llevarse a efecto esto?
a) Biblia y liturgia: punto de paso obligado. La Escritura es un punto de referencia esencial, porque la palabra de Dios, revelada y anunciada, se hace viva y eficaz en la celebración; y no sólo esto, sino que da valor y contenido a todas las formas expresivas de la misma celebración. Es la palabra de Dios la que hace del rito sacramental un verdadero y propio kairós, un signo de salvación. En consecuencia, el retorno a un conocimiento más sapiencial de la Escritura sigue siendo la primera y más eficaz respuesta a la tentación de un culto vací­o, alienante. Además indica el camino a la única solución del problema del lenguaje. Efectivamente, éste resulta adecuado a su función cuando posee una fuerte capacidad expresiva y comunicativa del misterio de que es signo, un grado suficiente de comprensión y una notable eficacia de implicación tanto a nivel personal como a nivel comunitario.

b) La comunidad de fe, criterio hermenéutico. Un punto de referencia ulterior es la comunidad de fe a causa de la dimensión eclesial del anuncio y de la respuesta. Efectivamente, la asamblea es el locus en que se efectúa esa comunicación divino-humana y humano-divina. Por consiguiente, el problema encontrará una solución solamente desde una óptica más objetiva de la celebración, en la que debe realizarse esta comunicación ascendente, descendente y horizontal °’. Es éste un dato de hecho que necesariamente debe llevar a la elaboración de fórmulas y gestos adecuados, no con la intención de crear ulteriores libros litúrgicos, sino solamente llevando a cabo las adaptaciones prescritas, o sea, actuando aquellas competencias que cada libro litúrgico pide principalmente a las conferencias episcopales, por tanto a los obispos y a los responsables directos de la celebración». Todo esto para que la celebración no sea el resultado de lo que está escrito en el libro, sino la expresión de la comunidad que en la celebración misma revive su propia fe, la manifiesta y la actúa.

Al afrontar el argumento de un nuevo lenguaje litúrgico, Marsili escribí­a en 1969: «Tales fórmulas eucológicas, provenientes del patrimonio de la tradición, nacidas en un clima profundamente cristiano, pero en situaciones distintas de las nuestras, se nos presentan frecuentemente en la traducción como si llegaran -hermosas, pero sin vida- de un mundo muy lejano del nuestro… Y hoy, cuando nuestra generación es colocada de pronto ante [la liturgia], es casi imposible que penetre eficazmente en el misterio litúrgico si éste tiene todaví­a un lenguaje arcano, a pesar del acercamiento de la traducción. Si no se crea un nuevo lenguaje litúrgico, la liturgia no pasará de ser un vestido de fiesta, que -como es sabido- puede tener formas y colores exóticos, que adornan, pero no expresan a quien lo viste. Esto, además, significarí­a que nuestra teologí­a no ha elaborado la revelación como cosa viva, como anuncio de presencia, y que la realidad eterna de la historia de la salvación no se ha temporalizado en un lenguaje que la encarne en nuestro momento, con lo que habrí­a dejado de ser historia para reducirse a relato de una historia hecho en términos y tonos de otros tiempos».

Por otra parte, sólo desde esta perspectiva puede tener lugar la superación del ritualismo -tentación que reaparece siempre en la historia de las comunidades eclesiales cuando olvidan que la liturgia no es el rito. Una cierta concepción mágica y mecánica del encuentro del hombre con Dios mediante la celebración ha hecho que se extendiese un velo de sacralidad que, en vez de abrir a la contemplación del misterio, ha ofuscado todaví­a más su realidad. En este sentido debe considerarse un signo de los tiempos una cierta desacralización.

Del mismo modo puede efectuarse el replanteamiento de la práctica exterior a favor de la intervención gratuita de Dios, acogida por la fe viva de cada persona. Sólo así­ es posible superar los peligros del formalismo y del legalismo, que llevan a una pasividad que hace ineficaz la celebración misma, y que en definitiva ¡es la muerte de la religio!

IV. La respuesta de la liturgia hoy
Ahora se trata de profundizar esta realidad: ¿Cómo actuar las perspectivas más arriba señaladas dentro del mundo litúrgico? «En un mundo humanizado y manipulado por la ciencia y la técnica, ¿qué sentido puede tener la fe en Dios…, la oración?
¿En qué sentido se puede hablar de tiempo sagrado, de persona sagrada, de lugar o de objeto sagrados? El examen nos llevará a concluir que el proceso de secularización opera ciertamente una desacralización, pero de una manera falsa, de un falso sagrado; una desacralización, por tanto, que implica las dimensiones tiempo, lugares, realidades, personas, no para vaciarlas de su consistencia, sino para restituirles su justa dimensión sacral, la más genuina, y por tanto para purificar la fe. «La presunta desaparición de la religión de la tecnópolis por obra de la revolución industrial-urbana significa en realidad su purificación de las envolturas sagradas, la destrucción del Dios-alienación; pero al mismo tiempo el redescubrimiento del Totalmente Otro, aun cuando la caí­da de la concepción anterior de lo sagrado no esté libre de los riesgos…»
Si consideramos ahora el mundo de la liturgia, sobre todo los resultados procedentes de la reforma litúrgica del Vat. II, podemos descubrir algunas perspectivas claras para una respuesta objetiva a las solicitaciones que hace el fenómeno de la secularización.

1. SECULARIZACIí“N DE LOS «OBJETOS». La biblia nos ofrece una visión del mundo como realidad dependiente de Dios y confiada al hombre. La dependencia de Dios remite a su trascendencia respecto a las realidades particulares, pero indica también la consistencia de estas últimas y su relatividad respecto al proyecto de Dios confiado a la inventiva y a la creatividad del hombre; efectivamente, es el hombre el que domina las cosas, da el nombre a los animales… (cf Gén 1:28-30; Gén 2:19-20). En esta lí­nea se puede afirmar que el mundo no es sagrado en sí­ mismo, pero puede serlo -y a veces debe serlo- cuando se hace para el hombre signo de la obra del Creador, o el hombre mismo lo elige como medio para comunicarse con lo sobrenatural.

La óptica en que se coloca la liturgia frente al valor intrí­nseco sacral de los objetos-realidades es muy clara. Parte de una afirmación que encontramos en la plegaria eucarí­stica IV, donde el discurso histórico-salví­fico se asume como parte integrante de la acción de gracias de la comunidad: «Hiciste todas las cosas / con sabidurí­a y amor. / A imagen tuya creaste al hombre / y le encomendaste el universo entero / para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, / dominara todo lo creado». La misma perspectiva, más actualizada, la encontramos en las colectas de la misa «por la santificación del trabajo humano»: se reconoce e invoca a Dios Padre, que «por medio del trabajo del hombre diriges y perfeccionas sin cesar la obra grandiosa de la creación»; que ha querido «someter las fuerzas de la naturaleza al trabajo del hombre» para que el hombre sea un digno cooperador «al perfeccionamiento de tu creación» y coopere «a la extensión del reino de Cristo».

Las realidades creadas por Dios se le confí­an al hombre para que se sirva de ellas como signo e instrumento en la realización del proyecto mismo de Dios. No son un fin, sino un medio. Por eso la iglesia en su historia, sobre todo de la edad media en adelante, ha sacralizado, en cierto sentido, todas las realidades creando una serie infinita de bendiciones [-> Bendición, IV, 3] para los objetos y las cosas (Ritual y -> Bendicional), para que su uso recordase al hombre su efectiva finalidad. Por tanto, el acento no se pone tanto sobre el objeto en sí­ que como tal no es ni sagrado ni profano- cuanto sobre la relación que se establece entre el objeto y el usuario, como puede verse, por ejemplo, en el fenómeno de la recuperación de una serie de objetos, en otro tiempo considerados sagrados ¡como adorno de anticuarios! Esta relación es la que ilumina el carácter de sacralidad de las cosas, y -por el contrario- señala su reajuste o desacralización; nos lo recuerda con fuerza la oración después de la comunión del II domingo de adviento: «Nos des sabidurí­a para sopesar los bienes de la tierra amando intensamente los del cielo».

2. SECULARIZACIí“N DE LOS «LUGARES». Si prescindimos de la historia de las religiones y concentramos nuestra atención en la experiencia del pueblo de Israel, encontramos a propósito del lugar sagrado una progresiva evolución que va de la tienda-tabernáculo como lugar de encuentro entre Dios y su pueblo (cf Ex 3) al arca de la alianza, signo de la presencia de Dios, y al templo, signo del encuentro entre Dios y su pueblo, considerado por ello lugar sagrado.

La venida de Cristo llevará a cumplimiento estos signos, relativizándolos y englobándolos en el signo-realidad de su cuerpo: con la encarnación del Hijo, Dios ha venido a habitar en medio de su pueblo; no sólo, sino que además será precisamente el cuerpo de Cristo el templo nuevo y definitivo en el que Dios se encontrará con su pueblo y el pueblo podrá seguir comunicándose con el mismo Dios: es la visión teológica de la carta a los Hebreos, que prolonga y actualiza la afirmación de Jua 2:19-21 : «Destruid este templo y en tres dí­as lo levantaré… Pero él hablaba del templo de su cuerpo».

En ambiente cristiano, por tanto, ya no tiene sentido hablar de un lugar sagrado, porque la sacralidad del lugar no depende de coordenadas espacio-temporales, sino de la santidad de las personas que se reúnen en el nombre del Señor: éstas son las piedras vivas que forman el edificio espiritual que es la iglesia santa de Dios viviente (cf 1Pe 2:5; Efe 2:19-22; Heb 8:1): «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espí­ritu y en verdad» (Jua 4:23).

Es interesante ver la evolución (e involución) histórica de la realidad templo = lugar sagrado, con las consiguientes bendiciones y consagraciones del templo y del altar [-> Dedicación de iglesias y de altares; -> Lugares de celebración]. Durante siglos, la iglesia edificio ha mantenido su í­ndole sacral porque en ella se reuní­a la asamblea para celebrar los santos misterios, y ¡con tal celebración se consagraba la iglesia! A medida que, progresivamente, se fue perdiendo el valor de la celebración y la sacralidad del lugar se dejó de percibir como fruto de la presencia de la asamblea, se ha recurrido a un montón de signos que evocasen, en su exuberante florecimiento, la realidad de la presencia de Dios. La perspectiva histórica se mueve, por tanto, de la domus ecclesiae a la domus Dei. El testimonio más elocuente nos lo ofrece el Pontificale romanum: en la editio typica de 1595 (1596), el capí­tulo «De ecclesiae dedicatione seu consecratione», que contiene la descripción detallada de las bendiciones, unciones, lustraciones, signationes, iluminaciones, exorcismos, etc., ¡ocupa casi cien páginas!.

Si prescindimos del nuevo ritual de la Dedicación de iglesias y de altares, el Misal Romano, en el común de la dedicación de una iglesia, llama la atención sobre la iglesia edificio para subrayar su ordenación a la comunidad, con expresiones como éstas: «… para que tu pueblo, reunido en este lugar santo, alcance por estos sacramentos la salvación eterna»; «.., derrama tu gracia sobre este lugar de oración y socorre a cuantos en él invocan tu nombre; que la fuerza de tu palabra y la eficacia de tus sacramentos fortalezcan el corazón de los fieles que aquí­ se congregan». «En esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros. En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así­ la iglesia… crece unida… hasta llegar a ser la nueva Jerusalén»».

Así­, la referencia a la funcionalidad y significatividad del templo, del lugar sagrado en general, mientras por una parte replantea su valor extrí­nseco, por otra recuerda que «los templos contrapesan en nuestra vida cotidiana la preponderancia de lo inmediato; si se quiere, de lo profano, que tiende a desconectarnos de nuestra relación con el valor último… Lo que interesa es tener iglesias que, sin separarse de esa vida cotidiana, abriéndose en medio de ella, irradien a través de sus sí­mbolos los valores últimos anclados en las expresiones finitas de nuestra existencia».

3. SECULARIZACIí“N DE LOS «TIEMPOS». Para el cristiano, el tiempo es la realidad dentro de la cual se actúa la salvación: la categorí­a de la que Dios se sirve para revelarse ad extra. La comunidad cristiana renueva esta fe al comienzo de la vigilia pascual en el rito de la «preparación del cirio»: «Cristo ayer y hoy, / principio y fin, / alfa / y omega./ Suyo es el tiempo / y la eternidad./ A él la gloria y el poder / por los siglos de los siglos. Amén»». En esta profesión de fe en la soberaní­a de Cristo, la asamblea reconoce que el tiempo no le pertenece; pero lo vive como medio para conseguir el Omega, para comunicarse con todo el misterio de Cristo distribuido a lo largo del año, de la encarnación a pentecostés y a la espera del retorno del Señor (cf SC 102). El signo de la incisión de las cifras del año en curso subraya aún más la dimensión de provisionalidad del éxodo. Parece que en el rito debe verse la cristalización de aquella sacralidad que acompaña la dimensión tiempo en todas las religiones y culturas, y que encuentra en el calendario una expresión orgánica y un significado. Para el cristiano lo que da significado a la dimensión tiempo no es tanto el alternarse de los dí­as, de los meses o de las estaciones -elementos enlazados al ciclo natural y astronómico-, cuanto la certeza de que el opus redemptionis se vive concretamente dentro de ese ciclo natural donde los elementos sol y luz se asumen como signos de Jesucristo, «sol de justicia», «luz que no conoce ocaso».

En este contexto no extraña el hecho de que para el cristiano el -> año litúrgico gire en torno a la pascua de Cristo -la pascua anual y la pascua semanal-: de este acontecimiento repropuesto anualmente es de donde cobra su valor y significado la sucesión de las estaciones que la iglesia llama tiempos litúrgicos, o más en general propio del tiempo, que no es un aniversarismo, sino el «ciclo temporal de las solemnidades o fiestas en las que se va desplegando y conmemorando a lo largo del año litúrgico el misterio de la redención».

A la luz de la realidad de la pascua es como se replantea la eventual tentación de sacralizar el tiempo: éste es solamente el instrumento para, el medio, no el fin en sí­ mismo, como nos recuerda Pablo cuando escribe a los colosenses: «Que nadie os juzgue por las comidas o bebidas o por la participación en las fiestas, novilunios o sábados, lo que representa una sombra del futuro, cuyo fundamento es Cristo» (2,16-17). Si éste es el núcleo de todo, ya no tiene sentido considerar más o menos sagrado un dí­a en vez de otro. «Para el cristiano, es fiesta… no un dí­a de la semana, sino toda su vida inaugurada por el evento pascual, porque toda ella es ofrecimiento y posibilidad de don salví­fico». El domingo cristiano no es el bautismo del sábado judí­o: «Lo que sustituye al sábado o, mejor, aquello que el sábado significaba, es no un dí­a, sino todo el tiempo nuevo que nace y fluye post Christum».

Este paso del krónos al kairós ha dado vida a una mens que se transparenta también en la eucologí­a. Tómese por ejemplo el formulario para el «comienzo del año civil», que el Misal Romano coloca en las Misas para diversas circunstancias públicas. La asamblea, que saluda «con gozo el comienzo de este año» (oración sobre las ofrendas), ofrece a Dios «su comienzo» (colecta) no sólo para vivir «en este año» (colecta) «dí­a a dí­a en tu paz y tu amor» (oración sobre las ofrendas), sino para que «no sean afligidos por ningún peligro» (oración después de la comunión), pero sobre todo para que dentro de este tiempo pueda «abundar en bienes de la tierra… por la santidad de nuestras obras» (colecta) y de «cuantos celebramos con gozo el comienzo de este año» (oración sobre las ofrendas) «. El conjunto se enmarca en una exaltante y exultante profesión de fe que lleva a reconocer al Padre como aquel que vive eternamente, «principio de toda criatura» (colecta); como aquel que corona el año con sus beneficios (cf la antí­fona de entrada que toma el Sal 64:12); y reconoce a Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (antí­fona de comunión, tomada de Heb 13:8).

[-> Tiempo y liturgia].

4. SECULARIZACIí“N DE LAS «PERSONAS». El vuelco de perspectiva teológica llevado a cabo por el Vat. II en la LG -pero en la lí­nea abierta y trazada por la SC y desarrollada sucesivamente en la GS- se presenta como la puntualización más convincente, además de autorizada, sobre el modo de considerar a las personas. La dimensión de sacralidad que durante tanto tiempo ha acompañado a la persona del ministro del culto y a la persona consagrada, en la medida en que viene redimensionada por el movimiento de secularización, en realidad se vuelve a situar en su perspectiva más justa.

El c. II de la LG habla del pueblo de la nueva alianza como de «un reino de sacerdotes para su Dios» (Apo 1:6). Esta realidad sacerdotal (por tanto, sacral) es la que une a todos los fieles y pone al descubierto su esencia; sólo los diversifica según un servicio particular (ministerium), sin oponerlos de todas formas porque todos «participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10).

¿Qué decir entonces de la consagración religiosa? ¿Es ésta una realidad que añade un quid de más a la dimensión sagrada que ya posee la persona por causa del sacerdocio común? La respuesta orgánica está en la confluencia y compenetración entre la lex credendi y la lex orandi. La primera, condensada en los cc. VI y VII de la LG, hace comprender la realidad y la grandeza de la consagración religiosa a la luz de la dimensión escatológica propia de la iglesia peregrinante, en la que todos los componentes -las piedras vivas del pueblo de Dios- encuentran su razón de ser y su significado. La lex orandi ofrece una confirmación posterior y decisiva sobre todo en las bendiciones [-> Bendicional dentro de la voz Libros litúrgicos], en los ritos de la -> profesión religiosa y de la -> consagración de las ví­rgenes. «La costumbre de consagrar ví­rgenes, se lee en las observaciones previas del Ritual de la consagración de ví­rgenes, que estuvo ya en vigor en la primitiva iglesia cristiana, hizo que se publicase un rito solemne, por el que la virgen quedase constituida persona sagrada, signo trascendente del amor de la iglesia hacia Cristo, imagen escatológica de la esposa celeste y de la vida futura».

Quien huye del mundo no lo hace… por una desresponsabilización, sino para expresar mejor mediante los signos más eficaces e incisivos los elementos que forman parte de la esencia misma de toda vida cristiana…: anhelar los bienes que no pasan…; afirmar el primado del amor de Dios sobre todos los demás valores…; ofrecer con una existencia que se hace servicio de amor una realización ejemplar de lo que debe ser toda la comunidad cristiana.

La sí­ntesis de todo esto se encuentra de manera particular en el núcleo del rito mismo: en la oración de consagración el obispo recuerda que, según tu providencial designio, «quisiste otorgar a algunos el don de la virginidad. Así­, sin menoscabo del valor del matrimonio y sin la pérdida de la bendición que ya al principio del mundo diste a la unión del hombre y la mujer, algunos de tus hijos, inspirados por ti, renuncian a esa legí­tima unión y, sin embargo, apetecen lo que en el matrimonio se significa; no imitan lo que en las nupcias se realiza, pero aman lo que en ellas se prefigura».

La perspectiva lleva el discurso a la constatación de que la persona es consagrada para y por el ejercicio de la función que está llamada a desempeñar. Entonces, el primer acto de esta consagración es el bautismo, que consagra «rey, sacerdote y profeta» a todo hijo de Dios llamado a formar parte de ese «reino de sacerdotes», de esa «nación santa» de que ya habla Exo 19:3-6.

La tan aireada secularización de las personas en esta perspectiva parece hallar su adecuado replanteamiento. Ciertamente, es la casta la que puede ponerse en discusión cuando quiere administrar un poder que no le corresponde o que ha usurpado. Pero la realidad del sacerdocio ministerial o de otros elementos de la estructura eclesial no correrán el riesgo del duo sunt genera christianorum y de la consiguiente crisis de identidad, si permanecen dentro del ámbito para el que se han instituido. El punto de referencia es siempre Jesucristo: él es quien bautiza, quien predica, quien guí­a a su iglesia… (cf SC 7); todo ministerio es posible y adquiere significado sólo en cuanto hace presente y actual el único sacerdocio de Jesucristo. Y con esto se pretende indicar no tanto la dimensión ministerial cuanto la cultual, que todo bautizado -y sólo en cuanto bautizado- está llamado a realizar según la praxis de la iglesia primitiva, que «reserva el término sacerdocio y sacerdote a la actividad global de toda la comunidad y de todos y cada uno de sus miembros»». Dimensión cultual que, al par que desacraliza una cierta imagen de persona, rehabilita a toda persona que busca a «Dios con corazón sincero», porque es signo-sacramento de la presencia de Cristo, porque Dios «ilumina a todo hombre» que viene a este mundo (cf Jua 1:9).

V. Conclusión
«¿Ha terminado el tiempo de la liturgia?» La pregunta, lanzada en el perí­odo del boom del fenómeno de la secularización, encuentra hoy una respuesta más serena y, por tanto, más objetiva. No es una respuesta nueva; nuevo es quizá el espí­ritu con que se debe acoger la voz de la lex credendi cuando afirma en SC 10: «La liturgia -y así­ el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo (SC 7)- es la cumbre a la cual tiende la actividad de la iglesia», a la que tiende todo esfuerzo y empeño que la comunidad cristiana realiza para liberar al hombre de toda forma de egoí­smo a cualquier nivel; una liturgia que libera porque convierte, porque permite entrar en comunión con la pascua de Cristo: Pero la liturgia es también «la fuente de donde mana toda la… virtus» de la iglesia (SC 10).

El acento, pues, se desplaza hacia la acción litúrgica, en particular a la celebración y a los problemas que en ella subyacen, para hacer adivinar no su final por agotamiento de capacidades vitales sino su finalidad, que es siempre la misma y a la vez siempre nueva para el hombre de todo tiempo y lugar: la pascua de Jesucristo, cuyo misterio debe revivir en cada persona. Que ésta sea homo religiosus o bien homo tecnicus no constituye problema si el uno y/ o el otro construyen un verdadero homo liturgicus, a saber: la persona a cuyas operosas manos se ha confiado el universo para que el amor de Dios alcance su cumplimiento en todo y en todos, en la anakefaláiosis definitiva de lo que está aquí­ en la tierra y allí­ arriba en el cielo, para recomponerse en aquellos cielos nuevos y tierra nueva donde se superará definitivamente toda contraposición entre saeculum y religio, entre sacrum y profanum, porque todas las realidades creadas serán unum in Christo Iesu (Gál 3:28).

M. Sodi
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

A) Territorios y bienes eclesiásticos. B) Como fenómeno espiritual.

A) TERRITORIOS Y BIENES ECLESIíSTICOS

I. Palabra y concepto
La palabra y el concepto «secularización» (derivados de saeculum, saecularis) corren siempre el peligro de extenderse sin lí­mites y quedar vací­os. Por s. se entiende, según el primer uso histórico del término en las conversaciones preliminares a la paz de Westfalia, la sustracción sin licencia eclesiástica por el poder estatal o público al dominio y al uso eclesiásticos de haciendas (principalmente tierras), cosas, territorios o instituciones, para dedicarlos a fines profanos. S. es originariamente un concepto polí­tico y jurí­dico. Su transformación en categorí­a filosófica e histórico-cultural se dio a principios del s. xix, principalmente por obra de aquellos que saludaron con júbilo la s. total del año 1803 como una supresión de la soberaní­a espiritual, y que querí­an entender este concepto como designación y programa de una emancipación cultural y polí­tica. Hoy, además, el concepto es usado como categorí­a etológica y sociológica, e igualmente como indicación de un rasgo caracterí­stico de nuestro tiempo.

II. Historia
Existen secularizaciones desde que existen bienes eclesiásticos. Sin embargo, las confiscaciones de los bienes eclesiásticos por el antiguo Imperio romano no son consideradas todaví­a como secularizaciones auténticas, porque la Iglesia no era todaví­a sujeto jurí­dico reconocido. La ciencia histórica aplica el concepto de s. por primera vez a la confiscación de bienes de la iglesia franca, que pusieron en práctica los carolingios de los s. VIII y IX, y que se debieron a necesidades militares y polí­ticas y se vieron favorecidas por los usos relativos a la «Iglesia propia». Ejecutaron abundantes secularizaciones el conde Arnulfo de Baviera («el malo») y la nobleza en Franconia occidental y en Italia. La gran s. carolingia, puesto que la restitución exigida continuamente por la Iglesia no pudo llevarse a cabo, trajo consigo como compensación las leyes de los diezmos y, como medida de protección para la Iglesia en el futuro, la separación de los bienes eclesiásticos (mensa episcopalis, mensa capituli, bienes del abad, bienes del convento).

Con el final de la lucha de las -> investiduras se eliminó el peligro de s. aunque en la edad media la idea de s. se encendió una y otra vez por la doble potestad de los obispos prí­ncipes, por los movimientos religiosos de reforma, por los fines polí­ticos y por argumentos sociales. Se hicieron proyectos de s. en tiempos de Enrique vi y Celestino III (renuncia a los Estados pontificios), en tiempos de Federico II como medio de lucha contra su destitución por Inocencio iv, en la lucha de Luis iv con el papado, en la cual, mediante las tesis de pobreza proclamadas por publicistas imperiales (Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua) contra la ecclesia avinionica, se desarrolló la doctrina secularizante de una Iglesia pobre, sin poder, limitada a la predicación y a la administración de sacramentos. Felipe IV de Francia forzó la supresión de la orden de los templarios; J. Wicleff y J. Hus defendieron exigencias de s. fundamentadas religiosa y polí­ticamente. Nicolás de Cusa y otros no dejaban de simpatizar con una s. limitada.

Secularizaciones a gran escala, extendiéndose a muchos estamentos eclesiásticos del imperio alemán, se dieron por primera vez en el s. xvi bajo la influencia de la reforma protestante. En parte estaban motivadas por apetencias dinásticas y territoriales de los prí­ncipes. Así­ Albrecht de Brandenburgo convirtió en 1525 los territorios de la Orden teutónica en el condado secular de Prusia; el obispado de Utrecht fue incorporado a Borgoña en 1528; los margraves de Brandenburgo suprimieron los obispados de Brandenburgo, Havelberg y Lebus; y lo mismo hicieron los duques de Sajonia con los obispados de Meissen, Merseburg, Naumburg y Zeitz; en 1552 Francia se incorporó los obispados-principados de Metz, Toul y Verdún.

Una protección sólo insuficiente contra las secularizaciones de territorios eclesiásticos inmediatamente dependientes del imperio la concedió el «reservado eclesiástico» de la dieta de Augsburgo de 1555, en la que la idea imperial perdió su contenido y como alianza de prí­ncipes, quedó despojado de su realidad polí­tica. La lucha en torno al «reservado eclesiástico», llevada a cabo con éxito por las dinastí­as protestantes para acrecentar sus territorios en el norte de Alemania (Magdeburgo, Bremen, Verden, Minden, Halberstadt, Lübeck) y decidida más veces a favor del catolicismo en el oeste y en el sur por la ayuda de los Wittelsbach, de los Habsburgo y de España (guerra de Colonia 1583, discusión del cabildo de Estrasburgo 1583-1604, discusión de los cuatro conventos), llevó a la paralización de los órganos imperiales, a la formación de pactos de protección confesional, a la ingerencia de paí­ses extranjeros y, finalmente, con el conflicto de Bohemia, al estallido de la guerra de 1618. La suspensión del edicto de restitución del año 1635 y el ofrecimiento que el 1-2-1647 hizo el emperador a Brandenburgo de resarcirle de sus pérdidas con secularizaciones, significan el principio del fin de los Estados eclesiásticos y, con ello, la introducción de la disolución total del imperio, acaecida 156 años más tarde, en 1803, con la s. total. Cómo la s., la caí­da del imperio y el surgimiento de los absolutistas principados alemanes modernos en los s. xvii y xviii están inseparablemente enlazados entre sí­, lo muestran los escritos publicados a este respecto, las teorí­as polí­ticas, las determinaciones de la paz de Westfalia, los tratados de paz de Nimega, Rijswijk y Baden, así­ como los grandes proyectos de s. entre 1648 y 1789. Como restitución después del año normal de 1624, como satisfacción y compensación, la paz de Westfalia confirmó las secularizaciones, por cuanto tuvo ampliamente en cuenta el estado real de las confesiones y las necesidades polí­ticas; incluso llegó al compromiso de una s. parcial del principado eclesiástico de Osnabrück (Alternatio Osnabrugensis; Art. xiii IPO). Aunque el año normal y la capitulación electiva imperial ofrecieron una cierta garantí­a para los Estados eclesiásticos imperiales que aún sobreviví­an y para la posesión de bienes eclesiásticos, sin embargo en los s. xvii y xviii no han faltado proyectos de s. por parte de los soberanos territoriales y secularizaciones efectivas de bienes eclesiásticos.

Para las diversas tendencias de s., que deben considerarse como lucha por la existencia o por la disolución del imperio y como preludio de la s. total de 1803, son caracterí­sticos los siguientes aspectos: 1º, los esfuerzos de los territorios que en las compensaciones de 1648 creyeron insuficientemente atendidos sus intereses y sus derechos (Hannover, Hessen-Kassel, electorado del Palatinado); 2°, la mezcla de planes de s. con intenciones de conversión e intentos de unión eclesiástica (Hannover, electorado del Palatinado) y polí­tica dinástica de Iglesia imperial (especialmente en el electorado de Sajonia desde 1761); 3º., propósito de expansión y redondeamiento de territorios seculares, unido frecuentemente con esfuerzos por una renovación interna (Prusia, Hannover, Baviera); 4°, la desvirtuación de los Estados eclesiásticos como subterfugios polí­ticos (1679, 1683, 1742, 1756-63); 5°, interés decreciente en la cabeza católica del imperio (especialmente el emperador Carlos vii y José ii) y en el papado por defender la «herencia de Dios» corno imperio temporal; 6°, el uso del peligro de s. como medio de lucha en la polí­tica imperial y en la eclesiástica (especialmente bajo Marí­a Teresa, 1742, 1746-63); 7°, la disposición interna (cada vez mayor por distintos motivos) a la s., como se muestra, p. ej., en la transformación de abadí­as y monasterios en fundaciones seglares de caballeros y de damas y en la propuesta de s. del obispo-prí­ncipe de Tréveris: Peter Vigil von Thun (1781-1782); 8°, la oposición a la soberaní­a eclesiástica que se manifiesta en las publicaciones hostiles a la Iglesia, en las teorí­as sobre el Estado y en el cesaropapismo del Estado absolutista ilustrado.

Los impulsos más fuertes para secularizaciones ampliadas, después de los «signos de tormenta» en la segunda mitad del s. xviii (así­ en 1772 s. del obispado de Ermland, 1773 supresión de la Compañí­a de Jesús, 1781 ataque contra los monasterios bajo José ii [-> josefinismo], legislación de amortización en el electorado de Baviera, en Maguncia, etc., y secularizaciones locales), partieron de la -> revolución francesa. A propuesta de Talleyrand se dio en 2-11-1789 el decreto de estatalización de los bienes eclesiásticos, desde 1790 a 1792 se suprimieron 51 obispados, todos los puestos eclesiásticos sin cura de almas, todas las órdenes y congregaciones, y en 1792 Avignon y Venaissin como posesión papal; en 1789 ó 1808 se secularizaron los -> estados pontificios.

Los sucesos en Francia amenazaron primero la existencia de los obispados-principados de Basilea, Estrasburgo y Espira, y después, con la politica de emigración y la exigencia de lí­mites naturales, la de otros Estados eclesiásticos del imperio. Durante la primera guerra de coalición, Prusia, cuya existencia estuvo fundamentada desde el gran prí­ncipe elector sobre el principio de la s., en la paz de Basilea (5-4-1975) y en los acuerdos secretos correspondientes se hizo compensar con territorios en la orilla derecha del Rin por sus pérdidas a favor de Francia en la orilla izquierda de dicho rí­o. Siguieron este ejemplo Hessen-Kassel (1795), Württemberg (1796), Baden y Baviera (1796). En la paz de Campo Formio (17-11-1797) Austria se obligó a colaborar en la retirada de la parte izquierda del Rin; pretendí­an evitarse las compensaciones por parte de Prusia a la derecha del Rin; y Austria querí­a resarcirse con el arzobispado de Salzburgo. A pesar de la solemne proclamación de la integridad del Imperio y contra la sospecha de algunos prí­ncipes, la diputación imperial, bajo presión francesa, tomó como base de la paz en Rastatt el principio de indemnización mediante s. Para una compensación habrí­a bastado una s. parcial. Después de la derrota en la segunda guerra de coalición, en la paz de Lunéville (7-3-1801) el imperio se vio obligado a retirarse de los dominios a la izquierda del Rin y a asentir a una compensación (que implicaba una s. de Estados eclesiásticos) «con territorios interiores del imperio» para los prí­ncipes hereditarios desposeí­dos. Con el concordato de 1801 y la nueva ordenación eclesiástica de Francia, Roma habí­a reconocido en Francia la s., asintiendo previamente a la s. en el imperio; y por la separación de las diócesis a la izquierda del Rin, o por la supresión de los obispados mediante la bula Qui Christi Domini (29-11-1801), deshizo el orden eclesiástico de la Iglesia imperial.

Mediante las paces con Inglaterra (preliminares 1-10-1801; paz definitiva en Amiens 27-3-1802) y con Rusia (9-10-1801), Francia creó los presupuestos de polí­tica exterior para la transformación territorial y la disolución del imperio. Los planes de compensación y s. de las potencias «mediadoras», Francia y Rusia, fueron aceptados finalmente (con pequeñas modificaciones) por la religión imperial en Ratisbona como conclusión principal (RDHS) el 25-2-1803. Sin embargo, ya anteriormente la compensación y la s. habí­an sido realizadas ampliamente por procedimientos polí­ticos y militares en los territorios alemanes. Las secularizaciones anteriores fueron sancionadas por el RDHS y confirmadas por el emperador. Por indiferencia e impotencia y por otros motivos, ni Roma ni los prí­ncipes eclesiásticos ofrecieron apenas resistencia. Muchas veces los eclesiásticos (Malteser, K.Th. v. Dalberg, Klemens Wenzeslaus v. Trier) no se asustaron ante las secularizaciones y las exigencias de compensación con bienes eclesiásticos.

En las determinaciones del RDHS hay que distinguir: 1º., la s. polí­tica o s. de estamentos del imperio, consistente en la asignación de territorios eclesiásticos que en concepto de compensación se entregaban a nuevos soberanos territoriales laicos, procedimiento que se fundamentaba por la soberaní­a suprema del emperador y que favorecí­a en primera lí­nea a los Estados alemanes del centro; 2°, la s. jurí­dica de bienes (S 34ss). Por el RDSH el imperio secularizó, a la derecha del Rin, todos los territorios eclesiásticos dependientes inmediatamente del imperio, con excepción de los territorios de los caballeros malteses y de los de la orden teutona (suprimida en 1809), así­ como del Estado del primer canciller elector, creado de nuevo bajo Dalberg a base de restos de territorios eclesiásticos (que fueron dados al reino de Baviera en 7-3-1810). El RDHS trasladó la sede de Maguncia a la de Ratisbona, y reunió con ello las dignidades de prí­ncipe, canciller imperial, obispo metropolitano y primado de Alemania. La anterior división de diócesis debí­a permanecer; pero la desprovisión de sedes episcopales, la extinción de cabildos, la aspiración de los prí­ncipes a la economí­a en los obispados de su territorio y la falta de regulaciones correspondientes con Roma, trajeron consigo la destrucción de la constitución eclesiástica alemana. Como «revolución de los prí­ncipes», la s. de 1803 supone la supresión de la Iglesia imperial y el final del imperio y de la edad media alemana; pero lleva también a la formación de Estados pequeños y medios en el s. xix y a reformas polí­ticas. Tal s. fomenta la edificación de la Iglesia estatal, que actúa en forma absolutista y burocrática en el tiempo en que no hay obispos, fundamenta la situación tí­pica de diáspora en la parte católica de la población y, con la supresión de universidades católicas, de centros de formación y de órdenes, repercute perjudicialmente en la vida espiritual y cultural («déficit católico de formación»).

La Iglesia, desde el tiempo de la s. hasta la laboriosa conquista de una autonomí­a jurí­dica y de una relativa libertad, no sólo ha soportado «la corona de espinas de la servidumbre» (J. Görres), sino que también ha experimentado la «saludable» pérdida de una carga casi milenaria de malentendidos feudales, de exclusividad aristocrática, de coloridos nacionalistas (febronianismo). Quedaron libres los impulsos y fuerzas nacidos de raí­z religiosa y eclesiástica, se preparó el suelo a la alianza entre «Iglesia y pueblo»; y la idea de la unidad eclesiástica y de la autoridad papal se hizo más fuerte en esta Iglesia pobre, sin poder y amenazada por el cesaropapismo, aunque con ello se introdujo un desarrollo que no siempre se consumó felizmente en los tiempos siguientes, p. ej., el «ultramontanismo» y el centralismo papal.

Después de la s. francesa durante la gran revolución, y después de la s. total en el imperio (1803), se dieron secularizaciones en distintos cantones de Suiza (primera mitad del s. xix), en España y Portugal (1833-1835), en Italia (1870: s. de los Estados pontificios), en Francia (1901-1905), en Rusia (1918ss) y en los paí­ses del bloque comunista (después de 1945).

FUENTES y

BIBLIOGRAFíA: StL° Vl 1070-1075; RGG3 V 1280-1288; LThK2 VI 248-253.

1. SOBRE EL CONCEPTO: F. Delekat, über den Begriff der Säkularisation (Hei 1958); H. Lübbe, Säkularisierung. Geschichte eines ideenpolitischen Begriffs (Fr – Mn 1965); A. va,i Leeuven, Christentum und Weltgeschichte. Das Heil und die Säkularisation (St 1966).

2. FUENTES: Protokoll der außerordentlichen Reichsdeputation zu Regensburg, 6 vols. (Rb 1803); A. Ch. Gaspan, Der Deputatiousrezeß 2 vols. (lt 1803).

3. BIBLIOGRAFíA SOBRE EL ESFUERZO DE SECULARIZACIí“N HASTA FINALES DEL SIGLO XVIII: H. M. Kühn, Die Einziehung des Geistlichen Gutes ins Albertinischen Sachsen 1539-1553 (Kö 1967); P. Volk, Die kirchlichen Fragen auf dem Westfälischen Frieden: Pax optima rerum, bajo la dir. de E. Hövel (Mr 1948) 99-136; Th. Vollbehr, Der Ursprung der Säkularisationprojekte in den Jahren 1742/43: Forschungen zur deutschen Geschichte 26 (Gö 1886) 262 ss.; W. v. Hofmann, Das Säkularisationprojekt von 1743. Kaiser Karl VII und die römische Kurie: homenaje a S. Riezler (Gotha 1913) 213 ss.; B. Wöhrmüller, Literarische Sturmzeichen von der Säkularisation: Studien und Mitteilungen aus dem Benediktiner und Zisterzienser-orden … NF 14 (Mn 1927) 1-44; H. Raab, Clemens Wenzeslaus von Sachsen und seine Zeit, 1: Dynastie, Kirche und Reich im 18. Jh. (Fr 1962); G. Winner, Die Klosteraufhebungen in Niederösterreich und Wien (W – Mn 1967); H. v. Voltelini, Ein Antrag des Bischofs von Trient auf Säkularisierung und Einverleibung seines Fürstentums in die Grafschaft Tirol vom Jahre 1781/82: Veröffentlichungen des Museum Ferdinandeum 16 (1 1936); H. Gürsching, Säkularisationversuche in der Markgrafschaft Bayreuth im 18. Jh.: Jahrbuch für fränkische Landesforschung 11-12 (Kallmünz 1953); P. Wende, Die geistlichen Staaten und ihre Auflösung im Urteil der zeitgenössischen Publizistik (Lübeck – H 1966).

4. SOBRE LA SECULARIZACIí“N DE 1789-1803: E. Lesne, De la sécularisation des biens du clergé sous la révolution (P 1901); K. De Erdmann, Volkssouverärität und Kirche 1789-1791. Studien über das Verhältnis von Staat und Kirche in Frankreich vom Zusammentritt der Generalstände bis zum Schisma (Kö 1949); Schnabel G; E. R. Huber, Deutsche Verfassungsgeschichte seit 1789 I (St 1957); G. Kliesing, Die Säkularisation in den kurkölnischen í„mtern Bonn, Hardt, Lechenich und Zülpich in der Zeit der französischen Fremdherrschaft (Bo 1933); W. Klompen, Die Säkularisation im Arrondissement Krefeld 1794-1814 (Kempen 1962); R. Werner, Die Nationalgüter im Departement Donnersberg (Hei 1922); 1. Rinieri, La secolarizzazione degli stati ecclesiastici in Germania (R 1906); K. O. v. Aretin, Heiliges Röm. Reich 1776-1806 (Wie 1967); H. Bastgen, Dalberg und Napoleons Kirchenpolitik in Deutschland (Pa 1917); E. Bauernfeind, Die Säkularisationperiode im Hochstift Sichstätt (Eichstätt 1927); J. A. Bornewasser, Kirche und Staat in Fulda unter Wilhelm Friedrich von Oranien 1802-1806 (Fulda – N – Ut 1956); E. Bucholtz, Die Einwirkungen des RDHS zu Regensburg im Jahre 1803 und die Bulle «Impensa Romanorum Pontificum» auf das Bistum Osnabrück (Osnabrück 1930); M. Erzberger, Die Säkularisation in Württemberg von 1802-1810 (St 1902); E. G. Gerhard, Geschichte der Säkularisation in Frankfurt a. M. (Pa 1935); M. Fleischhauer, Das geistliche Fürstentum Konstanz beim Übergang an Baden (Hei 1934); E. Isele, Die Säkularisation des Bistums Konstanz und die Reorganisation des Bistums Basel (Mas – Fr 1933); L. Hoffmann, Die Säkularisation Salzburgs (tesis W 1943); R. Haderstorfer, Die Säkularisation deroberbayerischen Klöster Baumburg und Seeon (St 1967); L. Körholz, Die Säkularisation und Organisation in den preußischen Entschädigungsländern Essen, Werden und Elten 1802-06 (Mr 1907); R. Morsey. Wirtschaftliche und soziale Auswirkungen der Säkularisation in Deutschland (homenaje a K. v. Raumer) (Mr 1966); W. G. Neukam, Der Übergang des Hochstifts Bamberg an die Krone Bayern 1802/03: Bayern. Staat und Kirche, Land und Reich (Mn 1960) 243-291; E. Ringelmann, Die Säkularisation des Hochstifts und des Domkapitels Passau (Passau 1939) P. Ruf, Säkularisation und Bayerische Staatsbibliothek (Wie 1962); G. Schwaiger, Die altbayerischen Bistümer Frei-sing, Passau und Regensburg zwischen S. und Konkordat (Mn 1959); idem, Das Ende der Reichskirche und seine unmittelbaren Folgen: Studien und Mitteilungen aus dem Benediktiner und Zisterzienserorden 79 (Au 1968); A. Scharnagl, Zur Geschichte der RDHS vom Jahre 1803: HJ 70 (1950) 238-259; A. M. Schegimann, Geschichte der Säkularisation im rechtsheinischen Bayern, 3 vols. (Rb 1903-08); W. H. Struck, Zur Säkularisation im Lande Nassau: Hessisches Jahrbuch für Landesgeschichte 18 (Marburg 1963); F. Täubl, Der Deutsche Orden im Zeitalter Napoleons (Bo 1966); L. A. Veit, Der Zusammenbruch des Mainzer Erzstuhls infolge der französischen Revolution (Mz 1927); idem, Die Säkularisierung in Nassau-Usingen: Zeitschrift für die Geschichte des Oberrheins 80 (Karlsruhe 1928); B. Wagner, Die Säkularisation der Klöster im Gebiet der heutigen Stadt Passau, 1802-1803 (Passau 1935); E. Wernisch, Der Kampf um den Bestand des Erzbistums Salzburg (Sa 1966).

Heribert Raab
B) COMO FENí“MENO ESPIRITUAL.

I. Delimitación del concepto
Además del sentido expuesto en A, por s. puede entenderse la dispensa concedida a un clérigo para pasar nuevamente al estado secular. En lo que sigue entendemos por s. un proceso en el curso del cual los diversos ámbitos de la vida humana (concepciones, costumbres, formas de sociedad, incluso cosas y personas) o la totalidad de los mismos dejan de estar determinados por la religión. Si la s. se convierte en un programa y principio de concepción del mundo, se habla también de secularismo; así­ para Gogarten, p. ej., secularismo es aquella s. que no se queda en la secularidad, sino que se convierte en una doctrina salví­fica o -> ideologí­a. Así­ la ideologí­a de una asociación de librepensadores ingleses en el siglo pasado, que se llamaban a sí­ mismos secularists, se extendió bajo el tí­tulo Secularism, the practical Philosophy of the people (G.J. Holyoake [1854]).

El concepto de s. (ya en las conversaciones para la paz de Westfalia de 1648) primero se usó en el sentido polí­tico-jurí­dico, y bajo esa acepción penetró en el derecho eclesiástico durante el s. xiii. Cuando más tarde, en el s. xix, junto a la confiscación de los bienes de la Iglesia, se quiso despojar también a ésta de su derecho a disponer de bienes culturales, principalmente del derecho a la educación, fue obvio que el concepto de s. se extendiera a tal exigencia; así­, en Francia se habló de la necesaria sécularisation de la filosofí­a. Aunque detrás de ese concepto mayormente se ocultaba al principio un programa antieclesiástico, y en este sentido lo usaron el materialismo, el positivismo y el monismo de entonces, sin embargo, lentamente una significación más neutral se desarrolló; y así­ el concepto de s., sin propósito de valoración, se utilizó para designar el proceso histórico de emancipación del mundo frente a toda vinculación religiosa, proceso que fue visto cada vez más en su ambivalencia. Para tener en cuenta esa ambivalencia, recientemente se ha distinguido entre s. y «secularismo», dando al término s. un sentido neutral y a la palabra «secularismo» el sentido de una ideologización falsificante. Y para distinguir entre proceso y resultado, último, no ideologizado de la s. El proceso en sí­ de la s. es de suyo ambivalente a su vez, según el resultado a que conduce.

II. La secularización como proceso histórico
Es realidad tan antigua como la religión misma el hecho de que algunos hombres o estratos de la sociedad o incluso una época entera no se atenga a las normas religiosas previamente halladas, sino que intenten liberarse de ellas. Aquí­ se puede pensar en fenómenos tan distintos como el del faraón egipcio Amenofis lil que en el s. xiv a.C. intentó suprimir los cultos y las concepciones teológicas tradicionales en su imperio a favor de un sistema más racionalista; se puede pensar en la crí­tica que los filósofos griegos, desde Jenófanes y Anaxágoras, a través de Sócrates, hasta los epicúreos, hicieron de la concepción mitológica de los dioses griegos, y se puede pensar también en las observaciones de la etnologí­a de la religión, la cual muestra cómo – también entre los primitivos – no hay ninguna religión donde, por lo menos en ciertos momentos, no haya habido grupos que consideraban escépticamente 1as doctrinas y normas religiosas y que lejos de mirarlas como indiscutiblemente vinculantes, las tení­an a lo sumo por altamente útiles para algunos intereses. De todos modos el secularismo, lo mismo que el ateí­smo, hasta principios de la edad moderna ha sido siempre un fenómeno transitorio y aislado. La explicación del mundo y la interpretación de la existencia humana estaba en manos de las mitologí­as, la convivencia dependí­a de formas acuñadas religiosamente, e incluso el trato con la naturaleza en gran parte sólo podí­a aprenderse mediante prescripciones de tipo mágico. Por primera vez en la edad moderna occidental la s. se ha hecho universal y duradera, una vez que, tras un proceso de lejanas raí­ces y todaví­a no terminado, Ios diversos ámbitos de la realidad humana han ido sustrayéndose cada vez más radicalmente al influjo de la región.

Es comprensible que la parte religiosa se alzara contra tal evolución, pues en ella no sólo se desligaban los ámbitos profanos de las correspondientes dimensiones religiosas, sino que, además, por ello mismo éstas parecí­an perder su referencia a la realidad y, consecuentemente, su importancia, de modo que el final de semejante proceso de s. traí­a la amenaza del fin de la religión. El transcurso de dicha s. puede esquematizarse mediante tres parejas de oposiciones entre un polo profano y otro religioso: -> fe-ciencia; -> Iglesia-Estado; mundo de aquí­-más allá como meta de la humanidad (cf. fin del -> hombre).

Si en esos tres dominios se persigue el desarrollo desde el nacimiento del cristianismo hasta la s. actual, puede verse que ésta siempre se ha producido en gran parte paralelamente en las tres esferas, y por cierto a través de un triple estadio, aunque las fronteras entre cada estadio no pueden trazarse con excesiva firmeza.

1. En el mensaje del NT se da una relación entre los ámbitos profanos y las correspondientes dimensiones religiosas que no puede describirse ni como predominio de un polo sobre el otro, ni como eliminación del uno por el otro, ni como contraposición hostil entre ambos; allí­ se enseña, más bien, una diversidad total de lo religioso frente a lo profano, de manera que lo uno no puede ponerse en el lugar de lo otro, porque ambas esteras están en niveles totalmente distintos.

La fe, p. ej., no tiende a una sustitución de la ciencia. La fe no da ninguna sabidurí­a mundana, ni la presupone, más bien la hace relativa. La ciencia no es un valor absoluto, del cual dependan en último término la salvación y la perdición del hombre. Ahora bien, si pretende una posición absoluta, «para vanagloriarse» contra Dios, entonces se convierte en necedad y está contra la fe (cf. 1 Cor 1, 17-2, 9 y 1, 21ss). Por lo demás, el evangelio está destinado tanto a sabios como a ignorantes (Rom 1, 14).

Es semejante la relación entre Iglesia y Estado o autoridad mundana. Ninguna parte puede oprimir a la otra o pretender superioridad sobre ella; la autoridad no, «porque se debe obedecer antes a Dios que a los hombres» (Act 5, 29), y la Iglesia tampoco, porque tiene su meta en un «reino que no es de este mundo» (Jn 18, 36), y su cometido no es «juzgar a los que están fuera» (1 Cor 5, 12). Precisamente por cuanto la Iglesia acepta sin discusión la estructura estatal, la relativa también (cf. Rom 12, 19-13, 7, con el comentario de K. Bart en su Römerbrief). Tampoco aquí­ el mundo está dividido, por así­ decir, en dos esferas de intereses, en un ámbito religioso y otro estatal; pues el «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12, 17), no significa: «Dad al César una parte y a Dios la otra», ya que el mundo entero es de Dios. Más bien, se trata también aquí­ de dos competencias totalmente distintas, las cuales no pueden obstaculizarse mutuamente con tal la una no quiera ejecutar por sí­ misma los cometidos de la otra.

Podrí­a parecer que, por lo menos allí­ donde se trata de la finalidad del hombre en el NT, lo profano y lo religioso se contraponen en un mismo plano, como si se repartieran entre sí­ el ámbito de cometidos del hombre y como si entraran en competencia, por cuanto un aparte exigirí­a una orientación lo más amplia posible hacia el mundo de aquí­ en perjuicio del más allá, y la otra parte procederí­a a la inversa. Pero también este conflicto se muestra como carente de sentido desde la perspectiva del NT. Pues, así­ como la fe no puede suprimir la ciencia o la Iglesia no puede hacer superfluo el Estado, del mismo modo la orientación hacia el -> reino de Dios no puede dispensar de los cometidos terrenos. Más bien es condenado expresamente el intento de eludir el cumplimiento de los deberes cotidianos, sobre todo de los que se refieren al prójimo, escudándose en obligaciones religiosas (p. ej., Mc 7, 11ss; 12, 40), y así­ la Escritura manda: «El que no trabaja, que no coma» (2 Tes 3, 10). Solamente la «preocupación angustiada» por lo que excede de lo necesario (Mt 6, 31-34), el «preocuparse y afanarse por muchas cosas», queda relativada en virtud de la «única cosa necesaria» (Lc 10, 41s), que, sin embargo, no entra en concurrencia con los quehaceres terrenos, para sustituirlos, sino que está simplemente detrás de ellos con una finalidad diferente.

Por consiguiente, en todos estos casos el evangelio deja en vigor el correspondiente ámbito profano en su plano, sin ingerencias o intentos de dominio dentro de sus lí­mites; sin embargo, el plano profano mismo es descubierto como una dimensión transitoria.

2. El segundo estadio se extiende desde la patrí­stica hasta la edad moderna, y está marcado por el predominio que lo religioso pretende sobre el ámbito profano, de manera que a veces parece incluso absorberlo totalmente. En una tal concepción la fe contiene en sí­ todo lo digno de saberse y sobrepuja al mismo tiempo todo saber (-> gnosis); la filosofí­a en el mejor de los casos puede servir como ancilla theologiae. La relación entre Iglesia y Estado está determinada por el hecho de que la Iglesia, de acuerdo con la concepción de Agustí­n, es vista como parte peregrinante de la civitas Dei; su autoridad, en consecuencia, está supraordenada a la del Estado, el cual pertenece a la civitas terrena y, por su parte, ha de servir a la Iglesia sólo como «espada profana». En correspondencia con ello, también el cometido del hombre respecto de lo terreno y respecto del más allá está determinado por la concepción agustiniana del doble amor (amor a Dios hasta el desprecio de sí­ mismo, y amor a sí­ mismo hasta el desprecio de Dios), llegándose a creer que el desprendimiento del mundo concede inequí­vocamente una realización más perfecta del fin religioso del hombre (-> Iglesia y mundo).

3. Contra esta actitud se alzaron ya desde el principio objeciones cada vez más acentuadas, las cuales finalmente condujeron al proceso de s. que caracteriza el tercer estadio, la -> edad moderna. Por ej., ya en la alta escolástica (D) se distinguieron claramente la fe y la ciencia (Tomás de Aquino) como dos caminos de conocimiento, cada uno con su derecho, pero unidos todaví­a en su ordenación a la única verdad. En la doctrina averroí­sta de la doble verdad, con sus repercusiones en el -> nominalismo, también se destruye esta unidad; la verdad de la fe queda contrapuesta a la de la ciencia, primero sin vinculación, después – cuando se llega a afirmaciones contradictorias (Galileo) – también en forma de oposición hostil. Con la extensión de las ciencias naturales, que son capaces de ir explicando cada vez más dominios, parece que las afirmaciones de la religión se van haciendo superfluas para la comprensión del mundo. Con ello la fe, considerada en el pasado precisamente como doctrina sobre el mundo, es vista como algo de que puede prescindirse, como algo competente a lo sumo en la «esfera de la intimidad» (en tanto no la expulsara de aquí­ la psicologí­a profunda); sus afirmaciones parecí­an absurdas, o al menos inútiles para el mundo.

De modo semejante transcurrió el desarrollo de la relación entre el Estado y la Iglesia. Frente a la unidad del poder espiritual y del profano, en la que éste dependí­a de aquél, unidad exigida inicialmente y conservada largo tiempo en Bizancio y en las Iglesias orientales, en la lucha de las -> investiduras surgió la interpretación imperial de la doctrina de las dos espadas, que derivaba de Dios los dos poderes en forma igualmente inmediata (contra lo cual reaccionó extremadamente Bonifacio viii con la bula Unam sanctam), y con ello fundamentaba el reinado «por gracia de Dios» independientemente de la Iglesia, conduciendo en ocasiones a la subordinación del poder espiritual a los intereses del Estado (-> absolutismo). Con esto la Iglesia perdió progresivamente su influencia polí­tica sobre los Estados, y la perdió por completo cuando, al desaparecer los Estados pontificios, se escapó de sus manos el último instrumento de polí­tica independiente, y cuando, con la caí­da de la mayorí­a de las monarquí­as, se rompió al mismo tiempo el ví­nculo que quedaba entre «trono y altar». Así­, también este proceso terminó en el secularismo.

En correspondencia con ello se desplazó la concepción del fin del hombre. Del ideal de huida del mundo como valor en sí­, con desprecio de lo profano, de lo corporal (-> cuerpo) y material, y especialmente de lo sexual, el acento se desplazó hacia el reconocimiento de un valor propio de esos ámbitos (si bien al principio tal valor era considerado como secundario frente a lo religioso), hasta llegar a la s. total cuando se vio que ni la Iglesia ni la orientación hacia el fin del más allá ayudaban a solucionar las tareas que se presentaban en el ámbito terreno (cf. particularmente: cuestión social [en -> sociedad, B], derechos del -> hombre).

Una evolución que transcurre bajo el mismo signo se muestra también en los demás ámbitos de la vida humana, las más de las veces en relación con los citados, p. ej., en el -> arte, en -> formación y -> educación, en la concepción del -> derecho, de la -> autoridad, de la historia (-> historia e historicidad, filosofí­a de la -> historia), etc.

III. Distinciones con relación al hecho de la secularización
El proceso de s., descrito a grandes rasgos como desprendimiento progresivo de lo profano respecto de lo religioso, que por ello pierde su importancia, oculta en sí­ distinciones objetivas, que han de tenerse en cuenta como fundamentos para un enjuiciamiento. Pues, en efecto, cómo haya de enjuiciarse la s., depende ante todo de lo que se entienda por -> religión, especialmente en su relación con el mundo.

Podrí­a parecer que esta relación sólo es posible entre aquellos dos polos que, a su vez, representan en cierta manera la segunda y la tercera fase del desarrollo descrito: en un extremo el mundo entero con todas sus relaciones está subordinado a la religión y queda regulado por ella (-> integrismo); en el otro extremo la religión, si es que todaví­a existe, se orienta totalmente al más allá, y nada del ámbito profano queda afectado por ella; en medio se hallan las otras posibilidades innumerables de relación de la religión con el mundo. Este esquema es insatisfactorio, porque en él late una concepción muy concreta y muy insuficiente de la religión. Ahí­ la religión está caracterizada por el hecho de que a ella esta ordenado un ámbito, lo -> santo, que se opone a lo profano; la religión es administradora de lo santo. Bien lo sagrado, supra-ordenado al ámbito de lo profano sea determinante para este ámbito, o bien lo ignore por estar totalmente desligado de él, ya que lo sagrado es del más allá; en todo caso exige que el hombre vea en ello su primer y propio cometido, respecto del cual pasa siempre a segundo plano la otra obligación entendida como cometido secundario e intramundano, que puede hacer la competencia al cometido primario.

A esta religiosidad asentada entre integrismo y esoterismo (-> Iglesia y mundo) se opone otra concepción de la religión, según la cual lo santo no es como un distrito aislado junto a lo profano. En consecuencia, el cometido intramundano no significa una posible competencia para el religioso, sino que lo santo se realiza en lo profano, y el cometido religioso se realiza en el intramundano, sin coincidir de lleno con su realización intramundana, pues esto conducirí­a a su negación o por lo menos a su aislamiento teorético frente a lo profano, y así­ sólo encontrarí­a su puesto en la primera concepción descrita de la religión, la cual permanece insuficiente, pues no da en el blanco del mensaje cristiano, aunque, según hemos mostrado, ha ejercido una influencia funesta en la historia del cristianismo.

En virtud de esta distinción de dos tipos distintos de religión, podemos hablar ahora de una doble modalidad de s. En la una el hombre, situado ante la elección entre el cometido religioso y el intramundano, y bajo la impresión (justificada a partir de esta concepción de la religión) de que sólo puede dominar correctamente el cometido intramundano a costa del religioso, se decide por el intramundano, que conoce como misión obligatoria para él en este mundo. Por el contrario, en el segundo tipo de s. la religión no plantea ningún cometido nuevo junto al intramundano, sino que da solamente a éste un sentido nuevo (cf. 1 Jn 2, 7s: «No es un mandamiento nuevo lo que os escribo… y, por otra parte, lo que os escribo es un mandamiento nuevo»). En ese segundo tipo la negación de la religión así­ entendida significa para este mundo la negación de una dimensión del más acá, de aquella que lo fundamenta como un todo.

Pero, en consecuencia, una s. de ese tipo no facilitarí­a el cometido intramundano, sino que éste, por carecer del sentido de totalidad, en último término se harí­a absurdo. Mas como en general y a la larga lo absurdo resulta insoportable, en el caso de que quede excluida una dimensión auténticamente religiosa, se busca un sustitutivo intramundano que sirva de fundamentación. Pero entonces, para garantizar un sentido supremo, lo intramundano debe necesariamente ser absolutizado, con lo cual un nuevo «ámbito sagrado» queda contrapuesto al resto de lo mundano, y así­ se llega a una religión en el primer y mal sentido. Con ello se anula el aspecto justificado de la s., a no ser que empiece un nuevo proceso de s. Esa evolución puede observarse en distintos sistemas ateos.

IV. Valoración cristiana de la secularización
Con ello tenemos ya punto de apoyo para un enjuiciamiento de la s. desde un punto de vista cristiano. Este enjuiciamiento depende de que el cristianismo, como religión, se considere en el primero o en el segundo de los sentidos expuestos. Según se ve por la historia de la s., parece que el cristianismo no siempre ha tenido claridad acerca de sí­ mismo en lo tocante a ese punto, de modo que en el enjuiciamiento cristiano de la s. ha de buscarse también un esclarecimiento de la concepción del cristianismo acerca de sí­ mismo.

1. Estado de la discusión
Después de las dos guerras mundiales se dio por primera vez en el campo cristiano un examen extenso y minucioso del fenómeno de la s., que la mayorí­a de las veces ha sido rechazada como anticristiana. En Ios años posteriores a la segunda guerra mundial, esa actitud apareció todaví­a en los cí­rculos conservadores, preocupados por la conservación de la cultura occidental (-> occidente). Hoy predomina una toma de posición más diferenciada.

En el campo protestante, donde la teologí­a -> dialéctica ya desde un principio tomó una actitud más crí­tica frente a las pretensiones intramundanas de la religión y la Iglesia que frente a la s. del mundo, incluso las voces que acentúan el elemento negativo de la s. (p. ej., W. Hartmann, H. Kraemer) conceden su cometido, que consiste en hacer una traducción fiel del evangelio a la lengua del mundo profano. Otros, por el contrario, ante todo F. Gogarten, ven en la s. «una consecuencia necesaria y legí­tima de la fe cristiana», aunque insisten en la necesidad de distinguir la s. del secularismo, que sume incluso formas y exigencias religiosas.

Una tesis parecida defiende C.F. v. Weizsäcker y, en el campo católico, J.B. Metz. Este último autor resalta el hecho de que algunos ateí­smos modernos se fundamentan en la falsa concepción de que el cristianismo implica un mundo divinizado, no secular, de manera que con la superación de tal mundo se hunde también la fe cristiana. Mas en verdad, según Metz, la relación real de la concepción cristiana de Dios con la concepción de un mundo divinizado es precisamente la inversa: «cristianizar el mundo» significa «mundanizarlo» (cf. también teologí­a -> polí­tica).

Una posición igualmente afirmativa frente al carácter secular de la época moderna se ha difundido bajo el lema: «cristianismo sin religión». Esta actitud se apoya en la aguda crí­tica de la religión que hizo K. Barth, para quien la religión es «asunto del hombre sin Dios». Pero su verdadero fundador es sin duda D. Bonhoeffer, que durante su detención por los nacionalsocialistas en Berlí­n-Tegel desarrolló ya en 1944 los pensamientos claves para esta dirección. Su enumeración de los mismos a continuación pondrá de manifiesto su importancia para los años siguientes: religión como «forma históricamente condicionada y transitoria de expresión del hombre»; sinceridad intelectual; la cuestión de «cómo hablar de Dios» (a la que él responde: sin religión, es decir, sin los presupuestos – condicionados por el tiempo – de la metafí­sica, de la interioridad, etc.); el problema de cómo hablar «mundanamente» de Dios o cómo dejar de hacerlo, que implica la revisión de la terminologí­a tradicional (G. Ebeling toma de aquí­ la cuestión de Bonhoeffer acerca de «la interpretación no religiosa de conceptos bí­blicos»; otros preguntan por la posibilidad de introducir con sentido la palabra «Dios»); Dios, el deus ex machina como tapagujeros ante la claudicación humana o ante los lí­mites del poder y saber humanos; peligro de unidimensionalidad de la existencia humana; condición adulta del mundo (idea que aparece de nuevo en R. Guardini: Fin de los tiempos modernos); etc. Especialmente su concepción de que deberí­amos vivir en el mundo etsi Deus non daretur, es decir, la idea de que hemos de estar ante Dios como hombres «que solucionan su vida sin Dios» (lo cual, por otro lado, recuerda a Ignacio de Loyola: usar todos los medios humanos como si todo el éxito dependiera del propio esfuerzo y prudencia), ha hecho escuela – aunque quizá con una interpretación parcial – en la llamada «teologí­a de la muerte de Dios» (G. Vahanian, W. Hamilton, Th. Altizer y otros en América; en Alemania, p. ej., D. Sölle). Si aquí­ se hiciera morir a Dios en un mero humanismo (negador de Dios) de existencia interhumana (yo-tú), lo cual no puede atribuirse sin más a esta dirección, se abandonarí­a el cauce de los pensamientos de Bonhoeffer y se correrí­a el peligro de ideologización a base de un secularismo no secular. También el muy discutido libro de J.A.T. Robinson: Sincero para con Dios, debe claramente a Bonhoeffer los pensamientos fundamentales en la valoración positiva de la s.; y en la actualidad apenas puede citarse un teólogo importante que se haya ocupado de este tema y no esté influido por Bonhoeffer por lo menos dentro del campo protestante, en el cual, por lo demás, se ha abordado este problema antes y más extensamente que en la teologí­a católica.

Pero también entre las filas católicas adquiere cada vez más difusión y peso la valoración positiva de la s. Esa valoración positiva, sobre todo a través de sus representantes entre los teólogos conciliares (p. ej., Y. Congar, K. Rahner), ha influido ya en el concilio Vaticano II, p. ej., en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy.

2. Fundamentos para la afirmación de una legí­tima secularidad
La secularidad legí­tima
El hecho de que a partir de la comprensión cristiana de la fe crezca hoy una actitud que afirma la s., puede tener también su fundamento en que ésa parece ser la única posibilidad de que todaví­a disponemos para acercar al mundo de hoy el mensaje cristiano; pues, como opina Bonhoeffer, sólo quedan algunos «caballeros» o un par de intelectuales poco sinceros en los que podemos hallar acogida religiosa. Pero este intento justificado de ser también hoy «todo para todos» no es, sin embargo, el motivo único o decisivo para un reconocimiento de la s. Esta es aceptada en sí­, pues «se deriva… originaria e inmediatamente del centro de la revelación cristiana misma» (H. Zahrnt). Evidentemente, eso ha de fundamentarse. De todos modos ha de tenerse en cuenta que la s. aquí­ significada se distingue claramente de un secularismo que, o bien como ideologí­a atea ofrece una respuesta – prescindiendo de Dios – a la cuestión de la totalidad, del -> sentido del mundo, o bien se cierra a tal cuestión, por cuanto la considera absurda o la elude tácitamente. Aquí­ se trata, pues, de la secularidad auténtica del mundo, la cual afirma que no hay nada en el mundo que, como esfera de lo «sagrado» quede sustraí­do al acceso a través de ví­as seculares y esté reservado a la religión, a una religión falsamente entendida, como ya se ha mostrado. Es decir, no hay ningún -> misterio intramundano ante el cual la ciencia deba detenerse, por la razón de que sólo pudiera explicarse «religiosamente» (-> mito, -> desmitización); mas con ello no se niega la imposibilidad de investigar el mundo entero en todos sus detalles, o sea, no se niega la presencia del misterio en todas partes. Tampoco en el ámbito de la acción hay algún efecto intramundano que sólo se pueda obtener por medios o prácticas «religiosas» (-> magia); en definitiva, no hay ninguna estructura u ordenación intramundana que sea tabú para el hombre, que él no pueda tomar a su servicio contra lo que se ha opinado en una actitud que podrí­a llamarse sacralismo, y que se extiende a través de la historia de las religiones.

b) Fundamentación a partir del mensaje cristiano
Según se ha resaltado repetidamente (p. ej., G. v. Rad, H.-J. Kraus, H. Cox), ya en el AT hay una clara orientación a la s. Los israelitas viví­an todaví­a en un mundo que «ante Dios estaba escindido en lo puro y lo impuro, en lo santo y lo profano» (v. Rad). La intocable arca de la alianza, el santí­simo inaccesible y también el pueblo elegido son indicios que atestiguan cómo el «ámbito religioso» estaba separado del mundo. Sin embargo, la fe en la creación, que entrañaba la reclamación por parte de Dios del señorí­o universal sobre el mundo, la doctrina de que el mundo y todo lo que contiene ha sido creado para el hombre, la prohibición de localizar o representar a Dios en una imagen de este mundo, la extensión de la promesa de salvación a todos los hombres, etc., eran pensamientos que preparaban la superación de los lí­mites de lo «sagrado» (Sartory) por la s., que irrumpe de lleno en el NT.

En efecto, el mensaje de Cristo desenmascara y relativiza todos los ámbitos sagrados intramundanos, que en el AT aparecí­an todaví­a como intocables, a veces – mediante un ataque intencionado – como transitorios carentes de importancia, como simples medios, y a veces, si se elevan al rango de un valor absoluto, como obstáculos para la salvación. Así­: el «lugar santo», el templo, con la predicción de su destrucción (Mt 24, 1s), puesto que en él no será adorado el Padre, sino «en espí­ritu y en verdad» (Jn 4, 21ss). Eso resulta relativo por el hecho de que para los cristianos el templo es Dios, Cristo (Ap 21, 22), e incluso sus cuerpos son templos de Dios (1 Cor 3, 16s; 6, 19; 2 Cor 16); y los «tiempos sagrados» devienen relativos porque «el sábado ha sido hecho para el hombre», según enseña Jesús (Mc 2, 27), remitiéndose a David, que comió (en sentido profano) los panes ofrecidos a Dios. Pablo dice sobre la celebración de los sábados y las fiestas: «Son sólo sombras de lo que viene» (Col 2, 16s; cf. también Rom 14, 5 y especialmente Gál 4, l0s); y mantiene la misma lí­nea con relación a los «usos sagrados»: el ayuno (Mc 2, 18ss), las prescripciones de pureza (Mc 7, 1-15), la circunstancia (Gál 5, 2), etc. Incluso el culto sacrificial y el sacerdocio en el sentido del AT han sido suprimidos por Cristo, según enseña la carta a los Hebreos. Brevemente, fuera de Cristo el NT no conoce personas, ámbitos, cosas o estructuras con carácter sagrado. En la libertad de los hijos de Dios, por Cristo el creyente es señor del mundo, en el cual todo es sagrado y no sagrado a la vez, según que esté en Cristo o bajo el poder del pecado. Así­, en su convicción «de que en sí­ nada es impuro» (Rom 14, 14), Pablo puede formular el principio que cabrí­a establecer como máxima de la secularidad cristiana: «El mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro: todo es vuestro. Y vosotros sois de Cristo; y Cristo es de Dios» (1 Cor 3, 22s).

BIBLIOGRAFíA: Cf. la bibliogr. de -> Iglesia y mundo. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión (Ariel Ba 1968); G. Ebeling, Die «nicht-religiöse Interpretation biblischer Begriffe»: ZThK 52 (1955) 296-360; M. Stallmann, Was ist Säkularisierung? (T 1960); G. Vahanian, The Death of God (NY 1961); P. M. van Buren, The Secular Meaning of the Gospel (Lo 1963); H. Cox, La ciudad secular (Pení­nsula Ba 1968); D. Sölle, Stellvertretung. Ein Kapitel Theologie nach dem «Tode Gottes» (St 1965); Th. Sartory, Eine Neuinterpretation des Glaubens (Ei 1966); Th. Altizer – W. Hamilton, Teologí­a radical y muerte de Dios (Grijalbo, Ba 1967); J. Friese, Die säkularisierte Welt (F 1967); Rahner VIII 637-666 (Reflexiones teológicas sobre el problema de la secularización); J. B. Metz, Teologí­a del mundo (Sí­g Sal 1970); J. Bishop, Los teólogos de la muerte de Dios (Herder, Ba 1969); cf. más bibl. en: HPTh II/2 203-207.

Albert Keller

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

(Lat. . sæcularizatio)

Secularización, una autorización dada a un religioso con votos solemnes y por extensión a aquellos con votos simples, para vivir por un tiempo o permanentemente en el “mundo” (sæculum), i. e., fuera del claustro y su orden, aunque manteniendo la esencia de la profesión religiosa. Es una medida de favor hacia el religioso y debe por tanto ser distinguido de la “expulsión” del religioso con votos solemnes, y del “despido” del religioso con votos simples, que son medidas penales hacia sujetos culpables. Por otra parte, como la secularización no anula el carácter religioso, es distinta de la dispensa absoluta de los votos; esta es también una medida indulgente, pero anula los votos y sus obligaciones, y el dispensado no es más un religioso. Como regla general la dispensa es la medida que se toma en caso de religiosos con votos simples mientras la secularización es empleado cuando hay votos solemnes. Sin embargo hay excepciones en ambos casos.

A veces religiosos laicos con votos solemnes o hermanas laicas son totalmente dispensados de sus votos, al ser muy difícil para personas laicas la vida religiosa en el mundo, en otros casos hombres o mujeres religiosos con votos simples son autorizados por lo menos por un tiempo a dejar de lado su hábito y vivir fuera de sus casas, observando al mismo tiempo sus votos; tal es el caso por ejemplo con los hombres y mujeres en Francia, los que tienen secularizaciones temporarias renovables en virtud de las Instrucciones del S. C. de Obispos y Regulares (24 de Marzo de 1903). Por lo tanto no es correcto hablar de los religiosos dispensados de sus votos como secularizados; la expresión se aplica solamente a religiosos con votos solemnes, especialmente a sacerdotes religiosos.

La secularización es garantizada a estos regulares como la dispensa a los religiosos con votos simples, ya sea por razones de orden general o por motivos de orden personal y privado. A la primera clase pertenecen las expulsiones y supresión de las casas religiosas por parte de diversos gobiernos, por ejemplo en España en 1839, Italia en 1866, Francia en 1902; a la segunda clase pertenecen diversas razones de salud, familia, etc. La secularización puede ser resumida en dos encabezados: mantenimiento de la vida religiosa, y al mismo tiempo relajamiento de la vida religiosa tanto como sea necesario para vivir en el mundo.

La secularización se divide en temporaria y perpetua; la primera es simplemente la autorización dada a un sujeto para vivir fuera de su orden, ya sea por un tiempo fijo, e.g., uno o dos años, o mientras duren circunstancias particulares, condiciones de salud, familia, negocios, etc., pero no hay cambio ni en las condiciones ni en los deberes del religioso. El depende de sus superiores, solamente que está provisionalmente bajo la jurisdicción del obispo del lugar, al cual está sujeto en virtud del voto de obediencia. En la mayoría de los casos los religiosos dejan sus hábitos, reteniendo si embargo en forma privada algo indicativo de su afiliación religiosa. A la finalización del tiempo de indulto, el religioso retorna a su claustro, a menos que esta secularización temporaria sea concedida en preparación de una secularización perpetua, e. g., para permitir a un sacerdote religioso que encuentre un obispo que consienta en recibirlo en su diócesis. La secularización perpetua por otra parte, saca completamente al sujeto de su orden, los hábitos de la cual se quita, y de la que no tiene más derecho a pedir apoyo., sin acuerdo previo. Pero el secularizado no cesa de ser un religioso; sus votos quedan como una permanente obligación y por tanto continúa observando las cosas esenciales de la vida religiosa. El voto de castidad al ser puramente negativo es observado en el mundo como en el claustro; el voto de obediencia permanece intacto, pero de allí en más liga al sujeto a su obispo, al cual debe, no solamente obediencia canónica, como todo clérigo, sino también la obediencia religiosa completa votada al profesar. El voto de pobreza necesariamente experimenta un alivio con respecto a los bienes temporales, pero con referencia a la capacidad de adquirir y dar, como así también a testar lo liga a indulgencias, las que son rápidamente concedidas según necesidad. En ausencia de una indulgencia, la propiedad de la persona secularizada va a su orden (S. C. de Obispos y Regulares, 6 de Junio de 1836).

Pero el aspecto más importante de la secularización perpetua en lo relacionado con los regulares, es la regulación del estatus eclesiástico. El regular ordenado a la pobreza, el religioso ordenado a un ingreso común no depende de un obispo, sino de sus superiores. Si por la secularización ellos pasan a clero seglar no pueden permanecer sin un ordinario y debe necesariamente ser asignado a una diócesis. Anteriormente se admitía que un secularizado recayera una vez más bajo la jurisdicción de su ordinario original, pero lo que fue al principio un derecho de ese ordinario, eventualmente se convirtió en una responsabilidad (cf. S. C. Obispos y Regulares en Colonia, 24 de Febrero de 1893), y esta disciplina trajo solo quejas (cf. Postulatum de los Obispos de Prusia, 119 de Agosto de 1892. También el Decreto “Auctus asmodum” dado por la Congregación de Obispos y Regulares (4 de Noviembre de 11892) declaró que todo clérigo religioso que deseara ser secularizado o dejar su congregación debía primero encontrar un obispo dispuesto a recibirlo entre su propio clero, y si antes de esto dejaba su casa, era suspendido. Ahora bien, ningún obispo esta compelido a recibir un religioso en su diócesis, si lo admite es en la misma condición de un clérigo. Este es el porqué, por la ley común los religiosos deben primero asegurarse para ellos un patrimonio eclesiástico; en la diócesis donde esta ley no es observada, el religioso adquiere las mismas obligaciones hacia el obispo como los clérigos seculares incorporados. Aunque puede desarrollar sus obligaciones sacerdotales y recibir sus legítimos emolumentos, no puede recibir, sin una indulgencia, un beneficio residencial o una cura de almas (S. C. de Disciplina Regular, 31 de enero de 1899).

Para prevenir que personas se conviertan en religiosos con el objeto de obtener la ordenación bajo las condiciones más fáciles con la intención de subsiguientemente buscar la secularización y entrar en el rango de clérigo secular el Decreto del 15 de junio de 1909 decidió que a todas las Rescripciones de secularización temporaria o perpetua o de dispensa de votos perpetuos estaría anexo de facto, aún si no están expresas, las siguientes cláusulas y prohibiciones, la dispensa de las cuales está reservada a la Santa Sede; estos religiosos tienen prohibido ocupar:

todo oficio (y si son elegibles para beneficios) todo beneficio en basílicas y catedrales mayores o menores;

todo puesto como maestro y oficio en seminarios clericales mayores o menores; en otras casas para la instrucción de clérigos; en universidades o institutos que confieran grados por privilegio Apostólico;

todo oficio en la curia episcopal;

el oficio de visitante o director de casas religiosas de hombres o mujeres, aún en congregaciones diocesanas;

residir habitualmente en localidades donde haya casas de la provincia o misión abandonada por el religioso.

Finalmente, si el religioso desea volver a su orden no tiene que hacer nuevamente su noviciado o su profesión, sino que toma su rango desde el momento que regresa.

La palabra secularización tiene un significado muy diferente cuando no se aplica a personas sino a cosas. En esos casos significa que la propiedad eclesiástica se convierte en secular, como ha ocurrido en muchas ocasiones como consecuencia de usurpación gubernamental (ver LAICIZACION). La palabra también puede significar la supresión del derecho soberano o feudal perteneciente a los dignatarios eclesiásticos como tales. Los más importantes principados eclesiásticos del Sacro Imperio Romano, notablemente los electorados, fueron secularizados por el Decreto del 25 de Febrero de 1803. La palabra secularización puede también aplicada al abandono por parte de la Iglesia a compradores luego de confiscaciones gubernamentales, más frecuentemente luego de una clemente composición o arreglo. Concesiones de este tipo fueron hechas por Julio III para Inglaterra en 1554, por Clemente XI para Sajonia en 1714, por Pío VII para Francia en 1801, por Pío IX para Italia, y finalmente por Pío X para Francia en 1907.

Cf. Los canonistas bajo el títuloDe statu monachorum, lib. iii, tit. 38; GENNARI, Consultations canoniques, cons. iii (Francia tr., Paris, 1909); BOUIX, De jure regularium (Paris, 1897); VERMEERSCH, De relig. instit. et personis (2nd ed., Brujas, 1909); NERVEGNA, De jure practico regularium (Roma, 1901).

Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi

Fuente: Enciclopedia Católica