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HELENISMO

HELENISMO

vet, La conquista de inmensos territorios en Asia por parte de Alejandro Magno y el mantenimiento de aquellos territorios bajo las dinastí­as de los generales de Alejandro, abrió el camino al influjo de la cultura griega en sus múltiples formas en gran parte del mundo antiguo. En la misma Judea se infiltraron las costumbres, la lengua y modos de pensar helenistas, sobre todo en capas elitistas y colaboracionistas de la población. Esto provocó la reacción macabea. El judaí­smo de la dispersión se vio más especialmente sometido a la influencia del pensamiento griego. Filón de Alejandrí­a es uno de los pensadores judí­os que evidencia una gran influencia de las concepciones griegas en su manera de pensar.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

1. Israel y el judaismo

(-> macabeos, Daniel, apocalí­ptica, sapienciales). La visión bí­blica del hombre y de Dios nació en un contexto oriental, definido por las culturas de Siria-Palestina y, de un modo especial, por el contacto con la gran cultura mesopotamia (y en menor medida con Egipto). Pero a partir de la conquista de Alejandro Magno (323 a.C.), el judaismo de Occidente (no el de Babilonia, donde se hablaba básicamente arameo) estuvo bajo influjo helenista. En ese sentido, en el tiempo de los apocalí­pticos y sapienciales, su refe rencia principal ha sido la cultura griega, en cuyo entorno se sitúa el surgimiento de los últimos libros del Antiguo Testamento y de todo el Nuevo Testamento. Entre los elementos de esa cultura helenista podemos citar una búsqueda mayor de racionalidad y la visión más ontológica (esencialista) de la vida humana, con una tendencia al dualismo* o separación entre espí­ritu* y materia. Esa simbiosis (distinción y conexión) de cultura bí­blica y griega ha marcado toda la historia de Occidente, hasta el dí­a de hoy.

(1) Israel y el helenismo. Un esquema. Entre los momentos más significativos del encuentro entre cultura judí­a y helenista podemos citar los siguientes. (a) Los LXX: traducción de la Biblia hebrea al griego. Los judí­os de Alejandrí­a no sólo tradujeron la Biblia al griego, sino que empezaron a pensar en griego. En ese contexto se sitúan los nuevos libros bí­blicos, que forman parte del canon de los LXX y de la Biblia católica, pero no de la hebrea (deuterocanónicos). (b) La guerra de los macabeos. Entre el 180 y el 160 a.C. los judí­os de Jerusalén corrieron el riesgo de convertirse de un modo casi total al helenismo, identificando a Yahvé con Zeus y recreando el judaismo desde la perspectiva universal del pensamiento y de la vida social de la ecumene griega. Pero parte de los judí­os se alzaron, bajo el liderazgo de los macabeos, y mantuvieron su independencia cultural y, en algún sentido, polí­tica, (c) Simbiosis grecojudí­a. Proselitismo cultural y religioso. Los centros más significativos del judaismo, fuera de Palestina, se encontraban en el Imperio romano, sobre todo en Alejandrí­a, Asia Menor y Roma. Habí­a unos seis millones de judí­os dentro de un imperio que tení­a alrededor de 60 millones de habitantes. Hubo un momento en que pareció que el judaismo podí­a convertirse en la religión dominante del mundo romanohelenista: los judí­os de Alejandrí­a habí­an traducido la Biblia al griego y estaban creando una cultura de simbiosis espléndida entre la tradición israelita y la grecorromana, (d) Reacción judí­a y cristiana. Ese proceso de posible simbiosis terminó entre el siglo II y el IV d.C. por varias razones: muchos pensaron que, al vincularse con el helenismo, el judaismo perdí­a su identidad y se convertí­a en un tipo de sabidurí­a general, de carácter gnóstico, sin vinculación con la historia israelita. Por otra parte, los cristianos, de tradición también judí­a pero de tendencia universal, se estaban convirtiendo en el factor dominante del Imperio, de manera que muchos judí­os helenistas se habí­an convertido al cristianismo, perdiendo de esa forma su identidad anterior, de tipo nacional. Pues bien, en esta situación, los grandes maestros del rabinismo*, que recopilaron sus tradiciones en la Misná* y las comentaron después en el Talmud*, abandonaron la simbiosis con el helenismo y crearon el judaismo que ha seguido existiendo hasta el dí­a de hoy.

(2) La crisis macabea o «antioquena» (Macabeos*, Daniel*, Atenas*). Dentro del tema de las relaciones del helenismo con el judaismo resulta básica la crisis del tiempo de los macabeos, tal como la ha descrito 2 Mac. Esta crisis puede llamarse «macabea», por la importancia que tuvo el alzamiento de los macabeos, pero puede llamarse también «antioquena», porque el rey Antí­oco Epí­fanes quiso convertir Jerusalén en una ciudad helenista, como Antioquí­a. El motivo de la crisis puede centrarse en el enfrentamiento entre Yahvé, Dios israelita de Jerusalén, y Zeus Olí­mpico, un dios que quiere ser universal (2 Mac 4-5). El templo de Jerusalén se habí­a construido bajo patrocinio regio en tiempo de Salomón y se habí­a reconstruido tras el exilio como santuario oficial (exclusivo y separado) de la comunidad judí­a, siendo regulado por la ley persa y helenista. Algunos judí­os quisieron cambiar su estatuto, de manera que templo y ciudad ya no fueran reguladas por un tipo de ley intrajudí­a, que implicaba la separación y exclusión de los gentiles. Más aún, la ciudad de Jerusalén dejarí­a de ser una ciudad particularista, regida por leyes judí­as y para los judí­os, y se convertirí­a en una ciudad helenista, regida según eso por leyes griegas, siguiendo el modelo de Antioquí­a de Siria, con gimnasio y con centros educativos helenistas (cf. 2 Mac 4,9). El rey lo acepta y manda a un prefecto llamado Felipe (5,22) con el fin de introducir la nueva administración helenista en ciudad y templo. De esa forma triunfa el sincretismo. El rey y sus legados quieren que el templo de Jerusalén se convierta en lugar de culto ecuménico. Seguirá bajo el nombre de Yahvé, conforme a la vieja tradición judí­a: pero, al mismo tiempo, estará dedicado al Zeus de Olimpo, signo de la máxima universalidad religiosa de los griegos (6,1-2). No se introducen í­dolos, no se colocan estatuas; podrá conservar los signos propios del pueblo israelita, pero tendrá que asumir nuevas tradiciones y formas de veneración del helenismo, para que allí­ puedan adorar al Dios único, en su versión judí­a, todos los que así­ lo quieran, de manera que se superen las barreras entre judí­os y gentiles (como dirá Pablo, desde una perspectiva cristiana, en Gal 3,2). Parece que en el fondo era sólo un problema de adaptación cultural (cultual) y de ampliación religiosa que aceptan casi todos los pueblos de la tierra cuando traducen sus usos antiguos en nuevas formas sociales, identificando a su Dios con otros dioses. ¿No podrán hacerlo también los judí­os? Zeus es signo supremo de la cultura religiosa y pensamiento griego: más que un Dios particular es lo divino. ¿No podrá identificarse a Zeus con Yahvé y viceversa? Así­ se habrí­an vinculado las dos formas supremas de experiencia de Occidente: el universalismo racional de Grecia, representado por Zeus, y la hondura ética de Israel, fundada en Yahvé. Eso parecí­a en principio algo bueno. Pero resultaba contraproducente el modo de imponerlo y realizarlo, a través de una especie de ilustración forzada, en universalismo dictatorial, como si la unión debiera lograrse por decreto, sin contar con los derechos de la minorí­a (judí­os fieles) y sin respetar de forma creadora el tesoro de sus propias tradiciones religiosas.

(3) Las dos razones. La abominación de la desolación. Antí­oco, el rey helenista de Siria a quien la tradición judí­a de 1-2 Macabeos y de Daniel presenta como especialmente perverso, y los judí­os que le apoyan, tienen de su parte la razón de la universalidad: piensan que la cultura y costumbres de los griegos (religiosidad sincretista, educación liberal y no puramente confesional, como entre los judí­os, juegos comunes…) pueden ser base de un nuevo orden humano donde todos logren dialogar en igualdad unos con otros. En contra de ellos, los judí­os rebeldes tienen la razón de su singularidad: se sienten poseedores de una tradición religiosa y de unas leyes nacionales especiales, que ellos deben conservar, por fidelidad a su propio Dios y para bien de todos los humanos. Apelan al derecho de la diferencia y por ella resisten. Los judí­os separados pensaban que el templo de Jerusalén les pertenecí­a en exclusiva, como signo de elección y diferencia: sólo ellos podí­an ofrecer allí­ los sacrificios puros, separándose así­ de los gentiles. Los griegos, en cambio, querrán abrir ese templo para todos los hombres religiosos, celebrando allí­ los cultos vinculados a otras tradiciones de Oriente, que para los judí­os eran signo de libertinaje moral y sexual. Los judí­os separados tomaban el altar de su templo como signo de su propia identidad, lugar en el que sólo podí­an ofrecerse los sacrificios legales destinados a Yahvé. Los griegos colocaron a su lado (o encima de él) un ara nueva para ofrecer allí­ los sacrificios normales de todo el sincretismo helenista (2 Mac 6,5). Los judí­os fieles vieron este gesto como gran profanación: pecado supremo contra Dios, abominación de la desolación y fin de todos los valores religiosos anteriores (cf. 1 Mac 1,54; Dn 9,27; 11,31-32; cf. Mc 13,14 par).

(4) Sábado y fiestas. Cultos paganos (2 Mac 6,6-7.11). El sábado judí­o resulta discriminatorio para el conjunto de los ciudadanos del reino helenista, pues sólo lo observaba una parte de la población. El rey quiso ofrecer un calendario de trabajo y descanso que pudiera valer para todos los habitantes de su imperio. Pero muchos judí­os no aceptan la nueva situación y se sienten discriminados, rechazados, de manera que les resulta imposible confesar que ellos son judí­os: se niega el derecho a su diferencia religiosa (circuncisión, comidas especiales, separadas…); se destruye su identidad sociorreligiosa. Los dos libros de los macabeos han querido subrayar los rasgos de la identidad judí­a, tomándolos como signos primordiales de la manifestación de Dios: circuncisión y separación familiar (prohibición de matrimonios mixtos: cf. 1 Mac 1,14-15); ley del templo con sus sacrificios especiales, sábado y fiestas, comidas puras, con exclusión particular del cerdo (cf. 1 Mac 1,41-50). Recordemos que el judaismo es culto religioso y costumbre social, de manera que la confesión de Dios no puede separarse del modo de vivir del propio pueblo. Por eso, lo que el rey helenista (que busca la comunicación e igualdad entre pueblos e individuos de su reino) ha prohibido por un lado (exclusivismo judí­o) y ha impuesto por otro (universalismo griego) no es un tipo de creencia interior o espiritualidad intimista, sino un tipo de vida y cultura social. El texto más explí­cito (2 Mac 6,7-17) ha destacado los banquetes sacrificiales donde todos los miembros de un grupo o pueblo se vinculaban comiendo la misma carne sacrificada (especialmente el dí­a del nacimiento del rey) y las procesiones de gozo de Dionisio que evocan y celebran el misterio sagrado de la vida.

(5) No pudo haber paz. Desde una perspectiva antigua, donde religión y vida social se solapan, un pueblo y una religión se forjan y sostienen sobre la mesa compartida, las fiestas comunes y el tipo de educación. Por eso, los nuevos judí­os helenizados, que quieren identificar a Jerusalén con Antioquí­a y con Atenas (cf. 2 Mac 9,15), han de renunciar a sus signos de separación (comidas, fiestas, ceremonias, libros) y deben participar en el amplio mundo de vida y cultura de los griegos, en su educación, su comida y sus fiestas. Pues bien, los judí­os tradicionales, liderados por los macabeos, rechazan esa propuesta. Es evidente que ese rechazo judí­o contiene un elemento que pudiera llamarse regresivo: se niegan a participar en el proyecto de cultura mundial que ofrecí­a el helenismo; no saben descubrir la grandeza de un modelo donde Zeus y Dionisio podí­an haberse convertido, unidos a Yahvé, en un signo de comunión universal, abierta al diálogo de pueblos. Pero en el fondo de esa regresión particularista habí­a una promesa de universalismo superior, es evidente que el rechazo judí­o tiene aspectos de pequeño nacionalismo de orgullo herido y de cierto resentimiento; sin embargo, en la raí­z de su lucha y resistencia hallamos una más alta experiencia religiosa, abierta (al menos en futuro) hacia una profunda universalidad. La cultura griega era grande en clave de diálogo racional; pero llevada hasta el lí­mite, tal como la querí­an aplicar los helenistas judí­os y tal como la impone luego el rey, acaba siendo idolátrica: encierra al hombre en los lí­mites de su propia sociedad sacralizada; además, ella es también dictatorial, pues exige que todos acepten sus normas y cumplan sus principios de comensalidad (participar en los banquetes sacrificiales) y de celebración vital (procesiones de Dionisio) (2 Mac 6,7). Por el contrario, la fe judí­a, pareciendo particularista, viene a presentarse como un canto a la libertad del ser humano, a la propia identidad de cada pueblo. Una cultura que impone su universalidad no es universal. Un universalismo que excluye con violencia a los que él llama sectarios (en este caso los judí­os) acaba siendo sectario.

Cf. E. BICKERMAN, The God ofthe Maccabees, SJLA 32, Leiden 1979: I. Gí“MEZ DE LIAí‘O, Filósofos griegos, videntes judí­os, Siruela, Madrid 2000; M. HENGEL, Judaism and Hellenism, SCM, Londres 1974; E. NODET, Essai sur les Origines du Judaí­sine, Cerf, Parí­s 1992; E. SCHÜRER, Historia del pueblo judí­o en tiempos de Jesús I, Cristiandad, Madrid 1985, 171-322.

HELENISMO
2.Judaismo y cristianismo

(-> Filón, sabidurí­a, Atenas, Esteban, Pablo). Hubo helenistas judí­os, pero terminaron desapareciendo o perdiendo importancia. Hubo helenistas cristianos: ellos abrieron la Iglesia de un modo universal, reinterpretando el Evangelio de forma duradera.

(1) El libro de la Sabidurí­a. Uno de los testimonios bí­blicos más significativos de la vinculación de judaismo y helenismo lo ofrece el libro de la Sabidurí­a, escrito en Alejandrí­a, en griego, en el siglo I a.C. Todo el libro está lleno de espí­ritu helenista y quiere trazar unas lí­neas de convergencia entre la cultura griega y la experiencia israelita, en un momento en que están abiertos los caminos del proselitismo. De esa forma tiende una mano al proyecto de vida de los griegos, avanzando por un camino por el que ya habí­an transitado otros israelitas, incluso de tipo muy nacionalista, como el autor de 2 Mac. Desde esa perspectiva podemos recordar el texto donde Sab valora el conocimiento de Dios: «Eran naturalmente vanos todos los hombres que desconocí­an a Dios y a través de los bienes que se ven no lograban conocer Al Que Es ni pudieron reconocer al artí­fice (teklmitén) fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del cosmos. Fascinados por su hermosura cre yeron que eran dioses: pues bien, conozcan cuánto mejor es su Dueño (despotes), pues los creó el autor de la belleza; y si les asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es Quien los hizo (ho kataskeuasas), pues por la grandeza y belleza de las criaturas (ktismatón) se descubre por analogí­a a quien hizo que fueran (genesiourgos autón). Pero su reproche es pequeño, pues tal vez andan extraviados buscando a Dios y queriéndole encontrar; en efecto, ellos dan vueltas a sus obras, las exploran, y se engañan a su vista, pues es bello lo que contemplan. Pero ni éstos son excusables, porque si lograron saber tanto que pudieron llegar a los principios del cosmos, ¿cómo no encontraron antes a su Dueño?» (Sab 13,1-9). Aquí­ no se apela a la historia israelita, ni a los signos nacionales del culto (templo de Jerusalén), ni a las ceremonias especiales del pueblo (circuncisión), ni a las leyes particulares de comportamientos y comidas. La discusión básica se centra en las relaciones entre la naturaleza (entendida como cosmos y aión) y su formador o engendrador (que es Dios).

(2) Los lí­mites de la sabidurí­a helenista del judaismo. El pensamiento griego se ha centrado en los poderes de la naturaleza, divinizando al cosmos en cuanto tal o resaltando el carácter sagrado de alguno de sus signos primordiales (cielo o tierra, astros, fuego, viento…). Lo divino es la mismaphysis: no hay encima de ella un creador o artesano trascendente. Por el contrario, el libro de la Sabidurí­a ha querido situarse en un plano más personal, destacando la existencia de un artí­fice o engendrador del mundo, es decir, un Dios trascendente. A su juicio, el mundo en cuanto naturaleza no posee consistencia: es obra de un ser más alto, creación de una inteligencia y voluntad. Dando un paso más, este libro podrí­a decir (y lo dice en el conjunto de la obra) que es el mismo Dios de la historia israelita quien ha hecho (como Artí­fice y Señor) todo el cosmos. Por otra parte, se siente dispuesto a disculpar a los «adoradores del cosmos», como tendiéndoles una mano: ¡están buscando a Dios! A partir de esta experiencia de diálogo con el helenismo (que Pablo ha retomado en Rom 1,18-31 y que Lucas ha escenificado en Hch 17) se podrí­a trazar un camino de diálogo entre judaismo y helenismo: los griegos pueden ofrecer a los judí­os su experiencia de sabidurí­a cósmica; los judí­os tendrí­an que haber ofrecido a los griegos su experiencia de interpretación teí­sta de la historia (como ha hecho, aunque de forma insuficiente, todo el libro de Sab). Este podrí­a haber sido un diálogo fructuoso, pero quedó en gran parte frustrado, por el repliegue posterior del judaismo nacional (federación* de sinagogas) y por el surgimiento y triunfo del cristianismo, que planteó las cosas desde otra perspectiva, partiendo de la confesión de Jesús como Logos de Dios. De todas formas, la semilla habí­a sido sembrada.

(3) Los helenistas cristianos de Jerusalén (Jerusalén*, Iglesia*, Esteban*). Pablo afirma que, después de aparecerse a Pedro y a los Doce, Jesús se apareció a todos los apóstoles (1 Cor 15,5-8), aludiendo a los iniciadores y portadores de la misión helenista, que han sido un momento central de la historia de la Gran Iglesia. Ellos aparecen en Hechos 6-7 como resultado de una escisión muy significativa dentro de la comunidad de Jerusalén, aun antes de que se desarrollara la lí­nea de Santiago*, que después será dominante. Pedro y los Doce parecen haber formado la Iglesia oficial, empeñada en simbolizar la conversión y reunión de las doce tribus de Israel, para que después vinieran los gentiles. Pero no han logrado aquello que querí­an y han sido los helenistas los que han descubierto la apertura universal del Evangelio. Estos siete «helenistas» (Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas, y Nicolás), representados al principio por Esteban, reinterpretaron el Evangelio de un modo centrí­fugo: no habí­a que convertir primero a los judí­os del centro (Jerusalén), para esperar que vinieran después los de fuera, sino salir ya de ese centro, ofreciendo el reino de Dios (el nuevo Israel mesiánico) a los gentiles. Ese convencimiento les hizo misioneros: asumieron la cultura universal del entorno (el helenismo) y pensaron que todos los hombres y mujeres de la tierra podí­an ser cristianos (mesiánicos, universales) sin hacerse previamente judí­os en un sentido nacionalista, resolviendo de esa forma la crisis planteada ya hací­a más de siglo y medio, en tiempo de los macabeos*. Pero todo nos permite suponer que, más que una escisión o herejí­a respecto de una Iglesia anterior unitaria, esos helenistas constituyen una de las ramas primitivas del movimiento de Jesús: no formaban parte del grupo de Pedro y de los Doce, ni tampoco estaban integrados en la iglesia de Santiago y sus presbí­teros. Quizá algunos habí­an sido discí­pulos de Jesús antes de su crucifixión. Lo cierto es que se desarrollaron de un modo propio, descubriendo en el mensaje, vida y muerte de Jesús un criterio de discernimiento y apertura general, sin las mediaciones nacionales de la ley judí­a. Así­ iniciaron una misión o apostolado universal, pero no proselitista, pues no querí­an añadir otro grupo al espectro de grupos judí­os, ni obligar a los gentiles a cumplir la ley judí­a.

(4) Helenistas cristianos: un judaismo universal. El libro de los Hechos supone que estos helenistas habí­an venido a Jerusalén desde la diáspora judí­a de occidente (no de oriente, de Babilonia, de donde estaban llegando Hillel y otros grandes reformadores rabí­nicos judí­os). No vinieron como peregrinos de un momento, sino para quedarse, pues buscaban y esperaban el cumplimiento final de las promesas en Jerusalén. Eran libertos, quizá provenientes de Roma, judí­os de Cirenaica, Alejandrí­a, Cilicia y Asia (Hch 6,8-9). Habí­an venido a Jerusalén, pero criticaban el templo y sus instituciones (cf. Hch 6,13-14; 7,1 -53), empalmando, de manera sorprendente, con el gesto de Jesús (cf. Mc 11,25-27 par). En este contexto se añade que otros muchos sacerdotes habí­an creí­do también en Jesús (Hch 6,7): quizá eran disidentes, que se oponí­an al orden actual del templo y buscaban un judaismo de fronteras abiertas, como el de Jesús. Lo cierto es que iniciaron una misión propia, un apostolado judí­o-cristiano abierto a los gentiles, pero no para crear una nueva religión, sino para unir desde una actitud de gracia a todos los hombres. Estos helenistas fueron apóstoles* de la gentilidad y así­ se distinguieron (como Pablo supone en Cor 15,3-9), de Pedro y de los Doce, que habí­an asumido la llamada de Jesús a las doce tribus de Israel. En un primer momento fueron Siete, número de totalidad cósmico-temporal (siete astros, siete dí­as…) y de plenitud humana, pero luego se multiplicaron, como vemos en la cartas de Pablo, que asume y desarrolla su apostolado mesiánico universal, venerando a Jesús como Mar-Kyrios, Señor Pascual, presencia salvadora de Dios para los hombres, conforme a lo que el mismo Jesús habí­a dicho (Sermón de la Montaña) y realizado (muriendo por todos y en especial por los excluidos y pecadores). Muchos de ellos no habí­an conocido a Jesús según la carne (históricamente: cf. 2 Cor 5,16), pero compartí­an su experiencia de amor y le veneraban como Hijo de Dios y Señor. Ellos constituyen la primera apertura cristiana, la más significativa de la historia. Quizá podamos decir que la Iglesia posterior, que ha perdurado, aunque con muchos cambios, hasta hoy, es la que fundaron aquellos helenistas carismáticos y universales, tras la muerte de Jesús, cuando, sin negar el valor de la opción de Pedro con los Doce y la de Santiago con los Presbí­teros, independizaron el Evangelio de las prácticas legales y religiosas del judaismo, para centrarlo en la memoria de Jesús crucificado y en la experiencia de una gracia abierta a los pobres y por ellos a todos los hombres.

(5) Universalidad y servicio a los pobres. Mientras seguí­an manteniendo el culto del templo, con la obligación de circuncidar a los gentiles, para que cumplieran las normas rituales de comida y de separación nacional/legal del judaismo, los seguidores de Jesús no habí­an creado todaví­a una Iglesia, sino sólo un movimiento mesiánico intrajudí­o. Pero los helenistas descubrieron que la universalidad (apertura a los griegos, es decir, a los gentiles) puede y debe lograrse a partir de los más pobres (huérfanos y viudas), en la lí­nea de la vieja legislación judí­a sobre huérfanos y viudas, en la lí­nea del mensaje de Jesús, que habí­a optado por enfermos y pobres. De esa forma resolvieron algo que no habí­an conseguido los filósofos griegos (su cultura era elitista, se extendí­a desde arriba) ni los sacerdotes judí­os (ellos regentaban un templo y una ley particular) y lo hicieron centrándose en los pobres (huérfanos, viudas), de manera que por ellos pudieron extender el mensaje de Jesús a todos los pueblos, haciéndose «católicos». También los Doce (= hebreos) amaban a los pobres, pero destacaban sobre todo la oración y el ministerio de la palabra (Hch 6,4), en un contexto intraisraelita: Jesús debe manifestarse primero en Is rael (Jerusalén) y sólo después podrá abrirse su salvación a los gentiles. Los helenistas, en cambio, pusieron de relieve la experiencia salvadora actual de Jesús, vinculada desde ahora al servicio de mesas y viudas (Hch 6,1-2), en la lí­nea de Mt 25,31-46, que interpreta mesiánicamente a los pobres: «tuve hambre, estaba desnudo…». Estos helenistas no tuvieron que hacerse judí­os, eran judí­os; tampoco tuvieron que hacerse griegos, eran de cultura griega. Pero descubrieron, por Jesús, que el verdadero templo de Dios no son los judí­os ni los griegos, sino los pobres. Ellos, los helenistas, fueron los verdaderos fundadores de la Iglesia cristiana, en una lí­nea que asumirá después Pablo e, incluso, el mismo Pedro.

(6) Helenismo, Iglesia universal. Con estos helenistas nace de hecho la Iglesia universal, y sus fundadores no fueron Pedro con los Doce, ni Santiago con los suyos, sino un grupo de hombres y mujeres en gran parte anónimos, que descubrieron y aplicaron el carácter universal del mensaje de Jesús. Estos helenistas con Pablo siguen ofreciendo un punto de referencia y de posible crí­tica frente a toda religión o Iglesia que corre el riesgo de volverse un nuevo foco de legalismo ampliado (sin que con esto queramos criticar al judaismo rabí­nico antiguo, que cumplió una tarea muy importante de identificación nacional). Estos helenistas realizaron una inmensa labor de traducción, adaptación y actualización del evangelio, desde su propio carisma, sin haber recibido una misión oficial, sin haber compuesto, que sepamos, grandes documentaciones. Entre ellos habí­a gentes de diverso tipo que han influido en el surgimiento de casi todas las iglesias posteriores, desde Siria a Egipto, desde Jerusalén a Roma. Ellos abrieron un camino de universalidad y para eso tuvieron que superar la referencia sacral casi fí­sica de las doce tribus y Jerusalén, interpretando de un modo distinto los anuncios proféticos donde el templo aparecí­a como centro de la nueva humanidad. Muchos judí­os nacionales (como Pablo, antes de hacerse él también cristiano-helenista) e incluso muchos judí­o-cristianos les tomaron como traidores a la causa de Israel y a su mesianismo. Pero fueron ellos, estos cristianos helenistas (es decir, universales), los que descubrieron mejor a Jesús. En este contexto se sitúa Pedro. A medida que el grupo de los Doce se fue disolviendo y los de Santiago parecí­an cerrarse en Jerusalén (en un gesto condenado al fracaso, por el asesinato de Santiago el año 62 y la guerra posterior del 67-70), Pedro se fue vinculando con los helenistas, de manera que terminó asumiendo su misión y formando, de algún modo, parte de su grupo. De esa forma, Pedro reinterpretó el pasado (al que apelaban los Doce y en especial Santiago), salió de Jerusalén y en contacto con los helenistas (y con Pablo) vino a convertirse en signo y testigo de un Evangelio universal.

(7) Helenismo. Un tema abierto. El tema de la relación con el helenismo (es decir, con un tipo de universalidad racional y humana) sigue estando en el centro de la interpretación actual de la Biblia, al menos desde una perspectiva cristiana. El judaismo tiene, sin duda, un germen de universalidad mesiánica, pero le ha faltado la mediación racional, más vinculada históricamente a la cultura griega. En ese sentido se puede afirmar que los primeros seguidores de Jesús, centrados en la memoria israelita de su Cristo, tuvieron dificultades en destacar su aspecto universal, liberado de la «ley», es decir, del particularismo nacional judí­o. Ese aspecto lo destacaron mejor los helenistas, que descubrieron el carácter universal del mensaje de Jesús y de su figura divina (de Señor divino e Hijo de Dios). En ese sentido se puede afirmar que los helenistas (y tras ellos Pablo) son los que han trazado las lí­neas básicas del cristianismo que ha existido hasta el dí­a de hoy. Lo que ellos hicieron no fue una ruptura, pues no quisieron crear un nuevo Jesús, sino sólo poner de relieve algunos rasgos que estaban latentes, pero poco desarrollados en la fe de Pedro y de los otros discí­pulos. Ellos vincularon, de un modo genial, válido hasta hoy, las dos mayores tradiciones religiosas de la antigüedad occidental: la hebrea (expresada en el mensaje y vida de Jesús) y la helenista (que pone de relieve el carácter universal de ese mensaje y vida). Los elementos ya existí­an, pero sólo ahora se vinculan y fecundan las dos tradiciones, suscitando así­ el milagro religioso de Occidente, el cristianismo. El catalizador de esa unión sorprendente ha sido Jesús, a quien los he breos han visto más como profeta mesiánico y los helenistas como Dios encarnado. Ellos, los helenistas, han marcado casi dos mil años de cristianismo, vinculado al repliegue del aspecto judí­o de la Iglesia. Pablo habrí­a interpretado el triunfo de los helenistas (que fue el triunfo de su propio mensaje) como un elemento de la providencia histórica de Dios: el judaismo fue incapaz de entender la universalidad de Jesús; por eso, el mensaje ha tomado formas helenistas, abiertas a los gentiles. Pero esa incapacidad del judaismo histórico ha sido temporal: llegará el dí­a en que el mensaje de la gentilidad cristiana podrá abrirse al judaismo y el judaismo podrá entender y aceptar la novedad del mesianismo cristiano y entonces, sin que nadie domine sobre nadie, «todo Israel será salvado» (Rom 11,26). Todo nos permite suponer que el camino será largo. El diálogo del Evangelio con el helenismo ha durado casi dos mil años, pero está a punto de terminar o de tomar formas nuevas. Sigue siendo necesario un diálogo del Evangelio con todas las culturas de la tierra. Quizá sólo entonces podrá volver la Iglesia a sus raí­ces israelitas y «todo Israel», es decir, toda la humanidad, alcanzará la salvación.

Cf. B. Bousset, Kyrios Christos. Geschichte des Christnsglanbens von den Anfángen des Christentums vis Ireneus, Vandenhoeck, Gotinga 1967; V. MORLA (ed.), Libros sapienciales y otros escritos, Verbo Divino, Estella 1994; M. SCHENKE, La comunidad primitiva, BEB 88, Sí­gueme, Salamanca 1999; G. THEISSEN, La fe bí­blica. Una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002; J. VíLCHEZ, Sabidurí­a y Sabios en Israel. El mundo de la Biblia, Verbo Divino, Estella 1996; G. VON RAD, La Sabidurí­a en Israel. Los Sapienciales y lo Sapiencial, Cristiandad, Madrid 1985; F. VOUGA, Los primeros pasos del cristianismo. Escritos, protagonistas, debates, Verbo Divino, Estella 2001.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. Origen del helenismo.-II. Su influjo en el cristianismo

I. Origen del helenismo
Por helenismo-de entre las discutidas y diversas definiciones Q. J. Scaliger, C. Salmasius, J.G. Herder, J. G. Hammann, J. Burckhardt, J. G. Droysen, W. v. Willamowitz – Müllendorff, R. Laqueur, W. Otto, H. E. Stier, H. Berve, W. V. Bissing)- se entiende el concepto que indica una época, el conjunto de ideas -filosóficas, religiosas y morales- que nacen en el seno de la cultura y civilización iniciada en la Grecia clásica y propagada, después de la expedición de Alejandro Magno, por el área mediterránea. El helenismo, en gran parte es el resultado sincretí­stico del abrazo de Oriente con Occidente. Su comienzo suele fijarse, según Bengtson, en torno al 360 a.C. Tres son los grandes momentos susceptibles de análisis : a. el helenismo no cristiano; b. el helenismo romano; c. el helenismo cristiano. Cada uno de estos perí­odos adquiere matices propios en el orden polí­tico, artí­stico y filosófico. El compacto mundo helénico, a pesar de haber encontrado ámbitos de difí­cil asimilación como en el caso del judaí­smo, tuvo gran influencia no solo a nivel lingüistico sino también en las concepciones cosmológicas, antropológicas y escatológicas. Es conocida la presencia de formas helénicas en el A.T. Tal es el ejemplo de Ben Sira. La influencia en el judaí­smo de la diáspora es todaví­a, por circunstancias geográficas, más patente que en el palestinense. Filón de Alejandrí­a, contemporáneo de Cristo, es el ejemplo más significativo de la validez de los esquemas helení­sticos, especialmente la filosofí­a platónica y estoica, para presentar los contenidos bí­blicos (rep. para la exégesis). Las comunidades cristianas surgen inicialmente en el seno del judaí­smo pero muy pronto comienzan a difundirse por la geografí­a en la que la koiné sirve de vehí­culo de sus principales concepciones y en la que el griego se impone como lengua cristiana. La exigencia misionera y el carácter universal del cristianismo exigí­a que éste se expresase en formas helénicas. No deja de ser significativo el pasaje de Menandro y Arato en 1 Cor 15, 33 y He 17, 28 y el trasfondo cí­nico-estoico de Gál 4, 22, 1 Cor 10, 1 o los presupuestos platónicos velados en Gál 4, 26, Heb 12, 22 y Ap 21 (cf. M. ADINOLFI, Ellenismo e Bibbia, Roma 1991).

II. Su influjo en el cristianismo
Entre los antiguos escritos que preludian el paulatino avance del influjo helení­stico en el pensamiento cristiano sobresale la Carta a los Corintios de Clemente Romano, en la que se deja entrever la presencia del estoicismo en temas tan decisivos como son el de armoní­a, paideia y concordia. Donde se hace más patente el apego helení­stico al cristianismo es en la controversia gnóstica hasta el punto de que Harnack defina el gnosticismo como la suprema expresión de la helenización del cristianismo. Sin tratar de zanjar el enigmático origen del gnosticismo no es de olvidar que los eclesiásticos prenicenos -según testimonio de Hipólito y Tertuliano- han calificado la gnosis como una derivación de la filosofí­a pagna y a los corifeos gnósticos – Valentí­n, Basí­lides, Marción y Noeto- seguidores de Pitágoras, Platón, Aristóteles, Empédocles y Heráclito. De hecho en los sistemas gnósticos – abanderados de la teologí­a cristianase encuentran esquemas homéricos y estoicos. Todos estos precedentes sirven, asimismo, para establecer los criterios hermenéuticos capaces de ahormar los datos escriturí­sticos a los presupuestos filosóficos con los consecuentes resultados en la entropologí­a y cristologí­a. La crisis gnóstica obligó a dilucidar si la novedad cristiana era conciliable con las aportaciones helénicas a las que, muy pronto, se les acusó de ser el motivo de las desviaciones heréticas. Por esta razón los eclesiásticos de los siglos II y III adoptan una actitud negativa frente a la cultura helénica, considerada por los bautizados como un mundo viejo. Taciano, Teófilo, Hipólito y otros desprecian la filosofí­a como imitación y copia de la revelación positiva amén de resaltar las contradicciones de las diversas filosofí­as entre sí­. Este rechazo de la filosofí­a, evidenciado p.e. en Tertuliano (Apol.), a veces se manifiesta de un modo contradictorio y no coherente, puesto que esta posición no conllevaba la no utilización del pensamiento rechazado, de filósofos y literatos paganos, especialmente en el ámbito cristológico (Taciano, Tertuliano). Incluso los más atentos a defenderse de la filosofí­a helénica -los asiáticos- no dejan de acoger -ví­a doxográfica- elementos aristotélicos y platónicos (cf. A. ORBE, A propósito de dos citas de Platón en San Ireneo, Haer. V. 24, 4, Orpheus N.S. IV/2 [1983] 253-285). Esta actitud frente al helenismo, la distancia entre theoria y praxis demuestran el alto grado de dificultad, por no decir de imposibilidad, para un cristiano poder evitar el influjo de la cultura griega aun cuando se rechazase Programáticamente (M. Simonetti).

Junto al rechazo, otros autores (Minucio Félix, Atenágoras, Justino), en los siglos II y III, revelan una explí­cita apertura al helenismo sin dejar de advertir que el saber humano, la filosofí­a, no alcanza la verdad total manifestada en las Escrituras (Revelación positiva) por ser aquel furta Graecorum o participación del Logos spermatikós. En la elaboración teológica de los primeros Apologistas no se oculta el recurso al platonismo para la afirmación de la transcendencia divina, aproximación que facilitaba el alejamiento del politeí­smo ambiental, así­ corno se deja ver la presencia platónica en la reflexión cristológica del Logos como anima mundi, y la distinción estoica del Logos endiathetós y prophorikós para huir del diteí­smo. Tampoco se oculta el platónico desprecio de la carne y la materia que afecta a la concepción de la encarnación con las consabidas secuelas del docetismo, a la antropologí­a y a la cosmologí­a que es donde con más nitidez se reflejan las incidencias del Pórtico y la Estoa. La tradición cristiana más abierta al helenismo ha sido la alejandrina. Clemente Alejandrino («¿Quién es Platón sino un Moisés que habla en griego?»: Strom, 1, 22, 150; » [Platón] es el amigo de la verdad… casi trasportado por Dios»: Strom, 1, 42, 1; cf. F. L. Clark, Citations of Plato in Clement of Alexandria, Trans. Proc. Am. Phil. Ass. 33 [1902] XII-XX) y Orí­genes, apegados a los precedentes filonianos, señalan la posibilidad del conocimiento natural de Dios, ésta aconsejaba el acercamiento a la filosofí­a y se constituí­a en preámbulo para adentrarse en las Escrituras. Con Orí­genes -que sin llegar al entusiasmo y admiración manifestado por Clemente A.-, tanto en la temática como en la forma literaria, la teologí­a cristiana alcanzó unas altas cuotas de cercaní­a al helenismo (cf. H. CHADWICK, Early Christian Thought, p. 102), de tal modo que el Alejandrino dejarí­a asentada las bases para la gran crisis de helenización cristiana í­nsita en la controversia arriana. El apego al helenismo se mantiene en Epifanio, en Eusebio de Cesarea («[Platón] a pesar de no haberse expresado siempre correctamente, ha dicho las más de las veces cosas conforme a la verdad»); cf. DE PLACES, Eusébe de Césarée juge de Platon dans la Préparation évangélique, en Mélanges A. Diés, Paris 1966, 69-77), en S. Basilio (cf. K. GRONAU, De Basilio Gregorio Nazianzeno Nyssenoque Platonis imitatoribus, Góttingen 1908), en Gregorio de Nisa en el que «cada frase de sus escritos representan una reelaboración de motivos tomados de Platón y de la tradición platónica y expresados en sus términos caracterí­sticos» (S. LILLA, Platonismo, en DPAC), en GregorioNacianceno, en Nemesio de Emesa, Cirilo de Alejandrí­a, Teodoreto, Pseudo-Dionisio, Máximo el Confesor y Juan Damasceno. Y entre los Padres latinos se reflejan huellas platónicas -transmitidas por Porfirio y discí­pulos de Plotino traducidos al latí­n- en Minucio Félix, Lactancio, Hilario, Mario Victorino, Ambrosio, Agustí­n y Boecio.

Varias son las interpretaciones de los estudiosos sobre el grado de influencia del helenismo en los Padres griegos y latinos. J. Meifort subraya la inconmunicabilidad entre platonismo y cristianismo; W. Wólker señala la irreconciliabilidad entre uno y otro; para E.von Ivanka el helenismo es asumido cristianizado por los Padres. Esta disctks 1 sión, a la que se pueden sumar los esto;1 dios de E. Bréhier y Cl. Tresmontant,I da a entender que no existe un único ca: i non válido para juzgar el grado de influencia en cada uno de los pensadores cristianos de los siglos primeros. Es de resaltar para la interpretación del influjo’ del helenismo en el cristianismo la aportación, por pasar desapercibida y permanecer inédita, de A. Amor Ruibal (cf. A. TORRES QUEIRUGA, Constitución y evolución del dogma. La teorí­a de Amor Ruibal y su aportación, Madrid 1977).

[-> Amor Ruibal; Filosofia; Gnosis, gnosticismo; Judaí­smo; Logos; Padres (griegos y latinos); Orí­genes; Politeí­smo; Revelación; Teologí­a y economí­a; Tertuliano; Transcendencia.]
Eugenio Romero Pose

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Fue el historiador J. G. Droysen (1884) el que acuñó esta expresión para indicar con ella el perí­odo de la historia y de la cultura griega que va desde la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) hasta la batalla de Actium (31 a. C.), que marcó la adhesión plena de Egipto a Roma.

A los «diadocos», sucesores de Alejandro Magno y herederos de un imperio que recogí­a dentro de sí­ a pueblos diversos por su raza, religión, lengua, estructuras sociales y polí­ticas, la única forma posible de conseguir una unificación les pareció la del helenismo, es decir la promoción de la misma lengua (koiné) y cultura griega y la afirmación progresiva de las estructuras lógicas de la polis griega, dentro del respeto a las autonomí­as locales. En este tiempo, los resultados de la actividad espiritual y cultural de la antigua Grecia se convirtieron en patrimonio común de los paí­ses de la cuenca mediterránea, transferidos por el uso de la koiné, que se convertirí­a en vehí­culo de difusión de la propaganda cristiana.

Especialmente en Asia Menor y en Egipto la cultura griega se fusiono con elementos de las civilizaciones autóctonas, asumiendo caracterí­sticas variadas según los diversos lugares, Evidentemente, este proceso no se produjo en todos los sitios con la misma intensidad ni con los mismos resultados. La misma Roma, sobre todo a partir de la segunda guerra púnica (208-201 a.C.), sufrió el influjo del helenismo en los más diversos ámbitos: religión, costumbres, lengua, literatura, derecho.

La expansión del Imperio romano en los paí­ses de la cuenca mediterránea, con la consiguiente estabilidad polí­tica y económica que era preciso establecer, garantizó una profundización del helenismo.

Con esta cultura es con la que tuvo que vérselas el cristianismo, una vez salido de los confines del ambiente semita, original de Siria. En ese sentido parece un error afirmar que el contacto entre el helenismo y la nueva fe significara la pérdida, por parte de este último, de su propia especificidad. Prescindiendo de los fenómenos presentes de sincretismo religioso, los puntos distintivos de la fe cristiana no se vinieron abajo en su contacto con el helenismo. Sin embargo, no cabe duda que la Iglesia de los primeros siglos asumió el mundo simbólico del mundo helenista en un proceso de recepción, de transformación y de sí­ntesis. Desde este punto de vista es legí­timo afirmar que el helenismo contribuyó con el cristianismo a construir una nueva civilización.

L. Paaovese

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PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico