BELLEZA

[694]

Es la propiedad indefinible, mas no indescriptible, de los seres que los vuelve apetecibles afectiva, moral, intelectual y espiritualmente.

Casi todos los que han hablado de belleza son tributarios de Platón en las diversas ocasiones en que trató de describir la identidad de la belleza («Hipias», «Fedro», «Filebo», sobre todo «El Banquete»).

Sto. Tomás la define como «lo que hace al ser contemplado agradable a la vista». Y S. Alberto Magno la considera como «el resplandor de la forma».

En castellano existen multitud de sinónimos de belleza: hermosura, lindeza, sublimidad, elegancia, guapura, lindeza, beldad, encanto, preciosidad, gracia, finura. Los adjetivos derivados de estos conceptos abstractos se aplican incesantemente a los objetos, personas o situaciones.

El educador de la fe debe sentir especial atractivo por la belleza, al igual que debe entender lo rechazable que resulta la fealdad. En primer lugar, por lo importante espiritualmente que resulta la ayuda de la sensibilidad estética para acercarse al concepto de los espiritual.

Pero también por la asociación natural que en la infancia se establece entre lo ético y lo estético. No se trata de identificar en educación ambos conceptos, pero tampoco hay que separarlos del todo.

Pedagógicamente la mutua vinculación resulta provechosa. Más adelante, al madurar la inteligencia de la persona, la sensibilidad estética y la ética se separarán en la conciencia. Se descubrirán cosas hermosí­simas prohibidas por la Etica y se intuirá que acciones repugnantes a la naturaleza asociadas a sublimes actos de amor y sacrificio.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. arte, creación, culto, gloria de Dios, imágenes, liturgia)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La belleza es la forma de la revelación, porque expresa de la mejor manera posible el amor, que es el contenido central de la fe. La teologí­a ha hecho desde siempre de la belleza una expresión particular de su reflexión.

Aunque en algunos momentos la teologí­a «oficial» habí­a dejado lo pulchruraz fuera de su reflexión, algunos autores no quedaron insensibles a esta categorí­a que hunde sus raí­ces en la misma Escritura. Petrarca, Nicolás de Cusa, Erasmo, Juan de la Cruz y Teresa de ívila, Pascal, Hamann, Tolstoi, Dostoievski, Hopkins, péguy, son sólo algunos ejemplos de cómo es posible mantener intacta, en la fe cristiana y en la reflexión sobre ella, el ví­ncule) con la belleza.

En el Antiguo Testamento, la belleza se expresa junto con la bondad. El término hebreo tOb se puede traducir tanto por «hermoso» como por «bueno»: el texto de Gn 1,3, por ejemplo, puede perfectamente traducirse: «y vio Dios que era hermoso». Junto con la belleza, Dios revela también su amor y su fidelidad a su palabra; él es el Dios que introduce en el «paí­s hermoso donde mana leche y miel», en virtud de la promesa que ha hecho. La belleza no permanece cerrada en sí­ misma, sino que se deja contemplar; en esta perspectiva encierra un valor particular la referencia a kabod.

Kabod es la gloria que irradia Yahveh en el esplendor de su belleza. Una belleza que no se deja ver directamente, sino que permanece siempre velada y escondida, y – a que sólo así­ podemos vivir tensos en la dinámica contemplativa que sabe percibir e ir cada vez más allá en la identificación de la belleza, En este sentido, es posible ver aplicado a Jesús de Nazaret la expresión del salmista: «Eres el más hermoso de los hombres» (Sal 44,3) precisamente en el momento en que, por decirlo con el Deuteroisaí­as, tiene un aspecto tan desfigurado que ni siquiera tiene un rostro humano (1s 52,14), el del inocente clavado en la Cruz.

En la teologí­a contemporánea el único autor que ha vuelto a proponer con fuerza y audacia esta perspectiva ha sido H. U. von Balthasar. La primera parte de su trilogí­a, con el tí­tulo Gloria, reproduce una lectura de la revelación a la luz de la estética. De este modo, es posible ver representado un dato teológico de enorme importancia:
la gratuidad de la percepción de la revelación y la respuesta coherente del Creyente que tiene lugar por contemplación. Con la belleza es posible ver alzado un nuevo puente entre la teologí­a y la literatura como forma de una reflexión que sirve de instrumento a la fe dentro del lenguaje simbólico y de la cultura.
R. Fisichella

Bibl.: H. u, von Balthasar. Gloria. U7~a esté tica teológica, 7 vols., Encuentro, Madrid 1985-1989.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Belleza y bondad: 1. El vocabulario; 2. La estética bí­blica; 3. La fuente de la belleza. II. Su reflejo en el mundo: 1. El cielo, el sol y la luna; 2. Las plantas y los animales. III. La belleza del hombre: 1. Personas y factores de belleza; 2. Perfumes y ornamentos; 3. Valores y lí­mites. IV. La belleza en las obras del hombre: 1. El arte; 2. La vida.

I. BELLEZA Y BONDAD. La lengua hebrea carece de un término adecuado para expresar el concepto de belleza en sentido estético. Por eso es verdad que «en conjunto el problema de lo bello no suscita interés en el pensamiento bí­blico» (GLNT V, 28). Pero esto no significa que en la Biblia falte todo tipo de gusto por la belleza, bien sea en el campo de la naturaleza, bien en el del arte. Significa solamente que se atiende más a la bondad intrí­nseca de las personas, de las acciones y de las cosas que a su aspecto exterior, y que, por tanto, en la búsqueda de la verdadera concepción de la belleza hemos de atender más a los conceptos expresados que a las palabras [/ Biblia y cultura].

1. EL VOCABULARIO. En los í­ndices de correspondencias que hay al final de algunos diccionarios se puede ver cómo de hecho remiten los autores al menos a cinco vocablos que de una manera o de otra se relacionan con lo que llamamos bello en sus diversas acepciones. Entre ellos merecen especial atención dos adjetivos. El primero, yafeh (con el verbo y el sustantivo respectivos), se refiere en general al aspecto exterior que ofrece deleite y felicidad, y se aplica tanto a las personas como a las cosas (Gén 12:11; 1Re 1:2; Jer 11:16…). El segundo, tób, equivale fundamentalmente a «bueno», y en su forma sustantivada también al «bien» o a la «bondad» en abstracto. Puesto que el ámbito semántico de este adjetivo y de sus derivados es muy amplio (aparece 741 veces en el TM) y abarca casi todos los campos del ser, desde Dios hasta las cosas y el hombre con sus acciones y sus comportamientos morales, «el término es traducido -atendiendo al contexto por medio de diversos adjetivos, y no sólo por medio de `bueno’: agradable, satisfactorio, gustoso, útil, funcional, recto, hermoso, bravo, verdadero, benigno, bello, correcto, hábil, etc.» (DTA T I, 903).

En los LXX se traduce generalmente por agathós, «bueno», pero también por kalós, «bello», y jrestós, que fundamentalmente significa «útil»; pero también en los LXX se le traduce a veces por «gentil, agradable, suave, dulce, benigno, clemente». Sin embargo, es válido que en griego, como por lo demás en hebreo y en las mismas lenguas modernas, lo bello está muchas veces í­ntimamente ligado a lo bueno y a veces se identifica con él, especialmente en los juicios de í­ndole ética y hasta estética, comprendiendo en sí­ muchos aspectos de diversa naturaleza.

2. LA ESTETICA BíBLICA. Si nos fijamos en algunos textos aislados, podrí­amos decir que el antiguo Israel no sentí­a gran aprecio por el producto bello del hombre, limitándose a contemplar lo que ya existe en la naturaleza. Por ejemplo, los altares erigidos en honor de la divinidad tení­an que ser de piedra tosca sin labrar (Exo 20:25; Deu 27:6), y estaban severamente prohibidas las imágenes de cualquier tipo (Exo 20:4; Deu 4:16-18), ya que -como se explica- Dios no se manifestó nunca bajo urí­a forma humana (Deu 4:12-15). Es evidente que la razón de esta prohibición era de naturaleza esencialmente religiosa, al estar dictada por el temor de que el pueblo simple pudiera caer en la idolatrí­a, a semejanza de los demás pueblos (Exo 20:5; Deu 5:9), como sucedió realmente en varias ocasiones, empezando por el becerro de oro fabricado por Aarón en el desierto en ausencia de Moisés (Exo 32:1-7), hasta la serpiente de bronce levantada igualmente en el desierto (Núm 21:6-9), pero que el rey Ezequí­as tuvo que quitar del templo precisamente porque se habí­a convertido en objeto de culto idolátrico.

La enseñanza bí­blica, más en general, aunque puede parecer que no se interesa directamente por el problema de la belleza y que incluso es contraria a ella, en realidad se inspira en principios altamente formativos, que merecen tomarse en consideración. En sustancia, tiende a trascender las limitaciones del hombre y del mundo en el cual ha sido puesto por Dios, para remontarse directamente hasta la fuente misma de la belleza. De esta manera se advierte al hombre que no se deje seducir ni absorber por lo que es limitado, efí­mero y caduco, sino que vaya más allá de la realidad y de la apariencia de las cosas, para llegar a contemplar sólo el poder, la gloria y el esplendor de quien las ha creado y le ha dado a él el poder de utilizarlas (cf Sal 8; 104; etcétera).

3. LA FUENTE DE LA BELLEZA. Con la intención de mostrar que Dios es autor de todo lo que existe, en su totalidad o globalidad, el relato sacerdotal de la creación pasa revista a las diversas obras realizadas por él, distribuyéndolas dentro del esquema de los seis dí­as laborables, al final de cada uno de los cuales se dice, a modo de estribillo: «Vio Dios que era bueno» (Gén 1:4.12.18.21.25). Luego, al final del sexto dí­a, se añade: «Vio Dios todo lo que habí­a hecho, y he aquí­ que todo estaba bien» (Gén 1:31). Consideradas de parte de Dios, estas palabras suenan como la expresión de complacencia por la exacta correspondencia de todas las cosas a su proyecto creativo; pero por parte del hombre que las escribió son como un himno de alabanza por el mundo creado, que en su magnificencia revela el orden, la armoní­a y la belleza que les imprimió el Creador. Así­ pues, con razón los LXX, sin apartarse del concepto original, en todos los textos indicados tradujeron el hebreo tób por kalón, que, referido a las cosas o a las personas, significa precisamente «bello» en cuanto ordenado, sin defectos, proporcionado y armonioso en todas sus partes.

Contemporáneamente los traductores griegos introdujeron en el texto sagrado el término kósmos, tanto en el significado propio de ornamento (incluso moral) (Exo 33:5-6; 2Sa 1:24; Jer 2:32…) como para indicar el conjunto (lit. «el ejército») de los astros que adornan el cielo (Gén 2:1; Deu 4:19; Deu 17:3; Isa 24:22; Isa 40:20), acercándose en este último caso al uso clásico, que habí­a encerrado en este término la idea de orden, de unidad y de belleza existentes en el mundo creado, llamado precisamente cosmos. Vemos así­ cómo en la época helenista el Sirácida canta expresamente no sólo a Dios, que ha dispuesto en el cosmos con orden «las maravillas de su sabidurí­a» ( Sir 42:21), sino también la belleza del universo, tanto en su conjunto como en sus diversos elementos: el sol, la luna y las estrellas, que con su esplendor forman la belleza y el adorno del cielo (43,1-10); el arco iris, «hermoso en su esplendor» (43,11); la nieve =`los ojos se maravillan de la belleza de su blancura, el corazón se extasí­a al verla caer» (43,11)-; la lluvia, el viento y la inmensidad del mar (43,20-26); pero todo ello visto como obra de Dios y manifestación de su gloria y, por tanto, como motivo para glorificarlo por encima de todas las cosas (43,27-33).

De forma análoga, aunque en un tono menos lí­rico y más filosófico, el autor del libro de la Sabidurí­a (13,19) reconoce de buen grado que los idólatras que adoran los elementos más brillantes de la naturaleza pueden verse engañados en su búsqueda de Dios, puesto que mientras que buscan alcanzarlo a través de la creación, se equivocan y se dejan seducir por su belleza exterior, con la convicción de que sólo es bello lo que se ve con los ojos del cuerpo (vv. 6-7). A pesar de ello, se siente igualmente en la obligación de condenarles, ya que por las obras visibles no supieron reconocer a su hacedor (v. 1; cf Rom 1:19-20). Por su profundo significado, este texto merece que se lo lea en una traducción casi literal: «Si, encantados por su belleza, esas cosas han sido confundidas con dioses, piensen cuánto mejor que ellas es el Señor, puesto que es el autor mismo de la belleza el que las ha creado. Y si se asombraron de su poder y energí­a, deduzcan cuánto más poderoso es el que las ha formado. Realmente, desde la grandeza y belleza de las criaturas se contempla a su autor» (vv. 3-5).

No cabe duda de que algunos de estos conceptos, ligados a la belleza, reflejan la influencia del ambiente helenista en que fueron madurando y de la que se deriva también la admiración por la alternancia armoniosa de los elementos constitutivos del universo (19,18), y sobre todo por las obras de arte producidas por el hombre (14,19). Pero fundamentalmente hay que relacionarlos con la tradición bí­blica más antigua, la cual, atendiendo más al dinamismo y a la fuerza de las cosas que a sus colores, habí­a visto siempre en el mundo y en sus elementos un motivo para cantar la grandeza, el poder y la magnificencia de su Creador (Sal 89:6-14; Isa 40:28; Isa 45:7-9; Jer 32:17-19; Sab 11:21-22).

II. SU REFLEJO EN EL MUNDO. Generalmente en la Biblia no se encuentran páginas impregnadas de gran lirismo inspirado por la belleza de las cosas, como las hay, por el contrario, en gran parte de la literatura clásica y romántica. Pero esto no significa que los autores sagrados no tuvieran sensibilidad ante los espectáculos que ofrece la naturaleza a la contemplación del hombre ni hacia el encanto que suscitan tantos seres del mundo vegetal y animal. Basta con saber leer entre lí­neas y más allá de las palabras para descubrir, por ejemplo, cuánto asombro y admiración se deducen de ciertos textos que evocan los principales fenómenos del mundo atmosférico (cf Job 36:2738, Job 36:38; Sir 42:14-43, 33) o que invitan a todos los seres a bendecir y a celebrar al Señor que los ha creado ( Sal 148:1-12; Dan 3:52-90).

1. EL CIELO, EL SOL Y LA LUNA. Quizá no haya un módulo más frecuente que aquel con que se expresa el señorí­o de Dios sobre el cielo. Si muchas veces se dice que Dios habita o tiene su trono en el cielo o que es el Dios del cielo, y en tiempos más recientes se llega a llamarlo simplemente «cielo» (1Ma 3:18; 1Ma 4:10.24.55; 2Ma 7:11; Mat 21:25; Luc 15:18.21…), no es sólo porque se piense en su altura o en su lejaní­a, sino también porque se contempla su inmensidad y su belleza. Por esto el salmista puede cantar: «Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos», prosiguiendo a continuación con la celebración del Señor, que en él ha puesto como principal ornamento el sol, el cúal, radiante como un esposo, sale de su alcoba y como un valiente guerrero recorre los caminos del cielo desde un extremo al otro (Sal 19:2.6-7).

Junto con el sol, también la luna y la aurora se celebran por su brillante esplendor y se convierten en sí­mbolo y parangón inapreciable de belleza, como para la esposa del Cantar, «que avanza cual la aurora, bella como la luna, distinguida como el sol» (6,10). La aurora en especial, que en oriente es mucho más sugestiva que el ocaso, es admirada por su esplendor (Job 3:9; Job 38:12; Job 41:10) y vista como una invasión de luz que se derrama sobre los montes (Joe 2:2). Al salmista le gustarí­a prevenir y «despertar a la aurora» para poder cantar la gloria del Señor en su templo al amanecer el nuevo dí­a (Sal 57:9); y como anonadado ante la infinitud del poder y de la ciencia de Dios, reconoce que no podrí­a escapar de la presencia de su espí­ritu ni siquiera liberándose con las alas de la aurora para alcanzar los últimos confines de la tierra (Sal 139:9). Llegará el dí­a en que Dios vendrá a visitar a su pueblo, y entonces la luz de la salvación «surgirá como la aurora» (Isa 58:8); «entonces la luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete veces más fuerte» (Isa 30:26); y para los que hayan honrado al Señor despuntará también «el sol de justicia», que con sus rayos luminosos y benéficos hará desaparecer toda su aflicción (Mal 3:20).

2. LAS PLANTAS Y LOS ANIMALES. En un mundo de cultura eminentemente agrí­cola y ganadera como el de la Biblia, no podí­an escapar a la observación del hombre la elegancia y la esbeltez de algunas cosas, en las que encontraba deleite y complacencia. Ya en el segundo relato de la creación, al querer señalar el estado de felicidad original en que Dios quiso crear al hombre, se lee que «el Señor Dios plantó un jardí­n en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que habí­a formado; el Señor Dios hizo germinar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y apetitosos para comer» (Gén 2:8-9), haciendo luego correr rí­os de agua perenne, para que pudiesen llevar su savia vital. También del árbol prohibido se indica que la mujer vio «que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir sabidurí­a» (Gén 3:6).

En estas alusiones se vislumbra un sentido de admiración teñida de nostalgia, fácilmente comprensible en un paí­s en gran parte árido como Palestina, por eso, para señalar la fastuosidad de algunos soberanos y el gozo de vivir, se habla muchas veces de jardines llenos de flores y de plantas de todo género, adornados con gusto y refinamiento (Qo 2,5; Cnt 4:12.13.16; Eze 28:13; Eze 31:8-9), mientras que para expresar el gozo y la felicidad que acompañan al resurgimiento de Jerusalén desde sus ruinas el profeta llega a decir que dicha ciudad será como un nuevo Edén y «como el jardí­n del Señor» (Isa 51:3). Además, es sabido cómo para describir la vitalidad y la fecundidad benéfica de la sabidurí­a, en la página central del Sirácida se evocan las plantas más bellas de la flora palestina, desde las más imponentes como el cedro hasta las más humildes como la rosa de Jericó, con sus hojas exuberantes, sus flores y sus frutos, como sí­mbolo del precioso gozo espiritual que la sabidurí­a misma asegura a quienes la cultivan (Sir 24:12-17). Hay que recordar, finalmente, cómo para inculcar la confianza en la providencia del Padre celestial, Jesús invitaba a fijarse en los pájaros del cielo y en los lirios del campo, de los que observaba que «ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos» (Luc 12:27; Mat 6:28).

El libro de /Job, después de haber pasado lista a los diversos fenómenos de la naturaleza en los que visiblemente se manifiesta la sabidurí­a de Dios, en una serie de preguntas se ocupa también de los animales, encontrando en cada uno de ellos algo digno de admiración, si no por su aspecto exterior, al menos por algunas caracterí­sticas de instinto y de comportamiento de que los ha dotado el Creador (Job 38:34-39, 30; cf también 30,29-31). En el AT se hace referencia muchas veces al reino animal o como motivo de enseñanza o como término de comparación o como sí­mbolo de cualidades que también el hombre deberí­a poseer. Por referirnos sólo al águila, se la celebra como ejemplo de destreza (2Sa 1:23; Job 9:26; Jer 48:40; Jer 49:20; Eze 17:3) y de vigor juvenil (Sal 103,5- Isa 40:31), pero también de solicitud maternal (Exo 19:4; Deu 32:11). No faltan, sin embargo, referencias a la belleza, a la gracia, a la esbeltez y la elegancia de algunos animales en particular, como la paloma, la gacela y la cierva, cuyos nombres se evocan con frecuencia, junto con los de muchos otros, para describir el mundo idí­lico en que se mueven los dos enamorados del Cantar y especialmente para dibujar el perfil fí­sico y moral de la novia.

III. LA BELLEZA DEL HOMBRE. Hecho a imagen y semejanza de Dios (Gén 1:26-27), el hombre es el ser que refleja mejor su esplendor, su gloria y su grandeza (Sal 8): De hecho en la Biblia no es sólo el Cantar el que celebra la belleza del amado o de la amada. Todas las personas que tienen cierta importancia, tanto real como ideal, están también llenas de gracia y hermosura.

1. PERSONAS Y FACTORES DE BELLEZA. Vienen en primer lugar las mujeres, representadas en la antigüedad por las grandes madres de la tradición patriarcal: Sara (Gén 12 11. 14), Rebeca (24,16), Raquel (29,17); más tarde Abigaí­l (1Sa 25:3) y Abisag, la sunamita que atendió a David en su ancianidad (1Re 1:3-4); más tarde las heroí­nas protagonistas de los libros de Ester (1Re 2:7) y de Judit (1Re 8:7; 1Re 10:14) o de relatos como el de Susana (Dan 13:2). Para que alguien pueda ser considerado hermoso, se mira sobre todo al aspecto y al conjunto de su figura, al colorido y a las lí­neas de su cuerpo. Así­ en los textos indicados, como en el caso de José (Gén 39:6) y del mismo Saúl (1Sa 9:2). Más de cerca se contempla a Absalón, admirado entre otras cosas por su extraordinaria cabellera: «No habí­a en todo Israel un hombre que fuera tan celebrado por su belleza como Absalón. Desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza no habí­a defecto alguno en él» (2Sa 14:25). Pero /David es el hombre completo, a quien se presenta como ideal de la belleza, por ser «rubio, de buen aspecto y de buena presencia» (lSam 16,12; 17,42), pero también como el ideal de la perfección: «Toca muy bien la cí­tara, es valiente y hombre de guerra, sabio en sus palabras, de buena presencia, y el Señor está con él» (lSam 16,18). En la misma lí­nea se ponen otros escritos posteriores que, al presentar a sus héroes, no se detienen en las formas externas, sino que señalan también algunas dotes o facultades humanas, subrayando sobre todo su religiosidad. (Véanse los relatos de Ester, de Judit, de Daniel y los otros jóvenes en la corte de Babilonia, sin olvidar tampoco el de Susana en Dan 13.)
2. PERFUMES Y ORNAMENTOS. Como suele pasar en todos los pueblos de todos los tiempos, los hebreos apreciaban y se serví­an abundantemente de ungüentos, perfumes y adornos para hacer más aceptable y agradable su persona, según el gusto y las variaciones de la moda, bien fuera del paí­s o bien importada. Las partes más cuidadas con ungüentos o con simple aceite eran el rostro y los cabellos, la barba y los pies (Sal 133:2; Qo 9,8; Lev 7:38-46). Pero cuando iban a tener un encuentro importante, las mujeres tení­an que prepararse con tiempo, ungiéndose eón mirra, utilizando sustancias olorosas, cuidando sus vestidos, arreglando sus cabellos, adornándose de joyas, sin olvidar el carmí­n y todos los cosméticos habituales para hacer fresca y radiante la belleza femenina (Rut 3:3; Jdt 10:3; Est 2:12; Cnt 1:3.10.12; Sal 45:9-15).

El profeta Ezequiel, dejándose llevar de la vena poética, describe al pueblo de Israel bajo la imagen de una niña abandonada, que el Señor recoge, lava y unge con sustancias aromáticas, la viste con trajes preciosos de púrpura, de seda y de brocado, la adorna con joyas de oro y plata, pulseras pendientes, anillos y una corona de oro en la cabeza; pero ella, orgullosa de su belleza, se prostituye, traicionando a su esposo Yhwh, para servir a dioses extranjeros en las formas más abominables (Eze 16:1-22). La larga narración tiene un profundo significado moral, además de teológico. Denuncia no sólo la ingratitud de Israel, sino también la vanidad y la peligrosidad de un excesivo lujo y coqueterí­a femenina. En un plano más ligado a la realidad histórica, también el profeta Isaí­as, en una descripción muy detallada de la toilette femenina, denuncia y condena con energí­a el lujo del que hacen ostentación algunas mujeres de Jerusalén y que él considera un insulto a los muchos pobres de la ciudad (Isa 3:16-24).

3. VALORES Y LIMITES. La afirmación de Sir 40:22 : «Tu ojo desea gracia y belleza», es la que expresa quizá mejor la realidad psicológica del hombre, el cual, aun dentro de la variedad de gustos, nunca deja de sentirse atraí­do, y a veces seducido, por todo lo que se le presenta en el mundo bajo las formas de lo bello. Pero la sabidurí­a bí­blica, con esa concreción que le es propia, advierte que, especialmente en la mujer, la belleza fí­sica es peligrosa y hasta dañina, si no va acompañada de una belleza interna superior. «La gracia de la mujer alegra a su marido… La mujer honesta es gracia sobre gracia… Como el sol que se alza en los más altos montes es la hermosura de la mujer buena en una casa bien cuidada’ (Sir 26:13.15.16; cf también 36 22-24). La mujer realmente ideal es la que une a sus dotes exteriores la laboriosidad, la diligencia y la generosidad, puesto que «engañosa es la gracia, vana la belleza; la mujer que teme al Señor, ésa debe ser alabada» (Pro 31:30 en el contexto de los vv. 10-31: el célebre elogio de la mujer fuerte). Basado en la experiencia histórica y cotidiana de tantos hombres arruinados o comprometidos por haber cedido a la seducción de las gracias femeninas, el sabio exhorta también a guardarse con cuidado de sus hechizos (Pro 6:24-28; Sir 9:8), pronunciando finalmente este juicio tan duro: «Anillo de oro en jeta de puerco, tal es la mujer bella pero sin seso» (Pro 11:22).

IV. LA BELLEZA EN LAS OBRAS DEL HOMBRE. El hombre tiene dos maneras de expresar su ideal de belleza: la primera, inspirándose en la naturaleza y esforzándose en reproducir sus formas, sus colores y sus sonidos; la segunda, mirando dentro de sí­ mismo e intentando vivir en sus acciones aquella suma de orden, de armoní­a y de perfección que descubre en el universo. Tenemos así­ la belleza estética y la belleza moral, el arte y la vida.

1. EL ARTE. A pesar de la severa prohibición, ya mencionada de producir imágenes (Exo 20:25; Deu 4:1618), sabemos por la historia bí­blica, y más aún por la arqueologí­a, no sólo que semejante prohibición no se entendió nunca en sentido absoluto, sino que de hecho en el antiguo y en el más reciente Israel no faltaron de vez en cuando los que se entretení­an en ejercitarse en los diversos campos del arte figurativo, aunque inspirándose en gran parte en los gustos y modelos de los pueblos vecinos más evolucionados. Las repetidas denuncias de los profetas, que condenan ásperamente las diversas formas del culto idolátrico, demuestran que la producción de estatuas, estatuillas y amuletos no debió de ser rara entre el pueblo, de modo que incluso en el reino del sur los reyes Ezequí­as y Josí­as, en sus reformas religiosas, tuvieron que empeñarse a fondo en hacerlas desaparecer del mismo templo de Jerusalén (2Re 18 4; Deu 23:4-15).

De todas formas, el entusiasmo de los escritores bí­blicos no tiene reservas cuando se trata de presentar en toda su espléndida belleza las obras de arte ligadas al culto del verdadero Dios, como las atribuidas a la iniciativa de Moisés (Ex 25-28; 36-38), el palacio real y el templo de Jerusalén construidos por Salomón (1 Re 6-8; 2Crón 2-5), el templo ideal contemplado por Ezequiel (Ez 40-43), aunque adornados también ellos con imágenes simbólicas, no sólo de tipo floral, sino también fáunico (Exo 37:7.17-23; 1Re 6:27; 1Re 7:25.36; Eze 41:18-20). Tampoco para el segundo templo, a pesar de sus reducidas dimensiones y de la modestia de sus adornos, faltaron las alabanzas y el reconocimiento de los profetas del tiempo y de los escritores sucesivos (cf Age 2:3.7.9; 2Ma 2:22; 2Ma 3:12); y después de ser restaurado y embellecido por Herodes el Grande, ante su majestuosidad, uno de los discí­pulos le dirá a Jesús: «Â¡Mira qué piedras y qué edificios!» (Mar 13:1).

Pasando a otras ramas del arte, no podemos omitir una alusión fugaz a la poesí­a y a la música (/Biblia y cultura). En los textos que han llegado hasta nosotros, casi todos de í­ndole religiosa, la poesí­a hebrea destaca entre las demás por su aliento espiritual y humano, por la elevación de los conceptos y la fuerza de la imaginación, así­ como por la variedad de géneros literarios, la vivacidad del lenguaje, el ritmo de los sonidos y el «paralelismo» de sus proposiciones.- El origen de la música se hace remontar a los orí­genes de la humanidad (Gén 4:21). Ben Sirá se refiere a menudo con mucha simpatí­a a la música que se ejecutaba en los banquetes, ya que -según él- junto con el vino «alegra el corazón»; aunque se apresura a decir que por encima de los dos está «el amor a la sabidurí­a» (Sir 40:20; cf 22,6; 32,3-6; 49,1). A falta de una documentación concreta, no se puede juzgar de su contenido ni de sus formas expresivas. Sin embargo, por lo que nos refieren los textos, no es exagerado afirmar que no habí­a ninguna manifestación, alegre o triste, civil o religiosa, de tipo familiar o social, que no estuviera acompañada del canto o del sonido de uno o varios instrumentos musicales: desde la celebración gozosa del paso del mar Rojo (Exo 15:1.20) hasta el traslado del arca santa a Jerusalén (2Sa 6:5.14-15), desde las fiestas solemnes de entronización de los soberanos hasta los cortejos fúnebres de las gentes más humildes. Para la liturgia en particular baste pensar en la institución de los levitas cantores, que el cronista hace remontar a David (1Cr 23:5; 2Cr 29:25-30), y en las muchas alusiones que se hace a los cantos en los salmos (cf Sal 137:1-3), así­ como en los diversos tipos de instrumentos con que se invita a alabar al Señor (p.ej., Sal 149;150). Es verdad que Isa 5:12 y Amó 6:5 condenan a los ricos que se deleitan en los banquetes escuchando el sonido de las arpas, de las cí­taras y de otros instrumentos de cerda o de viento, pero sólo porque se ve en todo ello una inútil ostentación de lujo que ofende a los pobres, de los que no se preocupan.

2. LA VIDA. Por esa í­ntima relación que se da entre lo bello y lo bueno, de la que hablábamos al principio, sucede muchas veces en el griego de los LXX y del NT que el adjetivo kalós, «hermoso», se utilice para calificar al hombre, sus comportamientos y sus acciones. Para el AT es bueno y hermoso lo que agrada a Dios, porque corresponde a su voluntad. Tal es el significado que asume en muchas frases en que aparece el paralelismo con recto, justo, agradable (Deu 6:18; 2Crón 14 1), o bien se explicita añadiendo «delante del Señor» (Núm 24:1; Deu 12:28; Mal 2:12; Pro 3:4…). En el NT va unido muchas veces a sustantivos con uso metafórico: tierra, semilla, árbol, frutos (en Juan: vino, pastor), y más a menudo con el verbo «ser», para cualificar una acción que se ha de hacer u omitir (Mat 12:4; Mar 7:27; Mar 9:5.42-47); de ahí­ la expresión «obras bellas», bien sea las que han de realizar los hombres (Mat 5:16; 1Pe 2:10; en ITim y Tito, passim), o bien los mismos milagros realizados por Cristo (Jua 10:32.33). Puede ser que en este uso tan amplio de la palabra haya influido la preocupación de los primeros cristianos por demostrar su fe con obras que no sólo fueran buenas, sino que lo pareciesen también a los demás, de forma que pudieran ser juzgadas moralmente bellas según el ideal griego del mundo ambiental. El hecho es que en los escritos más tardí­os este adjetivo recibe una mayor acentuación, hasta el punto de que puede cualificar las diversas realidades del mensaje evangélico y a casi todos los aspectos de la vida cristiana.

En términos militares se exhorta a Timoteo a comportarse como un «bello» (valeroso) soldado de Cristo (2Tim 2 3), a combatir la «bella» (esforzada) batalla por la fe (1Tim 1819; 6 12) y a guardar el «bello» (precioso) depósito de la fe (2Ti 1:14), mientras que, por su parte, el autor se declara seguro de haber librado un «bello» (valiente) combate (2Ti 4:7). Del mismo Timoteo se reconoce que dio pruebas de su fe con «una bella confesión ante muchos testigos», a semejanza de Cristo, que la dio ante Pilato (1Ti 6:12-13). El que aspire al episcopado debe tener un «bello- (favorable) testimonio por parte de la comunidad (ITim 3,7). Finalmente, todos los cristianos han de tener una «bella» (recta) conciencia (Heb 13:18) y portarse en el mundo con una «bella» (buena, honorable) conducta de vida (Stg 3:13; 1Pe 2:12). En definitiva, puede considerarse válida para todos los cristianos la exhortación dirigida a las mujeres por ITim 2,9-10 y 1Pe 3:3-4, de que no se preocupen de la belleza exterior y fugitiva, obtenida (para las mujeres) con trenzados, adornos, perlas y vestidos preciosos, sino de la belleza incorruptible del espí­ritu, que se manifiesta y resplandece por fuera en la práctica de obras moralmente bellas.

BIBL.: ADInOLFI M., Il femminismo nella Biblia, Ateneo Antoniano Roma 1981, 81-86; HARencLio G., Bellezza, en Schede Bibliche Pastoral¡ I, 329-334′ BEAUCAMP E., La Biblia y el sentido religioso del universo, Bilbao 1966; GRUNDMANN, kalós en GLNT V, 4-47; STOEBE H.J., tób, en DTMAT I 902-918; WOLFF H. W., Antropologí­a del A.T., Salamanca 1974; ZIMMERLI W., La mondanitá nell Antico Testamento, Jaca Book, Milán 1973.

A. Sisti

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario: 1. Bellezaybondad: 1. El vocabulario; 2. La estética bí­blica; 3. La fuente de la belleza. II. Su reflejo en el mundo: 1. El cielo, el solyla luna; 2. Las plantas y los animales. III. La belleza del hombre: 1. Personas y factores de belleza; 2. Perfumes y ornamentos; 3. Valores y lí­mites. IV. La belleza en las obras del hombre: 1. El arte; 2. La vida.
338
1. BELLEZA Y BONDAD.
La lengua hebrea carece de un término adecuado para expresar el concepto de belleza en sentido estético. Por eso es verdad que †œen conjunto el problema de lo bello no suscita interés en el pensamiento bí­blico†(GLNTV, 28). Pero esto no significa que en la Biblia falte todo tipo de gusto por la belleza, bien sea en el campo de la naturaleza, bien en el del arte. Significa solamente que se atiende más a la bondad intrí­nseca de las personas, de las acciones y de las cosas que a su aspecto exterior, y que, por tanto, en la búsqueda de la verdadera concepción de la belleza hemos de atender más a los conceptos expresados que a las palabras [1 Biblia y cultura].
339 4
339
1. El vocabulario.
En los í­ndices de correspondencias que hay al final de algunos diccionarios se puede ver cómo de hecho remiten los autores al menos a cinco vocablos que de una manera o de otra se relacionan con lo que llamamos bello en sus diversas acepciones. Entre ellos merecen especial atención dos adjetivos. El primero, yafeh (con el verbo y el sustantivo respectivos), se refiere en general al aspecto exterior que ofrece deleite y felicidad, y se aplica tanto a las personas como a las cosas (Gn 12,11; IR 1,2; Jr 11,16; Jr II, Jr II, ). El segundo, tob, equivale fundamentalmente a †œbueno†, yen su forma sustantivada también al †œbien† o a la †œbondad† en abstracto. Puesto que el ámbito semántico de este adjetivo y de sus derivados es muy amplio (aparece 741 veces en el TM) y abarca casi todos los campos del ser, desde Dios hasta las cosas y el hombre con sus acciones y sus comportamientos morales, †œel término es traducido -atendiendo al contexto- por medio de diversos adjetivos, y no sólo por medio de †˜bueno†™: agradable, satisfactorio, gustoso, útil, funcional, recto, hermoso, bravo, verdadero, benigno, bello, correcto, hábil, etc.† (DTATI, 903).
En los LXX se traduce generalmente por agathós, †œbueno†, pero también por kalós, †œbello†, yjres-tós, que fundamentalmente significa †œútil†; pero también en los LXX se le traduce a veces por †œgentil, agradable, suave, dulce, benigno, clemente†. Sin embargo, es válido que en griego, como por lo demás en hebreo y en las mismas lenguas modernas, lo bello está muchas veces í­ntimamente ligado a lo bueno y a veces se identifica con él, especialmente en los juicios de í­ndole ética y hasta estética, comprendiendo en sí­ muchos aspectos de diversa naturaleza.
340
2. La estética bí­blica.
Si nos fijamos en algunos textos aislados, podrí­amos decir que el antiguo Israel no sentí­a gran aprecio por el producto bello del hombre, limitándose a contemplar lo que ya existe en la naturaleza. Por ejemplo, los altares erigidos en honor de la divinidad tení­an que ser de piedra tosca sin labrar (Ex 20,25; Dt 27,6), y estaban severamente prohibidas las imágenes de cualquier tipo (Ex 20,4; Dt 4,16-18), ya que -como se explica- Dios no se manifestó nunca bajo una forma humana (Dt 4,12-15). Es evidente que la razón de esta prohibición era de naturaleza esencialmente religiosa, al estar dictada por el temor de que el pueblo simple pudiera caer en la idolatrí­a, a semejanza de los demás pueblos (Ex 20,5; Dt 5,9), como sucedió realmente en varias ocasiones, empezando por el becerro de oro fabricado por Aarón en el desierto en ausencia de Moisés (Ex 32,1-7), hasta la serpiente de bronce levantada igualmente en el desierto Nm 2 1,6-9), pero que el rey Ezequí­as tuvo que quitar del templo precisamente porque se habí­a convertido en objeto de culto idolátrico.
La enseñanza bí­blica, más en general, aunque puede parecer que no se interesa directamente por el problema de la belleza y que incluso es contraria a ella, en realidad se inspira en principios altamente formativos, que merecen tomarse en consideración. En sustancia, tiende a trascender las limitaciones del hombre y del mundo en el cual ha sido puesto por Dios, para remontarse directamente hasta la fuente misma de la belleza. De esta manera se advierte al hombre que no se deje seducir ni absorber por lo que es limitado, efí­mero y caduco, sino que vaya más allá de la realidad y de la apariencia de las cosas, para llegar a contemplar sólo el poder, la gloria y el esplendor de quien las ha creado y le ha dado a él el poder de utilizarlas (SaI 8; SaI 104 etcétera).
341
3. La fuente de la belleza.
Con la intención de mostrar que Dios es autor de todo lo que existe, en su totalidad o globalidad, el relato sacerdotal de la creación pasa revista a las diversas obras realizadas por él, distribuyéndDIAS dentro del esquema de los seis dí­as laborables, al final de cada uno de los cuales se dice, a modo de estribillo: †œVio Dios que era bueno† (Gn 1,4; Gn 1,12; Gn 1,18; Gn 1,21; Gn 1,25). Luego, al final del sexto dí­a, se añade:
†œVio Dios todo lo que habí­a hecho, y he aquí­ que todo estaba bien† (1,31). Consideradas de parte de Dios, éstas palabras suenan como la expresión de complacencia por la exacta correspondencia de todas las cosas a su proyecto creativo; pero por parte del hombre que las escribió son como un himno de alabanza por el mundo creado, que en su magnificencia revela el orden, la armoní­a y la belleza que les imprimió el Creador. Así­ pues, con razón los LXX, sin apartarse del concepto original, en todos los textos indicados tradujeron el hebreo tób por kalón, que, referido a las cosas o a las personas, significa precisamente †œbello† en cuanto ordenado, sin defectos, proporcionado y armonioso en todas sus partes.
342 5
Contemporáneamente los traductores griegos introdujeron en el texto sagrado el término kósmos, tanto en el significado propio de ornamento (incluso moral) (Ex 33,5-6; 2S 1,24; Jr2,32; Jr2, Jr2, ) como para indicar el conjunto (lit. †œel ejército†) de los astros que adornan el cielo (Gn 2,1; Dt 4,19; Dt 17,3; Is 24,22; Is 40,20), acercándose en este último caso al uso clásico, que habí­a encerrado en este término la idea de orden, de unidad y de belleza existentes en el mundo creado, llamado precisamente cosmos. Vemos así­ cómo en la época helenista el Sirácida canta expresamente no sólo a Dios, que ha dispuesto en el cosmos con orden †œlas maravillas de su sabidurí­a† (Si 42,21), sino también la belleza del universo, tanto en su conjunto como en sus diversos elementos: el sol, la luna y las estrellas, que con su esplendor forman la belleza y el adorno del cielo (43,1-1 0); el arco iris, †œhermoso en su esplendor† (43,11); la nieve -†œlos ojos se maravillan de la belleza de su blancura, el corazón se extasí­a al verla caer† (43,11)-; la lluvia, el viento y la inmensidad del mar (43,20-26); pero todo ello visto como obra de Dios y manifestación de su gloria y, por tanto, como motivo para glorificarlo por encima de todas las cosas (43,27-33).
De forma análoga, aunque en un tono menos lí­rico y más filosófico, el autor del libro de la Sabidurí­a (13,1- 9) reconoce de buen grado que los idólatras que adoran los elementos más brillantes de la naturaleza pueden verse engañados en su búsqueda de Dios, puesto que mientras que buscan alcanzarlo a través de la creación, se equivocan y se dejan seducir por su belleza exterior, con la convicción de que sólo es bello lo que se ve con los ojos del cuerpo (vv. 6-7). A pesar de ello, se siente igualmente en la obligación de condenarles, ya que por las obras visibles no supieron reconocer a su hacedor (y. 1; Rm 1,19-20). Por su profundo significado, este texto merece que se lo lea en una traducción casi literal: †œSi, encantados por su belleza, esas cosas han sido confundidas con dioses, piensen cuánto mejor que ellas es el Señor, puesto que es el autor mismo de la belleza el que las ha creado. Y si se asombraron de su poder y energí­a, deduzcan cuánto más poderoso es el que las ha formado. Realmente, desde la grandeza y belleza de las criaturas se contempla a su autor† (vv. 3-5).
No cabe duda de que algunos de estos conceptos, ligados a la belleza, reflejan la influencia del ambiente helenista en que fueron madurando y de la que se deriva también la admiración por la alternancia armoniosa de los elementos constitutivos del universo (19,18), y sobretodo por las obras de arte producidas por el hombre (14,19). Pero fundamentalmente hay que relacionarlos con la tradición bí­blica más antigua, la cual, atendiendo más al dinamismo y a la fuerza de las cosas que a sus colores, habí­a visto siempre en el mundo y en sus elementos un motivo para cantar la grandeza, el poder y la magnificencia de su Creador (SaI 89,6-14; Is 40,28; Is 45,7-9; Jr 32,17-19; Sb 11,21-22).
342
II. SU REFLEJO EN EL MUNDO.
Generalmente en la Biblia no se encuentran páginas impregnadas de gran lirismo inspirado por la belleza de las cosas, como las hay, por el contrario, en gran parte de la literatura clásica y romántica. Pero esto no significa que los autores sagrados no tuvieran sensibilidad ante los espectáculos que ofrece la naturaleza a la contemplación del hombre ni hacia el encanto que suscitan tantos seres del mundo vegetal y animal. Basta con saber leer entre lí­neas y más allá de las palabras para descubrir, por ejemplo, cuánto asombro y admiración se deducen de ciertos textos que evocan los principales fenómenos del mundo atmosférico (cf Jb 36,27-38,38; Si 42,14-43,33) o que invitan a todos los seres a bendecir y a celebrar al Señor que los ha creado (SaI 148,1-12; Dn 3,52-90).
343
1. El cielo, el sol y la luna.
Quizá no haya un módulo más frecuente que aquel con que se expresa el señorí­o de Dios sobre el cielo. Si muchas veces se dice que Dios habita o tiene su trono en el cielo o que es el Dios del cielo, y en tiempos más recientes se llega a llamarlo simplemente †œcielo† (1 Mac 3,18; 4,10.24.55; 2M 7,11; Mt 21,25; Lc 15,18; Lc 15,21; Lc 15, Lc 15, ), no es sólo porque se piense en su altura o en su lejaní­a, sino también porque se contempla su inmensidad y su belleza. Por esto el salmista puede cantar: †œLos cielos narran la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos†, prosiguiendo a continuación con la celebración del Señor, que en él ha puesto como principal ornamento el sol, el cual, radiante como un esposo, sale de su alcoba y como un valiente guerrero recorre los caminos del cielo desde un extremo al otro (SaI 19,2; SaI 19,6-7).
Junto con el sol, también la luna y la aurora se celebran por su brillante esplendor y se convierten en sí­mbolo y parangón inapreciable de belleza, como para la esposa del Cantar, †œque avanza cual la aurora, bella como la luna, distinguida como el sol† (6,10). La aurora en especial, que en oriente es mucho más
344 6
sugestiva que el ocaso, es admirada por su esplendor (Jb 3,9) y vista como una invasión de luz que se derrama sobre los montes (JI 2,2). Al salmista le gustarí­a prevenir y †œdespertar a la aurora† para poder cantar la gloria del Señor en su templo al amane-ber el nuevo dí­a (SaI 57,9); y como anonadado ante la infinitud del poder y de la ciencia de Dios, reconoce qué no podrí­a escapar de la presencia 3é su espí­ritu ni siquiera liberándose bbn las alas de la aurora para alcanzar los últimos confines de la tierra (SaI 139,9). Llegará el dí­a en que Dios vendrá a visitar a su pueblo, y entonces la luz de la salvación †œsurgirá como la aurora† (Is 58,8); †œentonces la luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete veces más fuerte† (Is 30,26); y para los que hayan honrado al Señor despuntará también †œel sol de justicia†, que con sus rayos luminosos y benéficos hará desaparecer toda su aflicción (MI 3,20).
344
2. LAS PLANTAS Y LOS ANIMALES.
En un mundo de cultura eminentemente agrí­cola y ganadera como el de la Biblia, no podí­an escapar a la observación del nombre la elegancia y la esbeltez de algunas cosas, en las que encontraba deleite y complacencia. Ya en el segundo relato de la creación, al querer señalar el estado de felicidad original en que Dios quiso crear al hombre, se lee que †œel Señor Dios plantó un jardí­n en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que habí­a formado; el Señor Dios hizo germinar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y apetitosos para comer† (Gn 2,8-9), haciendo luego correr rí­os de agua perenne, para que pudiesen llevar su savia vital. También del árbol prohibido se indica que la mujer vio †œque el árbol era apetitoso para comer, agradable & la vista y deseable para adquirir sabidurí­a† (Gn 3,6). 1 En estas alusiones se vislumbra un sentido de admiración teñida de nostalgia, fácilmente comprensible en un paí­s en gran parte árido como Palestina. Por eso, para señalar la fastuosidad de algunos soberanos y el gozo de vivir, se habla muchas veces de jardines llenos de flores y de plantas de todo género, adornados con gusto y refinamiento (Qo 2,5; Ct 4,12; Ct 4,13; Ct 4,16; Ez 28,13; Ez 31,8-9), mientras que para expresar el gozo y la felicidad que acompañan al resurgimiento de Jerusalén desde sus ruinas el profeta llega a decir que dicha ciudad será como un nuevo Edén y †œcomo el jardí­n del Señor† (Is 51,3). Además, es sabido cómo para describir la vitalidad y la fecundidad benéfica de la sabidurí­a, en la página central del Sirácida se evocan las plantas más bellas de la flora palestina, desde las más imponentes como el cedro hasta las más humildes como la rosa de Jericó, con sus hojas exuberantes, sus flores y sus frutos, como sí­mbolo del precioso gozo espiritual que la sabidurí­a misma asegura a quienes la cultivan (Si 24,12-17). Hay que recordar, finalmente, cómo para inculcar la confianza en la providencia del Padre celestial, Jesús invitaba a fijarse en los pájaros del cielo y en los lirios del campo, de los que observaba que †œni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos† (Lc 12,27; Mt 6,28).
El libro de / Jb, después de haber pasado lista a los diversos fenómenos de la naturaleza en los que visiblemente se manifiesta la sabidurí­a de Dios, en una serie de preguntas se ocupa también de los animales, encontrando en cada uno de ellos algo digno de admiración, si no por su aspecto exterior, al menos por algunas caracterí­sticas de instinto y de comportamiento de que los ha dotado el Creador (Jb 38,34-39,30; cf también 30,29-31). En el AT se hace referencia muchas veces al reino animal o como motivo de enseñanza o como término de comparación o como sí­mbolo de cualidades que también el hombre deberí­a poseer. Por referirnos sólo al águila, se lá celebra como ejemplo de destreza (2S 1,23; Jb 9,26; Jr48,40; Jr49,20; Ez 17,3) y de vigor juvenil (SaI 103,5; Is 40,31), pero también de solicitud maternal (Ex 19,4; Dt 32,11). No faltan, sin embargo, referencias a la belleza, a la gracia, a la esbeltez y la elegancia de algunos animales en particular, como la paloma, la gacela y la cierva, cuyos nombres se evocan con frecuencia, junto con los de muchos otros, para describir el mundo idí­lico en que se mueven los dos enamorados del Cantar y especialmente para dibujar el perfil fí­sico y moral de la novia.
345
III. LA BELLEZA DEL HOMBRE.
Hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27), el hombre es el ser que refleja mejor su esplendor, su gloria y su grandeza (SaI 8). De hecho en la Biblia no es sólo el Cantar el que celebra la belleza del amado o de la amada. Todas las personas que tienen cierta importancia, tanto real como ideal, están también llenas de gracia y hermosura.
346
1. Personas y factores de belleza.
Vienen en primer lugar las mujeres, representadas en la antigüedad por las grandes madres de la tradición patriarcal: Sara (Gn 12,11; Gn 12,14), Rebeca (24,16), Raquel (29,17); más tarde Abigaí­l
347 7
IS 25,3) y Abi-sag, la sunamita que atendió a David en su ancianidad (IR 1,3-4); más tarde las heroí­nas protagonistas de los libros de Ester (2,7) y de Judit (8,7; 10,14)0 de relatos como el de Susana (Dn 13,2). Para que alguien pueda ser considerado hermoso, se mira sobre todo al aspecto y al conjunto de su figura, al colorido y a las lí­neas de su cuerpo. Así­ en los textos indicados, como en el caso de José (Gn 39,6) y del mismo Saúl (IS 9,2). Más de cerca se contempla a Absalón, admirado entre otras cosas por su extraordinaria cabellera: †œNo habí­a en todo Israel un hombre que fuera tan celebrado por su belleza como Absalón. Desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza no habí­a defecto alguno en él† 2S 14,25). Pero / David es el hombre completo, a quien se presenta como ideal de la belleza, por ser †œrubio, de buen aspectoyde buena presencia†(IS 16,12; IS 17,42), pero también como el ideal de la perfección: †œToca muy bien la cí­tara, es valiente y hombre de guerra, sabio en sus palabras, de buena presencia, y el Señor está con él† (IS 16,18). En la misma lí­nea se ponen otros escritos posteriores que, al presentar a sus héroes, no se detienen en las formas externas, sino que señalan también algunas dotes o facultades humanas, subrayando sobre todo su religiosidad. (Véanse los relatos de Ester, de Judit, de Daniel y los otros jóvenes en la corte de Babilonia, sin olvidar tampoco el de Susana en Dn 13)
347
2. Perfumes y ornamentos.
Como suele pasar en todos los pueblos de todos los tiempos, los hebreos apreciaban y se serví­an abundantemente de ungüentos, perfumes y adornos para hacer más aceptable y agradable su persona, según el gusto y las variaciones de la moda, bien fuera del paí­s o bien importada. Las partes más cuidadas con ungüentos o con simple aceite eran el rostro y los cabellos, la barba y los pies (SaI 133,2; Qo 9,8; Lc 7,38-46). Pero cuando iban a tener un encuentro importante, las mujeres tení­an que prepararse con tiempo, ungiéndose con mirra, utilizando sustancias olorosas, cuidando sus vestidos, arreglando sus cabellos, adornándose de joyas, sin olvidar el carmí­n y todos los cosméticos habituales para hacer fresca y radiante la belleza femenina (Rt 3,3; Jdt 10,3 Est2,1 2;Cant Jdt 1,3; Jdt 1,10; Jdt 1,12; SaI 45,9-15). El profeta Ezequiel, dejándose lievar de la vena poética, describe al pueblo de Israel bajo la imagen de una niña abandonada, que el Señor recoge, lava y unge con sustancias aromáticas, la viste con trajes preciosos de púrpura, de seda y de brocado, la adorna con joyas de oro y plata, pulseras, pendientes, anillos y una corona de oro en la cabeza; pero ella, orgullosa de su belleza, se prostituye, traicionando a su esposo Yhwh, para servir a dioses extranjeros en las formas más abominables (Ez 16,1-22). La larga narración tiene un profundo significado moral, además de teológico. Denuncia no sólo la ingratitud de Israel, sino también la vanidad y la peligrosidad de un excesivo lujo y coqueterí­a femenina. En un plano más ligado a la realidad histórica, también el profeta Isaí­as, en una descripción muy detallada de la toilette femenina, denuncia y condena con energí­a el lujo del que hacen ostentación algunas mujeres de Jerusalén y que él considera un insulto a los muchos pobres de la ciudad (Is 3,16-24).
348
3. Valores y limites.
La afirmación de Si 40,22: †œTu ojo desea gracia y belleza†, es la que expresa quizá mejor la realidad psicológica del hombre, el cual, aun dentro de la variedad de gustos, nunca deja de sentirse atraí­do, y a veces seducido, por todo lo que se le presenta en el mundo bajo las formas de lo bello. Pero la sabidurí­a bí­blica, con esa concreción que le es propia, advierte que, especialmente en la mujer, la belleza fí­sica es peligrosa y hasta dañina, si no va acompañada de una belleza interna superior. †œLa gracia de la mujer alegra a su marido… La mujer honesta es gracia sobre gracia… Como el sol que se alza en los más altos montes es la hermosura de la mujer buena en una casa bien cuidada† (Si 26,13; Si 26,15; Si 26,16 cf también Si 36,22-24). La mujer realmente ideal es la que une a sus dotes exteriores la laboriosidad, la diligencia y la generosidad, puesto que †œengañosa es la gracia, yana la belleza; la mujer que teme al Señor, ésa debe ser alabada† (Pr 31,30 en el contexto de los vv. 10-31: el célebre elogio de la mujer fuerte). Basado en la experiencia histórica y cotidiana de tantos hombres arruinados o comprometidos por haber cedido a la seducción de las gracias femeninas, el sabio exhorta también a guardarse con cuidado de sus hechizos (Pr 6,24-28; Si 9,8), pronunciando finalmente este juicio tan duro: †œAnillo de oro en jeta de puerco, tal es la mujer bella pero sin seso† (Pr 11,22).
349
IV. LA BELLEZA EN LAS OBRAS DEL HOMBRE.
El hombre tiene dos maneras de expresar su ideal de belleza: la primera, inspirándose en la naturaleza y esforzándose en reproducir sus formas, sus colores y sus sonidos; la segunda, mirando dentro de sí­
350 8
mismo e intentando vivir en sus acciones aquella suma de orden, de armoní­a y de perfección que descubre en el universo. Tenemos así­ la belleza estética y la belleza moral, el arte y la vida.
350
1. El arte.
A pesar de la severa prohibición, ya mencionada, de producir imágenes (Ex 20,25; Dt 4,16-18), sabemos por la historia bí­blica, y más aún por la arqueologí­a, no sólo que semejante prohibición no se entendió nunca en sentido absoluto, sino que de hecho en el antiguo y en el más reciente Israel no faltaron de vez en cuando los que se entretení­an en ejercitarse en los diversos campos del arte figurativo, aunque inspirándose en gran parte en los gustos y modelos de los pueblos vecinos más evolucionados. Las repetidas denuncias de los profetas, que condenan ásperamente las diversas formas del culto idolátrico, demuestran que la producción de estatuas, estatuillas y amuletos no debió de ser rara entre el pueblo, de modo que incluso en el reino del sur los reyes Ezequí­as y Josí­as, en sus reformas religiosas, tuvieron que empeñarse a fondo en hacerlas desaparecerdel mismo templo de Jerusalén (2R 18,4; 2R 23,4-15).
De todas formas, el entusiasmo de los escritores bí­blicos no tiene reservas cuando se trata de presentar en toda su espléndida belleza las obras de arte ligadas al culto del verdadero Dios, como las atribuidas a la iniciativa de Moisés (Ex 25-28 363*8), el palacio real y el templo de Jerusalén construidos por Salomón (IR 6-8; 2Cr 2-5), el templo ideal contemplado por Ezequiel (Ez 40-43), aunque adornados también ellos con imágenes simbólicas, no sólo de tipo floral, sino tambiénfáunico(Ex37,7.17-23; IR 6,27; IR 7,25; IR 7,36 Ez41 ,18-20). Tampoco para el segundo templo, a pesar de sus reducidas dimensiones y de la modestia de sus adornos, faltaron las alabanzas y el reconocimiento de los profetas del tiempo y de los escritores sucesivos (Ag 2,3; Ag 2,7; Ag 2,9; 2M 2,22; 2M 3,12); y después de ser restaurado y embellecido por Herodes el Grande, ante su majestuosidad, uno de los discí­pulos le dirá a Jesús: †œ Mira qué piedras y qué edificios!† (Mc 13,1).
Pasando a otras ramas del arte, no podemos omitir una alusión fugaz a la poesí­a y a la música (1 Biblia y cultura). En los textos que han llegado hasta nosotros, casi todos de í­ndole religiosa, la poesí­a hebrea destaca entre las demás por su aliento espiritual y humano, por la elevación de los conceptos y la fuerza de la imaginación, así­ como por la variedad de géneros literarios, la vivacidad del lenguaje, el ritmo de los sonidos y el †œparalelismo† de sus proposiciones.AElorigen de la música se hace remontar a los orí­genes de la humanidad (Gn 4,21). Ben Sirá se refiere a menudo con mucha simpatí­a a la música que se ejecutaba en los banquetes, ya que -según él-junto con el vino †œalegra el corazón†; aunque se apresura a decir que por encima de los dos está †œel amor a la sabidurí­a† (Si 40,20 cf Si 22,6; Si 32,3-6; Si 49,1). A falta de una documentación concreta, no se puede juzgar de su contenido ni de sus formas expresivas. Sin embargo, por lo que nos refieren los textos, no es exagerado afirmar que no habí­a ninguna manifestación, alegre o triste, civil o religiosa, de tipo familiar o social, que no estuviera acompañada del canto o del sonido de uno o varios instrumentos musicales: desde la celebración gozosa del paso del mar Rojo Ex 15,1; Ex 15,20) hasta el traslado del arca santa a Jerusalén (2S 6,5; 2S 6,14-15), desde las fiestas solemnes de entronización de los soberanos hasta los cortejos fúnebres de las gentes más humildes. Para la liturgia en particular baste pensaren la institución de los levitas cantores, que el cronista hace remontar a David (ICrón 23,5; 2Cr 29,25-30), y en las muchas alusiones que se hace a los cantos en los salmos SaI 137,1-3), así­ como en los diversos tipos de instrumentos con que se invita a alabar al Señor (p.ej. SaI 149; SaI 150). Es verdad que Is 5,12 y Am 6,5 condenan a los ricos que se deleitan en los banquetes escuchando el sonido de las arpas, de las cí­taras y de otros instrumentos decjueida o de viento, pero sólo porque se ve engodo ello una inútil ostentación de lujo que ofende a los pobres, de los que no se preocupan.
351
2. La vida.
Por esa í­ntima relación que se da entre lo bello y lo bueno, de la que hablábamos al principio, sucede muchas veces en el griego de los LXX y del NT que el adjetivo kalós, †œhermoso†, se utilice para calificar al hombre, sus comportamientos y sus acciones. Para el AT es bueno y hermoso lo que agrada a Dios, porque corresponde a su voluntad. Tal es el significado que asume en muchas frases en que aparece el paralelismo con recto, justo, agradable (Dt 6,18; 2Cr 14,1), o bien se explí­cita añadiendo †œdelante del Señor† (Nm 24,1; Dt 12,28; MI 2,12 Próv M13,4; M13, M13, ). En el NT va unido muchas veces a sustantivos con uso metafórico: tierra, semilla, árbol, frutos (en Juan: vino, pastor), y más a menudo con el verbo †œser†, para cualificar una acción que se ha de hacer u omitir (Mt 12,4; Mc 7,27; Mc 9,5; Mc 9,42-47); üe ahí­ la expresión †œobras bellas†, bien sea las que han de realizar los Hombres (Mt 5,16; IP 2,10; en lTm y Tito, passim), o bien los mismos milagros realizados por Cristo (Jn 10,32; Jn 10,33). Puede ser que en
352 9
este uso tan amplio de la palabra haya influido la preocupación de los primeros cristianos por demostrar su fe con obras que no sólo fueran buenas, sino que lo pareciesen también a los demás, de forma que pudieran ser juzgadas moralmente bellas según el ideal griego del mundo ambiental. El hecho es que en los escritos más tardí­os este adjetivo recibe una mayor acentuación, hasta el punto de que puede cualificar las diversas realidades del mensaje evangélico y a casi todos los aspectos de la vida cristiana.
En términos militares se exhorta a Timoteo a comportarse como un †œbello† (valeroso) soldado de Cristo 2Tm 2,3), a combatir la †œbella† (esforzada) batalla por late (ITm 18-19; ITm 6,12) y a guardarel †œbello† (precioso) depósito de la fe (2Tm 1,14), faientras que, por su parte, el autor se declara seguro de haber librado un †œbello† (valiente) combate (2Tm 4,7). Del mismo Timoteo se reconoce que dio pruebas de su fe con †œuna bella confesión ante muchos testigos†, a semejanza de Cristo, que la Üio† ante Pilato lTm 6,12-13). El que aspire al episcopado debe tener un †œbello†(favorable) testimonio por parte de la comunidad (lTm 3,7). Finalmente, todos los cristianos han de tener una †œbella† (recta) conciencia Hb 13,18) y portarse en el mundo con una †œbella† (buena, honorable) conducta de vida (St 3,13 1 P IP 2,12 ). En definitiva, puede considerarse válida para todos los cristianos la exhortación dirigida a las mujeres por lTm 2,9-10 y 1P 3,3-4, de que no se preocupen de la belleza exterior y fugitiva, obtenida (para las mujeres) con trenzados, adornos, perlas y vestidos preciosos, sino de la belleza incorruptible del espí­ritu, que se manifiesta y resplandece por fuera en la práctica de obras moralmente bellas.
352
BIBL.: Adinolfi M., llfemminismo netia Bib-bia, Ateneo Antoniano, Roma 1981,81-86; Bar-baglio G., Bellezza, en Schede Bibliche Pastorali 1, 329-334; Beaucamp E., La Biblia y el sentido religioso del universo Bilbao 1966; Grundmann, kalós, en GLNTV, 4-47; Stoebe H.J., tob, en DTMA? 1,902-918; Wolff H.W., Antropologí­a delA.T., Salamanca 1974; Zimmerli W., La mondanitá nell†™Antico Testamento, Jaca Book, Milán 1973.
A. Sis ti
353

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica