ABSOLUTO

(v. Dios)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. El Absoluto, mediación positiva de Dios.-II. El Absoluto, mediación negatí­va de Dios.-III. El Absoluto y el Dios Trinitario
La cuestión del Absoluto emerge en la experiencia de lo relativo, de lo finito, como su misma condición de posibilidad o como pregunta por su fundamento y sentido. El Absoluto es, según su mismo concepto, la realidad enteramente independiente e incondicional, pero justamente en cuanto tal es la realidad fuera de la cual no existe nada de cuanto existe, la realidad, por tanto, constitutiva de todo lo que existe distinto de ella. Lo relativo existe en y por el Absoluto.

La cuestión del Absoluto está presente por eso en toda reflexión filosófica serí­a, desde Parménides hasta Adorno. Y ha servido desde un principio de mediación de la experiencia religiosa de Dios, y en particular del Dios cristiano, para entroncarla en la experiencia humana en general. De tal modo que cuando esa cuestión se ha eclipsado en la conciencia de los hombres la experiencia de Dios se ha visto sin apoyo, sin estructuras de plausibilidad. Y sin embargo, no es una cuestión libre de ambigüedad para cumplir la función de mediadora de la experiencia del Dios cristiano.

I. El Absoluto, mediación positiva de Dios
La experiencia cristiana de Dios se mediatiza en primer lugar a través de la filosofí­a platónica y neoplatónica, donde el Absoluto aparece en la fig?ra del Supremo Bien y del Uno que fundamenta, sin ser fundamentado, todo ser finito y por tanto lo transciende, está más allá del ser. En esta mediación queda expresada la dimensión de Dios en cuanto fundamento último, en tanto que ultimidad incondicional de t?do ser, de todo Io relativo y penúltimo’. Y además queda en ella preservada también la absoluta transcendencia de Dios a la que sólo se acerca la determinación negativa y dialéctica. De esa primera mediación arranca, no casualmente, la tradición de la teologí­a negativa y mí­stica que desde Gregorio Nacianceno hasta J. Bohme pasando por el Maestro Eckhart dejan la absoluteidad de Dios ser lo que es: misterio2.

Por su parte, Agustí­n, y tras él Anselmo y la escuela franciscana de teologí­a, se sirven también de la mediación platónica de Absoluto, pero su esfuerzo recae en mostrar que esa dimensión del Absoluto no se halla fuera de lo relativo y finito, sino más bien dentro de ello, en su más profundo centro, como dirí­an los mí­sticos españoles, como dimensión que lo constituye y fundamenta, que lo sostiene y preserva su identidad. La auténtica conciencia de lo finito y relativo sólo es posible, según esta interpretación, desde el horizonte y la conciencia del Absoluto3. Lo cual responde también a la experiencia bí­blica y cristiana de Dios según la cual la absoluteidad de Dios radica en su absoluta primací­a, en que Dios va siempre por delante, en que el hombre busca a Dios porque Dios ya ha salido a su encuentro (S. Agustí­n), en que Dios ama siempre el primero (1 Jn 4, 10).

Esta primací­a de Dios en su absoluteidad está en la base del argumento ontológico, que tuvo apoyo o estructuras de plausibilidad en un mundo, como el premoderno, donde la patencia de Dios era más evidente que la cuestión de Dios. Pero hoy, tras el «eclipse de Dios»(Buber) en la modernidad, esa mediación de la absoluteidad de Dios aparece excesivamente gratuita. Y sin embargo, la primací­a del Absoluto constituye un momento decisivo en la conciencia que da origen a la modernidad. Para Nicolás de Cusa, por ejemplo, que es el primero en aplicar a Dios el sustantivo «el Absoluto», la conciencia de la finitud tiene ya la primací­a temporal frente a la de la infinitud, pero esa conciencia sólo es suficientemente radical y auténtica cuando se descubre traspasada y sostenida por la infinitud, por el Absoluto. Dios deja de ser el objeto de la vista y se convierte en el «ver» mismo que no es visto pero que hace ver4. Y de modo parecido surge en la conciencia de la finitud del sujeto moderno cartesiano la idea del Absoluto como fundamento propio y condición de posibilidad de sí­ misma5.

En Tomás de Aquino la mediación del Absoluto adquiere la figura aristotélica del Motor inmóvil y del Primer Principio, del Ser Supremo, del ser-ensí­ que transciende y fundamenta todo ser f?nito. Esta figura expresa igualmente la dimensión de fundamento y ultimidad de Dios, pero su transcendencia queda en ella excesivamente ligada a la determinación positiva del ser y sus atributos, Io cual condicionará negativamente, como veremos, la experiencia cristiana de Dios. Sin embargo, queda en Tomás un importante resto de teologí­a negativa 6 que impide que la mediación del Absoluto resulte del todo objetivante, y por tanto idolátrica. Pero, además, la mediación del Absoluto adquiere en Tomás de Aquino también la dimensión de la subjetividad esencial, del ser absolutamente transparente a sí­ mismo, que abre camino a la conciencia de la modernidad7.

La mediación del Absoluto encuentra en la filosofí­a crí­tico-práctica de Kant una de sus determinaciones más logradas. El Absoluto desaparece en ella del mundo de lo finito, de los objetos, y por tanto del ámbito del conocimiento objetivo, pero a la vez se alza en el horizonte como estrella que guí­a y da sentido de totalidad al mismo conocimiento8. Y de igual modo, el Absoluto desaparece como imposición externa del mundo moral, pero emerge como postulado interno de sentido en la accí­ón moral misma9. La mediación del Absoluto pierde, pues, en Kant la primací­a para despejar el ámbito de la libertad de lo finito, pero reaparece como horizonte que no violenta ya esa libertad, sino que la hace posible y le confiere sentido y verdad. Por tanto, esta determinación del Absoluto respeta la autonomí­a de lo f?nito y relativo, de Io humano, a la vez que la transcendencia de Dios, por una parte, y reafirma, por otra, la dimensión de fundamento último posibilitante de Dios como Absoluto frente a toda pretensión de lo relativo y f?nito a constituirse en Absoluto, es decir, frente a toda idolatrí­a’°.

En esta lí­nea, la mediación del Absoluto alcanza su máximo despliegue en la filosofí­a del Idealismo Alemán, la filosofí­a del Absoluto por excelencia. Pero la fuerza de esta misma reflexión y su pretensión sistemática hicieron que su determinación del Absoluto se deshiciera de las zozobras de Kant, que impedí­an que la absoluteidad de Dios perdiera su dimensión transcendente, y terminara reduciendo peligrosamente, sobre todo en Fichte y Hegel, esa absoluteidad a las dimensiones del sujeto humano absolutizado11. Hay, sin embargo, en esta filosofí­a una importante reflexión sobre el Absoluto que sí­ responde a la experiencia cristiana de Dios, y de ella hablaremos más adelante.

II. El Absoluto, mediación negativa de Dios
Como ha quedado ya insinuado, la mediación de la experiencia cristiana de Dios a través de la determinación del Absoluto ha condicionado también negativamente la comprensión de la realidad de Dios y, consiguientemente, lacomprensión del carácter absoluto del Cristianismo. En concreto, ha conducido, por una parte, a pensar a Dios fundamentalmente como poder, y esta concepción ha viciado el teí­smo tradicional, convirtiendo la fe trinitaria en un monoteí­smo teórico y sobre todo práctico que ha ji?gado en multitud de ocasiones el papel de ideologí­a del poder de turno en la historia de Occidente, dando así­ pí­e a la protesta del ateí­smo moderno12. Y ha llevado, por otra parte, a identificar la absoluteidad de Dios con su impasibilidad, originando, cuando menos, un divorcio entre la teologí­a y la cristologí­a, entre el tratado sobre Dios y la experiencia de Dios en Jesús, el Crucificado, y, en definitiva, entre el «De Deo Uno» y la experiencia del Dios cristiano trinitario y su comprensión teológica13.

Esta «aporí­a» de la absoluteidad de Dios sólo puede superarse sometiendo el concepto mismo de Absoluto a una profunda transformación semántica a partir de la experiencia cristiana del Dios trinitario.

III. El Absoluto y el Dios Trinitario
En realidad, esta transformación ha estado presente, en mayor o menor grado, en toda genuina mediación teológica de Dios a través de la reflexión sobre el Absoluto. El Dios del teí­smo cristiano no ha sido nunca, sin más, el Dios inmóvil aristotélico. Con todo, ha sido Hegel quien, desarrollando una intuición propia de la teologí­a de Lutero, ha pensado con toda seriedad esa necesaria transformación del concepto de Absoluto a partir de la experiencia cristiana del sufrimiento y de la muerte de Dios en el Crucificado. El Absoluto aparece así­ en Hegel determinado como «identidad de identidad y no-identidad»14, como Absoluto que sólo llega a ser lo que es pasando por lo otro de sí­, por la noche de la finitud, que sólo es Absoluto pasando por la impotencia de lo relativo, porque ya en sí­ mismo es Absoluto en tanto que comunidad de amor, en cuanto Trinidad15.

El esfuerzo de Hegel es en este sentido incomparable, aunque por su misma dinámica racionalista terminara, como se ha dicho, reduciendo la dimensión de misterio del Absoluto Trinitario. Pero el camino lo ha dejado abierto para una transformación teológica genuinamente cristiana del teí­smo tradicional. Por este camino ha entrado la teologí­a dialéctica protestante, sobre todo D. Bonhoeffer con sus reflexiones sobre la debilidad y el sufrimiento de Dios16, J. Moltmann con su teologí­a del Dios Crucificado17 y E. Jüngel con su destacado esfuerzo por superar, en el mejor sentido hegeliano, el teí­smo tradicional en un concepto de Dios que se corresponda con la experiencia del Dios cristiano18.

Pero también la teologí­a católica ofrece notables intentos de mediación del Dios cristiano en su originalidad y «diferencia» a través de una nueva comprensión de la absoluteidad de Dios como absoluta fidelidad y solidaridad con los pobres y los débiles, con lo relativo y finito maltratado y humillado por los falsos absolutos de este mundo19.

[ -> Agustí­n, san; Amor; Conocimiento; Cruz; Experiencia; Filosofia; Hegelianismo; Idolatrí­a; Nicolás de Cusa; Pobres, Dios de los; Teí­smo; Teologí­a y economí­a; Tomás de Aquino, santo; Transcesdencia; Trinidad.]
NOTAS: ‘ Cf. P. TILLICH, La dimensión perdida, DDB, Bilbao 1970, 31s; ID., Teologí­a sistemática 1, Sí­gueme, Salamanca 1983, 242s, 303s. – 2 Cf. J. HOCHSTAFFL, Negative Theologie. Emn Versuch zur Vermittlung des patristischen Begriff, Kosel, München 1976, 28s, 105s. Sobre la problemática de la medicación de la experiencia cristiana en el pensamiento griego puede verse el estudio, ya clásico, de W. PANNENBERG, La asimilación del concepto filosófico de Dios como problema dogmático de la antigua teologí­a, en Conceptos fundamentales de teologí­a sistemática, Sí­gueme, Salamanca 1976, 93-149 – 3 Cf. P. TILLJcH, me., 246s. – 4 Cf. W. SCHULZ, El Dios de la metafí­sica moderna, FCE, México 1964, 15s. – 5 Cf. R. DESCARTES, Discurso del método, Esposa Calpe, Madrid 1979, Cuarta Parte; ID., Meditaciones metafsicas, Esposa Calpe, Madrid 1979, Tercera Meditación. Cf W. ScxuLz, o.c., 37s. – 6 Cf. De Potencia, q. 7 a. 5: «el propter hoc illud est ultimum cognitionis humanae de Deo quod sciar se Deum nescire, in quantum cognoscit illud quod Deus est, omne ipsum quod de eo intelligimus, excedere» -7 Cf. J. B. METZ, Antropocentrismo cristiano, Sí­gueme, Salamanca 1972, 93s. – 8 Cf. I. KANT, Crí­tica de la razón pura, B 668s, 786, 824s. – 9 Cf. I. KANT, Crí­tica de la razón práctica, cap. V – 10 Cf. L KANT, Crí­tica de la razón pura, B XXXIV – 11 Cf. W. SCHULz, o.c., 87s. – 12 Cf. la crí­tica del monoteí­smo cristiano por parte de E. PETERSON, El monoteí­smo como problema polí­tico, en Tratados teológicos, Cristiandad, Madrid 1966, 27-62. Ver también C. GEFFRE, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Cristiandad, Madrid 1984, 148s. – 13 Cf. E. Ju?GEL, Dios como misterio del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1984, 62s. – 14 Cf. G. W. F. HEGEL, Diferencia entre el sistema de filosofí­a de Fichte y el de Schelling, Alianza, Madrid 1989 -15 G. W. F. HEGEL, Fenomenologí­a del Espí­ritu, FCE, México- Madrid-Buenos Aí­res 1966, 15s, 446s; lp., Vorlesungen über die Philosophie der Religio?? IL en Werke, vol. 17, Suhrkamp, Frankfurt am Maí­n 1969, 191s (Trad. cast. de R. Ferrara, 3 vol., Alianza, Madrid 1987). Cf. X. PIKAZA, Dios como espí­ritu y persona. Razón humana y Misterio trinitario, Secr. Trinitario, Salamanca 1989, 118s. – 16 Cf. D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Sí­gueme, Salamanca 1983, 252s. – 17 Cf. J. ??urm?NN, El Dios crucificado, Sí­gueme, Salamanca 1975 – 18 Cf. E. JONGFL, o.c., passim -19 Uno de los primeros intentos de repensar el ser de Dios desde la Cruz de Jesús por parte de teólogos católicos fue el de H. MÜHLEN, D?e Veránderlichkeit Gottes als Horizont einer zukünftigen Christologie. Auf dem Wege zu einer Kreuzestheologí­e in Auseinandersetzung m?t der altkirchlichen Christologie, Paderborn 1969. Pero las consecuencias prácticas de esta transformación del concepto de Dios aparecen más tarde, por ejemplo en Ch. DuQuoc, Dios d?ferente. Ensayo sobre la simbólica trinitaria, Sí­gueme, Salamanca 1978; ID., Mesianismo de Jesús y disereción de Dios, Cristiandad, Madrid 1985, 51s, 182s; J. L GONZALEZ FAUS, Acceso a Jesús, Sí­gueme, Salamanca 1979, 158s, y, en general, en los Teólogos de la Liberación. Ver, por ejemplo, J. SOBRINO, Dios, en C. FLORISTAN/J. J. TAMAYO (eds.), CFP, Cristiandad, Madrid 1983, 248s.

Juan José Sánchez

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

SUMARIO
I. Absoluto, metafí­sica y destino de Occidente:
1. Lo absoluto y lo relativo.

2. El advenimiento del nihilismo.

II. La apertura a lo absoluto:
1. Las huellas.

2. Las ví­as.

III. Conclusión: el Absoluto y el riesgo.

I. Absoluto, metafí­sica y destino de Occidente
1. LO ABSOLUTO Y LO RELATIVO – Pocos términos como el de absoluto han experimentado en la cultura contemporánea, y por obra suya, una transformación tan radical de «valor». Tradicionalmente, el uso más difundido de «absoluto» -a saber, el que se entiende como ser «por sí­ mismo», como determinación de una cosa por su misma sustancia o esencia, y por tanto intrí­nsecamente- se caracteriza por una fuerte entonación «positiva». Piénsese, si hubiera necesidad de ejemplos, en la identificación de lo absoluto con Dios, realizada con claridad por primera vez por Nicolás de Cusa, mas ya implí­cita en toda la tradición clásica y escolástica; piénsese en la carga valorativa que encierra la denominación de «tierra absoluta» reservada a Palestina en el Medioevo; considérese la tradición alquimista, en la cual lo absoluto indicaba la «materia única», fundamento de todo lo existente; o, finalmente, el mundo del arte [/Artista], que se ha concebido siempre a si mismo como arrancado de los condicionamientos de lo cotidiano y lanzado a la conquista y a la expresión de valores incondicionados y, en cuanto tales, «absolutos». Más o menos, hasta finales del s. xix -o sea, antes de que el positivismo impregnara la cultura occidental-, lo absoluto estuvo omnipresente en el pensamiento común, si bien con denominaciones y significados diversos; pero ya se indicase como lo incognoscible, como lo ignorado, como la energí­a o como la vida, su presencia era necesaria para «cerrar» el sistema de pensamiento de la época, es decir, para dar un fundamento último que hiciera posible pensar lo real.

En la cultura del s. xx las cosas han tomado un sesgo diverso. Lo absoluto ha sido destronado y sustituido por su más neto contrario: lo relativo. Serí­a largo recorrer el camino (con frecuencia ignorado) que ha llevado la idea de lo relativo hasta el primado de que hoy disfruta (primado a su vez relativo, ya que -según la aguda observación de Löwith- «un escepticismo radical es tan raro como una fe incondicional»). Probablemente, las experiencias politicas de Europa, desde la lucha por el absolutismo polí­tico a la afirmación del liberalismo y a la superación de éste en las diversas formas de socialismo, más o menos libertario, han convalidado y difundido en las mentes y en los corazones las temáticas de la tolerancia, de la libertad religiosa y polí­tica, del pluralismo ideológico, del individualismo y del antidogmatismo. De cualquier forma, es un hecho que en la opinión común de nuestro tiempo toda referencia a un absoluto se identifica con un recurso a preconceptos y a verdades falsas o potencialmente totalitarias, que todo hombre ha de temer y combatir; el espí­ritu que hoy domina, el espí­ritu crí­tico, se ve como lanzado a una perpetua búsqueda, en la certeza de que no existe una verdad definitiva y de que el hombre, más que poseer la verdad, lo que pretende es tender a ella, sin ilusionarse con poder aferrarla sólidamente, porque la eternidad no puede decidirse en el tiempo y porque el tiempo rechaza la hipoteca de la eternidad. Por eso resulta comprensible el interés que suscita hoy toda forma de pensamiento problemático, como el de los sofistas, por ejemplo, considerado un modelo de filosofí­a crí­tica frente al pensamiento de Platón, modelo de filosofí­a dogmática; igualmente resulta comprensible la exaltación del escepticismo filosófico, visto como la única base posible de la democracia. Es significativo, finalmente, el gusto cada vez más difundido por la pluralidad de experiencias, entendidas no como ví­a «vertical» hacia la consecución de una meta final, última y valorativa, sino como la acumulación de una multiplicidad indefinida de sensaciones, carentes entre sí­ de grados jerárquicos y justificadas solamente por ser precisamente relativas, es decir, por su recí­proco contradecirse.

Si tal es la situación de la cultura común actual, es indispensable verificarla en sus orientaciones especulativas dominantes para comprobar su consistencia, profundidad y dirección. Tomemos, por ejemplo, la ciencia [/Cientí­fico] y la filosofí­a, dos formas de pensamiento tradicionalmente orientadas a lo absoluto, una por su tendencia a conseguir la exactitud (en definitiva, la lógico-matemática) y la otra por la carga ontológica que siempre la ha invadido, y comprobemos su situación en el mundo de hoy. Parece que tanto una como otra, de la manera más firme, ya han renunciado definitivamente a lo absoluto, cambiando totalmente el aspecto que ofrecí­an desde hace siglos (entrando, quizás precisamente por ello, en una imprevista crisis de identidad).

En concreto, si estudiamos la reflexión más reciente sobre la ciencia, vemos cómo, por caminos diversos aunque convergentes, tiende a negar cualquier orientación a lo absoluto. La ciencia contemporánea no busca ya el origen primero de las cosas, sino que a ella sólo le interesa establecer, entre los fenómenos que observa, relaciones susceptibles de repetirse. Heisenberg, al proclamar el famoso «principio de indeterminación», le quitó definitivamente al cientí­fico la pretensión (y la ilusión) de poder enfrentarse directamente con la objetividad de lo real. Godel, al demostrar en 1931 el célebre teorema que lleva su nombre, según el cual ningún sistema lógico puede demostrar su coherencia desde su interior, estableció resolutivamente que todo sistema debe justificarse a partir de un principio extrí­nseco, trascendente al sistema mismo y, en cuanto tal, no objetivable cientí­ficamente». Asimismo, toda la epistemologí­a contemporánea está de acuerdo en aceptar, e incluso en establecer, como premisa del trabajo cientí­fico la llamada «ley de Hume», la imposibilidad de deducir el deber ser del ser. Mas si sólo puede investigarse cientí­ficamente el segundo, se sigue que el primero se deja a la libre opción individual, en definitiva, arbitraria, de cada hombre; por tanto, a una elección totalmente inverificable o no controlable y, por ello, muy lejana de poder considerarse «absoluta». Pero hay más: el ser, que según los epistemólogos es objeto de investigación cientí­fica, sólo puede ser abordado, como indican las teorí­as más recientes, por ví­a negativa, a través de conjeturas y confutaciones -el conocido «principio de falsificación- Esto implica que el cientí­fico no puede avanzar en lo real más que por hipótesis, las cuales podrán pretender establecerse como leyes cientí­ficas, pero no con una validez absoluta; toda ley cientí­fica sólo tiene una validez provisional y está siempre sometida a la criba de las experiencias, a los intentos de falsificación. Cuando estos intentos tienen éxito, la vieja ley cientí­fica es sustituida por una nueva que explique los nuevos hechos experimentados, sin que, a su vez, pueda aspirar a una verdad definitiva, colocándose también ella en el plano de la mera hipótesis.

El rechazo de lo absoluto por parte de la filosofí­a no coincide necesariamente con la postulación del ateí­smo. Sistemas como los de Spinoza o Fichte -a los que, ya desde su primera divulgación, se acusó no sin razón de presentar caracterí­sticas ateas- no excluyen en modo alguno de su ámbito la idea de un absoluto, no ciertamente teí­sta-personal, aunque no por ello menos necesario.

Pero la exclusión de toda referencia a un absoluto está presente en todas las posiciones que implican un rechazo o una renuncia a la metafí­sica; es tí­pica la postura de Nietzsche, el cual está hoy tan de moda precisamente por ser el crí­tico más lúcido de la tradición metafí­sica occidental. Los tres niveles en que Nietzsche mantiene su lucha contra un absoluto corresponden exactamente a tres instancias muy corrientes en el pensamiento contemporáneo. En primer lugar, critica la pretensión de universalidad, tal como se manifiesta, por ejemplo, en el concepto de humanidad. Al hombre alienado en este falso absoluto, es decir, al hombre que cree pertenecer a un genus más amplio y participar de sus caracterí­sticas, Nietzsche le ofrece la consideración de lo individual concreto (¡no de la individualidad, que es también una categorí­a universal!), individual que se experimenta y se goza en el existir gratuito del momento. En un segundo nivel, Nietzsche critica la conciencia y el pretendido valor absoluto de sus dictámenes. Anticipándose al descubrimiento del inconsciente, Nietzsche libera al hombre de la ficción y del peso de la realidad ética del yo; éste, una vez perdido su estatuto ontológico, queda liberado de toda responsabilidad, de toda armadura ético-racional, de toda alienación en el mundo del pensamiento. En un tercer nivel, acaso el más relevante, Nietzsche denuncia como ilusoria toda posibilidad para el hombre de establecer cualquier relación con cualquier verdad objetiva. La verdad no puede llegar más allá de los estados de la conciencia individual; se convierte en un simple modo de ser del sujeto, en una Erlebnis, a la postre en un juego, un divertissement, una de tantas respuestas vitales a las necesidades de la vitalidad. Así­, lo que para Nietzsche se convierte en signo de la liberación conquistada no es el encuentro con un absoluto, como en la tradición metafí­sica, sino la renuncia total a él y a las pretensiones (o a las nostalgias) de la verdad objetiva: liberado, sanado, purificado, el hombre encontrará de este modo la inocencia que anda buscando, la inocencia del niño, que no conoce el bien y el mal, porque sabe que no existen. «La verdad será entonces -dice Nietzsche- lo que es el juego para la inocencia del niño, una realidad que no formula ningún porqué y donde cualquier explicación vale tanto como otra, donde, en la equivalencia inocente de las explicaciones, lo que tiene importancia es sólo el espectáculo del juego»16. La famosa proclama de la «muerte de Dios» adquiere, pues, a la luz de estas consideraciones, una profunda significación, que va mucho más allá de las pueriles elucubraciones de la Death-of-God theology: Dios muere en el momento en que el hombre renuncia a lo absoluto y a sus leyes, en el momento en que se constituye en árbitro de su propia existencia, adquiriendo la conciencia de que ésta no tiene ningún significado ni valor en sí­, y que sólo puede adquirirlos si lo quiere; y para la voluntad prometeica de convertirse en creador de si mismo aceptando el estado de huérfano de Dios, aceptando que llegue y llame a la puerta «el ser más perturbador»: el nihilismo.

2. EL ADVENIMIENTO DEL NIHILISMO –
En la cultura occidental, el actual retorno de Nietzsche, el renovado interés por su figura y su pensamiento, incluso por parte del marxismo (aunque sólo sea el no escolástico), obligan a reflexionar; se trata de un hecho significativo, que no puede explicarse en simples términos de moda, que no puede reducirse a doctrina particular de uno o de unos pocos pensadores, por más geniales que sean; se trata de un hecho epocal, inherente a la situación espiritual de Occidente y que hay que admitir con seriedad.

Se impone, pues, aquí­ la consideración de las tesis heideggerianas, que hoy por hoy siguen siendo lo más profundo que se ha dicho sobre el tema». Para Heidegger, el advenimiento del nihilismo, en contra de las apariencias (y de las convicciones del mismo Nietzsche), no niega la tradición de la metafí­sica occidental, sino que es el resultado más coherente de la misma. Ha sido precisamente el modo como la metafí­sica ha pensado lo absoluto lo que ha decretado su descomposición y, finalmente, su muerte. La lógica de la metafí­sica, su pensar a Dios no como Ser, sino como ente supremo, el hacer de él el valor de los valores, ha sido «el golpe de gracia contra Dios» «. El pecado de Occidente ha sido querer reducir a Dios a objeto del pensamiento, y ello por no haber entendido que es el pensamiento el que está comprendido en el Ser. La verdad no es la adecuación del juicio con la cosa, no es la «certeza» que la metafí­sica anda buscando, sino que es el desvelamiento del Ser 20. Así­ que Nietzsche no contradice, aunque él lo creí­a, el pensamiento tradicional, sino que lleva los motivos intrí­nsecos de éste a sus últimas consecuencias. De forma que ninguna postura del pensamiento occidental queda libre del implacable análisis heideggeriano: no se salva ciertamente Platón, que reduce el pensamiento del Ser a pensamiento de las ideas; no se salvan los racionalistas, como san Anselmo o Descartes, que piensan a Dios como el id quod maius cogitari nequit; no se salva Hegel, que hace de lo absoluto el resultado de la fenomenologí­a del espí­ritu, ni los demás románticos, como Schelling o Schleiermacher, que fijan la ví­a de lo absoluto en el arte o en la religión, aunque siempre en un ámbito de disposición del hombre. No se salva, en fin, ni Kant -a pesar de todas sus cautelas criticas- cuando termina declarando que el único modo para llegar a Dios (aunque sea por ví­a no cognoscitiva) es el moral 21; también esta perspectiva, con su antropocentrismo subjetivista, es una premisa necesaria del nihilismo.

No es éste el lugar adecuado para discutir la interpretación heideggeriana de la metafí­sica occidental ni las criticas que ha suscitado o las fascinaciones que ha ejercido. Lo esencial para nosotros aquí­ es hacer hincapié en el punto fundamental de esta interpretación. La crisis de lo absoluto en nuestro tiempo no es un hecho cualquiera, sino la consecuencia necesaria de la postura especulativa de Occidente. Esta tesis es tanto más sólida cuanto más posible es encontrarla bajo los aspectos más diversos en otros momentos del pensamiento contemporáneo, el cual en formas diversas estima que la situación de nuestro siglo no es meramente contingente, sino epocal. Puede pensarse en K. Barth, en Bonhoeffer, en la escuela de Francfort o en cualquiera de las innumerables variantes del marxismo, desde las historicistas hasta las cientí­ficas a lo Althuser; se podrá invocar el principio sartriano de la precedencia de la existencia respecto a la esencia o la proclamación estructuralista de la «muerte del hombre». El resultado es singularmente constante: algo ha sucedido; lo absoluto de la tradición, aunque todaví­a pensable, no es ya creí­ble. Un ciclo histórico ha llegado a su término, y hemos de aceptarlo así­.

II. La apertura a lo absoluto
1. LAS HUELLAS – Cambiemos una vez más el punto de vista y de la consideración del destino de lo absoluto en la filosofí­a occidental pasemos a examinar, con un procedimiento de sociologí­a de la cultura, la situación del pensamiento actual. Pues se pueden completar ahora las observaciones hechas al principio, indicando que, además de la crisis de lo absoluto, en el ámbito de las WeItanschauungen más difundidas aparecen numerosas y significativas huellas. Si fuera posible demostrar que los efectos del nihilismo no se han concretado -como querí­a Nietzsche- en un estado de liberación, sino en el tormento de una ausencia, tendrí­amos un signo (no más, pero en la situación presente también un signo resulta precioso) de cómo y hacia dónde dirigir nuestro pensamiento y nuestras esperanzas. El análisis de la experiencia, si no decisivo, es ciertamente esencial; no sólo porque, como quiere Del Noce, toda la historia contemporánea se entiende ya como historia filosófica, sino porque, abolido lo absoluto, el hombre y sólo el hombre es causa de sus actos y sólo él puede dar una respuesta a los interrogantes y problemas que lo acosan. Si le oprime la nostalgia de lo absoluto, esto es un hecho que se ha de reconocer; no es un hecho demostrativo de la existencia y de la naturaleza de lo absoluto mismo (recaerí­amos así­ en las trampas de la metafí­sica), pero sí­ capaz de proporcionar una orientación y de dar un sentido a la búsqueda humana. La nostalgia de lo absoluto -en el fondo es ésta la tesis que aquí­ se desea proponer- puede inducir al hombre a situarse en una actitud de escucha, lo cual, para el que sabe penetrar el sentido de cuanto venimos diciendo, constituirí­a el novurn más radical que Occidente haya jamás conocido.

Ahora bien, si queremos buscar en el mundo de hoy las huellas de lo absoluto, no nos engañemos creyendo que vamos a encontrarlas en estado puro o, en cualquier caso, en formas expresivamente claras. Probablemente, las huellas más frecuentes son las que aparecen en negativo o las que llevan en sí­, mezclados de modo casi inextricable, signos distintos por su valor e importancia. Mas, simplificando, quizás sea posible incluirlas todas dentro de una categorí­a fenomenológica fundamental: la de la «fuga del yo», que Jean Brun ha investigado muy recientemente y en forma muy sugestiva.

Puede decirse, observa Brun, que desde siempre anda el hombre tras la llave que le permita abrir la triple cerradura del espacio, el tiempo y el cuerpo, la cual cierra la puerta de la prisión del yo. Pues bien, si en la época de lo absoluto el tema del viaje se orientaba fundamentalmente a la consecución en Dios de la propia identidad (the pilgrim’s progress), en la época de la muerte de lo absoluto lo que impulsa al viaje es el ansia de llegar a la más completa alteridad para experimentar lo diverso en cuanto tal. No es posible comprender hasta el fondo fenómenos tí­picos de nuestro tiempo, como la antipsiquiatrla (con su consiguiente valoración positiva de la locura), el uso de las drogas, el desenfreno del espí­ritu dionisfaco, la exaltación del aspecto pánico de la naturaleza, si no los incluimos a todos en una sola perspectiva: la que permite que lo absoluto, inaccesible ya «verticalmente», se alcance a través de un misterioso salto de dimensión, mediante un acto de ruptura que, aunque no saque al hombre del estado de su propia coseidad, si cambie de manera total el signo de tal coseidad. Si al viejo Horkheimer se le antojaba la «nostalgia del Totalmente Otro» como un limite trascendental de toda especulación y de toda praxis, al hombre de hoy, y en particular al joven, el Totalmente Otro se le pone al alcance de la mano, siempre que se conozca el camino exacto que a él conduce, siempre que se tenga el valor de ponerse en camino, de abandonar el yo que se nos ha dado para conquistar un yo nuevo y diverso, que no deberí­amos a nadie más que a nosotros mismos.

Prototipo del hombre en busca de sí­ mismo lo es, indudablemente, el Fausto de Goethe. Su error (o su pecado) no es -según ha observado ya agudamente Mathieu «- tender a lo absoluto, sino tender mal a él, a través del cansancio de lo finito convertido en insignificante. Por lo demás, esto de la insignificancia es el limite que lastra a todos los sucedáneos secularizados de lo absoluto; es difí­cil pensar que pueda evitarlo el principio-esperanza, por otra parte noble, de las nuevas corrientes utópicas, al menos cuando se advierte que la nueva Jerusalén no está donde la pone Lenin. Asimismo es difí­cil no ver la caí­da en la insignificancia de gran parte del arte moderno y, en particular, de las corrientes de vanguardia, las cuales, a pesar de ir buscando precisamente formas expresivas nuevas y absolutas, terminan en el silencio, en el caos o en la burla del espectador, si no en la autoirrisión del artista. Pero el estado de indiferencia no es estable; el indiferente cambia con frecuencia; por eso no debe maravillarnos el impresionante retorno actual de Sade, el auténtico profeta de la inquietud decepcionada. El tema tí­picamente sadista de la aspiración frenética a experimentar todas las formas de goce imaginables, incluso las más monstruosas (no por nada recuerda la antigua herejí­a gnóstica de Carpócrates), desemboca a su modo en una nueva búsqueda de absoluto, alcanzable en ese supremo esta de apatí­a que nace de la reiteración de la transgresión, en la convicción de que el único modo de anular el mal es adelantarse y entregarse a él hasta el fondo. Así­, el derecho a la experiencia se convierte explí­citamente en el derecho a la experiencia prohibida precisamente por estar prohibida. El ateí­smo sadista, para sustentarse, necesita abiertamente como fondo una naturaleza eterna, muda y hostil, esclava primera de sí­ misma, ví­ctima primera de sus propias leyes, frente a la cual delito y homicidio, corrupción, disolución y aniquilamiento no podrán ser más que palabras vací­as, ya que ella misma es la primera en disipar sus propias obras. «¿Qué son todas las criaturas de la tierra frente a un solo deseo mí­o?»; en esta pregunta el sadismo se revela totalmente como lo que es: la exaltación desesperada de una subjetividad apoyada en el absurdo de una naturaleza que es a la vez creación y destrucción absoluta.

Aunque negativas, todas las huellas que brevemente hemos puesto de manifiesto resultan significativas por su común y constante aspiración a un absoluto que, aunque explí­citamente ridiculizado, rechazado y negado, de hecho da pruebas de conservar un profundo poder de atracción. El reciente redescubrimiento del mito, logrado tras siglos de desdeñoso rechazo en nombre de los derechos de la raison éclairée, si bien no exento de preocupantes ambigüedades, puede que sea un signo de que, detrás de la pantalla de lo relativo, resuena poderosamente la voz de un significado ulterior, no objetivable, no manipulable, si de verdad «absoluto» y anterior a toda determinación subjetivista «. A resultados semejantes llega la reflexión más reciente sobre el lenguaje, aunque también ésta se desarrolla entre infinitas reticencias y dificultades; la pregunta de Lacan «¿Quién habla?» remite inmediatamente a la definición de lo que es y de lo que implica el pensamiento: ¿Quién nos llama a pensar? ¿Puede en cerrarse en una definición el sujeto de esta llamada? ¿Soy realmente yo quien hablo o es el lenguaje el que habla por medio de mí­? Es, sin duda, cometido del hombre elevarse a la autoconciencia de su propia humanidad; pero cuando Lacan acepta el dicho freudiano: wo Es war, soll Ich werden (que él traduce: le Moi doit déloger le ra), acentúa indudablemente el alcance ontológico de ese Es. ¿Es lo absoluto (enmascarado, negado, rechazado, pero persistente), que a través del Es vuelve a hacerse pensar por el pensamiento?»
2. LAS VíAS – ¿Existen aún espacios abiertos para lo absoluto? ¿Existen aún caminos abiertos hacia él? El problema que aquí­ hemos de plantearnos no es tanto si existen en la situación actual tendencias hacia lo absoluto (la respuesta, según queda dicho, es claramente afirmativa), sino si estas tendencias pueden presentarse como algo más que un mero estado nostálgico, frenético o, a la postre, desesperado. Hemos, pues, de buscar las ví­as practicables para el hombre, esas que no se abren bajo el signo de la emoción, del sentimiento, de la casualidad o de la gratuidad, sino bajo el signo de las posibilidades reales de transhumanización.

Dos ví­as hay que poner previamente entre paréntesis, no por falsas o inconcluyentes, sino sencillamente porque no pueden autojustificarse (lo que no impide que puedan seguirse también -de hecho la siguen algunos- con total provecho y pleno significado). La primera de estas dos ví­as es la de la metafí­sica clásica, por ejemplo, en la forma como aún la sostiene con brillantez Gustavo Bontadini. Si es cierto, como él cree, que es imposible ir en busca de lo absoluto (o, más, sencillamente, hacer filosofí­a) sin un criterio de orientación, sin una «brújula metafí­sica», es también cierto que ese criterio especifico, que esa brújula que ha sido y es la metafí­sica, no consigue ya servirle de ayuda al hombre de hoy. Frente al Dios de la ontologí­a y de la ética axiocrática, el hombre no puede ya -para decirlo con las famosas palabras de Heidegger- dirigir oraciones ni hacer sacrificios. Frente a lo absoluto, como causa sui, el hombre no consigue ya caer de rodillas, y menos aún hacer que su corazón vibre y cante. Incluso el que no quiera aceptar la interpretación heideggeriana del destino de la metafí­sica debe, de todas formas, contar con la realidad del presente, la cual frente a la metafí­sica se ha vuelto totalmente muda e indiferente.

La otra ví­a, que a mi entender no es practicable, es la que indica, por cierto agudamente, una parte relevante de la sociologí­a contemporánea: la que resalta la terrible ausencia de significado, tí­pica de la sociedad tecnológica, y la necesidad que ésta tiene de un suplemento de sentido o, más bergsonianamente, de un verdadero y auténtico suplemento de alma. Ahora bien, sin querer negar la importancia que tienen el descubrimiento y la proclamación de la crisis del mayor mito gnóstico de nuestro tiempo, el mito cientí­fico -que, considerado frecuentemente como vehí­culo de salvación, evidencia también él, en cuanto actividad ordenada a un fin, la necesidad de ser salvado- es un hecho que la ví­a de la sociologí­a es siempre una ví­a indirecta e insegura, que muestra ciertamente el status de la condición humana como elemento que abarca y unifica la experiencia cotidiana de nuestro tiempo, pero no ofrece ví­as orientativas, si no es a nivel de pura exigencia. Mas la exigencia es un hecho estructuralmente ambiguo, que puede reducirse a experiencias pluridireccionales, cuando no incluso contrastantes. Jacques Ellul indica con gran precisión en un reciente ensayo que el despertar de lo sagrado en nuestro mundo secularizado puede acabar en auténticas «religiones seculares», que pueden oscilar entre cultos paroxisticos a la personalidad (que nos traen el desagradable recuerdo de las formas de auténtica latrí­a que han originado y siguen originando) y la renovada pasión por la magia, la astrologí­a y las ciencias ocultas. El fenómeno, pues, de la exigencia de lo sagrado es esencial, pero no cualificante, ni mucho menos tranquilizador, si se considera en sus caracterí­sticas estructurales.

Descartados estos dos caminos, probablemente sólo quedan otros dos: uno que se sitúa en un plano esencialmente gnoseológico y otro que incide directamente en la experiencia práctica. Pero ambos tienen en común un elemento a priori: la renuncia al logos como criterio orientativo en la búsqueda de lo absoluto. Para usar una terminologí­a heideggeriana, en estos dos caminos el ser se piensa y se experimenta no como logos, sino como presencia.

En la primera de ambas perspectivas, que vamos a examinar, la ví­a por la que el hombre se abre a lo absoluto coincide con (o, más propiamente, es) la ví­a por la que lo absoluto se hace presente al hombre. De objeto del pensamiento, lo absoluto se convierte así­ en origen del discurso filosófico, y, a su vez, el discurso se hace no enunciación y clarificación, sino sede de lo absoluto. Esta inversión de posiciones es esencial y constituye la parte más relevante de las nuevas experiencias hermenéuticas, que, siguiendo el pensamiento de Heidegger, se han multiplicado en estos últimos años. La distinción, tan grata a Luis Pareyson, entre pensamiento expresivo y pensamiento revelativo, entre pensamiento sin verdad y pensamiento en la verdad, puede servirnos de orientación en este difí­cil terreno. Pareyson explica que sólo a través de la interpretación es posible acercarse a lo absoluto (o, en la terminologí­a del filósofo, a la verdad); pero se trata de un acercamiento, por así­ decir, asintótico, o sea, que no puede pretender nunca ser exhaustivo y concluyente’. «La relación entre la verdad y su formulación es, pues, interpretativa; la formulación de la verdad es, por un lado, posesión personal de la verdad y, por otro, posesión de un infinito; de un lado, lo que se posee es la verdad, y se la posee de la única manera posible, personalmente, hasta el punto de que la formulación que se da de ella es la verdad misma, la verdad como personalmente es poseí­da y formulada; de otro lado, la formulación de la verdad es verdaderamente una posesión, y no simple aproximación; pero la verdad está en ella del único modo como puede estarlo, o sea, como inagotable, hasta el punto de que lo que se posee es incluso un infinito. En efecto, la interpretación es la única forma de pensamiento capaz, por una parte, de dar una formulación personal y, por tanto, plural de algo único e indivisible, y, por otra, de captar y revelar un infinito, sin limitarse a puras alusiones o rodeos, sino poseyéndolo verdaderamente. No serí­a verdad aquella de la que sólo fuera posible un único conocimiento adecuado, o la que se sustrajera a todo posible conocimiento; y solamente existe la interpretación cuando la verdad se identifica sin más con su formulación, aunque sin confundirse con ella, de tal modo que mantenga su pluralidad, y sólo cuando la verdad es siempre irreductiblemente ulterior a su formulación, aunque sin salirse de ella, de suerte que quede salvaguardada su presencia.

La fecundidad de esta posición se hace evidente si la relacionamos con una antigua tradición, nunca extinguida, aunque demasiado postergada en Occidente: la del apofatismo oriental. En la interpretación, el sujeto se pone en contacto con lo absoluto de un modo que podrí­a parecer paradójicamente desesperante: lo absoluto se entrega por ví­a indirecta, en una posesión que es personal y, como tal, irrepetible (aunque comunicable), en una perspectiva de interioridad que convierte la actividad interpretativa en análoga al mí­tico esfuerzo de Sisifo: una perenne reconquista de lo que parecí­a ya firmemente aferrado; así­, en la tradición apofática quien experimenta la comunicación de Dios lo hace de modo absolutamente personal y alógico y, en cuanto tal, inexpresable según reglas objetivantes. Mas en la raí­z de esta experiencia, de este «no saber», hay un saber absoluto, está Dios mismo; Dios es ciertamente incognoscible, pero sólo fuera de la comunicación que él hace de sí­ mismo. «El conocimiento de Dios por parte del hombre no es el resultado del amor cognoscitivo del hombre por el Ser en si, sino el fruto de la reciprocidad amorosa, o sea, la comunicación personal del hombre con Dios. El primer movimiento hacia esta comunión amorosa no es del hombre, sino de Dios, y esto define el punto de partida temporal de la persona humana.

Si se entiende rectamente la hermenéutica, nada fuera de ella puede abrir al hombre de hoy a la comprensión de la presencia de lo absoluto. En un mundo como el nuestro, repleto de actos y hechos interpretativos, la conciencia hermenéutica puede mantener vivo el anuncio de que el sentido radical de esta fecundidad interpretativa se apoya en el hecho de que siempre queda algo más por comprender, algo en sí­ cognoscitivamente inagotable, algo que le explí­cita al hombre sus lí­mites, algo que le desvela el carácter radicalmente enigmático de lo real, el hecho de que, por más que pretenda haberlo entendido cognoscitivamente, permanece siempre, al menos bajo algún aspecto, del todo oculto. Victorio Mathieu ha relacionado oportunamente esta perspectiva hermenéutica con una antigua intuición agustiniana, que resulta fecundisima para nuestro discurso: «Cuando san Agustí­n dice: `No comprenderéis si no creéis’, o sea, la fe es una condición para comprender, una condición del intelecto, ¿qué quiere decir? La fe es lo que da consistencia al misterio, es decir, a esa enigmaticidad que no se puede formular como problema cientí­fico. Creo que esta impostación, tal cual, puede ser también hoy rica en enseñanzas. Y también el que no se adhiera a ella puede, en cierto modo, secularizarla. Personalmente, pienso que en el fondo de esta enigmaticidad puede encontrarse también a Dios, a ese Dios que se presenta precisamente sólo per speculum et in aenigmate. Mas quien no quiera seguir este camino puede secularizar el misterio como algo inevitablemente enigmático que se libera de todo conocimiento nuestro, por más claro y distinto que éste sea en el sentido cartesiano de la palabra. Es decir, puede transformar la ‘fe’ en una ‘sensibilidad filosófica’ que nos hace conscientes de tal enigmaticidad. Y así­, de esta forma, la fe o, si se quiere, el ‘comprender que no se comprende’ ayuda al entendimiento a comprender mejor incluso lo que se sabe, precisamente porque le hace entender que no lo comprende todo. De esta manera, la ví­a de la presencialización de lo absoluto queda abierta a la única forma concebible para el hombre de hoy: la de la pluralidad hermenéutica.

La otra ví­a posible hacia la aproximación a lo absoluto es la de la experiencia, entendiendo este término en el sentido que le ha dado G. Capograssi en su Analisi dell’esperienza comune: la experiencia como «toda ella sujeto e individuo», que en su concretez «se basa en la conciencia y en la voluntad del individuo de poseer un camino y una meta propios y de tener que recorrer el uno y llegar a la otra… La experiencia es, por así­ decirlo, el fruto y efecto de este callado impulso, que va aclarándose en el curso de la acción, del individuo hacia la propia vida». Es evidente que, llegados aquí­, el discurso puede volverse muy rápido, precisamente porque lo que se manifiesta no es un pensamiento, sino una vivencia. La experiencia común encuentra a lo absoluto cuando experimenta su estructura fundamental, la temporalidad y la necesaria referencia de ésta a la finitud existencial. La respuesta de la experiencia en su contradictoriedad es clarí­sima: me quiero a mi y lo contrario de mí­, quiero la vida infinita y quiero mi vida individual, particular»; pero además de lo que realmente quiero, sigue estando ahí­ con toda su fuerza el hecho de la muerte, que pone lí­mites a todo deseo mí­o; y aquí­ Prini tiene toda la razón cuando insiste en que precisamente la muerte es el acontecimiento desmitificador radical, el único que puede poner al hombre a la escucha de lo absoluto». La consideración de la muerte es tanto más auténtica cuanto más se dan desesperados e inútiles intentos de ocultarla o de restarle importancia, de reducirla -dirí­a Heidegger- de muerte a mero deceso, intentos que continuamente se renuevan y se frustran.

Mas ¿por qué la muerte, precisamente la muerte, es una cifra de lo absoluto? ¿No podrí­a asumir, en cambio, el sentido de última, extrema e irremediable derrota del hombre y de su voluntad de trascenderse, ante el triunfo final (¡una vez másl) de lo relativo? Dar un sentido completo a la muerte sólo es posible en una perspectiva de fe; el terrible poder de lo negativo, según expresión hegeliana, es, sin duda, más indicativo si lo consideramos como «cifra de la nada» y no como «cifra del todo». Sin embargo, en la realidad fenomenológica de la muerte persiste un dato que hace pensar, el hecho de que ella es «la contradicción más flagrante que existe en el reino del homo faber, porque es la improductividad pura, el último contrasentido de todo el trabajo y de todas las producciones humanas». Ahora bien, el único modo de que los afanes del hombre sobre la tierra no caigan en un total contrasentido está precisamente en ver la muerte como apertura a otro orden de ser, dentro del cual las penas sufridas, las lágrimas y sudor derramados y las obras realizadas no caigan en el silencio. Este es el motivo (repito: existencial, no especulativo) por el que quien tiene fe en el hombre no puede menos de ver en la muerte la presencia (misteriosa) del Ser que salva la obra del hombre. Así­ como también resulta muy comprensible que, en la perspectiva opuesta, el que odia o desprecia a la humanidad y sus esfuerzos no pueda, como esprit fort, considerar la muerte sino orgullosa, despectiva y escépticamente, viendo en ella la realidad que devuelve la aparición histórica del hombre a la insignificancia e impotencia totales en que merece estar sepultado.

III. Conclusión: el Absoluto y el riesgo
Al Absoluto no lo elegimos nosotros, somos elegidos por él; no podemos hablar de él, somos hablados en él. Esto no impide que el hombre pueda disponerse a aceptar al Absoluto y situarse en este estado de abandono acogedor (Gelassenheit), al que Heidegger ha dedicado uno de sus más bellos escritos. Pero es también verdad que tal abandono no excluye que el encuentro con el Absoluto pueda situarse bajo el signo del pathos, de la lucha interior, del sufrimiento y hasta del terror, del phobos frente a la muerte. En el instante de la absoluta insignificancia frente a la muerte que nos acomete, la soledad del sujeto es total e inconsolable. ¿De quién podrá brotar la ayuda sino del sujeto mismo y de su aceptación de la muerte? Aceptación, por otra parte, arriesgada, por estar más allá de toda posibilidad tanto de control como de predicabilidad por parte del logos; arriesgada, porque así­ es toda aceptación afirmadora de un bien existente cuando aún no se posee ese bien. Como acertadamente lo ha mostrado Helmut Kuhn, Sócrates es el modelo eterno del hombre que realiza una decisión en favor del Absoluto, creyendo en la bondad del ser, arriesgando con esta decisión «la profundidad última del alma». La elección socrática de la muerte en el Critón, la convicción de que es mejor padecer una injusticia que cometerla, no es un acto de autoafirmación creadora en un ámbito de contrasentido total, según podrí­a deducirse de una visión sartriana de la libertad como absoluta y desesperada, sino una renuncia a la absolutez de la libertad (¿quién menos libre que el que se deja llevar a la muerte?), reconociendo la libertad abarcadora del Absoluto. Sócrates muere y acepta la muerte no por tener la certeza de su destino y del bien que predica, sino porque sabe que los bienes de que podemos tener certeza no son propiamente el bien y que el bien no se concede a quien pretende administrarlo como algo propio, sino a quien sabe abandonarse a él dócilmente. Si nuestro tiempo, al que con acierto se ha llamado el tiempo del abandono, sabe vivir este abandono no como desamparo, sino como presencia oculta del Absoluto (según quizá la más pura intención de Bonhoeffer), le será posible dar con las huellas de Dios en el «riesgo» de una realidad cotidiana que le resulta al hombre cada vez más gravosa y grávida de insignificancia, pero también cada vez más susceptible de transfiguración. El riesgo de creer en el Absoluto no puede anularse con afirmación alguna de cuño pascaliano; el riesgo aparece ya en el principio, cuando se elige -cosa a que todo hombre se ve forzado- jugarse la vida y el significado de la misma, entre el todo y la nada, entre una ausencia desesperante y una presencia sobreabundante. Sin embargo, para quien sabe aceptar este riesgo y explorar los abismos más profundos del ser ya no hay lugar a inquietud alguna: en ellos todo es eterna y serena tranquilidad. «Y así­, en toda la angustia de la insecuritas humana vale como máxima fundamental de vida la advertencia de Goethe, que atestigua su gran experiencia; `Si te resignas, serás ayudado».

F. D Agostino
DicES

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

1. Lo absoluto designa, por su concepto, lo incondicionado en cuanto tal. El concepto opuesto es lo relativo. Lo a, excluye simplemente toda dependencia de otra cosa respecto a su existencia. Este uso substantivado de la palabra expresa un carácter incondicional del ser, no sólo de la valoración o del concepto (que se llama absoluto porque no dice referencia a otra cosa). Lo absoluto por excelencia transciende también, como un singulare tantum, la dimensión incondicional de las substancias, y de los «accidentes absolutos», que sólo se da en cierto aspecto; esas substancias son absolutas en cuanto poseen ser independiente o, en todo caso, no se reducen a mera referencia o relatividad.

2. La existencia real de lo absoluto así­ entendido parece ser (supuesto que exista algo) una evidenció primera que resulta de su mismo concepto. Los contenidos de las nociones de «absoluto» y «relativo» son contradictorios: no puede darse un tercer término que no sea ni independiente ni dependiente en su ser. Lo relativo, empero, apunta de por sí­ a aquello de que depende, y, en último término, a lo que no es relativo, sino absoluto La suposición de una serie sin principio de meros relativos, en un regressus in in finitum, no harí­a tampoco desaparecer esta referencia a lo absoluto que sale de lo relativo, siquiera falle, ante ese ensayo mental, nuestra representación ligada al tiempo y al espacio. Pero serí­a sobre todo sencilla imposibilidad un anillo o cí­rculo cerrado y, por ende, sin principio ni fin de términos exclusivamente relativos: A tendrí­a que haber dado la existencia a B, a pesar de que A misma, pasando por C, D, etc., dependerí­a de B precisamente en su existencia. Si en verdad existe algo, lo existente no puede ser meramente relativo, es decir, referido a otro, pues, en definitiva, tiene que referirse a lo absolutamente otro y, por tanto, existe necesariamente lo absoluto.

3. Con la evidencia per se con que lo absoluto se afirma como aquello que, a par de pensarse necesariamente, existe también necesariamente, concuerda la tradición filosófica de dos milenios. La universal experiencia religiosa de lo «otro», que posee poder último e incondicionado, se convierte para la reflexión de la India en el Todo-Uno, cuya apariencia es el mundo; y, para el temprano pensamiento griego, en el fundamento primero (árjé) del mundo. Platón ve en la idea suprema del bien la carencia de supuesto y el subsistir en sí­; que constituyen lo absoluto. Esta visión determina al neoplatonismo y, a par de la revelación judí­a y cristiana, los siglos de la patrí­stica (cf. p. ej., Gregorio Nacianceno; posteriormente, al Maestro Eckhart, a Jakob Báhme, a Franz v. Baader, que hablan del «principio sin principio», y también del «no-principio». En Aristóteles se dibuja el ser absoluto de la causa eterna e inmóvil en su «separación» de todas las cosas sensibles del mundo.

La escolástica integra lo absoluto en el concepto más pleno de lo (absoluto)-necesario, concebido como el «ente per se» (Anselmo), como «la causa primera del ser, que no tiene su ser de otra cosa» (Tomás), como el ens a se, «el ente que es desde sí­ mismo» (Suárez). Buenaventura (Itiner. 111, 3) contrapone al ser dependiente el ens absolutum, que es el ser más puro, real y perfecto; su conocimiento es la condición de la posibilidad para el conocimiento del ente deficiente e imperfecto, y subyace en todo conocimiento de la verdad. Más adelante dice también expresamente Nicolás de Cusa: «Sólo Dios es absoluto», en oposición a toda referencia y limitación (Docta ign. II 9; i 2). Los sistemas filosóficos del racionalismo, y, sobre todo, del idealismo alemán son filosofí­as de lo absoluto Para este sistema, lo que necesita explicación no es lo infinito o absoluto, sino lo finito o relativo. Según Fichte, Schelling y, sobre todo, Hegel, el único y universal fundamento espiritual se desarrolla como mundo mediante un movimiento autocreador (en medio de una absolutez que es interpretada como una automediación dialéctica a través de lo relativo, de modo que en las diferencias se mantiene la identidad (véase filosofí­a de la identidad). En los s. xix y xx, lo «aabsoluto», que entró en las lenguas modernas a través de Hegel, se interpreta por lo general en forma «irracional». Las filosofí­as de los valores y de la existencia lo reducen casi siempre a la incondicionalidad de situaciones generales espirituales o de actitudes humanas personales. La conciencia de nuestro tiempo, que es norma para la masa, se orienta más y más hacia la tendencia empí­rica del pensamiento moderno, la cual, como la sofí­stica antigua, en lo relativo a lo absoluto se inclina a la negación (/ateí­smo) o, más bien, a la duda (/agnosticismo, / escepticismo).

4. Para la conciencia actual, por influjo sobre todo de Kant, se ha oscurecido la evidencia primera de la existencia necesaria de lo absoluto. Esa evidencia se funda en un paso o salto del pensamiento, por el que lo relativo o condicionado es conocido como tal, es abordado en su conjunto y se lo sobrepasa en su totalidad en dirección a loabsoluto o incondicionado. Ahora bien, según Kant, eso no es posible al conocimiento humano. A juicio de Kant, sólo podemos conocer propiamente un objeto en cuanto nos es dado bajo las condiciones del espacio o, por lo menos, del tiempo. Algo relativo y condicionado sólo puede ser conocido como dependiente de otra cosa, que es a su vez relativa y está condicionada por un tercero de la misma especie, y así­ sucesivamente. El proceso sin término de un fenómeno a otro, en el horizonte de la experiencia posible dentro del espacio y del tiempo, es el esquema de conocimiento trazado por Kant en la Crí­tica de la razón pura. Con ello dio Kant la clásica fórmula epistemológica del programa metódico de la ciencia natural moderna, y le señaló su campo de investigación, en principio sin limites dentro del ámbito fenoménico llamado «mundo». Esta concepción, partiendo de la ciencia -donde, sépase o no su origen filosófico, ella tiene su puesto de todo punto legí­timo-, repercute ilegí­timamente como actitud fundamental más o menos marcada de un positivismo relativista sobre la visión filosófica del mundo. Datos psicológicos y sociológicos parecen ofrecer hoy en gran medida una confirmación empí­rica y cientí­fica del relativismo en las posiciones intelectuales. Goethe expresó esta estructura mental en términos de un optimismo vital: «Si quieres llegar a lo infinito, recorre por todos sus lados lo finito».

5. Aun el intento de hacer de nuevo comprensible la fundamental evidencia primera de la realidad absoluta puedes aceptar que Kant le señale la dirección, ya que éste recibió sugerencias de la tradición, sobre todo de Agustí­n y Buenaventura.

La idea de lo incondicionado tiene en el esquema epistemológico de Kant la función de un «principio regulador»; ella pone en marcha, como meta teóricamente inalcanzable, el preguntar, e investigar. Sólo en otro campo se abre para el Kant de la Crí­tica de la razón práctica el acceso a la realidad «constitutiva» de lo incondicionado: en la experiencia de la obligación moral, en el imperativo categórico (= incondicionado) de la conciencia. No la investigación teórica de la naturaleza en su necesidad, pero sí­ el deber moral de orden práctico, cuyo prerrequisito inmediato es la libertad del hombre, presupone la existencia necesaria del absoluto, al cual podemos llamar Dios, como postulado fundamental para que su exigencia tenga verdadero sentido; sentido que para Kant está fuera de toda duda. Dios es el garante del orden moral del mundo (/ ética).

Sin embargo, la experiencia de lo incondicionado no se nos da sólo dentro de la libertad moral, sino también en todo conocimiento verdadero. Dondequiera algo es conocido como «verdadero», o sea, tal como es, ese conocimiento reclama validez incondicional, exige el reconocimiento de todo sujeto racional, ante toda constelación posible de objetos del mundo. El contenido del conocimiento puede estar todo lo condicionado y limitado que se quiera en tiempo y espacio; puede tal vez afectar sólo al hic et nunc de una de mis sensaciones, desaparecidas de nuevo inmediatamente; pero la exigencia de validez de la verdad, que conviene al enunciado sobre ella, está de todo en todo por encima del tiempo y del espacio. Aun el fenómeno más casual y pasajero es aprehendido en el conocimiento verdadero en cuanto es como ente; y con ello se abre el espacio universal e incondicionado del ente como tal, del ser en general. Pero precisamente este modo de conocer era el supuesto previo para que lo relativo o condicionado pudiera ser conocido como tal y, con ello, fuera conocida su esencial e inamisible referencia a lo absoluto e incondicionado. Con ello queda abierto el camino para subir desde el modo lógico de incondicionalidad del conocimiento verdadero en el horizonte indefinido e infinito del ente, al actus purus de orden ontológico, al principio absoluto, determinado e infinito de la verdad y de la realidad.

Hay que atender no sólo al «qué» fenoménico, p. ej., del nexo funcional cientí­fico entre datos observados, sino también al «hecho» ontológico (de que efectivamente es así­); pero esto exige una irrupción a través de la perspectiva y «tras» la perspectiva metódicamente limitada de la problemática de cada ciencia particular, a la que sólo se manifiesta la apariencia de los fenómenos, hacia una actitud intelectual de tipo filosófico, que está abierta al ser en sí­ de la realidad cósmica. Esta irrupción «a través» es obra, en su realización efectiva, de la libertad que brota de un llamamiento dirigido al hombre en su totalidad. En este sentido, la preparación para entender la realidad del absoluto en el campo del conocimiento teórico, en el cual Kant y con él gran parte de la mentalidad actual piensan que no se la puede encontrar, está en efecto entrelazada con el ejercicio de la libertad del hombre, a la que apelaba Kant. Pero esta apelación a la libertad moral puede recibir también una fundamentación teórica.

Otro camino, tampoco puramente irracional, para poner de manifiesto la realidad de lo absoluto, podrí­a consistir en resaltar cómo el carácter incondicional que va anejo a la esencia del amor personal ha de tener el fundamento de su posibilidad y de su consumación en la existencia real del absoluto en persona.

Con la sola noción de lo absoluto, como lo incondicionado en general, nada se dice acerca de la estructura fundamental, teí­stica o panteí­stica, del universo. Pero las pruebas apuntadas de la existencia de lo absoluto, no meramente deducidas de su concepto, sino apoyadas en la experiencia, pruebas que existencialmente son las más convincentes, empujan hacia una interpretación teí­sta personal, hacia un principio primero y fin último de la verdad y libertad en la personal realización del ser propio del hombre. En el modo de doble negación que es irremediablemente propio del conocimiento humano de lo absoluto (= lo no-condicionado; donde «condicionado» significa a su vez limitación, finitud y negación), se anuncia desde el principio el permanente carácter misterioso de lo absoluto.

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Walter Kern

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica