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ACTO RELIGIOSO

ACTO RELIGIOSO

El a.r. es un concepto central de la filosofí­a de la -> religión y de la -> antropologí­a teológica. Cómo ha de delimitarse más concretamente e] contenido de] concepto está condicionado por la autointeligencia del hombre en un determinado momento histórico y por la antropologí­a que (expresa o implí­citamente) corresponde a esa inteligencia. En lo que sigue se aclaran las notas esenciales y estructurales de] a.r. a la luz de la más reciente filosofí­a católica de la religión (I, II).

A ello se une una reflexión teológica crí­tica y complementaria (III).

I. Naturaleza del a.r.

Si se toma en serio el axioma general: actus specificatur ab obiecto, el a.r. mismo adquiere una peculiarí­sima y singular estructura por su objeto, que es la realidad misteriosa de Dios, en conformidad con la singular relación que reina entre Dios y el hombre: Dios no está frente al hombre como un objeto cualquiera de su conducta intencional, de suerte que el hombre, saliendo de una subjetividad que subsiste y se sacia completamente en sí­ misma, pudiera también, posteriormente, referirse a él o ser afectado por él en su acto. La afección subjetiva de parte de Dios (cf. ii 3) pertenece más bien al fundamento primigenio del mismo ser humano. Pues el hombre implica la referencia al misterio de Dios en el núcleo mismo de su esencia espiritual (es decir, autotransparente) y finita, y no sólo en virtud de algo añadido a una –> «naturaleza» ya redondeada y con perspectiva en sí­ misma. Y, en la medida de esa referencia, él se halla sustraí­do y oculto a sí­ mismo, de suerte que posee en Dios y no por sí­ mismo toda su subsistencia y la incólume totalidad y claridad de su esencia. El a.r. es así­ la entrada del hombre en esta transcendencia de su propia esencia y, con ello, una humilde, receptiva y perceptiva apertura, así­ como una reactiva afirmación tributada como respuesta y entrega a la llamada y al dominio totales por parte del misterio de Dios. Es una afirmación de la afección de la existencia humana por dicho misterio, afección que es ineludible incluso en el plano de la subjetividad. Así­ el a.r. sitúa al hombre ante Dios en cuanto hace presente ante sus propios ojos en la forma más profunda y amplia el mismo ser humano. Pues el hombre, en medio de su finitud espiritual, es la referencia presente en sí­ misma al misterio infinito.

II. Las estructuras
De este esquema general de la esencia puede desprenderse una serie de estructuras, las cuales no se hallan soldadas como piezas sueltas en el a.r., sino que cada una de ellas abarca el todo de su realidad y esclarece su contenido.

1. La estructura apriorí­stica
El a.r. así­ caracterizado, como aceptación y ratificación de la naturaleza espiritual del hombre, es «dote necesario del… alma espiritual» (Scheler), es (subjetivamente) ineludible y no se puede saltar por encima de él. El hombre, en la realización de sí­ mismo, no puede siquiera emanciparse de dicho acto y, por tanto, no tiene siquiera opción entre ser religioso o simplemente «no religioso». Sólo puede optar entre aceptar en forma auténtica, adecuada a su esencia y libre el a.r. fundamental o «reprimir» (Rom 1, 18) culpablemente este permanente acto fundamental (cuando trata de escapar a la necesidad de la ineludible llamada a su libertad por parte del misterio infinito). Realizándose ineludiblemente y, sin embargo, pasando necesariamente a través de la libertad del hombre, el a.r. lleva dentro de sí­ mismo la posibilidad de la irreligiosidad como la deformación de su esencia.

2. Acto de todo el hombre
De acuerdo con la relación metafí­sicamente señera entre Dios y el hombre, la referencia del hombre a Dios en el a.r. significa también una más alta y plena referencia a sí­ mismo y realización de sí­ mismo; la dirección hacia el objeto no impide, sino que hace posible a la vez la participación del sujeto. Por eso el a.r. es un acto radical y total (usando la terminologí­a de la psicologí­a de la religión) una «yo-función»: una realización total de la existencia humana; realización que se inicia en aquel centro no exteriorizado del sujeto («corazón») que todaví­a tiene en sí­ concentradas originariamente todas las facultades y dimensiones (espirituales y sensibles) del hombre (-> cuerpo, -> mundo, -> historia e historicidad, –> comunidad), de suerte que él puede y debe integrarlas todas dentro del compromiso religioso. Por eso, el a.r. no tiene su propia sede en una determinada facultad o disposición aislada, no en el puro entendimiento (como p.ej., opina Espinosa), ni en la voluntad puramente tal (como, p.ej., cree Kant), ni en un «sentimiento» adecuadamente distinto de estas facultades (el cual se distinguiera de otros estados sentimentales o por su cualidad – así­ recientemente, p.ej., en F.K. Feigel, W. Baetke – o por cu intensidad -así­, p.ej., en G. Simmel, W. Natorp -; véase sobre este punto en general la filosofí­a de la religión influida por el neokantismo y por la teorí­a de los valores), ni siquiera en un determinado complejo de tendencias (en la aspiración a la felicidad y en el miedo a la muerte: Feuerbach; en la sexualidad reprimida: el joven Freud).

3. La estructura racional
Como acto anclado en la misma raí­z del ser humano, el a.r. actualiza las dos potencias espirituales (entendimiento y voluntad) desde aquel centro del sujeto donde ambas están aún originariamente entrelazadas y donde han vuelto a recogerse en una unidad conscientemente indisoluble. Por eso, en este ámbito, al entendimiento no se le añade desde fuera la referencia religiosa; más bien, el pensar es en sí­ mismo devoto, su comprender es originariamente emoción; su objetividad es reverencia; su juicio es convicción. Y esto es así­ porque el pensamiento, en cuanto autopresencia original (la cual se realiza en forma no objetiva ni refleja y nunca admite una certeza plenamente sometida a la reflexión), en cuanto presencia del espí­ritu humano bajo su dimensión transcendente ante sí­ mismo, está siempre situado ante Dios y, por tanto, el infinito misterio divino es para él no algo extraño a su esencia, algo todaví­a no dominado intelectualmente, sino una realidad que le pertenece í­ntimamente, pues custodia y configura su propia naturaleza transcendente. Con esto queda hecha la delimitación de los fenómenos originales de lo religioso dentro del pensamiento, exigida por la teorí­a fenomenológica de la ciencia (Husser1) y por la filosofí­a fenomenológica de la religión que sigue esa teorí­a (Scheler y su dirección, R. Otto, G. van der Leeuw). Pero el a.r. directamente ejecutado es sólo la realización expresa, libremente aceptada y afirmada, de esta religiosidad inmanente al pensar mismo y de la abertura hacia el ámbito de lo santo. Es, por tanto, racionalmente inteligible en sentido auténtico; no existe contraste originario entre metafí­sica y religión (como p.ej. en Scheler); el a.r. es más bien la suprema representación de la esencia metafí­sica del hombre, y su reducción a un estado de sentimiento irracional (Schleiermacher, R. Otto), o a una «disposición» religiosa especí­fica, distinta de la fundamental condición espiritual de la criatura, supone una concepción del entendimiento humano racionalistamente restringida y orientada únicamente a un saber objetivo. Por esta estructura racional se ve también claro que el a.r. no es indiferente a la cuestión de la verdad (como en el pragmatismo religioso, por ejemplo, en W. James), sino que la contiene en sí­ mismo.

4. La estructura personal
El a.r. positivamente ejecutado con libertad equivale a la aceptación de aquella dimensión del ser del hombre en virtud de la cual el Dios misterioso dispone de él, le habla y lo llama. Es, pues, un ponerse a disposición, una aceptación de la existencia como acatamiento al misterio infinito, la total representación del hombre en un acto de entrega; es un acto de -> amor y, con ello, la expresión del más amplio compromiso personal, de la condición social más hondamente radicada que cabe en el hombre. El a.r. tiene carácter de respuesta. El se articula en la oración, como libre respuesta a las exigencias de Dios al hombre. La libre aceptación de la esencia fundamentalmente religiosa (aceptación que pertenece también a la realidad del a.r. positivo) puede tener en el hombre, como ente histórico y pluridimensional, una gradación esencial; por eso no todo a.r. es ya necesariamente en su ejecución el total compromiso religioso del hombre, que desencadena o despliega «todas las fuerzas» (Mt 22, 37); no toda la fe es, p. ej., aquella caridad que justifica (cf. p.ej., Dz 1302, 1791, 797).

5. El a.r. como tema explí­cito
Puesto que Dios reclama al hombre en todas sus dimensiones, y puesto que en un hombre la plena actualización de cada dimensión depende de la adecuada realización de cada una de las otras, podemos también concluir que, en el a.r., el misterio infinito de Dios no sólo aparece en forma no objetiva, a manera de un fenómeno meramente anónimo, el cual permanece siempre en segundo plano y se presenta solamente como un hecho fundamental custodiado con un «pathos» silencioso, como algo que acompaña nuestra inteligencia del mundo y de nosotros mismos. Indudablemente, el misterio de Dios está siempre presente en esa forma no objetiva y transcendental, de modo que, en este sentido, es familiar en cierto modo a todo hombre, incluso al incrédulo; pero, además, en la ejecución del a.r. Dios se convierte en tema directo para el hombre (aunque en medida diversa), él se hace objetivo y cósmico, visible y accesible mediante la palabra, pues de lo contrario no podrí­a ser comprendido y afirmado personalmente en su verdadera infinitud y en la universal exigencia que en ella está implí­cita. De esta necesaria objetividad «mundana» de la actividad religiosa se desprende también la peculiar «necesidad de percepción» (Scheler) en el a.r. Por su movimiento, el cual va dirigido hacia el Dios revestido de una libertad y de un señorí­o soberanos y, para hacerse real, se produce en virtud de su esencia dentro de un punto concreto de la historia y del mundo, el a.r. hace al hombre «oyente de la palabra», despliega su esencial receptividad con relación a la revelación y su apertura a la libre comunicación de Dios que le sale al encuentro por la ví­a de la historia.

III. Reflexión teológica
1. La inteligencia del acto de la fe cristiana, estando marcada por el carácter de promesa del contenido de la misma, no permite definirlo exclusiva o primariamente como la acepción libre (aunque se trate de una libertad acompañada por la gracia) de la apriorí­stica constitución fundamentalmente religiosa de la existencia humana (cf. i, ii), de modo que el problema de la salvación se centrara en si el individuo se acepta o no se acepta a sí­ mismo bajo el aspecto de esta transcendencia hacia Dios que determina su esencia. Pues así­ surgirí­a el peligro de que el problema de la salvación quedara reducido al ámbito privado y de que la historia salví­fica fuera concebida en forma amundana y, en último término, totalmente ahistórica. En este sentido, la inteligencia cristiana de la fe ha de ejercer siempre una función crí­tica frente al intento de concebir el acto de fe partiendo de una religiosidad general, expresable mediante una filosofí­a metafí­sica de la religión.

2. A la luz de la idea cristiana de la fe, la relación religiosa del hombre con Dios adquiere un rasgo que los elementos estructurales explicados en it no descubren, a saber: la esencial y permanente intersubjetividad del sujeto religioso, y la interpersonalidad de la realización de sí­ mismo. Este carácter interpersonal se desprende del mensaje sobre la originaria y constante unidad total entre el amor a Dios y el amor al prójimo, de la consiguiente mediación necesaria y permanente «del hermano» en la relación con Dios, es decir, de la mediación fraternal para alcanzar el contacto inmediato con Dios. Esa visión ha sido desarrollada sobre todo por el reciente ->personalismo teológico; pero éste también la ha desfigurado a menudo por entender no pocas veces la intersubjetividad humana como un mero modelo, que luego también puede aplicarse a Dios. Con lo cual no se ha hecho justicia ni al carácter inalienable de la interpersonalidad humana ni a la í­ndole incomparable del Tú divino. Lo decisivo es, en primer lugar, que la intersubjetividad humana puede estar abierta en sí­ misma al misterio de Dios (dicho bí­blicamente: que en el mismo amor al prójimo se hace evento el amor salví­fico de Dios, «tránsito de la muerte a la vida»: cf. 1 Jn 3,14; dicho dogmáticamente: que el mismo amor al prójimo es una virtud teologal), y, en segundo lugar, que el sujeto especí­ficamente cristiano de la relación humana con Dios es, no el hombre particular en su aislamiento («alma-Dios»), sino el hombre en su condición de cohombre, en su «fraternidad». Sólo así­ alcanza el hombre su propio yo, es él mismo en la profundidad de su personalidad y de su existencia. Pues lo «personalí­simo» -tan traí­do y llevado – del hombre consiste, no en la privatissimum de una subjetividad e intimidad monádica, sino, dicho y entendido bí­blicamente, en el amor. Y este amor no tiene el carácter de un interhumanismo meramente privado, de una relación puramente existencial del yo al tú, sino que implica además el momento de la responsabilidad pública y social por el otro, por el «más pequeño»: cf. p.ej., la tendencia a eliminar la concepción privada en la definición del «prójimo» y del «amor al prójimo» en la parábola del buen samaritano. Lo que caracteriza primariamente el rasgo fundamental antropológico del a.r. cristianamente entendido es, no un romántico autoencuentro o un autoperfeccionamiento del individuo, sino la enajenación, la expropiación a servicio de una promesa hecha para la «salvación de toda carne».

3. Finalmente, esta constitución fundamental del a.r. cristianamente entendido tiene también un efecto decisivo para su definición en su más alta manifestación religiosa, a saber, en la -> mí­stica o experiencia mí­stica. Esta despierta corrientemente la impresión de alejamiento del mundo y de los hombres, y toma así­ frecuentemente visos de subjetivamente arbitraria y puramente privada. Pero una mí­stica religiosa cristianamente entendida no es, ni una especie de vivencia panteí­sta de lo infinito, ni, propiamente, una ansia esotérica de ascensión que insista sobre todo en la autorredención del alma individual. Más bien, en cierto modo, es una «mí­stica fraternal». En efecto, tampoco ella parte de una arbitraria negación de los hombres y del mundo, con el fin de llevar a la fuerza hacia la inmediatez con Dios. Pues el Dios buscado en la fe cristiana sólo se entrega a sí­ mismo en el movimiento de su amor a los hombres, «a los más pequeños», tal como se nos ha revelado en jesucristo. Por eso la mí­stica cristianamente entendida halla la experiencia inmediata de Dios precisamente en que ella se atreve a reproducir la entrega incondicional del amor de Dios, en que se deja envolver en el descensus de Dios, en la kenosis de su amor a los más pequeños de los hermanos. Sólo en este movimiento está la suprema cercaní­a, la suprema inmediatez de Dios. Y, por eso precisamente, también la forma mí­stica del a.r. se realiza, no fuera del, o junto al, o por encima del mundo, sino en medio de él.

Johannes Baptist Metz

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica