Biblia

AGUSTIN DE HIPONA

AGUSTIN DE HIPONA

Vida: Nació el 13 de noviembre del 354 en Tagaste, Numidia, hijo de un consejero municipal y modesto propietario. Estudió en Tagaste, Madaura y Cartago. Enseñó gramática en Tagaste (374) y retórica en Cartago (375-383), Roma (384) y Milán (384-386). Tras leer el Hortensio de Cicerón (373) inició su búsqueda espiritual que le llevarí­a primero a adoptar posturas racionalistas y, posteriormente, maniqueas. Le atrajo especialmente del maniqueí­smo el racionalismo del que presumí­an, su insistencia en un cristianismo espiritual que excluí­a el Antiguo Testamento y su pretensión de comprender el problema del mal. Decepcionado del maniqueí­smo tras su encuentro con el obispo maniqueo Fausto, cayó en el escepticismo. Llegado a Milán, la predicación de Ambrosio le impresionó, llevándole a la convicción de que la autoridad de la fe es la Biblia, a la que la Iglesia apoya y lee. La influencia neo-platónica disipó algunos de los obstáculos que encontraba para aceptar el cristianismo, pero el impulso definitivo le vino de la lectura de la carta del apóstol Pablo a los romanos en la que descubrió a Cristo no sólo como maestro sino también como salvador. Era agosto del 386. Tras su conversión renunció a la enseñanza y también a la mujer con la que habí­a vivido durante años y que le habí­a dado un hijo. Tras un breve retiro en Casiciaco, regresó a Milán donde fue bautizado por Ambrosio junto con su hijo Adeodato y su amigo Alipio. Tras una estancia breve en Roma — en el puerto de Ostia murió su madre, Mónica — se retiró a Tagaste donde inició un proyecto de vida monástica. En el 391 fue ordenado — no muy a su placer — sacerdote en Hipona y fundó un monasterio. En el 395 fue consagrado obispo, siendo desde el 397 titular de la sede. Aparte de la ingente tarea pastoral — que iba desde la administración económica al enfrentamiento con las autoridades polí­ticas, pasando por las predicaciones dos veces a la semana, pero en muchos casos dos veces al dí­a y varios dí­as seguidos — desarrolló una fecundí­sima actividad teológica que le llevó a enfrentarse con maniqueos, donatistas, pelagianos, arrí­anos y paganos. Fue el principal protagonista de la solución del cisma donatista, aunque resulta discutible la legitimación que hizo del uso de la fuerza para combatir la herejí­a, así­ como de la controversia pelagiana. Murió en el 430 durante el asedio de Hipona por los vándalos.

Obras: La obra de Agustí­n es numerosí­sima e incluye escritos autobiográficos (Confesiones, Retractaciones), filosóficos (los Diálogos en Casiciaco, un libro Acerca de la vida feliz, dos libros Acerca del orden, dos libros de Soliloquios, un libro Acerca de la inmortalidad del alma, varios libros de disciplinas, un libro sobre la cantidad del alma, tres libros Acerca del libre albedrí­o, seis libros Acerca de la música, un libro Acerca del maestro), apologéticos (un libro Acerca de la religión verdadera, un libro Acerca de la utilidad de creer, un libro Acerca de la fe en las cosas que no se ven, un libro Acerca de la adivinación de los demonios, seis Cuestiones expuestas contra los paganos, La Ciudad de Dios), dogmáticos (un libro Acerca de la fe y del sí­mbolo, un libro Acerca de ochenta y tres diversas cuestiones, dos libros Acerca de diversas cuestiones a Simpliciano, un libro Acerca de la fe y las obras, un libro Acerca de ver a Dios, un libro Acerca de la presencia de Dios, un Enquiridión a Laurencio, quince libros Acerca de la Trinidad, etc.), morales y pastorales (un libro Acerca del bien conyugal, un libro Acerca de la continencia, etc.), monásticos (La Regla — la más antigua de las reglas monásticas occidentales — y un libro Acerca de la obra de los monjes), exegéticos (diversos comentarios sobre libros del Antiguo y Nuevo Testamento), polémicos (dos libros Acerca de las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los maniqueos, Actas contra el maniqueo Fortunato, 23 libros Contra Fausto el maniqueo, un libro Contra Secundino el maní­queo, Epí­stola a los católicos acerca de la secta de los donatistas o Acerca de la unidad de la Iglesia, un libro Acerca del trato de los donatistas — donde defiende las leyes imperiales promulgadas contra ellos-, un libro Acerca de la naturaleza y la gracia, un libro Acerca de los hechos de Pelagio, dos libros Acerca de la gracia de Cristo y del pecado original, seis libros Contra Juliano, Acerca de la predestinación de los santos, Acerca del don de la perseverancia, un libro A Orosio contra priscilianistas y origenistas, Tratado contra los judí­os, Acerca de los herejes, etc.). Igualmente ha llegado hasta nosotros un epistolario de 270 cartas y un conjunto de sermones cuyo número oscila entre 360 y el medio millar, variando las cifras en razón de la dudosa autenticidad de algunos de los mismos. A todo esto hay que añadir un libro de gramática, unos Principios de dialéctica, unos Principios retóricos, una Oración acerca de la Trinidad, ocho Versos acerca de san Nabor y unos Sumarios de sus obras mayores, cuya autorí­a no es del todo segura.

Teologí­a: En una magní­fica conjunción de fe y razón, el pensamiento agustiniano gira en torno a Dios (el ser sumo, la primera verdad, el eterno amor sin el que es imposible hallar el descanso del alma) y el hombre. Este último es considerado por Agustí­n una †œmagna quaestio† sólo iluminada por el hecho de su creación a imagen de Dios. En la naturaleza inmortal del alma humana está impresa la capacidad de elevarse hacia la posesión de Dios, si bien esta circunstancia queda deformada por el pecado y sólo puede ser restaurada por la gracia. A los problemas filosóficos del ser, el conocer y el amar, Agustí­n ofrece una respuesta que arranca de la creación, la iluminación (auténtico quebradero de cabeza de los estudiosos de san Agustí­n) y la sabidurí­a o felicidad que sólo puede ser Dios mismo. Su método teológico descansa en la adhesión a la autoridad de la fe que se manifiesta en la Escritura (de origen divino, inerrante, leí­da literalmente en sus argumentaciones dogmáticas y con concesiones alegóricas en la predicación popular), leí­da a la luz de la Tradición y dotada de un canon establecido por la Iglesia. Esta unión a la Escritura ha de vivirse en amor (De Doct. Chr. I, 35, 39) y expresarse con exactitud terminológica (De Civ. Dei, X, 23). Su teologí­a trinitaria se injerta en el proceso anterior de la Tradición y va a influir poderosamente en el desarrollo de la teologí­a trinitaria occidental. En ella enuncia el principio de igualdad y distinción de las personas (De Civ. Dei, XI, 10, I) e intenta explicar psicológicamente la Trinidad como reflejo de la trí­ada de memoria, inteligencia y voluntad. Asimismo reformula Agustí­n la doctrina de la Encarnación, que resultó decisiva en el proceso de su conversión, y preludia en su terminologí­a a Calcedonia (†œdos naturalezas pero una sola persona,† †œuno y otro, pero un solo Cristo,† etc.). Los dos temas a los que Agustí­n se dedicó con más profundidad fueron el de la salvación y el de la gracia. El motivo de la Encarnación fue la salvación de los hombres (De Pecc. mer. remiss. I, 26, 39) de lo que se desprende que nadie puede salvarse sin Cristo (de esta teologí­a de la redención, Agustí­n deduce la del pecado original, donde se percibe una visión pesimista del hombre quizá influida, al menos en parte, por la propia experiencia personal del teólogo), que se ofrece como sacrificio perfecto al Padre (Conf. X, 43, 69) con el que †œpurgó, abolió y extinguió todas las culpas de la humanidad, rescatándonos del poder del demonio† (De Trin. IV, 13, 16-14, 19). Tal aspecto queda ligado en la teologí­a agustiniana con el de la justificación. Esta — que se da a través de la fe — produce una remisión de los pecados †œplena y total,† †œplena y perfecta† (De Pecc. mer. remiss. II, 7, 9), sin excepción de pecados (De g. peí­. XII, 28). A continuación, se produce en el creyente una renovación progresiva cuya consumación se producirá sólo con la resurrección, lo que dota a la justificación de un matiz escatológico. Papel inexcusable desempeña en todo este proceso la gracia. Sin ella es imposible convertirse a Dios, evitar el pecado y alcanzar la salvación plena. Esta gracia es un don gratuito de Dios, como lo es también la perseverancia final. Incluso los méritos humanos no son sino don de la gracia (Ep. CLXXXVI, 10; De gr. et. 1. arb. V, 10-VIII, 20). Esta insistencia en defender la gratuidad inmerecida de la gracia le llevó a desarrollar el tema de la predestinación que, en su opinión, es el baluarte que defiende a aquélla (De d. pers. XXI, 54). Dios tiene en su haber una gracia que ningún corazón podrí­a rechazar de verse expuesto a la misma (De praed. s. VIII, 13). Por qué no la usa con todos es un misterio ante el que Agustí­n se inclina humildemente (De pecc. mer. remiss. I, 21, 23-30) aceptando que, en cualquier caso, Dios no es injusto ni cruel en su ejercicio de la gracia (De Civ. Dei XII, 27). No hace falta decir que este énfasis agustiniano en la gratuidad de la gracia y en el carácter predestinacionista de la misma llevó desde, prácticamente, su misma vida a posturas extremas al respecto. Sin entrar a fondo en el tema podemos señalar que, aun admitiendo esta delineación del pensamiento del teólogo, lo cierto es que, en términos generales, resultó mucho más matizado que el de otros autores que lo utilizaron para sostener sus puntos de vista, desde Godescalco (s. VII) a Lutero (s. XVI), Calvino (s. XVII) o Jansenio (s. XVII). Eclesiológicamente, Agustí­n no es uní­voco en la utilización del término †œiglesia† refiriéndose tanto a la comunidad de los fieles, edificada sobre el fundamento apostólico, como al conjunto de los predestinados que viven en la dichosa inmortalidad. Considera hereje no al que yerra en la fe (Ep. XLIII, I) sino al que †œresiste a la doctrina católica que le es manifiesta† (De Bapt. XVI, 23), la cual se expresa en el sí­mbolo bautismal, en los concilios (Ep. XLIV, I) y en la sede de Pedro, que siempre disfrutó del primado (Ep. XLIII, 7). Agustí­n subraya, al igual que en el tema de la justificación, el carácter escatológico de la Iglesia que se consumará en la eternidad. Dado que comprende a los predestinados sólo (De cat. rud. XX, 31), los pecadores únicamente forman parte de ella †œen apariencia† (De bapt. VI, 14, 23) y los justos que no perseveran no son hijos de Dios. Sacramentalmente, Agustí­n acepta la validez del bautismo fuera de la Iglesia pero niega que sea provechoso. El mismo es necesario para la salvación aunque puede existir también de deseo (De Bapt. IV, 22, 29). La Eucaristí­a se relaciona dentro de un claro simbolismo de signo eclesiológico, pero parece que Agustí­n comparte la creencia de que el pan se transforma en el cuerpo de Cristo y el vino en la sangre, así­ como, al menos en cierta medida, el contenido sacrificial de la Eucaristí­a (Conf. IX, 12, 32-13, 36). Por otro lado, parece favorecer la práctica de la penitencia en público. Mariológicamente, Agustí­n sostuvo el nacimiento de Dios de la virgen Marí­a pero no llega a utilizar la terminologí­a de †œmadre de Dios† tí­pica de Oriente. Afirmó igualmente la virginidad perpetua de Marí­a (Serm. LI, 18), aunque la consideró verdadera esposa de José (De Nupt. et. conc. I, 11, 12) y asimismo sostuvo que Marí­a no habí­a sido manchada por el pecado (De Nat. et gr. XXXVI, 42) si bien aún está lejos de desarrollos dogmáticos posteriores. Ver Donatismo; Pelagio; Prisciliano.

VIDAL MANZANARES, César, Diccionario de Patrí­stica, Verbo Divino, Madrid, 1992

Fuente: Diccionario de Patrística