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ALEJANDRIA, ESCUELA TEOLOGICA DE

ALEJANDRIA, ESCUELA TEOLOGICA DE

Para el desarrollo de una teologí­a cristiana se mostró hacia finales del s. ii como el lugar más favorable la capital de Egipto, Alejandrí­a, debido a su tradición cientí­fica. Aquí­ ya los primeros Ptolomeos habí­an creado, por el establecimiento de famosas bibliotecas, los presupuestos necesarios para la actividad espiritual que se produjo durante el perí­odo helení­stico en las más distintas ramas de la ciencia. Para la religión cristiana fueron especialmente estimulantes la filologí­a y la filosofí­a de cuño neoplatónico. El cristianismo, que al principio también en Egipto fue adoptado preferentemente por judí­os, debí­a completar en este encuentro su configuración. Los comienzos de la escuela teológica alejandrina permanecen en la oscuridad. En el libro vi de su historia eclesiástica Eusebio de Cesarea no da indicaciones claras. El motivo de su surgimiento debió ser el hecho de que cada vez con más frecuencia se pasaron a la nueva fe paganos o judí­os formados, los cuales se esforzaban por confrontar la «filosofí­a nueva» con otras filosofí­as y corrientes religiosas, para llegar a conocer la doctrina cristiana como la única verdadera. Así­, la razón habituada a pensar intentó necesariamente poner en relación las verdades de la revelación con el pensamiento natural y lograr una conciliación. Ya en el discurso del areópago (Act 17), Pablo intentó adaptarse a la mentalidad de sus oyentes, que poseí­an una formación filosófica. De manera semejante los -> apologetas (como Justino, el Mártir, hacia el año 150 en Roma) quisieron crear una plataforma espiritual común, sobre la cual se pudieran encontrar mutuamente el cristianismo y la sabidurí­a del mundo. Y así­, también en Alejandrí­a, junto a una enseñanza sencilla para catecúmenos dada en las escuelas catequéticas, pronto surgieron instituciones privadas, a manera de academias de formación, las cuales estaban abiertas para cualquier interesado, con el fin de ascender, partiendo de la filosofí­a, hasta las cimas de la teologí­a como explicación de la Escritura. El estoico Panteno es conocido como el primer maestro cristiano que impartí­a enseñanza de ese tipo. Quizá simultáneamente (hacia el año 180), su discí­pulo Clemente de Alejandrí­a enseñaba «la gnosis cristiana». Apoyándose en ambos, ya de joven empezó Orí­genes su actividad docente con autorización eclesiástica. Primero instruyó a catecúmenos, que más tarde confió a su amigo Heraclas, para dedicarse con licencia de su obispo (hacia el año 215) a la formación de alumnos ya iniciados y avanzados en una escuela propiamente teológica. Esta institución es la primera que puede apropiarse el nombre de escuela de teologí­a. Subsistió en Alejandrí­a hasta finales del s. iv, y se nutrió en todo tiempo de la substancia espiritual de su extraordinario fundador, cuyas numerosas obras fueron una y otra vez combatidas, defendidas e interpretadas en la apasionante historia de la escuela.

Mientras de Panteno apenas se nos ha transmitido otra cosa que el nombre, la obra de Clemente permite ver ya cómo se desarrolló la peculiaridad de la teologí­a alejandrina. El propósito de su actividad doctrinal, el de conectar entre sí­ el evangelio y la cultura griega, tení­a ya un modelo en la manera como los judí­os de Alejandrí­a, y especialmente Filón, habí­an conciliado el Antiguo Testamento con la herencia pagana. En su escrito propagandí­stico Protreptikos, Clemente se apropia el procedimiento de escritores profanos para interesar por su nueva doctrina a un cí­rculo culto de lectores paganos. Principalmente por su doctrina acerca de un único Logos divino, el cual ha instruido tanto a los profetas como a los filósofos, Clemente logra deducir toda verdad de un mismo origen y, con ello, ofrece a los griegos y a los bárbaros la única filosofí­a verdadera en el Verbo encarnado, en el maestro jesucristo. Quien se une a él para seguirle, se confí­a con ello primeramente a la fuerza educadora del Pedagogo, pues es el mismo Cristo el que, como tal, ayuda a ejercitarse en la vida cristiana. Por esto la segunda obra capital de Clemente, titulada Paidagogos, tiende a mostrar los mandatos de la sagrada Escritura como los preceptos del educador divino. El cristiano, al seguirlos, obra racionalmente en todo, es decir, obra en conformidad con el Logos. Por primera vez en Stromateis aparecen orientaciones para una vida de perfección cristiana. Aquí­ se presenta la figura ideal del «verdadero gnóstico» como prototipo final de la aspiración cristiana. Esta obra, la más amplia de Clemente, un policromo «tapiz» de pensamientos filosóficos y teológicos, muestra al mismo tiempo en los «capí­tulos metodológicos» de su libro octavo la dirección del desarrollo de la teologí­a alejandrina. La filosofí­a que Clemente pone a servicio de la interpretación de la Escritura posibilita el paso desde un saber ingenuo a un conocimiento cientí­fico (~a(~1). Una investigación teológica ( C~ais) consiste en poner las verdades fundamentales de la fe en relación con las diversas afirmaciones de la Escritura, del mismo modo que por la comparación de los principios del pensamiento con los distintos datos filosóficos se llega a determinadas consecuencias. Un procedimiento así­, elevándose por encima de la pura fe, ayuda a obtener la certeza (Gnosis), en cuanto posibilita la demostración cientí­fica.

También la exégesis tipológica de Clemente es decisiva para la manera alejandrina de cultivar la teologí­a. El helenismo habí­a desarrollado una filologí­a que daba una interpretación simbólica a las mitologí­as de Homero y de Hesí­odo. Así­, detrás de las historias de los dioses, se podí­an ver fuerzas de la naturaleza, fuerzas aní­micas o misterios de la metafí­sca. Este método lo habí­a aplicado ya Filón a los textos del Pentateuco, para eliminar el escándalo de una legislación superada u otras anomalí­as. Clemente aprende de Filón y, probablemente, también de la gnosis judí­a y de la cristiana, y desarrolla una interpretación topológica. Por ejemplo, puesto que el único Logos ha instruido a paganos y judí­os, y al final él ha tomado carne en Jesucristo, cabe comparar a David y Orfeo como citaristas, y a Minos y Moisés como legisladores. Pero todos son, cada uno a su manera, arquetipos de Cristo, el cual puede presentarse como Orfeo o como el buen pastor, o bien con los rasgos de Hércules.

Orí­genes convierte ese procedimiento de Filón y de Clemente en parte constitutiva de su exégesis de la Escritura, que, por otra parte, se fundamenta sobre profundos estudios históricos y filológicos, como se demuestra sobre todo por la singular elaboración de la Septuaginta» en la «Hexapla». Para Orí­genes el texto de la Escritura está lleno de misterios, los cuales con frecuencia no se abren hasta que, detrás de las letras, se descubre el sentido más profundo, el divino. Aunque Orí­genes interpreta muchas veces la Escritura según su sentido literal y cree en la historicidad de los hechos, incluso en el caso de explicarlos alegóricamente, sin embargo, su concepto demasiado estrecho de inspiración, cuando se trata de textos difí­ciles y para él absurdos, le lleva a prescindir del sentido literal (somático) en favor de una interpretación meramente moral (psí­quica) o mí­stica (pneumática). A diferencia de Clemente, Orí­genes emprende una exposición sistemática de la doctrina cristiana, sin llegar a un sistema propiamente dicho. Su obra De principiis, señalada muchas veces como el «primer manual dogmático», parece ser una reproducción de sus lecciones, y tiene como base una metafí­sica tomada del platonismo medio. La introducción da información sobre principios metódicos: Escritura y Tradición son las fuentes de la exposición; todos los escritos del A y del NT son palabras de Cristo, pues están inspirados y en ellos habla el único Logos.

Orí­genes se siente ligado a la autoridad de la Iglesia más fuertemente que Clemente. La Iglesia garantiza la autenticidad de la Biblia y es su intérprete. Orí­genes quiso ser siempre un «hombre de Iglesia», y sus especulaciones lograron en todos los puntos problemáticos progresos teológicamente importantes. Si sus opiniones particulares expresadas en el libro De principiis se convirtieron más tarde, bajo el reproche de herejí­a, en objeto de violentas discusiones, esto deriva, en su mayor parte, de una interpretación parcial de afirmaciones atrevidas y algunas veces expuestas a tergiversaciones. Sólo se enjuicia justamente a Orí­genes desde el horizonte de la totalidad de su obra, pues es difí­cil distinguir qué expone él como mera especulación y qué como doctrina plenamente apropiada. Además, en sus distintas obras él relaciona ocasionalmente posiciones antitéticas. Vinculado a la tradición del s. ii, Orí­genes defiende una doctrina subordinacionista de la Trinidad. Esta «subordinación» del Hijo se debe entender desde el punto de vista de la historia de la salvación. Se produce en virtud de la economí­a salví­fica y se refleja solamente en el mundo creado. Por esto no merece la misma valoración que el subordinacionismo postarriano. En todo caso Orí­genes llama al Hijo, eterno y omousios. Y con ello se forma en él el mundo conceptual que luego ha de usar el concilio de Nicea. En cristologí­a se debe a él la designación «Dios-hombre» ( theanthropos ). La manera como Orí­genes une las dos naturalezas de Cristo le lleva a la idea de la comunicación de idiomas, que más tarde asumirá especialmente Gregorio Niceno y, finalmente, hará fructificar el concilio de Calcedonia. El tí­tulo theotokos aplicado a Marí­a apunta ya hacia Efeso. En la doctrina de la creación el influjo de Platón se hace especialmente patente cuando Orí­genes enseña la preexistencia de las almas humanas, las cuales pertenecen a una creación puramente espiritual, anterior a nuestro mundo. Todo lo material presupone como condición la separación culpable de Dios y debe ser superado de nuevo mediante un proceso de purificación introducido por la gracia divina, cuya medida depende de la magnitud del pecado premundano. Este proceso puede extenderse a través de muchos eones y terminará, según la afirmación de algunos textos, en el estado de restauración (apocatástasis) de todas las cosas, si bien después de él es posible todaví­a una nueva caí­da. Otros textos no admiten la universalidad de la apocatástasis, y parecen excluir también una nueva caí­da. Igualmente la difundida idea relacionada con esto, según la cual Orí­genes niega la eternidad de las penas del infierno, está en contradicción con algunos pasajes de sus obras.

Hallamos también tendencias espiritualistas en los rasgos fundamentales de la mí­stica que, partiendo de Orí­genes, influyó primero en el monaquismo de la Iglesia oriental y luego, especialmente a través de Ambrosio, en el del occidente latino. La ascensión del alma a la unión mí­stica con el Logos se realiza gradualmente. Exige una dura ascética, la cual comienza por ayunos, vigilias y ejercicios de humildad frente a las pasiones. que surgen de lo material. El Logos-Cristo es el esposo del alma, y el camino más seguro hacia él es el seguimiento de Jesús; la lectura diaria de la Escritura nos enseña a andar por este camino. Esa mí­stica nupcial de Orí­genes, salida sobre todo del Cantar de los cantares, ha tenido quizá la más intensa repercusión a distancia en la vida de la Iglesia, irradiando todaví­a en la devoción medieval a Cristo de un Bernardo de Claraval.

Después de Orí­genes la escuela teológica de Alejandrí­a fue «como un horno de fusión» que purificó el oro de su gran fundador. Su discí­pulo Dionisio, que más tarde fue obispo, defendió frente al obispo homónimo de Roma su propia ortodoxia en las cuestiones trinitarias. Con ello propulsó un movimiento contrario al sabelianismo, movimiento que favoreció todaví­a a Atanasio. Por el contrario, en la generación siguiente Teognosto (+ hacia el 280) defendió en sus Hipotiposis una doctrina del Logos apta para fomentar la doctrina de Arrio. También Atanasio utilizó los escritos de Orí­genes y, principalmente en su exégesis alegórico-pneumática, delata lo que él debe a la escuela teológica de Alejandrí­a. Siendo obispo nombró a Dí­dimo el Ciego director de la escuela. Mientras éste en la doctrina trinitaria compartí­a correctamente la fe del Niceno, en la doctrina de la preexistencia de las almas y de la apocatástasis se adhirió a los pensamientos erróneos de Orí­genes. En los cinco decenios de su actividad docente fueron todaví­a discí­pulos suyos Rufino y jerónimo, a cuya actividad traductora agradecemos una gran parte de las obras de Orí­genes. Cuando, hacia finales del s. iv, estalló la primera «discusión de los origenistas», Rufino permaneció fiel al mayor de los alejandrinos. Y cómo jerónimo en su trabajo exegético fue alejándose cada vez más de él, puede demostrarse a base de una comparación entre sus numerosos comentarios.

Puesto que Orí­genes desde la desavenencia con su obispo Demetrio (230) enseñó en Cesarea de Palestina, también llegó hasta allí­ la tradición de la teologí­a alejandrina. Y desde allí­ una lí­nea conduce a través del presbí­tero Pamphilus, quien reunió los escritos de Orí­genes, hasta el obispo e historiador Eusebio de Cesarea. El defendí­a un subordinacionismo moderado, con sello origenista. Su «profesión de fe» fue la base teológica del concilio de Nicea. Otra lí­nea conduce a través de Gregorio el Taumaturgo (+ 270) hacia Capadocia, donde Basilio fue el primero que recogió la tradición alejandrina, la cual después repercutió especialmente en la tendencia de Gregorio Niseno a la doctrina de Orí­genes (-> Capadocios). Entre los bizantinos la herencia espiritual de Alejandrí­a se hizo familiar desde Máximo el Confesor. Dentro del occidente fue Ambrosio el que en primer lugar se inspiró en la teologí­a alejandrina, lo cual se nota en sus escritos dogmáticos y especialmente en su exégesis. Y en la misma Alejandrí­a, en el s. v, durante las disputas cristológicas Cirilo se sintió abogado de la tradición de la teologí­a alejandrina.

Friedrich Normann

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica