ARRIO (256-336)
Vida: Nacido en Libia, se educó teológicamente en la escuela de Luciano en Antioquía. De allí pasó a Alejandría donde fue ordenado diácono y, posteriormente, sacerdote. Hacia el 318 comenzó a predicar su doctrina teológica propia a la que nos referiremos más abajo. Ese mismo año se celebró un sínodo en Alejandría donde Arrio y sus seguidores fueron condenados y depuestos. Aquél se volvió en busca de apoyo a sus antiguos compañeros de estudios — algunos ya obispos — que lo acogieron con simpatía. El peligro de cisma que aquejaba a la iglesia griega llevó a Constantino a convocar un concilio en Nicea donde, con una participación de más de trescientos obispos, se procedió a condenar nuevamente a Arrio. Este fue desterrado por el emperador a Iliria, de donde regresó por orden suya el 328. En el 335 los obispos reunidos en el sínodo de Tiro y Jerusalén decidieron readmitirlo en su rango clerical. A punto estaba de ser reconciliado solemnemente por el obispo de Constantinopla — que había sido presionado a este fin por Constantino — cuando murió en el 336 justo el día anterior a la ceremonia.
Obras: Escribió una carta a Eusebio de Nicomedia — amigo y antiguo compañero suyo — en la que da su versión del incidente con Alejandro de Alejandría; otra, dirigida a éste último, exponiéndole de manera cortés su teología, y una obra titulada El Banquete de la que sólo nos han llegado fragmentos. También conocemos una carta que dirigió a Constantino, en la que intentaba probar su ortodoxia. Todas las obras se han conservado transmitidas en el cuerpo de obras de otros autores.
Teología: Presentadas muchas veces — y de manera errónea — como una teología que pretendía fundamentalmente revalorizar la humanidad de Cristo, las tesis arrianas constituían, en realidad, un híbrido de paganismo y cristianismo. Partiendo erróneamente de la base de que Dios no sólo no puede ser creado sino que además debe ser ingénito, negaba la plena divinidad del Hijo. Ahora bien, dado que tanto la Escritura como la teología cristiana habían abogado de manera unánime siempre por defender que el Hijo era Dios, Arrio optó por considerarlo †œdios,† es decir, un ser dotado de divinidad pero creado, que tuvo principio y que no era de la misma sustancia que el Padre. El Logos era así un ser creado intermedio entre Dios y el cosmos. El Espíritu Santo era una criatura del Logos — y menos divina que éste — que se hizo carne en el sentido de cumplir en Cristo la función de alma. La tesis, que tomaba mucho del neoplatonismo, que pretendía la existencia de una serie de seres intermedios entre Dios y la creación, fue aceptada por muchos en cuanto tendía un puente claro de conexión con el paganismo (tal fue el caso finalmente de Constantino).
VIDAL MANZANARES, César, Diccionario de Patrística, Verbo Divino, Madrid, 1992
Fuente: Diccionario de Patrística