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ASCETICA

ASCETICA

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Parte de la Teologí­a que estudia lo relativo a la vida cristiana y a los medios para conseguir que sea virtuosa y conforme al Evangelio.

El término se extiende desde el siglo XVII y se halla fuertemente impulsado por los grandes maestros espirituales que escriben hermosos tratados de perfección y vida cristiana, tanto en el nivel literario (Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, San Pedro de Alcántara), como en formas y aspectos de lucha por la virtud y el dominio de sí­ (Alonso Rodrí­guez, San Vicente de Paúl, San Francisco de Sales). Cuando la perfección se adquiere por los dones divinos más que por los esfuerzos humanos, se habla de la ciencia teológica paralela que es la mí­stica (Sta. Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León).

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Derivada del verbo griego askéo (= me ejercito), la ascética puede definirse como el sendero hacia la perfección cristiana, o también el conjunto de medios empleados para alcanzarla. Lleva al hombre desde la observancia de la ley a la libertad, a través de la invitaci6n que hizo el mismo Cristo a la renuncia, a la abnegación en la lucha por el Reino. También puede entenderse por ascética aquella parte de la teologí­a que trata de la perfección cristiana.

Tomás de Aquino habla de la ascética como actitud que hace al hombre perfecto en sus relaciones con Dios a través de una ascensión de amor en tres fases consecutivas: a) la de los principiantes, que consiste en alejarse del pecado, equilibrando la integridad del hombre con la mortificación y la penitencia; b) la de los proficientes, que consiste en el ejercicio de todas las virtudes bajo el predominio de la caridad; c) la de los perfectos, que, después de haber pasado a través de la experiencia purgativa e iluminativa, se adhieren a Dios con amor fervoroso: la unión con Dios es a la vez premio del esfuerzo y don de Dios. El lí­mite entre la ascesis y la ascética se encuentra en el hecho de que el primer momento es práctico y el segundo descriptivo.

G. Bove

Bibl.: A, Bernard – T Goffi, Ascesis-Ascética, en NDE, 92-107′ , AA. VV, De theologiu spiritt,uli docendu, en Seminarium 1 (1974).

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. La doctrina tradicional
Desde la aparición de la palabra «ascética» en el lenguaje técnico de la teologí­a durante la edad moderna (s. xvll) y desde su delimitación frente a la -> mí­stica (s. XVIII), vocablo que Clemente de Alejandrí­a y Orí­genes importaron del helenismo a la terminologí­a cristiana, las palabras áaxr~ai; y áax€w no han sido traducidas al latí­n. En la literatura católica se entiende generalmente por a. todo lo que se refiere al consciente y tenaz esfuerzo de los cristianos por alcanzar la perfección cristiana. Puesto que en la concreta situación salví­fica del hombre ese esfuerzo tropieza con muchos obstáculos (tensión entre el cuerpo y el espí­ritu, desconexión entre las diversas fuerzas y tendencias internas, concupiscencia, influencias pecaminosas del mundo que nos rodea, fuerzas demoniacas: -> dualismo, ->cuerpo y alma), él implica necesariamente una fatigosa lucha y exige negación de sí­ mismo y renuncia. Por eso la palabra a., que propiamente significa ejercicio (&ax€w = ejercitarse, entrenarse), en la acepción católica tiene especialmente el sentido de esfuerzo, lucha y renuncia.

En virtud de la fundamentación inmediata y de la meta de los actos ascéticos, en la literatura católica encontramos dos tipos de a., una moral y otra mí­stica. La ascesis moral tiende: negativamente, a la ~teTdvota, a la -> conversión del hombre, a su alejamiento del mal, de las inclinaciones y los deseos pecaminosos, a la superación de la triple concupiscencia; y positivamente, al movimiento amoroso hacia Dios y hacia el prójimo, a ejercitar en las principales actitudes morales, o sea, en las virtudes, a restaurar el orden interno, lesionado por el pecado, al dominio del espí­ritu personal y del amor abnegado. La ascesis mí­stica aspira (en forma correspondiente a su fin, que es alcanzar una experiencia creciente de Dios y la unión con él) a la purificación del corazón, al recogimiento y al abandono internos, con la renuncia que esto exige, a un desprendimiento de todo lo propio y de sí­ mismo, a la paciente perseverancia en la oscuridad y la sequedad, a ejercitar en la esperanza confiada en el Dios que prueba al hombre. No cabe separar entre sí­ la a. moral y la mí­stica; estas dos formas de a. constituyen solamente diversas acentuaciones de un mismo esfuerzo por la perfección cristiana; por eso el tránsito de una a otra es fluido y el sentido de ambas se compenetra. Sin embargo, con buenas razones son tratadas por separado. Para el teólogo católico es evidente que toda a., lo mismo que toda cooperación humana a la salvación, debe estar amparada por la gracia preveniente y concomitante de Dios. Y, aunque en la Iglesia vuelven a oí­rse siempre opiniones contrarias, reina igualmente unanimidad sobre el hecho de que, en el cristianismo, la ascética tiene valor moral sólo si y en la medida en que ella va acompañada por una clara afirmación y alta estima de los órdenes de la –> creación, así­ como por una conciencia de responsabilidad para con el –> mundo y por la fidelidad a las tareas terrenas. Junto a la a. moral y a la mí­stica, la tradición de la Iglesia conoce también una a. cultual. Esta se refiere a las acciones y renuncias que preparan para la participación en los misterios del culto y tienen como meta la purificación del hombre pecador para el encuentro con el Dios santo. Juega un gran papel en las religiones no cristianas, donde frecuentemente se convierte en magia. También se halla en el AT, sobre todo en relación con las grandes fiestas del pueblo y con el culto relativo al sacrificio: ayunos, vigilias, abstención del contacto sexual, purificaciones. De allí­ ha pasado también a la praxis de la Iglesia: ayunos, vigilias, ayuno eucarí­stico. Pero ya los profetas veterotestamentarios previnieron contra su excesiva acentuación e insistieron en la necesidad de conferirle un carácter más interior. En la Iglesia de hoy esta a. ya no juega ningún papel importante. Sin embargo, también cabe hablar de a. cultual en un sentido amplio, a saber, cuando una ejercitación o una renuncia brota del deseo general de hacer penitencia y de expiar, o cuando es expresión de la entrega a Dios y, por tanto, reviste carácter de sacrificio. Esa a. se dará siempre; su sentido más profundo está en proclamar el carácter absoluto y la santidad de Dios, su soberaní­a sobre los hombres y todo lo creado, así­ como en implorar su perdón y en mostrar visiblemente la entrega a él y a su servicio. Pero debe producirse desde el único sacrificio que tiene validez en sí­ mismo, desde el de Jesucristo, y no puede ser considerada (subconscientemente) como una obra religiosa y meritoria que el hombre realiza por sus propias fuerzas, pues, de otro modo, carece de valor y es repudiable.

Dentro del sentido de la a. cristiana, según la tradicional concepción católica el acento recae sobre la a. moral, como lo demuestra una mirada a la literatura ascética de la edad moderna. La antropologí­a que ahí­ late es con frecuencia muy deficiente. No está totalmente libre de un dualismo inconsciente y por eso no ve con suficiente claridad la tarea exigida por la unidad aní­mico-corporal, a saber, la de integrar todas las fuerzas, también las corporales y sensitivas (sexualidad, tendencias, fantasí­a, etc.) en la unidad total de la persona. Todaví­a en la Encyclopedia Cattolica la a. es definida: «Sforzo metodico di reprimere le tendenze inferior¡ della natura per realizzare progressivamente la perfezione spirituale.» Contra tales simplificaciones (no pocas veces funestas) iba dirigida la reciente llamada a una psicologí­a de la a. (cf., por ejemplo, J. LINDWORSKY, Psychologie der A., Fr 1935; H.E. HENGSTENBERG, Christliche A., Rb 1936; R. EGENTER, Die A. in der Welt, Ettal 1957). No hay duda de que aquí­ se ha abordado una cuestión necesaria y altamente importante para la configuración cristiana de la vida. Los resultados de la -a psicologí­a, de la caracterologí­a y de la antropologí­a modernas son imprescindibles para una a. adecuada a la persona y a la situación.

Esta es la doctrina tradicional sobre la a., tal como la encontramos en las obras de espiritualidad y de teologí­a moral. ¿Mas está dicho con ello todo lo que en el cristianismo habrí­a de decirse sobre la cosa sí­gnificada con el término a.? Esto debe discutirse seriamente. Y lógicamente se multiplican los esfuerzos por una más profunda concepción teológica y espiritual de la ascética. Se oyen quejas contra la excesiva separación entre la a. y la mí­stica. Con ello, se dice, la a. ha quedado unilateralmente subordinada a la perfección moral. Y puesto que esa separación se produjo en un momento en que el lazo, en tiempos estrecho, entre la teologí­a y la –> espiritualidad se habí­a aflojado y la misma teologí­a no estaba exenta de cierto racionalismo, en el concepto de a. penetraron corrientes subterráneas de tipo pelagiano y estoico, las cuales fomentaron una actitud individualista en el problema de la salvación. Por eso, se sigue diciendo, ha llegado el tiempo de volver a considerar la a. y la mí­stica como una unidad, y de conceder al momento religioso dentro del concepto de a. la primací­a sobre el moral, así­ como de encontrar un más profundo punto de apoyo teológico para ese concepto.

II. La recuperación de la dimensión teológica en el concepto de ascética
La auténtica y fundamental a. o «ejercitación» del cristiano es sin duda la –> fe. Ciertamente, ésta constituye en primera lí­nea un don, pues la que la hace posible es la -> gracia de Dios. Pero hay que responder al Dios que da testimonio de sí­ mismo en la predicación y en el corazón del hombre, y hay que responderle, no una sola vez, sino cada dí­a de nuevo. Ahora bien, esta «ejercitación», la aceptación de la fe, el «sí­» al Dios que da testimonio de sí­ mismo, no sólo implica una consumación, un esclarecimiento del hombre desde su fundamento, la apertura de un nuevo horizonte que abarca todo lo que es, sino, también esencialmente, una renuncia, una desprendimiento. En efecto, por la fe el hombre se aventura a entrar en el oscuro -> misterio de Dios, que para él es inescrutable e impenetrable (cf. 1 Tim 6, 16), se le entrega confiadamente, sin ver lo que él promete (cf. Heb 11, 1). Con ello el hombre renuncia á esclarecer por sí­ mismo el -> sentido de su existencia, del todo del mundo y de su historia. Confí­a en el que le promete la vida eterna sin tener más garantí­a que la persona del que empeña su palabra, la persona de aquel Dios a quien no se puede citar ante ningún tribunal para que responda y se justifique (Job). El creyente en la fe trasciende el mundo y el sentido inmanente, arroja el mundo y con ello a sí­ mismo hacia Dios, deja de aferrarse a aquello que según la luz natural es lo único capaz de garantizar la plenitud de su existencia y, en último término, no edifica su vida sobre él mismo y sobre sus propias fuerzas, sino sobre Dios. Todo esto, si se realiza con seriedad y con conciencia de la decisión tomada, es realmente difí­cil para el hombre, pues éste lleva en sí­ la tendencia indestructible a entenderse desde él mismo, a disponer de él y de su futuro, a tomar la vida en sus manos y asegurarla. Ahí­ estuvo ya la tentación primera del hombre llamado a la comunidad con Dios por la gracia, todaví­a antes de que él conociera el pecado (Cf. Gén 3, 1-7). Si ya Adán sucumbió a ella, ¡cuánto más no pesará sobre el hombre caí­do, que está radicalmente inclinado hacia sí­ mismo y conoce la pasión, el peligro de sucumbir a esa tentación original! (–> concupiscencia). En la fe el hombre tiene que ir una y otra vez contra sí­ mismo, transcenderse a sí­ mismo, despojarse de sí­ mismo. Y precisamente ahí­ está su a. fundamental.

A esta a., consistente en ejercitarse en la entrega al Dios soberano, providente, inmanejable, a quien no vemos, cuyas «decisiones son inescrutables», «cuyos caminos son incomprensibles» (Rom 11, 33), podrí­amos llamarla a. de la fe. Semejante a. es tanto más existencial, o sea, toca tanto más de cerca el fundamento de la existencia del hombre, cuanto más parece que la experiencia fáctica de la vida contradice a la fe en un Dios del amor, en un Dios que ha dado la existencia a los hombres y les ha prometido una plenitud que supera todo lo terreno. Aquí­ el camino es aceptarse a sí­ mismo, con sus dolorosos e insuperables lí­mites, con sus debilidades y miserias, con el dolor, los absurdos y los desengaños de la vida, y, finalmente, con la -> muerte, absurdo final de la existencia humana. Es más, aprehendiendo la palabra de la promesa divina, hay que interesarse gozosamente por la vida y seguir su llamada, frente a la duda eternamente renovada y a la tentación de negarla. Cuanto el creyente hace más radicalmente esto, con tanta mayor claridad experimenta la voluntad singular de Dios para con él, voluntad que se refiere a él y sólo a él, y que por tanto no puede dilucidarse únicamente por los acontecimientos normales de la vida. El creyente debe prestar atención a esta voluntad, ponerse a su disposición y permitir realmente que ella disponga. Lo cual exige iniciativa propia, y ésta a su vez, implica ejercitación y renuncia. La meta de esa a. es la indiferencia ignaciana, la disposición antecedente a dejarse llamar lo mismo hacia acá que hacia allá. Sólo aquí­ es donde la a. de la fe se convierte en auténtica obediencia de la fe; como cuyo prototipo insuperable y válido para todos los tiempos es ensalzado Abraham. Sólo allí­ donde se ejercita esa obediencia creyente, recibe su sentido toda otra a. particular, ya sea la moral ya la mí­stica; ahí­ es donde tienen su lugar estas últimas, ahí­ donde deben estar integradas e inmersas. Pues de otro modo, corren el peligro de tener como meta más al hombre por sí­ mismo que a Dios.

Mas con todo esto todaví­a no hemos caracterizado suficientemente la a. fundamental del cristiano que la gracia de la fe exige. La a. se hace cristiana en sentido estricto sólo cuando se halla en el horizonte explí­cito del – pecado, del juicio divino sobre él y de la – redención por la cruz de Cristo. Por el pecado el hombre ha perdido la unión original con Dios y se ha convertido en deudor suyo; la vida presente, cargada de dolor, donde ya se anuncia la tribulación y el miedo de la muerte, vuelve siempre a recordarle su deuda. Por esto él, como cristiano, deberá relacionar el destino de dolor y de muerte impuesto al hombre y al mundo con el pecado y, consciente de su culpa, deberá someterse plenamente a ese destino. Su a. de la fe se extiende también al juicio punitivo que Dios pronunció sobre la humanidad pecadora (cf. Gén 3, 16-19; 6, 5ss). Y él sabe que por sí­ mismo jamás puede borrar su culpa. Por eso, rogando y confiando, pondrá su mirada en Dios y esperará su perdón.

Ya de ahí­ se desprende claramente que la perfección buscada en la a. moral jamás puede ser la primera meta y, sobre todo, una meta aislada del cristiano. Esta perfección debe más bien estar acompañada por la conciencia fundamental del aprisionamiento del pecador en la culpa y de su impotencia; de otro modo estarí­a siempre expuesta, aun conociendo que la existencia de la gracia divina es constantemente necesaria, al riesgo de querer valerse por sí­ mismo. En el trasfondo de esa situación salví­fica – la de la impotencia y del aprisionamiento en la culpael cristiano debe ver a Cristo. El es para el cristiano, no sólo la palabra del amor indulgente del Padre, sino también, en su «figura de siervo» (Flp 2, 7) el verdadero ásketés, que ha asumido nuestro destino mortal y lo ha compartido hasta la misma amargura del final. Desamparado, despojándose de todo poder divino (Flp 2, 7), se expuso al pecado del hombre, al egoí­smo, a la inconstancia, a la crueldad, a la hostilidad, a la incredulidad, y arrastró hacia el leño de la cruz la culpa de toda la humanidad (cf. 1 Pe 2, 24), sufriendo en sí­ mismo, en su propio cuerpo, el juicio de condenación (cf. Rom 8, 3 ). Obedeciendo al Padre con la obediencia «que él aprendió por lo que padeció» (Heb 5, 8), «frente al gozo que se le presentaba, soportó la cruz, sin tomar en cuenta la ignominia» y así­ «se ha convertido en jefe iniciador y consumador de nuestra fe» (Heb 12, 2). Lo que nosotros no podí­amos, lo ha hecho él por todos nosotros: no sólo se sometió plenamente a lo que Dios disponí­a, a la voluntad de un Dios que, aun siendo su Padre, con bastante frecuencia parecí­a estar lejos de él y esconderse hasta dejarle en la noche del sentido y del espí­ritu, sino que, además, por su muerte voluntaria «anuló la nota de nuestra deuda escrita en las ordenanzas, la cual era desfavorable a nosotros; y la arrancó de allí­, clavándola en la cruz» (Col 2, 14), y así­ ha hecho nuevamente posible nuestra unión con Dios.

Por eso toda a. del cristiano en su sentido más profundo sólo puede ser una participación en la a. de Cristo y, consecuentemente, una ascética de la cruz. Sólo en cuanto tal tiene sentido y es salví­ficamente operante. La participación por la gracia en la muerte salví­fica de Cristo, cuyo fundamento se pone por el -> bautismo, ha de ser aceptada siempre de nuevo en la vida y debe traducirse en un cotidiano morir con Cristo. La obediencia de fe se convierte así­ para el cristiano en un seguimiento de Cristo, según el sentido de las palabras: «El que quiera venir en pos de mí­, niéguese a sí­ mismo, cargue con su cruz y sí­game» (Mc 8, 34 par). Este seguimiento del Señor entregado a la muerte por nosotros, no sólo es el fundamento radical de la a. moral, sino que, además, hace posible una a. mucho más honda: el movimiento activo hacia la muerte, el abrazarse a la cruz con una renuncia voluntaria a bienes importantes para la vida. Esta a. es la realización del espí­ritu de las bienaventuranzas y de los –> consejos evangélicos. No está en manos del hombre (piadoso) y del cristiano (celoso), sino que la suscita siempre de nuevo la llamada del Espí­ritu de Cristo, del Espí­ritu de donde brota el amor crucificado y la obediente y amorosa prontitud para el servicio, y este Espí­ritu es a la vez su medida. La a. de la cruz es -> penitencia, expiación y testimonio en una sola cosa; ella arranca los muros para dejar libre el camino al í­mpetu torrencial del -> amor.

Hemos de mencionar todaví­a un último momento de la a. fundamental del cristiano, el escatológico. De suyo ya está contenido en la a. de la fe y la a. de la cruz, pues ambas apuntan por encima de sí­ mismas hacia la prometida gloria definitiva, que es superior a este mundo; pero, no obstante, hemos de hablar de él en particular y hacerlo consciente, ya que exige determinados comportamientos por parte del cristiano. Este es todaví­a un peregrino, un miembro de la Iglesia peregrinante, se halla en camino hacia la ciudad santa, que Dios ha edificado para su pueblo (cf. Heb 11, 10). El cristiano se encuentra en la etapa última de la peregrinación, en el tiempo que media entre el «ya» del irrevocable acercamiento salví­fico de Dios en su Hijo y el «todaví­a no» de la revelación gloriosa del nuevo cielo y de la nueva tierra; en un tiempo en que él es todaví­a un extraño en este mundo, sin patria ni derecho de ciudadaní­a (cf. 1 Pe 2, 11, pasaje relacionado con Lev 25, 23; Sal 39 [38], 13, entre otros lugares) y, sin embargo, ya es «conciudadano de los santos» y miembro «de la familia de Dios» (Ef 2, 19). Aunque él ya está «en Cristo», no obstante morirá «sin haber alcanzado las promesas»; sólo podrá verlas y saludarlas desde lejos (cf. Heb 11, 13). En esta situación salví­fica se pide tres cosas al cristiano: paciente perseverancia (la hypomoné de las cartas apostólicas), disposición para la partida y vigilancia ante la venida del Señor. Al ejercicio de estas actitudes podrí­amos llamarlo ascética escatológica. En los esfuerzos y desengaños de este tiempo, que crecen con la edad, el cristiano deberá volver siempre a protegerse contra un peligroso cansancio de la fe, contra el fastidio frente a lo religioso (acedia) y contra la resignación. Muchas veces él quisiera derivar hacia lo más fácil y cerrar los ojos ante la decisión inexorable de la fe. Entonces hay que invocar la paciencia que el Señor le enseñó con su ejemplo y que le ha sido prometida como don de la gracia, la fuerza radicada en lo profundo del corazón para perseverar en el camino, contra la resistencia de la naturaleza débil. Es más, el estado de ví­a, la existencia peregrina, exige del cristiano que él permanezca constantemente abierto para el futuro, con el oí­do atento a la llamada siempre nueva de Dios. Por esto el creyente no puede afianzarse en sus opiniones, planes, etc.; pues de otro modo estarí­a siempre en peligro de confundir todo eso con la voluntad de Dios. El ha de desprenderse diariamente de sí­ mismo y de su mundo, abriéndose al Dios siempre mayor, cuyos designios son en todo momento impenetrables e imprevisibles.

Esto también tiene validez con relación al ámbito eclesiástico. ¡Cuánta obstinación y mezquindad, cuánto fariseí­smo, abuso de autoridad, pensamiento legalista y, con ello, lastre para la fe, se habrí­an evitado si todos los rangos y estados de la Iglesia, clérigos y seglares, hubieran sido siempre conscientes de que la Iglesia, el pueblo de Dios, se halla todaví­a en camino y, por tanto, ha de permanecer siempre abierta y modificable, ha de estar siempre a la búsqueda de la plenitud de la verdad y cargada con la responsabilidad de pronunciar nuevamente la palabra de Dios en cada época. Finalmente, la existencia peregrina exige también lo que en sentido estricto se entiende por actitud escatológica: el estar dispuesto para el dí­a final, la mirada hacia el Cristo que ha de volver para el juicio y la instauración de la gloria, lo cual implica una constante a. que reclama en la forma más profunda el pensamiento y la acción del hombre. De ahí­ las muchas exhortaciones del Señor a la vigilia (Mc 13, 33ss; Mt 24, 37ss par; Lc 21, 34ss). Lo que esa a. significa concretamente ha encontrado su formulación clásica en la célebre frase de Pablo (1 Cor 7, 29ss ), en la cual él exige de todos los cristianos una postura de distancia frente al mundo en su forma actual, distancia que deja libre la mirada para el otro mundo, para el definitivo. También lo que hemos llamado a. mí­stica tiene aquí­ su lugar peculiar.

Sólo cuando la a. cristiana es conocida y vivida en su dimensión teológica, queda libre de aquella estrechez y de aquel –> antropocentrismo unilateral que tantas veces – y no siempre injustamente- se le ha echado en cara, y a la vez se pone de manifiesto que la a. y la mí­stica no son sino dos aspectos de una misma realización cristiana de la vida y, por tanto, no pueden separarse (cf. J. DE GUIBERT: DSAM I, 1013). Mas para evitar todas las posibles tergiversaciones, a las que ambos conceptos están constantemente expuestos, serí­a necesario que actualmente, yendo más allá del contenido individual de la a. y la mí­stica, más allá de su aportación a la perfección personal, se las enmarcara dentro del misterio de la –> Iglesia. Sólo así­ se mostrarí­a que en último término ellas no pueden tener mayor sentido consciente que el de constituir un «servicio» en la Iglesia y al misterio de la Iglesia como cuerpo de Cristo y pueblo de Dios (cf. E. PRYZWARA, Deus semper maior. Theologie der Exerxitien [WMn 21964] 300s, nota 1 a). Nadie se hace perfecto para sí­ mismo; la perfección se logra siempre y solamente sirviendo a aquel misterio de Cristo que lo abarca todo, el cual anuncia el amor de Dios e irradia cu gloria.

III. El problema de una ascética
Si la a. y la mí­stica se interfieren y en el fondo forman una unidad inseparable, se torna problemática la a., que como ciencia separada no apareció hasta el s. xvii. La dificultad que radica en la cosa misma se muestra, entre otras cosas, en que no existe ni ha existido nunca una definición única de a. Unas veces se le asigna como objeto la ví­a purgativa e iluminativa, mientras se reserva a la mí­stica la ví­a unitiva; otras, se la limita a los actos morales y religiosos que se fundan en los auxilios ordinarios de la gracia y tienden principalmente al ejercicio de las virtudes, mientras la mí­stica se ocupa de las gracias extraordinarias y dones especiales; otras, en fin, abarca toda la vida espiritual y todos los grados de la perfección, a excepción de la contemplación infusa. Así­ se explica que, no obstante la división moderna de la doctrina sobre la vida espiritual y la perfección en ascética y mí­stica, ambos campos se han tratado juntos y se los ha mirado como una sola disciplina o especialidad. En la enseñanza teológica oficial, a. y mí­stica aparecen por vez primera como disciplina separada en 1919 (cf. AAS 12 [19201 29ss); en 1931, por la constitución Deus scientiarum Dominus (A-AS 23 [ 1931 ] 271 y 281), esa disciplina fue recogida en la ordenación oficial de los estudios eclesiásticos. Dada la í­ntima conexión entre a. y mí­stica, hoy se prefiere hablar, con razón, de «teologí­a espiritual», pero sólo imprecisamente puede separársela de las restantes disciplinas teológicas primarias (sobre todo de la exégesis, la dogmática y la moral), siempre y cuando éstas se conviertan en teologí­a espiritual, es decir, traspasen el plano de una exégesis unilateralmente filológica y de una teologí­a racional de escuela. Sin embargo, si se habla de una a. en sentido estricto, sólo puede ser parte de una ciencia superior y general, de la teologí­a espiritual precisamente.

El esquema de tal ascética deberí­a determinarse en primer término por la dimensión teológica de la a. cristiana, es decir, por las ejercitaciones fundamentales, arriba esbozadas, del cristiano, la a. de la fe, la a. de la cruz y la a. escatológica. Sólo dentro de estas «ejercitaciones» y subordinada a ellas tiene su puesto cristiano la a. moral (y también la mí­stica); de lo contrario estarí­a siempre ante el peligro de la piedad centrada en las obras propias y con harta facilidad harí­a que la aspiración religiosa girara alrededor del hombre, de la propia perfección personal, de la individual comunión de amor con Dios. Desde el punto de vista de las virtudes, una ascética debiera estructurarse de manera que las virtudes teologales, como actos fundamentales del cristiano, fueran el alma de las morales y les señalaran su centro y su dirección, teniendo cuidado de destacar la orientación concreta e inmediata al misterio de la Iglesia y al servicio en ella. Sólo en la Iglesia y por la Iglesia se hace eficaz la entrega del cristiano a Dios y al prójimo y llega ésta a su perfección. Únicamente la Iglesia, «como signo e instrumento (de Cristo) para la í­ntima unión con Dios y para la unidad de la humanidad entera» (Const. dogmática Lumen gentium, art. 1), puede decir el amén al ofrecimiento amoroso de Dios que se nos ha manifestado en Cristo (cf. 2 Cor 1, 19s).

En el contenido de una ascética cristiana entra además una -> antropologí­a que, frente a ciertos recelos, parcialidades y recortes que se echan de ver en al tradición cristiana respecto a la estimación de lo corporal, de lo sexual, del matrimonio y del orden profano en general, deberí­a abarcar al hombre, como unidad aní­mico-corporal, en sus diversas dimensiones (espí­ritu, alma, cuerpo; individuo, comunidad humana y situación en el mundo). Pues el Dios de la gracia habla al hombre tal como éste se encuentra y experimenta en la totalidad de su existencia. A1 darle Dios parte en su vida por la redención de Cristo, le abre a la vez posibilidades de un desenvolvimiento más profundo y pleno de su ser humano. Que en la perspectiva de la concreta situación salví­fica del hombre, eso sólo sea posible por la participación de la cruz y pasando por la muerte, no empece para que todos los órdenes de la existencia y las cualidades humanas se integren en el llamamiento de la gracia de Dios. Partiendo de ahí­, todas las disciplinas antropológicas: fisiologí­a, psicologí­a, caracterologí­a, sociologí­a, etcétera, así­ como todas las formas de realizar el ser humano y la formación de la persona: la dimensión individual y la social, señaladamente la polaridad y el encuentro entre los sexos, el matrimonio y la solterí­a; los bienes y la pobreza, el trabajo y la profesión, la acción polí­tica, la edad, el destino individual, etc., tienen su puesto en una ascética cristiana. Son necesarias para llegar a una a. realista, adaptada al sexo, a los presupuestos psicológicos y caracteriológicos, a los grados de edad y madurez, al estado, a la situación, a las tareas de cada individuo, y para preservarla de falsas formas. Pero serí­a erróneo recalcar unilateralmente el realismo de la a. (a lo cual se tiende hoy en cierto modo), como lo serí­a igualmente ver sólo sus dimensí­ones teológicas. Ambos aspectos van unidos, como lo van sus realidades subyacentes: mundo y supramundo, realidad de la creación y de la redención, naturaleza y gracia. Esto condiciona la variablidad de la a. cristiana, desde el franco apasionamiento en la existencia mundana hasta la embriaguez del seguimiento de Cristo en la muerte y resurrección, según las exigencias de una vocación cristiana y según la llamada en la situación concreta.

La exposición sistemática de la a. obligatoria en un cristiano no puede pasar por alto las realidades de la tentación y del pecado, tan importantes para la vida religiosa, y cuya superación no es la tarea última de la a. De ahí­ que deban tratarse en una ascética no ya sólo implí­cita, sino también expresa y temáticamente. Pero también aquí­ – como en la exposición de la a. misma – es necesaria una diferenciación y estructuración de acuerdo con su profundidad existencial. Una atención decisiva exige en este contexto la tentación y el pecado fundamental del cristiano, que consiste en que el hombre, inclinado hacia sí­ mismo (homo incurvatus) desde la culpa original (Gén 3), tiene la inextirpable tendencia a desatender su destino transcendental y a cerrarse, inmanentemente, al llamamiento de la gracia de Dios. De esta primigenia tendencia pecadora están en el fondo afectados de algún modo todos los pecados (Agustí­n), con máxima fuerza aquellos que aparecen en el horizonte de la dimensión teológica de la a., de la a. de la fe, de la a. de la cruz y de la a. escatológica. Este serí­a también el lugar de clasificar más puntualmente las tentaciones del hombre: las actuales y las habituales, las patentes y las secretas, y de distinguir (con ayuda de la –> psicologí­a profunda y a base de la -> discreción de espí­ritus) entre fenómenos psicológicos, caracteriológí­cos, sociológicos, condicionados por la situación y otros que preceden a lo ético, y la propiamente dicha culpa religiosa y moral, o de iniciar en su distinción, cosa que resulta hoy más necesaria que nunca.

Hay una última temática que tampoco puede faltar en una ascética: la idea de la vida cristiana como camino, más exactamente, como camino gradual, como ascensión a la perfección del amor a Dios y al prójimo, a la santidad. Se habla aquí­ de un progreso, de un crecimiento en la santidad moral (sobre todo en los tres conocidos grados de principiantes, progredientes y perfectos, que, desde Tomás de Aquino [ST II-II q. 24 a. 9; q. 183, a. 4] se han hecho canónicos; pero también en las tres etapas del camino llamadas «ví­a purgativa», «ví­a iluminativa» y «ví­a unitiva», las cuales desde Platón y Plotino, pasando por el Pseudo-Dionisio, entraron en la tradición cristiana, y tení­an como meta la unión mí­stica con Dios), que en la edad moderna ha sido entendido cada vez más en el sentido de una perfección moral. Sobre la terminologí­a y el problema de los grados de perfección cf. O. ZIMMERMANN, Lehrbuch der Aszetik [Fr 1929] 66s; y J. DE GUIBERT, Theologia spiritualis, ascetica et mystica [R 21939] número 317ss; L. v. HERTLING, Theologiae asceticae cursus brevior [R 1939] n ° 206-208). Aquí­ el factor del esfuerzo, de la renuncia y, por ende, de la a. desempeña un papel decisivo. Ahora bien, según el NT y también según la unánime tradición teológica, se da indudablemente un crecimiento en la perfección. Pero aparte de que tanto .la sagrada Escritura como la Tradición hablan sobre el particular de modo muy general y, en parte, puramente formal, de forma que poco dicen sobre el «cómo» de ese crecimiento, los modernos, cuanto más fuertemente experimentamos nuestra impotencia permanente, tanto más escépticos nos hemos hecho respecto del éxito de una a. acentuadamente moral (cuya necesidad no se discute) en orden a «adquirir la perfección». No nos fiamos ni de nuestras más santas sensaciones; la vida diaria, lo mismo que las conclusiones de la psicologí­a profunda nos enseñan que podemos decir poco acerca de la autenticidad y profundidad de nuestros actos y actitudes cristianos y virtuosos. Este escepticismo es confirmado por razones teológicas. La actual teologí­a de la gracia recalca más fuertemente que antes el carácter personal de la santidad cristiana (hasta de la gracia santificante). No podemos, por tanto, imaginarnos que su crecimiento sea como el de un objeto o de una cosa, representación que la concepción tradicional de la gracia y la doctrina sobre el hábito han fomentado. La santidad no es para nosotros algo que podamos «poseer», sino que, dentro de la primací­a de la santidad óntica (y, por ende, permanente, aunque puede perderse) sobre la moral, ella está ligada a la comunidad personal con Dios y se halla configurada por su condición de don gratuito, don que se extiende también a la cooperación humana. La problemática que con ello se arroja sobre la idea de un camino gradual hacia la perfección debe ser tratada en una ascética actual. Así­ aparecerí­a claro que, para un cristiano de hoy, el camino de la santidad debe ser visto ante todo en el horizonte de las dimensiones teológicas de la escética. La creciente santidad se muestra para él en que dispone sobre sí­ por el amor en la medida en que deja que Dios disponga de él en las situaciones y los imperativos de la vida diaria.

Friedrich Wulf

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica