BELARMINO. SAN ROBERTO

[954] (1542-1621) Catequista insigne de ciencia prodigiosa, fue jesuita para no ser cardenal y terminó siendo cardenal sin poder ser sólo jesuita.

De familia distinguida, estuvo dotado de una inteligencia prodigiosa. Temeroso y opuesto a los honores, fue nombrado Arzobispo. Pací­fico y con vocación de soledad, tuvo que entregarse a la apologética contra los protestantes. Rico por las rentas, vivió como un mendigo. Cuanto más se empeñó en ocultarse, más Dios, la Iglesia y los hombres, le hicieron brillar en medio de polémicas, controversias y misiones importantes. 1.Vida
Nació en 1542 en Montepulciano, Toscana, de Vicente Belarmino y Cintia Cervi, hermana del Papa Marcelo II. Dio muestras de inteligencia precoz. Aprendió de memoria a Virgilio, escribí­a versos latinos, tocaba el violí­n y se distinguió de muchacho por su agudeza en las disputas públicas.

A los 17 años, el Rector jesuita de Montepulciano le animó a ingresar en la Compañí­a, decisión que culminó en 1560. Por ser sobrino de un Pontí­fice podí­a esperar obtener beneficios humanos. Pero su madre, que era muy piadosa, le habí­a inculcado la humildad. El mismo dirí­a en sus memorias que se hizo jesuita, porque «ellos no podí­an ser obispos ni cardenales». La oposición de su padre fue el único obstáculo que pronto venció.

Al terminar los estudios de Filosofí­a, su salud se resistió y fe enviado una temporada a su hogar familiar de Toscana. En sus ratos largos de ocio, se entregó a instruir a los niños y a dar conferencias de retórica y poética latinas a los compañeros. Al restablecerse, un año más tarde, fue enviado a Mondavi del Piamonte para dedicarse a la docencia, impartiendo cultura antigua sobre todo sobre Cicerón y Demóstenes. No sabiendo entonces el griego, preparaba por la noche la lección de gramática griega que explicaba durante el dí­a.

Comenzó a predicar con frecuencia al pueblo. En los primeros años de predicación, sus sermones estaban llenos de citas de autores profanos y eruditos. Pero en cierta ocasión que tuvo que predicar sin prepararse, no hizo otra cosa que comentar textos de la Escritura, resultando un sermón conmovedor.

Se dio cuenta del valor de la Palabra divina en la conversión de las almas, y ésta serí­a en adelante su ilusión.

Un dí­a le oyó predicar su P. Provincial. Admirado de su sabidurí­a, le envió inmediatamente a la Universidad de Padua para que recibiese cuanto antes la ordenación sacerdotal. Al poco tiempo el General de la Orden, que lo era San Francisco de Borja, le envió a Lovaina para proseguir estudios y para predicar en la Universidad, donde habí­a múltiples controversias con personajes tan eruditos como Miguel Bayo y otros.

Sus sermones fueron muy apreciados desde el primer dí­a, a pesar de que predicaba en latí­n y era de tan corta estatura que tení­a que hacerlo desde un banquillo, para poder ser seguido mejor por su atento auditorio.

2. Educador y polemista

Recibió la ordenación sacerdotal, en Gante, en 1570. Se le destinó a una cátedra en la Universidad de Lovaina. Fue el primer jesuita a quien se confió tal trabajo. Sus cursos sobre la «Summa» de Santo Tomás le proporcionaron ocasión de refutar a Bayo y sus enseñanzas sobre la gracia, la libertad y la autoridad pontificia.

Por estos años estudió el hebreo para entender mejor la Sagrada Escritura y los escritos de los Santos Padres. Incluso se dedicó a escribir una gramática hebrea para estudiantes, que se hizo popular y ayudó a muchos en su ardua empresa.

Su salud era débil. Debió volver a Italia y San Carlos Borromeo quiso llevarlo consigo a Milán. Pero sus superiores le encargaron en 1576 regentar la nueva cátedra de teologí­a apologética «De controversiis», es decir, de la defensa de la ortodoxia católica, en el Colegio Romano, que luego serí­a la Universidad Gregoriana de Roma.

En esa cátedra trabajó a tope. Preparó cuatro enormes volúmenes con «Discusiones sobre los puntos controvertidos», (popularmente «Las Controversias»), para combatir los errores protestantes y anglicanos. Tales libros conocieron 30 ediciones en 20 años. Con ellos se paralizó la influencia de los protestantes que habí­an publicado en Magdeburgo una colección de libros sobre sus razones de reforma y se divulgaban con el tí­tulo de «Las Centurias de Magdeburgo». Baronio refutó dicha obra por sus falsedades históricas. Pero fue Belarmino quien los contrarrestó con los aspectos dogmáticos. El éxito de las «Controversias» fue instantáneo. En Londres la obra fue prohibida oficialmente, señal de su eficacia.

En 1589, San Roberto tuvo que dejar la enseñanza para acompañar al cardenal Cayetano a Francia para conversar en con Enrique de Navarra y su Liga. La guerra le cogió en Parí­s, sitiada por los enemigos, situación que se prolongó ocho meses. Al volver fue encargado de presidir una comisión formada por Clemente VIII para revisar la versión de la Vulgata. Terminado el trabajo, el Papa ordenó su impresión. El texto durarí­a como oficial de la Iglesia hasta el siglo XX.

Trabajó también en el Colegio Romano de los jesuitas como director espiritual. Estuvo en contacto con San Luis Gonzaga, a quien atendió en su lecho de muerte. En 1591, fue nombrado rector del Colegio Romano y, en 1594, provincial de Nápoles.

En 1597 volvió a Roma como teólogo de Clemente VIII. Fue entonces cuando el Papa le rogó que escribiera sus dos catecismos para gente sencilla. Hizo un «Catecismo Resumido», traducido a 55 idiomas con más de 300 ediciones. Poco después redactó el «Catecismo Explicado» más amplio y sistemático.

En 1958, el Papa le nombró, contra su deseo, cardenal, «en premio de su ciencia inigualable». Esta dignidad no le hizo abandonar su austeridad y sencillez de vida, sus limosnas y su intensa vida de oración y de predicación.

En 1602 fue inesperadamente nombrado Arzobispo de Capua. Cuatro dí­as más tarde estaba ya en su sede. Se entregó sin medida al ejercicio de las funciones pastorales de aquella inmensa Diócesis. Dejó su vida de estudios y libros y se entregó de lleno a la tarea de evangelizar al pueblo: hací­a visitas, predicaba, administraba sacramentos, atendí­a a los pobres.

Al ser elegido Papa Paulo V le reclamó para que volviera a Roma como consejero. San Roberto renunció a su Diócesis y, al tiempo que se encargaba de la Biblioteca Vaticana, actuó como Consejero de casi todas las Congregaciones romanas. Su labor de pacificador y animador fue admirable. Por ejemplo, en el conflicto del Pontificado con la ciudad de Venecia, que abrogó los derechos de la Iglesia y fue puesta por el Pontí­fice en entredicho, Belarmino actuó de intermediario con disputas, a veces violentas, con los promotores de la disensión, como el famoso servita veneciano, Fray Pablo Sarpi.

Intentó hacer de intermediario con Jaime I de Inglaterra. Belarmino exigió al arcipreste Blackwell, amigo suyo, que no prestara juramento de fidelidad a este monarca, opuesto a los derechos temporales del Papa. El rey Jaime publicó entonces dos escritos violentos en defensa del juramento que reclamaba a sus súbditos. Belarmino respondió con otros escritos de incomparable altura. En ellos pulverizó las razones de Jaime I, pero con justicia y honradez. Belarmino defendí­a ante todo la supremací­a espiritual del Pontí­fice, y puso en su sitio el sentido terreno de la autoridad temporal.

Al no ponerse totalmente a favor del derecho divino de la autoridad terrena del Papa, Sixto V se enemistó con él. Y como sostuvo, contra el jurista escocés Barclay, que ninguna monarquí­a era de derecho divino, su libro «De potestate Papae» fue quemado públicamente en el Parlamento de Parí­s. Pero un hombre honrado como era él no se asustaba por estas cosas. Por encima de cualquier rey y de cualquier papa estaba su conciencia y los derechos de la verdad.

3. Ultimos años
Al morir Sixto V, estuvo a punto de ser elegido Belarmino para sucederle. Obtuvo 14 votos de los 28 cardenales en el Cónclave. Se resistió y la elección se encauzó por otro derrotero.

Interesante fue su actuación en el pleito contra Galileo, del que era estrecho amigo. En 1616 se le confió la misión de amonestar al gran astrónomo. Lo hizo con tal habilidad y flexibilidad que el astrónomo quedó muy predispuesto a aceptar que sus conclusiones eran «hipótesis cientí­ficas» y no conclusiones opuestas a la Escritura. Gracias a Belarmino el pleito y el juicio fueron meras formalidades que se saldaron con una condena simbólica, que la historia, sobre todo interpretada por los adversarios de la Iglesia, se encargarí­a de magnificar con el paso de los siglos.

En los últimos años, además de sus actividades sociales y polí­ticas, siguió cultivando su gusto literario: terminó un comentario de los Salmos y escribió cinco libros espirituales, el último de los cuales se titulaba «Arte de morir».

Consciente de que su vida se acercaba al fin, se retiró al Noviciado jesuita de S. Andrés, en Roma, y preparó su Testamento: los pocos bienes que tení­a, pues habí­a vivido menospreciando las riquezas, fueron entregados a los pobres. Apenas si se pudo pagar los gastos de su sepelio.

Dejó indicado que su entierro se hiciera de noche para evitar que no fuera mucha gente. Sin embargo una gran multitud despidió su féretro. Murió a los setenta y siete años, el 17 de Diciembre de 1621.

Su proceso de Beatificación se comenzó pronto. Sin embargo, figura discutida por sus ideas y por la independencia de su espí­ritu enamorado de la verdad, no logró superar a los adversarios de su Beatificación hasta tres siglos después. Fue Pí­o XI quien, en un sólo año, en el 1930, beatificó y canonizó a esta singular figura, uno de los más significativos catequistas que han pasado por la Historia de la Iglesia y uno de los grandes defensores de la verdad con sus predicaciones, con sus eruditos escritos y, sobre todo, con el ejemplo de su vida austera. Fue declarado Doctor de la Iglesia en 1931 por el mismo Papa Pí­o XI. Su fiesta se celebra el 17 de Septiembre

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa