CANON BIBLICO

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SUMARIO: 1. la vara de medir, a los criterios de verdad. – 2. El primer canon cristiano. – 3. El canon antes del Canon. – 4. Los primeros libros cristianos. – 5. La Iglesia define su Canon. – 6. Canon y autoridad de la Iglesia. – 7. Trento. – 8. Concepto integral del Canon en el Cristianismo.

Por Bí­blico se entiende la lista oficial de los libros tenidos por la Iglesia como inspirados. En este sentido, el Canon Bí­blico ha alcanzado una importancia grandí­sima en la reflexión teológica y la fe de la Iglesia. Sin embargo, este uso semántico no se remonta más allá del Concilio de Laodicea (s.IV). La expresión ya habí­a hecho su entrada en el vocabulario cristiano por obra de Pablo (Gal. 6,16; Fil. 3,16; 2Cor 10,12.15.16) con un sentido bien diferente. No obstante, desde el siglo IV el concepto de canon que se ha impuesto en teologí­a, ha sido el que se contiene en el binomio bí­blico como expresión técnica que designa el conjunto canónico de los libros sagrados. No obstante, el canon es una realidad mucho más amplia, y afecta a ámbitos estructurales de la Iglesia. Para que se comprenda mejor la naturaleza peculiar del canon bí­blico, enfocamos el tema desde el valor más abarcante que supone la realidad genérica del canon en la Iglesia, como la parte de una totalidad armónica y equilibrada, cuya alma es el canon. Y dentro del mundo especí­fico de la Biblia, el Canon de las Escrituras.

1. De la vara de medir, a los criterios de verdad
es una palabra que cuenta con una diacroní­a semántica muy compleja. El sentido etimológico de la expresión acádica (caña o junco), pronto sirvió para significar la de medir o simplemente cualquier .

El original semí­tico pasó a Grecia bajo la forma de y se convirtió en una de las palabras semitas de uso más universal en toda la cultura occidental. En griego, pierde su connotación etimológica -caña de medir- y mantiene el valor esencial de medida fí­sica. Ese uso primario del mundo de las medidas fí­sicas se amplí­a luego al orden de las realidades humanas. Entonces significó simplemente “modelo”. En un principio tal uso se ciñó al ámbito de la belleza artí­stica, especialmente del orden plástico. Policleto, con su famosa estatua del Dorí­foro, estableció el modelo definitivo de escultura. Pero ya antes de la aplicación del término concreto a la escultura, el concepto existí­a en el ámbito de la literatura, donde Homero fue siempre considerado como el modelo por excelencia, el auténtico primer canon literario.

Del orden de la belleza evolucionó el vocablo en dirección a los valores éticos. Así­, la ley se consideró como el canon moral; y señaló el modelo al que debe ajustarse el comportamiento ético. Con esto empezó a tener su intervención la autoridad en la fijación del canon, pues ella es la que promulga la ley. Quedaba ya abierto el camino para todos los cánones de naturaleza jurí­dica o administrativa. La traducción latina “regula/norma” contribuyó a cargar el acento en la normatividad del concepto de canon.

Un ulterior salto semántico se dio cuando el canon se aplicó a la filosofí­a. Fue Epicuro el que realizó semejante transposición. La “Canónica” filosófica pretendí­a orientar el ejercicio de la razón en orden a discernir la verdad de la falsedad. Para ello Epicuro elaboró una normativa. En este nuevo uso, el concepto de canon sufrió no pocas alteraciones. Si en la estética el canon buscaba discernir la belleza, en la canónica filosófica su pretensión era discernir la verdad. Este concepto filosófico actuará en forma latente en todos los conflictos de canon en la historia eclesiástica, cuando se busque la razón crí­tica de la normatividad bí­blica.

Esta somera descripción del lugar del canon en la cultura griega pone de relieve el lugar esencial que el canon ocupa en dicho mundo. El y la como creadores de la í­a que caracteriza a la civilización helénica, fueron posibles por la universal presencia mensurante del canon, desde el arte hasta la filosofí­a.

2. El primer canon cristiano
Un concepto tan rico y esencial en la cultura griega entró en la Biblia, casi por casualidad, por medio de san Pablo. El texto fundamental de este primer uso cristiano se encuentra en Gal. 6,16. “Para todos los que se sometan a este “. Desgraciadamente, se trata de un lugar de difí­ciles precisiones semánticas. Sin embargo,el sentido esencial es claro. La alusión a “este canon” tiene como punto de referencia una realidad de vasto alcance: la nueva creación de la cual habla en la frase precedente. Dejando de lado detalles discutidos de interpretación, una cosa es cierta: el canon entra como expresión teológica en el NT bajo el significado de la sumisión a una norma genérica que es la novedad cristiana. Esta normativa de tipo ético universal, la completa Pablo en 2 Cor 10,13.15.16 señalando las condiciones de un canon personal referente al ministerio apostólico. Se trata de un texto complicado en crí­tica textual y gramática; pero el sentido esencial que aquí­ nos interesa, es claro. Pablo establece la prueba de legitimidad de su apostolado frente a las pretensiones de sus enemigos; y escribe: “Nosotros, en cambio, no nos gloriamos desmesuradamente midiéndonos a nosotros mismos por el que Dios nos ha asignado”. Es la primera vez que el tiene como referente a Dios, supremo normante del orden cristiano nuevo. El texto alude con claridad a una medida establecida por Dios que mide la misión de Pablo, a la cual es fiel. Pablo se refiere al canon de su apostolado. Lo establece Dios. Pablo entra en ese canon y se mide por él. Es una novedad frente a la canónica griega de la ley. Pablo establece una canónica nueva fundada en la soberaní­a de Dios; y se somete fielmente a ella. No es como sus enemigos que establecen ellos mismos su ministerial, se miden por él. En el v. 15 se retorna al mismo lenguaje: “Esperamos, mediante el progreso de vuestra fe, engrandecernos cada vez más en vosotros conforme a nuestro “. Una vez más se trata de un canon al cual Pablo se ajusta en sus apreciaciones respecto de su trabajo apostólico. En esta doctrina sobre el canon del verdadero apóstol Pablo no hace mención de la mediación de Cristo en la colación de la misión apostólica (Gal 1,1.15-16), pero se la sobreentiende fácilmente.

Del uso paulino del vocablo surgió la utilización de la expresión en la Patrí­stica de los primeros siglos. Ya Clemente Romano conoce el de la tradición, y del servicio ministerial. Pronto empieza a hablarse del de la fe, del de la verdad, del de la Iglesia o el caEclesiástico. Desde Nicea las decisiones dogmático-morales de los concilios se llaman ánones. El uso último de la expresión habí­a de darse en el ámbito bí­blico.

3. El canon antes del Canon
En el múltiple uso patrí­stico del concepto de canon, no aparece en los siglos I-III la aplicación del mismo al ámbito bí­blico. Esto se verificó en el siglo IV por una serie de circunstancias convergentes que configuraron la expresión y el respectivo concepto. Ante todo, influí­a la tradición del AT que no utilizó la expresión , para referirse a la Escritura. Lo cual no quiere decir no tuviera su propia ónica bí­blica. En realidad el pueblo israelita tuvo una normativa clara que lo medí­a y lo regulaba todo, en última y definitiva instancia. Era la Palabra de Dios. En un principio, la religión israelita no se preocupó explí­citamente de elaborar la lista de sus libros oficiales. Al final del AT diversas circunstancias hicieron necesaria una toma de posiciones sobre el particular. Una muy importante fue la proliferación de la literatura apócrifa. A la literatura clásica más o menos definitivamente editada en el perí­odo exí­lico y postexí­lico, se añadió una producción abundante de textos religiosos. La segunda causa fue la proliferación de las sectas judí­as a partir del alzamiento macabeo. Cada una de estas sectas tení­a sus propias ideas acerca del Canon: los Saduceos no admití­an más que el Pentateuco de Moisés (como los Samaritanos); los Fariseos admití­an, además, todo el resto de la literatura profética y sapiencial con la misma fe en un origen divino; otras sectas, como los qumranitas, admití­an también el origen inspirado de los libros de su secta. Pero ni siquiera entre los mismos fariseos era unánime el parecer sobre el ámbito de los libros sagrados posteriores a la colección mosaica. En efecto, mientras los fariseos palestinos entendí­an de un modo el ámbito del Canon, los judí­os de la diáspora alejandrina lo entendí­an de una manera más amplia.

La situación confusa en que se encontraba el judaí­smo en la época intertestamentaria se fue poco a poco clarificando. En una fecha difí­cil de precisar, a fines del siglo 1, se llegó a un consenso judí­o que adoptaba como Canon de las Escrituras. Una fecha decisiva para que los judí­os concentraran su atención en la Escritura fue, sí­n duda, el año 70 cuando tuvo lugar la destrucción de Jerusalén con la pérdida de casi todas las instituciones sagradas. En aquel desastre colectivo, los judí­os quedaron con la Escritura como único patrimonio nacional, y único ví­nculo espiritual entre todos los supervivientes de la gran destrucción. Esta nueva situación obligó a las escuelas rabí­nicas a concentrar su atención en la Escritura. Y en este interés por la Biblia, un área de gran urgencia era la fijación del Canon. Una tradición de dudosa historicidad colocó en el sí­nodo de Yamnia (entre los años 95 y 100) la fijación del canon israelita, en los siguientes términos: La LEY, con los cinco libros del Pentateuco; LOS PROFETAS, subdivididos en dos secciones: anteriores, a saber: Jos., Jue., 1-II Sam., 1-II Re., Profetas posteriores: Is., Jer., Ez., Os., Joel, Am., Abd., Jon., Nh., Sof., Ag., Zac., Mal., HAGIOGRAFOS o Escritos sagrados: Sal., Job., Pro., Rut., Cant., Ecle., Lam., Est., Dan., Es., Neh., 1-II Cro., en total 39 libros. Estos libros fueron denominados en terminologí­a cristiana, PROTOCANí“NICOS o del Canon.

Así­ fue como el pueblo de Israel elaboró la lista de sus libros sagrados, sin utilizar para nada el vocablo .

4. Los primeros libros cristianos
Si a fines del siglo 1 no habí­a entrado en el vocabulario judí­o la expresión canon, tampoco el cristianismo se serví­a de la palabra canon para señalar la normatividad de la Escritura, y la lista de sus libros. Pero en la Iglesia actuaba una fuerte convicción, correspondiente a la fe israelita en el absoluto de la Palabra de Dios. Era su fe en la persona de Cristo. Para la Iglesia naciente, el advenimiento de Cristo fue un hecho de suma importancia, incluso en el orden canónico. Para ella Jesús significaba el cumplimiento de todas las esperanzas del AT. El era la palabra total del Padre, el Mediador de una Nueva Alianza, el Sacerdote nuevo y supremo, el sacrificio perfecto, el portador de la Ley Nueva. Todo esto trajo una especie de nuevo comienzo. Como la palabra de Dios era en el AT la realidad absoluta, en el NT el hecho absoluto era Cristo. Este hecho absoluto, se fragmentó muy pronto en diversas direcciones. Una de ellas consistió en la convicción de que los escritos sobre Jesús, compuestos por los testigos auténticos del mismo, eran textos normativos. En efecto, ya desde los primeros decenios del Cristianismo, muchos habí­an intentado escribir una historia de los hechos y dichos de Jesús (Lc. 1,1). Así­ se originó una literatura cuyo referente nuevo era Cristo. De entre estos textos cristianos, la Iglesia procedió a realizar una selección como regla básica de fe, de predicación y de lectura litúrgica. Así­ se confeccionaron las primeras listas de escritos cristianos.

Dos hechos movieron a la autoridad eclesiástica a tomar en serio la selección y codificación de la literatura inspirada: los ócrifos y las arbitrarias simplificaciones del Canon por obra de los ósticos (Marción y Montano, especialmente), pero no sin ciertas fluctuaciones e incertidumbres.

Donde primero se llevó a cabo dicha selección y codificación fue en Roma como lo atestigua el famoso de Muratori de fines del s. II descubierto el año 1740. Este documento divide la literatura cristiana primitiva en cuatro series: a) Libros tenidos como sagrados por todos y como tales leí­dos públicamente en las Iglesias. En esta serie se mencionan los 4 , 13 de Pablo (falta Hb), de los ólicos, sólo 1-l1 Jn., Jud.; probablemente las dos de y el Apoc.; b) Libros tenidos por todos como sagrados y que, en consecuencia, no deben ser leí­dos públicamente en las Iglesias (Apoc. de San Pedro); c) Libros de privada, que no es lí­cito leer en las Iglesias (Pastor de Hermas); d) Libros que la Iglesia puede recibir (literatura apócrifa y gnóstica). El canon como hecho existí­a ya en la Iglesia, mas no la palabra.

5. La Iglesia define su Canon
Cuando la Iglesia empezó a intervenir declarando autoritariamente cuál era la lista auténtica de los libros sagrados, sucedió algo nuevo, que no se habí­a dado en Israel. La sinagoga no actuó fijando el canon del AT. El hecho tení­a alguna lejana analogí­a en la canónica griega de la ley, cuando la autoridad establecí­a determinadas normas éticas. En efecto, la autoridad eclesiástica decidió por el recurso a la tradición cuáles eran los libros en los cuales se contení­a la fe apostólica de la Iglesia; pero no expresó todaví­a su teologí­a en vocabulario de . La novedad se dio en el Concilio de Laodicea (360). Un “canon” del concilio llamó “canónicos” a los libros de la Escritura. En el can. 59 se habla de libros que ya son “canónicos” y se los opone a otros “privados” (salmos). Son libros públicamente leí­dos como Escritura en la liturgia. En esta primera etapa, “canónico” no significa “conforme a un canon”, puesto que tal canon aún no existe. Su sentido es: “público”, “auténtico”, o “verdadero” en el sentido de “libros tenidos por sagrados”. Pero a partir del Concilio -que en el can. 60 elabora una lista de tales libros- el sentido tiene un matiz semántico distinto. Tras el pronunciamiento doctrinal del Concilio, “canónico” significa “conforme al canon” promulgado por el mismo. En Laodicea, nació una realidad nueva; es el bí­blico. A partir de este momento, ya no se podrá soslayar la existencia de un bí­blico autoritativo, fijo, clausurado, de los libros sagrados del AT y del NT. Es en este momento histórico cuando la Biblia, que ya se llamaba Sagrado y Escritura inspirada, empezó a ser un canónico.

En Laodicea surgió un fenómeno nuevo. La tradición bí­blica del AT establecí­a la base teológica por la cual la Biblia era normativa. Era su constitutivo de palabra de Dios. Grecia ofrecí­a un vocabulario culto referente a la normatividad de ciertas realidades. Era la palabra . Laodicea, actuando en virtud de la autoridad de la Iglesia determinó cuáles eran los libros que, por ser palabra de Dios, eran canónicos. Así­ surgió el triángulo que forma el concepto cristiano del canon bí­blico: a) La de Dios; b) La de la Iglesia; c) El concepto griego de , cristianizado por Pablo.

6. Canon y autoridad de la Iglesia
En la base de la decisión conciliar de Laodicea, estaba la doctrina de Pablo sobre la autoridad apostólica recibida de Cristo. Una prolongación de esa conciencia de autoridad apostólica, prolongada en la Iglesia, hizo posibles sus intervenciones autoritativas al establecer el Canon de las Escrituras. En todo ello hay una lí­nea evolutiva. Partiendo del canon Paulino de la creación y de la ón apostólica se pasó al canon de la de la Iglesia. Esta autoridad era la que actuaba declarando “canónicos” los libros de la Escritura. Tal definición sólo era comprensible desde un concepto de autoridad en la Iglesia capaz de intervenir oficialmente en materia bí­blica.

El concilio de Laodicea no era ecuménico. Su canon bí­blico no fue completo. Ulteriores concilios fueron eliminando algunas dudas. Pero ya desde el s. VI quedó claramente constituido el Canon del AT en el seno del cristianismo; y la unanimidad entre Oriente y Occidente era un hecho ya en el siglo VII.

El triángulo canónico estructurado en Laodicea se mantuvo inalterado hasta el siglo XVI. Con la reforma protestante se introdujo un elemento perturbador que deshizo el armonioso triángulo. En efecto, el año 1520 Karlstad propuso el retorno al Canon breve palestinense para el AT. En cuanto a Lutero, en un principio rechazó todos los deuterocanónicos del AT (excepto quizá 1 Mac.). Más tarde aceptó la doctrina de Karlstad y en su traducción alemana de la Biblia incluyó los deuterocanónicos al final del AT a modo de apéndices con el tí­tulo de Apócrifos. Respecto del NT, las doctrinas protestantes han sido más discordantes. Lutero excluyó del Canon el Apoc. y Hb., Sant. y Jud. sólo rechazó el Apoc. todos los deuterocanónicos. Los luteranos, hasta el s. XVII adoptaron la doctrina de , que rechazaba todos los deuterocanónicos. Pero a partir del s. XVIII, principalmente por la influencia del pietismo, volvieron a la praxis calvinista que aceptaba el Canon católico í­ntegro. En cuanto a la Iglesia rusa, desde el s. XIX el Santo Sí­nodo acordó que en los seminarios se enseñara la doctrina de los protestantes respecto de los deuterocanónicos del AT. En la Iglesia Griega, los teólogos en general se acercan a la misma doctrina.

Esta actitud crí­tica partí­a de la negación previa de la autoridad de la Iglesia para establecer oficialmente el Canon de los libros sagrados.

De los tres conceptos esenciales: pade Dios, de la iglesia, , se eliminó el segundo. Esta actitud, completada con el rechazo de la Tradición, y de la Iglesia como magnitud visible, provocó lo que se ha llamado la “crisis del canon de la Iglesia”. En efecto, rechazada la autoridad de la Iglesia, el canon ya no significaba sino la lista histórica de los libros tenidos como norma de fe. El lugar de la autoridad eclesiástica lo ocupó la crí­tica teológica. Fue el momento en que empezó a actuar en teologí­a el canon entendido en el sentido de la canónica filosófica: discernimiento histórico-crí­tico de la verdadera palabra de Dios en los libros tradicionalmente considerados como sagrados.

7. Trento
En esta situación conflictiva intercristiana, intervino Trento. La Iglesia Católica mantiene la tradición de Laodicea, definiendo el ámbito del canon apostólico tradicional. En Trento se fija el definitivo Canon Bí­blico que es, para los católicos la lista oficial de libros de autoridad apostólica que regulan la fe de los fieles sobre el ámbito del libro sagrado Cristiano. Ese libro es el canon de fe y costumbres, junto con las tradiciones no escritas en las que se transmite la revelación. Son Canon de fe, porque contienen fielmente la revelación del AT completada en Cristo. La revelación culminada en Cristo, es la que hace a estos libros acreedores a la condición de Canon como concreciones válidas para medir y discernir la verdad de salvación que la palabra de Dios procura al hombre.

En continuidad con la tradición de Laodicea, es decir, recurriendo a la autoridad de la Iglesia, el Concilio de Trento fijó en forma definitiva, la lista oficial de los libros sagrados. En la IV sesión, del dí­a 8 de abril de 1546, estableció la lista siguiente: Son libros sagrados y canónicos: AT. 1. óricos: Gn, Ex, Lv, Num, Dt, Jos, Jue, Rt, 1-II Sam, 1-II Re, I-II Cr., Es, Nh, Tb, Jdt, Est, 1-II Mac. . Didácticos: Job, Sal, Pr, Eccle, Cant, Sab, Ecli. . Proféticos: Is, Jer, Bar, Ez, Dan, Os, JI, Am, Ab, Jon, Mi, Na, Hab, Sof, Ag, Za, Mal. NT. 1. óricos: Mt, Mc, Lc, Jn, Act. 2. ácticos: Cartas de San Pablo: Cartas Católicas. . Proféticos: Apoc.

Esta definición supuso el fin de todas las controversias entre los católicos. A partir de este Concilio, la canónica bí­blica católica está constituida por los siguientes elementos. Terminológicamente: a) bí­blico significa dos cosas: la Biblia como de fe y costumbres, y la o catálogo oficial de los libros tenidos por la Iglesia como sagrados e inspirados. b) ónico equivale a: 1.°) de fe y costumbres; 2.°) Conforme con el canon e incluido en el canon. Así­, de un determinado libro bí­blico se afirma que es canónico cuando de hecho, la Iglesia lo ha incluido en la lista oficial de los Libros sagrados; ) Canonizar la acción de incluir un determinado libro en el canon; d) Caes la propiedad por la cual un libro pertenece a la lista total de libros sagrados. Tiene una doble acepción: la pasiva y la . La primera es la propiedad del libro definitivamente incluido en el Canon. La segunda significa el valor de non normata que posee el texto sagrado por su contenido reconocido de Palabra de Dios. ) Protocanónicos-deuterocanónicos: Según la terminologí­a que data de Sixto de Siena (t 1569), reciben el nombre de ónicos (o sea, los del primer canon), aquellos libros sagrados de los cuales nunca hubo discusión sobre su carácter sagrado y canónico. Los deuterocanónicos o del segundo Canon son aquellos cuyo carácter sagrado fue durante algún tiempo discutido, entrando a formar parte del Canon en un segundo momento. En concreto son: AT Tob., Jdt., Sab., Eccli., Baruc 1-2; Mac., los fragmentos griegos de Ester (caps. 10, 4-16, 24) y de Daniel (caps. 3, 24-90; 13; 14). NT: Hb., Sant., 2 Pe., 2-3; Jn., Judas, Apoc.

8. Concepto integral del Canon en Cristianismo
En el curso de los siglos, la Iglesia ha ido estructurando una canónica muy rica y compleja que atraviesa toda su realidad divino-humana. Del mismo modo que la cuádruple canónica griega formó una cultura toda ella configurada por valores tí­picos de equilibrio, medida y armoní­a, gracias a la presencia universal de su múltiple canon, la Iglesia también ha configurado una comunidad creyente de una maravillosa textura armónica. Pablo fue el introductor del concepto de canon en su acepción primordial de creado nuevo. Luego vinieron los cinco grandes cánones: 1° El o regula fidei formada por las confesiones cristianas y las definiciones dogmáticas de los Concilios; 2° CaScripturae o Canon Bí­blico. 3° El camissae canon litúrgico. 4° El Sanctorum o catálogo de los santos (mártires, confesores, ví­rgenes). 5° Por fin, el Canonicum o Lex Ecclesiae.

El eje del Cristianismo como religión revelación y fe es el Scripturae, en cuanto norma de fe y costumbres. Como religión personal nacida de Cristo, su canon es la nueva creación, cuya realización modélica son los santos, es decir: las personas históricas, concretas que han medido sus vidas según la regla de Cristo como nueva creación. -> ; inspiración; hermenéutica; interpretación.

BIBL. – ARTOLA, A. M. “El Canon antes del Canon. Los componentes conceptuales del Canon Bí­blico”, en BIBLIA, EXEGESIS Y CULTURA. Estudios en honor del Prof. D. José M. Marí­a Casciaro, Ediciones Universidad de Navarra, “Colección Teológica” n. 82, Pamplona, 1994, pp. 39-52; Muí‘oz IGLESIAS, . Canon en ENCICLOPEDIA DE LA BIBLIA, vol. II, col. 94-103. Barcelona, 1993; SíNCHEZ CARO, J. M Canon de la Biblia, en BIBLIA Y PALABRA DE DIOS, ón al Estudio de la Biblia, Edit. Verbo Divino, Estella, 4 ed. 1995, pp. 59-132.

. M. Artola, CP.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

En Gál 6,14-16, san Pablo escribió en grandes caracteres sobre la norma (en griego, kanon) de aquellos que viven bajo la paz y misericordia de Dios: la cruz, libertad de la obligación legal de circuncisión, y ser una nueva creación en Cristo. Así­, un canon abarca lo que es normativo y de relevancia criteriológica para el discurso y la conducta cristianos. En el desarrollo definitivo del vocabulario cristiano en tiempos patrí­sticos, el término canon vino a significar la lista oficial de los libros de la Escritura que dan testimonio autorizado de la revelación de Dios.

1. ACLARACIí“N CONCEPTUAL. En su sentido etimológico, el término griego kanon se refiere a una vara o regla recta usada por un carpintero o albañil para averiguar si ha ensamblado determinados materiales de construcción en un nivel o de manera recta. En sentido figurado, un canon es un patrón o norma por el que se juzga correcto un pensamiento o doctrina: En arte y literatura, eruditos de la época helení­stica prepararon listas de aquellas obras antiguas que poseí­an forma ejemplar y estilo lingüí­stico, a las que se les ascribió categorí­a canónica como modelos.

En el uso cristiano primitivo, el corazón de la enseñanza apostólica transmitida era el “canon de la verdad” que proveí­a un contexto normativo para la especulación teológica (Clemente de Alejandrí­a, Orí­genes) y serví­a de prueba crí­tica mediante la cual demostrar que las doctrinas marcionitas y gnósticas estaban desviadas y debí­an ser excluidas (Tertuliano, Ireneo). A partir del año 300 d.C. las disposiciones doctrinales y disciplinarias de los sí­nodos episcopales eran los cánones, que regulaban la enseñanza y la vida de la Iglesia.

La aplicación del término canon a las Escrituras de la Iglesia es, de hecho, un uso lingüí­stico en el que un término conlleva dos significados que coinciden en parte. San Atanasio escribió en el año 351 que El pastor de Hermas “no está en el canon” (PG 25,448). La Carta festal del año 367, del mismo escritor, cataloga los libros del AT y del NT que están incluidos en el canon ya completo y cerrado (ta kanonizoména), en oposición a los libros apócrifos no igualmente incluidos (CSEO 151,34-37). Así­, el canon es la lista o í­ndice completo de los libros sagrados que constituyen la Biblia de la Iglesia.

Sin embargo, aparece un matiz diferente de significado cuando los cristianos hacen referencia a “las Escrituras canónicas”. Santo Tomás dice que la sagrada doctrina utiliza las Escrituras canónicas como su propia y genuina fuente de datos y evidencia probativa. La razón es que “nuestra fe está basada sobre la revelación hecha a los apóstoles y profetas que compusieron las Escrituras canónicas” (S. Th. I, 1,8). Por eso los libros del canon están especialmente autorizados. San Agustí­n veneraba los libros, ahora denominados “canónicos”, hasta el punto de creer firmemente que ninguno de los autores se desvió jamás en lo más mí­nimo de la verdad (Ep. 82,3; CSEL 34/2, 354). En el libro segundo de su obra De doctrina christiana (428), Agustí­n hizo una relación de las Escrituras canónicas de las Iglesias, y añadió después que estas obras proveí­an de una guí­a y alimento más que suficientes para una completa vida cristiana de fe, esperanza y caridad (“In his enim quae aperte in scripturis posita sunt, inveniuntur illa omnia quae continent fidem moresque vivendi, spem scilicet atque caritatem”) (CSEL 80,42).

El canon cristiano de la Escritura es, en primer lugar, la enumeración completa de esos libros que la Iglesia recibe oficialmente como parte de su base como comunidad de fe. Pero en cuanto canónicos, estos libros sirven además como norma profética y apostólica, o patrón, de lo que es propio y legí­timo en la transmisión de la verdad revelada y en la configuración de las vidas cristianas.

Canonicidad, sin embargo, no se identifica sencillamente con inspiración. La fe reconoce los libros canónicos como inspirados; pero, por sí­ mismo, el canon no excluye la posibilidad de que otros escritos, no reconocidos ahora como canónicos, hubieran sido compuestos con la asistencia y guí­a carismática del Espí­ritu. Todaví­a más, la inclusión en el canon no supone una determinación de autenticidad literaria, es decir, de redacción final, por parte de quien es señalado como autor de la obra. La canonicidad de una obra bí­blica es totalmente compatible con la obra que es pseudónima en origen. Por ejemplo, las epí­stolas de Timoteo y Tito, como obras incluidas en el canon del NT, están por esa razón garantizadas como portadoras de tradiciones apostólicas normativas de doctrina y orden eclesiales. Pero la condición canónica no excluye que estas obras sean escritas, no por el apóstol Pablo, sino por otro autor que reformuló la tradición paulina para la situación de las Iglesias un cuarto de siglo después de la muerte de Pablo.

2. EL CANON CRISTIANO DEL ANTIGUO TESTAMENTO. En el judaí­smo, hasta cerca del año 100 d.C., existe un sólido núcleo de libros autorizados, divididos en Torá, profecí­a y “otros escritos” (Si., prólogo). Las dos primeras partes eran colecciones cerradas en la época de Jesús, mientras que el número de libros, en la tercera parte de las Escrituras judí­as, parece haber sido considerado de modo diferente por los diversos grupos (saduceos, fariseos, esenios, samaritanos, judí­os de la diáspora). Pero tras los traumáticos acontecimientos del año 70 d.C., con la destrucción del templo, la concepción de los fariseos sobre la inspiración y el canon prevaleció en el judaí­smo reconstituido. Se creí­a que el carisma profético habí­a cesado en el siglo v a. C., y la autoridad omní­moda, para el culto y la enseñanza sinagogales, fue adscrita a un canon cerrado de veintidós libros. Estos incluí­an los cinco preeminentes libros de Moisés, doce libros de profecí­a (tanto historia profética, desde Josué, pasando por Job y Esdras-Nehemí­as, como los libros proféticos de Isaí­as, Jeremí­as-Lamentaciones, Ezequiel, Daniel y el único libro de los doce profetas menores) y sólo otros cinco escritos (Ester, Salmos, Proverbios, Qohélet y el Cantar de los Cantares).

La compleja historia de la admisión cristiana de las Escrituras de Israel ha sido estudiada desde una variedad de perspectivas por A.C. Sundberg, H. von Campenhausen, R.A. Greer, R. Beckwith y muchos otros. En nuestra exposición pasamos por alto la visión propia de Jesús de las Escrituras de Israel y la extremadamente fructí­fera relectura de la Iglesia apostólica de ellas a la luz del acontecimiento-Cristo y su propia misión universal.

El cierre definitivo del canon judí­o no tuvo un impacto inmediato sobre los cristianos de los siglos II y III. Sin embargo, un desarrollo de mayor significación fue la reacción, de gran alcance en la Iglesia, contra la impugnación de Marción de que las Escrituras de Israel tuvieran alguna relevancia para los cristianos. Justino mártir, Ireneo, Orí­genes y otros montaron una gran campaña didáctica en defensa del AT como indispensable para los cristianos por su riqueza de instrucción sobre la economí­a de salvación ideada y desarrollada en la historia por el único Dios, que es a la vez Señor de Israel y el Padre de Jesucristo.

Finalmente surgió el tema de la extensión material del AT cristiano, especí­ficamente en forma de dicusión sobre la naturaleza de ciertos libros no incluidos en el canon judí­o: Tobí­as, Judit, 1-2 Macabeos, Sabidurí­a, Sirácida, Baruc y partes de Daniel (3,25-90; cc. 13-14). Estas obras se llaman ahora deuterocanónicas en lenguaje católico, pero están catalogadas entre los apócrifos, o libros no-canónicos por la mayorí­a de los protestantes.

Algunos escritores eclesiásticos de Oriente sostení­an que el AT cristiano deberí­a quedar limitado a sólo aquellos libros utilizados por sus contemporáneos judí­os. Orí­genes sabí­a que algunas Iglesias cristianas hací­an uso catequético de Tobí­as, y san Atanasio consideraba los libros deuterocanónicos instructivos para una vida piadosa; pero para estos padres, y para san Cirilo de Jerusalén el canon cristiano no incluye estas obras. San Jerónimo, después de su estancia en Palestina, se convirtió en un convencido defensor del canon restringido de libros escritos originalmente en hebreo, y él tradujo Tobí­as a la Vulgata latina sólo por mandato episcopal. En Occidente, sin embargo, san Agustí­n fue un tajante defensor del canon más largo, apelando tanto al uso de los libros deuterocanónicos en la liturgia de numerosas Iglesias como discutiendo en detalle a favor de su benéfica contribución a la doctrina y a la piedad a la vez. Cánones de la Escritura promulgados por los concilios de Hipona (393 d.C.) y de Cartago (397) otorgaron sanción oficial al canon extenso, que el papa Inocencio I confirmó en el año 405 (DS 213).

La autoridad de san Agustí­n, unida a la de la Iglesia de Roma, aseguró la inclusión de los libros deuterocanónicos en el AT cristiano de la antigüedad tardí­a y de la Edad Media. Pero la reforma protestante desafió esta situación de pací­fica posesión. En la disputa de Leipzig, de 1519, de Lutero contra Johann Eck, el reformador de Wittenberg planteó dudas acerca del uso teológico de 1-2Macabeos para justificar la oración, ofrendas e indulgencias por las almas del purgatorio. La autoridad de san Jerónimo llegó a figurar de modo prominente en un proceso protestante más amplio contra los siete libros deuterocanónicos, argumento al que Andreas Karlstadt, colega de Lutero, dio una forma más sistemática en su obra De canonicis scripturis libellus (1521). En sus biblias en lengua vernácula, tanto Lutero como Zuinglio habí­an impreso los libros impugnados en un apéndice, pero las ediciones calvinistas eliminaron estas obras totalmente de la Biblia.

Escritores controversistas católicos, tales como Johann Cochlaeus y Johann Dietenberger, lucharon a favor de la canonicidad de los libros cuestionados, sobre la base del número y la autoridad de sus antiguos defensores y su uso en la Iglesia. Cuando el concilio de Trento comenzó su tarea en diciembre de 1545, las primeras discusiones mostraron que la mayorí­a de los obispos querí­a sencillamente recibir y promulgar solemnemente el canon que habí­a sido presentado por el concilio de Florencia, un siglo antes en sus negociaciones para la reunificación con los jacobitas o cristianos coptos de Etiopí­a (DS 1334-35). Jerónimo Seripando, superior general de los agustinos, abogó por admitir alguna diferencia dentro del AT, por ejemplo, entre libros canónicos que versan sobre asuntos de fe y otros que pertenecen a un canon morum; pero una abrumadora mayorí­a se opuso incluso a discutir el contenido del canon. Así­, en la cuarta sesión del concilio de Trento (8 de abril de 1546), el concilio promulgó su Decretum de libris sacris el traditionibus recipiendis, que incluye una adhesión formal de los libros deuterocanónicos como parte de los libros inspirados y normativos del AT (DS 1502).

3. EL CANON DEL NUEVO TESTAMENTO. El canon de los escritos apostólicos cristianos se formuló, con el tiempo, a través de una gradual criba y separación de ciertos libros procedentes de un cuerpo más amplio de literatura cristiana primitiva. Numerosos procesos de esta selección de obras normativas permanecen oscuros desde el punto de vista histórico, como lo están muchas de las normas y motivos aducidos para referirse a decisiones que conciernen a determinados libros. Por el año 200 d.C., sin embargo, el proceso estaba muy avanzado; pero pasó otro siglo y medio antes de que el canon del NT tuviera la exacta configuración que conocemos hoy.

Las comunidades cristianas de fundación apostólica tení­an desde el comienzo una serie de escritos canónicos tomados del judaí­smo, aun cuando los lí­mites externos de esta colección no fuera un asunto de primitivo consenso. Todaví­a más: estas comunidades tení­an las palabras y obras autorizadas de Jesús, que se estaban transmitiendo oralmente como una tradición superior a las escrituras de Israel y con valor de norma para su interpretación. Incluso antes de que las tradiciones que derivan de Jesús fueran puestas por escrito, algunas de las comunidades más primitivas también habí­an valorado cartas de instrucción pastoral apostólica, que serví­an tanto para traer a la memoria el evangelio original predicado como para explicar sus implicaciones para el culto y la vida de cada dí­a.

La segunda carta de Pedro, escrita en torno al año 100 d.C., da testimonio de la existencia, en un área de la Iglesia, de un corpus paulinum, que se coloca al mismo nivel que “el resto de la Sagrada Escritura” (3,15-16). Pero incluso aunque la literatura de los años 100-150 d.C. está llena de ecos de escritos finalmente incluidos en el canon del NT, la mayorí­a de los escritores de la época parecen inspirarse más en la continua transmisión oral de las palabras de Jesús y de la instrucción apostólica. A mitad de siglo, Taciano utilizaba los cuatro evangelios como una cantera de la que tomaba materiales para su armoní­a escrita, el Diatessaron, que, a su vez, fue ampliamente utilizado durante dos siglos en las Iglesias de Siria. Taciano muestra que los cuatro evangelios eran altamente estimados en torno al año 150 d.C., pero también que su estilo de composición no tení­a ya condición canónica en las Iglesias.

Dos factores estimularon la formulación de un canon del NT a finales del siglo II. La idea de Marción, radicalmente paulina, de la salvación gratuita en Cristo, le llevó a establecer su pequeño canon de auténtica instrucción cristiana, consistente en diez cartas de Pablo y una versión del evangelio de Lucas purificada de todas las referencias al Dios de Moisés. El gnosticismo del siglo ii, sin embargo, caminaba en una dirección opuesta a Marción. Sus maestros, que a menudo aseguraban recibir instrucciones transmitidas en secretos encuentros con el Jesús resucitado, eran prolí­ficos en producir nuevos evangelios y cartas de supuesto origen en el Señor y apostólico. Un grupo de representantes de las grandes Iglesias, entre los que sobresale Ireneo de Lyon, sometieron tanto a las doctrinas marcionistas como gnósticas a una crí­tica aplastante y establecieron así­ las condiciones en las que pudiera articularse un canon cristiano. Este incluirí­a una gama completa de obras apostólicas que Marción admití­a, aunque cribando y extirpando como espúreas las obras de procedencia gnóstica.

Abundante información sobre la formación del canon cristiano a finales del siglo n la ofrece el fragmento de Muratori, cuyo texto latino se encuentra en Enchiridion Biblicum (Roma 1961, 1-3), con una traducción en italiano disponible en Apocrifi del Nuovo Testamento, preparada por L. Moraldi (vol. 1, Turin 1971, 15-17). Generalmente, se considera que refleja convicciones mantenidas en Roma en torno al año 200 d. C.; el fragmento afirma el carácter normativo de sólo cuatro evangelios, Hechos de los Apóstoles y trece cartas paulinas y otras tres apostólicas. El Apocalipsis de Juan es canónico, pero junto a él se coloca un Apocalipsis de Pedro que, sin embargo, algunos decí­an considerar inapropiado para la lectura en la Iglesia. Extrañamente, el libro de la Sabidurí­a de Salomón es aceptado como cristiano, mientras que no se hace mención de Hebreos, 1-2Pedro, Santiago y 3Juan. El fragmento expresa firmes convicciones sobre excluir del uso cristiano tanto dos cartas infectadas de ideas de Marción como ciertas obras no nombradas de maestros gnósticos. El autor recomienda la lectura privada de El pastor, de Hermas, aunque negándole un puesto en las lecturas litúrgicas. Así­, por el año 200 d.C., un fuerte sentido de tener un patrimonio apostólico canónico estaba presente al menos en una Iglesia, donde se estaban aplicando criterios definidos en orden a mostrar la canonicidad de obras recibidas como fundamentales para la Iglesia entera.

De centros como el que produjo el “canon” muratoriano se irradió luego a numerosas otras Iglesias una nueva claridad sobre la serie de libros apostólicos que eran fundacionales de un modo exclusivo para el cristianismo. Sin embargo, un siglo más tarde, Eusebio cuenta que todaví­a existen ciertas discrepancias entre las listas oficiales de los libros del NT utilizados en las diferentes Iglesias. Algunas niegan la canonicidad de Santiago, 2Pedro, Judas, y 2-3Juan, mientras que el Apocalipsis de Juan es todaví­a objeto de debate (Historia eclesiástica III, 25; CGS 9/ 1,250-253). La oscuridad envuelve el modo en que la canonicidad de las cartas católicas y el Apocalipsis llegó a ser ampliamente reconocida. El canon del NT más primitivo existente, ajustado a todo uso posterior, se halla en la Carta festal de Atanasio, del 367, que pretendí­a imponer una cierta uniformidad sobre los leccionarios de las Iglesias egipcias y excluir el uso de evangelios y apocalipsis gnósticos. Los cánones occidentales de Hipona (393), Cartago (397) y del papa Inocencio (405) coincidí­an con Atanasio en catalogar veintisiete libros, que, juntos y de modo exclusivo, componen el NT de las Iglesias cristianas.

4. SIGNIFICACIí“N TEOLí“GICA DEL CANON. El canon de la Escritura sirve para identificar y delimitar, para los creyentes, un conjunto de obras recibidas y leí­das como “palabra de Dios”, es decir, que conllevan en forma escrita un compendio seguro de las experiencias de mediadores elegidos de la autocomunicación de Dios en la historia y en la iluminación personal. La Escritura evoluciona desde lo que Moisés escribió en el Sinaí­ (Ex 34,28), lo que los profetas de Yhwh fueron enviados a proclamar (Am 7,15; Is 6,8s) y lo que los discí­pulos de Jesús oyeron, vieron, recordaron y volvieron a contar concerniente a la palabra de vida (1Jn 1,1-3). La reflexión teológica sobre un canon cerrado y normativo se produce en dos áreas generales: 1) la relación entre el canon y la Iglesia, y 2) la relevancia hermenéutica del canon.

a) Sociológicamente, la formación del canon es un paso hacia la estandarización de la doctrina y la estabilización de las normas comunitarias. El canon traza una lí­nea precisa en torno a un cuerpo de literatura que expresa de modo único la identidad que una comunidad dada tiene por derivación desde su fundación. Este efecto restrictivo, sin embargo, es sólo una cara de la formación del canon. Porque el canon también sirve para identificar aquellas obras que uno, sin duda, espera que sean dignas de fe e instructivas, con poder de infundir una vitalidad y estilo de vida que estén de acuerdo con la auténtica visión que la comunidad tiene de sí­ misma (cf 2Tim 3,16s). Las Escrituras canónicas, por tanto, son un medio indispensable por el que “la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (DV 8,1).

Un argumento de la ilustración, un tanto sofisticado, pretende descubrir un cí­rculo vicioso en el aserto de la Iglesia que, por una parte, lo hace derivar de los profetas y apóstoles, tal como son conocidos a través de sus escritos, y, por otra parte, se arroga después para sí­ misma la legitimación de las Escrituras mediante la promulgación de su canon. Esto, sin embargo, es malinterpretar la naturaleza del canon cristiano. Al principio, los cristianos de la era apostólica sencillamente se encontraban en posesión de las Escrituras de Israel, que, al releerlas, demostraban decir mucho sobre Jesús (cf Lc 24,44). En el siglo ii, la colección del cuarto evangelio rápidamente se impuso por sí­ misma, a pesar de la coincidencia y discrepancias entre los diferentes evangelios. En el mismo perí­odo se asumió simplemente que las cartas coleccionadas del apóstol Pablo estaban autorizadas, sin cuestión ni discusión, al igual que lo estaba una carta central de instrucción apostólica como 1Juan. En esencia, la Iglesia no confirió status canónico a sus escrituras.

Los pasos posteriores que conducen al canon definitivo implicaron luego intervenciones por parte de numerosos hombres de Iglesia, es decir, pastores que seleccionaban lecturas litúrgicas, teólogos que criticaban las obras carentes de autenticidad y obispos que, individualmente o en sí­nodos, promulgaban cánones. Pero estas acciones no constituyen la autoridad de los libros así­ “canonizados”.

Una comprensión teológica del canon puede ponerse de relieve mejor resaltando su afinidad con el “depósito” que resulta del variado ministerio apostólico de predicación, instrucción y organización -con amplio uso de Moisés, profetas y Salmos- en las Iglesias más primitivas. Las últimas cartas del NT atestiguan la percepción de que los resultados de este ministerio forman un todo identificable que está ya completo. El canon del NT reconoce que esto mismo es verdad de aquellas obras escritas que expresan con fidelidad “la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los santos” (Judas 3). Hombres de Iglesia articularon con creciente precisión los lí­mites externos de esta transmisión apostólica, del mismo modo que marcaron el punto histórico en el que llegó a su fin la privilegiada y verdaderamente fundante comunicación de los apóstoles con las Iglesias. El canon cristiano del AT surgió de un análogo proceso de reconocimiento de aquellas obras que encajaban armoniosamente en la vida, enseñanza y culto que derivan de Jesucristo y sus apóstoles.

Es tópico enumerar tres factores como los criterios que figuraron de manera central en la formación eclesial del canon bí­blico cristiano. Son éstos la recta “regla de fe”, apostolicidad y su asiduo uso en el culto. Existe algo más que una pequeña chispa de evidencia para tal relación, pero la evidencia está dispersa e incompleta.

Ireneo y el fragmento muratoriano arguyen desde la tradición, es decir, la fe transmitida de la Iglesia, en su rechazo de la literatura marcionita y gnóstica a partir de una consideración cristiana más antigua. Las obras que ellos atacan socavan la fe en “Dios el Padre todopoderoso, creador de cielos y tierra” y farfullan demasiada palabrerí­a sin decir nada sobre la presencia hecha carne del Hijo de Dios en una vida y muerte totalmente humanas.

Pero, por otra parte, los propios escritos centrales del NT han contribuido no poco a solidificar estos principios del “canon de verdad” eclesial. Serí­a erróneo pensar que la regla de fe se aplicó a los libros canónicos desde fuera. Tradición y Escritura, desde el principio, fueron coinherentes la una a la otra.

El origen apostólico de las “epí­stolas católicas” fue decisivo para la inclusión final en el canon que conocemos hoy. Pero después, por evidencia exegética, nos vemos en la necesidad de considerar estas cartas como portadoras de tradición apostólica más que de palabras apostólicas directas. El criterio de apostolicidad parece, de hecho, encerrar el reconocimientos de la Iglesia del único y limitado espacio de tiempo en el que su fundación fue completada por el ministerio de la enseñanza de los apóstoles y sus más estrechos colaboradores.

El uso en la liturgia ofreció a Agustí­n persuasivos argumentos a favor de los libros deuterocanónicos del AT. Pero también es verdad que ciertos libros, que actualmente no están en el canon, tuvieron empleos limitados de uso litúrgico; por ejemplo, la Primera carta de Clemente, el Diatessaron y El pastor, de Hermas, que el fragmento muratoriano y Atanasio ponen especial cuidado en excluir. El uso litúrgico es una precondición necesaria para la inclusión, pero por sí­ misma no fue suficiente para resolver los casos en disputa. En cada avance crí­tico hacia el canon completo se resolvieron problemas mediante una única configuración de consideraciones y normas que llegaron a unirse por caminos que sólo parcialmente y de modo aproximado podemos recuperar.

Lo que destaca es que la gente de Iglesia sabí­a de dónde habí­a venido su fe y su vida. Consecuentemente, pusieron especial cuidado en mantenerse en contacto con los acontecimientos fundacionales, enseñanzas y personajes del cristianismo a través de los documentos que habí­an sido transmitidos. Estos documentos siguen siendo canónicos para la Iglesia de toda época porque sirven para hacer que la Iglesia sea “apostólica”, como confiesa el credo que es y seguirá siendo. Hoy, a causa de esta canonicidad, “toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escrituró” (DV 21).

b) El canon ofrece a los cristianos una lista precisa de los libros que deberán estar siempre leyendo e interpretando en orden a profundizar su propia autenticidad y para aplicar la palabra de Dios a las cambiantes circunstancias de sus vidas. Pero surgen preguntas que conciernen a la propia contribución del canon al continuo proyecto de interpretación bí­blica, sea ésta homilética, erudita o doctrinal.

1. El canon cristiano tiene una configuración peculiar, al reunir los libros de la anterior alianza de Dios con Israel y los libros que se refieren directamente a Jesús. Esta configuración canónica parece profundamente normativa para todo pensar cristiano, como está expresado en el sugestivo tí­tulo de D.L. Baker Two Testaments, One Bible, y como han expuesto en escritos recientes L. Sabourin, P. Grelot, P.-M. Beaude y H. Simian Yofre.

La cruz y resurrección del Cristo de Israel, junto con la misión universal adoptada por sus seguidores, se combinan para situar las experiencias reveladoras primitivas de Israel en un nuevo contexto de cumplimiento y ampliación. Pero la nueva comprensión y la nueva inclusión no separan la fe y vida cristianas de sus raí­ces en Israel.

Un pensamiento integral cristiano, y de modo especí­fico cualquier teologí­a bí­blica digna de tal nombre, debe inspirarse en el precioso patrimonio recibido de Israel. La predicación y enseñanza cristianas tienen una peculiar dinámica de movimiento de la promesa al cumplimiento han sido reiteradamente fecundadas por la recuperación de temas olvidados de la primera alianza, tales como el benigno propósito de Dios hacia toda la creación (Gén 9,8-17) y la identidad de la Iglesia como prefigurada en el pueblo elegido, siempre en movimiento hacia la libertad dada por Dios a través de las vicisitudes de la vida en este mundo (LG 9).

El canon cristiano bipartito está profundamente adecuado para la interpretación, mientras que cualquier especie de marcionismo recrudescente supone una amenaza vital para la teologí­a y predicación cristianas.

2. Una reciente oleada de escritos en Norteamérica, especialmente a cargo de B. Childs y J.A..Sanders, está apremiando a que ciertos principios de “crí­tica canónica” se conviertan en normativos en la interpretación bí­blica.

Los crí­ticos del canon afirman, primero, que la interpretación debe centrarse sobre la “forma canónica” final de la Biblia y de cada libro bí­blico. La exégesis histórico-crí­tica ha ofrecido demasiado a menudo reconstrucciones hipotéticas de estratos más antiguos de la tradición y de influencias redaccionales precanónicas en la génesis del texto bí­blico. Los exegetas se deleitan muchas veces en aislar adiciones, reformulaciones y refundiciones que cambian e incluso malinterpretan el tronco original del relato o de la doctrina. El peligro aquí­ reside en tomar una unidad precanónica como normativa, mientras que en adiciones posteriores, que forman ahora parte del texto canónico, son devaluadas como añadidos secundarios. La crí­tica canónica insiste en que la exégesis busque por encima de todo comprender y explicar la forma foral de los textos bí­blicos. La interpretación deberí­a intentar recobrar lo que fue comunicado a la comunidad de fe por el redactor final de los textos tal como los tenemos ahora.

Si los estratos más primitivos son identificados en el texto final, la crí­tica canónica recomienda que sean vistos y explicados no sólo históricamente, sino, precisamente, como discurso canónico. Esto supone considerar las tradiciones particulares en relación con las situaciones alas que dan un tratamiento de categorí­a normativa.

Las tradiciones que sobrevivieron para ser incluidas en el texto final se habí­an puesto ya a prueba a sí­ mismas en su canonicidad, es decir, en su experimentada normatividad religiosa para aquellos que las articularon y recibieron. La interpretación deberí­a esclarecer precisamente cómo ofrecieron guí­a e inspiración dichos pasajes en la situación en la que se formularon.

En el plano de nuestros dos Testamentos, en su totalidad respectiva, la interpretación, canónicamente orientada se ocupa de la conexión bí­blica interna de obras, a menudo muy diversas, incluidas en el canon. .Uno piensa en las tendencias contrarias de obras como Isaí­as y Qohélet, o de Gálatas y primera de Timoteo. Las colecciones canónicas han unido estas obras en la misma Biblia, en una clara apertura tanto a la diversidad, que manifiesta la riqueza de la revelación como a una dinámica de mutua corrección, en oposición a la supremací­a de cualquier lí­nea única de doctrina.

Gran número de los que practican otros modelos de exégesis han reseñado negativamente las obras en las que los crí­ticos del canon exponen su programa. Sin embargo, su obra no carece de importancia teológica, tanto por su énfasis sobre el texto final, que es ciertamente el texto inspirado, como por su énfasis sobre los valores para la práctica religiosa que todas las partes de la Escritura demostraron a lo largo de su camino hasta la inclusión en el canon. La mentalidad contemporánea permanecerá, muy acertadamente, empeñada en la explicación en términos de desarrollo genético; pero con la Biblia está bien prestar constante atención a la actualidad religiosa de los textos que se demostraron normativos, o canónicos, en situaciones particulares.

c) Moviéndose en una dirección contraria a la de los crí­ticos del canon, un grupo de teólogos europeos continentales urgí­an la importancia de establecer un “canon dentro del canon”, tanto por ser religiosamente beneficioso como necesario doctrinalmente.

En esta propuesta, expuesta por escritores como W. Marxsen, E. Káseman e I. Lónning, existe alguna influencia de la hermenéutica luterana, pero la motivación principal surge de la moderna percepción de acusadas diferencias entre las perspectivas doctrinales y eclesiológicas de diferentes autores del NT. Este pluralismo, en el que estos autores encuentran algunos frentes incompatibles, obliga al intérprete a encontrar un criterio de doctrina normativa por la que distinguir entre lo que es normativo en el NT y lo que no lo es por su discrepancia con el centro verdaderamente canónico de nuestra colección de escritos cristianos del siglo I. La escatologí­a de Pablo está en desacuerdo en la de Lucas-Hechos, y las palabras de Jesús sobre el obligado cumplimiento de cada `jota y tilde” de la ley (Mt 5,18) choca con la declaración programática de Pablo de que Cristo es “el fin de la ley” (Rom 10,4). La lectura atenta del NT ofrece el imperativo de que uno encuentra un núcleo doctrinal, y por eso margina las porciones de la colección que no encajan con el centro verdaderamente canónico.

Se ha expresado una fuerte oposición al canon dentro del canon, y no precisamente por parte de los católicos, que ven evolucionar la Iglesia del NT hacia la forma que toma en documentos “católicos primitivos”, tales como Lucas-Hechos y las epí­stolas pastorales. También autores protestantes, como K. Stendahl, E. Best y B. Metzger, insisten en la rica fertilidad hallada en la auténtica diversidad de doctrina del NT. La colección canónica es pluralista en contenido; pero, en consecuencia, las Iglesias están provistas de una abundancia de textos y doctrinas que se demuestran aplicables a las necesidades y desafí­os de culturas enormemente diversas.

Quienes se oponen a un canon dentro del canon consideran que las tensiones existentes en el NT son debidas a las diversas situaciones a las que Jesús y sus apóstoles llevaron el mensaje de salvación para interesarse por las vidas de los creyentes en situaciones muy diferentes del siglo I. La selección de un centro normativo no es necesariamente arbitraria y subjetiva; pero, al tender a fijar su atención en un mensaje especialmente “moderno”, corre el riesgo de convertirse pronto en “anticuado”. El canon protege a los creyentes de los extremos en la búsqueda de relevancia, mientras establece los lí­mites de lo que es aceptable. El canon es ecuménicamente indispensable, puesto que preserva a las comunidades de cuestionar a la ligera la legitimidad cristiana de otras comunidades. Por último, el canon del NT es la instancia primera del ideal de unidad en la diversidad reconciliada.

Con todo, una serie de prioridades personales y confesionales, dentro de la colección canónica, parece inevitable. Jesús mismo recapituló el conjunto de la Torá en sólo dos mandamientos, y Pablo declaró que la promesa hecha a Abrahán en Gén 12,3 está por encima de la ley dada en el Sinaí­ (Gál 3,7-22). Se puede admitir que individuos y comunidades tengan algo parecido a una hierarchia librorum, similar a la hierarchia veritatum de UR 11. Pero la clave para pensar y vivir en total acuerdo con las Escrituras es permanecer siempre dispuesto a oí­r la palabra de Dios, incluso cuando resuena con su misterioso impacto desde lugares de la Escritura que uno podrí­a por un tiempo considerar que son los lí­mites exteriores de la colección canónica.

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J. Wicks

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

I. Sentido y problema del canon bí­blico
Diversos decretos y constituciones del Vaticano II muestran la creciente estima de la sagrada -> Escritura por parte de la teologí­a católica desde hace algunos decenios, estima que indudablemente tiende a repercutir en la vida cristiana. Llama la atención en los textos conciliares, no sólo la proximidad de su lenguaje a las formulaciones bí­blicas, sino también el hecho de que el capí­tulo segundo de la Constitución sobre la revelación divina (n .o 8), el cual trata de la sagrada tradición, atribuya a la predicación apostólica, “que se expresa de manera especial en los libros inspirados (es decir, en la sagrada Escritura)” una primací­a explí­cita, que no puede pasarse por alto, aun cuando no se aceptara en esta constitución el esquema conciliar donde se hablaba de la suficiencia de la Escritura frente a la tradición oral. A todos los que “legí­timamente están sometidos al servicio de la palabra” se les encomienda “profundizar en las sagradas Escrituras con una lectura diligente y un estudio profundo” (n .o 25), pues la sagrada teologí­a se basa en la palabra escrita de Dios… Pero las sagradas Escri turas contienen la palabra de Dios… por eso el estudio de la Escritura debe ser, por decirlo así­, el alma de la sagrada teologí­a” (n .o 24). Además en el Decreto sobre el ecumenismo se habla ampliamente de la sagrada Escritura como “un instrumento señalado en las poderosas manos de Dios para el diálogo por el que se ha de alcanzar la unidad que el redentor ofrece a todos los hombres” (n .o 21). “Toda predicación de la Iglesia así­ como la misma religión cristiana debe alimentarse por tanto de la sagrada Escritura y ser dirigida por ella” (Sobre la revelación, n .o 21).

Por consiguiente no se puede pasar por alto en las decisiones conciliares la superioridad material de la Escritura, aun admitida la igualdad formal de la Escritura y la tradición (–>Escritura y -> tradición). Sin embargo, dada la atención que se dedica, por ejemplo, al carácter histórico de los Evangelios bajo el aspecto de la historia de la tradición, sorprende la manera como se habla en términos tradicionales de la -> inspiración (Sobre la revelación, n .o 11) y del c., sin que se determine el criterio de la canonicidad de la Escritura. Ciertamente el Concilio (ibid., n .o 8) dice que “por la tradición de la Iglesia llega a conocerse el c. completo de los sagrados libros”, pero, no obstante, el hecho de que este proceso dogmático del crecimiento del valor canónico, sobre todo en los cuatro primeros siglos cristianos, fue el mayor acontecimiento por el que la Iglesia marcó sus propios lí­mites, y lo hizo bajo la dirección históricamente inexplicable del espí­ritu divino, en la actualidad es más acentuado por los teólogos no católicos que por el catolicismo, para el cual a más tardar desde el Tridentino (Dz 783ss) la discusión acerca del c. está ya zanjada. De todos modos recientemente se ha producido- una excepción decisiva, a saber: si el Tridentino (Dz 783) y el Vaticano i (Dz 1787) exigen que se “reconozcan y veneren con igual piedad y reverencia” todos los libros del AT y del NT, el Vaticano ii en cambio habla expressis verbis, p. ej., de una preeminencia de los Evangelios (Sobre la revelación, n .o 18). Con ello la discusión, interrumpida por una comprensible tendencia antirreformadora, sobre una jerarquí­a en los escritos bí­blicos o, hablando en términos de la teologí­a fundamental o de la hermenéutica, sobre un “canon en el c.”, ha vuelto a quedar libre y ha recibido un punto de orientación que apenas se pone en duda: la primací­a de los Evangelios. Pero con esto se ha planteado de nuevo la cuestión del valor normativo, canónico, de la sagrada Escritura.

La dificultad de la cuestión del canon estriba en la distancia histórica entre la inspiración de los escritos del AT y del NT, que es la condición previa de su canonicidad, y la delimitación del canon neotestamentario, que se extiende hasta el s. iv. Por tanto, la explicación de la revelación normativa, que debe haberse producido implí­citamente en el tiempo apostólico, fue conocida mucho más tarde, lo cual se hace tanto más obvio por el hecho de que los hagiógrafos sabí­an del carácter ocasional de sus escritos, pero no precisamente de su carácter inspirado. Esto se pone de manifiesto por los comienzos de la historia del c. cristiano.

Al principio de esa historia no aparece la acepción profana de la palabra griega xavwv como tabla, lista o tabla cronológica, sino que el término significa fundamentalmente criterio, norma segura, norma de conducta o de doctrina. Así­ Gál 6, 16 habla de la norma de un auténtico cristianismo frente a los criterios del mundo antiguo. Y 1 Clem 7, 2 remite claramente a las normas de la tradición como criterio de la predicación y de la ética cristianas. En los tres primeros siglos cristianos c. designa la regula fidei, la regula veritatis, o sea, todo lo que como criterio de la verdad y como norma de fe precede ya a los escritos bí­blicos. C. significa en segundo lugar (desde el Niceno, 325) las decisiones de los sí­nodos y, finalmente, a partir del s. iv, la lista de los libros bí­blicos que están autorizados para el uso eclesiástico. Esta doble significación del término c., entendido como criterio y como lista o tabla en que se enumeran los libros bí­blicos, ha determinado la discusión de la historia de la teologí­a hasta el presente. Pero, desde la definición escolástica de la doctrina de la inspiración, el c. de la Escritura fue entendido cada vez más como pura lista o enumeración de los libros bí­blicos.

II. Historia del canon de los libros bí­blicos
A pesar de la prescripción judí­a de conservar intactos los libros sagrados en el templo (Dt 31, 26), al iniciarse la época cristiana los lí­mites del c. del AT todaví­a eran bastante inciertos. El primer grupo de sus escritos, el Pentateuco, experimentó adiciones substanciales por la introducción del Deuteronomio en el s. vii y del escrito sacerdotal a comienzos del s. iv. Con la redacción de las Crónicas y con la traducción de los Setenta hacia el año 350, los cinco libros de Moisés reciben el valor de ley normativa y más tarde son considerados por los saduceos y samaritanos como la única sagrada Escritura.

El segundo grupo de escritos veterotestamentarios, los libros de los profetas, fueron conocidos como grupo ya hacia el año 190 a.C. (-Eclo 48, 22-49, 12). La triple división del c. del AT mencionado en Lc 24, 44 presupone como tercer grupo los hagiógralos, que, con excepción de los salmos, no estaban destinados a ser leí­dos en el culto divino. Estos libros deben en gran parte su introducción en el c. a la suposición de que se remontan a Salomón o jeremí­as, o bien a fiestas muy importantes del templo.

La teorí­a farisea del c. está descrita por vez primera en Flavio Josefo (Ap. i, 8), hacia el 95 a.C., con las siguientes notas (JosAp i, 8): la inspiración divina, la santidad material, el número de 22 libros, la intangibilidad de sus letras. A su juicio esos libros proceden del tiempo entre Moisés y Artajerjes i (+ 424), con cuya muerte cree Josefo que termina la tradición de los profetas. La teorí­a del c. que aparece en 4 Esd 14, 8-48 se basa en la creencia de que Esdras, bajo la asistencia del Espí­ritu Santo, en el año 557 dictó en cuarenta dí­as los escritos del AT, los cuales habí­an sido destruidos, y así­, por la intervención inmediata de Dios (inspiración verbal), dio origen en breví­simo tiempo al c. de 24 escritos. Esta teorí­a del c., más tarde adoptada por el sí­nodo judí­o de Yabné, hacia el año 100 d.C., constituye la base incluso para la concepción cristiana. A pesar de esto los escritos del judaí­smo tardí­o rechazados como apócrifos tuvieron un gran papel precisamente en el cristianismo primitivo. El posterior canon alejandrino (Deuterocanon) a través de los LXX se convirtió luego en la base de la Vg, y en el concilio de Florencia (Dz 706) así­ como en el Tridentino fue declarado obligatorio con relación al AT. fl enumera, 21 libros históricos, 17 proféticos y 7 didácticos. De estos 45 escritos, en la teologí­a católica ocho reciben el nombre de deuterocanónicos (“apócrifos” según la terminologí­a protestante), mientras los escritos apocalí­pticos del judaí­smo tardí­o reciben el nombre de apócrifos (y el de ” pseudoepigráficos” en el campo protestante).

Inicialmente, en la comunidad neotestamentaria de la salvación esos mismos escritos del AT, cuyas promesas cumplió Cristo (Lc 4, 15ss; 24, 44ss), son considerados como la única sagrada Escritura, sin que se pretenda substituir su valor normativo (Mt 5, 17s) por los propios escritos canónicos (cf. 2 Pe 1, 20s). La expectación del inmediato retorno de Cristo al principio no permitió que se pensara en otros escritos canónicos de la nueva alianza. Más bien, los escritos ocasionales de los apóstoles y de sus discí­pulos se proponí­an demostrar la conformidad del suceso salví­fico de Cristo con la Escritura del AT y, desde este suceso, interpretar los libros veterotestamentarios como ordenados a la plenitud de la ley (2 Cor 3, 6, 15ss). Pero habí­a de operarse un cambio al no producirse el esperado retorno de Cristo. “La idea de poner nuevos libros canónicos junto a los antiguamente transmitidos, es absolutamente impropia del tiempo apostólico; la plenitud de vivientes elementos canónicos, aquella multitud de profetas, de poseedores del don de lenguas, de doctores, no permitió que se sintiera la necesidad de nuevos escritos sagrados…; la creación de un c. es siempre obra de tiempos más pobres” (A. Jülicher-E. Fascher).

A pesar de la permanente validez del c. veterotestamentario, el cristiano primitivo ve la auténtica autoridad en la figura salví­fica de jesucristo, el cual, como Hijo de Dios de la ley antigua y por su radicación en la originaria voluntad salví­fica de Yahveh, se convierte en el c. por excelencia y en norma para la interpretación de los escritos veterotestamentarios (Jn 14, 10-24; 10, 30). Si por una parte esta norma es el acontecer salví­fico de Cristo mismo, es decir, el kerygma acerca de la muerte y resurrección de jesucristo, por otra parte, la comunidad transmite también palabras aisladas de la predicación del Jesús terreno, que, en cuanto Kyrios glorificado, es a la vez contenido (Col 2, 6), origen (1 Cor 11, 23) y – en cuanto Espí­ritu Santo que sigue actuando (2 Cor 3, 17ss)- causa y garante de la tradición apostólica (cf. Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2). El Resucitado transmite a sus apóstoles la fuerza normativa de las palabras del Señor y de su acción salví­fica (Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2). Como el destino de los discí­pulos se parece al de su Señor y su palabra es aceptada o rechazada como la de su Señor (Lc 10, 16; Jn 15, 20), ellos pueden tener la misma pretensión que Cristo de ser proclamadores de la voluntad salví­fica de Dios y originar así­ el tercer miembro (mencionado en 2 Clem 14, 2) del desarrollo de la revelación: AT, jesucristo, predicación apostólica (cf. también Ignacio, Magn. 7, 1; Polic. 6, 3). La idea neotestamentaria del c. en el sentido de colección y lista se desarrolla independientemente de este principio cristológico o apostólico del c. como criterio normativo de la fe. Cuando desaparecen los anunciadores autorizados del mensaje de la salvación cristiana y los testigos visuales y auriculares de la vida y resurrección de Jesús, sus escritos, frecuentemente casuales, y las palabras de su predicación, transmitidas oralmente, van ganando cada vez mayor peso para las dos generaciones siguientes. Así­ Pedro habla ya (2 Pe 3, 15s) de una colección de cartas paulinas, y Policarpo parece conocer ya nueve de las cartas canónicas de Pablo. Los Evangelios, aparecidos en la segunda mitad del siglo i, originalmente iban dirigidos a determinadas regiones, pero ya hacia el 130, en tiempos de Adriano, estaban reunidos en una colección (A. v. Harnack) y Justino (1 Apol. 66s) propuso que fueran usados en el culto divino lo mismo que los profetas del AT. Pero su número cuaternario fue un problema desde el principio, de manera que Taciano, hacia el año 170 d.C., creó en su Diatessaron una armoní­a de los Evangelios, en conformidad con el único sú”yyéaLov paulino, pero, desde luego, presuponiendo los cuatro escritos llamados Evangelios. Finalmente Ireneo fundamenta esta cuádruple forma del único mensaje salví­fico en el significado del número 4 en la visión de Ezequiel (Ez 1, 10; Ap 4, 7; Adv. haer. III, 18, 8; Tertuliano, Adv. Marc. tv, 2; Clemente de Alejandrí­a, Strom. 111, 13, 93; 1, 21, 136).

El tercer grupo de escritos neotestamentarios, entre los cuales hay que contar, además de las epí­stolas, los Hechos de los apóstoles, el Apocalipsis y la carta a los Hebreos, adquiere valor canónico por vez primera en la segunda mitad del s. ir, si bien oscila mucho el reconocimiento de cada uno de los escritos en particular.

Hacia mediados del s. II Marción, que fue excluido de la Iglesia por sus ideas gnósticas y antijudí­as, dio en Roma un impulso decisivo para la formación del c. eclesiástico. Marción rechazaba todo el AT por su imagen del Dios vengativo. Concedió validez solamente a diez cartas de Pablo y al Evangelio de Lucas, una vez expurgadas las citas del AT y la historia de la infancia de Jesús, y con este c. suyo substituyó por vez primera el del AT. La Iglesia rechazó la herejí­a marcionita al legitimar los cuatro Evangelios por medio de un prólogo y al declarar canónicas, además de las cartas paulinas del c. de Marción, las cartas pastorales, los Hechos de los apóstoles y el Apocalipsis. Este proceso llega a sedimentarse oficialmente hacia fines del s. ri en el fragmento de Muratori, que enumera 22 escritos neotestamentarios: los cuatro Evangelios, los Hechos de los apóstoles, 13 cartas paulinas, 3 epí­stolas católicas, el Apocalipsis y el Apocalipsis de Pedro, no aceptado en todas partes. De este modo hacia el año 200 se concluyó en la Iglesia occidental la formación del c., con excepción de la carta a los Hebreos, declarada no paulina, y del número oscilante de las epí­stolas católicas. En la Iglesia griega la carta a los Hebreos fue aceptada, pero no el Apocalipsis, que sólo a partir del s. vi pudo introducirse lentamente. También aquí­ siguió discutiéndose el número de las epí­stolas católicas. La 39 carta pascual del obispo Atanasio de Alejandrí­a, que procede del año 367, junto con los libros del AT, menciona los 27 libros del NT como parte de un canon ya fijo (Ap. 22, 18s; “Nadie debe añadirle ni quitarle nada”). En los sí­nodos antiarrianos de mediados del s. iv tiene lugar una igualación del c. oriental y del occidental. En el cap. segundo del Decretum Gelasü que se remonta al sí­nodo romano del año 382, se da a conocer el c. de 27 escritos neotestamentarios y esa extensión del c. fue confirmado posteriormente por una carta del papa Inocencio i del año 405, así­ como por los sí­nodos africanos de Hippo Regius (393) y de Cartago (397-419). Desde el s. iv no se tomaron decisiones nuevas acerca del c., sin embargo, hasta cierto paréntesis breve del pietismo en el siglo xvIII y xlx, volvieron siempre a discutirse la validez canónica y el rango de algunos escritos del NT, en relación con la pregunta por su autenticidad literaria. El Tridentino fijó definitivamente en 1546 el c. del AT y del NT, apoyándose en el Florentino así­ como en la persuasión existente en el s. iv, pero sin decidir la cuestión de la autenticidad de cada uno de los escritos neotestamentarios. La teologí­a defiende concordemente que el Concilio sólo definió autoritativamente la pertenencia al c. de los libros enumerados, pero no los problemas históricos relativos a su autor y a la autenticidad de las partes discutidas. Pues la autenticidad y la canonicidad son dos conceptos totalmente diversos que han de ser distinguidos en forma clara.

En la así­ llamada “teologí­a liberal” y en el método histórico crí­tico del s. xx la pregunta por la “necesidad y el lí­mite del canon neotestamentario” (W. G. Kümme1) vuelve a convertirse en un problema fundamental de la teologí­a protestante, que se debate en torno a la unidad del c. bí­blico y al principio reformador de la sola Scriptura, y con ello discute nuevamente el tema de la Escritura como el fundamento de la inteligencia teológica entre las diferentes confesiones cristianas.

III. Intentos teológicos de resolver el problema del canon
La historia del c. pone de manifiesto que la teorí­a de la doctrina de la inspiración, tal como la desarrolló el judaí­smo tardí­o y fue evolucionando en la historia de los dogmas, poco puede contribuir al esclarecimiento del carácter normativo que han ido adquiriendo los escritos bí­blicos, sobre todo los del NT, a no ser que la inspiración sea entendida en un sentido muy amplio, como suma de todos aquellos criterios que movieron a la Iglesia de los cuatro primeros siglos a delimitar el valor de sus fuentes escritas. Esto no tiene por qué significar que la canonicidad sea la consecuencia de procesos puramente históricos. Sin duda los escritos neotestamentarios, como textos de lectura en el culto divino, eran una base de la experiencia espiritual de la fe y, en cuanto tení­an un origen apostólico en sentido amplio, eran una emanación de aquella revelación divina y normativa que en principio terminó con la muerte del último apóstol. Hasta la conclusión del c. la Iglesia tuvo una historia con estos escritos, en la cual ellos se acreditaron como norma creadora, conservadora y crí­tica para la vida creyente de la Iglesia.

A pesar de todo la formación del c. no se reduce a una medida histórica y humana de la Iglesia oficial. Hemos de aceptar más bien la persuasión creyente de que el c. es un don especial de Dios a la Iglesia, y de que en su eficacia tenemos que ver una acción particular del Espí­ritu Santo prometido a la Iglesia (W. Joest, K. Aland); lo cual podrí­a llamarse inspiración en sentido amplio, pero quizá sea designado más exactamente con el nombre de canonicidad.

Si la exégesis protestante se aproxima a este criterio, que transciende el método hist6rico-crí­tico, y si se pudiera completar el luterano urgemus Christum contra Scripturam (WA 39, 1, 47), para hacer posible la aceptación de una decisión con rango histórico-salví­fico de revelación, la cual obliga a la Iglesia en todo su futuro, de una decisión que, por tanto, no es comprobable cientí­ficamente (O. Cullmann, Die Tradition, página 45ss), quizá se podrí­a cortar la “latente enfermedad de la teologí­a protestante y con ello también la de la Iglesia protestante, que consiste en la falta de claridad sobre su relación a los documentos de su origen, es decir, al c.b.” (H. Strathmann, Krisis, p. 295).

En la teologí­a católica, aparte la doctrina de la inspiración, la Iglesia desempeña una función decisiva en el principio del c. Aun cuando Agustí­n (Contra epistolam Manichaei 5, 6) fundamentara la credibilidad de la sagrada Escritura en la Iglesia, actualmente se distingue entre la constitución del c. (inspiración) y su posterior conocimiento reflejo por parte de la Iglesia (decisión sobre el c.); y esto no sólo desde el punto de vista de la historia de los dogmas. Pues la Escritura y la Iglesia se encuentran en el mismo plano respecto a su constitución, y por eso en definitiva no pueden fundamentarse mutuamente, si no se quiere caer en el cí­rculo Iglesia-canon-Iglesia. Por consiguiente en la historia del c. se trata del conocimiento posterior de un contenido original de la revelación. Y el tener esto en cuenta es tanto más importante por el hecho de que la intención de la Iglesia que delimitó el c. tanto frente a la literatura gnóstica y otros escritos heréticos, como frente a las obras de los padres de los primeros siglos, no pudo ser la de yuxtaponer con igual rango este c. a la tradición posterior. Por eso también la Iglesia de hoy debe sentirse vinculada al c. en forma singular, al c. que ella sacó de sí­ misma cualitativamente en el tiempo de su origen y que luego delimitó cuantitativamente. El c. de la Escritura es para todo el tiempo de la Iglesia la auténtica norma non normata, revelada implí­citamente en el perí­odo apostólico y delimitada explí­citamente en las decisiones que bajo la dirección del Espí­ritu Santo se tomaron en la Iglesia de los cuatro primeros siglos.

Paul Neuenzeit

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica