CANON

Canon (heb. qâneh y gr. kanon, “caña [vara]”). Término que -derivado originalmente del nombre semita de una vara derecha o caña- en sucesivas aplicaciones tuvo el sentido de “instrumento para medir” y “regla [norma]” de conducta, gramatical, etc., establecida con autoridad, Kanon aparece varias veces en el NT: en 2Co 10:13, 15, 16 (“regla”, RVR; “norma”, BJ) con el sentido de lí­mites o esferas de acción; en Gá. 6:16 con el de “regla” de la vida cristiana dada por inspiración divina; y en Phi 3:16 con el de “regla” o norma de vida. Este Diccionario sólo analizará su aplicación a la colección o lista de los libros sagrados que componen el AT y el NT, aceptados como inspirados por Dios y, por tanto, investidos de autoridad divina. Para la iglesia cristiana del s II d.C. “canon” llegó a significar la verdad revelada, la regla de fe. Orí­genes (c 185-c 254) fue el escritor cristiano más antiguo que aplicó el término a la colección de libros de la Biblia, reconociéndola como regla de fe y práctica. El dijo: “Nadie debe usar para probar una doctrina libros no incluidos en las Escrituras canónicas”. Años más tarde, Atanasio (c 293?-373) designó a toda la colección de libros sagrados como el “canon”. De este modo, el término pasó a indicar el catálogo o lista de libros sagrados aceptados como inspirados, normativos, sagrados y con autoridad. El estudio del canon involucra las preguntas de cuándo, cómo, por quién y por qué los diversos libros de la Biblia fueron aceptados como sagrados y plenos de autoridad; procura descubrir quiénes los coleccionaron y organizaron en su orden actual. Por tanto, es mayormente una investigación histórica. Con relación al canon del NT hay fuentes abundantes, pero, con respecto al AT el investigador se encuentra con grandes dificultades por la falta 200 de evidencias externas. No se conservó registro histórico alguno acerca de la formación del AT, ni en las Escrituras ni en otros documentos históricos contables. En los escritos judí­os extrabí­blicos aparecen 2 informes que tienen que ver con el tema (2 Mac. 2:13-15; 4 Ezr 14:19-48): El 1º dice que Nehemí­as reunió los libros hoy considerados canónicos y fundó una biblioteca; al 2º se lo conceptúa como puramente legendario. Bib.: Orí­genes, Comentario sobre Mateo, sección 28. I. Canon del Antiguo Testamento. El canon del AT, como lo aceptan los protestantes, es la Biblia hebrea. De acuerdo con la distribución actual consiste de 39 libros, pero en tiempos de Jesús estaba organizada en 24 libros (Ezr 14:45) distribuidos en 3 divisiones: Ley, Profetas y Escritos o Hagiógrafos (véase Biblia [II. Divisiones]). Se han propuesto varias teorí­as para explicar la triple división de la Biblia hebrea: 1. Las divisiones se fundamentan en la erudición judí­a de la Edad Media (entre ellos Maimónides), que habrí­a sostenido que las 3 divisiones representan 3 grados de inspiración: para la Torah, Moisés habló directamente con Dios; los profetas poseyeron el “espí­ritu de profecí­a”; y los Escritos fueron inspirados por el Espí­ritu Santo. Pero esta posición es insostenible. En realidad, el NT ignora los grados de inspiración: Jesús usó las 3 partes como si tuvieran el mismo valor (Luk 24:27, 44; cf 2 Tim. 3:16). 2. Las divisiones se deben a diferencias de contenido. En primer lugar está la ley, luego la historia y las predicciones, y por último la poesí­a y la sabidurí­a. Pero estas distinciones no son sólidas. La Torah no sólo contiene leyes sino también una gran cantidad de historia y algo de profecí­a; los Profetas incluyen un gran porcentaje de poesí­a; y los Escritos contienen los libros históricos de Esdras, Nehemí­as y Crónicas y el libro profético (en parte histórico) de Daniel. 3. Las divisiones se deben a diferencias en la posición oficial y el estatus de los escritores bí­blicos. Este punto de vista lo sostienen muchos protestantes modernos. Por ejemplo, para explicar la posición de Daniel entre los Escritos distinguen entre el “don de profecí­a” (donum profeticum) y el “oficio de profecí­a” (munus profeticum). Daniel, creen ellos, poseí­a el don de profecí­a pero no el oficio profético. 4. Las divisiones representan etapas separadas en el proceso de canonización. Esta es la posición crí­tica moderna. Sostiene que la formación del canon fue un proceso gradual que comenzó con la Torah, fue seguida por los Profetas mucho tiempo más tarde, y todaví­a más tarde por los Escritos. Aunque este punto de vista tiene algunas cosas en su favor, el erudito conservador no puede aceptar las fechas tardí­as qué se asignan a las divisiones del canon. Además, es muy probable que la colección de los Profetas y los Escritos se compusiera más sincrónicamente, y que, por tanto, las 2 divisiones representen diferencias de contenido y no sólo de cronologí­a. Se cree que un estudio de las evidencias mosa que las 3 partes ya se reconocí­an como Escrituras en tiempos de Esdras y Nehemí­as; que los profetas, excepto los postexí­licos, se aceptaron como Escritura antes del exilio; y que la ley se aceptó en tiempos de Josué. Estas conclusiones se basan en el supuesto de una datación temprana y conservadora de los libros del AT. Al trazar la historia de la formación del AT se recomienda comenzar con el canon completo como existí­a en el s I d.C., y luego trabajar hacia atrás. El uso en el NT de términos como “las santas Escrituras” y “Escrituras” deja bien en claro que entre los judí­os del s I d.C. habí­a una colección definida de escritos sagrados, fija y plena de autoridad (Mat 21:42; 22:29; Luk 24:32; Joh 5:39; Act 17:2, 11; 18:24; Rom 1:2; 2 Tit 3:15). Las declaraciones de Jesús también evidencian el reconocimiento de la división en 3 partes de los libros sagrados (Luk 24:44). Las palabras de Jesús en relación con los mártires existentes desde Abel hasta Zacarí­as (Mat 23:35; Luk 11:51), también están en armoní­a con tal disposición. Cronológicamente, Zacarí­as no fue el último hombre justo asesinado, pero su homicidio es el último registrado en la Biblia hebrea (está en 2Ch 24:20, 21, último libro del canon hebreo; esta evidencia implica el reconociriúento de los otros libros de la 3ª división del canon hebreo). Las evidencias del NT en relación con el canon hebreo se confirman por escritos judí­os del s I d.C. El 1er escrito que habla de 24 libros sagrados es 4 Esdr. 14:19-48. Las obras de Filón, filósofo judí­o alejandrino (apogeo a fines del s I a.C. y comienzos del II d.C.), tienen citas de la mayorí­a de los libros del canon hebreo pero nada de los apócrifos. El historiador judí­o Flavio Josefo (37 d.C.-c 100) menciona 22 libros canónicos “que contienen registros de todo el pasado” (tal vez siguiendo la costumbre de algunos judí­os de hacer equivaler el número de libros con las 22 letras del alfabeto hebreo). Enumera 5 como de Moisés y 13 de los Profetas (tal vez Jos., Jue.-Rt., S., 201 R., Cr., Esd.-Neh., Est., Job, Dn., Is., Jer.-Lm., Ez. y los 12 Profetas Menores). “Los 4 restantes -declara-, contienen himnos a Dios y preceptos para la conducción de la vida humana” (sin duda se refiere a Sal., Cnt., Pr. y Ecc_ Un grupo de eruditos judí­os confirmó este canon en el Concilio de Jamnia (fines del s I d.C.). Aunque se puso en duda la canonicidad de libros como Pr., Ec., Est. y Cnt., al fin se retuvieron como Escrituras. Se adoptó la posición de que, en cuanto a los judí­os, el canon estaba cerrado; por ello, el canon judí­o no sólo excluye los libros apócrifos sino también los cristianos (como los Evangelios). Otra evidencia acerca del canon en el s I a.C. acurre en la Carta de Aristeas (que unos ubican en el s I d.C. y otros más tarde), donde habla del Pentateuco como “Escrituras” (56); serí­a la más antigua mención de ese hecho. Del s II a.C. tenemos algunas menciones significativas en los escritos apócrifos. En 1 Mac. (c 100 a.C.) se habla del ánimo derivado de “los libros santos que están en nuestras manos” (12:9). En 1:54 se alude en forma definida a Dan 9:24-27 En 1 Mac. 2 se menciona a los 3 hebreos y Daniel entre los héroes de la fe como Abrahán, José, Finees, Josué, Caleb, David y Elí­as (1 Mac. 2:51-60; cf Dan 1:7; 3:26; 6:23); todo esto indica que el libro de Daniel se consideraba normativo y canónico. En 1 Mac. 7:16, 17 se introduce una cita de Psa 79:2 y 3 con la frase: “Según la palabra que estaba escrita”, lo que revela que Salmos también se consideraba canónico. En 1 Mac. también se registra los esfuerzos de Antí­oco Epí­fanes por destruir los libros de la ley (1:20, 56, 57). Como 2 Mac. proviene de más o menos la misma fecha, nos cuenta cómo Judas Macabeo hizo una colección de escritos sagrados (2:14). El Eclesiástico, o la Sabidurí­a de Jesús ben Sirá (c 180 a.C.), nos proporciona evidencias importantes. Hacia el 132 a.C., el nieto de este sabio judí­o tradujo el texto hebreo de esta obra al griego y escribió el prólogo, en el que se refiere a “la Ley, los Profetas y los otros que les han seguido” (serí­a la 1ª evidencia de la existencia de una división tripartita de la Biblia hebrea). El Eclesiástico alude, cita o se refiere a por lo menos 19 de los 24 libros del canon hebreo. Claramente menciona la disposición de los Profetas Menores como el grupo de “los doce profetas” (49:10), y el bien conocido “Elogio de los antepasados” sugiere que la 2ª división del canon gozaba de autoridad en ese tiempo (44:3, 4; 49:6, 8,10). No nos han llegado escritos judí­os producidos entre el s II a.C. y el tiempo de Esdras y Nehemí­as (s V a.C.). Sin embargo, Josefo cuenta la historia de la visita de Alejandro Magno a Jerusalén en el s IV a.C., cuando Jad, el sumo sacerdote, salió a recibirlo fuera de los muros y lo convenció de que no destruyera la ciudad. En esa ocasión, según Josefo, le mostraron a Alejandro las profecí­as del libro de Daniel con respecto a él. Si el relato es verí­dico, la existencia y el estudio de esta obra profética se remontan al s IV a.C. No puede haber dudas de que por el s V a.C. el Pentateuco se consideraba escritura canónica (cf Neh 8:1-8). Evidencia de ello es la reverencia de la gente cuando se desenrolló el manuscrito. El Pentateuco completo o en parte se menciona como “libro de Moisés”, “la ley de Moisés”, “la ley de Jehová” o “el libro de la ley de Jehová” unas 24 veces en Cr. y Esd. Neh, y una vez en Mal. (4:4). La tradición judí­a asigna la colección de los libros sagrados y la fijación del canon hebreo a Esdras y Nehemí­as. En 2 Mac. se mencionan los “archivos y… las Memorias del tiempo de Nehemí­as”, y que éste fundó “una biblioteca, reunió los libros referentes a los reyes y a los profetas, los de David…” (2 Mac. 2:13-1 cf 4 Esdr. 14:37- 48). Josefo también implica que el canon se completó en tiempos de Esdras y Nehemí­as, y afirma que a partir de ese tiempo los escritos no tienen el mismo valor, “pues ya no hubo una sucesión exacta de profetas”. Pero existen evidencias de que la Ley y los Profetas se consideraban como Escrituras en fecha aún más temprana. Zacarí­as (c 518 a.C.) se refiere a los israelitas anteriores al exilio del siguiente modo: “Y pusieron su corazón como diamante, para no oí­r la ley ni las palabras que Jehová de los ejércitos enviaba por su Espí­ritu, por medio de los profetas primeros” (cp 7:12). Este es un locus classicus acerca de la inspiración de los profetas del AT. Además, si seguimos la datación conservadora del libro de Daniel* (s VI a.C.), tenemos la evidencia adicional de que los escritos de Jeremí­as se reconocí­an como autoridad junto con “la ley de Moisés” (Dan 9:2, 11, 13). Si el canon de los profetas se cerró en el perí­odo del exilio, es fácil comprender por qué Daniel no fue incluido. La fecha más tardí­a que se da en Daniel es el 3er año de Ciro (10:1); o sea, el 536/535 a.C. El libro quizá se completó poco más tarde. En el s VII a.C. se ven claras evidencias de que la Ley, o gran parte de ella, se consideraba como normativa y dotada de autoridad. El rey Josí­as y su corte la aceptaron como antigua y palabra de Dios (2Ki 22:13, 18, 19). Esta experiencia a veces la citan los eruditos modernos 202 como el comienzo del canon hebreo, pero no hay base para esta afirmación. La Ley se consideraba normativa mucho tiempo antes (cf Exo 24: 3, 7). Se pueden citar evidencias en favor de esta idea del tiempo de Joás (2Ki 14:6), la comisión que David le encargó a Salomón (1Ki 2:2, 3) y aún del tiempo de Josué (Jos 1:7, 8; 8:31; 23:6). Otra evidencia importante para una canonización preexí­lica de la Torá es la existencia del Pentateuco Samaritano. Esta es la única parte de la Biblia hebrea que los samaritanos* aceptaron como Sagrada Escritura. Aunque el Pentateuco Samaritano muestra ligeras variantes con respecto al hebreo en algunos pasajes, es idéntico en cuanto a distribución, tamaño y contenido. Esto muestra que la Torá habí­a sido adoptada como Santa Escritura por ambas naciones antes de la separación en judí­os y samaritanos. También demuestra que el Pentateuco hebreo tuvo su forma actual antes que las 2 naciones siguieran sus caminos separadamente. Si los judí­os hubieran agregado algún material a la Torá después que se hubiese producido la separación entre ellos, los samaritanos no lo habrí­an aceptado. Esta ruptura entre judí­os y samaritanos ocurrió después del regreso de los judí­os del exilio (de acuerdo con Ezr 4:1-4). Parece razonable concluir que, en tiempos cuando comenzó el exilio, el Pentateuco se consideraba la Biblia tanto para judí­os como para samaritanos. Durante el exilio otros libros comenzaron a ser considerados parte del canon -los libros proféticos-, pero estos agregados al canon preexí­lico no fueron aceptados por los samaritanos cuando éstos y los judí­os siguieron sus caminos separados después del exilio; pero ambos conservaron como Sagrada Escritura esa parte de la Biblia actual que ambas naciones habí­an considerado como su Biblia antes del comienzo del exilio. Véase Versiones. Bib.: FJ-AA i.8; FJ-AJ xi.8.4, 5; FJ-AA i.8. Más por su valor como fuentes que por su presentación de la historia del canon del AT, se recomiendan los siguientes libros: H. E. Ryle, The Canon of the Old Testament [El canon del AT] (Londres, 1914); R. H. Tyle, The Canon of the Old Testament [El canon del AT] (Londres, 1904). II. Canon del Nuevo Testamento. El AT fue la Biblia de la iglesia cristiana primitiva. Entre los cristianos de habla griega esa Biblia fue la Septuaginta. Aun después que los seguidores de Jesús se separaron del judaí­smo, retuvieron los libros sagrados que habí­an llegado a llamar el AT. Esto se debió principalmente al hecho de que Jesucristo, su Señor, habí­a usado estos escritos y los respaldó como poseedores de autoridad (Mat 5:17-19; 21:42; 22:29; Mar 10:6-9; 12:29, 36; etc.). Consideró su vida y misión como un cumplimiento de las promesas y profecí­as contenidos en ellos (Mat 26:54; Mar 14:49; Luk 4:21; 22:16, 37; 24:24-27, 44, 45; Joh 4:39; 10:35; 13:18; 15:25; 17:12). Con tal respaldo, los cristianos no podí­an descartar las escrituras del AT como judí­as, sino más bien aceptarlas como libros cristianos. De acuerdo con Hechos, también los primeros predicadores cristianos usaron estos documentos como revelaciones divinas dotadas de autoridad (Act 1:16; 2:16-21; 8:35; 17:2, 3, 11, 17; 18:4, 19, 24-28; 19:8; 28:23). Aun las epí­stolas muestran que los primeros cristianos aceptaron el AT como Palabra de Dios, inspirada y llena de autoridad (Rom 15:4; 1Co 15:3, 4; 2 Tit 3:15-17; 2Pe 1:20, 21). Pero, desde el principio, junto con el AT tuvieron otra fuente de verdad igualmente autorizada: los dichos del Señor, que circulaban en forma oral hasta que se escribieron los Evangelios. En 1Co 9:14 Pablo culmina su argumento de que un predicador cristiano tiene derecho a recibir apoyo financiero con la cita: “Así­ también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio”. Es evidente que con “Señor” quiere decir Cristo, quien dijo: “El obrero es digno de su salario” (Luk 10:7; cf Mat 10:10). En apoyo del sostén financiero de los ancianos se cita la misma afirmación en 1 Tit 5:18 y en relación con una declaración de Deu 25:4 (las 2 afirmaciones de Pablo son introducidas con las palabras: “Pues la Escritura dice”). En respuesta a las preguntas que hicieron los corintios acerca del casamiento y del divorcio, Pablo menciona la instrucción del Señor o la falta de ella (1Co 7:10, 12, 25; muy probablemente la frase “el Señor” se refiera a Jesús). Con respecto a algunas de estas preguntas Pablo pudo citar a Jesús, en otras no, pero dio su propia opinión inspirada. “En palabra del Señor” (1Th 4:15) probablemente se refiera a dichos de Jesús, aun cuando no se los conserva en los Evangelios. Act 20:35 presenta a Pablo diciendo: “Se debe… recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir”; un dicho de Cristo que no se incorporó a los Evangelios. Estos y otros pasajes (por ejemplo, Act 11:16) señalan la autoridad que se atribuyó a los dichos de Jesús desde el mismo comienzo. Jesucristo no sólo era profeta sino Mesí­as, Hijo de Dios, divina Palabra encarnada. Por ello, sus seguidores no podí­an sino poner sus enseñanzas al nivel que tení­an 203 los libros del AT (y así­ reconocí­an que la revelación final y completa vino por medio de Jesucristo; Heb 1:1-3). A medida que la iglesia se expandí­a, particularmente entre los gentiles, se sentí­a la necesidad de tener registros escritos de las palabras y los actos de Jesús. Sin embargo, a juicio de los eruditos los documentos más tempranos del NT son algunas de las epí­stolas de Pablo. En ellas no existen referencias a algún Evangelio escrito, y se cree que la mayorí­a se redactó antes de los Evangelios. Estas cartas constituyen un tipo nuevo y distintivo de literatura religiosa (aunque tuvieran la apariencia externa de una carta griega corriente). En las manos del gran apóstol la forma epistolar común llegó a ser un poderoso medio de inspiración e instrucción religiosa; aún los enemigos de Pablo admitieron: “Las cartas son duras y fuertes” (2Co 10:10). Aún son un medio poderoso y eficaz para esparcir la fe cristiana. ¿Y cómo se produjeron? La evidencia sugiere que la mayorí­a se dictó y no fue escrita directamente por el apóstol. Sin embargo, al final de la carta, añadí­a un saludo personal y su firma, lo que le daba autenticidad (como lo sugiere la conclusión de 2Th 3:17: “La salutación es de mi propia mano, de Pablo, que es el signo en toda carta mí­a; así­ escribo”; cf 1Co 16:21). Los autógrafos originales de todas estas cartas, como los de todos los otros libros de la Biblia, se han perdido. Por lo general se considera que 1 Ts. es la más temprana de las epí­stolas de Pablo. Fue escrita desde Corinto c 51 d.C.; unos pocos meses más tarde le siguió 2 Ts. Las demás cartas fueron escritas entre el 57 y el 66 d.C. Se desconoce la fecha exacta cuando se escribieron los Evangelios, pero aparentemente no fue antes de la década de 60 del s I d.C. Al principio no se sintió la necesidad de un registro escrito de los dichos de Jesús. Mientras los apóstoles y otros testigos oculares viví­an, ¿qué necesidad habí­a de ello? Los apóstoles podí­an contar no sólo lo que Jesús dijo, sino también lo que realizó. La mayorí­a de los eruditos creen que Marcos fue el 1º de los Evangelios en escribirse, y Juan el último. Hacia fines del s I d.C., Juan, el último sobreviviente de los apóstoles de Jesús en los dí­as de su carne, registró sus recuerdos de la vida y los dichos de Jesús junto con sus reflexiones sobre ellos, como para suplementar los otros Evangelios. Así­, antes del fin del s I d.C. la mayorí­a de las iglesias conocí­a los primeros 3 Evangelios. Esto resulta claro por su uso en los escritos de los padres apostólicos (véase la Didajé V.2; Ignacio, Epistola a los filadelfinos 5.8; Epistola de Mathetés a Diogneto, cp 11). A comienzos del s II d.C., no mucho después de escribirse el 4º Evangelio, se reunieron en una colección los 4 Evangelios y se publicaron juntos. Pero no tenemos evidencias históricas que digan cuándo, dónde y quién fue el responsable de ello. Efeso es el lugar más probable; y el tiempo, algún momento de la primera mitad del s II. F. F. Bruce explica la importancia del evento: “Así­, aunque previamente Roma tuvo el Evangelio de Marcos, Siria el de Mateo, un grupo de gentiles el de Lucas, y los de Efeso el de Juan, ahora cada iglesia tení­a los 4 en una unidad llamada El Evangelio (y cada componente se señalaba por las palabras “según Mateo”, “según Marcos”, etc.; The Books and the Parchments [Los libros y los pergaminos], p 107). Que esta colección estaba formada antes del 150 d.C. lo muestra el uso de los 4 Evangelios en el papiro Egerton 2 (c 150 d.C.) que se encuentra en el Museo Británico. El Evangelio de la verdad copto encontrado en Nag Hamadí­,* de la misma fecha, y tal vez escrito por Valentino, también muestra su familiaridad con los 4 Evangelios. De aproximadamente la misma fecha tenemos la declaración de Justino Mártir en su Primera apologí­a, en la que describe la Eucaristí­a: “Los apóstoles en sus memorias, llamadas los Evangelios, transmitieron lo que Jesús les ordenó hacer” (cp 66; The Fathers of the Church [Los padres de la iglesia], t 6, p 106). También se refiere a la lectura de “las memorias de los apóstoles o de los escritos de los profetas” en los cultos de adoración (cp 67). Luego, en su Diálogo con Trifón, introduce una cita de Mateo con la frase técnica: “Escrito está” (cp 100). Por el 170 d.C., Taciano, un converso sirio al cristianismo, combinó secciones de cada uno de los Evangelios en un todo más o menos cronológico y lo llamó Diatesarón (“A través de los cuatro”). Su propósito habrí­a sido formar un solo Evangelio que combinara lo esencial de los 4. El tí­tulo y el contenido de su obra presuponen la existencia y la autoridad de los 4 (y usó nuestros Evangelios y no otros al compilar el Diatesarón). Cerca del 185 d.C., Ireneo arguyó que el número 4 es axiomático. Aun antes de que se formara el grupo de los Evangelios, se reuní­a otra colección de escritos cristianos tempranos, la que consistí­a de cartas del apóstol Pablo. El í­mpetu por producir esa colección se habrí­a originado en las órdenes que el mismo apóstol dio, las que sugieren que Pablo esperaba que los mensajes de sus epí­stolas se usaran extensamente. La colección 204 de estas cartas habrí­a comenzado aun durante su vida. Pero la 1ª evidencia cierta de la existencia de algo que se parece a una colección de ellas se encuentra en 2Pe 3:15, 16, que las pone a la par con “las otras Escrituras”. El valor de este testimonio reside en la fecha que se asigna a 2 P.: algunos eruditos piensan que es un escrito postapostólico del s II d.C. Goodspeed sugiere que la publicación de Hechos estimuló el interés en Pablo y sus cartas, lo que condujo a coleccionarlas. El martirio del apóstol (c 67 d.C.) también confirió a esos documentos una mayor atracción, y a su vez incentivo a las iglesias a conseguir copias de ellos. A comienzos del s II comenzó a circular una colección de los escritos de Pablo con el nombre de Apóstolos (“El apóstol”). La carta de la iglesia de Roma a la de Corinto, quizás escrita por Clemente a fines de la última década del s I, tiene el consejo: “Tomen la epí­stola del bendito apóstol Pablo… En verdad, bajo la inspiración del Espí­ritu, él les escribió” (1 Clemente 47:1-3). Esta es la referencia no canónica más temprana a Pablo, e indica que 1 Co. se conocí­a tanto en Roma como en Corinto. En la carta de Ignacio de Antioquí­a a los efesios, escrita desde Esmirna a comienzo del s II, se dirige a sus lectores como a “compañeros de iniciación con Pablo… quien en cada epí­stola los menciona en Cristo Jesús” (cp 12). Esto hace presuponer una colección de esas cartas. Policarpo, al escribir a los filipenses a mediados del s II, se refiere a Pablo como quien, cuando estaba presente, “enseñaba con exactitud y firmeza la palabra de verdad”, y cuando estaba ausente escribí­a cartas, “de cuyo estudio se podrán edificar en la fe que les fue dada” (cp 3). Cuando se realizó el juicio de los mártires escilitanos de Cartago (180 d.C.), el procónsul Saturnino le preguntó a uno de ellos, Esperato, qué tení­a en su caja. La respuesta fue: “Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo”. En ese tiempo no sólo se conocí­an las cartas de Pablo en el norte de Africa sino que, con toda probabilidad, se habí­an traducido al latí­n. Resulta claro, entonces, que a mediados del s II se habí­an formado 2 grandes colecciones de documentos cristianos: los Evangelios y las cartas de Pablo. Cuando los 4 Evangelios se convirtieron en una sola unidad, se separó Hechos de la obra de Lucas en 2 tomos y quedó aislada. Pero compartí­a la misma autoridad y el mismo prestigio del Evangelio de Lucas. Además, proporcionaba una continuación del Evangelio y serví­a de introducción apropiada a las cartas de Pablo. Por eso llegó a ser el eslabón que uní­a las 2 colecciones; éstas, con el nexo vital de Hechos, constituyen el núcleo sólido del canon del NT. Es evidente que las cartas de Pablo formaron el modelo literario para las otras 7 epí­stolas: Stg., 1 y 2 P., 1, 2 y 3 Jn. y Jud. Estas epí­stolas católicas o generales aparentemente se abrieron paso separadamente; no existen evidencias de que constituyeran otra colección diferente. Más bien parece haber sido añadidas individualmente a Apóstolos a medida que se reconocí­a su canonicidad. Apocalipsis está en una categorí­a por sí­ mismo, a pesar de que después de la visión introductoria del Cristo trascendente, contiene 7 cartas a las iglesias del Asia Menor. El escritor era consciente de ser un profeta y de que sus mensajes eran un producto de la revelación divina (Rev 22:6, 7). Por eso debí­a leerse en público en la iglesia (1:3). A pesar de ello, no fue aceptado enseguida en forma universal como canónico. La aparición de herejes y libros heréticos en la iglesia apresuró el proceso de canonización. Marción (c 140 d.C.) procuró reformar la iglesia que, a su parecer, se habí­a contaminando con el judaí­smo. Rechazó completamente el AT y sostuvo que aun las enseñanzas de los Doce estaban impregnadas de ideas judí­as. El único apóstol genuino, sostení­a, era Pablo. Por ello formó un canon que consistí­a de Lucas (el Evangelio, purificado de su acreciones judí­as) más 10 epí­stolas de Pablo (el Apostolikón), y excluí­a las epí­stolas pastorales y Hechos. A éstos añadió un tratado propio llamado Antí­thesis. El canon limitado de Marción forzó a la iglesia a tomar posición sobre el tema de los libros religiosos. La iglesia del s II estaba plenamente persuadida de que el AT era parte de las Escrituras cristianas; que habí­a 4 Evangelios con autoridad, no uno solo; que13 y no10 eran las epí­stolas de Pablo que se debí­an aceptar; y que se debí­an incluir las otras epí­stolas generales. La lista más antigua que nos ha llegado de los libros del NT aceptados por la iglesia primitiva está contenida en el Fragmento Muratoriano, un extracto mutilado de un canon romano (c 180). No sólo presenta una lista de libros, también contiene afirmaciones con respecto a la autorí­a, los destinatarios, la ocasión y los propósitos de cada uno. Lamentablemente falta la 1ª parte, y el fragmento comienza en medio de una oración, que aparentemente trataba de Marcos. Por cuanto el canon luego se refiere a Lucas como al 3er Evangelio y a Juan como al 4º, podemos concluir con bastante seguridad que la parte perdida se ocupaba de Mateo y de Marcos. La lista corresponde 205 en su mayor parte a nuestro canon actual del NT, excepto 4 libros que no se incluyen: Hch., Stg. y 1-2 P. Se mencionan 2 epí­stolas de Juan, lo que tal vez significa que 3 Jn. quedó fuera. Además de 13 las cartas de Pablo (excluye He.), el documento se refiere a supuestas epí­stolas a los laodicenses y los alejandrinos “falsificadas con el nombre de Pablo y dirigidas contra la herejí­a de Marción”, y varias otras que no se pueden aceptar “porque no es apropiado que la hiel se mezcle con la miel”. Además del Apocalipsis escrito por Juan, también menciona el Apocalipsis de Pedro, que “algunos de nuestro pueblo rehúsan” escuchar en la congregación. También menciona el Pastor de Hermas, pero no admite que se lo lea en la iglesia. En suma, este documento indica cuáles eran los libros que tení­an nivel canónico en Roma hacia fines del s II. Cerca del fin del s II d.C. el testimonio de 3 escritores patrí­sticos destacados, de diversas regiones geográficas, indica que habí­a un grupo de escritos cristianos generalmente respetados por la iglesia: 1) Ireneo, procedente originalmente del Asia Menor y más tarde obispo de Lyon en Galia, habla de los libros del NT como de “Santas Escrituras” y “los oráculos de Dios”. Pone los Evangelios y los escritos apostólicos a la par con la Ley y los Profetas. Aunque no da una lista formal de los libros del NT, se refiere a los 4 Evangelios, Hechos, 13 epí­stolas de Pablo (excluye Flm.), 1 P., 1 Jn. y Ap. Usa ampliamente Hechos y las epí­stolas pastorales. Aparentemente no acepta como canónicos He., Stg., 2 P., 3 Jn. y Jud. 2) Tertuliano, un testigo de la iglesia del norte de Africa de c 200 d.C., llamó Escrituras a los 4 Evangelios que pertenecen al Instrumentum evangelicum. Además de estos, parece considerar 18 libros como parte del Instrumenta apostolica: 13 epí­stolas de Pablo, Hch., 1 P., 1 Jn., Jud. y Ap. Cita He. como obra de Bernabé y aparentemente no lo considera canónico, aunque nota que otros lo aceptan. Habrí­a sido el 1º en usar el nombre de Novum Testamentum para distinguirlo de Scriptura Vetus. 3) Clemente de Alejandrí­a, de aproximadamente la misma época, citó los 4 Evangelios como “Escritura”, y es evidente que aceptaba como canónicas 14 epí­stolas de Pablo (incluyendo He.), Hch., 1 P., 1-2 Jn., Jud. y Ap. No menciona Stg., 2 P. y 3 Jn., y si los aceptaba es incierto. Además, parece haber considerado la Epí­stola de Bernabé y el Apocalipsis de Pedro como inspirados. Estos 3 destacados escritores del s II concuerdan en general con el Fragmento Muratoriano respecto a la mayorí­a de los libros aceptados como canónicos: los 4 Evangelios, 13 cartas de Pablo, Hch., 1 P., 1 Jn. y Ap. La inclusión de “las epí­stolas católicas menores” -Stg., 2 P., 3 Jn. y Jud.- se discutió por muchos años. Esto también fue cierto de He. en el oeste. Mientras el Ap. se aceptaba en el oeste, su lugar en el canon fue discutido mucho en el oriente. Habí­a libros que hoy están fuera del canon del NT, pero que en algún momento estuvieron a punto de entrar: como la Epí­stola de Bernabé, el Pastor de Hermas y la Didajé. Hoy existen importantes códices de papiro que datan del s III que contienen grandes porciones del NT. En uno de ellos (p45), que data de la primera mitad del s III, hay 30 hojas de 220 originales de los 4 Evangelios y Hch. Otro (p46), fechado c 200 d.C., tiene 84 de un original de 104 hojas de 10 epí­stolas de Pablo (incluyendo Heb_ De mediados del s III, o de la última mitad del siglo, hay uno (p47) con 10 hojas del Ap. Un códice de papiro (P66) de Juan se debe ubicar por el 200. Otro (p72) del s III contiene 1-2 P. y Jud. Finalmente, hay otro (P75), de c 200, con 102 páginas de Lucas y de Juan. La versión Latina Antigua (Vetus Latina) del NT probablemente se produjo en la última mitad del s II. Aunque no existe ningún Ms de la Latina Antigua que contenga todo el NT, sí­ existen Mss con los Evangelios, Hch., las epí­stolas de Pablo, Ap. y fragmentos de 1 y 2 P. Poco antes del 400, Jerónimo hizo una revisión de la Latina Antigua, que llegó a conocerse como la Vulgata. Que contenga todo el NT sugiere que en la Latina Antigua también se hallaba. Pero en la Peshita siria, la versión oficial siria, no aparece 2 P., 2-3 Jn., Jud. y Ap., y refleja las dudas de la iglesia oriental acerca de esos escritos. Durante el s III hubo una cuidadosa revisión de los libros más discutidos. El erudito Orí­genes viajó extensamente y pudo determinar cuáles eran generalmente aceptados. Clasificó los escritos que pretendí­an autoridad apostólica en 3 clases: 1. Los libros no discutidos o universalmente reconocidos (4 Evangelios, 13 epí­stolas de Pablo, 1 P., 1 Jn., Hch. y Rev_ 2. Los escritos falsificados: los Evangelios de los egipcios, de los Doce, y de Basí­lides. 3. Las obras consideradas dudosas: Stg., 2 P., 2-3 Jn., Jud. y probablemente He. Esta triple clasificación, que revela dudas con respecto a varios escritos, también se encuentra en la Historia eclesiástica de Eusebio. Su lista de libros aceptados es casi idéntica a la de Orí­genes, salvo por la inclusión de He. como canónico, y por algunas reservas en relación 206 con Ap. Divide los libros discutidos en 2 grupos: a. Los aprobados por muchos (Stg., Jud., 2 P., 2-3 Joh_ b. Los que son espurios (Hechos de Pablo, Apocalipsis de Pedro, Pastor de Hermas, Bernabé y Didajé). Su 3ª categorí­a incluye los libros rechazados por ser falsificaciones heréticas: los Evangelios de los egipcios, de Tomás, de Basí­lides y de Matí­as, más los Hechos de Andrés y los de Juan. Temprano en el s IV el emperador Diocleciano ordenó la demolición de iglesias y la confiscación de libros cristianos. Todos sus escritos sagrados debí­an ser entregados y quemados bajo pena de muerte. Esto apresuró la decisión de establecer los lí­mites del canon al forzarlos a decidir por cuáles libros estaban dispuestos a arriesgar sus vidas. El s IV quedó señalado por declaraciones autorizadas de obispos y concilios con respecto a los lí­mites del canon. Atanasio, obispo de Alejandrí­a y el principal teólogo de la iglesia oriental, incluyó en su 39ª Carta Festal, dirigida a sus obispos, una lista de los libros de la Biblia: es la 1ª que contiene los 27 libros del NT exactamente como los tenemos hoy. “Estos -declaró- son fuentes de salvación, de modo que los sedientos se puedan saciar… y sólo en ellos están proclamadas las buenas nuevas de la enseñanza de la verdadera religión; nadie añada a ellos ni quite nada de ellos”. Su carta es importante, porque su influencia se extendí­a por todas las iglesias de habla griega en el Oriente, entre los cuales habí­a dudas con respecto a la canonicidad del Apocalipsis y de varias epí­stolas. La primera versión siria que contení­a las epí­stolas católicas menores y el Ap. se produjo en el 508 por Filoxeno, obispo de Mabbug o Hierápolis. Antes del Concilio de Trento (s XIV), ningún concilio general de la iglesia se pronunció acerca del canon. Sin embargo, en concilios locales se tomaron decisiones que tení­an autoridad en las provincias representadas, y que serí­an considerados como más o menos normativos en otras áreas a las que llegaban. Uno pequeño se realizó en Laodicea (363), pero hay muchas dudas con respecto a la autenticidad del canon final que da la lista de los libros del NT. En un concilio en Roma (382) se declaró la aceptación de varias epí­stolas, incluyendo la de He. que habí­a estado en duda (Ap. se aceptaba en Occidente). En el norte de Africa, el Concilio de Hipona (393) y el Tercer Concilio de Cartago (397) ratificaron este canon y excluyeron todos los demás libros y prohibieron su uso en las iglesias. Hacia fines del s IV ya no habí­a más discusiones sobre el derecho de cada uno de los 27 libros del NT de estar en el canon; se lo consideraba fijo e inviolable. La iglesia no creó el canon ni confirió canonicidad a los libros. La iniciativa en la producción y colección de los libros sagrados fue de Dios. La iglesia sólo pudo reconocer y recibir con fe los documentos producidos por inspiración divina. El desarrollo del canon fue un proceso gradual, presidido por el Espí­ritu de Dios. Es cierto que concilios regionales de la iglesia tomaron decisiones con respecto al canon de las Escrituras, pero las razones para aceptar el actual son más profundas que la autoridad de esos concilios; están basadas en la convicción de que la mano de Dios condujo su formación. Los cristianos primitivos aceptaron como confiables sólo los libros que fueron escritos por un apóstol o un compañero de los apóstoles. Un documento, para ser reconocido como canónico, debí­a gozar de amplia aceptación entre los creyentes de toda el área mediterránea. Ellos juzgaban una obra sobre la base de su contenido, su coherencia interna, su concordancia con el resto de las Escrituras y su armoní­a general con la experiencia cristiana. Cualquier cristiano que desee convencerse por sí­ mismo con respecto al canon del NT puede hacerlo mediante una comparación cuidadosa de los 27 libros aceptados por la iglesia con cualquier otra publicación cristiana de los primeros 3 siglos. Sin duda, llegará a la conclusión de que no hay libro alguno en el canon que debió quedar fuera de él, y ningún libro que quedó afuera debió ser incluido en él. Resumiendo, este Diccionario emplea los términos relacionados de la siguiente manera: 1. Canónico: todo lo aceptado como inspirado por Dios. a. Canon del AT: lo aceptado por el judaí­smo en sus Biblias (39 libros). b. Canon del NT: lo aceptado por el cristianismo hasta fines del s IV d.C. (27 libros: fecha del establecimiento definitivo del canon bí­blico, incluyendo el del AT). 2. Apócrifo (o No canónico): Deuterocanónicos,* Seudoepigráficos* y Apócrifos propiamente dichos (es decir, aceptados por todas las denominaciones como realmente apócrifos). Véase Apócrifos. Bib.: I-AH 2.27; 1.8; etc.; Ibí­d. 1.3.6; Tertuliano, Adv. Marc. IV.2, 5: De Carne Christi, 3; Adv. Prax. C. 13, 20; EC-HE III.25; F. F. Bruce, The Spreading Flame [La llama que se extiende] (Grand Rapids, MI, 1958); F. F. Bruce, The Books and the Parchments [Los libros y los pergaminos] (3ª ed. rev.; Nueva York, 1963); The Cambridge History of the Bible [La historia de la Biblia de Cambridge]. 207 3 ts (Cambridge, 1963, 1969, 1970); F. V. Filson, Which Books Belong in the Bible? [¿Qué libros pertenecen a la Biblia?] (Filadelfia, 1957); R. M. Grant, The Formation of the New Testament [La formación del NT] (Nueva York, 1965); A. Souter, The Text and Canon of the New Testament [El texto y el canon del NT] (2ª ed.; Londres, 1954). Cantares, El Cantar de los. Ultimo de los 5 libros poéticos del AT, y uno de los Megillôth (o Cinco Rollos) del canon hebreo. El tí­tulo hebreo: Shîr Hashshîrîm, “El canto de los cantos”, puede significar el mayor o el más dulce de todos los cantos (del mismo modo que “Rey de reyes” significa “rey supremo”). El nombre que se le da al libro se deriva del tí­tulo en la Vulgata Latina: Canticum Canticorum. I. Autor. El libro afirma que fue Salomón, por varias evidencias: 1. Puesto que compuso 1.005 “cantares” (1Ki 4:32), no existe razón alguna para suponer que no sea el autor de “el cantar de los cantares”. 2. El vocabulario fluido y el estilo lleno de gracia del poema son propios de un escritor del tiempo de Salomón, la edad de oro hebrea. 3. Evidentemente el autor estaba familiarizado con la geografí­a de Palestina de esa época, y la gloria y la pompa de Israel estaban frescos en su mente. 4. El conocimiento que tení­a de las plantas, los animales, los productos del suelo y los artí­culos importados concuerda con lo que se dice acerca de Salomón (1Ki 4:33; 9:26-28; 10:24-29; etc.). 5. La similitud de Cantares con pasajes del libro de Proverbios es una indicación adicional de la autorí­a de Salomón (cf Son 4:5 con Pro 5:19; 4:11 con 5:3; 4:14 con 7:17; 4:15 con 5:15; 5:6 con 1:28; 6:9 con 31:28; 8:6, 7 con 6:34, 35). En Cantares aparecen varios personajes, aunque no siempre es claro cuándo comienza el discurso de cada uno, especialmente en nuestras versiones, donde a veces es algo confuso el género de quien habla (como ocurre en hebreo). En vista de la dificultad de seguir la conexión lógica entre las diferentes partes del poema (aun en el texto original), algunos consideran que Cantares es una antologí­a de cantos de amor, tal vez de diferentes autores, en lugar de una obra de un solo autor que escribe con un plan definido. Sin embargo, la unidad del libro parece clara porque (a) en todo el trabajo se destaca muy bien el nombre de Salomón (Son 1:1, 5; 3:7, 9, 11; 8:11, 12), y por (b) la repetición de palabras, ilustraciones y figuras similares en todo el poema (cf 2:16 con 6:3, y 2:5 con 5:8). Además, el autor señala que tení­a 60 reinas y 80 concubinas (Son 6:8), pero la sulamita,* cuyo casamiento celebra el canto, las sobrepasa a todas (6:9, 13). Más tarde el harén de Salomón llegó a 700 esposas y 300 concubinas (1Ki 11:1, 3), por lo que parece evidente que Salomón compuso el poema durante la 1ª parte de su reinado. Todas estas observaciones tienden a confirmar la pretensión de que el libro procede de Salomón. II. Canonicidad y Estilo literario. Su derecho a un lugar en el canon sagrado se debatió hasta tiempos del NT (es notable que el NT nunca cita Cantares o hace alusiones a él). Desde el punto de vista occidental puede ser difí­cil explicar cómo encontró un lugar en el canon sagrado. Aparentemente, durante siglos muchos judí­os no estaban seguros de que merecí­a un lugar junto a las otras obras inspiradas, aunque generalmente la interpretaron como una alegorí­a* espiritual del amor de Dios por el antiguo Israel. De acuerdo con Orí­genes, el rey representa a Cristo, y la sulamita a su iglesia, o tal vez a los individuos dentro de la iglesia; una relación espiritual que aparece con frecuencia en el NT (Eph 5:25-33; Rev 19:7-9; 21:9; etc.). Pero un enfoque más seguro de interpretar Cantares serí­a tomarlo sencillamente como lo que pretende ser: una narración poética que conmemora el amor de Salomón por una hermosa señorita de la Palestina del norte, y considerar que encontró un lugar en el canon sagrado por causa de su exaltada idealización del matrimonio como una institución del Creador, aunque con un rico fervor oriental que tiende a dejar perplejos a los lectores occidentales. Sin embargo, es posible sacar lecciones de valor espiritual sin necesariamente considerar que esas lecciones fueron la intención de la Inspiración en la composición y canonización del libro. III. Tema y Contenido. Por su forma poética, Cantares es un idilio con una trama sencilla: el amor de Salomón por una joven campesina con quien se casa, no por ventajas polí­ticas sino por amor genuino. La mayorí­a de los crí­ticos y comentadores modernos favorece un bosquejo con 3 personajes principales: Salomón, la sulamita y un pastor que la corteja. Además, cabe destacar la continua aparición de la familia de la novia (pero sin el padre; véase 1:6; 3:4; 8:2). Se han propuesto varias teorí­as con respecto a la naturaleza y la secuencia de las diversas partes del poema. De acuerdo con un punto de vista, la sulamita resiste con éxito las atenciones del rey y permanece fiel al pastor que la ama. Según otro punto de vista, que tal vez se ajuste más a la realidad, el poema celebra el 208 casamiento de Salomón con la sulamita después de haber ganado su afecto. El rey la lleva a Jerusalén para cortejarla, ocurre el casamiento, y luego aparecen expresiones mutuas de admiración y amor, primero de parte de la novia y luego del novio (Son 1:2-2:7). En una feliz ocasión posterior el rey y la novia recuerdan el momento de su compromiso y su casamiento (2:8-5:1). Por alguna razón no explicitada (quizás una pesadilla) se produce un distanciamiento en la corte, pero el amor se restablece y el rey nuevamente ensalza a su esposa (5:2-6:9). La incomparable belleza de la sulamita contrasta con la de las otras jóvenes de Jerusalén, y Salomón queda arrobado por ella (7:6-9). Con el tiempo, ambos vuelven a la casa de ella, y se entabla el diálogo entre el rey, su esposa y los hermanos de ella (7:10-8:14; véase CBA 3:1127-1130).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n canon, regla, criterio. Este término lo comenzó a usar la Iglesia católica, hacia el siglo III, para designar las doctrinas declaradas ortodoxas.

Las decisiones tomadas por los concilios siglo IV, también se denominaron cánones. Posteriormente, el catálogo de los libros sagrados, la Biblia, aceptados como auténticos, es decir, inspirados por Dios, se llamó c.

Los cánones hebreo y los cristianos se establecieron en diferentes épocas. ® Antiguo Testamento. ® Nuevo Testamento.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Palabra que se utiliza restrictivamente para señalar los libros o escrituras que son aceptados como inspirados por Dios. El término es de origen sumerio y designaba a una caña o vara de medir. Así­ pasó a los hebreos y luego a los griegos que lo usaron para referirse a su literatura clásica. En el siglo II los cristianos lo adoptaron con el sentido de †œregla de fe†. Luego, en el siglo IV los llamados padres de la Iglesia lo usaron con el sentido que tiene hoy, referido a la colección de libros de la Sagrada Escritura. Los judí­os no tení­an una palabra equivalente, pero utilizaban el concepto de †œlibros externos† para referirse a los no inspirados. En cí­rculos cristianos se llaman canónicos a los libros inspirados y no canónicos a aquellos que no tienen esa caracterí­stica. Cuando se discute si un libro debe o no estar incluido en el c. se dice que se habla de su canonicidad.

C. del Antiguo Testamento. Los judí­os dividí­an los libros de las Sagradas Escrituras de diversas maneras, pero lo más frecuente era la catalogación en tres partes: la Ley (Torá) o Pentateuco, los Profetas (Nevi†™im) y los Escritos (Ketuvim) o Hagiógrafa.
la organización de los textos bí­blicos en esa forma se llegó mediante un largo proceso por el cual poco a poco se fueron aceptando los distintos libros y grupos de libros. Ya en el año 180 a.C. Ben Sira, en su libro †œEclesiástico†, cap. 39 v. 1, hablaba de †œla ley del Altí­simo†, †œla sabidurí­a de todos los antiguos† y †œlas profecí­as† como una especie de organización del c. En el prólogo a ese mismo libro, el nieto de Ben Sira menciona †œla Ley, los Profetas y los otros libros de los antepasados†. Esta división en tres partes aparece también en Luc 24:44, donde el Señor Jesús dice a sus discí­pulos: †œEra necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí­ en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos†.
hay dudas de que los libros de Moisés, la Torá, fue la primera parte de la Biblia en ser considerada como inspirada. Cuando se encuentra un ejemplar de la Torá en dí­as del rey †¢Josí­as, se reconoce enseguida su autoridad. †œCuando el rey hubo oí­do las palabras del libro de la ley, rasgó sus vestidos†, el libro fue leí­do en público y se produjo una reforma religiosa (2Re 22:8-20; 2Re 23:1-25). Otro momento en que fue leí­do en público el Pentateuco fue al retorno del exilio, en tiempos de Esdras y Nehemí­as (Neh 8:1).
libros de los profetas fueron reconocidos rápidamente como inspirados, pero se estableció una especie de cierre del c. cuando entre los judí­os tomó cuerpo el pensamiento de que a causa del pecado del pueblo éste habí­a perdido el privilegio del ministerio profético. En la tradición judí­a se pensó que los últimos profetas enviados por Dios fueron †¢Hageo, †¢Zacarí­as y †¢Malaquí­as. Una caracterí­stica de la época que se conoce como la del segundo †¢templo fue precisamente la ausencia de profetas. Ciertos pasajes eran usados para esta afirmación, especialmente Zac 13:2 (†œHaré cortar de la tierra a los profetas†), pero también Eze 7:26; Amo 8:11 y Miq 3:7. Se alegaba que las últimas palabras de Malaquí­as (Miq 4:4-6) son una especie de epí­logo para todo el perí­odo de la profecí­a hasta entonces.
cuanto a los libros hagiógrafos el proceso fue más largo, llegando hasta el siglo II d.C. Antes de eso, se usaba la expresión †œla ley y los profetas†, lo que indica que la tercera parte de la colección bí­blica no tení­a un nombre fijo y estaba en ví­as de ser reconocida. Era de suponer que libros como Esdras, Daniel y Crónicas debieron haber sido clasificados dentro de los Profetas, pero no se hizo así­ por varias razones, entre otras porque fueron escritos muy posteriormente. Así­, se les colocó entre los hagiógrafos.
és de la destrucción de Jerusalén se intentó reconstituir el †¢Sanedrí­n en la ciudad de Jamnia. Los sabios escogidos discutieron, entre otras cosas, sobre la canonicidad de varios libros, como Eclesiastés y el Cantar de los Cantares. Se ha dicho que en el año 100 d.C. hubo una decisión sobre todo el c. del AT, pero algunos eruditos objetan diciendo que no hay prueba de ello.
judí­os dispersos en lo que habí­a sido antes el imperio heleno quisieron tener las Escrituras en griego y éstas se comenzaron a traducir. Pero en este proceso no se respetó el c. hebreo, sino que se incluyeron libros que los judí­os no habí­an reconocido como inspirados. Además, se hizo un reordenamiento de los libros, que se catalogaron en atención a sus caracterí­sticas literarias, y surgió así­ la división en cuatro partes: La Ley, los libros históricos, los poéticos y didácticos y los proféticos.

C. del Nuevo Testamento. Los creyentes del primer siglo de la era cristiana considera-ban como Santas Escrituras a todos los libros del AT que figuran en el c. hebreo, y constantemente hací­an citas de él, pero las noticias sobre la vida del Señor Jesús y las doctrinas de su evangelio eran al principio un material oral. El crecimiento de las iglesias y la expansión del cristianismo fueron levantando requerimientos que surgí­an espontáneamente (en apariencia) y que motivaron a algunos apóstoles y discí­pulos a escribir cartas instructivas a iglesias y personas. De esas cartas se hací­an copias que circulaban ampliamente. Y ya en el siglo I tenemos el testimonio de Pedro referente a las epí­stolas de Pablo que dice que en ellas hay algunas cosas difí­ciles †œde entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras† (2Pe 3:15-16).
mismo tiempo, diversas personas se dedicaron a coleccionar los dichos del Señor Jesús, recogiendo los que circulaban de boca en boca, sobre todo entre los apóstoles (Luc 1:1-3). Luego surgieron los †¢evangelios, de los cuales se escribieron muchos, pero las iglesias, sin un concierto previo, iban examinando la gran diversidad de escritos que se producí­an para determinar cuáles de ellos tení­an autoridad apostólica, ya sea porque fueran apóstoles los autores o personas que trabajaron con ellos. No todas las iglesias conocí­an todos los escritos al mismo tiempo, de manera que unas aceptaban algunos de ellos como inspirados y los usaban, rechazando otros. Así­, el desarrollo del c. del NT se realizó en el devenir de varios siglos, bajo el escrutinio de muchas iglesias y personas en distintos lugares.
el siglo II los lí­deres cristianos que habí­an conocido a los apóstoles, a los cuales se les llama †œpadres apostólicos†, escribieron cartas y tratados doctrinales en los cuales hay citas del AT, así­ como de diversos pasajes claramente influenciados por libros del NT, incluso algunas citas de él, pero éste todaví­a no formaba un cuerpo como tal. Se cuidaban, sin embargo, de poner muy en claro que ellos no escribí­an con la misma autoridad que las Santas Escrituras, es decir, que no lo hací­an bajo la inspiración del Espí­ritu Santo, con lo cual ya de por sí­ estaban creando un deslinde que establecí­a diferencias entre sus opiniones y los escritos inspirados.
pesar de sus combatidas proposiciones heréticas, es posible que debamos a Marción la primera lista que se conoce de libros del NT, la cual compuso probablemente en la primera mitad del siglo II. En ella incluí­a solamente el Evangelio de Lucas y diez cartas del apóstol Pablo. No tomó en consideración las epí­stolas pastorales, ni Hebreos, ni las epí­stolas de los otros apóstoles. Pero por su ejemplo podemos darnos cuenta de que ya se veí­a en las iglesias la necesidad de establecer una †œlista oficial† de escritos neotestamentarios considerados como inspirados por Dios. Se conoce también un documento publicado en el año 1740, pero probablemente escrito a mediados del siglo II, que contiene otra lista. Se da el nombre de †œfragmento muratoniano† a la misma porque su descubridor y publicador fue Ludovico Antonio Muratori. La lista se compone de ochenta y cinco lí­neas, faltando el principio y el final. En ella se incluyen tres Evangelios. No se lee el nombre del Evangelio de Mateo, pero se estima que éste iniciaba la enumeración. Después de los Evangelios aparecen los Hchhos, más trece epí­stolas de Pablo. También incluye a Judas y dos epí­stolas de Juan, pero deja fuera I Juan y I y II Pedro, Santiago y Hebreos. Menciona una Epí­stola a los Laodicenses y otra a los Alejandrinos. Dice que la Iglesia reconocí­a el Apocalipsis de Juan pero no el de Pedro. Además, nombra el †œPastor† de Hermas y escritos de Valentino, Basí­lides y otros autores, pero indica que no son aceptados por la Iglesia.
a finales del siglo II la mayorí­a de las iglesias aceptaban como inspirados casi todos los libros que hoy componen el NT. En efecto, existí­a una colección compilada como tal, con obras traducidas al latí­n que circuló mayormente en el N de ífrica. Tertuliano, Cipriano y Agustí­n llegaron a utilizarla. Se hací­an algunas exclusiones, tanto por parte de la iglesia romana como la siria. Los libros que más tardaron en ser reconocidos como canónicos fueron Apocalipsis, II Pedro, Santiago, II y III Juan, y Hebreos. Estas divergencias desaparecieron casi por completo en el siglo III, y se confirmó luego el c. del NT en diferentes concilios, comenzando con el de Nicea, en el año 325 d.C.
orden en que aparecen los libros del NT no obedece a un criterio cronológico, sino a un conjunto de factores que se discutieron en el siglo II d.C. Las epí­stolas de Pablo se colocaron en orden a su extensión.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, MANU

ver, INSPIRACIí“N, APOCALíPTICA (Literatura), APí“CRIFOS (libros)

vet, (caña, regla). Este término tiene diversos sentidos: (A) Cualquier regla o vara que sirva para medir (p. ej., el nivel de un albañil). (B) En sentido figurado, modelo que permite fijar las normas, especialmente de los libros clásicos; guí­a, norma (Gá. 6:16; Fil. 3:16). (C) Doctrina cristiana ortodoxa, en contraste con la heterodoxia. (D) Las Escrituras consideradas como norma de fe y de conducta. El término canon procede del griego. Los Padres de la Iglesia fueron los primeros que emplearon esa palabra en el 4º sentido, pero la idea representada es muy antigua. Un libro que tiene derecho a estar incluido dentro de la Biblia recibe el nombre de “canónico”; uno que no posea este derecho es dicho “no canónico”; el derecho a quedar admitido dentro de la Escritura es la “canonicidad”. (E) El canon es también la lista normativa de libros inspirados y recibidos de parte de Dios. Cuando hablamos del canon del AT o del NT, hablamos en este sentido. 1. CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO Los documentos literarios con autoridad en Israel se multiplicaron poco a poco, y fueron celosamente conservados. Tenemos ejemplos de esta redacción de los libros santos. La ley fundamental de los 10 mandamientos escritos sobre tablas de piedra fue depositada dentro del arca (Ex. 40:20). Estos estatutos figuran en el libro del pacto (Ex. 20:23-23:33; 24:7). El libro de la Ley, redactado por Moisés, fue guardado al lado del arca (Dt. 31:24-26). Josué adjuntó lo que él habí­a escrito (Jos. 24:26). Samuel consignó el derecho de los reyes en un libro que puso ante el Señor (1 S. 10:25). Bajo Josí­as se encontró, durante las obras de restauración del templo, el libro de la Ley de Jehová. El rey, los sacerdotes, los profetas y el pueblo reconocieron su autoridad y antigüedad (2 R. 22:8-20); se hicieron copias de esta ley según la orden dada ya en Dt. 17:18-20. Los profetas dejaron escritas sus propias palabras (p. ej., Jer. 36:32), tomaban nota recí­proca, y las citaban como autoridades (Esd. 2:2-4; cp. Mi. 4:1-3). Se reconocí­a la autoridad de la ley y de las palabras de los profetas, escritos inspirados por el Espí­ritu de Dios, y celosamente preservados por Jehová (Zac. 1:4; 7:7, 12). En los tiempos de Esdras, la Ley de Moisés, que comprendí­a los 5 libros de Moisés circulaba bajo la forma de parte de las Sagradas Escrituras, Esdras poseí­a una copia (Esd. 7:14), y era un escriba erudito en la ley divina (Esd. 7:6). El pueblo le pidió una lectura pública de este libro (Neh. 8:1, 5, 8). Por aquella misma época, antes de consumarse la separación entre los judí­os y los samaritanos, el Pentateuco fue llevado a Samaria. Jesús Ben Sirach da testimonio de que la disposición de los profetas menores en un grupo de 12 estaba ya implantada hacia el año 200 a.C. (Ecl. 49:12). En otro pasaje sugiere que Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel y los Doce formaban un gran conjunto, que constituí­a la segunda parte del canon hebreo. Ya en el año 132 a.C. se afirma la existencia de la triple división de las Escrituras: “La ley, los profetas, y los otros escritos análogos”; o también “la ley, los profetas, y los otros libros”, o “la ley, las profecí­as, y el resto de libros”. Ya en la misma época se disponí­a de la versión griega LXX. Un escrito que data de alrededor del 100 a.C. menciona “los libros sagrados que poseemos” (1 Mac. 12:9). Filón de Alejandrí­a (un judí­o nacido en el año 20 a.C., y que murió durante el reinado de Claudio) tení­a la lista contemporánea de los escritos del AT. Dio citas de casi todos los libros del AT, pero no menciona ni uno de los apócrifos. El NT habla de las “Escrituras” como un cuerpo bien determinado de documentos autorizados (Mt. 21:42; 26:56; Mr. 14:49; Jn. 10:35; 2 Ti. 3:16). Son Escrituras Santas (Ro. 1:2; 2 Ti. 3:15). Constituyen los oráculos de Dios (Ro. 3:2; He. 5:12; 1 P. 4:11). El NT menciona una triple división del AT: “La ley de Moisés, los Profetas, y los Salmos” (Lc. 24:44). A excepción de Abdí­as, Nahum, Esdras, Nehemí­as, Ester, Cantar de los Cantares y Eclesiastés, el NT da citas de todos los otros libros del AT, o hace alusión a ellos. Josefo, contemporáneo del apóstol Pablo, escribiendo hacia el año 100 de nuestra era, y hablando en favor de su nación, dice: “No tenemos más que 22 libros que contienen los relatos de toda la historia antigua, y que son justamente considerados como divinos.” Josefo afirma de una manera bien enérgica la autoridad de estos escritos: Todos los acontecimientos desde la época de Artajerjes hasta nuestros dí­as han sido consignados, pero los anales recientes no gozan del crédito de los precedentes debido a que no ha existido una lí­nea ininterrumpida de profetas. He aquí­ una prueba positiva acerca de nuestra actitud con respecto a las Escrituras: Después de muchos siglos, nadie se ha atrevido a añadir ni a quitar nada, ni a modificar el contenido, ya que para todos los judí­os ha venido a ser cosa natural, desde su más temprana juventud, el creer que estos libros contienen enseñanzas divinas, el persistir en ellas y, si ello es necesario, morir voluntariamente por ellas (Contra Apión, 1:8). Josefo divide las Escrituras en tres secciones, y dice: (A) “5 libros son de Moisés; contienen sus leyes y las enseñanzas acerca del origen de la humanidad; tienen su conclusión con la muerte de Moisés.” (B) “Los profetas que vinieron después de Moisés consignaron en 13 libros, hasta Artajerjes, los acontecimientos de sus tiempos.” Es indudable que Josefo seguí­a la disposición de la LXX y la nomenclatura de los alejandrinos. Los 13 libros son probablemente Josué, Jueces con Rut, Samuel, los Reyes, las Crónicas, Esdras con Nehemí­as, Ester, Job, Daniel, Isaí­as, Jeremí­as con las Lamentaciones, Ezequiel, y los Doce Profetas Menores. (C) “Los cuatro libros restantes contienen himnos a Dios, y preceptos de conducta.” Estos eran seguramente los Salmos, el Cantar de los Cantares, los Proverbios y el Eclesiastés. Hasta aquí­ los hechos. Pero una tradición contemporánea decí­a también que el canon habí­a estado establecido en tiempos de Esdras y de Nehemí­as. Josefo, ya citado, expresa la convicción general de sus compatriotas: después de Artajerjes, esto es, a partir de la época de Esdras y Nehemí­as, no se habí­a añadido ningún libro. Una ridí­cula leyenda, que data de la segunda parte del siglo I de la era cristiana, afirmaba que Esdras restableció por revelación toda la ley e incluso todo el AT (ver el libro apócrifo 4 Esdras. 14:21, 22, 40), debido a que, se afirma, habí­an desaparecido todas las copias guardadas en el templo. En todo caso, lo que esta leyenda apoya es que los judí­os de Palestina, en esta época, contaban con 24 libros canónicos (24 + 70 = 94). Un escrito de fecha y autenticidad dudosas, redactado posiblemente alrededor del 100 a.C. (2 Mac. 2:13) habla de Nehemí­as como fundador de una biblioteca, donde hubiera recogido “los libros de los reyes, y de los profetas, y de David; y las cartas de las donaciones de los reyes (de Persia)”. Ireneo menciona otra tradición: “Después de la destrucción de los escritos sagrados, durante el exilio, bajo Nabucodonosor, cuando los judí­os, 70 años más tarde, habí­an vuelto a su paí­s, en los dí­as de Artajerjes, Dios inspiró a Esdras, el sacerdote, que pusiera en orden todas las palabras de los profetas que habí­an sido antes que él, y que restituyera al pueblo la legislación de Moisés.” Elí­as Levita, escribiendo en el año 1538 d.C., expresa de esta manera la opinión de los suyos: “En la época de Esdras, los 24 libros no habí­an sido todaví­a reunidos en un solo volumen. Esdras y sus compañeros los recopilaron en 3 partes: La ley, los profetas, y los hagiógrafos.” Esta multiforme tradición contiene una parte de verdad. Hubo un momento en que cesó la revelación del AT. La tradición fija este tiempo en la época de Esdras, pero no está necesariamente atado a ella para el establecimiento de la fecha de redacción de ciertos libros, p. ej., de, Nehemí­as y de las Crónicas, Así­, es también interesante considerar el final de la inspiración del AT, así­ como su comienzo. (A) El Pentateuco, obra de Moisés, da la ley fundamental de la nación, constituyendo una sección del canon: era conveniente, a causa de su situación cronológica y fundacional, que ocupara el primer lugar en el canon. (B) Los Profetas eran los autores de los libros asignados a la 2ª sección: así­ lo indicaban su cantidad y carácter. Eran 8 estos libros: los Profetas anteriores, Josué, Jueces, Samuel y Reyes; los Profetas posteriores: Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel, y los Doce. En cuanto a Josué considerado como profeta de Dios, cp. Ec. 46:1. (C) Los Salmos y Proverbios constituyen el núcleo de la 3ª sección. Estos escritos tení­an 2 caracterí­sticas: se trataba de poesí­a cuyos autores no eran profetas en el sentido absoluto de la palabra; a los libros de esta 3ª sección se adjuntaron todos los escritos análogos de autoridad indiscutida. Debido a que habí­a sido escrita en forma poética, se incluyó en esta sección la oración de Moisés, el Salmo 90, aunque habí­a sido escrita por un profeta. De la misma manera, Lamentaciones, que habí­a sido redactado por un profeta, pero obra poética, fue situado en la 3ª sección del canon hebreo. Hay otra razón que explica que Lamentaciones fuera separado del libro de Jeremí­as. Durante el aniversario de la destrucción de los 2 templos, se leí­a el libro de Lamentaciones; a esto se debe que fuera incluido con 4 libros de pequeñas dimensiones: El Cantar de los Cantares Rut, Eclesiastés y Ester, leí­dos en otros cuatro aniversarios. Constituyen los cinco rollos denominados Megilloth. El libro de Daniel fue situado en esta sección debido a que su autor, aunque dotado del don de profecí­a, no tení­a una misión de profeta. Es muy probable que un sacerdote, y no un profeta, escribiera el libro de las Crónicas. Por ello es que serí­a situado en la 3ª sección. No es por el simple hecho de su tardí­a redacción que se explica la colocación de Crónicas en esta tercera sección. En efecto, hay libros y secciones de libros de esta tercera sección que datan de fechas anteriores a Zacarí­as y Malaquí­as, pertenecientes a la segunda sección. Es preciso añadir que en tanto que se habí­a determinado de una manera definitiva el contenido de las diferentes partes del canon, el orden de los libros de la 3ª sección varí­a con el tiempo. El Talmud dice además que dentro de la segunda sección, Isaí­as se encuentra entre Ezequiel y los Profetas Menores. Los cuatro libros proféticos, Jeremí­as, Ezequiel, Isaí­as, y los Profetas Menores fueron evidentemente colocados por orden de tamaño. Al final del siglo I de nuestra era se discutí­a aún el lugar dentro del canon de varios libros de la 3ª sección. No era asunto de discusión que estos libros formaran parte del canon; lo que se discutí­a era la relación que tení­an entre sí­; pero es probable que estos debates no sirvieran para otra cosa que para exhibiciones de oratoria. La intención no era en absoluto la de sacar ningún libro del canon, sino la de demostrar el derecho al lugar que ya ocupaba. 2. CANON DEL NUEVO TESTAMENTO La iglesia primitiva recibió de los judí­os la creencia en una norma escrita con respecto a la fe. Cristo mismo confirmó esta creencia al invocar el AT como palabra escrita de Dios (Jn. 5 37-47; Mt. 5:17, 18; Mr. 12:36, 37; Lc. 16:31), al emplearlo para instruir a Sus discí­pulos (Lc. 24:45). Los apóstoles se refieren frecuentemente a la autoridad del AT (Ro. 3:2, 21; 1 Co. 4:6; Ro. 15:4; 2 Ti. 3:15-17; 2 P. 1:21). Los apóstoles reclamaron a continuación, para sus propias enseñanzas, orales y escritas, la misma autoridad que la del AT (1 Co. 2:7-13; 14:37; 1 Ts. 2:13; Ap. 1:3); ordenaron la lectura pública de sus epí­stolas (1 Ts. 5:27; Col. 4:16, 17; 2 Ts. 2:15; 2 P. 1:15, 3:1, 2), las revelaciones dadas a la iglesia por medio de los profetas eran consideradas como constitutivas, con la enseñanza de los apóstoles, de la base de la iglesia (Ef. 2:20). Así­, era justo y normal que la literatura del NT fuera añadida a la del AT, y que el canon de la fe establecido hasta aquel entonces se viera aumentado. El NT mismo nos permite señalar el inicio de estas adiciones (1 Ti. 5:18; 2 P. 3:1, 2, 16). En las generaciones posteriores a la apostólica, se fueron reuniendo poco a poco los escritos que se sabí­a tení­an autoridad apostólica llegando a formar la segunda mitad del canon de la Iglesia, y al final llegaron a recibir el nombre del Nuevo Testamento. Desde el comienzo, la apostolicidad constituí­a la prueba de que un libro tení­a derecho a figurar dentro del canon; ello significa que los apóstoles habí­an ratificado su transmisión a la iglesia, siendo que el libro habí­a sido escrito por uno de ellos, o que estaba cubierto por su autoridad. Era la doctrina apostólica. Tenemos numerosas pruebas de que a lo largo de los siglos II y III se fueron reuniendo bajo este principio los libros del NT; no obstante, por diversas razones, la formación del conjunto fue haciéndose lentamente. Al principio algunas iglesias solamente reconocieron la autenticidad de ciertos libros. No fue sino hasta que el conjunto de los creyentes del imperio romano tomó conciencia de su unidad eclesial que se admitió universalmente la totalidad de los libros reconocidos como apostólicos dentro de las diversas fracciones de la Iglesia. El proceso de reunión de libros no fue precisamente estimulado por el surgimiento, posterior, de herejí­as y de escritos apócrifos que se atribuí­an falsamente la autoridad apostólica. Pero, en tanto que la coordinación entre las iglesias era lenta, no importaba que una iglesia no admitiera un libro en el canon, a no ser que lo considerara apostólico. La doctrina de los apóstoles era la norma de la fe. Eran sus libros los que se leí­an en el culto público. Descubrimos que al principio del siglo II se les llamaba, sin reservas de ningún tipo, “las Escrituras” (Ep. de Policarpo 12; Ep. de Bernabé 4); se admití­an los escritos de Marcos y de Lucas porque estaban apoyados por la autoridad de Pedro y de Pablo; se escribí­an comentarios acerca de estos libros, cuyas afirmaciones y fraseologí­a conformaron la literatura de la época posterior a la apostólica. Los hechos posteriores, dignos de toda atención, muestran a qué ritmo se fue formando la colección de libros como un todo. Desde el principio del siglo II los 4 Evangelios habí­an sido recibidos por todos, en tanto que, según 2 P. 3:16 los lectores de esta epí­stola conocí­an ya una colección de cartas de Pablo. Ya entonces se empleaban los términos “Evangelios” y “Apóstoles” para designar las dos secciones de la nueva colección. Asimismo, la canonicidad de Hechos ya estaba reconocida dentro de la primera mitad del siglo II. Es verdad que ciertas secciones de la Iglesia discutieron algunos libros, pero ello también muestra que su final admisión en el canon estuvo basada en pruebas suficientes. La iglesia en Siria, en el siglo II, habí­a admitido todo el Nuevo Testamento, como lo tenemos ahora, a excepción del Apocalipsis, la 2ª epí­stola de Pedro, las 2ª y 3ª de Juan. La iglesia de Roma reconocí­a el NT a excepción de la epí­stola a los Hebreos, las epí­stolas de Pedro, Santiago, y la 3ª de Juan. La iglesia en el norte de ífrica reconocí­a también todo el NT, a excepción de Hebreos, 2. Pedro, y quizá Santiago. Estas colecciones no contení­an así­ más que los libros oficialmente aceptados dentro de las respectivas iglesias, lo cual no demuestra que los otros escritos apostólicos no fueran conocidos. Por lo demás, se llegó a la unanimidad durante el siglo III con algunas excepciones. En la época de los Concilios quedó adoptado universalmente el canon de nuestro NT actual. En el siglo IV 10 Padres de la Iglesia y 2 concilios dieron listas de libros canónicos. Tres de estas listas omiten el Apocalipsis, cuya autenticidad habí­a quedado sin embargo bien atestiguada anteriormente. El NT de las demás listas tiene el contenido del actual. Señalemos, a la luz de estos hechos: 1) A pesar de la lenta coordinación de los escritos del NT en un solo volumen, la creencia en una norma escrita de la fe era el patrimonio de la iglesia primitiva y de los apóstoles. No implica a causa de la historia de la formación del canon que se haya revestido de autoridad a una regla escrita de la fe. Esta historia no revela más que las etapas que tuvieron lugar en el reconocimiento y reunión de los libros que evidenciaban su pertenencia al canon. 2) Tanto los Padres como las iglesias diferí­an en sus opiniones y prácticas en cuanto a la elección de los libros canónicos y en cuanto al grado de autenticidad que justificaba la entrada de un escrito en el canon. Este hecho tan sólo subraya, nuevamente, las etapas por las que se tuvo que pasar para hacer admitir poco a poco a la iglesia entera la canonicidad de los libros. Es también evidente que los cristianos de la iglesia primitiva no aceptaron el carácter apostólico de los libros sino después de haberlos examinado con detenimiento. De la misma manera, se revisó oportunamente la aceptación ocasional de libros apócrifos o pseudoepigráficos. 3) El testimonio de la historia nos da así­ una prueba de que los 27 libros del NT son apostólicos. Esta convicción merece nuestra gozosa participación sabiendo que nadie puede probar que sea falsa. Con todo, está claro que no admitimos estos 27 libros meramente porque unos Concilios hayan decretado su canonicidad, ni sólo porque tengamos a su favor el testimonio de la historia. Su contenido, visiblemente inspirado por Dios, contiene una prueba interna a la que es sensible nuestra alma, al recibir de El la iluminación y la convicción. Por el testimonio interno del Espí­ritu, tan caro a los Reformadores, recibe la firme certeza de la fe. Sabe, con la iglesia apostólica y de los siglos ya idos, que Dios ha obrado un doble milagro al darnos Su revelación escrita. Inspiró toda la Escritura y a cada uno de sus redactores sagrados (2 Ti. 3:16). Además, dio a la iglesia primitiva el discernimiento sobrenatural que necesitaba para reconocer los escritos apostólicos, y descartar todas las imitaciones, fraudes y engaños, así­ como escritos buenos y edificantes, pero no apostólicos ni inspirados. Esta obra se llevó a cabo con lentitud, con titubeos y retrasos, pero conduciéndola Dios a la perfección y a la unanimidad. Actualmente, el canon de las Escrituras está cerrado, y la Biblia declara que nada se puede añadir ni quitar (Ap. 22:18-19). 4) Una última observación: el nombre “canon” no fue dado al conjunto de los libros sagrados antes del siglo IV. Pero si este término, tan universal en la actualidad, no fue empleado al principio, la idea que representa, esto es, que los libros sagrados son la norma de la fe, era ya una doctrina de los apóstoles. La concepción de la formación del canon que aquí­ se expone está í­ntimamente unida a la fe evangélica, con la que concuerda la ciencia positiva, que nos hace aceptar los libros de la Biblia a causa de su inspiración divina, como ya de principio fuente de autoridad y parte integrante del canon. Evidentemente, es muy diferente para los que rechazan la autenticidad y la veracidad de estos libros. Según los crí­ticos hostiles a la Biblia, Moisés no escribió sus libros; las “profecí­as” (las de Daniel y de la última parte de Isaí­as, p. ej.) hubieran sido redactadas mucho tiempo después de la época de estos grandes hombres de Dios, posiblemente muy cerca de la época de Jesucristo. Se comprende fácilmente que los partidarios de estas especulaciones abandonen las evidencias antiguas de la Iglesia y de la Sinagoga con respecto a la formación del canon. Y las especulaciones de los crí­ticos hostiles a la Biblia no tienen más base que sus deseos de estar en lo cierto, en tanto que la historia de la formación del canon, tanto del Antiguo Testamento como la del Nuevo, reposa sobre unas bases firmes y fidedignas de autenticidad y realidad. Para un estudio acerca de cada libro, ver los artí­culos correspondientes a cada libro individual de la Biblia. (Véase también INSPIRACIí“N). Los lectores que deseen profundizar en el estudio de este tema pueden consultar, entre otras obras, las siguientes: Bibliografí­a: Bruce, F. F.: “¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?” (Caribe, Miami 1972), Bruce, F. F.: ” The Books and the Parchments” (Pickering and Inglis, Londres 1975); Dana, H. E.: “El Nuevo Testamento ante la crí­tica” (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1965); Grau, J.: “El Fundamento Apostólico” (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona 1973); McDowell, J.: “Evidencia que exige un veredicto” (Clie, Terrassa, 1988); McDowell, J.: “More Evidence that Demands a Verdict” (Campus Crusade for Christ, San Bernardino, California 1975). Véanse también: APOCALíPTICA (Literatura), APí“CRIFOS (Libros).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

(v. Escritura, Eucaristí­a)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> hermenéutica, lecturas bí­blicas). Canon significa norma o regla. Es todo aquello que aparece como normativo para un conjunto de personas. Dentro de la Iglesia, se llaman canónicos los libros que se toman como revelados por Dios y reguladores para los creyentes. Son canónicos aquellos libros que una confesión o iglesia acepta como expresión básica de su vida, entendiéndolos como Palabra de Dios y editándolos de un modo correspondiente, separándolos de otros libros no canónicos.

(1) Canon. Los libros de la Biblia. El canon básico del Antiguo Testamento lo constituye la Biblia hebrea (Mikra, Tanak), canonizada por los rabinos* entre el siglo I y II d.C. Incluye los siguientes libros: Génesis, Exodo, Leví­tico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes, 1 y 2 Crónicas, Esdras, Nehemí­as, Ester, Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, con cuatro profetas mayores (Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel, Daniel) y doce profetas menores (Oseas, Joel, Amos, Abdí­as, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofoní­as, Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as). El canon católico (o el protestante) admite también otros libros del Antiguo Testamento que han sido añadidos por la Biblia griega (LXX), como son los de 1 y 2 Macabeos, Tobí­as, Judit, Baruc, Eclesiástico, Sabidurí­a, y ciertos complementos de Est, Dn y Jr. Estos libros, que los protestantes llaman apócrifos y los católicos deuterocanónicos, son muy importantes para conocer el judaismo naciente. El canon del Nuevo Testamento no ha sido admitido por el judaismo, que ha colocado al lado de su Biblia otros libros importantes de su tradición (Misná*, Talmud*, Cábala*), pero sin darles carácter canónico. Sobre estos libros (Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Hechos, Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Filipenses, Filemón, 1 y 2 Tesalonicenses, Colosenses, Efesios, 1 y 2 Timoteo, Tito, Hebreos, Santiago, 1 y 2 Pedro, 1, 2 y 3 Juan, Judas, Apocalipsis) no hay diferencias entre católicos y protestantes.

(2) Lectura canónica. Hasta tiempos muy recientes, la lectura básica de la Biblia, tanto para los judí­os como para los cristianos, ha sido de tipo canónico: los creyentes han tomado la Biblia como libro normativo y han buscado en ella el sentido y alcance de su fe. Desde la Ilustración se ha desarrollado una lectura no canónica de la Biblia, que aparece así­ como un libro cultural y religiosamente importante, pero no como norma de fe. Sin embargo, en la actualidad, cierta exégesis del Antiguo y Nuevo Testamento, tanto desde perspectivas confesionales (protestantes, católicas…), como no confesionales, está poniendo de relieve algo que la exégesis antigua (judí­a y cristiana, protestante y católica) sabí­a por connaturalidad creyente: la Biblia constituye un conjunto unitario, de tipo normativo para aquellos que la han unificado (la han reconocido y editado como canon) y para aquellas que la leen como un libro sagrado. Los diversos libros de la Biblia (judí­a, cristiana) forman un todo lleno de sentido, crean un conjunto que se debe interpretar desde sí­ mismo y de esa manera constituyen una especie de gran metarrelato de fe. Estos son los elementos distintivos del método de lectura canónica: (a) Asume la diacroní­a intrabí­blica, pues tiene que describir de alguna manera el proceso de surgimiento y canonización de los textos, viéndolos como elementos integrales del sentido de la Biblia, (b) Es un método sincrónico, pues toma la unidad del canon como totalidad significativa y como contexto de interpretación desde el que han de entenderse todos los textos de la Biblia, (c) Ofrece una lectura confesional, pues el despliegue y clausura del canon define formas distintas de configuración de la Escritura y ofrece campos diversos de lectura. Así­ podemos hablar de una lectura judí­a y de una lectura cristiana (y dentro del cristianismo de una lectura católica y de una protestante) de la Biblia, (d) Es un método limitado, pues deja fuera de la investigación y estudio básico de la Biblia otros textos significativos que, por diversas razones, no han sido acogidos en el canon (apócrifos*, libros contemporáneos).

Cf. A. M. ARTOLA, De la revelación a la inspiración, Monografí­as, ABE-Verbo Divino, Estella 1983; í. M. ARTOLA y J. M. SíNCHEZ CARO, Biblia y Palabra de Dios, Verbo Divino, Estella 1989; V. MANNUCCI, La Biblia como palabra de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao 1985; J. TREBOLLE, La Biblia judí­a y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia, Trotta, Madrid 1998.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Por canon de las sagradas Escrituras se entiende la lista concreta de los libros en que la Iglesia, asistida por el Espí­ritu Santo, ha reconocido las huellas de Dios y del mismo Espí­ritu: libros que propone al pueblo creyente para que conozca el proyecto de Dios en favor de la humanidad y lo realice.

La palabra, del griego kanon, tiene el significado fundamental de “regla” “vara” (como unidad de medida, usado especialmente por los leñadores y albañiles), “metro”, “norma”. En general, canon en el contexto teológico tiene el significado sublime y amplio de todo lo que implica el seguimiento de Cristo, así­ como la verdad vinculante tal como la anuncia la Iglesia: “la regla de la fe” o “regla de la verdad”. Este concepto se aplica particularmente a la “regla” por la cual es posible señalar aquellos libros que han de considerarse normativos para la fe. Dando un nuevo paso -ya en el s. IV-, el término canon llega a indicar la lista normativa de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento que tienen una caracterí­stica especial: ¡están inspirados! (cf, el concilio de Laodicea, por el 360: ” En la asamblea no deben recitarse salmos privados o libros no canónicos, sino solamente los libros canónicos del Nuevo y Antiguo Testamento” (can. 59: EB 1 en el can. 60 está la lista de los mismos: EB 12s).

Para este uso del “canon” fue decisivo el concepto de norma, implí­cito en el término, o sea, el contenido objetivo de los libros inspirados como ” norma de la verdad cristiana”. Los libros inspirados, esto es, escritos bajo la inspiración del Espí­ritu Santo, son llamados libros canónicos, ya que los conoce como tales la Iglesia, proponiéndolos como norma de fe y de vida, El hecho de que en la Iglesia se indicase la existencia de una norma semejante significa que desde los primeros siglos existí­a un principio de autoridad. Esta constatación da lugar a vivas discusiones en el mundo protestante. El canon del Antiguo Testamento se fue formando y reconociendo por etapas sucesivas. Hay – una divergencia de opiniones a la hora de admitir o rechazar como canónicos algunos libros tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Después del concilio de Trento, Sixto de Siena (t 1569), para indicar los libros no acogidos por los reformadores en su canon, introdujo en el lenguaje teológico católico la terminologí­a poco afortunada, pero todaví­a usual, de protocanónicos y deuterocanónicos, expresiones que – podrí­an hacer pensar que hay libros que entraron en el canon desde el primer momento y otros que no entraron hasta más tarde, Entre los autores cristianos griegos se usaba una terminologí­a más apropiada: llamaban homologoumenoi (es decir, reconocidos unánimemente) a los escritos llamados “protocanónicos”, antilegomenoi (es decir, contrastado o amphiballomenoi (o sea, discutidosl a los llamados “deuterocanónicos”.

Los deuterocanónicos son siete para el Antiguo Testamento y otros siete para el Nuevo. Para el Antiguo Testamento, además de algunas secciones escritos en griego en los libros de Daniel (Dn 13-14) y de Ester (Est 10,416.24): Tob, Jdt, i y 2 Mac, Bar Y epí­stola de Jr (= Bar 6), Ecclo, Sab. Para el Nuevo Testamento: Heb, Sant, 2 Pe, 2 y 3 Jn, Jds, Ap. El canon de los judí­os excluYe del Antiguo Testamento a los deutérocanónicos que acabamos de señalar. De todas formas, también estos libros fueron tenidos en gran consideración. Sólo poco a poco, también los judí­os fueron precisando su canon (prácticamente a finales del s. 1 de nuestra era se consideraban como sagrados 22 ó 24 libros), que quedó fijado definitiva y rí­gidamente tan sólo a finales del s. II o comienzos del III. Entre tanto habí­an circulado otros cánones: el llamada “alejandrino” era más abierto y el “palestinense” más rí­gido, El cristianismo naciente habí­a adoplado ya el canon más amplio, en la versión de los Setenta. También como reacción contra este hecho, el judaí­smo limitó el canon del Antiguo Testamento a los libros más antiguos y sólo a los que de hecho circulaban entonces en la lengua original hebrea o aramea, La primera lista ortodoxa de los libros del Nuevo Testamento es el fragmento de un canon de la Escritura, redactado en latí­n en la segunda mitad del s. 11, descubierto en Milán y publicado en 1740, conocido como “canon rnuratoriano”, que omite sin embargo cinco cartas del canon actual. Probablemente presenta el canon de la Iglesia de Roma.

La canonicidad de algunos libros del Nuevo Testamento sólo llegó a establecerse después de muchos titubeos. En la Iglesia occidental no se estableció hasta el 380-390, mientras que en la oriental, dado que todaví­a seguí­a discutiéndose sobre el estatuto del libro del Apocalipsis, no llegó a establecerse hasta finales del s. Vll. San Atanasio presenta el primer canon completo del Nuevo Testamento el año 367 Algunos católicos, entre ellos Erasmo de Rotterdam, lanzaron sospechas Do sólo sobre la canonicidad, sino también sobre la autenticidad de algunos libros de la Biblia. Además, los reformadores del s. XVI optaron por el canon de los hebreos, llamando “apócrifos” a los deuterocanónicos del Antiguo Testamento. Lutero Y otros reformadores alemanes rechazaron Sant, Jds, Heb y Ap. Esto hizo necesario que la Iglesia se pronunciara dogmáticamente sobre el canon. Lo hizo en 1546 en el concilio de Trento, que exigí­a la misma referencia para con todos los cuarenta y cinco libros del Antiguo Testamento y los veintisiete libros del Nuevo Testamento, por el hecho de que Dios es su autor (cf. DS 1501-1505 y también 3029).

Las otras Iglesias reformadas no pusieron en discusión el canon del Nuevo Testamento, y en el s. XVll los mismos luteranos volvieron al canon tradicional del Nuevo Testamento. Todaví­a hoy los deuterocanónicos del Nuevo Testamento son comentados generalmente junto con los protocanónicos y en el orden tradicional: los deuterocanónicos del Antiguo Testamento, por el contrario, no han recobrado aún su autoridad.

El reconocimiento de la canonicidad de los libros sagrados por parte de la Iglesia es un problema de tipo teológico, que se refiere al cuándo y al cómo de la revelación de esta verdad a la comunidad creyente. Si esta revelación se le concedió mientras viví­a aún alguno de los apóstoles, aunque de una forma muy implí­cita, como parece que deberí­a ser, o si sólo se le reveló más tarde. Este tema puede ser estudiado . también desde el punto de vista del desarrollo del dogma.

En estos últimos decenios el tema ha sido estudiado por los teólogos (Geiselm~nn, Grelot, Rahner, Lengsfeld, Congar) en busca de una solución convivente. Ha sido el Magisterio de la Iglesia el que nos ha dado a conocer el origen inspirado, es decir, divino de la sagrada Escritura, y el que nos dice además que afirma esto mismo por revelación divina.

En el reconocimiento definitivo del canon por parte de la Iglesia, han tenido ciertamente un lugar importante algunos criterios objetivos a propósito de los libros: su conformidad con la “regla de la fe”, su origen o su aprobación apostólica y su destino a una Iglesia oficial y el uso litúrgico que de ellos se hace. Pero no parece que estos criterios sean suficientes para esta definición. Hay que referir más bien el discurso al ámbito de la Tradición.

El mismo Espí­ritu Santo que inspiró a los apóstoles y a los autores sagrados sigue actuando en la Iglesia de todos los tiempos con sus carismas funcionales, especialmente con los que guardan relación con las funciones de enseñanza y de autoridad. Sigue entonces asistiendo a la Iglesia para que ella conserve fielmente el depósito apostólico en su integridad.

Por este tí­tulo y por este medio es como la Iglesia de todos los siglos puede reconocer en su tradición viviente los libros que la ponen en contacto directo con la tradición apostólica. Lo mismo que en los otros terrenos, su Magisterio goza de infalibilidad sólo para conservar (no para modificar o ampliar) el dato original. Supone una clara toma de posición por parte de la Iglesia el hecho de haber declarado canónicos a los libros que lo son y apócrifos a los demás. La definición canon constituve el primer (en sentido “lógico”, no cronológico) acto solemne del Magisterio de la Iglesia posapostólica respecto al depósito de la revelación, que ella tiene la misión de conservar y – de guardar para proclamarla a los hombres de todos los tiempos.

“Conservar” significa, en primer lugar saber señalar los lí­mites exactos dei depósito sagrado, no va disminuirlo, ampliarlo o modificarío: en esto consiste lo “especí­fico” de la definición del canon de la Biblia.

Es conveniente hacer además una breve referencia al problema del llamado “canon en el canon”. La reflexión parte de la extensión exacta del canon tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo, tal como la ven los cató1icos y los protestantes. Una vez definidas sus posiciones, digamos que hoy se están acercando, al menos en lo que se refiere a los ” deuterocanónicos” del Nuevo Testamento.

En las Biblias protestantes de hov no solamente figuran todos los libros deuterocan6nicos, sino que aparecen en el orden tradicional, en contra de lo que habí­a hecho Lutero. Lutero, anticipándose a la discusión actual del “canon en el canon”, habí­a clasificado los libros del Nuevo Testamento según su importancia; les atribuí­a un papel secundario a Hebreos, Santiago, Judas y Apocalipsis, colocándolos al final de su versión, después de los otros libros a los que consideraba como “los verdaderos, los seguros y los más importantes del Nuevo Testamento” No constituve ningún problema afirmar que algunos libros de la Biblia tienen un valor mavor que otros. La DV (n. 18) subraya el testimonio especial que representan los evangelio, y la UR (n. 1 1) se refiere a una jerarquí­a en las verdades de la doctrina católica. Pero esto no significa que haya que introducir una distinción en el canon bí­blico, como si hubiera libros inspirados y libros no inspirados, o bien libros más inspirados y libros menos inspirados.

Algunos autores protestantes alemanes (Bultmann, Kasemann, Konzelmann, Braun y Marxsen) han planteado un problema nuevo, con grandes repercusiones en el diálogo ecuménico. Si es verdad que el Nuevo Testamento nace de la Tradición y pone por escrito una Tradición dinámica y progresiva, entonces se pueden distinguir en el Nuevo Testamento varias tradiciones, en algunas de las cuales – especialmente en las que transcriben los libros más recientes- están ya presentes los rasgos tí­picos del catolicismo (etapas iniciales del sacramentalismo, de la jerarquí­a, de los ministros ordenados, del dogma, en una palabra, las caracterí­sticas bien conocidas del cristianismo católico) que ellos -utilizando la expresión de Harnack- llaman Frunkatolizismus (ProtocatolicismoJ. Mientras que Harnack pensaba que los elementos del protocatolicismo se debí­an a la llamada “degeneración católica” en el s. II, cuando se consumó lo que él llama “pecado original” de fusión entre el helenismo y el cristianismo, los mencionados exegetas protestantes piensan que esos elementos se encuentran va en los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento. Estos autores piensan que donde aparecen en los libros o en las secciones del Nuevo Testamento: 1) el paso del carisma a la instituci6n; 2) la disminución de la tensi6n escato1ógica; 3) la evoluci6n en la presentaci6n de la moral, allí­ hay que hablar de una penetración espurea del “protocatolicismo” y por tanto de una contaminación del Evangelio puro, con nuevas y graves consecuencias para el problema del canon. El actual Nuevo Testamento es demasiado amplio y ~ contiene elementos impuros: habrí­a que reducirlo para recobrar, dentro del canon actual y – tradicional, la pureza del Evangelio. Como era de prever, desde Lutero hasta cada uno de estos autores, los criterios para señalar el “centro del Nuevo Testamento, el Evangelio puro” son muy diferentes, y cada uno hace su opción a partir del propio principio teológico arquitectónico. De esta manera, los que habí­an partido con la afirmación del principio de la sola Scriptura han llegado a una sola pars Scripturae. La actitud católica intenta mantenerse abierta y libre a todo el Nuevo Testamento. He aquí­ entonces el dilema que se impone al protestantismo de hov – : o aceptar todo el Nuevo Testamento y acoger -renegando de la Reforma- los elementos tí­picos del “proto-catolicismo” que están presentes allí­, o bien permanecer fieles a la Reforma protestante y – optar por un “canon en el canon”.

Gf Coffele

Bibl.: J M. Sánchez Caro, El canon de la Biblia, en Introducción al estudio de la Biblia 11 Biblia y Palabra de Dios, Verbo Divino, Estella 4l~95, 61-135; P. Neuenzeit, El canon bí­blico y su historia, en SM, 1. 636-645.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

(de la Biblia).
La caña (heb. qa·néh) se utilizaba en tiempos antiguos como regla o instrumento de medir. (Eze 40:3-8; 41:8; 42:16-19.) El apóstol Pablo aplicó el término ka·non al †œterritorio† que se le asignó por medida, y de nuevo a la †œregla de conducta† por la que debí­an medir sus actos los cristianos. (2Co 10:13-16; Gál 6:16.) El †œcanon bí­blico† llegó a denotar el catálogo de libros inspirados dignos de ser usados como regla para medir la fe, la doctrina y la conducta. (Véase BIBLIA.)
La mera escritura de un libro sagrado, su conservación a través de los siglos y su aceptación multitudinaria no prueba que sea de origen divino ni canónico. Debe tener las credenciales de paternidad literaria divina que demuestren que Dios lo ha inspirado. El apóstol Pedro escribió: †œLa profecí­a no fue traí­da en ningún tiempo por la voluntad del hombre, sino que hombres hablaron de parte de Dios al ser llevados por espí­ritu santo†. (2Pe 1:21.) Un examen del canon bí­blico muestra que su contenido está a la altura de este criterio en todo respecto.

Escrituras Hebreas. En 1513 a. E.C. se dio comienzo a la compilación de la Biblia con los escritos de Moisés. En ellos se hallan los mandamientos y preceptos que Dios dio a Adán, Noé, Abrahán, Isaac y Jacob, así­ como las regulaciones del pacto de la Ley. El llamado Pentateuco consta de cinco libros: Génesis, Exodo, Leví­tico, Números y Deuteronomio. El libro de Job, que al parecer también escribió Moisés, aporta otros datos históricos sobre el perí­odo posterior a la muerte de José (1657 a. E.C.) y anterior al tiempo en que Moisés demostró ser un siervo í­ntegro de Dios, una época en la que no hubo †œninguno como [Job] en la tierra†. (Job 1:8; 2:3.) Moisés también escribió el Salmo 90 y, posiblemente, el 91.
No puede haber duda, a la luz de su testimonio interno, de que estos escritos de Moisés eran de origen divino, inspirados por Dios, canónicos y una pauta fiable para la adoración pura. Moisés no llegó a ser caudillo de Israel por iniciativa propia, pues al principio incluso se mostró remiso a aceptar tal responsabilidad. (Ex 3:10, 11; 4:10-14.) Más bien, fue Dios quien lo escogió, y lo invistió de tales poderes milagrosos, que incluso los sacerdotes practicantes de magia de Faraón tuvieron que reconocer que lo que este hombre hací­a se originaba de Dios. (Ex 4:1-9; 8:16-19.) De modo que Moisés no fue orador ni escritor por ambición personal, sino que en obediencia a las órdenes de Dios y con las credenciales divinas del espí­ritu santo, se le impulsó en primer lugar a expresar parte del canon bí­blico y luego a ponerlo por escrito. (Ex 17:14.)
Jehová mismo sentó el precedente de poner por escrito leyes y mandamientos. Después de hablar con Moisés en el monte Sinaí­, †˜procedió a darle dos tablas del Testimonio, tablas de piedra en las que el dedo de Dios habí­a escrito†™. (Ex 31:18.) Más tarde leemos: †œY Jehová pasó a decir a Moisés: †˜Escrí­bete estas palabras†™†. (Ex 34:27.) Por lo tanto, Jehová fue el que se comunicó con Moisés y le mandó que pusiera por escrito y conservara los cinco primeros libros del canon bí­blico. Ningún concilio humano los hizo canónicos; tuvieron la aprobación divina desde su mismo principio.
†œTan pronto como Moisés hubo acabado de escribir las palabras de esta ley en un libro†, les mandó a los levitas: †œTomando este libro de la ley, ustedes tienen que colocarlo al lado del arca del pacto de Jehová su Dios, y allí­ tiene que servir de testigo contra ti†. (Dt 31:9, 24-26.) Es digno de mención que Israel reconoció este registro de los tratos de Dios y no negó los hechos. Ya que en muchas ocasiones el contenido de los libros desacreditaba a la nación en general, serí­a lógico que el pueblo los hubiera rechazado de haber sido posible, pero al parecer nunca se pusieron en tela de juicio.
Como en el caso de Moisés, Dios usó a la clase sacerdotal tanto para conservar los mandamientos escritos como para enseñárselos al pueblo. Cuando se introdujo el arca del pacto en el templo de Salomón (1027 a. E.C.), casi quinientos años después que Moisés empezó a escribir el Pentateuco, las dos tablas de piedra estaban aún en el Arca (1Re 8:9), y trescientos ochenta y cinco años más tarde, cuando se encontró †œel mismí­simo libro de la ley† en la casa de Jehová durante el año dieciocho de Josí­as (642 a. E.C.), todaví­a se le tení­a en alta estima. (2Re 22:3, 8-20.) De manera similar, hubo †œun gran regocijo† cuando Esdras leyó del libro de la Ley durante una asamblea de ocho dí­as después del regreso del exilio babilonio. (Ne 8:5-18.)
Después de la muerte de Moisés, se añadieron los escritos de Josué, Samuel, Gad y Natán (Josué, Jueces, Rut y 1 y 2 Samuel). Los reyes David y Salomón también contribuyeron a la ampliación del canon de los Santos Escritos. Luego llegaron los profetas, de Jonás a Malaquí­as, cada uno con su propia aportación al canon bí­blico, cada uno facultado por Dios con el don milagroso de la profecí­a, cada uno con las credenciales de profeta verdadero estipuladas por Jehová, a saber, hablar en Su nombre, cumplirse la profecí­a y volver a la gente hacia Dios. (Dt 13:1-3; 18:20-22.) Cuando se probó a Hananí­as y a Jeremí­as con relación a los dos últimos puntos (ambos hablaron en el nombre de Jehová), solo las palabras de Jeremí­as se realizaron. De este modo demostró que era el profeta de Jehová. (Jer 28:10-17.)
Puesto que Jehová inspiró a hombres a escribir su palabra, es lógico pensar que también se preocuparí­a de dirigir y vigilar la recopilación y conservación de estos escritos inspirados, a fin de que la humanidad dispusiera de una regla canónica y perdurable para la adoración verdadera. Según la tradición judí­a, Esdras participó en esta labor después que los judí­os exiliados volvieron a Judá. No hay duda de que este hombre estaba capacitado para la tarea, pues fue uno de los escritores bí­blicos inspirados, sacerdote y también †œcopista hábil en la ley de Moisés†. (Esd 7:1-11.) Más tarde se añadieron los libros de Nehemí­as y Malaquí­as, de modo que para fines del siglo V a. E.C. el canon de las Escrituras Hebreas quedó bien fijado, con los mismos escritos que tenemos en la actualidad.
El canon de las Escrituras Hebreas se dividió tradicionalmente en tres secciones: la Ley, los Profetas y los Escritos o Hagiógrafos, un total de 24 libros, como se muestra en la tabla. Tiempo después, algunas autoridades judí­as unieron los libros de Rut y Jueces, así­ como los de Lamentaciones y Jeremí­as, con lo que quedó un total de 22 libros, como el número de letras del alfabeto hebreo. En su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo parece decantarse por la cuenta de 22 libros, aunque dijo: †œAlgunos incluyen Rut y Lamentaciones entre los Hagiógrafos […] y así­ contabilizan veinticuatro libros†.
Respondiendo a unos adversarios en su obra Contra Apión (libro I, sec. 8), el historiador judí­o Josefo confirmó, alrededor del año 100 E.C., que el canon de las Escrituras Hebreas habí­a sido fijado hací­a mucho tiempo. Escribió: †œPor esto entre nosotros no hay multitud de libros que discrepen y disientan entre sí­; sino solamente veintidós libros, que abarcan la historia de todo tiempo y que, con razón, se consideran divinos. De entre ellos cinco son de Moisés, y contienen las leyes y la narración de lo acontecido desde el origen del género humano hasta la muerte de Moisés. […] Desde Moisés hasta la muerte de Artajerjes, que reinó entre los persas después de Jerjes, los profetas que sucedieron a Moisés reunieron en trece libros lo que aconteció en su época. Los cuatro restantes ofrecen himnos en alabanza de Dios y preceptos utilí­simos a los hombres†.
De modo que la canonicidad de un libro no depende de que lo acepte o rechace un consejo, comité o comunidad de hombres. La voz de tales hombres no inspirados solo tiene un valor testimonial con respecto a lo que Dios mismo ya ha hecho mediante sus representantes acreditados.
El número exacto de libros de las Escrituras Hebreas no es lo importante (si algunos se unen o se dejan separados), ni tampoco lo es el orden en el que están colocados, ya que estos libros fueron rollos independientes durante mucho tiempo después que se completó el canon. Los catálogos antiguos varí­an en cuanto al orden de los libros; uno, por ejemplo, coloca a Isaí­as después del libro de Ezequiel. Lo que importa es qué libros se incluyen. Puede decirse que solo los que hoy forman parte del canon tienen un firme respaldo a su canonicidad. Desde tiempos antiguos se han abortado los intentos de incluir otros escritos en el canon. Dos concilios judí­os celebrados en Yavne o Jamnia, un poco al S. de Jope, alrededor de los años 90 y 118 E.C., respectivamente, excluyeron de manera expresa de las Escrituras Hebreas todos los escritos apócrifos.
Josefo da testimonio de esta opinión general judí­a sobre los escritos apócrifos cuando dice: †œDesde el imperio de Artajerjes hasta nuestra época, todos los sucesos se han puesto por escrito; pero no merecen tanta autoridad y fe como los libros mencionados anteriormente, pues ya no hubo una sucesión exacta de profetas. Esto evidencia por qué tenemos en tanta veneración a nuestros libros. A pesar de los siglos transcurridos, nadie se ha atrevido a agregarles nada, o quitarles o cambiarles. Todos los judí­os, ya desde su nacimiento, consideran que ellos contienen la voluntad de Dios; que hay que respetarlos y, si fuera necesario, morir con placer en su defensa†. (Contra Apión, libro I, sec. 8.)
Esta posición histórica de los judí­os con respecto al canon de las Escrituras Hebreas es muy importante en vista de lo que el apóstol Pablo escribió a los romanos. A los judí­os, dice el apóstol, les †œfueron encomendadas las sagradas declaraciones formales de Dios†, lo que implicaba la escritura y protección del canon bí­blico. (Ro 3:1, 2.)
Algunos concilios primitivos (Laodicea, 367 E.C.; Calcedonia, 451 E.C.) reconocieron, aunque no fijaron, el canon bí­blico que el espí­ritu de Dios habí­a autorizado, y los llamados padres de la Iglesia también demostraron una singular unanimidad en su aceptación del canon judí­o fijado y su rechazo de los libros apócrifos. Algunos de ellos fueron: Justino Mártir, apologista cristiano (muerto c. 165 E.C.); Melitón, †œobispo† de Sardis (siglo II E.C.); Orí­genes, erudito bí­blico (185[?]-254[?] E.C.); Hilario, †œobispo† de Poitiers (muerto en 367[?] E.C.); Epifanio, †œobispo† de Constantia (desde 367 E.C.); Gregorio (257[?]-332 E.C.); Rufino de Aquilea, †œel docto traductor de Orí­genes† (345[?]-410 E.C.), y Jerónimo (340[?]-420 E.C.), erudito bí­blico de la Iglesia latina y traductor de la Vulgata. En su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo enumera los 22 libros de las Escrituras Hebreas y después dice: †œCualquiera que esté fuera de estos tiene que ser puesto en los libros apócrifos†.
El testimonio más concluyente sobre la canonicidad de las Escrituras Hebreas es la irrecusable palabra de Jesucristo y de los escritores de las Escrituras Griegas Cristianas. Aunque en ningún momento especifican el número exacto de libros, la inequí­voca conclusión que se puede sacar de lo que dijeron es que el canon de las Escrituras Hebreas no contení­a los libros apócrifos.
Si no hubiera habido una colección definida de Santos Escritos conocida y aceptada tanto por ellos como por aquellos a quienes hablaban, no habrí­an usado expresiones como †œlas Escrituras† (Mt 22:29; Hch 18:24); †œlas santas Escrituras† (Ro 1:2); †œlos santos escritos† (2Ti 3:15); la †œLey†, que solí­a significar toda la Escritura (Jn 10:34; 12:34; 15:25), y †œla Ley y los Profetas†, usada como expresión genérica para aludir a todas las Escrituras Hebreas y no solo a las secciones primera y segunda de aquellas Escrituras (Mt 5:17; 7:12; 22:40; Lu 16:16). Por ejemplo, cuando Pablo se refirió a †œla Ley†, citó de Isaí­as. (1Co 14:21; Isa 28:11.)
Es muy improbable que la Septuaginta griega original contuviera los libros apócrifos. (Véase APí“CRIFOS, LIBROS.) Pero aun si se introdujeron algunos de estos escritos de origen dudoso en las copias posteriores de la Septuaginta que circulaban en el tiempo de Jesús, ni él ni los escritores de las Escrituras Griegas Cristianas citaron de ellos, aunque usaron esa versión griega; nunca citaron como †œEscritura† o producto del espí­ritu santo ningún escrito apócrifo. De modo que los libros apócrifos no solo carecen de indicios internos de inspiración divina y del reconocimiento de los antiguos escritores inspirados de las Escrituras Hebreas, sino que también carecen del sello de aprobación de Jesús y de sus apóstoles acreditados por Dios. A diferencia de esto, Jesús sí­ aprobó el canon hebreo e hizo referencia al conjunto de las Escrituras Hebreas cuando habló de †œtodas las cosas escritas en la ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos†, siendo los Salmos el libro primero y más largo de la sección llamada los Hagiógrafos o Santos Escritos. (Lu 24:44.)
Muy significativas también son las palabras de Jesús en Mateo 23:35 (y Lu 11:50, 51): †œPara que venga sobre ustedes toda la sangre justa vertida sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarí­as, hijo de Baraquí­as, a quien ustedes asesinaron entre el santuario y el altar†. No obstante, el profeta Uriya fue muerto durante el reinado de Jehoiaquim, más de dos siglos después del asesinato de Zacarí­as, acaecido poco antes de que terminara el reinado de Jehoás. (Jer 26:20-23.) De modo que si Jesús querí­a referirse a la lista completa de mártires, ¿por qué no dijo †˜desde Abel hasta Uriya†™? Evidentemente porque el relato de Zacarí­as se encuentra en 2 Crónicas 24:20, 21, es decir al final del canon hebreo tradicional. Así­ pues, la declaración de Jesús abarcó a todos los testigos de Jehová asesinados referidos en las Escrituras Hebreas, desde Abel, mencionado en el primer libro (Génesis), hasta Zacarí­as, citado en el último libro (Crónicas), lo que, a modo de ilustración, serí­a como decir hoy †œdesde Génesis hasta Revelación†.

Escrituras Griegas Cristianas. La escritura y recopilación de los 27 libros que componen el canon de las Escrituras Griegas Cristianas siguió un curso similar al de las Escrituras Hebreas. Cristo †œdio dádivas en hombres†, sí­, †œdio algunos como apóstoles, algunos como profetas, algunos como evangelizadores, algunos como pastores y maestros†. (Ef 4:8, 11-13.) Con la ayuda del espí­ritu de Dios, enunciaron la doctrina recta para la congregación cristiana y, †œa modo de recordatorio†, repitieron muchas cosas que ya estaban registradas en las Escrituras. (2Pe 1:12, 13; 3:1; Ro 15:15.)
Hay pruebas documentales extrabí­blicas de que ya entre los años 90 y 100 E.C. se habí­an recopilado, como mí­nimo, diez de las cartas de Pablo. Se puede asegurar que los discí­pulos de Jesús empezaron a compilar los escritos cristianos inspirados desde fechas tempranas.
Leemos que †˜la literatura cristiana de finales del siglo I y del siglo II atestigua que se atribuí­a a los escritos de los apóstoles una autoridad divina. Clemente Romano afirma que Pablo, divinamente inspirado, escribió a los corintios. Los escritos de Ignacio Mártir y Policarpo están llenos de citas y alusiones tomadas de los evangelios y de las epí­stolas paulinas, lo cual indica la gran veneración y reverencia que tení­an de estos escritos. Desde un principio los escritos apostólicos fueron coleccionados para leerlos públicamente†™. (Introducción a la Biblia, de Manuel de Tuya y José Salguero, 1967, vol 1, págs. 362, 363). Todos estos fueron escritores primitivos —Clemente de Roma (30[?]-100[?] E.C.), Policarpo (69[?]-155[?] E.C.) e Ignacio de Antioquí­a (final del siglo I y principios del II)— que incluyeron en sus obras citas y extractos de los diferentes libros de las Escrituras Griegas Cristianas, lo que muestra que estaban familiarizados con tales escritos canónicos.
En su Diálogo con Trifón (XLIX, 5), Justino Mártir (muerto c. 165 E.C.) usó la expresión †œestá escrito† cuando citó de Mateo, tal como lo hacen los evangelios cuando se refieren a las Escrituras Hebreas. Lo mismo es cierto de una obra anónima anterior: la Carta de Bernabé (IV). En la Apologí­a I (LXVI, 3; LXVII, 3) Justino Mártir llama †œEvangelios† a los †œRecuerdos de los Apóstoles†.
Teófilo de Antioquí­a (siglo II a. E.C.) declaró: †œSobre la justicia de que habla la ley, se ve que están de acuerdo los profetas y los Evangelios, pues todos, portadores del espí­ritu, hablaron por el solo Espí­ritu de Dios†. Luego usa expresiones como †œnos enseña […] la voz evangélica† (citando de Mt 5:28, 32, 44, 46; 6:3) y †œnos manda la divina palabra† (citando de 1Ti 2:2 y Ro 13:7, 8). (Los tres libros a Autólico, III, 12-14.)
Para fines del segundo siglo no habí­a ninguna duda de que se habí­a completado el canon de las Escrituras Griegas Cristianas, y personajes como Ireneo, Clemente de Alejandrí­a y Tertuliano reconocieron que los libros de las Escrituras Griegas Cristianas tení­an la misma autoridad que las Escrituras Hebreas. Cuando citó de las Escrituras, Ireneo recurrió no menos de doscientas veces a las cartas de Pablo. Clemente dice que responderá a sus adversarios con †œlas Escrituras, las cuales creemos que son válidas por su autoridad omnipotente†, esto es, †œpor la ley y los profetas, y además por el bendito Evangelio†. (The Ante-Nicene Fathers, vol. 2, pág. 409, †œLos Stromata, o misceláneos†.)
Algunos crí­ticos han puesto en tela de juicio la canonicidad de ciertos libros de las Escrituras Griegas Cristianas, pero con muy poco fundamento. Por ejemplo, rechazar el libro de Hebreos solo porque no lleva el nombre de Pablo y porque su estilo varí­a ligeramente del de otras cartas paulinas es, cuanto menos, aventurado. B. F. Westcott observa que †œla autoridad canónica de la epí­stola es independiente de su paternidad literaria paulina†. (The Epistle to the Hebrews, 1892, pág. 71.) Mucho más importante que el que no contenga el nombre de su escritor es su presencia en el Papiro de Chester Beatty núm. 2 (P46) (escrito menos de ciento cincuenta años después de la muerte de Pablo) junto a otras ocho cartas del apóstol.
En ocasiones se ha cuestionado la canonicidad de algunos de los libros cortos, como Santiago, Judas, segunda y tercera de Juan y segunda de Pedro, sobre la base de que los escritores primitivos no hicieron muchas citas de ellos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que todos juntos componen solo una treintaiseisava parte de las Escrituras Griegas Cristianas, así­ que tení­an menos probabilidad de que se les citara. A este respecto debe notarse que para Ireneo en segunda de Pedro se encuentran las mismas pruebas de canonicidad que en el resto de las Escrituras Griegas. Lo mismo es cierto de segunda de Juan. (The Ante-Nicene Fathers, vol. 1, págs. 551, 557, 341, 443, †œIreneo contra las herejí­as†.) Algunos también han rechazado Revelación, pero muchos comentaristas primitivos, como Papias, Justino Mártir, Melitón e Ireneo, reconocen este libro como inspirado.
No obstante, la verdadera prueba de la canonicidad de cierto libro no es el número de veces que se citó de él ni qué escritores no apostólicos lo hicieron. Su mismo contenido debe dar prueba de que es producto del espí­ritu santo. Por consiguiente, no puede contener supersticiones ni demonismo, ni puede animar a la adoración de criaturas. Debe estar en total armoní­a y completa unidad con el resto de la Biblia, apoyando así­ su paternidad literaria divina. Todo libro debe conformarse al †œmodelo [divino] de palabras saludables† y estar en armoní­a con las enseñanzas y actividades de Cristo Jesús. (2Ti 1:13; 1Co 4:17.) Obviamente Dios acreditó a los apóstoles, y ellos reconocieron a otros escritores, como Lucas y Santiago, el medio hermano de Jesús. Por espí­ritu santo, los apóstoles tení­an †œdiscernimiento de expresiones inspiradas†, para determinar si estas procedí­an de Dios o no. (1Co 12:4, 10.) Con la muerte de Juan, el último de los apóstoles, llegó a su fin esta cadena confiable de hombres inspirados por Dios, de modo que el canon bí­blico quedó completo con la Revelación, el evangelio de Juan y sus epí­stolas.
Gracias a su armoní­a y equilibrio los 66 libros canónicos de nuestra Biblia dan testimonio de la unidad y totalidad de las Escrituras, y las recomiendan como la palabra de Jehová de verdades inspiradas, protegida hasta la actualidad de todos sus enemigos. (1Pe 1:25.) Si se desea examinar una lista completa de los 66 libros que componen todo el canon bí­blico, sus escritores, cuándo se escribieron y el tiempo que abarca cada uno, véase la †œTabla cronológica de los libros de la Biblia† en el artí­culo BIBLIA. (Véanse también los artí­culos individuales de cada libro bí­blico.)

[Tabla en la página 416]

CANON JUDíO DE LAS ESCRITURAS
La Ley Los Profetas Los Escritos
(Hagiógrafos)
1. Génesis 6. Josué 14. Salmos
2. Exodo 7. Jueces 15. Proverbios
3. Leví­tico 8. 1, 2 Samuel 16. Job
4. Números 9. 1, 2 Reyes 17. Cantar de los
5. Deuteronomio 10. Isaí­as Cantares
11. Jeremí­as 18. Rut
12. Ezequiel 19. Lamentaciones
13. Los doce profetas 20. Eclesiastés
(Oseas, Joel, Amós, 21. Ester
Abdí­as, Jonás, Miqueas, 22. Daniel
Nahúm, Habacuc, 23. Esdras, Nehemí­as
Sofoní­as, Ageo, 24. 1, 2 Crónicas
Zacarí­as, Malaquí­as)

Fuente: Diccionario de la Biblia

/Escritura 1

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Véase Biblia.

Fuente: Diccionario de Teología