CAUSA JUDICIAL

Asunto que se tramita ante un tribunal judicial; audiencia o juicio. El principal verbo hebreo que tiene que ver con causas judiciales es riv, que significa †œreñir; contender; conducir una causa judicial†. (Gé 26:20; Dt 33:8; Pr 25:8.) La forma sustantiva se traduce †œcontroversia; disputa; litigio; causa judicial†. (Ex 23:2; Dt 25:1; Sl 35:23; Isa 34:8.) La palabra hebrea din (juicio) a veces se traduce †œcausa judicial; reclamación legal; litigio†. (Job 35:14; Sl 140:12; Pr 22:10.) Entre los siervos de Dios, el propósito principal de las causas judiciales era satisfacer los requisitos divinos y, en segundo lugar, hacer justicia a la persona o personas implicadas. Dios se interesaba personalmente hasta en las ofensas entre seres humanos, como lo muestran las palabras que Moisés dirigió a los jueces israelitas y que se registran en Deuteronomio 1:16, 17.
En el jardí­n de Edén se celebró una causa judicial para poner al descubierto los hechos y las implicaciones de aquel caso, hacerlas de conocimiento público y también sentenciar a los ofensores. Jehová llamó a Adán y Eva ante su presencia para interrogarlos. Aunque sabí­a todas las cosas, celebró una audiencia, aclaró las acusaciones, puso al descubierto los hechos por medio de preguntas y les permitió expresarse en defensa propia. Los ofensores confesaron. A continuación Jehová tomó su decisión y aplicó la ley con justicia y bondad inmerecida, a la vez que mostró misericordia a la prole futura de Adán y Eva retrasando cierto tiempo la ejecución de la sentencia de muerte dictada contra ellos. (Gé 3:6-19.)
Jehová Dios, el Juez Supremo, fijó así­ el modelo para todos los procesos jurí­dicos que habrí­an de efectuarse en su pueblo. (Gé 3:1-24.) Las causas judiciales que se celebraban según las regulaciones de Dios tení­an el propósito de conocer y discutir los hechos para hacer justicia, justicia que, de ser posible, se templaba con misericordia. (Dt 16:20; Pr 28:13; compárese con Mt 5:7; Snt 2:13.) Con todo este procedimiento se pretendí­a mantener a la nación de Israel libre de contaminación y también contribuí­a al bienestar individual de los israelitas, así­ como de los residentes forasteros y pobladores que hubiese entre ellos. (Le 19:33, 34; Nú 15:15, 16; Dt 1:16, 17.) La Ley dada a la nación indicaba el procedimiento que debí­a seguirse en las causas civiles y también en los casos de infracción o delito (como los cometidos contra Dios y el Estado), malos entendidos, riñas personales y problemas a nivel individual, familiar, tribal y nacional.

Procedimiento. Si los casos en disputa eran de naturaleza personal, se animaba a las partes interesadas a evitar riñas y solventar los asuntos en privado (Pr 17:14; 25:8, 9), pero si no eran capaces de llegar a un acuerdo, se les permití­a acudir a los jueces. (Mt 5:25.) Jesús dio un consejo a sus discí­pulos que iba en esta misma lí­nea. (Mt 18:15-17.) No habí­a ningún procedimiento formal o complicado para encargarse de las causas judiciales ni antes de Moisés ni bajo la Ley (aunque después de la formación del Sanedrí­n empezaron a introducirse algunos formalismos), pero los casos se llevaban a cabo de una manera racional y ordenada. Para que la justicia pudiera administrarse a todos, los tribunales estaban abiertos a las mujeres, a los esclavos y a los residentes forasteros. (Job 31:13, 14; Nú 27:1-5; Le 24:22.) El acusado estaba presente cuando se presentaba testimonio contra él y se le permití­a defenderse. Ni en los tribunales patriarcales ni en los israelitas habí­a un equivalente al fiscal moderno; tampoco era necesario un abogado defensor. Los procesos en los tribunales se efectuaban sin coste alguno para los litigantes.
Las cuestiones de naturaleza civil o criminal se presentaban ante los jueces. Se llamaba a las dos partes, se reuní­an testigos y se celebraba la audiencia, por lo general en un lugar público, normalmente en las puertas de la ciudad. (Dt 21:19; Rut 4:1.) Los jueces interrogaban a los litigantes y examinaban las pruebas y el testimonio presentados. A menos que no hubiese suficientes pruebas o que el asunto fuese demasiado difí­cil, en cuyo caso lo remití­an a un tribunal superior, los jueces pronunciaban el veredicto sin demora. Las sentencias, hasta cuando se trataba de flagelación o pena de muerte, se llevaban a cabo de inmediato. La Ley no disponí­a que se encerrase a nadie en prisión. Solo se mantení­a a alguien bajo custodia en los casos en que se tení­a que consultar a Jehová para tomar una decisión. (Le 24:12; véanse DELITO Y CASTIGO; TRIBUNAL JUDICIAL.)
La culpabilidad siempre se sancionaba; no habí­a excepciones. Tampoco podí­a ser sobreseí­da. Según lo que la Ley exigiese, se administraba el castigo o se hací­a compensación. Luego, el culpable tení­a que presentar una ofrenda en el santuario para hacer las paces con Dios. Estos sacrificios de expiación eran obligatorios siempre que alguien pecaba. (Le 5:1-19.) Hasta los pecados involuntarios conllevaban culpa y exigí­an que se hiciesen ofrendas para expiación. (Le 4:1-35.) Cuando alguien que cometí­a delitos del tipo de engaño, fraude o extorsión se arrepentí­a voluntariamente y confesaba, tení­a que hacer compensación y también presentar una ofrenda por la culpa. (Le 6:1-7.)

Pruebas. Si una persona era testigo de apostasí­a, sedición, asesinato —que contaminaba la tierra— u otros delitos graves, tení­a la obligación de informarlo y de testificar lo que sabí­a; de lo contrario, estarí­a sujeta a la maldición divina, que se proclamarí­a públicamente. (Le 5:1; Dt 13:8; compárese con Pr 29:24; Est 6:2.) Sin embargo, para establecer un asunto no bastaba con un testigo, sino que se requerí­an dos o más. (Nú 35:30; Dt 17:6; 19:15; compárese con Jn 8:17, 18; 1Ti 5:19; Heb 10:28.) La Ley ordenaba que los testigos hablasen la verdad (Ex 20:16; 23:7), y en algunos casos se les poní­a bajo juramento (Mt 26:63), en especial cuando aquel en quien recaí­an las sospechas era a su vez el único testigo. (Ex 22:10, 11.) Como se pensaba que cuando se estaba en una causa judicial ante los jueces o en el santuario, era como si se estuviera en pie delante de Jehová, los testigos tení­an que reconocer que eran responsables ante Dios. (Ex 22:8; Dt 1:17; 19:17.) Un testigo no debí­a aceptar soborno ni dejarse persuadir por ningún inicuo para mentir o tramar violencia. (Ex 23:1, 8.) Ni la presión de la muchedumbre ni la riqueza o la pobreza de los implicados en el caso tení­a que influir en su testimonio. (Ex 23:2, 3.) Nada deberí­a retenerle de testificar contra un violador inicuo de la Ley, como un apóstata o un rebelde, ni siquiera los ví­nculos familiares. (Dt 13:6-11; 21:18-21; Zac 13:3.)
El testigo que resultaba ser falso recibí­a el castigo que se hubiera impuesto a la persona acusada en caso de haberla hallado culpable. (Dt 19:17-21.) A los testigos de todas las sentencias capitales se les obligaba a arrojar la primera piedra en la ejecución del convicto. De modo que tení­an la obligación legal de demostrar su celo por la adoración limpia y verdadera y por eliminar lo que era malo de Israel. Ese requisito también serví­a para disuadirles de dar falso testimonio. Solo una persona muy cruel serí­a capaz de levantar una falsa acusación, sabiendo que luego tendrí­a que ser el primero en dar comienzo a la ejecución del acusado. (Dt 17:7.)

Pruebas materiales y circunstanciales. Cuando una fiera mataba a un animal encomendado al cuidado de alguien, la persona responsable tení­a que presentar como prueba el cuerpo despedazado del animal para quedar exonerada de responsabilidad. (Ex 22:10-13.) Si un esposo acusaba a su mujer de haber alegado falsamente ser virgen cuando se casó, el padre de la muchacha podí­a llevar el manto del lecho matrimonial como prueba de su virginidad y presentarlo ante los jueces con el fin de librarla de la acusación. (Dt 22:13-21.) Bajo la ley patriarcal, en algunos casos también se aceptaban las pruebas materiales. (Gé 38:24-26.) Otras pruebas a las que se daba consideración eran las circunstanciales. Por ejemplo, si se atacaba a una muchacha comprometida en la ciudad, el que no gritase se consideraba una prueba de que se habí­a sometido voluntariamente y se la juzgaba culpable. (Dt 22:23-27.)

Adulterio secreto. Si un hombre sospechaba que su esposa habí­a cometido adulterio, pero no tení­a testigos presenciales y ella no lo confesaba, podí­a llevarla delante del sacerdote para que Jehová la juzgara, puesto que El habí­a visto y conocí­a todos los hechos. No se trataba de ordalí­as. En el procedimiento mismo no habí­a nada que perjudicara a la mujer o que hiciera manifiesta su inocencia o culpabilidad, sino que era Jehová quien la juzgaba y daba a conocer su veredicto. Si era inocente, no le ocurrí­a nada, y su esposo tení­a que ponerla encinta. Si era culpable, sus órganos reproductivos quedaban afectados y no podí­a tener hijos. En caso de que hubiera los dos testigos que requerí­a la Ley, el asunto no se llevaba ante Jehová de este modo, sino que los jueces la juzgaban culpable y se la lapidaba. (Nú 5:11-31.)

Documentos. Se utilizaban registros o documentos de varias clases. Un esposo que despedí­a a su esposa estaba obligado a darle un certificado de divorcio. (Dt 24:1; Jer 3:8; compárese con Isa 50:1.) Habí­a registros genealógicos, como se observa en Primero de las Crónicas. También se hace mención de escrituras que registraban la venta de bienes raí­ces. (Jer 32:9-11.) Desde el principio de la historia humana existieron anales históricos (Gé 5:1; 6:9) y se escribieron muchas cartas, algunas de las cuales puede que se conservasen y figurasen en ciertas causas judiciales. (2Sa 11:14; 1Re 21:8-14; 2Re 10:1; Ne 2:7.)

El juicio de Jesús. La peor parodia que jamás se ha hecho de la justicia fue el juicio de Jesucristo y la sentencia que se dictó contra él. Antes de su juicio, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo se habí­an confabulado para darle muerte. De manera que los jueces ya estaban predispuestos y habí­an decidido el veredicto aun antes de que tuviese lugar el juicio. (Mt 26:3, 4.) Luego sobornaron a Judas para que traicionase a Jesús. (Lu 22:2-6.) Debido a la improcedencia de sus acciones, no le arrestaron en el templo a plena luz del dí­a, sino que esperaron el amparo de la noche, y entonces enviaron una muchedumbre armada con garrotes y espadas para arrestarle en un lugar solitario fuera de la ciudad. (Lu 22:52, 53.)
Primero se llevó a Jesús a la casa de Anás, el antiguo sumo sacerdote, que todaví­a tení­a gran autoridad, aunque en aquel entonces el sumo sacerdote era su yerno Caifás. (Jn 18:13.) Allí­ lo interrogaron y abofetearon. (Jn 18:22.) Después lo llevaron atado a la presencia del sumo sacerdote Caifás. Los principales sacerdotes y todo el Sanedrí­n buscaron testigos falsos. Se presentaron muchos para hablar contra Jesús, pero no se podí­an poner de acuerdo en su testimonio; solo lo hicieron dos, que tergiversaron las palabras de Jesús registradas en Juan 2:19. (Mt 26:59-61; Mr 14:56-59.) Por fin, el sumo sacerdote puso bajo juramento a Jesús y le preguntó si era el Cristo, el Hijo de Dios. Cuando Jesús respondió afirmativamente y aludió a la profecí­a de Daniel 7:13, el sumo sacerdote rasgó sus prendas de vestir y pidió al tribunal que lo declarase culpable de blasfemia. Este fue el veredicto, y se le sentenció a muerte. Después de esto le escupieron en el rostro, le dieron puñetazos y lo desafiaron con escarnio, lo que constituyó una violación de la Ley. (Mt 26:57-68; Lu 22:66-71; compárese con Dt 25:1, 2; Jn 7:51 y Hch 23:3.)
Después de este juicio nocturno ilegal, el Sanedrí­n se reunió muy de mañana para confirmar su veredicto y †˜consultar entre sí­†™. (Mr 15:1.) Entonces llevaron a Jesús, atado de nuevo, al palacio del gobernador, a Pilato, pues decí­an: †œA nosotros no nos es lí­cito matar a nadie†. (Jn 18:31.) Allí­ se le acusó de prohibir pagar los impuestos a César y de decir que era Cristo, un rey. La blasfemia contra el Dios de los judí­os no hubiera sido una acusación muy seria a los ojos de los romanos, pero la sedición sí­. Después de intentar en vano que Jesús testificara contra sí­ mismo, Pilato les dijo a los judí­os que no lo hallaba culpable de ningún delito. Sin embargo, cuando descubrió que era galileo, lo envió a Herodes, que tení­a la jurisdicción sobre Galilea. Herodes interrogó a Jesús, esperando verle realizar alguna señal, pero Jesús rehusó. Entonces Herodes lo deshonró, burlándose de él, y lo envió de nuevo a Pilato. (Lu 23:1-11.)
Pilato intentó libertar a Jesús basándose en una costumbre de aquel tiempo, pero los judí­os rehusaron y en su lugar pidieron la liberación de un sedicioso y asesino. (Jn 18:38-40.) A continuación, Pilato hizo flagelar a Jesús y los soldados lo maltrataron de nuevo. Después de eso Pilato le sacó afuera e intentó conseguir su liberación, pero los judí­os insistieron: †œÂ¡Al madero! ¡Al madero con él!†, de manera que por fin dio la orden de que lo fijasen en un madero. (Mt 27:15-26; Lu 23:13-25; Jn 19:1-16.)

¿Qué leyes de Dios violaron los sacerdotes judí­os en el proceso contra Jesús?
Algunas de las leyes que los judí­os violaron descaradamente en el juicio de Cristo son las siguientes: soborno (Dt 16:19; 27:25); conspiración y perversión del juicio y la justicia (Ex 23:1, 2, 6, 7; Le 19:15, 35); falso testimonio, con la connivencia de los jueces (Ex 20:16); la puesta en libertad de un asesino (Barrabás), con lo que trajeron sobre sí­ y sobre la tierra culpabilidad por derramamiento de sangre (Nú 35:31-34; Dt 19:11-13); formación de una chusma, o †˜seguir tras la muchedumbre para efectuar el mal†™ (Ex 23:2, 3); la ley que prohibí­a seguir los estatutos de otras naciones, pues clamaron que a Jesús se le fijase en un madero, y también la que estipulaba que a un criminal se le tení­a que apedrear o dar muerte antes de ser fijado en un madero, y no torturado hasta morir (Le 18:3-5; Dt 21:22); aceptar como rey a un pagano (César) que no era de su propia nación, rechazando al Rey que Dios habí­a escogido (Dt 17:14, 15), y, finalmente, fueron culpables de asesinato. (Ex 20:13.)

Fuente: Diccionario de la Biblia