CAUSALIDAD

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Concepto filosófico que recoge la idea de ser origen, principio, motor, de algo. La causalidad es más que una «razón que reclama la Filosofí­a, un intuición que se apoya en el sentido común que desarrolla la misma naturaleza de las cosas.

Para la formación cristiana de las personas el sentido de la causalidad es esencial: es el que lleva a buscar y descubrir sobre todo quién mueve el mundo y el porqué aparecen los seres, el para qué surge la Iglesia y a qué se deben las doctrinas, las normas morales o los cultos que desarrollamos.

En la medida en que se fomenta la búsqueda de la causalidad se forman hombres profundos en su fe y en sus actitudes éticas y espirituales. Y en la medida en que se buscan evasivas a los problemas vitales y a los interrogantes espirituales aludiendo a lo opuesto de la causalidad, que es la casualidad, se configuran mentes superficiales, versátiles e inseguras.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La causalidad indica » la relación entre un principio operante y el efecto operado por él». Según el – principio metafí­sico de causalidad, todo objeto tiene una causa (lo que influye eficazmente en el ser de otra cosa). Dios, el único ser que lleva en sí­ mismo su propia causa, es causa sui (causa de sí­ mismo), es el único ser necesario, mientras que todos los demás seres son contingentes. Dios es la causa primera de todo cuanto existe, pero ha creado los seres contingentes en relaciones recí­procas, de forma que ejercen una causalidad los unos respecto a los otros, Tomás de Aquino adoptó la doctrina aristotélica de las cuatro causas, hablando de la causa material, la causa formal, la causa eficiente y la causa final. Pero completó la concepción de la causalidad con la causa ejemplar (que recuerda la función de modelo de las ideas platónicas) y con la causa instrumental (que sirve para indicar la utilización instrumental de una causa por parte de otra causa superior).

El Magisterio de la Iglesia se ha servido de la doctrina de la causalidad sobrenatural, sobre todo en el concilio de Trento, para explicar las causas de la justificación: la causa final es la gloria de Dios y de Cristo, y la vida eterna; la causa eficiente es Dios misericordioso, que gratuitamente purifica y santifica; la causa meritoria es su amado Hijo Unigénito; la causa instrumental es el sacramento del bautismo, que es el sacramento de la fe; la causa formal es la justicia de Dios, con la que él nos hace justos (DS 1529).

La teologí­a católica ha utilizado la noción de causalidad sobre todo para explicar la eficacia de los sacramentos.

Son tres las principales teorí­as elaboradas en este sentido: eficacia fí­sica, moral e intencional. Según los partidarios de la eficacia fí­sica (tomistas, Belarmino, Suárez), una causa actúa fí­sicamente cuando produce su efecto inmediata y directamente en el sacramento. Dios pone una virtud tal que produce la gracia en el alma inmediatamente. Según los partidarios de la eficacia moral (escotistas, muchos jesuitas), una causa actúa moralmente cuando no produce el efecto inmediatamente, sino sólo de forma mediata, actuando sobre un ser racional y determinándolo para que produzcá un efecto: los sacramentos no comunican ellos mismos la gracia, sino que -por su dignidad y santidad- mueven moralmente a Dios para que comunique la gracia, cuando ellos se celebran. La eficacia intencional es sostenida sobre todo por el cardenal L. Billot, que enseña que el sacramento de suyo no produce en el alma más que la disposición a la gracia, puesta la cual, Dios comunica la gracia.

En la teologí­a de hoy se advierte cierta dificultad para hablar de causalidad, debido entre otras cosas a los cambios realizados en el concepto mismo de causalidad (por ejemplo, la causalidad eficiente explicada de una forma determinista). La validez del principio metafí­sico de causalidad fue criticada, por ejemplo, por Hume y – por Kant, por razones estrictamente gnoseológicas, que los movieron a concebir el principio de forma subjetiva. Pero en una concepción realista del conocimiento parece imposible poner en duda el valor objetivo del principio de causalidad: el efecto depende necesariamente de la causa, y esto entra en el concepto mismo de causa y efecto.

R. Gerardi

Bibl.: B. von Brandestein – A. SchOpf, Causalidad, en CFF, 1. 247-269.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Nota previa sobre el lenguaje filosófico
Se habla de muchas maneras acerca de la c. como relación entre causa y efecto. Desde el subjetivismo moderno (con su escisión entre sujeto y objeto, seguida de una emancipación del «pensamiento» respecto al –> «lenguaje») se ha intentado repetidamente entender la c. como algo propio de las cosas mismas, o como mera concatenación hecha en nuestras representaciones o como pura categorí­a intelectual. Pero ya el concepto griego (aití­a = causa como responsabilidad ética) nos hace remontar a aquella dimensión original de la acción humana que todaví­a abarca el «sujeto» y el «objeto», dentro de la cual se pudo llegar lentamente a distinguir entre la idea de culpa subjetiva y la de causa objetiva. La concepción antropomorfa – mas no por eso subjetivista – de la c. refleja todaví­a la experiencia inicial de la pertenencia mutua del ser y del hombre. Esta pertenencia mutua se manifiesta por vez primera en el mundo del idioma indoeuropeo de Grecia, como relación entre la phisis y el logos, es decir, como c. entre -> el «ser» y el «lenguaje».

El estadio previo de esta mundialmente importante distinción entre la physis y el logos se halla en la diferencia entre ser y devenir, que sólo se da entre los griegos y que luego hará posible la distinción refleja entre causa y efecto. Pues «solamente los griegos dejaron de mezclar el concepto de «ser» con el de «devenir», estableciendo entre ambas dimensiones una antinomia cuyo dinamismo se desarrolló en la filosofí­a griega. Antes de Parménides (milesios, pitagóricos, Heráclito) el ser del mundo fue concebido como «devenir» (phisis; cf. Empédocles B8 Diels), y más tarde (Parménides, Meliso, Empédocles, los atomistas, Anaxágoras y Platón) se explicó este devenir como una apariencia superficial que no afecta al verdadero ser» (J. LOHMANN: Gadamer-Festschrift, 174). Y así­ sólo el lenguaje griego logró distinguir reflejamente la multiplicidad, unida todaví­a en la terminologí­a mí­tica, de «cosa» «lenguaje» y «pensamiento», así­ como la experiencia igualmente original del «ser» y la del «tiempo».

El proceso de esta distinción dentro de la comunidad de habla griega (mientras que p. ej., la cultura antigua de la India y de China – con el concepto de brahma o el de tao que corresponden a la idea del logos en Grecia- no lograron romper la unidad de ser y lenguaje) es la «sí­ntesis a priori» entre «ser» y «tiempo» que se ha desarrollado en toda la historia de la humanidad y que fue experimentada por primera vez en Grecia, concretamente por la tensión entre la conciencia individual y la de los distintos grupos. Esa «sí­ntesis», que después volverí­a siempre a hacerse problemática, pertenece a la experiencia fundamental -que ya no cabe traspasar- del hombre que sólo se entiende y cambia a sí­ mismo en medio de la comunidad lingüí­stica. La intelección del ser por el hombre, la cual se transmite temporal e históricamente en el medio del lenguaje, es el origen de la idea de c. (que aparece a través de los diversos momentos de la reflexión), en cuanto constituye un dar razón (rationem reddere) sobre las causas o una búsqueda de las causas (posteriormente: principium, causa) de lo que es.

El hallazgo de sí­ mismo por parte del hombre europeo, que ha ido progresando con el creciente conocimiento de la c. (y que hoy dí­a a través de la ciencia y la técnica repercute en los no europeos), desde la sublime «subjetividad transcendental» de Kant hasta la regeneración del hombre por el trabajo humano en el sentido de Karl Marx, se logra en gran parte mediante la pérdida de la vinculación original (incluida la de la «religio» que ata y obliga históricamente) al todo de la realidad y del lenguaje, que fundamenta en forma histórica y (no sólo «lógica»). El aislamiento entre «ser» y «tiempo» en el curso de la -> metafí­sica occidental, el cual se debe a la concepción «lógica» del ser y del lenguaje (cuando, en realidad, el uso histórico del lenguaje en su dimensión colectiva y en la individual es la mediación original entre «ser» y «tiempo», la cual se produce en la existencia del hombre antes de toda lógica, pues ésta se deduce en un estadio posterior), hace comprensible la pregunta planteada desde Kant acerca del carácter analí­tico (sólo justificable por el análisis de los conceptos) o sintético a priori (justificable a partir de la acción insuperable de la inteligencia del yo transcendental) del principio de causalidad. En tal «sí­ntesis a priori», en virtud de la cual «a un A se le une un B totalmente distinto según una regla», de modo que solamente a través de la categorí­a de la c., como una condición de la posibilidad de la experiencia, se introduce en la multiplicidad de los fenómenos una interdependencia objetiva – pero fundada solamente en la «conciencia» -, se anuncia ocultamente el olvidado problema del tiempo y de su mediación con el ser en el logos, es decir, en el lenguaje (y no sólo en la conciencia). El concepto de causalidad, inmanente al logos griego (como exploración de la realidad que irrumpe masivamente en el hombre), el cual es desarrollado por primera vez en los presocráticos y en los Analí­ticos posteriores, de Aristóteles, conduce a la doctrina de los principios de la ciencia que demuestra, es decir, que busca razones, lleva al esquema aristotélico de las cuatro causas, que determina en adelante el pensamiento occidental.

La pérdida del carácter temporal de la c. en favor del lógico (del árjé griego [= comienzo] se pasa al «principio»; y del télos griego [= final] se pasa al «fin»), hace que ya en la lógica estoica el «concepto» (el momento «analí­tico» del tejido del lenguaje, vinculado al tiempo y a la historia), el cual en el logos griego está integrado al todo histórico del ser y del lenguaje, se independice más y más. Y luego, por seguirse acentuando excesivamente lo lógico, que se aleja de la función declarativa del logos histórico, en la edad moderna conduce a la pregunta de la sí­ntesis a priori, que ahora para Kant, como sí­ntesis de conceptos puros del entendimiento (p. ej., causa-efecto), está anclada, ya no en el logos óntico del lenguaje histórico como condición de la posibilidad de toda unión de ideas, sino en una «subjetividad» normativa del hombre, reducida a la mera conciencia («evidentemente el ser no es un predicado real…»: Crí­tica de la razón pura A 598, B 626; cf. ARISTí“TELEs, De anima 3, 6; 430 a, 27ss). Así­, la unidad implicada en la concepción indoeuropea griega del ser (y de la c.) entre los conceptos analí­tico-categoriales y el lenguaje sintéticosupracategorial (que hace de mediador original entre el ser y el tiempo), se escinde en el curso de la historia del pensamiento occidental.

El aspecto «supralingüí­stico» (analí­tico) que está dado junto con el histórico lenguaje usual, el cual articula la actuación del hombre, queda aislado; y, en consecuencia, también el problema kantiano de lo sintético a priori se presenta como un difí­cil desfiladero de la «pura razón» separada del primigenio logos hablado. El atomismo semántico y la objetivación del lenguaje (como si éste se agotara con la representación y designación de puros «objetos») olvidan casi su universal apertura y plasticidad, es decir, su función sintética (debiendo advertir aquí­ cómo lo expresado en el lenguaje del hombre es ante todo el tránsito de «ser» – no «del ser» – a los entes, y sólo en segundo término del hecho de que un «objeto» procede de otro). Como consecuencia de una unilateral » hipostatización» metalingüí­stica del ser (que está ya radicada en el eí­dos platónico y en el pensamiento aristotélico de la «forma»), el problema bí­blico y cristiano de la -> creación fue luego interpretado también unilateralmente según el modelo de una causalidad derivada (de una c. entre » entes», de los cuales Dios es considerado como el primero), y no según el modelo de una c. originaria (entre el ser del logos que actúa en el plano humano y toda otra clase de ente); si bien el concepto bí­blico y cristiano del logos es el correctivo más intimo de toda concepción unilateral de la causalidad, pues libera en su totalidad la búsqueda del fundamento y de las causas que se desarrollan en la historia de la humanidad para la -> palabra de Dios, que el hombre no puede subsumir bajo la c.

En virtud de una idea de c. también unilateralmente objetivante se ha podido desarrollar en nuestro tiempo el supuesto dilema entre la fe (cristiana) en la creación y la idea de la evolución (en las ciencias naturales).

II. Causalidad en la filosofí­a y en la ciencia
La cuestión de los principios y causas en los primeros griegos es también la primera diferenciación entre la significación objetiva y la lingüí­stica de causalidad. La palabra griega arjé (aejein: primer ser en el sentido de empezar, dominar) en su cambio de significación de «comienzo» a «principio» (causa), que aparece por primera vez en Anaximandro (arjé = apeiron, el ser indeterminado como fundamento de todo ente), confirma la arriba mencionada diferencia entre «ser» y «tiempo», propia de la concepción griega del ser, y que caracteriza desde Platón la metafí­sica occidental. Esa diferencia ha hecho posible distinguir por primera vez entre relación «causal» y meramente «espacio-temporal» de los entes (cf. la disputa entre el -> racionalismo y el –> empirismo modernos en torno a la determinación de la diferencia entre el temporal post hoc y el causal propter hoc). El concepto de arjé, que como término técnico de la filosofí­a se usa por primera vez en la tradición peripatética (Arist. Met. D 1, 1012b, 34ss), probablemente fue retrotraí­do hasta los presocráticos. Así­ leemos que como fundamento original de todas las cosas fueron aducidos: el agua por Tales, el aire por Anaximenes, el fuego por Heráclito, el ser por Parménides, los cuatro elementos por Empédocles. Anaxágoras fue el primero que consideró el espí­ritu ( nous) como causa eficiente y final, mientras que para Demócrito los átomos y el vací­o eran los arjai.

En Platón junto al sentido temporal de arjé se encuentra ya claramente el sentido causal (Fedro 245C): el alma como lo que se mueve a sí­ mismo (Fedro, 245C), el demiurgo y el alma del mundo (en Timeo) son causas en el sentido propio. En Platón se encuentra ya una primera reflexión sobre el principio de c. (Tim 28a), en cuanto éste se halla relacionado con el problema de Dios (Tim 68 E hasta 69 A). Partiendo de las posibilidades de pregunta y respuesta que se contienen en el diálogo (qué, de qué, por qué, para qué «es» algo: Phys. 194b, 16ss; Met. A 3, 983 a 26ss), Aristóteles desarrolla la doctrina de las cuatro causas: la causa formal, la material, la eficiente y la final; y establece la diferencia entre los principios del ser y del conocer (Met 1013 a 17). El mismo señala la vinculación mutua de todos los «fundamentos» en el ser de la naturaleza que las une (Met. 1003 a 27-28), así­ como la interdependencia en el terreno filológico entre la c. y el problema del movimiento (Phys. 202b, 19ss). No obstante, en el libro 12 de su Metafí­sica, introduce un «primer motor inmóvil» (Met. 1072 a 19ss; -> teologí­a natural), en el sentido de un «ente» que como causa final explica todo movimiento finito de las cosas. Y así­, postergando la causalidad del «ser» (que ahora se oculta en el problema no resuelto de una eterna «materia prima»), llega a un concepto metafí­sico de Dios, que es entendido como «ser supremo» que ejerce la c. del movimiento, pero no la c. óntica. Como caso especial del principio de c. Aristóteles formula (en el marco de la doctrina del –> acto y de la potencia) el famoso principio acerca del movimiento: » Lo que se mueve, es movido por otro» (Met. L 8, 1073 a 26; Phys. H 1, 241b, 24; adoptado luego por Tomás de Aquino, S.T. i, q. 2, a. 3c, etc.).

Juntamente con el sentido lógico que iba adquiriendo el logos griego (distinción entre lenguaje, pensamiento y realidad), en el estoicismo la antigua idea de la physis recibe la modalidad de una interdependencia estrictamente causal de la naturaleza (series causarum). La edad media intenta armonizar, en el horizonte teológico, el antiguo pensamiento de la causalidad con la idea cristiana de la creación, pero topa con el lí­mite de este intento (cf. libro 1 y 2 de la Summa contra gentiles, de Tomás de Aquino), lí­mite que se presenta con especial claridad en la baja edad media. A saber, la causa efficiens aristotélica (idéntica, en último término, con la causa finalis) puede fundamentar el ente en su actus, pero no en su potentia, lleva ad esse hoc, no ad esse simpliciter (S.c.g. ii, 6). Un Dios demostrado como causa ef ficiens (= finalis), a la manera del primer libro de la Summa contra gentiles, no puede ser demostrado en dirección contraria como creador ex nihilo. Precisamente en el lenguaje aristotélico «movere» no significa otra cosa que «facere aliquid ex materia», pero no significa «producere res in esse» en el sentido radical del «ex nihilo» (S.c.g., ii, 16, arg. 3 y 4). Tomás supera la dificultad con una especie de método infinitesimal, que aparentemente evita el salto, al reducir a nada la dimensión de la causa material (Ibid., arg. 5), para dar así­ un carácter absoluto a la causa efficiens. Pero no se puede comenzar diciendo que el primum movens immovile es el fundamento absoluto del ser (= creador), y a renglón seguido establecer la tesis (sin duda legí­tima en teologí­a): Creatio non est motus (Ibid., ii, 17). Precisamente aquí­ está el punto crí­tico entre la metafí­sica aristotélica y la teologí­a; y de él se desprenden las demás discrepancias, por ejemplo, la imposibilidad de la mecánica aristotélica de la individuación para el pensamiento cristiano, la indiferencia del motor inmóvil con relación al mundo» (H. Blumenberg, PhR 3 [ 1955 ] ,p. 201).

En el -> nominalismo de la edad media posterior (el cual, frente a un realismo que sigue a Platón con actitud poco crí­tica en el problema de los universales, renueva la cuestión del fundamento lingüí­stico y empí­rico de los «conceptos universales»), sobre todo en Guillermo de Ockham se llega a una crí­tica lingüí­stica (ordinatio verborum: Summa logicae, c. 57, 3ss) del antiguo problema de la c. Esa crí­tica tiende a una separación (fértil en la moderna tarea cientí­fica) entre la idea de causalidad en la teologí­a y en las diversas ciencias; y, por otra parte, entrega la «-> naturaleza» (cada vez más desmitizada por la acentuación de la idea cristiana de la creación) a la libre investigación empí­rica de las causas (Quodl. 2, q. 1). Pero sólo con la aparición de las modernas ciencias naturales, de í­ndole cada vez más matemática, – un acontecimiento que tiene igualmente sus lejanas raí­ces en la idea griega del logos (pues en griego logos equivale también a relación matemática)-, y en conexión con el florecimiento del platonismo en el s. xv y el xvi (la explicación de los fenómenos por leyes matemáticas era patrimonio de la tradición pitagórica y platónica), se impone la nueva imagen mecánica del mundo, la cual de momento posterga la doctrina escolástica sobre la materia y la forma y sobre la teleologí­a, para apoyarse en la causa eficiente (causación de toda acción por la presión y el impulso). El paso decisivo en el perí­odo entre Copérnico y Newton lo dio G. Galileo, que substituyó el concepto de «causa eficiente» (el cual después tendrá todaví­a su repercusión en el –>materialismo y –> vitalismo) por el de las leyes inmutables, que obran necesariamente y admiten una formulación matemática. El «porqué» de la explicación causal cedió el paso al «cómo» de la descripción exacta de fenómenos mensurables. En último término se trataba ahí­ de una formalista derivación «metalingüí­stica» del humano decir «es» en medio del cambio de las concepciones de la c.; esa derivación era inmanente al logos griego (Heraclito habló del «logos que se multiplicaba a sí­ mismo»: Fragm. 115 ); pero, todaví­a en Aristóteles mismo, la palabra iba unida al objeto.

Pero cómo toda objetivación metalingüí­stica hace siempre referencia a todo el saber humano sobre el ser y el mundo, es una realidad que vio G.W. Leibniz, para el cual no hay ninguna contradicción entre una unilateral c. mecánica y una doctrina matizada de la teologí­a. Sin embargo, Leibniz como filósofo, por formular la c. con el «principio de razón suficiente», o sea, por una identificación injustificada de la relación lógica «razón-consecuencia» con la relación real «causa-efecto», intensificó el predominio del «pensamineto» sobre el «ser» que late en la filosofí­a moderna (desde Descartes, con su Discours de la méthode, y la Ethica more geometrico demonstrata, de B. de Spinoza). De la antigua tradición de la filosofí­a inglesa con su actitud crí­tica frente a todos los racionalismos (metafí­sicos) procede David Hume, según el cual la c. y el principio de c. no pueden deducirse ni de la razón ni de la experiencia objetiva, sino que se deben a una asociación imaginativa de las sensaciones, fundada en una larga observación – que es la gran guí­a de la vida humana – (Treatise i, part. III, sect. vIII). Quizá en la actualidad, sobre la base de la filosofí­a del lenguaje, debiera someterse a nuevo examen el concepto de c. de Hume («costumbre» como nexo de acción comunicado oralmente; elemento » operativo» anteriormente a toda concepción idealista o realista de la c.).

Después de la justificación apriorí­stica de la c. por Kant (Crí­tica de la razón pura, A 202, B 247 ), así­ como de la creciente incomprensión frente a la problemática del -> idealismo alemán y de la crí­tica de Schopenhauer (Sobre la cuádruple raí­z del principio de razón suficiente) al concepto tradicional de c. en el s. xix, todo lo cual contribuyó a que el concepto de c. y de ley fuera suplantado cada vez más por el de «función» (relación de dependencia entre dos magnitudes mutables), a principios del s. xx, la idea causal de la filosofí­a clásica y de la fí­sica clásica se puso en crisis debido a la teorí­a de los «cuantos» de Planck, a la teorí­a de la relatividad de Einstein y a la relación de indeterminación de Heisenberg.

«Formulando el principio de c. de la fí­sica clásica como sigue: Si conocemos el estado de un sistema fí­sico cerrado en el tiempo t1, se puede calcular estrictamente su estado en todo otro tiempo t2; este principio resulta inexpugnable incluso en la teorí­a de los cuantos. El fracaso del determinismo aparece en dos lugares diferentes, según el modo como se interprete el concepto de estado. Si se entiende por estado la enumeración de los datos determinantes de acuerdo con los principios de la fí­sica clásica, entonces la relación de indeterminación significa que por las leyes de la naturaleza es imposible asignar simultáneamente un valor concreto a todos los elementos determinantes que intervienen. Con lo cual no se puede cumplir la premisa del principio antes formulado. Si por estado entendemos el llamado caso puro de la teorí­a cuántica (lo máximo que por una medición puede constatarse en realidad), entonces la ecuación de Schródinger determina de hecho la mutación de ese estado desde ti hasta t2 con exactitud matemática; pero el estado así­ definido proporciona solamente una información estadí­stica sobre el resultado que tendrá una medición, en la cual se mide una magnitud distinta de la definida en el estado correspondiente. Por tanto, en el fracaso del determinismo no se puede hablar de una refutación de la ley causal, sino, solamente, de la imposibilidad de que se cumplan los presupuestos exigidos por ella. La así­ llamada interpretación de Copenhague de la teorí­a cuántica, introducida por Bohr y Heisenberg, considera este fracaso, no como una consecuencia de la ignorancia humana, sino como la eliminación de la posibilidad de objetivar plenamente los fenómenos de la naturaleza. La imposibilidad de utilizar el clásico principio de c. se presenta entonces como una consecuencia de la imposibilidad de utilizar la antologí­a clásica» (C.F.v. Weizsácker: RGG3 iii, 1229s).

Esta nueva situación, en la que «es imposible utilizar la ontologí­a clásica», muestra muy claramente cómo la idea dominante desde Platón (interpretada en forma «idealista» o «realista») de un «objeto en sí­» o de «propiedades en sí­» (p. ej., espacio, tiempo, lugar e impulso del electrón), estaba abocada a un desconocimiento de la referencia de todo conocimiento de un objeto al conjunto más amplio del lenguaje y de la acción humanos. La visión contenida en el primitivo problema del logos griego, según la cual el conocimiento humano (en cuanto constitutivo del objeto) sale del conjunto formado por el lenguaje y la actividad del hombre, o sea, no consiste primariamente en una adecuación desprendida de ese conjunto entre un sujeto teórico del conocimiento y un brutum factum «objetivo», ha sido redescubierta nuevamente en las modernas ciencias naturales. El aspecto «subjetivo» (es decir, relativo al observador y al proceso de medición, y, en último término, a la situación conjunta de la actuación humana) y el aspecto «objetivo» del conocimiento ya no pueden entenderse como esferas exactamente separadas entre sí­, sino que han de ser concebidos como momentos de la única experiencia de la realidad que se condicionan mutuamente. Cabe recordar aquí­ una frase de Heisenberg que rebate todo «objetivismo» unilateralmente realista o idealista, incluso en la relación de causa y efecto: «Si queremos aclararnos sobre el sentido de la expresión «lugar del objeto», p. ej., del electrón (con relación a un sistema dado de referencia), hemos de indicar determinados experimentos con cuya ayuda pensamos medir el «lugar del electrón»; de otro modo esta expresión no tiene ningún sentido» «Zeitschrift für Physik» 43 B, 1927, p. 174 ). Análogamente, la pregunta teórica por la «causa» divina (en el sentido de la teologí­a metafí­sica) deberí­a también liberarse de una manera de hablar unilateralmente «objetivista» (Dios como suprema «cosa» que fundamenta) o subjetivista (Dios como condición de la posibilidad del conocimiento humano de las cosas). También al hablar de Dios hemos de «indicar determinados experimentos», es decir, el hombre en su totalidad, con su experiencia indivisible de sí­ mismo y del mundo (–>libertad, -> muerte) se halla frente a un Dios que se presenta como un misterio o abismo ilimitado, y no precisamente como una causa delimitada con precisión.

III. Principio de causalidad
Por principio de c. se entiende en la filosofí­a escolástica (a diferencia de las leyes de c. aplicables a la realidad de la naturaleza) aquella ley suprema del ser y del pensamiento en virtud de la cual todo ente contingente presupone necesariamente una causa, que, en definitiva es el ser absoluto, Dios (véase la demostración de la existencia de -> Dios). En relación con la asimilación de Kant dentro de la neoescolástica se discutió la cuestion de si aquí­ se trata de un principio analí­tico (evidente por su reducción al de contradicción) o de un principio sintético a priori (conocido junto con el conocimiento inmediato del ser). La respuesta a este problema, la cual mayormente se da afirmando el carácter sintético-apriorí­stico del principio de c., depende (como mostrábamos antes, en i) de la problemática de la «sí­ntesis a priori», es decir, de si dicho principio se funda en la «conciencia transcendental» o en la relación originaria del hombre a la realidad, del hombre dotado de lenguaje y vinculado a él, del hombre que actúa en medio de la relación «yo-mundo».

Franz Karl Mayr

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica