COMUNION DE LOS SANTOS

DicEc
 
La expresión “comunión de los santos” (communio sanctorum/koinónia tón hagión) aparece por primera vez en el siglo IV. Pero la realidad subyacente es más antigua. En el mismo Nuevo Testamento a los miembros de la Iglesia se les llama “> santos” y la noción de comunión está bien desarrollada. Ambas ideas se encuentran en los Padres prenicenos.

La ambigüedad del genitivo plural, que en griego y latí­n puede ser masculino o neutro, hace que pueda significar “de las personas/cosas santas”. En su uso griego más antiguo parece referirse a la participación en la eucaristí­a, un significado que se encuentra también en Occidente. Sin embargo, en Occidente se refiere más comúnmente a personas santas, por lo general designando a las que están en la gloria, las que están en la tierra y después, ocasionalmente, también a las que están en el >purgatorio. J. N. D. Kelly afirma que entre los siglos V y VIII su significado primario es “comunión con personas santas”, quedando en un plano secundario los significados sacramentales, quizá a causa del aparente silencio sobre los sacramentos, especialmente la eucaristí­a, en los credos. Para Agustí­n la clave de la comunión de los santos es su idea del Cristo total (totus Christus).
Para ser operativa en la teologí­a actual y especialmente en el diálogo moderno, la noción de comunión de los santos necesita cierta explicación. Está relacionada con varios temas eclesiológicos: la Iglesia como >sacramento de la salvación; la vida trinitaria compartida por sus miembros; su dimensión comunitaria; los tres estados de la Iglesia: cielo, tierra, purgatorio (LG 49); el papel de >Marí­a, madre, modelo e intercesora.

En la Reforma el término “comunión de los santos” se conservó en cierto modo. La referencia a la comunión de los santos en el credo de los apóstoles se mantiene en el Catecismo menor de Lutero y es desarrollada en su Catecismo mayor, donde se interpreta como una comunión santa (ein heilige Gemein), en el sentido de los santos que forman la Iglesia y que están dotados de dones espirituales usados en amor y concordia. Calvino sostiene una doctrina parecida, rechazando explí­citamente la intercesión de los santos. La >Confesión de Augsburgo habla de la Iglesia como de “la congregación de los santos y de los verdaderos creyentes” (art. 8), pero rechaza el culto a los santos (art. 21)”. El Catecismo de Heidelberg responde a la pregunta 55, “¿Qué entiendes por comunión de los santos?”: “En primer lugar, que todos y cada uno de los creyentes, como miembros de Cristo, participan de él y de todos sus tesoros y dones. En segundo lugar, que todos han de sentirse obligados a usar sus dones, con diligencia y alegrí­a, en beneficio y para provecho de los otros miembros”. La comunión de los santos figura también en el Catecismo anglicano de 1549 y 1662, la Confesión de fe de Westminster (1647) y los Artí­culos de fe de la Iglesia presbiteriana de Inglaterra (1890). En la Declaración de Llandaff de 1980 los anglicanos y los ortodoxos alcanzaron cierto grado de consenso en torno a la comunión de los santos. Las dificultades de la posición católica desde el punto de vista de los luteranos a pesar de todo siguen siendo sustantivas.

El sentido de la comunión de los santos es muy fuerte en la Ortodoxia, aunque la expresión parece originariamente occidental. Se la ve en la solidaridad entre los miembros de la Iglesia, la mutua participación en la fe, los sacramentos, el amor, la oración; los que están en el cielo comparten también con los que están en la tierra. Mientras que en Occidente se nos advierte que las imágenes religiosas no deben distraernos de la celebración litúrgica, en Oriente el carácter central que desempeña en la liturgia el iconostasio recuerda poderosamente que los santos, lejos de ser una distracción, están profundamente implicados en la celebración litúrgica. Es especialmente la anaphora (la plegaria eucarí­stica) en Oriente y en el Occidente católico la que recoge principalmente la experiencia de la comunión de los santos: la eucaristí­a se celebra en conmemoración explí­cita de Marí­a y de los santos, haciendo memoria de los muertos, así­ como de los vivos.

Una de las consecuencias más importantes de la doctrina de la comunión de los santos es una rica teologí­a de la intercesión y del intercambio de méritos. Esta se opone además a la tendencia a considerar la salvación como un asunto puramente personal. La doctrina de la comunión de los santos da origen a la idea del >tesoro de la Iglesia, que es a su vez el fundamento de las >indulgencias. Una comprensión profunda de la comunión de los santos contribuirí­a a integrar las dimensiones vertical y horizontal de la Iglesia; encierra además posibilidades de abrir nuevas perspectivas para el diálogo ecuménico en torno a la persona y el papel de la Virgen Marí­a.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Miembros de la Iglesia “comunión”

La Iglesia es, por su propia naturaleza, “comunión” que refleja el misterio trinitario de Dios Amor. Por esto, los miembros de la misma, como bautizados y llamados a la santidad, son “comunión”. La Iglesia es “comunión de los santos”, a modo de vasos comunicantes, en relación de dependencia de Cristo, Cabeza de todo su Cuerpo Mí­stico. Así­ lo profesa la Iglesia en el Credo llamado “apostólico”, con una fórmula que se remonta al siglo IV “Creo en la comunión de los santos”.

La fe en la “comunión de los santos” tiene dos aspectos 1º) formamos una comunidad que posee en comunión los bienes espirituales de todos; 2º) cada uno personalmente coopera al bien de los demás según su caridad o vida en Cristo. Es, pues, “comunión en las cosas santas y comunión entre las personas santas” (CEC 948). Es la consecuencia de estar llamados para ser “un solo corazón y una sola alma”, hasta el punto de “tener todo en común” (Hech 4,32). Por esto la fórmula del Credo, en dependencia de Cristo Cabeza, se aplica especialmente a la comunicación mutua de los méritos (“communio meritorum”, según Santo Tomás).

Compartir y convivir familiarmente

El compromiso de esta fe, por el hecho de profesar el mismo Credo, comporta ser comunidad de trabajo y solidaridad para transformar la creación (Gen 1,28); de convivencia fraterna para ser imagen de Dios amor (Gen 1,26-27); de relación personal y comunitaria con Dios por el rezo comprometido del “Padre nuestro” (Mt 6,9-13), para cumplir las bienaventuranzas y el mandato del amor (Mt 5,48; Jn 13,34-35). De este modo, “ninguno vive para sí­ mismo, como tampoco muere nadie para sí­ mismo” (Rom 14,7).

Esta realidad de “comunión” compromete a crecer en la caridad (de santidad y de misión) para bien de todo la Iglesia que es Pueblo de Dios, que es Cuerpo Mí­stico y familia de hermanos. El crecimiento de cada uno, siendo plenamente personal y responsable, pertenece también a los demás y repercute en el crecimiento armónico de todos (Ef 2,20-22).

Compartir la vida de santificación

Se llama comunión de “los santos”, porque los miembros de la Iglesia son el Pueblo “santo” o de los “santos” (Ex 19,6), que pertenecen a Dios, “el Santo” (Apoc 4,8; Lev 11,44). El Pueblo de los santos está llamado a ser santo (1Tes 4,3), es decir, a ser fiel a los designios salví­ficos de Dios sobre la historia, sobre cada ser humano y sobre toda la familia humana. Nuestro ser, reflejo del ser de Dios (sentido ontológico), tiene que expresarse en un obrar que sea también reflejo del obrar de Dios Amor (sentido moral).

Este Pueblo de los santos es “comunión de los santos”, reflejo de la comunión de Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. “Al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santí­sima Trinidad, estamos respondiendo a la í­ntima vocación de la Iglesia” (LG 51; cfr. LG 4). “Todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo” (LG 49).

La vocación a la santidad es vocación a ser “comunión” entre los “santos” o creyentes en Cristo. Es la comunión de gracias recibidas y la comunión de cooperación o de ayuda entre las personas que formamos el mismo Cuerpo Mí­stico de Cristo. Esta es nuestra vocación “Fiel es Dios que os ha llamado a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor” (1Cor 1,9; 2Cor 9,13; Fil 2,2-4). La “unión con todos los santos” o hermanos en al fe (Ef 3,18) es una ascética permanente de dejar que Cristo viva, piense, sienta, ame, ore, obre, sufra y goce en nosotros para el bien de los demás.

Comunión sin fronteras en la geografí­a y en el tiempo

La “comunión de los santos” no se interrumpe con la muerte, sino que continúa en el más allá. Esta “comunión de bienes espirituales” entre todos los creyentes y, de algún modo, entre todos hombres, “no se interrumpe con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo” (LG 49). La Iglesia sigue siendo una en la comunión entre los que todaví­a peregrinamos y los que ya llegaron al encuentro definitivo con Cristo. Cuando realizamos un acto de “comunión”, según los signos establecidos por la Iglesia, nuestro ser (ayudado por los méritos de Cristo, Marí­a y los santos) se abre al amor y comunica amor. Es el caso de las “indulgencias” concedidas por la Iglesia.

Esta comunión se hace misión. La caridad se comunica a todos los hermanos por la oración, servicio, testimonio, donación… “Con el culto y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y sufrimientos de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente, pueden llegar a todos los hombres y ayudar a la salvación del mundo entero” (AA 16).

La eficacia misionera de la comunión

La comunión de los santos se vive especialmente en la propia comunidad o familia cristiana. Ello equivale a colaborar a que sea escuela de santidad, de oración, de seguimiento evangélico de Cristo y de misión universal. La comunión de personas y de bienes comporta la comunión en la convivencia y en la acción. La comunión es más eficiente cuando se vive a partir del propio carisma y vocación especí­fica. La armoní­a de comunión entre diversos carismas eclesiales se construye con la fidelidad generosa por parte de todos. Los carismas son “la manifestación del Espí­ritu para provecho común” (1Cor 12,7).

La comunión es don de Dios, que insta a la construcción responsable de la misma y la hace posible. Es don y tarea. Los bienes recibidos de los hermanos (de esta tierra y del más allá) son ayuda y estí­mulo para transformar la vida en donación. La cultura de comunión es la “gloria” de Dios, como expresión suya en el cosmos y en la humanidad. “La gloria de Dios es el hombre viviente” (San Ireneo). Por esto se convierte en compromiso por el respeto de la creación, la solidaridad con los hermanos de todos los pueblos y la sintoní­a con los planes salví­ficos y universales de Dios. La comunión en el corazón y en la propia comunidad se convierte en comunión con toda la comunidad humana, en el espacio, en el tiempo y en el más allá.

Referencias Carismas, Iglesia comunión, indulgencias, purgatorio, santidad, Trinidad.

Lectura de documentos LG 50-51; CEC 946-962; 1474-1477.

Bibliografí­a W. BREUNING, La comunión de los santos, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972ss) I, 833-838; D. BONHOEFFER, Sociologí­a de la Iglesia sanctorum communio (Salamanca, Sí­gueme, 1980); J. ESQUERDA BIFET, Somos la Iglesia que camina (Barcelona, Balmes, 1987); Idem, Compartir con los hermanos, la comunión de los santos (Barcelona, Balmes, 1992); E. LAMIRANDE, La communion des saints (Paris, Fayard, 1962); M. LEGIDO, Fraternidad en el mundo (Salamanca, Sí­gueme, 1982).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El artí­culo de fe sobre la communio sanctorum, que apareció en el Sí­mbolo apostólico en torno al siglo 1V, ha dado origen a una intensa polémica sobre el contenido doctrinal de esta expresión y sobre los motivos de su inclusión en el Credo. Si se atiende al contenido doctrinal, se observa que el significado esencial de la fórmula depende de la interpretación que se dé del genitivo sanctorum. Hay – algunos que entienden este término como el genitivo de sancta, y en ese caso la fórmula servirí­a para indicar la comunión en las cosas santas (sobre todo en los dones eucarí­sticos): otros, por el contrario, entienden el término como genitivo de sancti (los santos, según la acepción paulina), dándole a la fórmula el sentido de la comunión de vida que une a los bautizados. Teológicamente, estas dos expresiones no se excluyen y de hecho se conservarán en la Tradición, a pesar de los momentos polémicos.

Una aportación teológica significativa es la que nos ofrece Tomás de Aquino (recogida luego en el Catecismo Romano de 1566), con la idea de communio bonorum. Según santo Tomás, en la Iglesia hay “bienes” que se poseen en común: Cristo como bonum primario y los bienes propios de cada bautizado. La participación en estos bienes supone también la participación de los méritos de cada uno (Communio meritorum), es decir, de aquellos fieles que son todaví­a peregrinos en la tierra y de los que ya han conquistado el premio de la fe (Los santos, Todo esto resulta visible especialmente en la celebración de la eucaristí­a. La Lumen gentium nos brinda un afortunado resumen del significado de la communio sanctorum: “Todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espí­ritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en El (cf Ef 4,16). La unión de los que están en camino con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales ” (LG 49).

G. Ancona

Bibl.: w Breuning, La comunión de los santos, en SM, 1, 833-838; D. Bonhoeffer Sociologí­a de la Iglesia: sanctonLm communio, sí­gueme, Salamanca 1980; J. N, D Kelly Primitivos credos cristianos, Secretariado Trí­nitario, Salamanca 1980.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

1. El artí­culo de fe sobre la communio sanctorum aparece por vez primera en la forma del sí­mbolo occidental transmitida por Nicetas de Remesiana, hacia fines del s. iv. A partir del s. v dan testimonio de él las variantes gálicas (Fausto de Riez, Cesáreo de Arles, DS 26, 27; posteriormente todas las formas occidentales). Pero Nicetas interpreta el término sanctorum como genitivo del neutro sancta; significando así­ la participación en los bienes sagrados de la Iglesia; con lo cual transforma la expresión de Agustí­n communio sacramentorum (sermón 214, 11). Evidentemente el concepto koinoní­a ton aguion, sin llegar a ser parte del sí­mbolo, tiene sus más primitivas fuentes en oriente, también aquí­ con el sentido de participación en los bienes salví­ficos, pero incluyendo a la vez el sentido personal y comunitario. La koinoní­a en cuanto tal no es participación de cosas, sino comunión personal, cuya modalidad está determinada por los aguia. Por más que esta comunión salví­fica abarque toda la Iglesia terrestre y la celestial, el concepto sólo paulatinamente fue aplicándose a una explí­cita intercomunicación entre los santos del más allá y la Iglesia terrestre. La incorporación de la c. de los s. al sí­mbolo podrí­a fundarse en la intención de explicar la esencia de la Iglesia, que está constituida y cualificada como comunidad personal (communio) en virtud de los bienes salví­ficos. La moderna reducción a la pregunta por las posibilidades de una intercomunicación salví­fica entre miembros particulares dentro de la communio, deberí­a por tanto volverse a centrar más fuertemente en el conocimiento de que la comunión constituye la res del sacramentum, que es la -> Iglesia (cf. asimismo –> pueblo de Dios).

2. Esta res del protosacramento de la Iglesia debe exponerse sobre todo desde un punto de vista bí­blico. El pensamiento neotestamentario de la koinoní­a desarrolla su importancia teológica en la teologí­a paulina y en la joanea. Desde el punto de vista de la historia de la religión es digno de notarse el hecho de que el AT, a pesar de acentuar con insistencia la relación personal con Dios por la alianza y a pesar de saber que Israel agradece su existencia como pueblo de la alianza con Yahveh, no habla de “comunión” con Dios. Si bien la filosofí­a griega conoce expresamente una participación del hombre en las ideas o en lo divino, sin embargo, Pablo y Juan pudieron explicar la realidad original y propia del misterio de Cristo a base de los conceptos previamente existentes en su ambiente (1 Cor 1, 9; 1 Jn 1, 3 ). Nuestra c. con Cristo presupone que Dios por medio de su entrega nos ha dado a su hijo por compañero. Consecuentemente la c. se inicia en cuanto el Hijo participa de nosotros (Heb 2, 14-17, cf. a este respecto Rom 5, 8.10; 8, 3 32ss; Jn 1, 14). Y así­ esta c. del Hijo con nosotros se halla en la más universal lí­nea historico-salví­fica, en la lí­nea que tuvo su comienzo en la primera -> alianza, pero cuya meta más auténtica se manifiesta por primera vez en Cristo. Y esta meta consiste en que Dios quiere ser para nosotros aquello que es para él mismo. El “ser para nosotros” de Dios en Cristo constituye el gran ámbito de la libertad; pues pone el nuevo principio redentor en la historia de perdición de la humanidad, creando ese ámbito como una unidad fraternal con el Hijo. Con ello, toda nostalgia del hombre por la unidad inicial que albergaba en su seno y prometí­a ulterior salvación, queda superada por este fraternal segundo Adán. En efecto, su condición de hermano se debe a que él es el Hijo amado. El ámbito de la salvación en Jristo conduce en su realización al sin Jristo, a la koinoní­a realizada. Ahora es ya koinoní­a con el cuerpo entregado por nosotros y con la sangre derramada por nosotros (Jn 10, 16ss). Conduce a la plena configuración con Cristo en la resurrección (Rom 8, 21). Y sólo la c. con el cuerpo y la sangre de Cristo hace que la Iglesia sea comunidad. Aquí­ es donde más claramente se percibe cuán cercanos se hallan el concepto de la c. con Cristo y la afirmación de que la Iglesia es “cuerpo de Cristo”.

3. La c. con Cristo resulta así­ constitutiva para dos formas de comunidad que están implicadas en aquélla, pues la c. con Cristo es a la vez c. con el Padre. Ciertamente Pablo no habla explí­citamente de una c. con Dios, pero el pensamiento está afirmado implí­citamente cuando él con toda claridad considera la c. con Cristo como participación en la forma del Hijo. El texto de 1. Jn 1, 3 desarrolla más explí­citamente ese pensamiento. Pero la c. con Cristo constituye también la otra comunidad, la de los justificados, y por cierto de tal manera que ésta no sólo resulte de la suma de muchas relaciones individuales con Cristo.

4. Estos dos aspectos de la c. con Jesucristo radican, sin embargo, en el único misterio de Cristo, que en virtud del misterio trinitario de Dios y de la incorporación de los hombres en él es “plurifacético”. Se comprende esta unidad cuando se la considera en relación con la realidad divina que se ha revelado como Pneuma y que en el NT expresamente ha sido puesta en conexión con la c. (2 Cor 13, 13). El mensaje acerca del Espí­ritu Santo, que debe desarrollarse a partir de la Escritura, ha de mostrarnos que la “comunidad en el Espí­ritu Santo” es c. con Cristo y el Padre, pues el –> Espí­ritu Santo mismo es esta c. La intercomunicación entre el Padre y el Hijo, lo mismo que sus personas en sí­, es también realidad divina, mas se distingue de ambos como comunidad entre ellos y precisamente así­ consuma la relación entre Padre e Hijo en la única esencia divina. Y el mismo Espí­ritu en el que se comunican el Padre y el Hijo es el Pneuma salido del cuerpo glorificado de Jesús (Jn 7, 37ss) y el que constituye la intercomunicación de la Iglesia con su Señor y la de todos los miembros de Cristo que viven en gracia. En virtud de esta estructura trinitaria de Dios, que en sí­ mismo es c., la doctrina de la c. de los s., aun cuando también incluya la mediación de la comunidad con el Padre “por Cristo” y “en el Espí­ritu Santo”, sin embargo se distingue de la idea de una participación de Dios desvirtuada a través de distintas mediaciones, tal como sucede en el pensamiento neoplatónico.

5. Como de la intercomunicación entre Cristo y los suyos se trata en el ámbito de la -> soteriologí­a, la doctrina tradicional de la c. de los s. se limita en gran parte a la cuestión de la comunicación entre los miembros que pertenecen a Cristo, comunicación que se hace visible en el misterio salví­fico. Aquí­ hemos de tener en cuenta cómo el Espí­ritu Santo puede transmitir el don constitutivo de la intercomunicación en tal manera que no excluya sino que haga posible una representación creada e histórica de la comunidad dada por él. Así­ corno el Espí­ritu Santo ha creado para el Hijo la posibilidad de dar a su filiación una dimensión humana, del mismo modo posibilita a la Iglesia el acceso a la participación de la filiación en medio de una realización humana como pueblo que pertenece a Cristo. Esta representación humana e histórica de la dimensión transcendente funda el carácter sacramental de la c. de los s. El sacramento consumado de Cristo se ofrece siempre en forma renovada y se comunica a través de la aceptación creyente que produce el Espí­ritu mismo; y así­, en armoní­a con la voluntad salví­fica de Dios, introduce a la Iglesia siempre de nuevo y cada vez más profundamente en la res de ese sacramento. Toda radicación más profunda en Cristo vigoriza también el crecimiento conjunto de la c. de los s. Por otra parte, la c. constituida por Cristo también sustenta al individuo en su camino hacia el Salvador. Los signos salví­ficos confiados a la Iglesia, los cuales por la virtud de Cristo ofrecen infaliblemente la salvación y la producen, tienen su sentido en una Iglesia que en su totalidad sólo puede vivir invocando siempre el Espí­ritu (epiclesis).

Si preguntamos por el significado salví­fico de la actividad de unos miembros en favor de los otros, hemos de responder que la intercesión de la Iglesia entera por sus miembros o de algunos de éstos por la Iglesia o por otros miembros pertenece a aquel ámbito que el Espí­ritu ha creado como intercomunicación en la c. de los s. Si el Espí­ritu acoge la voz de la esposa y hace que juntamente con la voz del Hijo sea oí­da por el Padre, esto no implica ninguna disminución de Cristo, pues, por el contrario, entonces precisamente él “es glorificado en los suyos” (Jn 17, 10). Si esa súplica ha hallado expresión en el servicio asistencial y activamente configurador de manos amorosas, el Espí­ritu acepta también esta obra, para imprimir en ella más profundamente la forma de Cristo, que determina el carácter de semejante acción como servicio en favor de los demás. Sobre todo el Espí­ritu produce en los miembros de Cristo una entrega plena a Dios que se acredita en el dolor y que supera el sufrimiento, aquella entrega que tiene su raí­z en el sacrificio de Cristo por nuestra salvación. La Iglesia entera tiene que incorporarse a esa entrega, y también aquí­ la autodonación obediente del uno es importante para todos, pues también en ello se glorifica al Hijo. No obstante la posición de Cristo sigue siendo única, pues sólo él, como el hombre glorificado, que a la vez es el Hijo, enví­a el Espí­ritu Santo. Toda la fecundidad de los restantes miembros en favor de los demás radica en el mismo Espí­ritu, pero ellos no lo enví­an, sino que lo reciben. Quizá la tradición doctrinal no ha expuesto esto con suficiente claridad, al usar las expresiones según las cuales Cristo ha merecido para nosotros de condigno, mientras que nosotros merecemos de congruo en nuestra intercesión mutua.

6. La forma de vinculación mutua que hemos descrito hasta ahora como propia de la c. de los s. se referí­a sobre todo el estado de peregrinación. El estado de consumación no interrumpe la intercomunicación. Aun cuando estos miembros no logren méritos nuevos, sin embargo, su estado de consumación reviste una importancia especial para los peregrinos. Esta importancia más que como un modelo ejemplar ha de interpretarse como un don. En efecto, el Espí­ritu junto con los ángeles y los santos se entrega a los peregrinantes, que así­ experimentan la c. de los s. como un torrente de amor tanto más intenso cuanto mayor es la comunidad, como un torrente que nace del único Cristo, la fuente de vida para todos.

7. Finalmente hemos de referirnos a la preocupación amorosa de los peregrinos por los difuntos que todaví­a sufren esperando la consumación. La intercesión por los difuntos no pretende negociar con Dios, tratando de impedir aquello que en definitiva conduce a la perfección de éstos. Esa intercesión tiene como base la persuasión de que tampoco en el –> purgatorio se produce un aislamiento absoluto del hombre, sino que por el contrario, la comunidad unida en el Espí­ritu puede extender hasta allí­ su fuerza vital.

Wilhelm Breuning

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Sanctorum Communionem, la segunda cláusula del artículo noveno del Credo Apostólico que se remonta al texto de Nicetas de Aquileya en el siglo V, es probablemente la última adición al símbolo romano, pero es de origen e implicaciones inciertas. La comunión implica un compartir, pero desde los primeros tiempos ha habido confusión sobre qué ha de compartirse. (1) En las actas de los concilios de Nimes, Aquino y Abelardo tratan el sanctorum como género neutro y lo entienden como la participación en los sacramentos. (2) Otros, como Nicetas, hablan del sanctorum como masculino, representando una expansión de la frase precedente: «santa iglesia universal». Es comunión de creyentes; del uno con el otro, según lo entendieron los reformadores y muchos intérpretes modernos. Se debate, sin embargo, los límites de la comunión y si ésta se circunscribe a los que están en la tierra, o como lo afirman algunos teólogos católicos, abarca a los santos en la tierra, cielo y purgatorio. (3) Otros, como Barth, afirman una combinación de estos dos puntos de vista. (4) Aun otros, como Fausto de Reiz, han entendido una comunión de santos y ángeles que se disfrutará en el cielo después de la muerte.

BIBLIOGRAFÍA

F.J. Badcock, JTS, 21, pp. 106–126; K. Barth, Dogmatics in Outline, p. 144; J. Koestlin, SHERK, 3, pp. 181–182; A.C. McGiffert, The Apostle’s Creed, pp. 200–204; J.F. Sollier, CE, 4, pp. 171–174; H.B. Swete, The Holy Catholic Church.

Jack P. Lewis

JTS Journal of Theological Studies

SHERK The New Schaff-Herzog Encyclopaedia of Religious Knowledge

CE Catholic Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (114). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Introducción
  • 2 Doctrina Católica
  • 3 En la Iglesia Anglosajona
  • 4 Criterios Protestantes

Introducción

(“communo sanctorum”, coparticipación de, o con, los santos)

La doctrina se expresó en la segunda cláusula del artículo noveno del texto aceptado Credo de los Apóstoles: “Creo… la santa Iglesia Católica, la comunión de los santos”. Esta adición, probablemente la última, al antiguo símbolo romano se encuentra en:

  • la liturgia galicana del siglo VII (P.L., LXXII, 349, 597);
  • en algunas cartas del pseudo-Agustín (P. L., XXXIX, 2189, 2191, 2194), ahora atribuidas a San Cesáreo de Arles (c. 543);
  • en “De Spiritu Sancto” (P. L., LXII, 11), atribuido a Fausto de Riez (c. 460);
  • en la “Explanatio Symboli” (P. L., LII, 871) de Nicetas de Remesiana (c. 400); y
  • en dos documentos de fecha incierta, el “Fides Hieronymi”, y una confesión armenia.

Los críticos han elaborado diversas teorías sobre estos hechos. Algunos sostienen que la adición es una protesta contra Vigilancio, quien condenaba la veneración de los santos; y él relaciona esta declaración con Fausto del sur de la Galia y probablemente también con Nicetas en Panonia, en quien influyó la “Catecheses” de San Cirilo de Jerusalén. Otros la consideran una primera reacción contra el separatismo de los donatistas, por lo tanto una concepción africana y agustiniana dirigida solamente a los miembros de la Iglesia, cuyo significado superior de coparticipación con los santos difuntos sería introducida posteriormente por Fausto. Sin embargo, otros piensan que tuvo su origen en Armenia, con un significado antidonatista, de donde pasó a Panonia, la Galia, las Islas Británicas, España, etc., adquiriendo nuevas acepciones en su andadura hasta culminar finalmente en la síntesis católica de los teólogos medievales. Estas y muchas otras conjeturas no modifican la doctrina tradicional, de acuerdo con la cual la comunión de los santos, dondequiera que fuese introducida en el Credo, es la consecuencia natural de la enseñanza de la Escritura, y principalmente de la fórmula bautismal; aun así, el valor del dogma no reside en la solución de ese problema histórico.

Doctrina Católica

La comunión de los santos es la solidaridad espiritual que une a los fieles de este mundo, a las almas en el purgatorio y a los santos del cielo en la unidad orgánica del mismo cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, y en un intercambio constante de servicios sobrenaturales. A los partícipes en esa solidaridad se les llama santos en razón de su destino y de su participación en los frutos de la Redención (1 Cor. 1,2 – texto griego). Los condenados están así excluidos de la comunión de los santos. Los vivos, incluso los no pertenecientes a la verdadera Iglesia, la comparten según su grado de unión con Cristo y con el alma de la Iglesia. Santo Tomás enseña (III:8:4) que los ángeles, aunque no redimidos, forman parte de la comunión de los santos porque están bajo el poder de Cristo y reciben de Él “gratia capitis”. La solidaridad en sí misma implica una diversidad de interrelaciones: dentro de la Iglesia Militante, no solo la participación en la misma fe, Sacramentos y gobierno, sino también un mutuo intercambio de ejemplos, oraciones, méritos y satisfacciones; entre la Iglesia de este mundo por una parte, y el purgatorio y el cielo por la otra, sufragios, invocación, intercesión, veneración. Estas connotaciones atañen aquí solamente en lo que se refiere a la idea transcendente de solidaridad espiritual entre todos los hijos de Dios. Entendida de este modo, la comunión de los santos, aunque se definió formalmente solo en sus alcances particulares (Concilio de Trento, sesión XXV, decretos sobre el purgatorio; sobre la invocación, veneración y reliquias de los santos e imágenes sagradas; sobre las indulgencias), sin embargo, es dogma comúnmente enseñado y aceptado en la Iglesia. Es verdad que el Catecismo del Concilio de Trento (Pt. I, cap. X) a primera vista parece limitar a los vivos el sentido de la frase contenida en el Credo, pero haciendo la comunión de los santos exponente y función, por decirlo así, de la cláusula precedente, “la santa Iglesia católica”, verdaderamente se prolonga a lo que se denominan “partes constituyentes, una se fue antes, la otra la sigue todos los días” de la Igleisa; el principio general se proclama en estos términos: “toda acción piadosa y sagrada realizada por uno pertenece y es provechosa a todos, gracias a la caridad que no se busca a sí misma”.

En esta inmensa concepción católica los racionalistas ven no sólo una producción tardía, sino también un indisimulado retorno a una religiosidad inferior, un proceso de justificación meramente mecánico, la sustitución de la responsabilidad personal por un valor moral impersonal. Como mejor se refutan tales afirmaciones es presentando la base bíblica del dogma y su formulación teológica. La primera reseña clara, aunque sobria, de la comunión de los santos se encuentra en el “Reino de Dios” de los Sinópticos, no la concepción individualista de Harnack ni la puramente escatológica de Loisy, sino un todo orgánico (Mt. 13,31), que rodea con vínculos de caridad (Mt 22,39) a todos los hijos de Dios (Mt 19,28; Lc. 20,36) en el cielo y en la tierra (Mt 6,20), reuniendo a los mismos ángeles en ésta fraternidad de almas (Lc 15,10). Las parábolas del Reino (Mt 13) no pueden leerse sin percibir su carácter comunitario y la continuidad que unifica el reino presente y el reino venidero. La naturaleza de esa comunión, llamada por San Juan una comunión de uno con el otro (“una comunión con nosotros”—1 Juan 1,3) porque es una comunión con el Padre, y con su Hijo”, y cuando él la compara con la unión vital y orgánica de la vida y sus sarmientos (Juan 15), destaca con gran relieve en la concepción paulina del cuerpo místico. San Pablo habla a menudo de un cuerpo cuya cabeza es Cristo (Col. 1,18), cuyo principio dinamizador es la caridad (Ef 4,16), cuyos miembros son los santos, no sólo de este mundo sino también del venidero (Ef. 1,20; Heb. 12,22). En esa comunión no existe pérdida de la individualidad, aunque en tal interdependencia los santos sean “miembros unos de otros” (Rom. 12,5), no sólo compartiendo las mismas bendiciones (1 Cor. 12,13) e intercambiando buenos oficios (1 Cor. 12,25) y oraciones (Ef. 6,18), sino también participando en la misma vida común, pues “todo el cuerpo. gracias al conjunto de ligamentos. va creciendo, con vistas a su propia edificación, por [la] caridad” (Ef 4,16).

Recientes y notorias investigaciones sobre inscripciones cristianas primitivas han sacado a la luz claras y abundantes pruebas de las manifestaciones principales de la comunión de los santos en la Iglesia naciente. Un testimonio semejante se encuentra en los Padres Apostólicos, con alguna alusión a la concepción paulina. Hemos de recurrir a la Escuela de Alejandría para hallar un intento de la formulación del dogma. Clemente de Alejandría muestra las relaciones esenciales del “gnóstico” con los ángeles (Strom., VI.12.10) y con las almas de los difuntos (ibid. VIII.12.78); y casi formula el “thesaurus ecclesiae” en su presentación del martirio vicario, no sólo de Cristo, sino también de los Apóstoles y otros mártires (ibid., IV.12.87). Orígenes amplía, casi hasta la exageración, la idea del martirio vicario (Exhort. ad martyr., cap. 1) y la de la comunión entre el hombre y los ángeles (De orat., XXXI); y lo explica por el poder unificador de la Redención de Cristo, “ut caelestibus terrena sociaret” (In Levit., hom. IV), y la fuerza de la caridad, tan inaudita en el cielo como en la tierra (De orat., XI). Con San Basilio y San Juan Crisóstomo la comunión de los santos llega a ser un principio obvio usado como respuesta frente a objeciones populares del tipo: ¿necesito una comunión con otros? (Basil, EP. 203) ¿otro ha pecado y debo yo expiar? (Chrysostom, Hom. I, de poenit.). San Juan Damasceno solo tiene que reunir los dichos de los Padres para justificar el dogma de la invocación a los santos y las oraciones por los muertos.

Pero la presentación completa del dogma procede de los últimos Padres. Después de las declaraciones de Tertuliano, quien habla de “esperanza, miedo, alegría, aflicción y sufrimiento comunes” (Sobre la Penitencia, 9-10); de San Cipriano, quien expone explícitamente la comunión de méritos (De lapsis 17); de San Hilario, quien da la Comunión Eucarística como medio y símbolo de la comunión de los santos (en Sal. 65(64),14), llegamos a la enseñanza de San Ambrosio y San Agustín. Del primero, el “thesaurus ecclesiae”, la mejor prueba práctica de la reunión de los santos, recibe una explicación precisa (De poenit. I.15;; De officiis, I, XIX). Desde el punto de vista transcendente de la Iglesia tomado por el segundo (Enchiridion 66), la comunión de los santos, aunque nunca la expresó así, es una necesidad; a la “Civitas Dei” necesariamente corresponde la “unitas caritatis” (De unitate eccl., II), que contiene en una unión real a los santos y ángeles del cielo (Enarr. in Psalmos, 36,3-4), a los justos de la tierra (De bapt. III.17), y, en menor grado, a los pecadores mismos, los “putrida membra” del cuerpo místico; solamente los herejes, cismáticos y apóstatas están excluidos de esta sociedad de los santos, aunque no de sus plegarias (Serm. CXXXVII). El concepto agustiniano, aunque algo ensombrecido en las exposiciones catequéticas del Credo por los teólogos carolingios y posteriores (P. L., XCIX, CI, CVIII, CX, CLII, CLXXXVI), retoma su lugar en la síntesis medieval de Pedro Lombardo, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, etc.

Influenciado sin duda por escritores anteriores como Ivo de Chartres (P. L., CLXII, 606l), Pedro Abelardo (P. L. CLXXXIII, 630), y probablemente Alejandro de Hales (III, Q. LXIX, a, 1), Santo Tomás (Expos. in symb. 10) lee en neutro la expresión del Credo, “communio sanctorum” (participación de bienes espirituales), pero prescindiendo de la gramática, su concepción del dogma es completa. Principio general: los méritos de Cristo se comunican a todos, y los méritos de cada uno se comunican a los demás (ibid.). Modo de participación: tanto objetiva como intencional, “in radice operis”, “ex intentione facientis” (Supp. 71:1). Medida: el grado de caridad (Expos. in symb., 10). Beneficios comunicados: no sólo los Sacramentos sino los méritos sobreabundantes de Cristo y de los santos que forman el “thesaurus ecclesia” (ibid. y Quodlib., II, Q. VIII, a. 16). Partícipes: las tres partes de la Iglesia (Expos. in symb., 9); por tanto, los fieles en la tierra intercambian méritos y satisfacciones (I-II:113:6, y Suppl., 13:2), las almas del purgatorio se benefician de los sufragios de los vivos y la intercedión de los santos (Suppl., 71),los mismos santos recibiendo honor y concediendo intercesión (II-II:83:4, II-II:83:11, III:25:6), y también los ángeles, como se dijo antes. Después, los teólogos escolásticos y los posteriores a la Reforma añadieron poco a la exposición tomista del dogma. Se ocuparon más en la forma que en el fondo, y defendieron los puntos atacados por los herejes, mostrando el valor religioso, ético y social de la concepción católica; e introdujeron la distinción entre el cuerpo y el alma de la Iglesia, entre miembros reales y miembros en deseo, completaron la teoría de las relaciones entre los miembros de la Iglesia y la comunión de los santos que ya habían esbozado San Optato de Mileve y San Agustín durante la controversia donatista. Se puede lamentar que el esquema adoptado por los escolásticos no proveyó un punto de vista comprehensivo del dogma total, sino más bien dispersaron los varios componentes de él por medio de una vasta síntesis. Esto explica el hecho de que un compendio sobre la comunión de los santos es más raro en nuestros teólogos tradicionales que en nuestra literatura catequética, apologética, pastoral e incluso ascética. Ello puede también explicar en parte, sin justificarlas, las toscas tergiversaciones mencionadas anteriormente.

En la Iglesia Anglosajona

Puede conocerse que los anglosajones observaron la doctrina de la comunión de los santos por la siguiente relación dada por Lingardo en su “Historia y antigüedades de la Iglesia Anglosajona”. Recibieron la práctica de la veneración de los santos, dice, junto con los rudimentos de la religión cristiana; y manifestaron su devoción a ambas en el culto público y privado: en público, celebrando los aniversarios de cada santo y guardando anualmente el Día de Todos los Santos como una solemnidad de primer orden; y en sus devociones privadas, observando las enseñanzas de adorar a Dios y luego “rogar, primero a Santa María, y a los santos Apóstoles, y a los santos mártires, y a todos los santos de Dios, que intercediesen por ellos a Dios”. De este modo aprendieron a elevar a los santos del cielo sus sentimientos de confianza y afecto, a considerarlos amigos y protectores y a implorar su ayuda en momentos de dolor, con la esperanza de que Dios concediese al protector lo que pudiera rehusar al suplicante.

Los anglosajones tuvieron, como los demás cristianos, una veneración especial a la “Santísima Madre de Dios, la perpetua Virgen Santa María” (Beatissima Dei genitrix et perpetua virgo.-Bede, Hom. in Purif.). Sus alabanzas fueron cantadas por los poetas sajones; durante las ceremonias públicas se cantaron himnos en su honor; bajo su patrocinio se levantaron iglesias y altares; se le atribuyeron curaciones milagrosas y se guardaron cuatro fiestas anuales, conmemorando los principales acontecimientos de su vida en la tierra: su nacimiento, la Anunciación, su purificación y Asunción. A continuación de la Santísima Virgen en devoción iba San Pedro, a quien Cristo había elegido como cabeza de los Apóstoles y entregado las llaves del Reino de los Cielos, “con la capacidad principal de poder juzgar en la Iglesia, a fin de que todos conozcan que quien se separe de la unidad de la fe de Pedro o del colegio de Pedro, ese hombre nunca podría alcanzar la absolución de los lazos del pecado, ni admisión en las puertas del reino celestial ” (Beda). Estas palabras de el venerable Beda se refieren, ciertamente, a Pedro mismo y a sus sucesores, pero también evidencian la veneración de los anglosajones por el príncipe de los Apóstoles, una veneración patente en el número de iglesias dedicadas a su memoria, en las peregrinaciones a su tumba y las donaciones a la iglesia que conserva sus restos y al obispo que ocupa su silla. Honores especiales se rendían a los santos Gregorio y Agustín, a quienes debían principalmente su conocimiento del cristianismo. Llamaban a Gregorio su “padre adoptivo en Cristo ” y a sí mismos “sus hijos adoptivos en el bautismo”; y hablaban de Agustín como “el primero en llevarles la doctrina de la fe, el sacramento del bautismo y el conocimiento de su patria celestial”. Mientras estos santos eran honrados por todo el pueblo, cada nación por separado reverenciaba la memoria de su propio apóstol. Así San Aidan en Northumbria, San Birinus en Wessex y San Félix en East Anglia eran venerados como protectores de los países que habían sido el escenario de su labor. Todos los santos mencionados eran extranjeros; pero los anglosajones extendieron pronto su devoción a hombres nacidos y educados entre ellos, y cuyas virtudes y celo en la propagación del cristianismo merecieron los honores de la santidad.

Esta narración de la devoción de los anglosajones a los que elevaron a amigos y protectores en el cielo es necesariamente breve, pero es ampliamente suficiente para mostrar que ellos creían y amaban la doctrina de la comunión de los santos.

Criterios Protestantes

Frente a temas particulares de la comunión de los santos señalaron errores esporádicos el Sínodo de Gangra (Mansi, II, 1103), San Cirilo de Jerusalén (P. G., XXXIII, 1116), San Epifanio (ibid., XLII, 504), Asteritis Amasensis (ibid., XL, 332), y San Jerónimo (P. L., XXIII, 362). También sabemos, por la proposición condenada número 42 y la pregunta número 29 de Martín V en Constanza (Denzinger, nos. 518 y 573), que Wyclif y Hus estuvieron muy cerca de negar el dogma en sí. Pero solo en tiempos de la Reforma se convirtió en tema de discusión la comunión de los santos. Las iglesias luteranas aún en sus primeras confesiones, aunque normalmente adoptaron el Credo de los Apóstoles, o dejaron en el silencio la comunión de los santos o la explicaron como la “unión con Jesucristo en la única verdadera fe” de la Iglesia (Pequeño Catecismo de Lutero), o como “la congregación de santos y verdaderos creyentes” (Confesión de Augsburgo, ibid., III, 12), excluyendo cuidadosamente, si no la memoria, al menos la invocación de los santos, porque la Escritura “nos presenta un solo Cristo, Mediador, Propiciador, Sumo Sacerdote e Intercesor” (ibid., III, 26). Generalmente, las iglesias reformadas mantuvieron la identificación luterana de la comunión de los santos con el cuerpo de creyentes pero sin limitarlo a ese cuerpo. Juan Calvino (Inst. chret., IV, 1, 3) insiste en que la frase del Credo es más que una definición de la Iglesia; lo que conduce a aceptar una coparticipación que, sean cuales fueren las gracias concedidas por Dios a los fieles, estas se comunicarían de uno a otro. Ése es el criterio del Catecismo de Heidelberg, acentuado en la confesión galicana, dónde comunión tiende a significar el esfuerzo de los creyentes por fortalecerse mutuamente en el temor de Dios. Ulrico Zuinglio en sus escritos admite un intercambio de plegarias entre los fieles y duda si condenar las oraciones por los muertos, rechazando exclusivamente la intercesión de los santos como ofensiva a Cristo. Las confesiones escocesa y suiza presentan juntas la Iglesia Militante y la Triunfante, pero mientras la primera silencia su significado, la segunda afirma que ellos sostienen la comunión de unos con otros: “nihilominus habent illae inter sese communionem, vel conjunctionem”.

En las confesiones anglicanas se deja sentir la doble, y a menudo conflictiva, influencia de Martín Lutero y Juan Calvino, con un prolongado recuerdo de la ortodoxia católica. Sobre este punto los 39 Artículos son decididamente luteranos, rechazando “la doctrina romana respecto al Purgatorio, la absolución, el culto y veneración tanto de las imágenes como de las reliquias, y también la invocación de los santos “, porque lo consideran “algo afectado, inventado inútilmente y sin fundamento en la Escritura, antes bien, contrario a la Palabra de Dios”. Por otra parte, la confesión de Westminster, al tiempo que ignora a la Iglesia Sufriente y a la Triunfante, va más allá del criterio calvinista y se acerca a la doctrina católica respecto a los creyentes de este mundo, quienes, dice, “estando unidos en el amor, comulgan mutuamente en los dones y gracias”. En los Estados Unidos, los Artículos de Religión Metodistas, 1784, así como los Artículos de Religión Reformados Episcopales, 1875, siguen las enseñanzas de los 39 Artículos, mientras que la Confesión Bautista de Filadelfia y la Iglesia Presbiteriana de Cumberland, 1829, adoptan la enseñanza de la Confesión de Westminster, 1688. Los teólogos protestantes, al igual que las confesiones protestantes, oscilan entre el criterio luterano y el calvinista.

La causa de la corrupción protestante del concepto tradicional de la comunión de los santos no se encuentra en la pretendida falta de evidencia en la Escritura o en el primer cristianismo en apoyo de ese concepto; competentes escritores protestantes desistieron hace tiempo de forzar ese argumento. También carece de fuerza el frecuente argumento por el que el dogma católico reduce la mediación de Cristo, pues está claro, como ya mostró Santo Tomás (Suppl., 72:2, ad 1), que la mediación ministerial de los santos no reduce, sino que realza, la mediación magisterial de Cristo. Algunos escritores han señalado el origen de esa corrupción en el concepto protestante de la Iglesia, agregación de almas y multitud de individuos unidos por una comunidad de fe y en búsqueda y vínculo de afinidad cristiana, pero en modo alguno organizado o interdependiente como miembros del mismo cuerpo. Su explicación es defectuosa porque el concepto protestante de la Iglesia es paralelo a, pero nunca causante de, su criterio de la comunión de los santos. El motivo verdadero debe buscarse en otra parte. Ya en 1519, Lutero, el mejor defensor de sus tesis condenadas sobre el papado, utilizó la cláusula del Credo para mostrar que la comunión de los santos, y no el papado, era la Iglesia: “non ut aligui somniant, credo ecclesiam esse praelatum … sed … communionem sanctorum”. Esto era simplemente jugar con las palabras del Símbolo. En esa época Lutero aún observaba la tradicional comunión de los santos, con alguna idea de que un día la abandonaría. Renunció a ella cuando formuló su teoría de la justificación. La adopción del lema protestante, “Cristo para todos y cada uno para sí mismo”, en lugar del axioma anterior de Hugo de San Víctor, “Singula sint omnium et omina singulorum” (uno para todos y todos para cada uno –P. L., CLXXV. 416), es la consecuencia lógica] de su concepto de justificación; no es una renovación interior del corazón, ni un verdadero renacimiento de un Padre común, el segundo Adán, ni siquiera una incorporación a Cristo, la cabeza del cuerpo místico, sino un acto esencialmente individualista de fe fiduciaria. Obviamente en tal teología no hay lugar para esa acción recíproca entre los santos, esa diseminación corporativa de las gracias espirituales a los miembros de la misma familia, esa hogareña y santa ciudadanía que une en lo más íntimo de la Católica comunión de los santos. Justificación y comunión de los santos van de la mano. Los esfuerzos que se han hecho para despertar en el protestantismo el viejo y aún estimado dogma de la comunión de los santos, serán necesariamente vanos a menos que se revise la doctrina real de la justificación.

Fuente: Sollier, Joseph. “The Communion of Saints.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.

http://www.newadvent.org/cathen/04171a.htm

Traducido por Miguel Villoria de Dios. L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica