CONFESION DE FE

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En sentido cristiano es la pública manifestación de la propia fe, con la vida y con la palabra. Cuando la ocasión llega es preciso estar dispuesto a confesar la fe con valor y claridad, incluso hasta llegar al riesgo del dar la vida por esa confesión.

El cristianismo ha tenido siempre especial veneración ante el martirio. Y es debido al explí­cito mensaje de Jesús en el Evangelio: “Al que me confesare delante de los hombres yo le reconoceré delante de mi Padre; y al que me negare delante de los hombre, yo le negaré ante mi Padre.” (Mt. 10 33 y Lc. 12. 9)

Por eso, la autenticidad de la fe reclama una confesión ocasional cuando el caso llega, pero sobre todo la pública y permanente confesión con la propia vida. El testimonio de la fe es una de las implicaciones del mensaje evangélico.

Un criterio excelente de educación cristiana es formar al creyente para que no oculte su fe, sino que las manifieste con más o menos decisión, pero siempre sin cobardí­a. Los respetos humanos, el laicismo práctico, la timidez son señales de fe débil.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. martirio, profesión de fe)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Antiguo Testamento

La confesión es una fórmula de fe muy condensada que transmite la experiencia de una comunidad que compendia su visión de lo sagrado y delimita las fronteras espirituales de los creyentes. Puede hablarse ya de confesión de fe en las religiones que tienen cierto contenido dogmático o normati vo. Más precisa resulta la confesión de fe en la experiencia israelita.

(1) Introducción. Las religiones. Distinguimos tres tipos de religiones: cósmicas, mí­sticas y pro fóticas, (a) Las religiones cósmicas proclaman de un modo solemne la supremací­a de un determinado Dios que ha vencido al Caos y empieza a reinar sobre el universo. En esta lí­nea se mueven las aclamaciones de Marduk* en Babilonia (cf. Emana Elish IV, 5; V, 110) o de Ba’lu (Baal*) en la religión de los cananeos, tan cercanos a los israelitas: Mlkn aliyn BU (¡Nuestro Rey es el poderoso Ba’lu!; cf. ¡Reina Yahvé! o ¡Nuestro rey es Yahvé!’. Sal 93,1; 97,1; 99,1). (b) Las religiones mí­sticas, que propiamente hablando carecen de revelación positiva (histórica), no han sentido la exigencia de formular su fe en un credo. Así­ es generoso el hinduismo: todo lo que exprese una experiencia de apertura hacia el misterio puede considerarse como signo de verdadera fe: algunos hindúes destacan la confesión de la identidad de Atmán (vida interior) con lo Brahmán (el absoluto divino); otros pueden acentuar su vinculación a una figura cuasi-personal de Dios considerado como ser supremo (Vishnú o Shiva). Por su parte, ciertos grupos budistas acentúan la doctrina a las tres joyas: ¡Mc refugio en Dhamma! (acepto la ley universal, divina, que en la literatura sánscrita suele llamarse Darma); ¡Mc refugio en Budha! (iluminador o maestro que ha revelado la salvación); ¡Mc refugio en Sangha! (es decir, en la comunidad de los monjes que asumen y recorren juntos el camino de la salvación), (c) Religiones proféticas. Estrictamente hablando, sólo las religiones abrahámicas piden a sus fieles una confesión de fe, pues ellas suponen que existe una ortodoxia: una forma recta y normativa de manifestar la propia fe, en ámbito de iglesia. La confesión central del judaismo es el Shemá (Dt 6,4-5) que implica dos artí­culos: sólo Yahvé es Dios, e Israel es su pueblo, llamado a amar a Dios. La confesión oficial de los cristianos consta de tres artí­culos: creo en Dios Padre, creo en Jesucristo y creo en el Espí­ritu Santo. Los musulmanes unlversalizan y simplifican de algún modo la confesión de fe judí­a en su Saltada o credo básico: “Atestiguo que no hay dios fuera de Allah y que Mahoma es el profe ta [enviado] de Allah”; esta confesión consta también de dos artí­culos: el primero es Dios-Allah, el segundo se centra en Mahoma, profeta de Allah.

(2) Confesión de fe y experiencia israelita. (a) Yahvé es Rey, señorí­o cósmico. Israel no habí­a conocido una confesión estricta, ni una forma exclusiva de entender la experiencia de Dios y el compromiso creyente del pueblo, sino que mantení­a tendencias y fórmulas distintas, que sólo después se han delimitado (sea en el judaismo rabí­nico*, sea en el cristianismo*). Por otra parte, las confesiones de fe de Israel expresan más una forma de actuar (ortopraxia) que una forma de pensar (ortodoxia). Quiero presentar las más significativas, empezando por aquella en la que se pone de relieve el señorí­o cósmico de Yahvé. El Dios israelita, vinculado al recuerdo de los antepasados y a la experiencia del Horeb-Sinaí­ (cf. Ex 3-4), aparece también como Rey del cosmos: así­ despliega su señorí­o en la tormenta y así­ le vemos cabalgando sobre el carro de nubes, bien firme en su Trono, venerado por los fieles que acogen su manifestación y aclaman: “¡Gloria! Yahvé se asienta como Rey eterno” (cf. Sal 29,10). En ese contexto se entiende la sentencia introductoria de los salmos reales: Yhavé Malak, “Yahvé reina” (Sal 93,1; 97,1; 99,1; cf. 47,3.9). Porque ha vencido al caos primigenio, porque ratifica su poder sobre la tierra, en la tormenta y lluvia, y porque actúa como Juez supremo, Yahvé es Rey o Señor de todo lo que existe. Así­ le confiesan sus fieles, cercanos en principio a los de Baal* o Marduk, pero con una diferencia: los israelitas aseguran que sólo Yahvé es el único Señor y que sus fieles deben venerarle en exclusiva, rechazando a los restantes dioses o señores de la tierra (cf. Sal 16,2-3). Confesión implica por tanto exclusión de otros dioses y separación de los israelitas.

(3) Yahvé Nuestro-Dios, confesión pactual. Del señorí­o cósmico pasamos a la experiencia de vinculación personal de Dios con un grupo de creyentes: “Yo (Yahvé) seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (cf. Dt 26,15-19). En esta misma lí­nea se sitúa, tras la entrada en Palestina, la gran alternativa que plantea Josué a sus seguidores, que deben elegir entre Yahvé o los dioses de la tierra. El pueblo en conjunto respon de confesando: “Yahvé es Nuestro-Dios [Elohenu] y así­ le serviremos” (Jos 24,17-18). En tiempo de Elias se repite otra vez la alternativa y de nuevo escoge el pueblo a su propio Dios, en elección festiva, de grandes consecuencias religiosas y sociales: Yahvé liu haElohim (“Yahvé, él es Dios”: 1 Re 19,39). Esta es una confesión de alianza, de tipo doctrinal y social. Iluminado por lo que Yahvé ha realizado a favor de sus fieles, el pueblo se compromete a mantenerse fiel y responderle.

(4) Memoria de liberación, credo histórico. Expande la experiencia anterior y explicita el origen de la relación de Yahvé con los israelitas, narrando su acción en la historia y estableciendo el recuerdo fundador, pues la acción de Dios vincula como pueblo a quienes asumen la memoria de sus intervenciones salvadoras. Así­ venimos del contexto regio (¡Yahvé reina!) o simplemente pactual (¡Soy Vuestro-Dios, vosotros sois mi-pueblo!) al campo de la historia donde Dios actúa y dice: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado de Egipto” (Ex 20,2; Dt 5,6; cf. 1 Re 12,28; Jr 2,6; etc.). Esas palabras de introducción del Decálogo constituyen la expresión más clara de la identidad israelita y se expanden en un Credo histórico más detallado: “Mi padre era un arameo errante; bajó a Egipto y residió allí­ con unos pocos hombres… Pero los egipcios nos maltrataron y humillaron… Gritamos a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz, vio nuestra miseria… y nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido y nos trajo a este lugar…” (Dt 26,5-10; cf. Jos 24,2; Sal 136,78).

(5) Mandato de Dios, confesión histórico-legal. “Cuando mañana pregunte tu hijo: ¿qué son estos mandatos y decretos que os mandó Yahvé…? responderás: Eramos esclavos de Faraón en Egipto y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte… para traernos y darnos la tierra que habí­a prometido a nuestros padres. Y nos mandó cumplir todos estos mandamientos, respetando a Yahvé, nuestro Dios” (Dt 6,20-24). Este credo expande y ratifica los anteriores en una fórmula de fe que cada padre debe transmitir a su progenie, fundando así­ y garantizando el cumplimiento de las leyes que configuran y vinculan a todos los creyentes; el judaismo es religión de familia y vida práctica, y así­ cada padre es ministro de Dios para sus hijos. Este es, quizá, el más completo de los credos de Israel, porque vincula sus tres grandes tradiciones (promesas, éxodo y alianza), para expandirlas y expresarlas en un compromiso de fidelidad que define la vida de los hombres (que deben cumplir los mandamientos). Es credo histórico, y evoca el sentido de los tres tiempos del pueblo: incluye una promesa de la tierra, vinculada a la memoria de los patriarcas; en el centro pone el éxodo o liberación creadora y al fin el pacto, que se expresa en la fidelidad de Israel, que ha de cumplir la Ley de Dios, con sus decretos y mandatos. Este es un credo familiar, pues cada padre ha de enseñarlo a sus hijos, y social, pues cada familia forma parte del pueblo de los liberados por Dios, comprometidos a cumplir sus mandamientos.

(6) Amarás a tu Dios: confesión afectivo-pactual. Ha terminado siendo la más conocida e importante para el judaismo y se titula shemá*, escucha (por su primera palabra). El pueblo nace y se configura escuchando una palabra de Dios, que le pone en pie y le capacita para responder amando, en gesto abierto al conjunto de la comunidad: “Escucha Israel, Yahvé NuestroDios es un Dios único. Amarás a Yahvé tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas…”.

Cf. X. Pikaza, Monoteí­smo y globalización, Verbo Divino, Estella 2001.

CONFESIí“N DE FE
2.Nuevo Testamento

La confesión de fe más especí­fica de la Iglesia ha quedado fijada en la tradición (Credo Apostólico) o en los concilios (Credo Niceno-Constantinopolitano). Se trata de una confesión muy elaborada, de tipo trimembre (trinitaria), que vincula el misterio de Dios con su revelación en Cristo y su presencia por medio del Espí­ritu en la Iglesia. En el Nuevo Testamento no existe una confesión desarrollada de esa forma, pero existen diversos modelos de confesión, que siguen siendo básicos para los cristianos.

(1) Confesión básica. Amar a Dios y al prójimo (amor*). La tradición del Evangelio ha vinculado la experiencia del shemá* (amar a Dios con todo el corazón: Dt 6,4-8) con la exigencia del amor al prójimo, tal como se expresa en el código israelita de la santidad (cf. Lv 19,33), pero unlversalizando el sentido de prójimo (cf. Mc 12,28-34), especialmente allí­ donde Lucas ha introducido en este contexto el comentario de la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37). De esa forma, los cristianos incluyen el amor a Dios y al prójimo más necesitado en una misma confesión de fe-vida mesiánica, que se centra en este doble y único credomandamiento: por una parte se dice al israelita mesiánico (cristiano) que debe amar a Dios con todo el corazón y toda el alma, descubriéndose así­ como alguien capaz de ofrecerle su entrega personal y su afecto; por otra parte se le dice que ha de amar al prójimo como se ama a sí­ mismo; descubriendo así­ que él mismo es objeto de amor. Esta es la confesión más venerable y valiosa de la Iglesia, en el sentido israelita de entolé o mandato básico (cf. Mc 12,28): la revelación fundante del amor a Dios se amplí­a y expresa en la experiencia del amor al prójimo, (a) Este es un credo práctico: confesar la fe significa traducir el amor de Dios en forma de amor interhumano, sabiendo que el prójimo (todo prójimo y no sólo el cercano, israelita) es otro yo digno de amor. Este es un credo que se sitúa en la lí­nea israelita de la ortopraxia más que en la lí­nea helenista posterior de la ortodoxia formal de la Iglesia, (b) Este credo es universal y en principio pueden admitirlo judí­os y cristianos, como suponen Marcos y Lucas, y otros creyentes (budistas, hindúes) e incluso no creyentes, siempre que “Dios” sea sí­mbolo de aquello que define y sustenta en plenitud a los hombres, sabiendo que ha llegado el tiempo mesiánico de la vinculación de todos los fieles, (c) Es un credo exigente, pues implica descubrir al prójimo y amarle (es “como yo”). Teóricamente parece más fácil creer en la Trinidad y en otros “dogmas” cristianos, judí­os o musulmanes, pues lo que ellos piden puede aceptarse básicamente, sin cambiar la vida de los fieles. En contra de eso, este mandato de amor al prójimo, unido al del amor de Dios, es más exigente y define toda la vida y acción de los fieles. El escriba de Mc 12,32-34 acepta gustoso este doble mandamiento, que Lc 10,2728 pone en boca del mismo escriba ju dí­o; pero tanto los escribas judí­os como los cristianos han sentido y sienten la dificultad práctica de confesar de hecho esta fe como lo hace el samaritano de Lc 10,25-37. (d) Este es un credo universal, que supera todo tipo de razón clasista e impositiva, que se expresa en forma de talión o ley y quiere que amemos sólo a los demás en cuanto sirven o valen para nuestros intereses. De esa forma ratifica el valor incondicional de los otros (los prójimos), a quienes debemos amar como a nosotros, pero sabiendo que son diferentes. De esa forma emergen en amor, al mismo tiempo, el prójimo, a quien se debe amar, y el propio yo (que aparece como destinatario de amor), (e) Este credo rompe las estructuras de seguridad y separación social, nacional, económica o religiosa, pues afirma que cada prójimo es presencia de Dios y fuente de identidad para el creyente (he de amarle como “a mí­ mismo”), de modo que puede suscitar problemas a los judí­os que defienden una elección particular de Dios, a los musulmanes que se creen capaces de justificar una guerra santa y a los cristianos que quieren imponer sobre todos su propia supremací­a religiosa. Hay que distinguir, por tanto, la interpretación particular o universal de este mandato: en una lí­nea restringida, esta confesión identifica amor al prójimo con amor al cercano, como a veces se ha dicho: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo” (cf. Mt 5,43); en una lí­nea universal, esta confesión expande el amor a Dios en forma de amor hacia todos los hombres, pues el Dios que es Padre celestial “hace brillar el sol sobre malos y buenos…” (Mt 5,45 par).

(2) Confesión mesiánica. Confesar a Jesús y servir a los necesitados. La confesión de fe israelita (shemá*) está vinculada al amor a Dios; la cristiana, en cambio, sin negar la vinculación con Dios, ha destacado la referencia a Cristo: “A quien me confesare ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32 par). Esta es una confesión de entrega personal y encuentro con Jesús, y con aquellos a quienes él representa. No afirma una verdad general, sino una relación entre Jesús y sus hermanos, tal como ha sido expandida en Mt 25,31-46: “Cada vez que lo hicisteis (dar de comer o beber, acoger o vestir, visitar en caso de enfermedad o cárcel) a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí­ me lo hicisteis”. Entendida así­, esta confesión nos sitúa en la raí­z del testimonio cristiano, orientado al amor concreto a las personas, que se expresa en unas obras de servicio: dar de comer, acoger, (a) Este es un credo o confesión a-titidar, pues no exige que le atribuyamos a Jesús predicados especiales (Cristo, Hijo de Dios o Señor), sino sólo el compromiso de aceptarle, asumiendo su mensaje o formando parte de su movimiento. Esta vinculación personal, transmitida en diversas variantes y relacionada con el signo del Hijo del Hombre (con el ser hombre: cf. Lc 9,26; 12,8-9; Mc 8,38 par), constituye la base de los credos cristianos posteriores y en ella se implican amor a Dios y al prójimo, los dos mandamientos. (b) Este es un credo secular, inserto en el compromiso concreto y constante de la vida. Es eclesial (crea Iglesia) siendo supraeclesial, desbordando las fronteras de cualquier grupo cerrado: no traza una valla en torno a los puros, cumplidores de la alianza, sino que abre el amor de Dios (shemá), por medio de Jesús (Mesí­as de enfermos y pobres, leprosos y excluidos), hacia los necesitados (como en el caso del buen samaritano: Lc 10,25-37). (c) Este es un credo universal. Centrándose en Jesús, amigo y abogado de pobres y excluidos, desborda las fronteras de toda institución, como saben los “justos” que preguntan “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, exiliado y te acogimos?”, para escuchar la respuesta de Jesús: “Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños a mí­ me lo hicisteis” (cf. Mt 25,31-46). Eso significa que la fe en el Dios de Jesús y el carácter mesiánico de Jesús se expresa en un tipo de ortopraxia universal: ser cristiano, hombre mesiánico, es amar a los demás (necesitados, enfermos, expulsados…) de modo concreto y universal. En esta confesión se incluyen todos los que aman en gratuidad, conozcan o ignoren a Jesús de un modo expreso. Jesús no ha venido a fundar una religión particular, sino a culminar la vida humana.

(3) Homologuí­as o confesiones cristológicas (Cristo*, Hijo de Dios*, Señor*). Las primeras confesiones cristianas no implicaban ni exigí­an ningún tí­tulo cristológico, sino la vinculación de amor a Dios y al prójimo (confesión de fe 2) y el servicio universal a los necesitados (confesión de fe 3). Pero muy pronto, a partir de la experiencia pascual, esas confesiones han tomado un sentido cristológico y así­ las presentamos de forma concreta como “homologuí­as” (del griego homologuein, confesar). (a) Jesús es Cristo. La Iglesia en su conjunto ha confesado su fe pascual en Jesús diciendo que es Cristo. Esa confesión tiene un origen judeocristiano y aparece en la respuesta de Pedro (¡Tú eres el Cristo!: Mc 8,29 par), que ha dejado diversas huellas en la tradición sinóptica (Lc 9,22; 19,5.28) y en Juan (Jn 4,26; 9,22; 1 Jn 2,22; 5,1). Ella expresa la fe que algunos seguidores judí­os tienen en Jesús, a quien identifican como enviado de Dios y promotor de su acción salvadora: principio y centro de la nueva humanidad mesiánica, plenitud personal del tiempo: por eso, los creyentes pueden fiarse de él, aceptar su mediación, seguirle en el camino. Fuera del ámbito judí­o ella perdió importancia y el tí­tulo (Cristo) se volvió segunda parte del nombre de Jesús, como muestra el sí­mbolo de fe apostólico: “y creo en Jesucristo…” (cf. 1 Cor 3,11; 8,6; 2 Cor 13,5; 2 Pe 1,14; etc.). Ella debe ser actualizada, en la lí­nea de la primera Iglesia, para recuperar la base judí­a de la fe, centrada en la confesión mesiánica de Jesús, a quien los cristianos veneran como principio de unidad y comunicación de amor para todos los hombres, (b) Jesús es Hijo de Dios. Los sinópticos incluyen esta confesión en la escena del bautismo (Mc 1,11 par), transfiguración (Mc 9,7 par) y tentación satánica (cf. Mt 4,2.6 par; cf. 27,40). El corpus de Juan la asume con relativa frecuencia (Jn 1,34; 1 Jn 4,15; 5,5), formulándola de un modo personal: “Tú eres el Hijo de Dios” (cf. Jn 1,49). Está relacionada con la fe mesiánica (“Eres el Cristo, Hijo de Dios”: cf. Mt 16,16; Jn 11,27; 20,21; Mc 1,1) y con la entrega, en la que Jesús (cf. Mc 14,61-62 par) aparece, al mismo tiempo, como Mesí­as de la humanidad e Hijo pascual (cf. Rom 1,1-3). En principio, la filiación de Jesús no se entiende como una cualidad ontológica, propia de su naturaleza divina, sino como expresión de la importancia de su vida, como enviado del Padre, en intimidad de conocimiento y amor (cf. Mt 11,2530). Pero pronto ella será objeto de un desarrollo dogmático, que el Credo Niceno-Constantinopolitano ha expresado diciendo: “engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, Dios de Dios, luz de luz”. La Iglesia ratifica así­ la identidad divina de Jesús, fijando sus diferencias respecto al judaismo no cristiano y al islam, (c) Jesús es el Señor. Se ha dicho que esta confesión proviene del contexto helenista, cuando los cristianos de origen no judí­o (no mesiánicos) entienden a Jesús como ser celeste que ha triunfado de la muerte y que preside y enriquece por la pascua la existencia de sus fieles. Pero ella aparece al principio de la Iglesia y debe interpretarse también en perspectiva judeocristiana: el mismo Dios-Sin-Nombre, que se manifestó a Moisés como Zarza Ardiente (cf. Ex 3,14), se ha manifestado a los creyentes por Jesús, de manera que ellos pueden llamarle Señor-Kyrios, Dios presente. Este tí­tulo se ha expresado y transmitido en un contexto de culto: la comunidad congregada, enriquecida por la presencia del resucitado, confiesa su gozo y aclama: “Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,11; cf. Rom 10,9; 1 Cor 12,3), reconociendo y asumiendo la grandeza de ese Jesús sobre todos los señores religiosos y polí­ticos de Israel o de Roma (cf. Jn 1,18). Estas confesiones podrí­an completarse con otras, en las que se dice, al menos implí­citamente, que Jesús es Palabra* de Dios, Hijo de Hombre, Mediador o Redentor universal.

(4) Biografí­a rnesiánica de Jesús. La confesión de fe cristiana, que se sigue desarrollando desde el shemá* (amar a Dios y al prójimo) y desde la confesión de Jesús con sus diversos tí­tulos (cf. temas anteriores), ha culminado en una especie de narración rnesiánica de la vida de Jesús, que viene a mostrarse como presencia de Dios para los creyentes. En esa narración se condensan y personifican las confesiones anteriores y lo hacen de una forma narrativa. Estos son los momentos básicos de esa confesión, organizados a partir de su despliegue explí­cito en la Iglesia: resurrección*, muerte, parnsí­a, nacimiento, preexistencia, (a) Resurrección. La primera confesión estrictamente cristiana parece aquella donde los creyentes bendicen a Dios porque “ha resucitado a Jesús…” (Rom 4,24: 10,9; 1 Cor 6,4; Hch 13,30). Más que cristológica, ésta es una confesión teológica: Dios es aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, avalando su mensaje y el sentido de su vida. Esta confesión ratifica la importancia de la vida de Jesús, pues ella permanece y culmina en la resurrección. La pascua no es algo que viene simplemente después, por sorpresa, de modo que podrí­a no haber sido, sino que es la verdad de la historia de Jesús, (b) Muerte de Jesús. Antes que objeto de fe, la muerte de Jesús empezó siendo dificultad para creer, como suponí­an los sacerdotes judí­os (cf. Mc 15,25-32) y como añaden todaví­a muchos musulmanes (Dios no pudo abandonar a su profeta). La muerte es el escándalo, el último enemigo (cf. 1 Cor 15,26). Pero Jesús ha muerto protestando contra los poderes de aquellos que le han matado y los cristianos han descubierto que Dios ha venido a revelarse en su cruz como principio de resurrección. Lo que en un aspecto fue derrota (Jesús no trajo el Reino, ni cambió externamente los poderes de sistema), ha sido victoria de amor: Jesús ha muerto por los pecados de los hombres (para ofrecer su perdón precisamente a aquellos que le han matado). Desde aquí­ se entiende la revelación central del Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16; cf. Rom 8,31-32). (c) Exaltación y pamsí­a: está sentado, ha de venir… Los cristianos han expandido la experiencia de pascua y han superado el escándalo de la muerte de Jesús poniendo de relieve su exaltación y venida futura. Por eso afirman que Jesús está sentado a la derecha del Padre (cf. 1 Pe 3,22; Rom 8,34; Ef 1,20), con autoridad de amor sobre la historia (subió a los cielos), y añaden que vendrá a juzgar a vivos y muertos (Hch 10,42; 1 Pe 4,5; 2 Tim 4,1), culminando y cumpliendo de forma cristológica su anuncio de Reino: “el Tiempo se ha cumplido…”. El Reino venidero se identifica con Jesús, que vincula y acoge en torno a su persona (en su amor pascual) a los expulsados de la historia, cojos-mancos-ciegos, hambrientos y cautivos, como sabe Mt 25,3-46. (d) Principio, nacimiento mesiánico. Una vez que ha llegado a la meta (parnsí­a), la pascua se expande hacia atrás, para confesar que Jesús nació a la vida humana “por gracia de Dios”. En esa lí­nea, el credo apostólico afirma que “fue concebido por obra del Espí­ritu Santo y nació de la Virgen Marí­a” (Lc 1,28-36; Mt 1,18-25; cf. Ignacio: Ef 18; Mgn 11; Tral 9). La Iglesia ha rechazado así­ el riesgo doceta, que harí­a de Jesús un avatar divino, en la lí­nea hindú. En principio, la concepción por el Espí­ritu se entiende en plano total (alma y cuerpo, totalidad humana), sin entrar en problemas de sexo o biologí­a en cuanto tal. Pero gran parte de la Iglesia posterior, influida por un dualismo helenista, ha destacado su aspecto biológico. En el fondo, partiendo de la experiencia de Jesús, los cristianos pueden afirmar que todos ellos nacen de manera virginal, superando el plano biológico, como muestra el sí­mbolo bellí­simo de la Virgen-Madre (cf. Jn 1,12-13). (e) Principio divino: preexistencia. En otra perspectiva, la tradición de Juan (discí­pulo amado) ha presentado a Jesús como ser divino antes del tiempo, Logos, Hijo eterno de Dios encarnado. En esa lí­nea se sitúa el credo de Nicea-Constantinopla, al oponerse a los arrianos, diciendo: “nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Luz, de la misma naturaleza que el Padre”. La persona y obra de Jesús se inscribe en el misterio intradivino: no es alguien que ha empezado sin ser antes, un accidente transitorio de la historia, sino que forma parte de la misma eternidad divina.

(5) Confesión trinitaria. El cristianismo posterior ha extendido la confesión de fe de forma teológica, de tipo trinitario: son creyentes aquellos que por Jesús han penetrado en el misterio de Dios, viéndole como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, según dice ya Mt 28,16: “Bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”. En esa lí­nea, el credo cristiano se extiende y elabora, incluyendo tres partes o afirmaciones: una más teológica (¡creo en Dios como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo!), otra más cristológica (cuenta la vida de Jesús: ¡nació, murió, resucitó!) y otra finalmente más antropológica (incluye el compromiso creyente de comunión universal).

Cf. A. Grillmeier, Jesucristo en la fe de la Iglesia, Sí­gueme, Salamanca 1998; J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980; X. PikaZA, Dios como Espí­ritu y Persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1990; Enquiridion Trinitatis, Sec. Trinitario, Salamanca 2005; B. SesBOÜE y J. Wolinski, El Dios de la Salvación I, Sec. Trinitario, Salamanca 1995.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Significado de la Confesión de Fe. -2. Validez de los Credos. – 3. La Confesión de Fe como expresión personaL – 4. Fruto del desarrollo integral de la Fe. – 5. El Espí­ritu en la Confesión de Fe.

1. La fe cristiana es la respuesta libre y confiada del ser humano a Dios, que se revela a través de su Palabra, hecha carne en Jesús de Nazareth.

Es posible creer, porque Dios se manifiesta al ser humano y porque el Espí­ritu de Dios ilumina la inteligencia y el corazón, capacitando para ofrecer una respuesta que brota de la libertad y que compromete toda la vida.

Confesar la fe equivale a dar testimonio de ella. El cristiano, que ha descubierto el “tesoro escondido”, o la “perla preciosa”, corre, entusiasmado, a comunicar esta Buena Noticia a quienes le rodean. La Confesión de Fe es una consecuencia lógica de la profunda alegrí­a que el creyente ha experimentado al encontrarse con Jesucristo. Pero es, además, una urgencia de responder a la llamada del Señor: “A quien me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre” (Mt 10,32).

Quienes mejor han confesado su fe han sido los mártires. Ellos han dado el testimonio más convincente: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida”. Pero también los santos canonizados, aunque no mártires, son considerados como confesores de la fe, porque su vida ha sido un constante testimonio del Dios en quien han creí­do. Ellos constituyen una referencia permanente para los creyentes de todos los tiempos.

Bastará recordar la anécdota de la vida de San Ignacio de Loyola, referida por sus biógrafos. Se cuenta que, cuando Ignacio de Loyola tuvo que permanecer largo tiempo de convalecencia en su casa natal de Loyola, curando las heridas sufridas en la batalla de Pamplona, el inquieto militar pidió libros de caballerí­as para entretener su tiempo. Al no disponer de ellos, le dieron a leer el Flos Sanctorum, las vidas de los santos. De esta lectura se sirvió Dios para llegar al corazón de Ignacio. “Si éstos han sido capaces de hacerlo, ¿por qué yo no?”, se preguntó Ignacio. De este modo el testimonio de los santos, confesando con su vida la fe en Jesucristo, resultó definitivo en la conversión de Ignacio de Loyola. Confesar la fe a través del testimonio de la propia vida es, pues, el modo idóneo de comunicar a otros la experiencia gozosa del descubrimiento de Dios y de la entrega a El.

Con esta misma expresión de Confesión de Fe podemos también significar la proclamación pública del contenido de nuestra fe. Esta proclamación se suele realizar, cuando se utilizan los Sí­mbolos de la fe o Credos. “Con el término de sí­mbolos de la fe, confesiones o credos se designa normalmente un resumen preciso, más o menos breve y fijo, de los contenidos esenciales de la fe cristiana” (S. DEL CURA “Nuevo Diccionario de Catequética”, Madrid (1999), 522).

2. Estas formulaciones tradicionales de la Confesión de Fe, que son los Credos de la Iglesia Católica, mantienen su validez, en cuanto que, de forma breve y compendiada, expresan la fe de la Iglesia. La riqueza teológica, que en ellos se encierra, nos resulta obvia y meridianamente clara para el común de los creyentes; necesita una amplia explanación, como han tratado de hacer muchos autores.

Los diferentes Credos de la Iglesia Católica, por su carácter intemporal, en cuanto que valen para todos los tiempos, resultan hoy poco encarnados en nuestra cultura postmoderna. Hoy, por ejemplo, dirí­amos: Creo en Dios, Padre y Madre, para evitar el lenguaje sexista. Tal vez por esa razón “dicen” poco a muchos de nuestros cristianos. Será preciso un esfuerzo ulterior de inculturación, que haga más comprensibles sus contenidos desde las categorí­as de la cultura de hoy. Pero este esfuerzo puede correr el peligro de producir un cierto empobrecimiento. El traductor o adaptador traiciona algo al original, afirma el dicho popular. Con todo, a pesar de ello, es necesario este esfuerzo de inculturación, si queremos que los Credos, recibidos de la tradición, continúen siendo significativos para el hombre y la mujer de hoy.

3. En épocas antiguas la Confesión de Fe tuvo como finalidad FIJAR los contenidos de la fe frente a las numerosas herejí­as. Con ello se pretendí­a asegurar la identidad del creyente. En el momento actual, sin quitar importancia al concepto anterior, al confesar la fe queremos expresar nuestra propia identidad personal como creyentes. En la Confesión de Fe tratamos de decirnos y de transmitir a otros cómo integramos la dimensión creyente en el desarrollo armónico de nuestra personalidad. Podrí­amos afirmar que la Confesión de Fe se orienta, en un primer momento, a saber expresar en quién creemos y por qué creemos. Pero hoy esto solo no basta. Será preciso saber expresar cómo creemos, cómo hemos sabido articular nuestra dimensión creyente en el Dios de Jesucristo con nuestro proyecto personal de ser hombres y mujeres de nuestro tiempo, plenamente integrados en nuestro mundo y en nuestra sociedad. Hay factores que piden hoy con urgencia poder manifestar ésta última dimensión de la Confesión de Fe, como son: la secularización de la cultura y de la vida, la increencia bastante generalizada y la relevancia del humanismo en la cultura moderna. El hombre de hoy no discute tanto las razones argumentativas para creer o no creer, cuanto el sentido práctico de si vale la pena tener algún tipo de fe. ¿Qué “pinta” la fe en un proyecto de vida, plenamente humano?
En el supuesto de haber podido respondernos a esta pregunta, con toda seguridad estaremos diciendo en quién creemos, cuál es la imagen que tenemos del Dios de Jesucristo, y también por qué creemos, qué plus de sentido nos transmite la fe en Jesucristo.

Es evidente que, en esta Confesión de Fe, el creyente estará volcando una gran parte de su experiencia personal. En este sentido podemos afirmar que la Confesión de Fe, en nuestro mundo de hoy, adquiere un valor más significativo en la medida en que sea capaz de expresar la experiencia vivida en la historia personal de cada uno: cómo la fe en Jesucristo y en el Dios de Jesucristo nos impulsa a una realización humana más plena personal y socialmente.

Vista esta realidad desde la perspectiva de quienes escuchan la Confesión de Fe, podemos asimismo afirmar que la Confesión de Fe resulta más interpeladora, no por razón de los brillantes argumentos racionales que empleemos, sino por razón de la riqueza de experiencia personal, que en ella volquemos.

Tengamos asimismo en cuenta que la experiencia personal de fe no es algo estático sino dinámico. El ser humano es experiencia. Y ésta va cambiando, enriqueciéndose, a medida que uno va viviendo. Esta experiencia de fe, que tratamos de volcar en la Confesión de Fe, es una vivencia dinámica, que evoluciona con el paso de la vida. Por eso no es de extrañar que seamos capaces de formular diferentes Confesiones de Fe, en distintas fases de nuestra vida. Estas confesiones de fe no variarán en los contenidos doctrinales fundamentales, pero sí­ podrán subrayar acentos diferentes en épocas distintas de la vida de cada persona. Esto mismo ocurrirá, con mayor razón, cuando examinamos la Confesión de Fe de diferentes personas. No solamente la pluralidad de palabras que podemos emplear, sino los diferentes sentidos que demos a una misma palabra, nos llevará a descubrir notables diferencias en la Confesión de Fe de, por ejemplo, los doce monjes de un mismo monasterio; es como una sinfoní­a de sonidos que confluyen armónicamente en una unidad de fe.

Leer las Confesiones de Fe de San Pablo, de San Juan, de las comunidades cristianas primitivas en las Iglesias del Nuevo Testamento nos llevan a la misma conclusión. Y escuchar a Santa Teresa o a San Juan de la Cruz, en las Confesiones de Fe de sus experiencias mí­sticas, nos ayudan a percibir la riqueza inagotable de las experiencias personales de fe, que posteriormente se traducen en Confesiones de Fe.

De lo dicho hasta ahora podrí­a deducirse que cada uno tenemos derecho a “fabricarnos” una imagen de Dios a la medida de nuestras conveniencias. Este peligro es real. Por esta razón la propia Confesión de Fe precisa del contraste con otras Confesiones de Fe de otros creyentes, teniendo siempre como referencia obligada la Confesión de Fe expresada por el Magisterio autorizado de la Iglesia.

La comunicación de la propia experiencia de fe es práctica común en la vida de las pequeñas comunidades cristianas. El ejercicio frecuente de esta comunicación facilita, en gran medida, el poder perfilar la Confesión de Fe personal de cada cristiano. Tanto para ahondar en la propia experiencia de fe como para ser enriquecido por las experiencias ajenas, será muy conveniente, en toda pastoral evangelizadora, multiplicar los grupos o comunidades pequeñas de cristianos. Frecuentemente estas comunidades van formándose a lo largo de los procesos de catequesis de adultos.

4. La Confesión de Fe es fruto del desarrollo integral de la fe. La fe en Dios, Padre-Madre, en Cristo el Señor, en el Espí­ritu santificador, en la Iglesia, comunidad de salvación es el sustrato más hondo y globalizador de la vida de un cristiano. Este sustrato básico y fundamental va desarrollando y modelando el ser y el vivir del cristiano. Sus formas de pensar, sus criterios, sus valores, sus sentimientos, sus actitudes y comportamientos van siendo modelados por la nueva luz que le viene de la fe. El dinamismo de la fe experimenta un desarrollo, maduración y perfeccionamiento, que lleva al cristiano a impregnar de un nuevo sentido la totalidad de su vida. Va naciendo, creciendo y desarrollándose el hombre nuevo por la acción del Espí­ritu y a través de la comunidad. La vigorosa expresión de San Pablo “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí­” (Gal 2,20) apunta a la meta de esta progresiva transformación.

Sólo cuando el cristiano ha desarrollado, en cierta medida, una mejor comprensión de los contenidos de su fe, cuando ha ejercitado su afectividad y sentimientos en una relación personal con Jesucristo, cuando ha iniciado seriamente un estilo de vida más comprometida a favor de la justicia y de la fraternidad, entonces es capaz de elaborar su propia sí­ntesis, esto es: hacer su propia Confesión de Fe. Entonces está confesando en qué Dios cree, cuáles son los móviles que le inducen a creer y cómo su fe es un componente fundamental de su propia comprensión como hombre o mujer, como ciudadano y miembro de la sociedad.

No es legí­timo pensar que este camino es privativo de cristianos intelectualmente preparados en conocimientos de teologí­a; está, por el contrario, abierto a la gente sencilla. Gente sencilla, que “ha sido seducida” por Dios (Jer 20). No se trata, sin más, de hacer un elogio de la “fe del carbonero”, una fe sin apenas conocimientos, sino de valorar los ejemplos de fe recia, sólida, convencida, que nos ofrece tantas veces la gente considerada socialmente sencilla. “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla” (Lc 10,21).

El mundo necesita confesores. En algún tiempo se repetí­a con frecuencia que nuestra sociedad necesita menos teólogos y más testigos. En esta afirmación resuena el aforismo clásico “obras son amores y no buenas razones”. En todo tiempo ha sido necesaria la presencia de testigos que, con un estilo de vida fuertemente marcado por la fe, ofrecieran un modelo de contraste con otra forma de vivir, guiada por criterios mundanos. Los santos han ejercido esta influencia en la sociedad de su tiempo y en generaciones siguientes. Pensemos en la influencia multisecular de San Martí­n de Tours, San Francisco de Así­s, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, etc.

Con la llegada de la modernidad, la confrontación entre los ideólogos humanistas y los teólogos cristianos obligó a un esfuerzo de reflexión, que permitiera hacer comprensible la razonabilidad de la fe. Han sido superados, al menos de momento, los conflictos entre ciencia y fe, entre humanismo y teí­smo; se ha puesto de manifiesto suficientemente que no es incompatible creer en el hombre y creer en Dios. Sin embargo, en el orden práctico, se sigue percibiendo la diferencia entre creyentes e increyentes. Unos se entregan, por la fe, al Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo y que nos llama a continuar la obra del Reino de justicia y liberación de los hombres. Otros dejan a un lado esta cuestión, porque afirman que de Dios nada se puede saber, que está más allá de nuestra experiencia.

Por esta razón se aprecia, con mayor urgencia, la necesidad de confesar la fe, siendo testigos de ella en la forma de vivir. Un estilo de vida que resulte interpelador, por su carácter excéntrico, al servicio de la causa de los pobres, de la defensa de la justicia, de la transformación de la sociedad. Quien vive o intenta, al menos, vivir de esta manera está confesando su fe; es testigo del Dios Padre de todos; convierte el amor generoso y desinteresado en el primer plano de sus motivaciones. De esta manera puede hacer significativa su Confesión de Fe. Está prestando un servicio impagable a nuestra sociedad. Contribuye eficazmente a la transformación del mundo. Y vuelve a hacer creí­ble el corazón de la fe cristiana.

5. El Espí­ritu Santo y la Confesión de Fe. “Nadie puede decir ¡Jesús es Señor!, si no es impulsado por el Espí­ritu Santo” (1 Cor 12,3). “Recibisteis un Espí­ritu que os hace hijos y que nos permite gritar ¡Abbá! ¡Padre!” (Rom 8,16). La fe es don de Dios. No es fruto del esfuerzo humano. Es comunicación gratuita de Dios. Al ser humano le toca acoger, desde la libertad, este don y responder a él con la entrega obsequiosa y confiada. En este diálogo entre Dios y el hombre, el Espí­ritu es como un alternador, que transforma la corriente continua del amor de Dios en una corriente alterna, al capacitar al ser humano para responder a Dios.

Aun siendo conscientes de la pobreza de la palabra humana para explicar lo inexpresable de Dios, podemos caer en cuenta de que la Confesión de Fe sólo es posible gracias a la acción del Espí­ritu Santo. El nos permite reconocer a Jesús como el Señor. El nos descubre, en Jesús, el rostro del Padre. El es, en definitiva, el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Creemos, por tanto, en Dios
Padre y en su enviado Jesucristo mediante la acción el Espí­ritu. La Confesión de Fe abarca la realidad de la Trinidad, es confesión de un Dios trino, que mora en el corazón del creyente: “a quien me ama mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

Quienes son guiados por el Espí­ritu están en condiciones de confesar su fe, de manera que pueden comunicar, a quienes les escuchan, que vivir al servicio del reino es una opción razonable y, además, profundamente gozosa. Una opción libre, plenificadora, que ofrece un profundo sentido a su condición de hombre o mujer.

BIBL. – J. COUANTES, La fe de la Iglesia Católica, Católica, Madrid, 1986; J. A. GARCíA MONJE, Unificarse como persona creyente, Teologí­a y Catequesis 60 (1996); J. GARRIDO, Adulto y cristiano. Crisis de realismo y madurez cristiana, Sal Terrae, Santander; 1989.

José Manuel Antón Sastre

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Confesión y profesión de fe en la catequesis. II. Credos, confesiones o sí­mbolos de fe: 1. Funciones de los credos; 2. Contenido de los credos; 3. Credos principales. III. Los credos y la comunicación actual de la fe.

I. Confesión y profesión de fe en la catequesis
El Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997 asegura que “la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe”1, indicando de esta manera cuál es el lugar originario y la meta de la catequesis. Pero la fe no se confiesa sólo con palabras, enunciados doctrinales o formulaciones precisas, sino que tiene un sentido más amplio e integral, que desborda el marco estricto de la recitación del credo. Confesar la fe implica compromisos. Se confiesa con la vida, con los hechos, mediante la praxis, a través del testimonio. Por ello, los confesores son siempre testigos que, al proponer la fe, se exponen a sí­ mismos, arriesgando la propia vida si fuera preciso; los mártires constituyeron desde siempre el testimonio confesante por excelencia2.

Toda la acción catequética se orienta hacia el logro de una confesión de fe viva, explí­cita y operante (DGC 56, 66), hacia una adhesión global a Jesucristo desde la sincera conversión del corazón (RMi 20). En este sentido, la confesión de fe es meta de la catequesis (DGC 218). Si bien con frecuencia las expresiones confesión y profesión de fe se usan como intercambiables, a continuación el tratamiento se restringe a los credos o sí­mbolos3, los cuales, sin embargo, están estrechamente relacionados con el testimonio integral de la fe y desempeñan un papel importante en la acción catequética.

II. Credos, confesiones o sí­mbolos de fe
Con el término de sí­mbolos de fe, confesiones o credos se designa normalmente un resumen preciso, más o menos breve y fijo, de los contenidos esenciales de la fe cristiana. Credos, por la primera palabra con que normalmente comienzan (credo, credimus, creo, creemos) y profesiones de fe, porque compendian la fe profesada por los cristianos (CCE 187). La proveniencia, el significado y los motivos de su designación como sí­mbolo no se hallan suficientemente dilucidados. A pesar de su origen griego (symbolon), el término aparece por vez primera aplicado a los credos en el occidente latino, en concreto en Cipriano de Cartago, quien asegura que el cismático Novaciano bautiza con el mismo “sí­mbolo que nosotros los católicos… y no parece diferenciarse de nosotros en el interrogatorio bautismal” (Ep. 69, 7; Hartel II, 756). Por su parte, Firmiliano de Cesarea, a propósito del bautismo administrado por una mujer desequilibrada, admite que no faltaba ni el “symbolum Trinitatis ni el interrogatorio establecido por la Iglesia” (Ep. 75, 11; Hartel II, 817s). En Oriente se hablaba normalmente de la fe o de la doctrina, no hallándose el término symbolon para designar al credo hasta los así­ llamados cánones del concilio de Laodicea (Mansi 2, 563s). Siguiendo a Rufino (CCL 20, 2), bastantes autores antiguos y modernos interpretan sí­mbolo en el sentido de signo (indicium) o señal, pero como equivalente de collatio (composición conjunta, resultado de diversas aportaciones), explicación que se funda en la semejanza existente entre los términos griegos symbolon y symbol (collatio), y en el falso supuesto de la composición del credo por los doce apóstoles (cf infra, Sí­mbolo apostólico). Otros4, al significado de sello acreditativo y distintivo (PL 38, 1058), añaden el de pacto, acuerdo, contraseña, garantí­a legal (PL 38, 1072).

Algunos de estos significados son recogidos por el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 188). Por su parte, varios investigadores modernos, apoyándose en testimonios antiguos (CSEL 4, 198), opinan que la asunción del término sí­mbolo para designar a los credos cristianos proviene de las religiones mistéricas, en las que symbola equivalí­a a las fórmulas estereotipadas, conocidas por los iniciados, que serví­an de signos identificativos. Kelly, después de atender a las distintas hipótesis, da por seguro que “primitivamente el symbolum significó las tres preguntas bautismales”5, lo cual estarí­a confirmado por el concilio de Aries (314) que en su c. 9 ordena interrogar sobre el sí­mbolo a los que provienen de la herejí­a para comprobar si responden con la Trinidad, en cuyo caso no han de ser nuevamente bautizados (CCL 148, 10s).

A pesar de su influencia recí­proca y de su semejanza con otras fórmulas doctrinales, como las reglas de fe (regula fidei, regula veritatis), estas no son intercambiables sin más con el sí­mbolo bautismal, pues la regla de fe es un compendio de la fe cristiana propio de la tradición doctrinal de una iglesia concreta, resumen flexible en su extensión y tenor literal, pero coincidente en el contenido nuclear de la doctrina (CCL 1, 197s; 2, 1160, 1209; Adv. Haer. 1,101); por otra parte, la regla de fe se configuró en un ambiente de polémica antignóstica y antiherética, por lo que en la primera antigüedad cristiana era valorada como garantí­a y prueba de ortodoxia doctrinal.

1. FUNCIONES DE LOS CREDOS. Para el Catecismo los credos son resumen y expresión de la fe (CCE 186), formulados en un lenguaje común y normativo (CCE 185), que sirven a la unidad entre los creyentes y alimentan la comunión intraeclesial (CCE 197). Por su parte, el Directorio general para la catequesis los valora como pilares de la exposición catequética (DGC 130), que en su explicitación están llamados a ser fuente de vida y de luz para el ser humano (DGC 117), y que constituyen un elemento inherente a todo proceso orgánico de catequesis (DGC 89, 154, 240). Son algunas de sus numerosas funciones. Esta diversidad se halla relacionada con la circunstancia vital (Sitz im Leben) en la que fueron surgiendo6. Algunos, como Cullmann, intentaron poner en relación el origen de las profesiones de fe con una gran diversidad de situaciones propias de las comunidades cristianas, tales como el bautismo y catecumenado, los exorcismos, las diversas celebraciones litúrgicas, la catequesis, las persecuciones, las controversias con la herejí­a. Pero, ante la ausencia de testimonios documentales que prueben esta pluralidad de situaciones, como momentos originarios, antes del siglo III, sigue prevaleciendo la tesis tradicional que relaciona originariamente la profesión de fe con el bautismo, su preparación y su celebración (la introducción del sí­mbolo en la celebración eucarí­stica no parece haber tenido lugar antes del siglo VI).

Kelly sostiene que “la verdadera y original finalidad de los credos, su primaria raison d’étre, fue su papel de afirmaciones solemnes de fe en el contexto de la iniciación bautismal”7. A este respecto es usual distinguir entre credos declaratorios y credos en forma de pregunta-respuesta. Los credos declaratorios, o recitación (pública, solemne) en primera persona de fórmulas fijas, no pueden datarse antes del siglo IV, al menos no hay ningún testimonio explí­cito a su favor. Explicar este silencio recurriendo a la disciplina del arcano (el sí­mbolo se transmití­a oralmente, se aprendí­a de memoria y solamente era conocido por los iniciados en la fe), no parece convincente, pues nada indica que tal disciplina, de la que hay testimonios en el siglo IV (PG 33, 852ss; PL 14, 335; CCL 20, 2), tuviera también vigencia en los siglos anteriores, en los que se citan las reglas de fe, se describe la constitución de la Iglesia y se expone públicamente la celebración litúrgica (Ireneo, Hipólito, Justino). De ahí­ que investigadores recientes8 hagan de este argumento e silentio -de falta de pruebas escritas- motivo suficiente para no hablar de credos declaratorios antes del siglo IV. ¿Se dieron, entonces, desde los comienzos las fórmulas interrogatorias, acompañadas de las respuestas respectivas y relacionadas con la celebración litúrgica del bautismo? Kelly ha hecho un esfuerzo detallado y encomiable por descubrir sus huellas y sus antecedentes en los siglos anteriores (Tertuliano, Justino, Hipólito), incluso en los mismos textos del Nuevo Testamento (He 8,36-38; 16,14s.; lPe 3,21; 1Tim 6,12; Heb 4,14).

Pero también en este punto otros autores se muestran menos optimistas en la valoración de sus resultados, reteniendo como no demostrado irrefutablemente el uso del credo en la liturgia bautismal de los dos primeros siglos y considerando algunas reconstrucciones de fórmulas interrogatorias hechas por Kelly (por ejemplo a propósito de Ireneo y Justino) como una combinación hipotética9.

Puede retenerse, no obstante, como elemento seguro una estrecha relación entre estructura trinitaria del bautismo (Mt 28,19) y estructura de los sí­mbolos de fe. Estos tienen también una función de alabanza y de adoración, son doxologí­a confesante; hacia ello apuntan las distintas formulaciones, desde las más simples hasta las más complejas, densas, elegantes y elaboradas. Así­ se explica la recitación de los sí­mbolos en las celebraciones litúrgicas (lex orandi, lex credendi), en las que el reconocimiento adorante de Dios es presupuesto, acompañante y meta.

El bautismo es uno de los momentos más decisivos en la vida de un cristiano y es normal que en estas circunstancias se haga la confesión de fe. También poseen una función identificativa y comunitaria. En ellos se pone de manifiesto la propia identidad creyente (el sí­mbolo como señal acreditativa y testificativa) y se expresan e intensifican los lazos de pertenencia y las vinculaciones comunitarias; ellos son expresión pública de la fe compartida y fortalecimiento múltiple de la comunión. Por esto el rechazo global o parcial de las confesiones de fe lleva de por sí­ a la excomunión. Así­ se explica el carácter delimitativo de las mismas, pues sirven para diferenciarse frente a otros grupos religiosos y no religiosos. Así­ se entiende también el carácter defensivo10 o polémico, en contra de las interpretaciones equivocadas o heterodoxas, que algunos credos han adquirido a veces en su decurso histórico. Pero serí­a incorrecto interpretar esta función como autoafirmación excluyente o enclaustramiento complacido en el propio gueto; sólo desde la propia identidad creyente es posible el diálogo riguroso y la apertura para con los otros.

2. CONTENIDO DE LOS CREDOS. El Directorio dedica el c. II de la 2a parte al contenido de la catequesis, teniendo como punto de referencia el Catecismo, en el que el sí­mbolo constituye el primero de los cuatro pilares que sostienen la transmisión de la fe (DGC 122). Esta referencia inspira la articulación cristológico-trinitaria, que confiere “un profundo carácter religioso” (DGC 123). En repetidas ocasiones se insiste en la importancia de esta articulación, para vincular bien la confesión de fe cristológica (“Jesús es Señor”) con la confesión trinitaria (“Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espí­ritu Santo”), estableciendo este cristocentrismo trinitario a la cabeza de los criterios que han de guiar la presentación del mensaje evangélico (DGC 97s.) y la estructura interna de la catequesis en cualquier modalidad de presentación (DGC 100). Radica aquí­, sin duda, uno de los avances significativos respecto al Directorio general de pastoral catequética de 1971 (DCG 41). Y un efecto de la adhesión más estricta y amplia a los textos del Nuevo Testamento. Cristo es en rigor lo que los apóstoles confiesan y anuncian11, el contenido de su kerigma, el evangelio en persona.

Esta fe cristiana ofrece, ya a finales del siglo I, un perfil bastante preciso y delimitado, no solamente como cuerpo doctrinal transmitido, sino también como conjunto de sumarios más o menos convencionales, diversos en estilo, frecuencia, trasfondo vital y estructura. Hay formulaciones que tienen una sola cláusula de carácter cristológico, otras que ofrecen una estructura bimembre al referirse a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo, y otras que amplí­an triádicamente su estructura, al incluir también al Espí­ritu Santo.

a) Las fórmulas de carácter cristológico resaltan lo especí­fico de la fe cristiana en continuidad y discontinuidad con su trasfondo judí­o, reconociendo a Jesús de Nazaret como aquel en quien se han cumplido las expectativas mesiánicas y se ha hecho realidad la salvación de Dios. En su configuración más sencilla, son homologí­as, aclamaciones de Jesús bajo tres designaciones distintas: Señor (lCor 12,3; 16,22; Flp 2,11; Rom 10,9), Cristo (He 2,36; Un 2,22), Hijo de Dios (He 8,37; Heb 4,14; Mt 16,16; Jn 1,29). Estas aclamaciones sencillas se amplifican en formulaciones centradas en la muerte y resurrección de Cristo; más o menos estereotipadas, incluyen referencias a la encarnación y a la vida terrena de Jesús y vienen a decir: Cristo es el crucificado, resucitado por Dios, en favor nuestro y para nuestra salvación (Rom 1,3s.; 4,24s.; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,3-5.14s.; 2Cor 4,13s.; Col 2,12; lTes 1,10; Gál 1,1; 4,4). Es lo mismo que dicen algunos himnos cristológicos que podrí­an considerarse como fórmulas de fe ampliadas, estructuradas rí­tmicamente, usadas en las celebraciones litúrgicas y orientadas a que toda la comunidad termine aclamando a Jesús como el Señor de la creación entera (1Tim 3,16; F1p 2,6-11).

b) Las fórmulas de estructura bimembre se refieren simultáneamente a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo. La fe de Israel en un solo Dios era una fe monoteí­sta que también los cristianos compartí­an. Ahora bien, estos debí­an dar cuenta igualmente del acontecimiento Cristo, de modo que su fe en Dios aparecerá unida siempre a Jesús y, por ello, creerán en el único Dios como aquel que ha resucitado de entre los muertos al Señor Jesús. Ambos, Dios Padre y su Hijo Jesucristo, aparecen simultáneamente mencionados (1Cor 8,6; 1Tim 2,5s; 6,13s; 2Tim 4,1). Para los cristianos no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas. No hay más dioses ni señores que merezcan reconocimiento y obediencia, ni que puedan aportar la salvación. La referencia al único Dios era obvia para quien procedí­a del judaí­smo (cf Jos 24; Dt 6,4), aunque quizá no tanto para el perteneciente al ámbito del mundo gentil o pagano.

Al hablar de Dios como el Padre no solamente se recoge una tradición veterotestamentaria sobre Yavé como Padre de Israel, sino también el eco de la invocación de Dios como Abba por parte de Jesús; se trata del Padre de Jesucristo. Y su Hijo es el único Señor, que ha tenido también su papel en la creación de todas las cosas, en referencia clara a la mediación creadora y a la preexistencia de Cristo. Se trata, pues, de una unidad inescindible e irrenunciable entre el reconocimiento confesante de Dios y el de Jesucristo (cf 1Cor 8,6); en esta confesión se expresa la continuidad de la fe cristiana con la del Antiguo Testamento (monoteí­smo) y, al mismo tiempo, lo distintivo cristiano frente a ella (pertenencia de Jesucristo, el Hijo de Dios, a la realidad divina del Dios único).

c) Finalmente, también se dan en el Nuevo Testamento fórmulas triádicas, donde junto al Padre y al Hijo es mencionado el Espí­ritu (1Cor 6,11; 12,4s; 2Cor 1,21s; 1Tes 5,18s; Gál 3,11-14; 2Cor 13,14; Mt 28,19). Pero las explí­citas son muy escasas y no pueden considerarse, sin más, aclamaciones homológicas o confesiones de fe; más bien son fórmulas de saludo o bendición litúrgica (2Cor 13,14) o simplemente la fórmula bautismal en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo (Mt 28,19). Su escasez no significa que la fe trinitaria se halle ausente del Nuevo Testamento o que no tenga fundamentación alguna en sus textos. Si es cierto que las formulaciones de la teologí­a trinitaria posterior son, en gran parte, elaboración de la reflexión creyente, también lo es que la revelación salví­fica de Dios Padre en Jesucristo y en el Espí­ritu tiene una estructura trinitaria. Este contenido cristológico-trinitario es el que reflejan, incluso en su misma estructura, todos los sí­mbolos de fe posteriores, desde los comienzos hasta nuestros dí­as.

3. CREDOS PRINCIPALES. Aunque nin
guno de los sí­mbolos surgidos en la vida de la Iglesia pueda considerarse superado e inútil12, el Catecismo otorga especial relieve al llamado sí­mbolo de los apóstoles y al sí­mbolo de Nicea-Constantinopla o nicenoconstantinopolitano (CCE 193-196). Por su parte, el Directorio considera el sí­mbolo apostólico como sí­ntesis vital del misterio cristiano (DGC 115), recuerda su importancia al afirmar que “la catequesis es transmisión de los documentos de la fe” (DGC 149), y aboga por la memorización de sus principales fórmulas (DGC 154).

a) Sí­mbolo apostólico: En una carta enviada por el sí­nodo de Milán del 390 al papa Siricio, aparece por vez primera la expresión sí­mbolo de los apóstoles (symbolum apostolorum, PL 16, 1174) para designar el sumario de la fe, propio de la tradición romana. Nada extraño, pues, que en el extenso y detallado tratamiento cientí­fico de que ha sido objeto toda la temática desde finales del siglo pasado13, sea usual distinguir entre el antiguo credo romano (designado normalmente como R) y el llamado sí­mbolo apostólico (designado normalmente como T o TR=textus receptus). Del credo romano nos han llegado dos versiones lingüí­sticas diversas, una en griego (lengua de la Iglesia romana hasta finales del siglo II o comienzos del III), que serí­a la más antigua y originaria, y otra versión en latí­n (lengua que se fue imponiendo desde mediados del siglo III), que serí­a casi contemporánea con el original griego, es decir, de finales del siglo II o comienzos del III. Tanto de una como de otra hay gran cantidad de variaciones, con divergencias estilí­sticas y terminológicas.

El texto actual del sí­mbolo apostólico aparece por vez primera en su configuración completa en la obra Scarapsus, del autor Pirminio, de origen probablemente español, escrito entre el 710 y el 724 (DS 28; cf PL 89, 1034s., 1046). Fue aceptado por Roma entre los siglos IX-XI, gozó de alta estima entre los teólogos medievales, fue integrado en el catecismo de Trento y en el Breviario romano, y en la liturgia actual tiene su lugar propio junto al credo de Nicea-Constantinopla. También es altamente estimado por las iglesias surgidas de la Reforma protestante, las cuales hicieron del mismo una recepción positiva y han recurrido a su peso y autoridad en momentos conflictivos y en situaciones difí­ciles.

Por lo que se refiere a su composición directa por los mismos apóstoles, la tradición piadosa que se admití­a como cierta hasta el siglo XV constituye solamente una leyenda bien intencionada. Rufino de Aquileia indica en su comentario (404 ca.) que el sí­mbolo fue obra común de los apóstoles (CCL 20,134s), pero todaví­a no distribuye los artí­culos respectivos entre los doce. El primer ejemplo de esta distribución individual se halla en la Explanatio symboli (CSEL 73,3-12), que puede atribuirse probablemente a san Ambrosio. Más desarrollada aparece la idea en los Sermones De Symbolo, falsamente atribuidos a san Agustí­n (PL 39, 2189), donde la distribución respectiva de una frase a cada apóstol concreto va unida con la idea de que solamente los doce habí­an recibido el Espí­ritu Santo.

La leyenda alcanzó una gran difusión en la Edad media, donde se convirtió en motivo de ilustración para salterios, breviarios, vidrieras, e incluso en tema de composiciones poéticas. En el concilio de Florencia (1438) el metropolita Marcos Eugenikós aseguró no saber nada de este sí­mbolo apostólico, del que habrí­a quedado algún testimonio en los Hechos si realmente los apóstoles lo hubieran compuesto. Más tarde, la leyenda fue sometida a una fuerte crí­tica por el humanista Lorenzo Valla y, desde entonces, todos los estudiosos del tema hasta nuestros dí­as comparten el carácter ficticio de su composición por parte de los mismos apóstoles. Lo cual no impide sostener que “el convencimiento del siglo II en el sentido de que la regla de fe creí­da y enseñada en la Iglesia católica era herencia de los apóstoles, encierra mucho de verdad”14. De esta herencia doctrinal apostólica forma parte el núcleo y la estructura trinitaria de la fórmula bautismal, lo cual determinó la enunciación simétrica de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espí­ritu Santo, si bien la formulación teológica sobre la divinidad del Espí­ritu Santo se introducirá en los credos una vez garantizada la divinidad de Jesucristo.

b) Sí­mbolo de Nicea-Constantinopla. Representa un estilo de credos válidos para la cristiandad entera, y es el resultado de dos concilios ecuménicos, el de Nicea I (325) y el de Constantinopla 1(381). Ambos constituyen un momento clave en la historia del dogma cristiano y en el establecimiento de la fe ortodoxa en el Dios de Jesucristo. La preocupación fundamental del sí­mbolo de Nicea15 era garantizar inequí­vocamente la divinidad de Jesucristo frente a las negaciones arrianas (DS 125); pero, por ello mismo, al fijar la fe cristológica, influirá decisivamente también en la doctrina trinitaria. Nicea quiere dar una explicación de Jesucristo como unigénito de Dios, precisando que el engendramiento del Hijo equivale a su procedencia de la “sustancia (ousí­a) del Padre”. Con esta precisión se quiere trascender el ámbito de lo creatural y reconocer al Hijo en su filiación divina. Algo que Arrio habí­a negado decididamente y que Nicea refuerza mediante la introducción de su término más caracterí­stico: “consustancial con el Padre”. Con ello Nicea pretende testimoniar la fe, confesar como Hijo de Dios al Jesús crucificado y resucitado, proclamar que quien encuentra a Jesús encuentra al mismo Dios Padre. Lo que se hallaba en juego era la comprensión cristiana de Dios. Y esta rompe todos los esquemas que quieran imponérsele en nombre de su trascendencia o de su unicidad.

En este sentido, al dar Nicea carta de ciudadaní­a eclesial a un lenguaje dogmático nutrido de categorí­as filosóficas, no se está produciendo tanto una helenización del Dios cristiano cuanto una deshelenización de la concepción de Dios. Por un camino ciertamente paradójico. La insuficiencia del lenguaje bí­blico por sí­ solo para despejar todas las ambigüedades hace que se recurra a una terminologí­a filosófica ya existente, problemática, pero utilizada conjuntamente por Arrio y por Nicea. En el primer caso, para hacer de una filosofí­a religiosa la instancia última que dictamine sobre la relación existente entre Dios y Jesús (la de un simple intermediario). En el caso de Nicea para reconocer a Jesucristo como Hijo de Dios y como Señor, cuestionando la comprensión de Dios vigente en el helenismo.

Con una conceptualidad filosófica prestada, Nicea no se mueve en el plano de la especulación, sino en el de la confesión de fe. Su preocupación es primordialmente salví­fica: si Jesucristo no es verdaderamente el Hijo, si el mismo Dios no se halla en juego en él, entonces los hombres no son en verdad hijos de Dios ni han sido realmente salvados por él. La de Nicea fue una apuesta arriesgada, con consecuencias históricas (un tipo de pensamiento que impondrá su propia dinámica y dificultará comprender la radicalidad divina de la encarnación). Pero Nicea constituye una expresión auténtica de la fe en el Dios del evangelio. El camino que va desde entonces hasta el concilio de Constantinopla (381) iba a suponer un desarrollo decisivo para la pneumatologí­a y, con ello, para la configuración final de la doctrina y de la fe trinitaria. Partiendo de uno de los muchos credos nicenos entonces existentes, el de Constantinopla16 completa la laguna pneumatológica para responder así­ a los que negaban la divinidad del Espí­ritu Santo. Estos eran grupos de cristianos diseminados por distintas regiones del imperio de Oriente (Egipto, Asia Menor), partidarios de un esquema binitario en el que no habí­a lugar más que para el Padre ingénito y para el Hijo único engendrado. Hablaban del Espí­ritu como una criatura, un ángel, un ser intermedio entre Dios y los hombres, de naturaleza ministerial, al que, por tanto, no se le habí­a de otorgar el mismo honor y gloria que al Padre y al Hijo.

Esta deficiencia la quieren remediar las cinco afirmaciones sobre el Espí­ritu Santo, que Constantinopla introduce para precisar la fe pneumatológica de la Iglesia: “creemos en el Espí­ritu, el Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas” (DS 150). El lenguaje empleado es muy distinto del que escogió Nicea para definir la divinidad de Jesucristo. Constantinopla reúne un material tradicional, no especulativo, donde prevalece el carácter bí­blico de las expresiones y el recurso a la praxis de las celebraciones litúrgicas. Esta praxis oracional y litúrgica (adoración y glorificación conjunta de Padre, Hijo y Espí­ritu), de uso comunitario, desempeñó un papel importante en las confrontaciones populares, y se convirtió en la prueba más elocuente de la divinidad del Espí­ritu Santo (lex orandi, lex credendi). El sí­mbolo nicenoconstantinopolitano sigue siendo hoy dí­a el ví­nculo dogmáticamente más decisivo entre las grandes iglesias cristianas de Oriente y de Occidente y se convierte, al ser profesado por millones de cristianos, en una oportunidad ecuménica de primer orden. Es lo que quiere aprovechar la Comisión Fe y Constitución del Consejo ecuménico de las Iglesias en la publicación de un documento que lleva por tí­tulo: Creemos en Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo; y por subtí­tulo: “Una explicación ecuménica de la fe apostólica expresada en el sí­mbolo de Constantinopla”17.

III. Los credos y la comunicación actual de la fe
Aun a riesgo de desanimar a quienes tanto invierten en la búsqueda de recursos pedagógicos y de remedios metodológicos, no puede olvidarse que la fe personal (fides qua) constituye siempre un don de Dios y, en rigor, nadie puede comunicarla: solamente puede surgir como respuesta libre a una oferta divina. Esto no significa desvalorización de dichos esfuerzos, sino colocar en su justo lugar la importancia, no pequeña, de las mediaciones humanas en el favorecimiento de esa respuesta. No es cuestión menor, sino más bien decisiva, la pregunta por la transmisión o comunicación de la fe. Y tanto el Catecismo (CCE 186) como el Directorio (DGC 149) valoran los credos como recurso importante para esta tarea. Pero comunicar la fe no implica sólo transmitir unos contenidos objetivos (depositum fidei) en los que se condensa la gran Tradición vinculante; implica también atender a las circunstancias del oyente actual y a las exigencias de una gramática común a quien habla y a quien escucha, para que sea posible el entendimiento y la sintoní­a recí­procas.

En la comunicación de la fe hay, por tanto, un momento que mira hacia lo previamente acontecido, hacia una historia fundante, que nos obliga a mantener la memoria. Y hay también un momento prospectivo del presente y del futuro, con las exigencias ineludibles de la inculturación. En el actual Directorio (DGC) recibe un acento más marcado que en el Directorio de 1971 (DCG) el elemento de continuidad y de mantenimiento de la memoria cristiana. El DCG se mostraba sensible a la aspiración y a la necesidad de nuevas fórmulas expresivas de la fe, acordes con la actual condición humana y con las diversas culturas (DCG 8).

En el DGC no se renuncia a este deseo, pero se insiste en la importancia del lenguaje de la Tradición (30) y de la memoria (208), precisamentecomo condición de posibilidad de la inculturación de la fe, y no sólo como ví­a de remedio al relativismo ambiental18. Las exigencias de inculturación aparecen subrayadas con fuerza en varios momentos del DGC (108, 146, 208). Es un buen deseo. Su realización concreta, sin embargo, continúa siendo una tarea pendiente. Se trata, pues, de una dinámica bidireccional hacia el pasado histórico y hacia el presente-futuro, que en el DGC (78, 85, 88, 129, 132) queda muy bien recogida mediante el recurso al binomio de entrega y devolución del sí­mbolo (traditio-redditio), propio del catecumenado bautismal, adaptado a la nueva situación19.

En cuanto instrumentos de evangelización, los sí­mbolos pueden necesitar adecuación a las circunstancias históricas y culturales, ya que probablemente sólo reinterpretados, retraducidos o, al menos, convenientemente explicados, puedan volverse hoy dí­a elocuentes y alcanzar así­ su cometido último: remitirnos al Dios vivo y verdadero del que quieren dar testimonio. Hoy nos topamos con realidades nuevas: la indiferencia religiosa, el movimiento ecuménico, la conciencia del pluralismo de religiones, la incapacidad para comprender una determinada conceptualidad filosófico-teológica, el giro antropológico, las prospectivas de futuro, la praxis confesante en cuestiones éticas, sociales y polí­ticas, la superación de los confesionalismos estrechos, la propia identidad creyente a través del tiempo… Todo un cúmulo de circunstancias que han dado origen en los últimos treinta años a propuestas de confesiones de fe o fórmulas abreviadas, con una configuración muy distinta en su estructura, en sus contenidos, en su lenguaje y en su intencionalidad20. Muchas de ellas tienen una vigencia efí­mera y localizada; otras quieren, ante todo, responder a las necesidades y preocupaciones del hombre de hoy; otras son una versión modernizada de los sí­mbolos tradicionales; en gran parte pueden considerarse como espejo de las situaciones eclesiales, corrientes teológicas y sensibilidades humanas y culturales propias de los últimos años. No es posible predecir su viabilidad, su recepción o su futuro, pues los sí­mbolos tradicionales siguen siendo de uso preferente o exclusivo en las celebraciones comunitarias y litúrgicas. Constituyen, en todo caso, un fenómeno necesitado de valoración y discernimiento, para comprobar hasta qué punto los respectivos oyentes pueden realmente escuchar el verdadero contenido evangélico en su propia lengua (cf He 2,8).

NOTAS: 1. DGC 82; la afirmación está tomada de MPD 8. – 2 DGC 83 remite a RMi 45: “Los mártires, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así­ como laicos; a veces héroes desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia”. – 3 En parte condenso y en parte amplí­o, de acuerdo con la finalidad de la presente obra, mis artí­culos Concilios y Sí­mbolos de fe, publicados en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 263-291, 1292-1307. – 4. Cf H. J. CARPENTER, Symbolum asa Tttle of the Creed, JThS 43 (1942) 1-11; H. LIETZMANN, Symbolstudien, WBG, Darmstadt 1966 (colección de artí­culos publicados en ZNW entre 1922/7); A. BREKELMANS, Confesiones de fe en la Iglesia antigua: origen y función, Concilium 51 (1970) 32-41; Agitación en torno ala confesión de fe, Concilium 51 (1970) 129-146; J. P. JOSSUA, Signification des confessions de foi, Ist. 17 (1972) 48-56; J. N. D. KELLY, Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980. – 5 Cf J. N. D. KELLY, o.c., 77. – 6 Del tema se han ocupado intensamente los estudiosos de este siglo; cf para información más detallada, J. N. D. KELLY, o.c., 47ss. y A. M. RITTER Y OTROS, Glaubensbekenntnis(se) en TRE 12 (1984) 384-446 (amplia bibl.). – 7. J. N. D. KELLY, a.c., 49. – 8. Cf A. M. RITTER Y OTROS, a.c., 407. – 9 Ib, 496s. – 10 Este carácter de la profesión de fe queda acentuado en el reciente motu proprio de Juan Pablo II, Ad tuendam fidem (1998); cf Civilt8 cattolica 3554 (1998) 170-183, Ecclesia 2902 (18.7.1998) 1084-1089. – 11. Cf W. RODORF, La confession de foi et son “Sitz im Leben” dans l’Eglise ancienne, NT 9 (1967) 225-238; K. WENGST, Christologische Formeln und Lieder des Urchristentums, Gütersloh 1972; A. W. WAINWRIGHT, La Trinidad en el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980. – 12 Para su diversidad en estilos y composición, cf A. HAHN, Bibliothek der Symbole und Glaubensregeln der alten Kirche, ed. por G. L. HAHN con un añadido de A. HARNACK, Breslau 18973 (repr. Hildesheim 1962); J. CoLLANTES, La fe de la Iglesia católica, Católica, Madrid 19863. – 13 Cf A. HARNACK, Zur Geschichte der Entstehung des Apostolischen Symbolums, ZThK 4 (1894) 130-166; B. CAPELLE, Le symbole romaine au second siécle, RevB 39 (1927) 33-45; Les origines du symbole romaine, RThAM 2 (1930) 5-20; P. NAUTIN, Je crois l’Esprit Saint dans la Sainte Eglise pour la résurrection de la chair, Parí­s 1947. – 14 J. N. D. KELLY, O.C., 45. – 15 Cf I. ORTIZ DE URBINA, Nicea y Constantinopla, Vitoria 1969; W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sí­gueme, Salamanca 19903, 209-229. – 16 Cf A. M. RFITER, Das Konzil von Konstantinopel und sein Symbol, Gotinga 1965; AA.VV., El concilio de Constantinopla I y el Espí­ritu Santo, Semanas de estudios trinitarios 17, Secretariado Trinitario, Salamanca 1983. – 17. Cf Diálogo ecuménico 32 (1987) 371-441. La explicación ecuménica es el resultado de tres coloquios previos, celebrados en distintas continentes: uno sobre el artí­culo “Creo en un solo Señor, Jesucristo”, celebrado en 1984 en Kerala (India), en un contexto donde los cristianos son minorí­a; otro tenido en Chantilly (Francia), en 1985, sobre el artí­culo “Creo en el Espí­ritu Santo”, en el contexto europeo de tradición cristiana e indiferencia religiosa; un tercero llevado a cabo también en 1985 en Kinshasa (Zaire), sobre el artí­culo “Creemos en un solo Dios”, en el contexto africano, donde choca la concepción trinitaria del Dios uno. Merecen destacarse positivamente la aceptación de Nicea-Constantinopla como hilo conductor y contenido expositivo de la explicación y la relevancia de la comprensión trinitaria de Dios. – 18 Cf A. FOSSION, Un nouveau Directoire général pour la catéchése, Lumen vitae 53 (1998) 91-102 (96). – 19 DGC 78: “La profesión de fe recibida de la Iglesia (traditio), al germinar y crecer a lo largo del proceso catequético, es devuelta (redditio) enriquecida con los valores de las diferentes culturas”. En la n. 5 añade, remitiendo a CT 28: “La bipolaridad de este gesto expresa la doble dimensión de la fe: don recibido (traditio) y respuesta personal e inculturada (redditio)”. – 20 Como clausura solemne del “año de la fe”, y siguiendo la propuesta hecha por el primer sí­nodo de obispos, que se habí­a ocupado de problemas relativos a la fidelidad doctrinal, Pablo VI (1968) pronunció una profesión de fe en nombre de todo el pueblo de Dios (AAS 60, 1968, 433-445; J. COLLANTES, o.c., 863ss). Se conmemoraba el centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo y se querí­a salir al paso de los riesgos que llevaban consigo algunas interpretaciones (nuevas) del cristianismo, surgidas a raí­z del Vaticano II. No se trata de una definición dogmática en sentido estricto, sino de una explicación auténtica del sentido de la fe, propuesta por el mismo papa. Para ello repite sustancialmente la fórmula del credo nicenoconstantinopolitano, introduciendo precisiones debidas a las circunstancias de la época y a las exigencias de la verdad divina (cf p. ej. 9, 10, 11, 13), con algunos acentos personales suyos, todo ello orientado al mantenimiento de la fe tradicional, con sus formulaciones acostumbradas. Al respecto, cf J. A. DE ALDAMA, La profesión de fe de Pablo VI, EstEcl 43 (1968) 479-505; G. M. GARRONE, La profession de foi de Paul VI. tntroduction, Parí­s 1969; C. Pozo, El credo del pueblo de Dios, Católica, Madrid 19682.

Santiago del Cura Elena

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

Una declaración de creencia religiosa, un reconocimiento público hecho delante de testigos (1 Ti. 6:12, 13). Ocasionalmente se usa la frase para describir los credos de la iglesia a partir del primer siglo de nuestra era, pero más particularmente las declaraciones formales hechas por las iglesias protestantes en el tiempo de la Reforma y después de ella. Las principales confesiones evangélicas (luteranas) son la Confesión de Augsburgo, 1530, obra de Melanchton, aprobada por Lutero; los Artículos de Smalkald, 1573; la Fórmula de Concordia, 1577; y el Libro de Concordia, 1580. Las confesiones reformadas (calvinistas) son casi treinta, de las que sobresalen: la Confesión Helvética, 1536 y 1566; la Escocesa, 1560; el Catecismo de Heidelberg, 1563; Los Cánones del Sínodo de Dort, 1618; y la Confesión de Fe de Westminster, 1646, obra de la asamblea de Westminster, un sínodo designado por el Parlamento en 1642 para revisar los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra. Esta confesión ha sido usada por la Iglesia de Escocia desde 1647, y fue aprobada por el Parlamento en 1648.

M.R.W. Farrer

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (116). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología