CONTEMPLACION

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Actitud de la inteligencia o de la persona entera de quedarse estática ante la consideración de un misterio, de una figura religiosa, de un valor espiritual. Esa actitud puede ser intelectual o afectiva, sin sea fácil dilucidar su naturaleza a no ser que la experiencia acompañe.

Es término frecuentemente empleado en ascética y en mí­stica, cuyos cultivadores consideran la «contemplación» como una reflexión interior por la que el hombre se acerca a los misterios divinos y se siente transformado por ellos.

El concepto suele apoyarse en términos bí­blicos que aluden a la relación con Dios y con sus misterios, sobre todo en el texto de San Juan: «La vida eterna consiste en «contemplarte» (conocerte) a Ti, solo Dios verdadero y a Jesucristo a quien has enviado.» (Jn. 17.3)

Esa contemplación es, en San Juan, de naturaleza intelectual (ginosko), interior, estática; pero también se expresa de forma «observativa», de naturaleza activa, mirada, inquisidora (blepo o ze-oreo) en otros textos: Jn 1.32; 17.24; Hech. 7.56; 1 Jn. 1.1; 1 Jn. 4. 12.

La piedad cristiana siempre consideró la contemplación como un grado excelente de la oración. Y entendió la vida contemplativa como un camino para la unión con Dios y para la entrega a los demás de las riquezas contempladas. («Contemplari et aliis tradere contemplata», de los medievales).

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

«Ver» con los ojos de la fe

«Contemplar», en el contexto del evangelio según San Juan y de su primera carta, significa «ver» con los ojos de la fe (Jn 20,29), más allá de la superficie de las cosas y de las ideas. Es «ver» a Jesús, su «gloria» de Hijo de Dios hecho hombre «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14; 2,11). En las circunstancias pobres de la vida de Jesús y de sus signos (palabra, sacramentos, comunidad, etc.), se intuye su misterio «Quien me ve a mí­, ve al Padre» (Jn 14,9).

En el camino de la oración, «contemplar» es «ver» a Jesús donde parece que no está en el sepulcro vací­o (Jn 20,8), en la bruma del lago (Jn 21,7), en la propia sequedad y pobreza, en la Palabra de Dios que es siempre más allá de nuestras ideas, sentimientos y experiencias. El corazón se abre plenamente, sin obstáculos, a la Palabra de Dios (cfr. Ef 3,18-19). La Palabra entra como en el corazón de Marí­a (cfr. 2,19.51), por un proceso de apertura, reconocimiento de la propia pobreza, petición filial y confiada, unión con los designios de Dios. Es entrar en el «misterio» e «intimidad» de Dios, a partir de una invitación suya. Por esto, la contemplación se llama también «mí­stica» (no necesariamente unida a los fenómenos extraordinarios).

El camino contemplativo

Este camino de oración contemplativa, que es actitud relacional, amistosa, í­ntima con Dios Amor, por Cristo y en el Espí­ritu, no se identifica con un proceso de «interiorización» psicológica ni con un simplificación («sencillez») de las facultades y sentidos (por medio de algún «método» de recogimiento). Los fenómenos extraordinarios no son señal de contemplación.

El camino contemplativo cristiano no consiste en una metodologí­a mejor de interiorización (métodos, yogas…), sino en la peculiar experiencia de Dios Amor como encuentro con Cristo. El «camino» de la oración contemplativa, como camino relacional del hombre hacia Dios, es similar en todas las religiones (búsqueda del Absoluto, purificación, etapas, medios…), como un camino de silencio, una marcha hacia el «centro» de la vida, hacia la unificación del «corazón», hacia la armoní­a cósmica y hacia la fraternidad universal. En este «camino», la fe cristiana ha encontrado a Cristo «camino», consorte y Esposo. Es la novedad cristiana contemplativa.

La contemplación consiste en una mirada amorosa desde la fe, en «tratar de amistad» con Dios Amor en la soledad del corazón (Santa Teresa de Avila, Vida 8), una «noticia amorosa» o «advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor» (San Juan de la Cruz, Llama 3), un «conocimiento interno del Señor» para más amarle y seguirle (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales).

Don y cooperación

La contemplación es un don gratuito, que Dios quiere dar a todos. A esta «gratuidad» se responde con una actitud de «pobreza» bí­blica, filial y confiada. Es un camino de silencio, a partir de la Palabra de Dios escuchada en la propia pobreza donde espera Cristo, haciéndose «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). La palabra y la presencia de Dios son más profundas que nuestra capacidad de experimentar. A la luz de la Palabra (Cristo, el Verbo encarnado), se emprende un camino hacia el corazón donde espera Dios Amor, hacia la realidad integral (cosas y acontecimientos), hacia la fraternidad humana y eclesial como reflejo de la Trinidad, hacia la visión de Dios en el más allá.

Una presencia de Dios que parece «ausencia» y «silencio»

La presencia y la Palabra de Dios se comunican más hondamente por un proceso de aparente ausencia y silencio, que es siempre mayor purificación, iluminación y unión. Todo el ser del orante va pasando a la sencillez de la donación, que se traducirá siempre por amor a Dios y a los hermanos. La «reflexión» se va haciendo «adoración; la «afectividad» se convierte en «admiración»; el «diálogo» se hace presencia silenciosa y donada. Entonces se acepta la presencia y la Palabra de Dios tal como es, como misterio sorprendente que produce «un silencio lleno de una presencia adorada» y amada (OL 16). Es un «silencio que permite al Otro hablar cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra» (VC 38).

El cristiano no ha encontrado a Dios Amor en una conquista de interioridad, ni en la consecución de fenómenos extraordinarios, sino por gracia o don de Dios en la propia realidad y pobreza radical. Dios Amor espera a cada hombre en su propio corazón y en su propia circunstancia, porque la Palabra se ha insertado en la historia como «Verbo hecho carne» (Jn 1,14). El caminar humano es un camino fraterno, abierto a la «sorpresa» y «misterio» de Dios, quien «ha dado a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Contemplación y evangelización

En el campo de la evangelización, el testimonio de oración contemplativa, como experiencia de Dios, es el lugar privilegiado del encuentro de los hombres y de las religiones con Jesucristo. Por esto, «el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creí­ble. El misionero ha de ser un contemplativo en la acción. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los Apóstoles «Lo que contemplamos… acerca de la Palabra de vida…, os lo anunciamos» (1Jn 1,1-3)» (RMi 91). Sin esta experiencia de «contemplación», al estilo de Juan (cfr. 1Jn 1,1ss), «la palabra corre el riesgo de hacerse vana e infecunda» (EN 76).

Referencias Búsqueda de Dios, corazón, experiencia de Dios, fenómenos extraordinarios, lectio divina, oración, ver a Dios, vida contemplativa.

Lectura de documentos LG 41; PO 13; CEC 2709-2719.

Bibliografí­a AA.VV., La mistica (Bologna, Dehoniane, 1992); AA.VV., La mistica, fenomenologia e riflessione teologica (Roma, Cittí  Nuova, 1984); AA.VV., La preghiera, Bibbia, teologia, esperienze storiche (Roma, Cittí  Nuova, 1988); AA.VV., La mystique et les mystiques (Paris, Desclée, 1965); M. ANDRES, Historia dela mí­stica de la Edad de Oro en España y América ( BAC, Madrid, 1994); (Congregación para la Doctrina de la Fe) Algunos aspectos de la meditación cristiana (15.10.89); DAO DINH DUC, La Sposa sul monte (Bologna, EMI, 1986); J. ESQUERDA BIFET, Experiencias de Dios (Barcelona, Balmes, 1976); Idem, Hemos visto su estrella, Experiencia de Dios en las religiones ( BAC, Madrid, 1996); Idem, Meditar en el corazón (Barcelona, Balmes, 1987); L. GARDET, Experiencias mí­sticas en tierras no cristianas (Madrid, Studium, 1970); B. JIMENEZ, Encuentro con Dios. Reflexiones acerca de la oración y mí­stica cristiana (Avila, Col. Tau, 1981); W. JOHNSTON, El ojo interior del amor, Misticismo y religión (Madrid, Paulinas, 1987); Idem, Letters to Contemplatives (New York, Orbis Books, 1991); Y.M. RAGUIN, Caminos de contemplación (Madrid, Narcea, 1971); Idem, La Source (Paris, Desclée, 1988).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El término latino contemplatio evoca la palabra templum e indica la acción del vidente o del sacerdote pagano que dirige a su alrededor su mirada desde un lugar sagrado determinado. La palabra griega correspondiente es teoria, que se traduce corrientemente por la palabra » contemplación » Clemente de Alejandrí­a, por ejemplo, dice: «Los que tenemos el uso de la vista contemplamos lo que se ofrece a nuestra mirada» (Strom. 1, 16), A nivel filosófico puede definirse como » simplex intuitus veritatis» (5. Th. , 11-11, q. 180, a. 3, 6), por el hecho de que connota una experiencia tí­pica de posesión tranquila y de disfrute de la verdad.

La contemplación puede ser de orden estético, cuando tiene como finalidad propia la belleza; de orden filosófico, cuando tiene por objeto la verdad; de orden religioso, cuando se orienta hacia la experiencia de Dios o de las cosas espirituales. En el ámbito religioso, la contemplación se considera siempre como un acto de altí­sima espiritualidad que penetra en la esfera luminosa de las verdades divinas, ennobleciendo y transformando el espí­ritu. En el ámbito cristiano la contemplación recuerda el deseo de ver a Dios y de contemplar su rostro, que era propio de los justos del Antiguo Testamento, pero también la experiencia de los apóstoles y discí­pulos que pudieron gozar del conocimiento y de la visión del Verbo encarnado: incluso después de la ascensión del Señor, el creyente puede tener en esta vida, mediante la fe y la caridad, una experiencia de lo divino; esto se lleva a cabo mediante el don de la nueva alianza en el Espí­ritu, con la contemplación del misterio, va que Dios «ha encendido esa luz en nuestros corazones para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).

Son muchas las definiciones de la contemplación. Guv 11, en la Scala claustralium (PL 18~, 475-484), la presenta como el cuarto grado de la lectio divina: «La contemplación es, por así­ decirlo, una elevación del alma que se levanta por encima de ella misma hacia Dios, saboreando los gozos de la eterna dulzura». Juan de la Cruz habla de ella en el ámbito del conocimiento de Dios y de sus misterios por medio de la fe ~ del amor, definiéndola como «noticia general y amorosa de Dios», Pablo VI la describió de esta manera: «El esfuerzo de fijar en Dios la mirada y el corazón, que nosotros llamamos contemplación, se convierte en el acto más alto y más toda pleno del espí­ritu, en el acto que ví­a hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana» (9 de diciembre de 1965: homilí­a en la sesión 9 del concilio Vaticano II), La contemplación es un acto simple de fe Y de amor que, con la acción del Espí­ritu Santo y de sus dones, especialmente mediante el don de la sabidurí­a, permite al creyente entrar en comunión con Dios y con su misterio. Los autores distinguen entre una contemplación inicial, llamada a veces «adquirida» una contemplación infusa o mí­stica. El cristiano queda habilitado para la contemplación de los misterios de la fe mediante la iluminación bautismal. La carta de la Congregación para la doctrina de la fe Orationis formas (15 de octubre de 1989) afirma: «En el camino de la vida cristiana la iluminación sigue a la purificación… Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la iluminación recibida en el bautismo y que introduce a los fieles, iniciados en los misterios divinos, en el conocimiento de Cristo mediante la fe que actúa por medio de la caridad. Más aún, algunos escritores eclesiásticos hablan expresamente de la iluminación recibida en el bautismo como fundamento de aquel sublime conocimiento de Cristo (cf. Flp 3,8) que se define como teoria o contemplación» (n. 21). La contemplación infusa, o mí­stica, es un don o carisma particular del Espí­ritu que capacita a la persona para un conocimiento y experiencia superior de Dios y de las cosas divinas, pero siempre mediante la fe y dentro del ámbito de las realidades reveladas. Es el fruto de purificaciones y de iluminaciones ulteriores del Espí­ritu Santo, y se abre a la experiencia mí­stica en todas sus formas; a veces la palabra contemplación se entiende simplemente como mí­stica y abarca todo el campo de la experiencia sobrenatural, con la connotación de conocimiento, sabidurí­a, fruición del misterio mediante la fe y el amor.

En el ámbito de la teologí­a y de la espiritualidad, la palabra contemplación evoca algunas antinomias muy conocidas :

1. Acción y contemplación, o vida activa y vida contemplativa: se trata de dos expresiones de la vida de la Iglesia, representadas a veces por la exégesis de Lc 10,38-42, a propósito de las dos hermanas de Betania, Marta y Marí­a. La SC 2 afirma que la Iglesia en su totalidad es «ardiente en la acción y entregada a la contemplación». sin embargo, en ella «la acción está subordinada a la contemplación». La contemplación es además una de las funciones con que la Iglesia profundiza en el depósito de la revelación (DV 8). La espiritualidad ha procurado siempre superar estas antinomias señalando la acción en algunas fórmulas como fruto de la contemplación, como por ejemplo «contemplata aliis tradere» (cf. LG 41 Y PO 13). Hoy se tiende a la unidad de – vida que ve la acción unida a la contemplación: ser «contemplativos en la acción».

2. Se ha superado y – a la polémica artificial entre liturgia y contemplación. En efecto, la liturgia- tiende a la contemplación, puede convertirse en contemplación : supone la actuación de la vida teologal y una acción interior del Espí­ritu; además, hunde sus raí­ces en la gracia bautismal Y se alimenta de la eucaristí­a, de la Palabra y de la plegaria de la Iglesia.
J castellano

Bibl.: AA, vv Contemplation, en DSp, 11, 1643-2193: J. ‘~. Nicolas, Colltemplation et vie contemplative, Friburgo Br. 1980; T ílvarez – E, Ancilli, Contemplación, en DE~ 1, 472-480.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Introducción: la problemática: 1. La contemplación en la Escritura; 2. La contemplación en la tradición cristiana – II. La oración contemplativa cristiana: 1. Una definición; 2. Las formas principales de la oración contemplativa: a) La oración litúrgica, b) La oración contemplativa personal, c) La contemplación propiamente dicha: la contemplación mí­stica; 3. Contemplación y vida cristiana – III. El objeto de la contemplación: 1. La búsqueda de Dios; 2. La presencia de Cristo; 3. La relación con el mundo de la naturaleza y de la historia – IV. La función de la oración contemplativa: 1. La fe viva; 2. La purificación; 3. La iluminación; 4. La función de los sentidos espirituales – V. Conclusión: la contemplación, elemento constitutivo de la vida cristiana.

1. Introducción: la problemática
El atractivo que ejerce la idea de contemplación es tal que parece difí­cil poner en duda su existencia y su valor en la vida espiritual. La estima que nos merecen las diversas religiones se basa a menudo en la capacidad que muestran para suscitar y fomentar una vida contemplativa [>Budismo; >Judí­a (espiritualidad); >Hinduismo; >Islamismo; >Yoga/Zen]. Por lo demás, es absolutamente imposible concebir una vida santa que no consagre, siquiera algún tiempo, a la actividad contemplativa.

En este sentido general, entendemos por actividad contemplativa la búsqueda más o menos metódica de un conocimiento de las realidades superiores. Para los griegos, e incluso para el mismo santo Tomás, la contemplación de la verdad se ejercitaba también mediante aquella actividad que llamamos nosotros cientí­fica, y su objeto lo constituí­a cualquier especie de conocimiento. La vida contemplativa se oponí­a a la actividad práctica, por ejemplo, al trabajo manual; pero también al esfuerzo de la vida moral. Hoy el sentido del término «contemplación» se refiere exclusivamente al campo religioso o estético. Connota siempre una cierta liberación de la vida práctica y, en este aspecto, la idea de contemplación enlaza con la antiquí­sima oposición entre «theorí­a» y «praxis».

La importancia de la vida contemplativa para la vida religiosa es enorme. Grandes religiones, como el hinduismos, o grandes disciplinas espirituales, como el budismo, reservan un considerable espacio a la actividad contemplativa y ejercen una verdadera seducción sobre nuestros contemporáneos. En cuanto a la religión cristiana, ha colocado siempre en primer plano a las comunidades contemplativas. Los monjes han perpetuado su tradición hasta nuestros dí­as, en que hemos visto surgir nuevas formas de vida contemplativa menos retiradas del mundo como, por ejemplo, la de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús; más aún, incluso han vuelto a resurgir ciertas formas de eremitismo.

No obstante, la idea de contemplación plantea cierto número de problemas en la perspectiva cristiana. Unos se refieren a la interpretación de la Escritura, que prácticamente no contiene el término contemplación y se centra en la fe en la palabra; otros se relacionan con la idea de un cierto desinterés frente al mundo: la insistencia del mensaje cristiano en la caridad efectiva no favorece mucho la estima absoluta que se otorga a la actividad contemplativa. Para algunos contemporáneos, esta última necesita primero justificarse; lo que cuenta es la fe que obra a través de la caridad.

1. LA CONTEMPLACIí“N EN LA ESCRITURA – El problema de la contemplación en la Escritura solamente se plantea dando al término «contemplación» el significado muy restringido de búsqueda de una cierta forma de conocimiento. Por el contrario, si lo entendemos en el sentido de unión con Dios, como lo hace el texto del Vat. II: «Unión a Dios de mente y corazón» (PC 5), es evidente que la vida cristiana supone la contemplación y que la Escritura persigue toda ella como fin esta unión con Dios en Cristo.

En cambio, la palabra «contemplación» en sentido restringido no aparece en la Escritura. Los >profetas, por ejemplo, pueden dar a conocer la voluntad de Dios, pero no tienen necesidad para este fin de un ejercicio metódico; su don profético es de otro orden.

Lo que más se aproxima a la actividad contemplativa es la actitud de los sabios del AT. Es indudable que sufrieron el influjo del pensamiento helení­stico; pero lo importante para nosotros es que lo aceptaron, llegando a pensar que la sabidurí­a que alcanzaron era una participación de la sabidurí­a divina. A través de la contemplación del universo y de la acción divina en la historia de la salvación, consiguieron un verdadero conocimiento de Dios y de su providencia [>Consejos evangélicos II, 2].

En el NT, las alusiones más explí­citas a una actividad contemplativa se encuentran en las cartas de Pablo. El término mismo no aparece, pero encontramos allí­ la noción de «conocimiento espiritual» (gnosis)’. San Pablo no dice que tal conocimiento sea fruto de una actividad contemplativa; pero no se excluye esta eventualidad, pues sabemos que dedicaba largos ratos a la oración y que, al comienzo de su vocación cristiana, se retiró durante dos años a Arabia. El conocimiento de que él habla es la conciencia de su vida en Cristo. Esta proviene de una luz interior, fruto de la presencia del Espí­ritu, que transforma la vida de Pablo en una vida «en Cristo Jesús». En la contemplación de san Pablo podemos distinguir también un movimiento que va hacia una mayor interioridad; Cristo aparece en ella primero como juez, luego como aquel de cuya vida nosotros participamos y, finalmente, como el que vive en nosotros. Aun admitiendo la noción de contemplación cristiana, hay que definir bien su situación particular. Jamás es presentada como la actividad suprema de la vida cristiana, ni constituye su fin último, que es la visión beatí­fica. El valor absoluto de la vida cristiana es la caridad, y a ella están subordinados todos los carismas. Aunque la visión beatí­fica puede anticiparse en cierto modo en la contemplación, en definitiva es fruto y recompensa de la vida de caridad. Sobre este punto un gran contemplativo como san Juan de la Cruz no puede emitir un juicio distinto al del evangelio: «Seremos juzgados por el amor».

2. LA CONTEMPLACIí“N EN LA TRADICIí“N CRISTIANA – Un problema histórico particular lo plantea el hecho de que la tradición cristiana -señaladamente la de los padres griegos Clemente Alejandrino, Orí­genes y Gregorio de Nisa- asignara una posición de primer plano a la contemplación. Los Padres, tributarios en esto de su cultura helení­stica, exaltan el valor de la actividad contemplativa, a la que consideran una anticipación de la visión y, por tanto, como revestida de tu) carácter de alguna manera absoluto. En consecuencia, cierto número de historiadores de la espiritualidad sostienen que su dependencia del helenismo es demasiado grande y que, al valorar en exceso la contemplación, rebajaron el valor de la fe y de la caridad operante. La objeción, más bien grave, recogida por cierto número de católicos contemporáneos, la formularon sobre todo historiadores y teólogos protestantes liberales.

Hay que reconocer que la objeción tiene una parte de verdad. Algunos Padres, tributarios de una cultura superior, no pusieron suficientemente de relieve la novedad de la postura cristiana ni el primado de la caridad práctica. Además, sin lugar a dudas, aceptaron demasiado fácilmente la posición neoplatónica, que opone actividad sensible y compromiso en el mundo, por un lado, y primado de la contemplación noética, por otro’. No obstante, a pesar de las exageraciones de algunos Padres, hay que tener en cuenta dos cuestiones de fondo.

La primera es histórica. Toda vida cristiana intenta expresarse en el lenguaje de su tiempo, como escribe Daniélou a propósito de san Gregorio de Nisa: «No es el caso de buscar cuáles fueron los elementos platónicos del pensamiento de Gregorio; habrí­a que habituarse al modo de ver propio de un pensamiento totalmente cristiano, que, sin embargo, ha sacado sus formas de expresión propias del lenguaje filosófico del tiempo en que se constituyó». Evidentemente, la disociación entre el contenido del pensamiento y su expresión no puede ser tan radical como piensa Daniélou, pero resulta inevitable cuando consideramos el desarrollo concreto de la vida de fe; ésta necesariamente se vive y expresa en el seno de una cultura particular. Hoy algunos no vacilan ni siquiera en emplear un vocabulario de origen marxista.

Sin embargo, para nosotros el problema de fondo es más importante que el problema del influjo histórico: ¿es legí­tima una actividad contemplativa en la vida cristiana? Damos por supuesto que la vida cristiana es idéntica sustancialmente en todos los creyentes; a pesar de ello, queremos observar que esa vida utiliza mediaciones diferentes, que, sin excluirse unas a otras, contribuyen a dar una fisonomí­a particular a la vida espiritual. Así­, podemos hablar de espiritualidades centradas en la ascesis, en la acción, en la afectividad, en la contemplación’. Estas distinciones, que por lo demás aparecen también en el hinduismo, se fundan en la variedad de los tipos psicológicos, y no podemos negar su legitimidad.

Aceptada la idea de que una espiritualidad encuentra su modo propio y principal de unión con Dios en la actividad contemplativa, no puede maravillar que dependa en su manera de expresarse de culturas que han concedido un puesto privilegiado a la contemplación; los padres griegos se apoyaron en su cultura helení­stica; hoy cierto número de cristianos intenta inspirarse en las disciplinas contemplativas del Extremo Oriente.

Desde el punto de vista cristiano, es preciso, sin embargo, tener en cuenta nuestra observación precedente [supra, I, 1]: la contemplación no es un fin en sí­; es una mediación para obtener la unión con Dios; lo que cuenta de manera incondicional es la caridad. Obviamente esa caridad se puede vivir como búsqueda de la unión con Dios a través del amor; nunca puede entrar en conflicto con el deber de la caridad para con el prójimo. Allí­ donde esta caridad concreta surge como un deber urgente, subordina a sí­ todas las restantes manifestaciones de la vida espiritual. Las palabras de san Juan son decisivas: «Si alguno dice que ama a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso» (1 In 4,20).

De cualquier forma, la actividad contemplativa, aunque subordinada a la caridad, representa un papel importante en la vida cristiana. En su libro Western Mysticism, Dom Butler ha ilustrado certeramente cómo los grandes maestros cristianos de vida espiritual -san Gregorio Magno, san Agustí­n, san Bernardo- intentaron siempre conciliar las dos exigencias de la vida cristiana auténtica: la acción y la contemplación; pero está claro que no se les ocurrió jamás la idea de discutir la legitimidad de la vida contemplativa. Ellos se apoyan en la necesidad que siente el espí­ritu humano de nutrirse de la verdad. Desde el momento en que uno se adhiere al misterio de la fe, tiende a asimilárselo de manera cada vez más completa, considerándolo bajo todos sus aspectos. Para un cristiano, el medio más simple consiste en profundizar la revelación contenida en la Escritura [ -Palabra de Dios]. Podemos decir, pues, que estamos ante una contemplación cristiana no sólo cuando el fiel se esfuerza en llegar al conocimiento de Dios a través de una aplicación constante y metódica, sino también cuando considera el misterio de la fe para asimilar su contenido y llegar así­ a una adhesión cada vez más personal a él.

Llamamos oración mí­stica a la que se caracteriza por la búsqueda y el logro de la unión con Dios (o con un Absoluto, diversamente concebido por las distintas religiones) gracias a un acto simple de conocimiento (pero también de amor, de abandono), y distinguimos de ella la vida contemplativa, cuyo ejercicio principal consiste en la aplicación del espí­ritu y del corazón a una realidad superior. En el orden cristiano llamaremos oración contemplativa a toda forma de adhesión al misterio de la fe tal como se realizó en Cristo y lo propone la Iglesia.

II. La oración contemplativa cristiana
1. UNA DEFINICIí“N – Aplicando nuestras observaciones precedentes, podemos llamar oración contemplativa a toda actividad espiritual que toma en consideración el misterio del reino de Dios presente, a fin de que el alma se adhiera a él más profundamente por la fe. El reino de Dios se nos hace presente primeramente en la Sagrada Escritura, pero está presente también en nuestra alma y en el mundo mismo. De por si importa poco situarse en un lugar más que en otro; algunos contemplan más fácilmente a Dios en el mundo de la naturaleza o en los demás; sin embargo, más comúnmente lo contemplamos ante todo en la Sagrada Escritura y en nosotros mismos. La diferencia no es sustancial, sino más bien pedagógica, en el sentido de que cada uno debe encontrar el modo de contemplación que le resulte más apto o más fácil.

Al decir que la oración contemplativa se caracteriza por la búsqueda de una adhesión más personal al misterio de la fe, la distinguimos del estudio doctrinal y teológico. También éste tiene por objeto el misterio de la fe; pero intenta comprenderlo más a fondo, comparando entre sí­ los diversos misterios y aplicando esta luz a las cuestiones que la humanidad puede plantearse. Cuando el estudio doctrinal se realiza con espí­ritu contemplativo, desemboca en la oración; por desgracia, no es raro que se mantenga en un nivel de abstracción intelectual sin provocar una adhesión de fe más personal.

La oración contemplativa no se identifica con la oración mental, que es su forma más practicada. En ella debemos incluir también la oración litúrgica o la lectura de la Sagrada Escritura, porque también ellas son modos de aplicación del espí­ritu y del corazón a la realidad de la fe. Ni podemos oponer de manera absoluta oración mental y oración vocal. En efecto, en la oración mental tenemos un discurso y palabras interiores, mientras que la oración vocal conduce a una adhesión más personal al misterio de la fe y a una relación más profunda con Dios. La diferencia concierne al ritmo de la consideración espiritual, marcado por la lectura, por la recitación o por el canto en el segundo caso, mientras que es espontáneo en el primero.

2. LAS FORMAS PRINCIPALES DE LA ORACIí“N CONTEMPLATIVA – En la práctica cristiana podemos distinguir tres formas principales de oración contemplativa.

a) La oración litúrgica. Su caracterí­stica principal es la de ser la oración realizada en nombre de la Iglesia, en cuanto somos miembros del Cuerpo mí­stico: «La sagrada liturgia es el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como cabeza de la Iglesia, y es el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de El, al eterno Padre; es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo Mí­stico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros» (Pí­o XII, Enc. Mediator Dei). La oración litúrgica, efectuada durante la celebración eucarí­stica [>Eucaristí­a] o durante la liturgia de las horas, es oración de la Iglesia en la que los fieles han de participar «con recta disposición de ánimo», armonizando «su mente con las palabras que pronuncian» y cooperando «con la gracia divina pe». no recibirla en vano» (SC 11).

La oración litúrgica nos presenta, en el curso de su ciclo anual, la totalidad del misterio de Cristo, que se desplegó en el tiempo, y contribuye así­ a recordarnos incesantemente lo esencial de la situación cristiana. Es el misterio en su totalidad lo que debemos meditar y vivir, aunque podemos detenernos legí­timamente en algún aspecto particular del mismo, según los perí­odos de nuestra vida y de la gracia dada a cada uno.

La razón profunda del valor incomparable dé la oración litúrgica nos la indica con claridad la constitución sobre la liturgia del Vat. II; Cristo está presente en la oración litúrgica de múltiples maneras, y estos modos de presencia le confieren una densidad insuperable: «Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarí­sticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)» (SC 7) [>Celebración litúrgica II, 3].

b) La oración contemplativa personal. Comúnmente se la llama >meditación. Aquí­ mencionamos simplemente la importancia de su fundamento, que es la lectio divina. Es ésta la lectura atenta y sabrosa de la Sagrada Escritura, que nos pone en contacto con la revelación del misterio de la salvación, cuyo centro es Cristo nuestro Señor.

El contacto con la >palabra de Dios debe constituir el fundamento de toda oración contemplativa, puesto que su objeto no es otro que el misterio de la fe. Partiendo del contacto con la Sagrada Escritura es como debemos buscar la luz para nuestra vida. El cristiano, mediante la frecuencia asidua de la Sagrada Escritura, aprende a formarse juicios rectos, a la luz de Dios; juicios que no son mero reflejo del pensamiento imperante en su entorno. Así­, poco a poco transforma no sólo el propio juicio, sino también su voluntad, su afectividad y la misma imaginación, que se orienta hacia los temas escriturí­sticos.

c) La contemplación propiamente dicha: la contemplación mí­stica. Aunque el vocabulario espiritual no está fijado de manera uniforme y varí­a según los autores, podemos llamar contemplación propiamente dicha a la actividad que consigue captar una realidad espiritual con una operación simple. En la espiritualidad cristiana distinguimos comúnmente la operación simple situada al término de la actividad meditativa y a la cual llamamos contemplación adquirida, y la que no está en continuidad inmediata con la meditación, sino que constituye un estado espiritual particular, caracterizado por un aspecto de pasividad frente a la acción de Dios, y que llamamos contemplación mí­stica o pasiva.

Aunque ciertos autores (sobre todo de la escuela dominicana) niegan la legitimidad de la noción de contemplación adquirida, podemos por lo menos atribuirle un valor práctico, comprobado por la experiencia.

La contemplación mí­stica se funda, por un lado, en el hecho de que Dios puede obrar directamente en el alma y, por otro, en la posibilidad de que el alma realice una operación simple de tipo intuitivo-afectivo. Todos los autores mí­sticos admiten dos niveles de actividad del alma: un nivel común, donde se efectúan las operaciones del conocimiento racional y discursivo, y un nivel superior, en el que Dios se hace presente a través de un modo simple de conocimiento y de adhesión. El modo de concebir estos dos niveles y los nombres que se les da son sumamente diversos; pero esa diversidad no impide un acuerdo sustancial.

Por lo que se refiere a la mí­stica cristiana, su fundamento hay que buscarlo en el dogma de fe de la inhabitación de Dios en el alma del justo. Así­ suenan los términos de la doctrina común, basada en los textos de san Juan y de san Pablo (Jn 14-16 y Rom 8; Ef 3): «Dios, por medio de su gracia, está en el alma del justo en forma más í­ntima e inefable, como en su templo; y de ello se sigue aquel mutuo amor, por el que el alma está í­ntimamente presente a Dios, está en él más de lo que pueda suceder entre los amigos más queridos, y goza de él con la más regalada dulzura. Esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, sólo en la condición o estado, mas no en la esencia, se diferencia de la que constituye la felicidad en el cielo» (León XIII, Enc. Divinum illud).

La presencia de Dios en el alma es una presencia viva y activa. Dios infunde continuamente en ella las virtudes teologales de la fe y de la esperanza y, según las palabras mismas de la Escritura, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espí­ritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). El don de la contemplación consiste, pues, esencialmente en el hecho de que el alma toma conciencia de Dios que está presente y obra sobrenaturalmente en ella. Los modos y los grados de esta toma de conciencia son múltiples. Normalmente progresa en el sentido de una interiorización cada vez más profunda. Empleando el sí­mbolo utilizado por santa Teresa, el castillo interior contiene múltiples estancias; en la central se encuentra Dios.

El conocimiento contemplativo no es, pues, un conocimiento separable de la experiencia de la presencia de Dios. Es un conocimiento por modo de copresencia. Como somos conscientes de conocer y de amar a un amigo presente. así­ la conciencia espiritual que se adhiere al reino de Dios presente en ella percibe a Dios mismo que la atrae y la impulsa a aquella adhesión, concediéndole la gracia necesaria.

Dios es libre de conceder o no la conciencia de su presencia activa y de determinar sus modos e intensidad. Es libre de iluminar al alma sobre los misterios del reino, sobre sí­ mismo y sobre su misterio trinitario, sobre la humanidad de Jesús y sobre los misterios que él vivió. Esa libertad divina la siente el alma como pasividad propia. Esto nosignifica ante todo que el alma no ejercite operación alguna, puesto que se adhiere a esta presencia de Dios, sino que la iniciativa de la manifestación pertenece a Dios, lo mismo que depende de él la duración y la forma que reviste.

Además, dado que la mirada es simple, dado que no requiere gran consumo de energí­a psí­quica y dado que el goce de Dios es profundo, la operación contemplativa aparece como un reposo, si se la compara con la actividad que se despliega en las otras formas de oración.

La pasividad supone la conciencia de la gratuidad del amor de Dios, el cual obra cuando y como quiere. Cada manifestación suya se siente como una gracia y provoca sentimientos de admiración y de reconocimiento.

El fruto principal de esta contemplación es el sentido de la realidad de Dios. Dios, en efecto, término de un deseo profundo y a menudo doloroso, aparece como la realidad única, en cuya comparación las criaturas son una «nada» mientras no han encontrado su verdadero valor en Dios. El mundo espiritual, por la resistencia misma y por el rechazo que opone al deseo angustiado del alma, aparece verdaderamente como un mundo objetivo, y no como la proyección dócil y maleable de deseos subjetivos.

3. CONTEMPLACIí“N Y VIDA CRISTIANA – No podemos negar la legitimidad y la riqueza de la vida contemplativa cristiana; pero esto no basta para resolver el problema de su puesto en el ámbito de nuestra espiritualidad moderna, que atribuye una importancia capital al compromiso de la caridad y busca fatigosamente la unidad de la vida espiritual.

El problema de la relación entre vida contemplativa y acción es sumamente complejo y, como hemos visto, se planteó desde los comienzos del cristianismo. Para no alargarnos demasiado, nos limitamos a indicar los principios de solución.

†¢ Ante todo, observamos la convergencia objetiva de la oración y de la acción (y en particular de la acción apostólica [>Apostolado]); ambas buscan la instauración del reino de Dios en nosotros y en el mundo. En efecto, la oración mira directamente a instaurar el reino de Dios en nosotros mismos, pero se ejercita también en forma de oferta y de intercesión, contribuyendo así­ a la venida del reino de Dios; a su vez, el apostolado busca la instauración de esereino en el mundo, pero con ello permite ejercitar las virtudes teologales y santifica normalmente al apóstol.

†¢ La acción auténtica conduce a la oración, porque el apóstol, consciente del carácter sobrenatural del apostolado, debe ser siempre la «fragancia de Cristo» (2 Cor 2,15). Además, debe volverse cada vez más sensible a la presencia del Espí­ritu en el mundo y en los demás; la meditación del evangelio le conduce al conocimiento personal de Cristo y del evangelio y le prepara de ese modo a practicar un~discernimiento espiritual más recto y más fino.

†¢ La oración auténtica lleva al apostolado. La unión auténtica con Dios realizada en la oración nos lo hace ver como el Dios salvador, cuya voluntad salví­fica y santificadora es siempre actual; así­, la contemplación del Dios vivo nos remite a su obra de salvación. Por eso, como afirma el decreto del Vat. II sobre la vida religiosa, «los miembros de cualquier instituto, buscando ante todo y únicamente a Dios, es menester que junten la contemplación, por la que se unen a Dios de mente y corazón, con el amor apostólico, por el que se esfuerzan para asociarse a la obra de la redención y a la dilatación del reino de Dios» (PC 5).

†¢ La unidad radical de la vida espiritual -y, por tanto, la unidad entre apostolado y oración- hay que buscarla en la vida teologal común a todos los cristianos y a todas las situaciones concretas del cristianismo. Aunque con no pocas diferencias, la vida espiritual la vive lo mismo el apóstol que el contemplativo.

Para el contemplativo, la vida de fe conserva principalmente el carácter de oscuridad en el camino hacia Dios; en cambio, en la vida apostólica la fe se presenta como una luz nueva proyectada en el mundo que hay que transformar y como un principio de acción. Esto no impide que el apóstol viva la oscuridad de la búsqueda de Dios, presente al mismo tiempo que ausente del mundo. Por lo que atañe a la esperanza, en la doctrina del gran contemplativo que es san Juan de la Cruz aparece como una negativa a apoyarse en la vida pasada con sus gracias y como una invitación a unirse en cada instante con Dios, entendido como Salvador y fuente de salvación. A su vez, el apóstol busca adherirse a la fuerza de Dios en vista de las dificultades inherentes al apostolado. Finalmente, no oponemos la caridad contemplativa a la apostólica como si su objeto fuese diverso: el prójimo para una y Dios para la otra. Es claro que el apóstol obra por amor a Dios, lo mismo que el contemplativo intenta ayudar al prójimo, y que ambos viven la caridad personal en relación con el prójimo inmediato. La diferencia se advierte desde otro punto de vista: el amor de Dios emplea como mediación la conciencia personal, mientras que el amor del prójimo es también amor de Dios, pero a través de la relación afectiva y efectiva con el prójimo. Por tanto, el amor contemplativo es más inmediato y más puro, mientras que el del prójimo es más concreto y exigente. En cualquier caso, es necesario siempre vivir la vida teologal con la máxima intensidad en todas las circunstancias de la vida interior y de la vida apostólica.

En esta perspectiva, la solución radical mira a ampliar la conciencia espiritual tanto en la vida apostólica como en la contemplación gracias a un esfuerzo constante de vida teologal. Contemplar todas las realidades interiores y exteriores a la luz de la fe, esperar la ayuda de Dios para extender el reino de Cristo en el mundo y en nuestros corazones, vivir, en fin, una unión de amor mediante la que poder acercarse cada vez más a Dios y a los demás, tal es el camino justo. [Cf >Escatologí­a V-VIII].

III. El objeto de la contemplación
1. LA BÚSQUEDA DE Dlos – Si consideramos la actividad contemplativa en general, podemos decir que su objeto principal es la búsqueda de Dios. Hay que tener presente que a Dios no se le concibe siempre de una forma personal; en ese caso, su búsqueda asume el aspecto más vago de una búsqueda de lo >Absoluto.

En la religión cristiana se busca al Dios personal como compendio de todo valor. En primer lugar, se identifica con el valor supremo de lo sagrado, imposible de encontrar sin un esfuerzo constante de rectitud moral. Es también bondad y amor; término del deseo de la bienaventuranza. La teologí­a oriental insiste en el aspecto de su belleza [>’Oriente cristiano; >Imagen]. Además, Dios es verdad del espí­ritu, principio y fin de toda la creación. Como se ve, en este aspecto la vida contemplativa es siempre una vida elevada.

Si consideramos la acción de Dios, que cuida del universo y de cada alma en particular, la vida contemplativa tiende a abandonarse cada vez más a la divina providencia. Al término de este camino se acaba mirando con fe todos los acontecimientos que puedan sobrevenir, lo cual confiere una notable continuidad a la oración contemplativa.

La contemplación cristiana se desarrolla normalmente en un sentido trinitario. Dado que, según las palabras de Juan, Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo habita en nosotros, su presencia activa se descubre en la contemplación. Todos los teólogos insisten con razón en este aspecto original de la contemplación cristiana: la manifestación del misterio trinitario constituye el vértice de la experiencia contemplativa.

Con todo, hay que tener en cuenta la variedad considerable de la oración contemplativa. No podemos, por ejemplo, pretender que la experiencia trinitaria asuma una forma determinada. De hecho, puede surgir también a partir de la percepción más pormenorizada de la presencia del Espí­ritu Santo o del Verbo. Podemos decir también que son raras las experiencias trinitarias en que se percibe el misterio de un solo Dios en tres personas distintas como tal. Tampoco podemos afirmar que la experiencia trinitaria debe coronar necesariamente el desarrollo espiritual. En el caso de santa Teresita de Lisieux, por ejemplo, la unión con la pasión de Cristo en la noche de la fe y en la enfermedad siguen a la experiencia trinitaria y culminan en la muerte.

Desde el punto de vista subjetivo, la contemplación trinitaria desarrolla ciertos estados interiores sumamente profundos. La SS. Trinidad aparece como paz y reposo en oposición a la agitación y a la inquietud de la vida del mundo; los mí­sticos que hablan del silencio de la Trinidad quieren indicar precisamente que entran en el silencio y en la serenidad, apoyándose en una confianza indefectible en la Trinidad eterna y feliz. El sentido de la eternidad como plenitud de vida y de amor combate el sentido de la caducidad del mundo en devenir y sujeto a la muerte.

2. LA PRESENCIA DE CRISTO – Cierto número de autores cristianos, consecuentes con su posición, que coloca el acto contemplativo en un conocimiento abstracto, discute el puesto de la contemplación del Cristo evangélico en laoración mental. Para ellos el acto mí­stico más elevado es el que más se libera del conocimiento sensible y, en consecuencia, rechazan la contemplación de la humanidad de Cristo. Los principiantes pueden meditar legí­timamente la vida de Cristo, pero los «perfectos» deben elevarse por encima de ella.

Santa Teresa de Avila hubo de hacer frente a doctrinas de este tipo, y su reacción fue clara (Vida c. 22; Las Moradas VI, c. 7): la contemplación de la humanidad de Cristo es siempre provechosa en todo el curso de la vida espiritual (lo cual no impide que haya momentos en los cuales la contemplación se desarrolla sin referencia inmediata a la humanidad de Cristo). Su doctrina la funda no sólo en su experiencia, sino también en las enseñanzas y en la práctica de numerosos santos.

El fundamento de esta doctrina tiene sus raí­ces en la esencia de la fe. Jesús, en efecto, es Dios y hombre, el Verbo encarnado, el mediador único. En él se manifiesta una doble belleza, divina y humana. No podemos, pues, separar lí­citamente las dos naturalezas de Cristo, como si su naturaleza humana fuese un velo que impide la unión con Dios. La humanidad de Cristo es propiamente la revelación de Dios, ateniéndonos a las palabras de Juan: «El que me ha visto ha visto al Padre» (Jn 14,9), y a las de Pablo: «El mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, iluminó nuestros corazones para que brille el conocimiento de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).

Debemos destacar, además, que el supuesto de la desconfianza de ciertos autores respecto al papel de la humanidad de Cristo en la contemplación es su concepción demasiado intelectualista de esta última. En efecto, si suponemos que la actividad contemplativa tiene por fin un conocimiento intelectual, es evidente que penetra tanto más profundamente en la Trinidad cuanto más se purifica del conocimiento sensible. Esta posición encierra algo exacto, pero en la práctica resulta fragmentaria y peligrosa. El movimiento de la contemplación se detiene en Dios, término de una adhesión de fe y de amor. Ahora bien, semejante adhesión puede tener lugar, ya sea por medio de una referencia a Cristo, ya a través de una operación de conocimiento abstracto. Ello es tanto más cierto cuanto que el amor es la causa eficiente de la adhesión a Dios y, por tanto, de la contemplación; mas laintensidad del amor no depende tanto de la claridad y de la elevación del conocimiento, cuanto de la pureza del alma y del impulso del corazón, impulso que se sustrae a toda medida.

No debemos restringir la contemplación de la humanidad de Cristo a una contemplación global, sino ver en cada misterio de su vida un posible objeto de contemplación. En este sentido, se considera al evangelio como la fuente privilegiada de toda la actividad contemplativa del cristiano. Cristo es modelo de servicio, de humildad, de bondad, de amor, de paciencia, etc. Incluso su silencio ante Pilato o su oración solitaria pueden ser objeto de contemplación. Al imperativo de la nueva ley traí­da por Cristo corresponde una forma ejemplar que el evangelio nos da a conocer, y el cristiano debe considerar el ejemplo de Cristo como norma de la propia conducta.

¿Cuál es el fundamento último de esta actividad contemplativa? Debemos buscarlo en la presencia del Espí­ritu. El Espí­ritu Santo estaba presente en una medida plena en la vida de Cristo y es el garante de la verdad del relato y de las palabras evangélicas. El es también el que está presente en el corazón del fiel. El cristiano, cuando se dedica a la contemplación, relaciona la acción del Espí­ritu presente en él con los acontecimientos verificados en Cristo. Además, se une realmente a Cristo ahora glorificado y que vive en la plenitud del Espí­ritu. Por eso el Espí­ritu Santo propone a la contemplación la Palabra viva y suscita al mismo tiempo en el contemplativo el deseo, la acogida y la correspondencia personal al mensaje objetivo contenido en la Sagrada Escritura.

De ahí­ se sigue que la actividad contemplativa lleve normalmente a una imitación de Cristo y, más profundamente, a una conformación con sus estados (sacerdote, mediador, reparador, Hijo único, etc.).

3. LA RELACIí“N CON EL MUNDO DE LA NATURALEZA Y DE LA HISTORIA – Aunque para el cristiano Cristo es el camino privilegiado que conduce a la contemplación de Dios, lo cierto es que el contemplativo puede servirse de otras mediaciones; por ejemplo, las de la naturaleza y la historia.

En particular, todas las espiritualidades han considerado siempre a la naturaleza objeto de contemplación. Gracias a ella, el espí­ritu se eleva hasta Dios. El Medioevo atribuyó a tal contemplación una amplitud extraordinaria, mirando a la naturaleza como huella de Dios, como primer libro que contiene su palabra. Aquí­ ha encontrado su fundamento un simbolismo estético y litúrgico que ha fomentado una vida religiosa caracterizada por un vivo sentido de lo sagrado [> Sí­mbolos espirituales].

Lo que un san Francisco de Así­s o un Rabindranath Tagore encuentran en la naturaleza es ante todo la inocencia de los orí­genes, la naturaleza tal como salió de las manos del Creador antes del pecado. Los mí­sticos, al llegar al término de sus duras purificaciones, se reconcilian a su vez con la naturaleza y se sirven de sus sí­mbolos para expresar la unidad y la inocencia reencontradas.

Más recientemente -Teilhard de Chardin serí­a un representante auténtico de esta tendencia-, al sentido de la naturaleza se ha añadido el sentido de la historia como fundamento de una contemplación de Dios. El progreso del mundo se presenta como una manifestación de la energí­a divina y al mismo tiempo deja entrever a Dios como término de toda la evolución.

De por sí­ no hay nada que objetar a semejante experiencia; el espí­ritu de contemplación se sirve de todo para ir en busca de Dios, y, además, la energí­a que se despliega en el mundo se deriva de la energí­a primera, que es Dios. Sin embargo, podemos indicar como peligro principal de esta perspectiva contemplativa que debilita el sentido del Dios personal. En este punto, el lenguaje abstracto de Teilhard de Chardin (la Materia, el Fuego, etc.) se asemeja al de las espiritualidades abstractas y metafí­sicas (Plotino, maestro Eckhart).

La dificultad se acentúa cuando, en lugar de contemplar el despliegue de la energí­a cósmica, contemplamos la historia humana para descubrir en ella los signos de la presencia divina. Aunque también aquí­ deriva todo de Dios y su reino está presente en el mundo, la realidad es siempre demasiado ambigua, ya que también la potencia del pecado sigue obrando en el mundo. Las parábolas de Mateo (Mt 13) sobre el buen grano mezclado con la cizaña son una invitación a la prudencia en la interpretación de la realidad humana; ésta no es sólo la huella del plan de Dios, sino que está también sometida al influjo del «prí­ncipe de este mundo».

Cualquiera que sea la mediación que lleva al espí­ritu hasta la contemplación de Dios, es bueno tener presente la condición necesaria de toda verdadera contemplación: no detenerse en la mediación como tal, sino elevarse hasta Dios. Por ejemplo, el que contempla la naturaleza posando en ella la mirada, permanece enredado en una mentalidad pagana que exalta las fuerzas cósmicas; análogamente, no es raro el caso del que se detiene en el amor de las personas sin proseguir el movimiento espiritual hasta Dios.

IV. La función de la oración contemplativa
La estima en que es tenida la contemplación se basa en el hecho, puesto ya de relieve, de ser una manifestación de las más luminosas de la vida espiritual; gracias a la contemplación, el espí­ritu puede elevarse hasta Dios y mantenerse en esta unión durante ratos considerablemente largos. Ninguna otra actividad espiritual es susceptible de semejante valoración.

Si ahora nos situamos en la perspectiva cristiana, hemos de preguntarnos qué aporta la contemplación a una vida sobrenatural que se ejercita no sólo por medio de la oración, sino también mediante la actividad sacramental, la cual posee el privilegio de actuar en virtud de una disposición especial de Dios y de santificar por si misma al que recibe los sacramentos.

Digamos brevemente que la contemplación ejerce una función transformante.

1. LA FE VIVA – El primer aspecto de la transformación operada por la contemplación se refiere a la fe, que se convierte en una fe viva y personal. Para comprender el cómo de esa transformación, debemos distinguir un doble aspecto en la fe: su contenido objetivo, que es el misterio de la salvación (al cual la contemplación no puede añadir nada sustancial), y la luz de la fe concedida al sujeto. La oración contemplativa provoca una continua reactivación de la luz de la fe, haciendo así­ cada vez más vivos para nosotros los misterios particulares de la salvación.

La luz de la fe no solamente ilumina el contenido objetivo de la misma, sino que le permite mejor al sujeto tomar conciencia de la relación entre el misterio de la salvación y su vida; no se trata solamente de adherirse a la revelaciónuniversal de la salvación, sino de percibir que esa salvación es una salvación para mí­, que atañe a mi existencia concreta. La actividad contemplativa personaliza la fe.

De aquí­ se sigue una transformación de la conciencia espiritual. Los valores percibidos en la contemplación se convierten en las motivaciones principales de la existencia y de la acción. El sentido profundo de los diversos misterios penetra la inteligencia y concurre a la formación de una concepción cristiana del mundo. También la afectividad, en cuanto se dirige hacia Dios en Cristo, se transforma purificándose y elevándose.

R. Guardini ha descrito bien lo que se entiende por conciencia cristiana; su descripción se puede aplicar a los frutos de la actividad contemplativa: «Podemos aproximarnos a aquello de lo que estamos hablando también con la distinción entre fe y conciencia cristiana. Fe significa que el hombre acoge la revelación como principio y fundamento de su vida y permanece arraigado en ella por la fidelidad y el amor; conciencia cristiana significa más. Por conciencia entendemos el modo como se ha constituido la mirada, el pensamiento, el juicio de un hombre; cuáles son sus medidas y sus órdenes válidas; qué actitudes espontáneas adopta, y así­ sucesivamente. Serí­a cristiana la conciencia si para ella fuera verdad lo que lo es según la revelación; posible lo que según ella es posible; bueno, bello, noble, familiar y consolador cuanto lo es para ella. Y no solamente en virtud de un esfuerzo verdadero y propio, sino -en la medida en que es posible frente a la revelación- por formación interior y naturalmente». Es evidente que la familiaridad conseguida por la contemplación del misterio de la fe conduce a esta cristianización de la conciencia.

2. LA PURIFICACIí“N – La cristianización de la conciencia lleva consigo necesariamente una purificación. Es fácil comprender que la contemplación contribuye a la iluminación de la conciencia. Veamos ahora cómo el estado contemplativo desemboca en una purificación profunda. Tal es, por lo demás, la enseñanza de san Juan de la Cruz, que habla de la contemplación tenebrosa, fuente de purificación completa. Lo que vale de la contemplación mí­stica vale también -con menor intensidad- de la simple oración contemplativa.

Toda actividad contemplativa nos sitúa en presencia de Dios, que es un Dios santo. Como Pedro en presencia de Jesús tomó conciencia de ser pecador (Le 5,8), así­ el que contempla, puesto en presencia del Dios santo, adquiere conciencia de la distancia infinita que lo separa de Dios. En él se despierta el deseo de convertirse y de llegar a la santidad. Entonces no se trata ya de una simple exigencia moral, sino de una exigencia religiosa de imitar la santidad de Dios.

El pecador, al tomar conciencia de la santidad de Dios, adquiere la experiencia del profundo desequilibrio que el pecado ha introducido en él. En lugar de respetar el auténtico sistema de valores -corporales, culturales, interpersonales, sagrados-, el pecador ha dado la preferencia, por ejemplo, a los valores corporales, o a la ambición social o al egoí­smo. Al fundar su contemplación en el evangelio, restablece en si mismo el justo sentido de los valores y comienza así­ a restablecer la armoní­a de todo su ser. La que san Juan de la Cruz llama la noche de los sentidos y del espí­ritu no es otra cosa que la toma de conciencia del desorden instalado en el alma: los sentidos no obedecen ya a la razón, y ésta no quiere someterse a las luces que le llegan de la fe. En cambio, la luz de la contemplación hace tomar conciencia de este desorden, y la voluntad, que continúa unida a Dios, induce poco a poco a los impulsos inferiores a someterse a la ley evangélica de la renuncia y del amor.

En esta misma lí­nea de purificación, la meditación del evangelio nos hace tomar conciencia de la imperfección de nuestras intenciones. Creemos obrar por amor, o al menos por altruismo, y descubrimos que obramos obedeciendo a motivaciones inconscientes que revelan una profunda turbación de nuestra afectividad: estamos llenos de prejuicios, fruto de nuestra educación, o de inhibiciones arraigadas en nuestra historia pasada. El Espí­ritu de Cristo, que es Espí­ritu de verdad y de claridad, nos obliga poco a poco a obrar únicamente en función de la verdadera caridad. Permaneciendo largo tiempo en presencia de Dios, que es amor, comprendemos mejor que todo el misterio de la salvación se funda en el amor: «Deus caritas est» (1 Jn 4,8). Nuestra visión del mundo se simplifica y se ilumina. El esfuerzo moral no consiste ya simplemente en la lucha contra las tendencias malas,sino en la instauración perseverante del primado de la caridad en nuestro modo de considerar el mundo y de comportarnos con los demás.

5. LA ILUMINACIí“N – Cuando hablamos de la acción transformadora de la contemplación, no debemos concebirla al estilo de la transformación producida, por ejemplo, mediante el estudio de un filósofo. En este último caso, el hombre se forma convicciones que normalmente repercuten en su comportamiento. La acción transformadora de la contemplación es mucho más profunda, porque tiene como autor al mismo Espí­ritu Santo, el cual obra en el corazón del fiel que contempla.

Los teólogos han intentado expresar este modo de actuar del Espí­ritu Santo. Expongamos a titulo de ejemplo (aunque también porque esta doctrina nos parece la más luminosa) la explicación propuesta por los tomistas. Para ellos la contemplación pone en juego los dones del Espí­ritu Santo, y la acción transformante de éstos se confunde con el crecimiento de los dones en el que ora.

Para Juan de Sto. Tomás, la caridad difundida en el corazón por el Espí­ritu Santo produce una unión afectiva que nos hace, por así­ decir, familiares de Dios y confidentes de sus pensamientos. Esta unión será tanto más estrecha cuanto más intensa y continua sea la actividad contemplativa. En particular, en la contemplación mí­stica «no conocemos la verdad de los misterios sólo en virtud del testimonio del Dios revelador o en virtud de alguna luz especial que manifiesta la verdad, sino que la conocemos de manera mí­stica y en virtud de una cierta experiencia afectiva de las cosas divinas y de una unión interior con Dios’. En efecto, la oración contemplativa se ejercita en la fe y nos hace experimentar un modo nuevo de conocimiento que se deriva del amor, expresión de nuestra condición de hijos de Dios.

El amor hace al alma salir de sí­ misma para obligarla a pasar al lado del objeto amado e imprimir en ella una cierta semejanza con lo que ama. Este principio general, que describe la acción del amor, se aplica en primer lugar al amor espiritual ejercitado en la contemplación. El alma, al unirse a Dios a través de la mediación de Cristo, pasa al lado de Dios, penetra en el reino y allí­ se transforma.

Los tomistas, para expresar el modo de esa transformación, hablan de la connaturalidad que el alma llega a poseer en virtud de su unión con Dios. Al vivir más constantemente con Dios, se une más estrechamente a él y, ateniéndonos a las palabras de san Pablo, «el que se une al Señor es un solo espí­ritu con él» (1 Cor 6,17). El alma simpatiza con las realidades divinas, lo mismo que en el amor interpersonal la simpatí­a permite comprender al otro y asemejarnos más a él.

El alma, gracias al amor, percibe que el misterio de la fe posee una coherencia interna profunda y que es apropiado para todas las situaciones espirituales en que pueda encontrarse. Lo que sorprende en el conocimiento otorgado por el Espí­ritu Santo es la convergencia profunda de las verdades de la fe con la vida del hombre. Mas no por ello se concibe el conocimiento espiritual como una actividad especulativa que mantendrí­a su pureza sólo a costa de un alejamiento de los intereses vitales; al contrario, es el conocimiento vital por excelencia.

4. LA FUNCIí“N DE LOS SENTIDOS ESPIRITUALES – Si, como hemos demostrado, el conocimiento espiritual es vital, no puede maravillar que desemboque en una transformación de los mismos sentidos. No se trata de que la vida contemplativa añada sentidos antes no existentes, sino que da a los sentidos una nueva dimensión; en efecto, parece que ellos captan la realidad espiritual, como lo indica el léxico corriente de la teologí­a espiritual.

Cuando la verdad espiritual es percibida por la inteligencia, hablamos de intuición o de simple mirada; se trata del sentido mismo de la contemplación. Si el alma, en lugar de ver, toma conciencia de ser interpelada por Dios, la experiencia espiritual adopta el aspecto de una palabra interior. La realidad espiritual, al interiorizarse ulteriormente, puede considerarse como alimento del alma, y entonces hablamos de gusto espiritual. Por último, cuando es directamente percibida por el alma, como si Dios y el alma se pusiesen en contacto, encontramos el sí­mbolo del tacto espiritual.

Todas estas expresiones, que no es preciso tomar necesariamente en un sentido demasiado restringido, muestran con acierto que la vida espiritual abarca a todo el hombre. Y puesto que los sentidos son también los instrumentos de nuestra vida afectiva, comprendemos mejor cómo la actividad contemplativa crea un clima afectivo a veces muy intenso.

V. Conclusión: la contemplación,
elemento constitutivo de la vida cristiana
La actividad contemplativa que hemos descrito, tan difundida en todos los contextos religiosos, desarrolla una función harto importante en la vida cristiana para que podamos considerarla facultativa. Sin duda, puede adoptar muchas formas, y es dificil determinar la medida y el modo en que convienen a cada uno para garantizar el crecimiento de su vida espiritual. Una cosa, sin embargo, es cierta: la oración contemplativa es el ejercicio espiritual que más contribuye a la personalización de la vida de fe.

La riqueza misma de la vida contemplativa y la multiplicidad de sus aspectos nos permiten comprender por qué la postura del cristiano resulta con frecuencia paradójica. La estima y no raras veces la desea; sin embargo, no se entrega fácilmente a la actividad de la contemplación.

La razón de ello es profunda; en los comienzos, la oración aparece fácilmente como una experiencia sosegadora y apaciguadora, porque manifiesta por sí­ misma la fina punta del alma atraí­da por los valores de superación y de santidad; pero está claro que no se puede evitar una fase de crucifixión del hombre carnal. El hombre que se siente responsable de su propia vida y del mundo que le rodea no acepta de buen grado dedicar un tiempo más o menos largo a una actividad cuyos frutos no ve de inmediato. No obstante, si quiere llegar a una vida espiritual centrada de veras en Dios, que le llama a la unión con él y a la santidad, ha de esforzarse por encontrar a Dios en laoración contemplativa.

Por tanto, podemos considerar la oración contemplativa como la piedra de toque de la vida religiosa y espiritual. O el hombre se niega a la apertura espiritual que le permitirí­a entrar en contacto con Dios, y en tal caso es un ser espiritualmente muerto; o bien, seducido y apasionado por los bienes espirituales, se afirma en una comunicación interpersonal que responde al deseo más profundo de su ser creado a imagen de Dios y rescatado por Cristo, convirtiéndose entonces, merced a la contemplación, en un alma cada vez más religiosa.

Ch. A. Bernard
BIBL.-AA. VV., Liberación y contemplación, en «Selecciones de Teologí­a». 60 (1976).-AA. VV., Contemplación, Claune, Madrid 1973.-AA. VV., Contemplación, Paulinas. Madrid 1972.-AA. VV., Acción y contemplación, Speiro, Madrid 1975.-Arroniz, P. L, Orar en nombre del Señor: experiencia de Dios, contemplación, Perpetuo Socorro, Madrid 1977.-Foucauld, Ch. de, Contemplación. Textos inéditos, Sí­gueme, Salamanca 1969.-González Martí­n, M, La contemplación, alma de la civilización del mañana, Studium, Madrid 1974.-Llamera, M, Valor apostólico de la vida contemplativa, Cruzada del Rosario, Valencia 1974.-Merton, Th, La senda de la contemplación, Rialp, Madrid 1955.-Raguin, Y, Caminos de contemplación, Narcea, Madrid 1982.-Rambla Mihalaret, A, Peregrinos de la intimidad con Dios, Narcea, Madrid 1981.-Rovira Artola, J, Los institutos puramente contemplativos, Barcelona 1979.-Schultz, R., Lucha y contemplación, Herder, Barcelona 1975.-Voillaume. R, En el corazón de las masas, Studium, Madrid 1956.-Voillaume, R, La contemplación hoy, Sí­gueme, Salamanca 1973.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

] La idea de contemplación está tan íntimamente relacionada con la de teología mística que una no puede ser explicada claramente independiente de la otra; por lo tanto expondremos aquí qué es teología mística.

Contenido

  • 1 Definiciones preliminares
    • 1.1 Oración ordinaria y contemplación adquirida
    • 1.2 Contemplación superior
    • 1.3 Unión mística
    • 1.4 Unión transformadora
  • 2 Señales de la unión mística
  • 3 Las dos noches del alma
  • 4 Revelaciones y visiones (de criaturas)

Definiciones preliminares

Se les llama místicos a aquellos actos o estados sobrenaturales que no podemos producir con ningún esfuerzo o trabajo de nuestra parte, incluso en lo más mínimo o por un solo instante. La realización de un acto de contrición y la recitación de un Avemaría son actos sobrenaturales, pero cuando uno desea producirlos nunca se nos niega la gracia; por lo tanto no son actos místicos. Pero ver nuestro ángel de la guarda, que no depende en lo más mínimo de nuestro propio esfuerzo, es un acto místico. Tener sentimientos muy ardientes de amor divino no es, en sí mismo, prueba de que uno esté en un estado místico, porque ese amor se puede producir, al menos débilmente y por un instante, por nuestros propios esfuerzos. La definición anterior es equivalente a la dada por Santa Teresa al comienzo de su segunda carta al Padre Rodríguez Álvarez. La teología mística es la ciencia que estudia los estados místicos; es sobre todo una ciencia basada en la observación. Frecuentemente se confunde la teología mística con la teología ascética; esta última, sin embargo, trata de las virtudes. Los escritores ascéticos discuten también el tema de la oración, pero se limitan a la oración que no es mística.

A los estados místicos se les llama, en primer lugar, sobrenaturales o infusos, por los que denotamos manifiestamente sobrenaturales o infusos; en segundo lugar, extraordinarios, lo que indica que el intelecto funciona de una forma nueva, que nuestros esfuerzos no pueden producir; en tercer lugar, pasivos, para mostrar que el alma recibe algo y es consciente de su recepción. El término exacto seria pasivo-activo, ya que nuestra actividad responde a esta recepción como lo hace en el ejercicio de nuestros sentidos corporales. A modo de distinción a la oración ordinaria se le llama activa. Se ha abusado mucho de la palabra místico. A la larga ha llegado a aplicarse a todos los sentimientos religiosos que son algo ardientes y, de hecho, incluso a simples sentimientos poéticos. La anterior definición da el sentido restringido y teológico de la palabra.

Oración ordinaria y contemplación adquirida

Primero que todo, una palabra en cuanto a la oración ordinaria, la cual consta de estos cuatro grados:

  • 1. oración vocal;
  • 2. meditación, llamada también oración metódica, u oración de reflexión, en la cual se puede incluir la lectura meditativa;
  • 3. oración afectiva;
  • 4. oración de simplicidad, o de simple contemplación.

Sólo consideraremos los dos últimos grados (también llamados oraciones del corazón), puesto que rayan en los estados místicos.

Se le llama afectiva a la oración en la que los actos afectivos son numerosos, y que consiste mucho más en gran parte de ellos que de reflexiones y razonamientos. La oración de la simplicidad es la oración mental en la que, en primer lugar, el razonamiento es reemplazado en gran medida por la intuición; segundo, los afectos y resoluciones, aunque no ausentes, son sólo ligeramente variados y expresados en pocas palabras. Decir que la multiplicidad de actos ha desaparecido por completo sería una exageración perjudicial, ya que son sólo disminuidos notablemente. En ambos estados, pero especialmente en el segundo, hay un pensamiento o sentimiento dominante que se repite constante y fácilmente (aunque con poco o ningún desarrollo) en medio de muchos otros pensamientos, beneficiosos o no. Este pensamiento principal no es continuo, sino que reaparece con frecuencia y de forma espontánea. Un hecho similar puede observarse en el orden natural. La madre que vela en la cuna de su hijo piensa en él con amor y lo hace sin reflexión y en medio de interrupciones. Estas oraciones difieren de la meditación sólo como de mayor a menor y se aplican a los mismos temas. Sin embargo, la oración de simplicidad tiene a menudo una tendencia a simplificarse, incluso en relación con su objeto. Lleva a uno a pensar sobre todo de Dios y en su presencia, pero de una manera confusa. Este estado particular, que está más cerca que otros de los estados místicos, se llama la oración de la atención amorosa a Dios. Aquellos que acusan de ociosidad a estos diferentes estados siempre tienen una idea exagerada de ellos. La oración de simplicidad no es a la meditación lo que la inacción es a la acción, aunque podría parecer a veces, sino lo que la uniformidad es a la variedad y la intuición al razonamiento.

Se conoce que un alma es llamada a uno de estos grados cuando tiene éxito en el mismo, y lo hace con facilidad, y cuando deriva beneficio de él. La llamada de Dios se hace aún más clara si esta alma tiene en primer lugar, una persistente atracción para este tipo de oración; en segundo lugar, una falta de facilidad y disgusto por la meditación. Todos los autores aceptan tres reglas de conducta para las personas que presentan estos signos:

  • Cuando, durante la oración, uno no siente ni gusto ni facilidad para determinados actos, uno no se debe forzar a uno mismo para producirlos, sino que debe contentarse con la oración afectiva o con la oración de simplicidad (que, por hipótesis, puede tener éxito); actuar de otro modo sería frustrar la acción divina.
  • Si, por el contrario, durante la oración, uno siente la facilidad para ciertos actos, se debe ceder a esta inclinación en lugar de luchar obstinadamente tratando de permanecer inmóvil como los quietistas. De hecho, incluso el pleno uso de nuestras facultades no es superfluo para ayudarnos a alcanzar a Dios.
  • Fuera de la oración, propiamente dicha, uno debe beneficiarse de todas las ocasiones ya sea para obtener instrucción o para elevar la voluntad y así construir lo que le falta a la oración misma.

Muchos textos relativos a la oración de simplicidad se encuentran en las obras de Santa Juana de Chantal, quien, junto con San Francisco de Sales, fundó la Orden de la Visitación. Se quejaba de la oposición que muchas mente s bien dispuestas le ofrecen a este tipo de oración. Los escritores antiguos llaman a la oración de simplicidad adquirida, activa o contemplación ordinaria. San Alfonso María de Ligorio, haciendo eco a sus predecesores, la define así: «Al final de un cierto tiempo la meditación ordinaria produce lo que se llama la contemplación adquirida, que consiste en ver a simple vista las verdades que antes podían ser descubiertas sólo a través de un discurso prolongado» (Homo Apostolicus, Apéndice I, no. 7).

Contemplación superior

A la unión mística se le llama intuitiva, pasiva, extraordinaria o contemplación superior para diferenciarla de la contemplación adquirida. Santa Teresa la designa simplemente como contemplación, sin ningún tipo de cualificación. Las gracias místicas pueden ser divididas en dos grupos según la naturaleza del objeto contemplado. Los estados del primer grupo se caracterizan por el hecho de que es Dios y sólo Dios quien se manifiesta a Sí mismo; estos son llamados unión mística. En el segundo grupo la manifestación es de un objeto creado, como, por ejemplo, cuando uno ve la humanidad de Cristo o un ángel o un acontecimiento futuro, etc.; éstas son visiones (de las cosas creadas) y revelaciones. A éstas pertenecen los fenómenos corporales milagrosos que a veces se observan en los éxtasis.

Hay cuatro grados o etapas de unión mística. Aquí se dan justo como Santa Teresa las describió con la mayor claridad en su «Vida» y principalmente en su «Castillo Interior»:

  • la unión mística incompleta, o la oración de quietud (del latín quies, quieto; el cual expresa la impresión experimentada en este estado);
  • la unión plena, o semi-extática, que Santa Teresa a veces llama la oración de unión (en su «Vida», también hace uso del término entire union, entera unión, ch. XVII);
  • unión extática, o éxtasis; y
  • unión transformadora o deificante, o matrimonio espiritual (propiamente) del alma con Dios.

Los tres primeros son estados de la misma gracia, a saber, el débil, medio y enérgico. Se puede ver que la unión transformadora difiere de éstos específicamente y no meramente en intensidad.

Unión mística

Las ideas anteriores pueden ser más establecidas de forma precisa, indicando las fácilmente discernibles líneas de demarcación. La unión mística puede ser llamada:

  • (a) quietud espiritual: cuando la acción divina es todavía demasiado débil para evitar distracciones: en una palabra, cuando la imaginación todavía conserva una cierta libertad;
  • (b) unión plena: cuando su fuerza es tan grande que el alma está totalmente ocupada con el objeto divino, mientras que, por otra parte, los sentidos siguen actuando (bajo estas condiciones, haciendo un mayor o menor esfuerzo, uno puede dejar de la oración);
  • (c) éxtasis: cuando las comunicaciones con el mundo exterior son cortadas o casi cortadas (en este caso ya no se puede realizar movimientos voluntarios ni salir del estado a voluntad).

Entre estos tipos bien definidos hay transiciones imperceptibles como entre los colores azul, verde y amarillo. Los místicos utilizan muchas otras denominaciones: silencio, sueño sobrenatural, embriaguez espiritual, etc. No se trata de grados reales, sino más bien formas de estar en los cuatro grados anteriores. Santa Teresa a veces designa la oración de quietud débil como recogimiento sobrenatural.

Unión transformadora

En cuanto a la unión transformadora, o matrimonio espiritual, basta decir aquí que consiste en la conciencia habitual de una gracia misteriosa que todos deberán poseer en el cielo: la anticipación de la naturaleza divina. El alma es consciente de la ayuda divina en sus operaciones sobrenaturales superiores, las del intelecto y la voluntad. El matrimonio espiritual difiere del desposorio espiritual en la medida en que el primero de estos estados es permanente y el segundo sólo transitorio.

Señales de la unión mística

Los diferentes estados de unión mística poseen doce señales o caracteres. Los primeros dos son los más importantes; el primero porque denota la base de esta gracia, el otro porque representa su fisonomía.

Primera señal: Sentir la presencia

(a) La diferencia real entre la unión mística y el recogimiento de la oración ordinaria es que, en el primer caso, Dios no está satisfecho con ayudarnos a pensar en Él y recordarnos su presencia, nos da un conocimiento experimental intelectual de esa presencia.

(b) Sin embargo, en los grados inferiores (quietud espiritual) Dios hace esto de una forma bastante oscura. Cuanto más elevado el orden de la unión más clara es la manifestación. La oscuridad que acabamos de mencionar es una fuente de sufrimiento interior para los principiantes. Durante el período de quietud ellos creen instintivamente en la doctrina anterior, pero después, a causa de sus ideas preconcebidas, comienzan a razonar y a caer en la vacilación y el miedo a equivocarse. El remedio está en proveerles un director entendido o un libro que trate estos asuntos con mayor claridad. Por conocimiento experimental se entiende aquel que viene del objeto en sí y lo hace conocido no sólo como posible sino como existente, y en tales o cuales condiciones. Este es el caso de la unión mística: Dios está en él percibido así como concebido. Por lo tanto, en la unión mística, tenemos un conocimiento experimental de Dios y de su presencia, pero no se deduce en absoluto que este conocimiento sea de la misma naturaleza que la visión beatífica. Los ángeles, las almas de los difuntos y demonios se conocen entre sí experimentalmente pero de un modo inferior al modo en que Dios se nos manifestará en el cielo. Los teólogos expresan este principio diciendo que es un conocimiento por especies inculcadas e inteligibles.

Segunda señal: la posesión interior

(a)En estados inferiores al éxtasis uno no puede decir que ve a Dios, a menos de hecho en casos excepcionales. Ni uno es llevado instintivamente a usar la palabra “ver”.

(b) Por el contrario, lo que constituye la base común de todos los grados de unión mística es que la impresión espiritual por la cual Dios manifiesta su presencia hace que esa presencia se sienta a modo de un algo interior con lo que el alma es penetrada, es una sensación de absorción, de fusión, de inmersión.

(c) En aras de una mayor claridad la sensación que uno experimenta puede ser designada como un toque interior. Scaramelli (Directoire mystique, Tr. III, no. 26) usó esta expresión muy clara de sensación espiritual y el padre De la Reguera (Praxis theologiae mysticae, vol. I, no. 735) ya había recurrido a ella. La siguiente comparación nos ayuda en la formación de una idea exacta de la fisonomía de la unión mística. Podemos decir que es precisamente de una manera similar que sentimos la presencia de nuestro cuerpo cuando nos quedamos perfectamente inmóviles y cerramos los ojos. Si sabemos que nuestro cuerpo está presente, no es porque lo vemos o se nos ha contado el hecho. Es el resultado de una sensación especial (coenaesthesis), una impresión interior, muy simple y sin embargo, imposible de analizar. Así es que en la unión mística sentimos a Dios dentro de nosotros y de una manera muy simple. El alma absorta en la unión mística que no es demasiado elevada puede decirse que se asemeja a un hombre colocado cerca de uno de sus amigos en un lugar impenetrablemente oscuro y en silencio absoluto. Él no ve ni oye a su amigo, cuya mano sostiene dentro de la suya, sino que siente su presencia por medio del tacto. Él por lo tanto sigue pensando en su amigo y amándolo, aunque en medio de las distracciones.

Las declaraciones anteriores sobre los dos primeros caracteres siempre aparecen indiscutiblemente ciertas para los que han recibido gracias místicas, pero, por el contrario, son a menudo una fuente de asombro para el profano. Para los que las admitan, estarán resueltas, al menos provisionalmente, las dificultades de la unión mística, y lo que sigue no será muy misterioso.

Los diez caracteres restantes son las consecuencias o concomitancias de los dos primeros.

Tercera señal

La unión mística no pude ser producida por la voluntad. Esta es la señal que fue útil en la definición de todos los estados místicos. También puede añadirse que estos estados no pueden ser aumentados ni su manera de ser cambiados. Al permanecer inmóvil y contentarse con actos interiores de la voluntad uno no puede provocar que estas gracias cesen. Se verá más adelante que el único medio para este fin se encuentra en la reanudación de la actividad corporal.

Cuarta señal

El conocimiento de Dios en la unión mística es oscuro y confuso; de ahí la expresión “entrar en la oscuridad divina”. En un éxtasis uno tiene visiones intelectuales de la Divinidad, y mientras más elevadas se vuelven, más superan nuestro entendimiento. Luego se llega a la contemplación ciega, una mezcla de luz y oscuridad. La gran oscuridad es el nombre dado a la contemplación de tales atributos divinos, puesto que nunca son compartidos por ninguna criatura, por ejemplo, el infinito, la eternidad, la inmutabilidad, etc.

Quinta señal

Como todo lo demás que bordea la naturaleza divina, este modo de comunicación es sólo medio comprensible y se llama místico porque indica un misterio. Esta señal y la anterior son una fuente de ansiedad para los principiantes, ya que se imaginan que ningún estado es divino y cierto a menos que lo entienda perfectamente y sin la ayuda de nadie.

Sexta señal

En la unión mística la contemplación de Dios se produce no por el razonamiento, ni por la consideración de las criaturas, ni aún por imágenes interiores del orden sensible. Hemos visto que tiene una causa totalmente diferente. En el estado natural nuestro pensamiento está siempre acompañado de imágenes, y lo mismo ocurre en la oración común, porque las operaciones sobrenaturales de carácter ordinario se asemejan a las de la naturaleza. Sin embargo, en la contemplación mística se produce un cambio. San Juan de la Cruz vuelve constantemente a este punto. Se ha dicho que los actos de la imaginación no son la causa de la contemplación; sin embargo, al menos la pueden acompañar. Muy frecuente es en las distracciones que la imaginación se manifiesta, y Santa Teresa declaró que ella no encontró remedio para este mal (Vida, cap. XVII). Designaremos como actos constitutivos de la unión mística aquellos que necesariamente pertenecen a este estado, como el pensar en Dios, disfrutar de Él y amarlo; y a modo de distinción designaremos como actos adicionales a esos actos, distintos de las distracciones, que no son adecuados a la unión mística, es decir, no son ni la causa ni sus consecuencias. Este término indica que se hace una adición, ya sea voluntaria o no, a la acción divina. Por lo tanto, recitar un Avemaría durante la quietud espiritual o darse a la consideración de la muerte sería realizar actos adicionales, ya que no son esenciales para la existencia de la quietud espiritual. Estas definiciones serán útiles más adelante. Pero incluso ahora nos permitirán explicar ciertas abreviaciones del lenguaje que a menudo se permiten los místicos, de las cuales se han hecho muchas interpretaciones erróneas, y han resultado malentendidos de lo que quedó sin expresar. Así se ha dicho: «A menudo en la oración sobrenatural no hay más actos», o «No hay que temer en ella de suprimir todos los actos»; mientras que lo que debería haber dicho era: «No hay más actos adicionales». Tomadas literalmente, estas frases abreviadas no difieren de las de los quietistas. Santa Teresa fue iluminado de repente en su camino de perfección al leer en un libro esta frase, aunque es inexacta: «En la quietud espiritual uno no puede pensar en nada» (Vida, cap. XXIII). Pero otros no habrían discernido el verdadero valor de la expresión. De la misma manera se dijo: «Sólo la voluntad está unida», con lo que se quería decir que la mente no aporta ningún razonamiento ulterior y que desde entonces se hace lo olvidado o bien retiene la libertad de producir actos adicionales; entonces parece como si no estuviese unida. Pero en el futuro se evitarán estas expresiones que requieren largas explicaciones.

Séptima señal

Hay fluctuaciones continuas. La unión mística no retiene el mismo grado de intensidad durante cinco minutos, pero su intensidad media puede ser la misma durante un período notable de tiempo.

Octava señal

La unión mística demanda mucho menos esfuerzo que la meditación, y cuanto más elevado sea el estado, menor será el esfuerzo requerido, y en el éxtasis no hay esfuerzo de ninguna clase. Santa Teresa compara el alma que progresa en estos estados a un jardinero que tiene menos y menos problemas para rociar su jardín (Vida, cap. XI). En la oración de quietud el trabajo no consiste en procurar de la oración misma, la cual sólo Dios puede dar, sino, primero, en luchar contra las distracciones; en segundo lugar, producir actos adicionales de vez en cuando; en tercer lugar, si la quietud es débil, en la supresión del hastío causado por la absorción incompleta que muy a menudo uno se muestra renuente a perfeccionar por otra cosa.

Novena señal

La unión mística va acompañada de sentimientos de amor, tranquilidad y placer. En la quietud espiritual estos sentimientos no son siempre muy ardientes aunque a veces lo contrario es el caso y hay júbilo y embriaguez espiritual.

Décima señal

La unión mística va acompañada, y a menudo de una manera muy visible, por un impulso hacia las diferentes virtudes. Este hecho (que repite constantemente Santa Teresa) es más sensible a medida que la oración es más elevada. En privado, lejos de conducir al orgullo estas gracias siempre producen humildad.

Undécima señal

La unión mística actúa sobre el cuerpo. Este hecho es evidente en el éxtasis y entra en su definición. En primer lugar, en este estado los sentidos tienen poca o ninguna acción; en segundo lugar, los miembros del cuerpo están generalmente inmóviles; en tercer lugar, la respiración casi cesa; en cuarto lugar, el calor vital parece desaparecer, especialmente de las extremidades. En una palabra, todo es como si el alma perdiese en fuerza vital y actividad motora todo lo que gana del lado de la unión divina. La ley de continuidad nos muestra que estos fenómenos deben ocurrir, aunque en menor grado, en aquellos estados que son inferiores al éxtasis. ¿En qué momento comienzan? A menudo, durante la quietud espiritual, y esto parece ser el caso principalmente con personas de temperamento débil. Puesto que esta quietud espiritual es algo opuesta a los movimientos corporales éste debe reaccionar recíprocamente a fin de disminuir esta quietud. La experiencia confirma esta conjetura. Si uno comienza a caminar, leer, o mirar a derecha e izquierda, se siente la acción divina disminuyendo; por lo tanto, reanudar la actividad corporal es un medio práctico para poner fin a la unión mística.

Duodécima señal

La unión mística en cierta medida dificulta la producción de algunos actos interiores que, en la oración común, se podría producir a voluntad. Esto es lo que se conoce como la suspensión de las facultades del alma. En el éxtasis este hecho es más evidente y también se experimenta en la quietud real, uno de esos estados inferiores al éxtasis, que es uno de los fenómenos que más han ocupado a los místicos y han sido la causa de la mayor ansiedad para los principiantes. Los actos que se han denominado adicionales, y que también serían de carácter voluntario, son los que se ven obstaculizados por esta suspensión, por lo que suele ser un obstáculo a las oraciones vocales y a las reflexiones piadosas.

En resumen: por regla general, el estado místico tiene una tendencia a excluir todo lo que le es extraño y sobre todo lo que procede de nuestra propia asiduidad, nuestro propio esfuerzo. A veces, sin embargo, Dios hace excepciones. En cuanto a la suspensión hay tres reglas de conducta idénticas a las ya dadas para la oración de simplicidad (ver arriba). Si un director sospecha que una persona ha llegado a la oración de quietud, más a menudo puede decidir el caso al interrogarle sobre los doce caracteres o señales que acabamos de enumerar.

Las dos noches del alma

Hay un estado intermedio que todavía no se ha mencionado, una transición frecuente entre la oración ordinaria y la quietud espiritual. San Juan de la Cruz, quien fue el primero en describirlo con claridad, lo llamó la noche del sentido o la primera noche del alma. Si nos atenemos a las apariencias, es decir, por lo que de inmediato observamos en nosotros mismos, este estado es una oración de simplicidad, pero con características, dos en particular, que lo hacen una cosa aparte. Es amargo, y la simple mirada es incesantemente atraída casi exclusivamente a Dios. Este estado angustioso consta de cinco elementos: (1) hay una aridez habitual; (2) una idea de Dios confusa, sin desarrollar, que se repite con persistencia singular e independiente de la voluntad; (3) la necesidad triste y constante de una unión más estrecha con Dios; (4) una acción continua de la gracia de Dios que nos separa de todas las cosas sensibles e infunde un disgusto por ellas, de ahí su nombre, «noche del sentido» (el alma debe luchar contra esta acción de la gracia); (5) hay un elemento escondido que consiste en esto: Dios comienza a ejercer sobre el alma la acción característica de la oración de quietud, pero lo hace con tanta suavidad que uno puede ser inconsciente de ello. Por lo tanto, es la quietud espiritual en el estado latente, disfrazado, y es sólo mediante la verificación de la analogía de los efectos que uno llega a conocerlo. San Juan de la Cruz habla de la segunda noche del alma como la noche de la mente. No es nada más que la unión de los estados místicos inferiores al matrimonio espiritual, pero considerados como que contienen el elemento de tristeza y por lo tanto como productores de sufrimiento.

Ahora podemos formar una idea compacta del desarrollo de la unión mística en el alma. Es un árbol cuya semilla está primero oculta en la tierra, y las raíces que son producidas en secreto constituyen la oscuridad de la noche de los sentidos. A partir de estos surge a la luz un frágil tallo, el cual es la quietud espiritual. El árbol crece y se convierte sucesivamente en la unión plena y el éxtasis. Por último, en el matrimonio espiritual alcanza el final de su desarrollo y luego especialmente produce flores y frutos. Esta armonía que existe entre los estados de la unión mística es un hecho de importancia notable.

Revelaciones y visiones (de criaturas)

Vea también el artículo visiones y apariciones.

Hay tres tipos de discurso: el exterior, que es recibido por el oído, y el interior, que se subdivide en imaginativo e intelectual. El último es una comunicación de pensamientos sin palabras.

Hay tres tipos similares de visiones. Muchos detalles de estas diversas gracias se encuentran en las obras de Santa Teresa. Las que se conoce como revelaciones privadas y particulares son las que ni aparecen ni en la Biblia ni en el depósito de la tradición apostólica. La Iglesia no nos obliga a creer en ellas, pero es prudente no rechazarlas a la ligera cuando fueron afirmadas por los santos. Sin embargo es cierto que muchos santos fueron engañados y que sus revelaciones se contradicen entre sí. Lo que sigue va a explicar la razón de esto.

Las revelaciones y visiones están sujetas a muchas ilusiones que se describirán brevemente. En primer lugar, como Jonás en Nínive, el vidente puede considerar como absoluta una predicción que era sólo condicional, o cometer algún otro error al interpretarla. En segundo lugar, cuando la visión representa una escena de la vida o la Pasión de Cristo, la precisión histórica a menudo es sólo aproximada; de lo contrario Dios se rebajaría a la categoría de profesor de historia y arqueología. Él desea santificar el alma, no satisfacer nuestra curiosidad. Sin embargo, el vidente puede creer que la reproducción es exacta; de ahí la falta de acuerdo entre las revelaciones respecto a la vida de Jesucristo. En tercer lugar, la actividad personal durante la visión puede estar tan mezclada con la acción divina que puede parecer que se han recibido las respuestas en el sentido deseado. De hecho, durante la oración las imaginaciones vívidas pueden ir tan lejos como para producir revelaciones y visiones imaginarias sin ninguna mala intención. En cuarto lugar, a veces, en su deseo de explicarla, el vidente después inconscientemente altera una auténtica revelación. Quinto, los amanuenses y editores se toman libertades deplorables en la revisión, de modo que el texto no siempre es auténtico. Algunas revelaciones son incluso totalmente falsas porque: en primer lugar, al describir su oración, algunas personas mienten muy audazmente; en segundo lugar, entre los afectados por la neuropatía hay inventores que, en perfecta buena fe, imaginan que son hechos reales cosas que nunca han ocurrido; en tercer lugar, el diablo puede hasta cierto punto falsificar las visiones divinas; en cuarto lugar, entre los escritores hay falsificadores genuinos que son responsables de profecías políticas, de ahí la profusión de predicciones absurdas.

Las ilusiones en materia de revelaciones a menudo tienen una consecuencia grave, ya que normalmente instigan a actos exteriores, tales como la enseñanza de una doctrina, la difusión de una nueva devoción, el profetizar, el lanzarse a una empresa que implica gastos. No habría ningún mal que temer si estos impulsos viniesen de Dios, pero es totalmente lo contrario cuando no vienen de Dios, lo cual es el casos mucho más a menudo y es difícil de discernir. Por el contrario no hay nada que temer de la unión mística, pues ésta impulsa únicamente hacia el amor divino y a la práctica de la virtud sólida. Habría la misma seguridad en el supuesto imposible que el estado de oración fuese sólo una imitación de la unión mística, pues entonces las tendencias serían exactamente las mismas. Esta suposición se llama imposible porque Santa Teresa y San Juan de la Cruz siguen repitiendo que el diablo no puede imitar, ni siquiera entiende la unión mística. La mente y la imaginación tampoco pueden reproducir la combinación de los doce caracteres o señales descritos anteriormente.

Lo dicho nos muestra la importancia de no confundir la unión mística con las revelaciones. Estos estados no sólo son de una naturaleza distinta, sino que también deben ser estimados en forma diferente. Debido a que personas que ignoran esta distinción caen en uno de estos dos extremos: primero, si conocen el peligro de las revelaciones, extienden su juicio severo a la unión mística y así desvían a ciertas almas de un excelente camino; segundo, si por el contrario, están razonablemente convencidos de la seguridad y la tranquilidad de la unión mística, extienden erróneamente este juicio favorable a las revelaciones y llevan a ciertas almas por una senda peligrosa.
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Cuando Dios así lo quiere, Él puede impartir a quien recibe una revelación la plena certeza de que es real y totalmente divina. De lo contrario no tendríamos el derecho de [[creencia | creerle a los profetas del Antiguo Testamento. La Escritura ordenó que se les distinguiese de los falsos profetas. Por ejemplo, los enviados de Dios realizaban milagros o pronunciaban profecías cuya realización era verificada. A fin de juzgar las revelaciones privadas de un modo más o menos probable, se debe obtener dos tipos de información. Primero se debe indagar sobre las cualidades o defectos, desde un punto de vista natural, ascética o místico de la persona que tiene revelaciones. Cuando la persona en cuestión ya ha sido canonizada, la investigación ya ha sido hecha por la Iglesia. En segundo lugar, uno debe familiarizarse con las cualidades y defectos de la revelación misma y con sus diversas circunstancias, favorables o no. Para juzgar un éxtasis uno debe ser impulsado por los mismos principios, y los dos principales puntos a resolver son: primero, en qué se absorbe el alma mientras está privada de los sentidos, y si se siente cautivada por el conocimiento de un orden superior y transportada por un amor inmenso; en segundo lugar, qué grado de virtud poseía antes de llegar a este estado y qué grandes progresos logró después. Si el resultado de la investigación fuese favorable, las probabilidades están del lado del éxtasis divino, ya que ni el diablo ni la enfermedad pueden trabajar la imaginación hasta ese grado de elevación.

Hay varias reglas de conducta respecto a las revelaciones, pero daremos sólo las dos más importantes.

La primera se refiere al director espiritual. Si la revelación o la visión tiene como único efecto el enriquecimiento del amor del vidente a Dios, a Cristo o a los santos, nada impide que estos hechos sean considerados provisionalmente divinos; pero si, por el contrario, el vidente se ve obligado a determinadas empresas o si desea que su predicción debe ser firmemente creída, se le debe mostrar la mayor desconfianza, pero con la mayor amabilidad. Si el vidente se muestra insatisfecha con esta prudente actitud e insiste en ser creído, se le debe decir: “Usted debe admitir que no se le puede creer simplemente por su palabra, por consiguiente, dé señales de que su revelación viene de Dios y sólo de Él» Por regla general esta solicitud queda sin contestar. Nótese la prudencia de la Iglesia respecto a ciertas fiestas de devociones que ella ha instituido debido a revelaciones privadas. La revelación fue sólo la ocasión de la medida tomada. La Iglesia declara que tal devoción es razonable, pero ella no garantiza que la revelación que la sugirió.

La segunda regla le concierne al vidente. Al menos al principio él está mansamente haciendo lo posible para rechazar las revelaciones y volver sus pensamientos lejos de ellas. Él las aceptará sólo después que un director prudente haya decidido que puede proceder a poner una cierta cantidad de confianza en ellas. Esta doctrina, que parece severa, no obstante, es enseñada a la fuerza por muchos santos, tales como San Ignacio (Acta SS., 31 de julio, Preliminaires, no. 614), San Felipe Neri (ibíd., 26 de mayo, segunda vida, no. 375), San Juan de la Cruz (Assent, lib. II, cap. XI, XVI, XVII y XXIV), Santa Teresa y San Alfonso María de Ligorio (Homo Apost., Ap. I, no. 23), por la razón de que existe el peligro de las ilusiones. Con mucho mayor razón, las revelaciones y visiones (de objetos creados) no debe ser ni deseadas ni solicitadas. Por otra parte muchos pasajes en Santa Teresa y otros místicos demuestran que la unión mística puede ser deseada y solicitada, siempre que se haga con humildad y con resignación a la voluntad de Dios. La razón es que esta unión no tiene inconvenientes sino que presenta grandes ventajas para la santificación (ver teología mística, teología ascética, quietismo).

Santa Teresa excede por mucho a todos los escritores que le precedieron en el tema de la contemplación. Los anteriores a ella limitaron sus descripciones a los aspectos generales. Se debe exceptuar a la Beata Ángela de Foligno, Ruysbroeck y la venerable Marina d’Escobar en lo que respecta al tema de los éxtasis. Asimismo, Santa Teresa fue la primera en dar una clasificación clara, precisa y detallada. Antes de su tiempo casi nada se había descrito, excepto éxtasis y revelaciones. Los grados más bajos requieren de observación más delicada de la que se les había dedicado a ellos antes de su día. Después de Santa Teresa el primer lugar para la observación cuidadosa de esta materia corresponde a San Juan de la Cruz. Sin embargo, sus clasificaciones se confunden. Santa Teresa y San Juan de la Cruz también son muy superiores a los autores posteriores que se han contentado con repetir lo dicho por ellos, con algunos comentarios.

Fuente: Poulain, Augustin. «Contemplation.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.
http://www.newadvent.org/cathen/04324b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina

Fuente: Enciclopedia Católica