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CONTRATO

CONTRATO

Derechos y deberes del hombre pueden tener su fundamento: o bien (1) inmediatamente en lo que él es – con o sin intervención propia -, p. ej., hijo de este matrimonio, miembro de la Iglesia, poseedor de un oficio; o bien (2) en lo que él hace o deja de de hacer, p. ej., engendra a un hijo, crea una obra literaria o artí­stica, causa unos perjuicios; o bien (3) en sus negocios jurí­dicos. Sus acciones y omisiones son jurí­dicamente importantes para él en la medida en que implican algún grado de imputabilidad moral y jurí­dica; pues toda acción relativa a un negocio jurí­dico presupone la capacidad para él y la plena imputabilidad. Entre los negocios jurí­dicos se hallan los contratos; y con frecuencia, cuando se habla de c., se entienden los negocios jurí­dicos en general.

Del apartado (1) trataban los antiguos teólogos preferentemente cuando hablaban de los deberes de estado, doctrina que por desgracia está muy descuidada en la actualidad. De lo relativo al punto (2), en general, hasta hoy los teólogos sólo han tratado una parte -importante, pero pequeña-, en la doctrina de la cooperació:i (al mal) y de la reparación de la justicia violada. Acerca del apartado (3), bajo el tí­tulo De contractibus, se exponí­an algunos principios sobre los negocios jurí­dicos en general y los tipos más usuales de c., a lo cual se añadí­a algún tema más, como el de la manifestación de la última voluntad y semejantes. Lo mismo que el derecho civil y el canónico, la teologí­a moral cae también en el defecto de aplicar los conceptos del derecho patrimonial, que los romanos desarrollaron hasta la perfección, a campos como el de los negocios jurí­dicos de tipo personal. Por ejemplo, el matrimonio se presenta entre moralistas y canonistas, no tanto como un acto de ambos contrayentes que origina un nuevo estado, cuanto -sin tomar en consideración la profunda diferencia entre este c. y el ví­nculo que surge de él (indisolubilidad) -,como un c. entre otros, comparable al que se refiere a los bienes matrimoniales. Y esto a pesar de que se tiene conciencia de que, al determinar la medida necesaria de conocimiento y de voluntad libre, por la «naturaleza de la cosa» no se puede seguir el mismo criterio que en los negocios jurí­dicos que se refieren al derecho patrimonial. Incluso un acto tan marcadamente religioso y que tan claramente origina un nuevo estado, como es el de la incorporación a una orden por los votos, es considerado por canonistas y (algunos) moralistas como un c., a causa de las consecuencias jurí­dicas – también de orden económico- que de ahí­ se derivan.

La rectificación necesaria está ya en camino. Desde algún tiempo la jurisprudencia civil, la cual, en conformidad con la tradicional teologí­a moral, entendí­a la relación laboral a base del salario como un negocio jurí­dico de tipo patrimonial (aunque ya no bajo la figura jurí­dica del opera locatio/conductio), ha llegado a ver que aquí­ no se trata primariamente del intercambio de cosas económicamente valorables (trabajo por salario), sino de una cooperación por la que se hace posible y se configura una obra nacida de un interés vital. Consecuentemente, el cambio de trabajo por salario no es el núcleo, sino una consecuencia de la relación laboral (así­ como de los votos de un religioso se deriva el hecho de que él trabaja para la orden y ésta cuida de su sustento). Una vez que el derecho civil ha sacado las consecuencias justas del principio defendido desde siempre por la sociologí­a católica, según el cual la dignidad humana del trabajo prohibe considerarlo como una «mercancí­a», los canonistas y los moralistas no podrán tardar mucho tiempo en hacer lo mismo con relación a la celebración del matrimonio y a los votos religiosos. La doctrina dogmática según la cual, lo que en la terminologí­a tradicional se llama c., no es algo añadido al sacramento, sino el sacramento mismo, queda intacta a pesar de lo dicho; y tampoco se cambia nada en los votos religiosos, lo único que se hace es poner más claramente de manifiesto su carácter religioso.

Que el hombre debe ser responsable de su acción y de su omisión, con las consecuencias que de ellas se derivan, está claro para una razón humana no deformada. En todas las sociedades, por primitivas que sean, el orden jurí­dico pide cuentas al hombre de sus propios actos. Pero es mucho más difí­cil de comprender cómo el hombre, por su palabra escrita u oral, puede crear derechos y obligaciones para él mismo, e incluso puede originar y transformar situaciones jurí­dicas que todos deben respetar (p. ej., lí­mites de la propiedad).

El que el orden jurí­dico me haga responsable de la palabra dada (no se trata aquí­ del valor moral de la fidelidad a la palabra dada, obligatio ex fidelitate, sino de la obligación jurí­dica, obligatio ex iustitia), presupone un alto nivel cultural en el derecho, un nivel que ni la antigua Roma habí­a alcanzado todaví­a. Esta problemática, importante también desde el punto de vista de la historia del derecho, parece que apenas es descubierta por nuestra teologí­a moral. Concretamente ciertas obras antiguas, descuidando la conexión objetiva, los presupuestos culturales y económicos, y la importancia social de los hechos, se limitan casi exclusivamente a una exégesis lógica o gramatical de las fórmulas clásicas sobre el contrato. La misma doctrina, que aquí­ lleva demasiado lejos la bondad, no se atreve a hacer responsables a los hombres por sus acciones y omisiones, y tiende a reducir a un mí­nimo los derechos y obligaciones nacidas de acciones jurí­dicas.

Pero entre tanto también aquí­ se ha producido un cambio; por suerte, la teologí­a moral y la jurisprudencia se van acercando mutuamente. En el ámbito de las acciones jurí­dicas la teologí­a moral reconoce – al menos implí­citamente – las normas que por razón económica y de justicia social ha introducido la legislación estatal sobre los riesgos acarreados, etc.; y así­ en cierto modo arroja este campo de su competencia y lo encomienda al legislador estatal, el cual ha de adoptar una regulación positiva según el lugar, el tiempo y las circunstancias fácticas. Y también entra menos en el terreno de los negocios jurí­dicos (contratos). Los extensos tratados De iustitia et iure, que en tiempos fueron las piezas brillantes de la teologí­a moral, van replegándose más y más; y en las obras recientes desaparecen casi por completo. Sin duda por dos razones: la primera e indudablemente decisiva está en que la teologí­a moral centra su interés en las propias preguntas teológicas, con la consecuencia de que las cuestiones -antes preferidas – sobre el derecho y la ley van retrocediendo y son encomendadas a los juristas, que las asumen con gusto y competencia. A esto se añade como segunda razón el conocimiento de que las actuales relaciones jurí­dicas mayormente se desarrollan bajo otras formas, e incluso cuando adoptan la modalidad clásica del c., éste constituye más un vestido superpuesto que una expresión adecuada de lo que se significa y quiere, de lo que de hecho se realiza. Así­, en lugar de una interpretación literal de las fórmulas, se introduce toda una serie de cláusulas generales, cargadas de valores, las cuales trabajan con conceptos «jurí­dicamente indeterminados», como «fidelidad», «fe», etc., y se introduce concretamente el principio de la «protección de la confianza», que lo abarca todo y tiende un puente entre la «obligatio ex fidelitate» y la «obligatio ex iustitia».

Todos los órdenes jurí­dicos conocen solamente un número fijo de figuras jurí­dicas «objetivas» (prototipo: la propiedad). Pero el orden totalitario y el libre se distinguen en que el último por principio concede libertad de contrato. No sólo en el sentido de que todos son libres para realizar negocios jurí­dicos (hacer c.) o no realizarlos, sino también de que su contenido es en principio libre, dentro de los lí­mites de lo moralmente permitido y del orden público. Pero el acto de establecer un c. significa que uno se ata; quien hace uso de la libertad de c., limita su libertad en la medida de lo concertado. De ahí­ nace el peligro de que -como en las competiciones- la libertad de c. se suprima a sí­ misma. Por eso tal libertad no puede ser ilimitada, sino que encuentra sus lí­mites allí­ donde las partes contratantes o una de ellas (la más débil o la menos experta) se enajenarí­an de su libertad, o bien cuando un tercero quedarí­a perjudicado en los derechos de su libertad. La aseguración de la libertad de c. de todos es el máximo florecimiento de la cultura jurí­dica.

Oswald von Nell-Breuning

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica