DEIFICACION

La insistencia bíblica sobre que, como criatura caída, el hombre está separado de Dios, y sobre la unicidad de Cristo el hombre-Dios, no deja lugar para atribuir alguna divinidad al hombre.

La deificación del rey mantuvo un reconocido lugar en los cultos de las naciones que rodeaban a Israel; pero el pacto entre Jehová y la casa de David fue una advertencia constante en contra de la asimilación de la costumbre común.

Para los griegos, la deificación era un paso natural tanto debido al antropomorfismo de los mitos, y a la creencia filosófica-religiosa en la inmortalidad y en la afinidad divina del alma. Los héroes y los benefactores recibieron honores casi divinos, y al final del siglo V a.C., los honores casi divinos fueron rendidos a hombres que aun vivían. Alejandro recibió adoración en las tierras orientales que conquistó; con sus sucesores y reyes esto llegó a ser una práctica común. Esto pudo haber sido una adulación oriental, tal como la vivida por Herodes Agripa (Hch. 12:20ss.); pero puede haber llegado a ser bastante seria, como cuando Antíoco IV Epífanes, oponente de los judíos devotos y de su Dios, se identificó a sí mismo con Zeus y se llamó a sí mismo «Dios» poniendo esta inscripción en las monedas; y puede haber tenido grandes implicancias como en Egipto, donde el oficio de rey era sagrado, y la familia de los Tolomeos, tanto en vida como en muerte, fueron adorados oficialmente.

A partir de Julio César la deificación fue una parte cuidadosamente regulada de la política romana. El sentimiento romano tradicional fue un paso en contra, y la adoración al César siempre estuvo restringida a Roma: pero en las comunidades locales del imperio se fue más allá de los pronunciamientos oficiales. Julio recibió adoración en su conquista. Augusto promovió la adoración del «Divus Julius»; pero moderó la adoración destinada a él mismo. Él y la mayoría de sus sucesores fueron deificados oficialmente en su muerte (de ahí el dicho irónico de Vespasiano «creo que me estoy convirtiendo en un dios»). Los temperamentales emperadores Calígula, Nerón y Domiciano insistieron en honores divinos durante la vida. Los parientes, incluso los favoritos del emperador recibían la consagración. Con Dioclesiano y el movimiento anticristiano de fines del tercer siglo, el culto al emperador reinante alcanzó su más alta expresión. El imperio cristiano terminó con ello, pero la consagración y el título Divus permaneció en uso durante muchos años.

Aunque los emperadores regularmente eran consagrados únicamente a su muerte, un juramento que surgía del «genio» del emperador quizás unido a la consagración de los predecesores, llegaba a ser una prueba de la lealtad de los ciudadanos. Los cristianos miraban este juramento como inconsecuente con su entrega exclusiva a Cristo: y sufrían por ello (cf. p. ej. Plinio a Trajano, Ep. 96; Mart. Polycarpi).

Algunas ciudades asiáticas se destacaron por la adoración del César como «las siete iglesias» especialmente Pérgamo, de acuerdo a lo que sabemos (Ap. 2:10, 13).

No hubo una teología coherente de la deificación. El culto imperial no fue exclusivo y las consagraciones locales de celebridades continuaron.

El misticismo helenista, como se expresaba en la mayoría de las religiones de misterio, y observables en el judío Filón, buscaban una identificación del alma con la divinidad por la relación que se creía existía. En alguna manera, esto dio forma a un cristianismo místico; se miró en menos el estado de adopción cristiana; «participantes de la naturaleza divina» (2 P. 1:4) llegó a expresar una transformación esencial antes que una transformación moral.

BIBLIOGRAFÍA

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Andrew F. Walls

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (159). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología