Biblia

DERECHO CANONICO

DERECHO CANONICO

[307]

Se refiere el término canónico, añadido al concepto de Derecho, a la lista o canon de prescipciones positivas que la Iglesia, y en ella su Autoridad o Jerarquí­a, ha elaborado para beneficio de sus adeptos. En el uso de sus atribuciones y deberes de gobierno religioso y social eclesial, la autoridad de la Iglesia debe dar las normas o leyes que aseguren el bien de la comunidad y de las personas que la forman.

En tiempos antiguos se denominaba «ius divinum», «ius sacrum», «ius pontificium» y «ius ecclesiasticum». Y comenzó a llamarse canónico hacia el siglo VIII, cuando se impuso la distinción en las asambleas religiosas entre «canones» (kanoi) que se aplican a las decisiones religiosas y «normas» (nomoi) referidas a las sociales, que ya se habí­a establecido en el Concilio de Nicea (325).

En los cánones de los Concilios se distinguí­an los «canones fidei», los «canones morum» y los «cánones disciplinares», aunque a todos se denominaba cánones eclesiales y divinos, dado el estilo teológico con que hablaban los que se juntaban en los concilios y los anatemas que expedí­an para todos los que eran condenados.

Hasta Graciano, hacia el 1140, Derecho Canónico y Teologí­a parecí­an la misma cosa. Pero la recopilación de este monje camaldulense y profesor inició la diferencia, que no es otra que la que hay entre norma y doctrina, entre ley y misterio.

Pedro Lombardo, con todo, en sus cuatro libros de «Las sentencias», texto obligado de las universidades medievales, siguió mirando el Derecho Canónico como forma de Teologí­a y así­ lo entendieron San Alberto Magno, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino.

Desde el Concilio de Trento (1545-1563) se adoptó cierta independencia de lo jurí­dico respeto de lo teológico. Se empleó un estilo jurí­dico en el Derecho que se mantendrí­a hasta el Código de 1917. Se dejó el talante teológico para las definiciones y exhortaciones. Comenzaron a publicarse Comentarios que culminaron con la Constitución de Pí­o XI «Deus scientiarum Dominus» del 24 de Mayo de 1931.

En la segunda mitad del Siglo XX se inclinó la tendencia hacia el reconocimiento del carácter estrictamente jurí­dico del Derecho canónico y se entendió el Código de 1917 como un documento ordenativo de una sociedad religiosa, incluso con cierto olvido del espí­ritu original que lo configuró, que no era otro que la esencia teológica de la Iglesia cristiana, Cuerpo mí­stico y Pueblo que camina en este mundo.

Pero con el Vaticano II se restauró el verdadero espí­ritu del Derecho canónico como lenguaje evangélico y no sólo legal.

Cristo es el elemento referencial original de este Derecho, pues es el motor último de la Iglesia. El hizo una comunidad de amigos, pero también una sociedad. El cristiano tiene una doble dimensión. Es criatura natural y es portador de un valor sobrenatural. Como criatura vive las leyes de la naturaleza, de la creación. Y la Iglesia expresa esas leyes en cuanto procura su respeto y cumplimiento. Pero además en el cristiano hay fe y valores sobrenaturales, que tienen por referencia el Evangelio en cuanto anuncio misterioso de salvación. Y el Derecho canónico engloba también las leyes relacionadas con el Evangelio, como son los sacramentos, signos sensibles que dan la gracia, la oración, encuentro con un Dios Providente, o los errores, algo más que equivocaciones doctrinales, y los cismas y herejí­as, mucho más que rupturas sociológicas.

Precisamente en el Concilio Vaticano II se intentó resaltar esa bipolaridad del cristiano con documentos excepcionales como la Constitución «Gaudium et Spes», sobre la Iglesia y el Mundo actual, o decisiones al estilo de la Declaración sobre la Libertad religiosa, «Dignitatis humanae» donde se dice: «Por voluntad de Cristo, la Iglesia Católica es la maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana». (N. 14)
La originalidad teológica del Derecho Canónico no le disminuye su categorí­a jurí­dica ni reduce las leyes de la Iglesia a meras recomendaciones ética o ascéticas. Son leyes estrictas para quien por fe reconoce su autoridad, aunque que, a diferencia del derecho civil del Estado, carece de medios coercitivos externos.

Los rasgos más significativos del Derecho de la Iglesia son su carácter profético, evangélico, comunitario y carismático. Es un Derecho original, vivo, pero real.

Juan Pablo II, al renovar el Código en 1982 en conformidad con el Concilio Vaticano II, decí­a en la Constitución «Sacrae Disciplinae Leges» «El Código es un instrumento que corresponde de lleno a la naturaleza de la Iglesia, especialmente como la presenta el magisterio del Concilio Vaticano II[…] Y no tiene por finalidad sustituir la fe, los carismas, la caridad en la vida de la Iglesia o de los fieles… Mas bien busca crear un orden tal en la sociedad eclesial que, asignando el primado a la gracia, a la fe, a los carismas, haga más fácil su desarrollo orgánico, tanto en las sociedad eclesial como en cada persona que a ella pertenece.»

El Derecho Canónico es, pues, un medio para acercarse a Dios por la ley humana (eclesial) eco de la ley divina. Organiza racionalmente todos los elementos eclesiales, según justicia, para que la Iglesia pueda cumplir los fines que su Fundador señaló y que buscan la salvación de los hombres, » que en la Iglesia debe ser siempre la ley suprema». (canon 1752).

Pretende ordenar la libertad y sus ámbitos para servir. Clarifica la realidad eclesial y la hace más comprensible y asequible. Esta organización de medios según justicia constituye en sí­ misma acción pastoral, aprovechando la ley positiva, para conseguir los fines transcendentes.

El Derecho Canónico no es, por voluntad de Cristo, democrático, es decir no emana de una autoridad elegida, sino designada sacramentalmente. Es la gran diferencia del Derecho eclesial con respeto a los Derechos de las sociedades terrenas. Por eso el Derecho Canónico usa un lenguaje que a muchos juristas puede parecer piadoso. Pero no es sólo ético en sí­, sino teológico. Y se hace compatible con el espí­ritu evangélico que lo inspira.

Por eso emplea términos y usos que transcienden los actos y las pruebas y se alude en los cánones al espí­ritu, a la caridad, a la conciencia y a la fe, al amor y a la fidelidad.

En cuanto ley de una comunidad cristiana, el miembro de ella debe conocerlo, aceptarlo, amarlo, cumplirlo y desarrollarlo en la medida de lo posible. En esta labor es donde entra el educador de la fe y el promotor de la cultura cristiana. Intenta educar también jurí­dicamente desde la Ley de la Iglesia para sacar consecuencias para la vida. Quiere hacer conocer, cumplir y amar la Ley para llegar a conocer y amar a su autor último que es Jesucristo.

Esa formación hace posible entender luego el Derecho Canónico no como carga sino cauce para la expresión comunitaria de la fe. Estimula también el incremento de los ví­nculos con la Iglesia y su misterio. Ayuda a entender mejor cómo lo humano abre el camino hacia lo divino.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Los israelitas estaban enormemente orgullosos de que su Dios les hubiera dado la ley (Dt 4,5-7; 26,16-19). La primera codificación de la ley hebrea (Ex 20,1-17; 22,20—23,19; 34,11-26) data de los siglos XIl-XI a.C.; pero habrí­an de pasar cinco siglos antes de que el Pentateuco finalmente se completara. Aunque los israelitas celebraban la ley (Sal 119), no eran particularmente buenos a la hora de observarla; surgió entre ellos una lí­nea de profecí­a que hablaba de una nueva ley escrita en el corazón del pueblo (Jer 31,33) y de un nuevo espí­ritu con el que guardar la ley (Ez 36,26-27). En tiempos de Jesús la Torá (instrucción o ley) incluí­a 613 preceptos (248 positivos y 365 negativos). Aunque «Cristo es el fin de la ley» (Rom 10,4), él no vino a abolirla, sino a llevarla a su perfección (Mt 5,17-19). Las normas morales de la ley siguieron en vigor; las normas rituales no eran vinculantes para los cristianos.

La actitud de Pablo ante la ley es muy importante para la comprensión del Nuevo Testamento, así­ como de la jurisprudencia de la Iglesia en todas las épocas. Pablo, como fariseo que era, estaba en condiciones de valorar la Torá, que los judí­os seguí­an considerando más como un don que como una carga. Su perspectiva de la ley era la de la muerte y resurrección de Jesús, y de su enseñanza se pueden extraer cuatro lí­neas maestras: la ley era incapaz de procurar la justicia salví­fica que Dios ofrecí­a a través de Jesús (cf Rom 3,20; Gál 2,21; 5,4); el mandato del amor daba cumplimiento a la ley (Gál 5,13-14; Rom 13,8b-l0); el fin de la ley es Cristo, que llevó la ley a plenitud, pero al mismo tiempo acabó con ella como sistema religioso cerrado (ICor 9,21; Rom 10,4); el Espí­ritu nos libera de la ley de pecado y de muerte (ICor 3,14b-18), animándonos desde dentro (Gál 5,18; Rom 8,4-14). En el conflicto con los judaizantes Pablo se puso de parte de la libertad de los paganos convertidos.

Las raí­ces de la ley de la Iglesia han de buscarse en el mismo Nuevo Testamento. Posición eminente ocupa la ley divina y natural, avalada muchas veces por Jesús y por la Iglesia primitiva (cf Mt 19,18-19; Gál 5,19-21). Pero en Corinto encontramos a Pablo estableciendo normas para poner orden en medio de la confusión (ICor 14,27-30). Otro ejemplo es el encuentro apostólico de Jerusalén (He 15). Son ejemplos de lo que iba a convertirse en un modelo en la legislación de la Iglesia: surge un problema; se busca una solución en las Escrituras y en la tradición, revestida por tanto de la autoridad divina; si no se encuentran normas vinculantes al respecto, la Iglesia usa la razón para tomar una decisión prudente entre los distintos caminos que pueden seguirse. La decisión final tiene como objetivo poner orden donde habí­a una situación problemática o de confusión.

Muy pronto se hicieron colecciones con estas decisiones o normas reunidas para una Iglesia particular; algunas de ellas pueden encontrarse quizá en la >Tradición apostólica, pero son muchas más las que pueden encontrarse en las >Colecciones apostólicas posteriores. Los concilios provinciales y universales promulgaron también decretos, al igual que hicieron los papas desde finales del siglo IV. Decretos y declaraciones de obispos influyentes («cartas canónicas») pasaron a formar parte también de la tradición legal en proceso de formación. R. Sohm consideró esta tradición legal creciente como una aberración. Para él, la Iglesia era enteramente espiritual, y la ley algo completamente secular. De ahí­ que considerara el desarrollo del derecho canónico, que él veí­a como un ejemplo de «catolicismo» (>protocatolicismo), como un abandono del ideal primitivo de una Iglesia fundamentalmente carismática.

La cristianización de los pueblos germánicos planteó nuevos problemas, que a su vez dieron origen a una nueva legislación. El uso más generoso del sacramento de la reconciliación condujo a la redacción de penitenciales o manuales para los sacerdotes en los que se trataba de los distintos tipos de pecados. Las reformas carolingias estuvieron muy ligadas al desarrollo jurí­dico y fueron ocasión para que se elaboraran diversas colecciones. Desde el siglo VI vení­an elaborándose colecciones de leyes y decretos, especialmente, en el siglo IX, las >Falsas decretales, atribuidas a Isidoro (1-636), que contení­an algunos cánones de concilios y cartas de papas auténticos en medio de muchos documentos falsos. La reforma gregoriana (>Gregorio VII) fue ocasión para la elaboración de nuevas colecciones. En el siglo XII, algo después de 1139, >Graciano, el padre del derecho canónico, realizó su gran colección de decretos, el Decretum Gratiani o Concordantia discordantium canonum. Graciano, a través de la fe y especialmente a través de la razón, trató de armonizar, donde era posible, los cánones discordantes. Su obra serí­a durante siglos el manual de derecho canónico, para convertirse más tarde en la primera parte del Corpus iuris canonici. Este último fue la principal colección de derecho canónico de la Iglesia, e incluí­a, además del Decretum, otras colecciones que se extendí­an hasta el siglo XV. El nombre de Corpus iuris canonici no empezó a usarse hasta después de la bula Cum pro munere de Gregorio XIII (1580). Después estuvo el concilio de Trento y más decretos de los papas y de los distintos organismos romanos, hasta que el Vaticano I trató de hacer una compilación de todo este material, a veces contradictorio. En 1904 Pí­o X inició la codificación, que fue obra principalmente del cardenal Pietro Gasparri. Acabada la labor en 1917, apareció así­ el primer código de derecho canónico completo de la Iglesia. Sus 2.414 cánones fueron la revisión más radical del derecho de la Iglesia jamás realizada. Profundamente arraigado en el pasado, su aparato de fuentes contení­a más de 25.000 citas de textos anteriores. Se dividí­a en cinco libros: Normas generales, Personas, Cosas, Procedimientos y Penas. La eclesiologí­a subyacente en el Código de Derecho canónico de 1917 era la de la «sociedad perfecta» (>Sociedad y sociedad perfecta) ; era muy institucional y jerárquica. Pero al tiempo que puso orden en la Iglesia, no supuso un bloqueo para los numerosos movimientos de renovación que preparaban el camino al Vaticano II. El Código, no obstante, era sólo para la Iglesia latina. Las Iglesias orientales tení­an sólo colecciones de cánones antiguos, las tradiciones de sus respectivas Iglesias y decretos más modernos para guiarse.

En 1959 Juan XXIII anunció simultáneamente su intención de convocar un concilio ecuménico y de iniciar la revisión del Código de Derecho canónico. Aunque en 1963 se nombró ya una comisión para ello, era claro que la labor de revisión del código habrí­a de esperar hasta la conclusión del concilio. Pablo VI inauguró los trabajos de la comisión pontificia en noviembre de 1965. La revisión del código habrí­a de pasar por tres etapas sucesivas: el Código de Derecho canónico (Codex iuris canonici) para la Iglesia latina (1983); Pastor bonus, la reforma de la curia (1988, >Santa Sede); el Código de cánones de las Iglesias orientales (Codex canonum ecclesiarum orientalium, 1991).

En la redacción del código para la Iglesia latina se adoptaron diez principios orientadores de los trabajos, aprobados por el >sí­nodo de los obispos de 1967. Su intención era asegurar que se tratara de un documento jurí­dico y al mismo tiempo que estuviera en armoní­a con los principios y temas del Vaticano II. Desde 1972 borradores de las distintas secciones estuvieron circulando ampliamente entre el episcopado mundial, las universidades pontificiasy otros grupos. Un tema polémico desde el principio fue la cuestión de incorporar una Lex ecclesiae fundamentalis, es decir, una ley fundamental o constitución, para toda la Iglesia (no sólo para la de rito latino). En un momento muy avanzado ya de los trabajos se decidió que no era oportuno proclamar dicho documento, y al final aproximadamente la mitad de sus cánones fueron incorporados al nuevo Código, principalmente como derechos y deberes de los fieles católicos y de los laicos (CIC 208-231). La obra estuvo acabada en 1981, pero Juan Pablo II estudió el texto durante un año con la ayuda de un pequeño grupo de canonistas. Fue promulgado el 25 de enero de 1983, veinticuatro años después del dí­a en que Juan XXIII anunciara su revisión.

Los 1.752 cánones del Código tocan casi todos los aspectos de la vida de la Iglesia, desde su estructura jerárquica hasta la espiritualidad personal, desde el régimen interno hasta la misión de justicia y paz. La estructura del Código refleja la eclesiologí­a del Vaticano II. Libro 1: «De las normas generales»; libro 2: «Del pueblo de Dios»; libro 3: «De la función de enseñar de la Iglesia»; libro 4: «De la función de santificar de la Iglesia»; libro 5: «De los bienes temporales de la Iglesia»; libro 6: «De las sanciones en la Iglesia»; y libro 7: «De los procesos». Esta organización del Código depende del canon 204, que es clave: «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios y, hechos partí­cipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo». Algunos, como el cardenal J. Hamer, han considerado este texto, que es una reclaboración de LG 31, como clave para la comprensión de todo el Código, si se lee en unión con el canon 205: «Se encuentran en plena comunión con la Iglesia católica, en esta tierra, los bautizados que se unen a Cristo dentro de la estructura visible de aquella, es decir, por los ví­nculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico».

El Código refleja la situación sacramental de cada uno, especialmente a través del bautismo, la confirmación y las órdenes. No es un documento puramente jurí­dico, sino también teológico. De hecho, lo que lo distingue de las leyes civiles —tanto europeas como anglosajonas— es el establecimiento de principios teológicos, más que el detalle que cabe esperar en normas jurí­dicas, leyes comunes, precedentes judiciales o leyes administrativas. El número relativamente pequeño de las leyes eclesiásticas, la facilidad comparativa con que pueden obtenerse dispensas necesarias (CIC 85-93), carácter inflexible de los principios más importantes, estos y otros factores señalan al derecho canónico como perteneciente a una cultura legal muy alejada de la jurisprudencia civil.

Se pueden enumerar nueve desarrollos positivos en el nuevo Código: la Iglesia como pueblo de Dios y la triple participación en el oficio de Cristo, sacerdote, profeta y rey (>Triple «oficio»); la igualdad fundamental de todos los miembros de la Iglesia; el avance en el papel de los laicos; la insistencia en las personas más que en las funciones jurí­dicas; la subsidiariedad; la Iglesia particular como «porción del pueblo de Dios» (>Iglesia local); la consulta a todos los niveles; responsabilidad con respecto a las posesiones seculares; cuidado pastoral y flexibilidad en la realización de la misión fundamental de la Iglesia». Hay sin embargo en el nuevo Código muestras de cierto retorno a una visión más jurí­dica de la Iglesia que la propuesta en el Vaticano II (>Pueblo de Dios). Por otro lado, pueden notarse las referencias trinitarias y la teologí­a de la Iglesia como sacramento, que son elementos felizmente incorporados.

La idea de codificar las leyes de las Iglesias orientales puede encontrarse ya en el siglo XVIII y fue enunciada por el Vaticano I. Pí­o XI dio en 1927 pasos efectivos en esta dirección al establecer una comisión con este propósito. Habrí­a de ser un largo proceso, que no se completarí­a hasta 1991. Se pensó primero en tratar de establecer una misma ley para la Iglesia latina y las Iglesias orientales, pero Pí­o XI rechazó esta propuesta en 1930. Pí­o XII promulgó cuatro partes del nuevo Código entre 1949 y 19571. Juan XXIII fue reacio a promulgar las partes restantes, prefiriendo dejar esto al concilio. En el concilio se vio claramente que era una misma la eclesiologí­a y la visión del mundo que impregnaba el Código de 1917 y las partes promulgadas y propuestas del Código oriental, y que todo ello necesitaba revisión.

Hasta 1972 no constituyó Pablo VI una comisión para la revisión del Código oriental. Algunos temieron la latinización, cargo que podí­a achacarsea algunos de los elementos de las partes ya preparadas o promulgadas. Se temió también por las tradiciones canónicas de Oriente. Pablo VI en 1974 fijó un doble principio para la reforma: renovación y fidelidad en el ví­nculo de la unidad; fidelidad a las genuinas tradiciones orientales y al espí­ritu y directrices del Vaticano II.

En octubre de 1991 Juan Pablo II promulgó el nuevo Código. De acuerdo con la mentalidad oriental, se llamó Código de cánones de las Iglesias orientales: «cánones» es el término consagrado por la tradición; no hay, por otro lado, una Iglesia oriental, sino varias Iglesias orientales. La estructura es diferente de la del Código latino, estando compuesto no de capí­tulos, sino de 30 tí­tulos. En cuanto ley general para las Iglesias orientales, deja libertad en muchos aspectos para que cada Iglesia establezca leyes particulares.

El derecho vigente en las Iglesias ortodoxas orientales se encuentra en la colección El Pédalion/Timón, publicada en 1800 por dos monjes del monte Athos, Agapios y Nicodimos. Incluye Los cánones de los apóstoles, los cánones de los cinco primeros concilios, de sí­nodos locales y de los santos Padres.

Durante todo el perí­odo comprendido entre Graciano y el Vaticano II la ley y la teologí­a tendieron a distanciarse más que a mantenerse en saludable tensión. En los grandes escolásticos la ley fue realmente una segunda sierva de la teologí­a. Santo Tomás, en efecto, sostuvo que la ley estaba í­ntimamente relacionada con la vida sacramental de la Iglesia y, en última instancia, estaba a su servicio». Pero después de Graciano la teologí­a y elderecho canónico se convirtieron en disciplinas independientes, con su propia metodologí­a. La falta de interdependencia constituyó una debilidad tanto del derecho como de la teologí­a (>Fuentes de la teologí­a).

En el Código de 1983 se hizo un esfuerzo por incorporar la teologí­a del Vaticano II siguiendo los principios enunciados por Pablo V. Al promulgarlo, Juan Pablo II afirmaba: «Aparece suficientemente claro que la finalidad del Código no es en modo alguno sustituir en la vida de la Iglesia y de los fieles la fe, la gracia, los carismas y sobre todo la caridad. Por el contrario, el Código mira más bien a crear en la sociedad eclesial un orden tal que, asignando la parte principal al amor, a la gracia y a los carismas, haga a la vez más fácil el crecimiento ordenado de los mismos en la vida tanto de la sociedad eclesial corno también de cada una de las personas que pertenecen a ella». Y observaba también el papa: «En cierto modo puede concebirse este nuevo Código como el gran esfuerzo por traducir al lenguaje canoní­stico esa misma doctrina, es decir, la eclesiologí­a conciliar»;. En esto consiguió sólo en parte su objetivo. Acaso de la constitución apostólica por la que se promulga el Código pueda deducirse que la clave de interpretación del mismo, por encima de cualquier otra norma, debe ser el concilio.

A la luz de este principio, aplicado tanto al código latino como al código oriental, es desalentador no encontrar tratamiento canónico alguno ni estí­mulo de los >carismas, que desempeñaron un papel tan importante en el Vaticano II (LG 12; PO 9; AA 3). Los protestantes pueden congratularse por su mayor apertura al ecumenismo y por su avance en las materias relacionadas con el laicado, aunque probablemente encuentren la sección sobre los matrimonios mixtos no muy estimulante.

Los códigos latino y oriental, así­ como la reforma de la curia, son los documentos finales del Vaticano II. Se presentan de hecho en un lenguaje diferente, jurí­dico, un lenguaje que no es fácil de comprender y que puede producir rechazo por su carácter abstracto y sucinto. Pero estos documentos legales reclaman estudio, ya que seguirán influyendo en la vida de la Iglesia durante un previsible futuro.

[Sobre la fundamentación del Derecho canónico y su eclesiologí­a subyacente he aquí­ en sí­ntesis una panorámica de las más significativas orientaciones: 1) el derecho canónico como consecuencia de la Encarnación (en clave filosófica: W. Bertrams; en clave teológico-jurí­dica: A. M. Stickler y H. Heimerl); 2) el derecho canónico como necesidad sociológica («desteologización» con diversos acentos, T. I. Jiménez Urresti, P. Huizing, G. Alberigo…); 3) el derecho canónico como ciencia primordialmente jurí­dica («Escuela de Navarra»: P. Lombardí­a, J. Hervada, P. J. Viladrich, A. De la Hera…); 4) Palabra y Sacramento como elementos fundamentales de la estructura jurí­dica de la Iglesia («Escuela de Munich»: K. Mórsdorf, W. Aymans, E. Corecco, A. M. Rouco, L. Gerosa); 5) El derecho canónico como expresión de la comunión jerárquica (G. Ghirlanda…).]

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

(v. Código de Derecho Canónico)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El derecho canónico es el conjunto de normas producidas por la autoridad legí­tima de la Iglesia para disciplinar la vida y la actividad eclesial y para regular las relaciones intereclesiales y las relaciones con la comunidad civil. El conjunto de las disposiciones jurí­dicas que atañen a la Iglesia católica latina está contenido en el Codex Iuris canonici (promulgado el 25 de enero de 19S3), una colección que tiene orí­genes muy remotos. En efecto, hay que recordar el Decretum Gratiani (siglo XII), que está en el origen de otras colecciones legislativas procedentes de la fecunda actividad jurí­dica de los papas y de la cual nació el primer Código, el Corpus Iuris canonici (aprobado por Gregorio XIII en 15S0) y el Codex Iuris canonici promulgado por el papa Benedicto XV en 1917.

El Código actual, promulgado por el papa Juan Pablo II con la firma de la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, distribuye la materia jurí­dica en 7 libros con un total de 1.752 cánones. En cuanto a su sistemática, el nuevo Código presenta un planteamiento muy alejado de las doctrinas jurí­dicas d~ origen secular (como, por ejemplo, la distribución en tres partes hecha por Justiniano de personas, cosas y acciones), recibiendo de esta manera las innovaciones jurí­dicas y el espí­ritu pastoral propios del concilio Y aticano 11.

El nuevo Código hunde sus raí­ces en la teologí­a de la Iglesia propuesta por el Vaticano II y, de alguna manera, «podrí­a entenderse como un gran esfuerzo por traducir en lenguaje canónico la eclesiologí­a de la Constitución Lumen gentium». La finalidad teológica del derecho canónico se describe en la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges. » Puesto que la Iglesia está constituida como un organismo social y visible, tiene necesidad de normas » para cumplir adecuadamente sus funciones.

G. Ancona

Bibl.: G. Ghirlanda. Introducción al derecho eclesial, Verbo Divino, Estella 1994; E. Corecco, Derecho, en DTI, 1, 109- 15 1.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

A) Naturaleza del derecho canónico.

B) Historia del derecho canónico.

A) NATURALEZA DEL DERECHO CANí“NICO

I. Concepto y división
1. Concepto
El derecho de la Iglesia católica o d.c. es la totalidad de las normas establecidas por Dios y la Iglesia que regulan la constitución y vida de la misma Iglesia de jesucristo reunida bajo el papa como su cabeza visible. El derecho establecido por el Estado en asuntos eclesiásticos es llamado derecho civil eclesiástico y, por tanto, es propiamente derecho civil; no, eclesiástico. El derecho creado por acuerdos entre la Iglesia y el Estado, señaladamente los concordatos, es derecho eclesiástico y civil.

2. División
Por su origen, el d.c, se divide en divino y humano. El derecho divino se divide a su vez en derecho positivo divino, establecido en la revelación sobrenatural, y derecho natural, fundado en la creación. El derecho humano (puramente eclesiástico) puede ser derecho legal o consuetudinario.

El derecho divino es inmutable, respecto de lo cual hay que atender a lo siguiente: para que una determinada institución pueda ser calificada como de derecho divino, no es menester se halle contenida como tal explí­cita y formalmente en la Sagrada Escritura. Basta que el magisterio de la Iglesia la haya designado como perteneciente al fondo invariable de la Iglesia y tenga un apoyo, de la naturaleza que sea, en la Sagrada Escritura. No pueden establecerse bajo este aspecto para las instituciones jurí­dicas exigencias mayores que para las proposiciones doctrinales. Hay que tener además en cuenta la ley de la evolución, congénita con la Iglesia. Lo mismo que en la vida orgánica, en la vida de la Iglesia, partiendo de ciertos gérmenes y bajo la dirección del Espí­ritu Santo, se desarrollan oficios e instituciones que, en su forma plenamente madura, difieren notablemente de la forma originaria. Como instrumento de Dios, la Iglesia toma esencialmente parte en la creación de estas instituciones. Respecto de aquellas formas que la Iglesia considera como su núcleo esencial, el proceso es irreversible.

El derecho puramente eclesiástico es mutable. El derecho humano tiene siempre una relación – a menudo doble relación- con el derecho divino, en cuanto la autoridad legisladora está legitimada por el derecho divino y en cuanto el derecho formalmente eclesiástico en gran parte codifica el derecho divino.

II. Fundamentación
La justificación de la existencia del derecho en la Iglesia está fundada en la peculiaridad de la obra salvadora de Dios. El autor de la revelación es el Dios-hombre jesucristo. La redención se cumple por hechos históricos. Historicidad es inseparable de comunidad, y la comunidad implica necesariamente el derecho. La obra salvadora de Dios y los medios propios para la realización de la salvación contienen presupuestos y bases de orden jurí­dico.

1. Predicación
La revelación es la acción salví­fica de Dios por jesucristo. La respuesta a la revelación y a la oferta de salvación que va aneja a ella es la fe, que también implica esencialmente la obediencia (Rom 1,5). En cuanto el contenido de la revelación es inteligible, él constituye una doctrina que Dios hace obligatoria para todos los hombres. La doctrina de Jesucristo debe mantenerse sin falsificaciones y observarse en conciencia (Mt 28, 20; Jn 17, 6-8). Pero el mensaje cristiano no anuncia o predica sólo las palabras de Jesús, sino también su vida, sus hechos y su pasión. La redención no es concebible sin los hechos históricos fundamentales de la muerte, sepultura y resurrección de Jesús. La fe que salva abarca estos hechos (Rom 10, 9). En pro de la efectividad de la resurrección de Jesús, Pablo alega una prueba testifical (1 Cor 15, 5-8). Estos hechos históricos son un elemento esencial del evangelio; abandonarlos equivaldrí­a a aniquilar el cristianismo (1Cor 15, 2). A1 querer Dios fundar la salvación de los hombres en la historia única e irreversible de Jesucristo, estableció implí­citamente la obligación de predicar hechos históricos. Los hechos son normativos para el contenido y el texto de la predicación. La vinculación de la predicación a hechos históricos concretos y el deber de transmitir intacto el contenido tradicional de la predicación son de naturaleza jurí­dica.

El carácter jurí­dico de la predicación eclesiástica radica también en que ésta se hace en nombre y por mandato de Cristo. Para poder predicar la resurrección de Jesús no basta haber sido testigo ocular o auricular de sus apariciones. Es menester además tener mandato del Señor resucitado y haber recibido el Espí­ritu Santo (Act 10, 42; 1, 8). Un factor carismático interno, el don del Espí­ritu Santo, y un factor jurí­dico externo, la misión con los poderes que ella confiere, deben coincidir para poder ser testigo de Cristo (J.R. GEISELMANN, Die Tradition: Fragen der Theologie heute, Einsiedeln – Zürich – Küln 1957, p. 85 ).

2. Profesión de fe
La predicación de la salvación dada al hombre en Cristo debe apoyarse, con el contenido y la forma, sobre el mensaje de los testigos de lo acontecido, concretamente sobre el mensaje de los apóstoles. Las comunidades perseveran «en la doctrina de los apóstoles» (Act 2, 42). La predicación misional emplea para anunciar los hechos decisivos de la salvación conceptos y proposiciones formulados con toda precisión (Act 4, 10; 8, 12; 9, 20). Pablo está de acuerdo con la predicación de la Iglesia universal no sólo en el fondo, sino también en el texto y las fórmulas (1 Cor 15, 11.14). Así­ la predicación exige necesariamente el credo.

Tampoco la acción sacramental de la Iglesia puede prescindir de la palabra, que opera e interpreta, y de la formulación precisa de la fe. En el bautismo se cumple la entrega a Jesucristo. El sentido del hecho bautismal hace indispensable la confesión de fe en Jesucristo y la confirmación de la aceptación por parte de éste. El neófito debe confesar que jesús es el Señor (Rom 10, 9; Ef 4, 5), y el ministro bautiza en el nombre del Señor Jesús (Act 8, 15; 19, 5; 1 Cor 1, 13). Y con ello se crean las necesarias fórmulas de profesión de fe y de administración del bautismo. Lo mismo hay que decir de las fórmulas relativas a la profesión de la fe trinitaria (TERT. Spect. 4; Const. Ap. 7, 41) y de las fórmulas bautismales (Mt 28, 19; Did. 7,1,3; JUST., Apol. 1,61,3; TERT., Prax. 26; Const. Ap. 7,43 ). La liturgia de la comunidad cristiana también es siempre -como la liturgia judí­a- recuerdo y loa de los grandes hechos de Dios en la historia. El carácter histórico, único y fijo de estas pruebas de la dirección y fidelidad de Dios exige una formulación constante. De ahí­ que la fórmula de fe tenga desde el principio su puesto en la liturgia de la comunidad cristiana (1 Cor 12, 3; cf. 2 Cor 1, 20), y lo tenga tanto en la liturgia (1 Cor 16, 22 ), como en la predicación (Tit 1, 9; 1 Tes 4, 14ss; 1 Cor 15, lss; Heb 1, lss; 1 Jn 1, lss; Act 1, 4ss; 2 Clem 1, 1); esa fórmula es su norma fundamental. El ordenando emite una profesión de fe (1 Tim 6, 12) y está obligado a ella (2 Tim 2, 2). Por tanto, desde el principio hubo en la Iglesia primitiva una –> tradición dogmática. Las formulaciones de la fe, acuñadas por los apóstoles o por sus discí­pulos y sucesores, tienen carácter autoritativo y constituyen leyes doctrinales. Los cristianos, que viven conforme a esas leyes, están ligados a ellas.

3. La tradición
La más antigua cristiandad se siente escogida y salvada por la acción histórica y única de Dios en Jesucristo. Forma parte de la razón de su existencia mantener la fe y confesión de este acontecimiento, atestiguarlo y transmitirlo. Pablo exhorta a los corintios a guardar las tradiciones que él les transmitiera. Si Dios se dirige a la humanidad de manera obligatoria, ella tiene el deber de aceptar la verdad que se le ofrece, de atestiguarla y transmitirla intacta. Cada generación debe transmitir a la siguiente lo que ha recibido de la anterior (1 Cor 11, 23; 15, 3; 2 Tim 2, 2). Los testigos de lo acontecido en Cristo, al transmitir sus experiencias y su fe, fundan tradición. La vinculación a lo tradicional y la obligación de transmitirlo fielmente revisten en la comunidad cristiana un carácter jurí­dico. En cuanto los receptores están obligados a transmitir lo que recibieron, se hallan sometidos a un ví­nculo jurí­dico.

El principio de tradición se enlaza con el principio jerárquico sobre la constitución de la Iglesia que se da en la idea de sucesión. El estar en la serie tradicional garantiza la rectitud del contenido transmitido, la sana doctrina (2 Tim 1, 13s). La transmisión de la verdad requiere autoridad en los transmisores. Su autoridad se funda en que ellos están en una serie de transmisión donde el que entrega está más próximo al origen que quien recibe (J.R. GEISELMANN, Sagrada Escritura y tradición, Herder, Barcelona 1968, p. 47). La necesidad de estar en la serie de testigos o predicadores es de naturaleza jurí­dica. De donde se sigue que los métodos de la tradición activa y los criterios de la tradición objetiva ostentan un sello jurí­dico.

4. El dogma
Aquel a quien se le ha confiado la revelación divina o la tradición doctrinal de la Iglesia (1 Tim 6, 20), tiene que conservarla. La vigilancia sobre el depósito de la fe recibida se manifiesta en la proposición y decisión de la doctrina.

A la revelación de una verdad por Dios y la fundación de una institución como la Iglesia va aneja virtualmente y según la intención divina la proposición oficial, auténtica y obligatoria de la verdad por la misma Iglesia. Ella tiene la función o misión de verter la fe en conceptos claros, en tanto ésta puede formularse en proposiciones verdaderas, y ha de obligar a sus miembros a aceptar esas proposiciones. Y tiene a par el derecho y el deber de dar interpretaciones obligatorias de la fe oficialmente propuesta, de comprobar las desviaciones de la misma y de decidir obligatoria y definitivamente las controversias. Tanto la proposición autoritativa de las verdades de fe como la decisión autoritativa de las cuestiones doctrinales, tienen valor normativo y revisten naturaleza jurí­dica.

La más importante manifestación del magisterio eclesiástico es la definición infalible como proposición expresa e invariable derivarse de ahí­ nuevas normas, particularde una verdad revelada. E1 dogma es la ver- mente el precepto de la celebración digna. dad revelada vertida en forma de una ley Pablo ve claramente que de la naturaleza de de fe. A la obligación en virtud de la reve- la conmemoración de la muerte del Señor lación divina se añade la que viene de la ley eclesiástica.

5. El culto
Jesús encargó a los apóstoles la administración del bautismo, la celebración de la eucaristí­a y el perdón de los pecados (sacramento de la penitencia), y les dio poderes para ello. Sólo los encargados y autorizados pueden ejecutar válida y lí­citamente esos actos de culto. En la ejecución del mandato y en el ejercicio del poder están ligados a la voluntad de Cristo; sólo pueden y deben obrar de la manera que el Señor dispusiera. Si ordenadamente obedecen al mandato de Jesús, Dios obra infaliblemente con ellos y por ellos. La comunicación de la gracia está ligada a un orden fijo de derecho divino.

La vinculación resulta particularmente clara en la celebración de la eucaristí­a. En la última cena mandó Jesús a los apóstoles seguir celebrándola en el futuro, después de su muerte y de su vuelta al Padre, y celebrarla de la misma manera que él lo habí­a hecho (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24s). Jesús ordena la celebración y la forma en que ha de hacerse. Sólo si los discí­pulos hacen lo que Jesús hizo, se anuncia la memoria de Jesús o del sacrificio de su muerte, es decir, se representa la muerte de Jesús en su virtud salvadora. Las comunidades cristianas se sienten ligadas al mandato de celebrar la cena del Señor y de celebrarla en la forma y manera establecida por él. Sólo cuando la eucaristí­a es celebrada por los miembros de la Iglesia que tienen poder para ello y con los elementos y palabras que el Señor empleara, se satisface al mandato fundacional de Jesús y se garantiza el contenido pleno del rito. Ahora bien, dondequiera la realidad y validez de un acto cultual se liga a facultades comunicadas y a la observancia de determinadas normas, entra en juego el derecho.

La vinculación al mandato fundacional de Jesús y a la forma de la última cena por él celebrada son elementos de orden jurí­dico. A medida que la Iglesia se iba percatando de la significación del mandato de Jesús y del sentido de la celebración eucarí­stica, debí­an se siguen consecuencias necesarias respecto de la conducta de la comunidad y de los individuos. La cena cristiana del Señor está en la más estrecha relación con la última cena de Jesús. La comunidad, al comer de «este pan» y beber el cáliz, «anuncia la muerte del Señor» (1 Cor 11, 26), celebra la memoria de la muerte de Jesús. La cena del Señor confiere a par la comunión real con Cristo glorificado. «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que rompemos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16). De la verdad de que, en la celebración de la cena del Señor y señaladamente en el acto de comer el pan y beber el vino, la comunidad se une con el Señor vivo, se deriva la exigencia de la dignidad de los participantes. El que toma indignamente parte en el banquete sagrado, «se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor 11, 27), pues no distingue de la comida ordinaria el cuerpo del Señor. De esta raí­z, de la exigencia de dignidad en los participantes, ha deducido a su vez la Iglesia los elementos particulares de las disposiciones exigidas, y las ha hecho obligatorias.

Lo mismo que en la celebración eucarí­stica, cabe también evidenciar en los restantes sacramentos su relación institucional con el derecho. El sacramento del bautismo concede, por la infusión exterior del agua y la invocación del nombre de Jesús, la admisión en la comunidad de los que pertenecen a Cristo (Mt 28, 19; 1 Cor 12, 13; Ef 5, 26; Tit 3, 5). Ese acto como tal es indispensable para alcanzar la salvación eterna por la incorporación a Cristo. Sin la iniciación cristiana que se da en el bautismo no es posible la recepción de los otros sacramentos; el bautismo es su presupuesto, requerido por derecho divino. Para el logro del efecto del bautismo es indispensable la aplicación de los dos elementos del acto bautismal: la infusión del agua y la pronunciación de las palabras que la interpretan. Su fijación y enlace son piezas de un orden de derecho divino.

En el sacramento del orden, el don de la gracia se comunica por el acto jurí­dico extremo de la imposición de manos (1 Tim 4,14; 2 Tim 1, 6). El poder recibido distingue al clérigo del laicado, confiere el oficio o por lo menos dispone para la colación del mismo, y es consiguientemente fundamental para la estructura constitucional y jurí­dica de la Iglesia (cf. también –> jerarquí­a, –> clero, –> órdenes sagradas).

6. Oficios eclesiásticos
Pertenece a la esencia del cristianismo el que lo divino aparezca y, a par, se oculte en forma humana. En Cristo entró Dios real y efectivamente en la historia, pero velado bajo la figura de Jesús de Nazaret, que de niño fue reclinado en un pesebre (Lc 2, 12.16), pasó por hijo de José (Lc 3, 23) y siendo ya hombre murió colgado de una cruz (Mc 15, 24s. 37). Esta propiedad de que se unan lo humano y lo divino, de que lo humano sirva a lo divino y, a par, lo oculte, es caracterí­stica de toda la obra salví­fica de Dios, y marca también la constitución y actividad de la Iglesia. La Iglesia es órgano e instrumento del reino de Dios, es de origen divino, lleva en sí­ tesoros divinos, está animada y sostenida por fuerzas divinas; pero es también una asociación de hombres y está sometida a las condiciones históricas y sociológicas de tal asociación. A estas condiciones pertenecen la autoridad y el orden. La peculiaridad de la autoridad y del orden en la Iglesia consiste principalmente en que ellos han sido fijados, en sus rasgos fundamentales, por el fundador de la Iglesia misma. Jesús transmitió a los apóstoles la misión que el Padre le confiara (Mc 3, 13-19). Los discí­pulos predican en su nombre y por su mandato (Lc 10, 16). Por haber sido enviados por Jesús, pueden llevar un mensaje que pide aceptación y tomar decisiones obligatorias.

Jesús transmitió, en cierto aspecto, a los apóstoles su poder recibido del Padre (Jn 13, 20; 20, 21). Esta transmisión se realizó cuando Jesús los llamó y envió (Mc 3, 14 par; Mt 28, 19; Act 9, 27; Gál 1, 15s). El mandato dado por un acto histórico es de naturaleza formal y, por ende, jurí­dica; un hecho formal del pasado funda la posición de los apóstoles y la convierte en posición de derecho.

Jesús instituyó en la Iglesia un poder de atar y desatar (Mt 18, 18). Con ello concedió a su Iglesia la potestad de obligar y de eximir de la obligación, es decir, en primer término, potestad de dictar y abolir leyes. El ejercicio del poder de atar y desatar está seguro de la confirmación divina.

A Jesús se remontan los dos elementos esenciales de la constitución de la -> Iglesia: el primado y el episcopado. De la manera de su institución o transmisión hay que deducir su carácter. Particularmente claro es el modo formalmente jurí­dico como Cristo confiere su plenitud de poderes a Pedro, con su posición singular. El mandato pastoral anunciado (Mt 16, 18s) se da al primero de los apóstoles ante testigos y se reitera por tres veces (Jn 21, 15-18). La misión externa efectuada por Jesús comunica la legitimación. La posesión del poder se apoya en un acto formal de transmisión. El empleo de una fórmula jurí­dica proclama que se trata de la colación de un oficio. Oficio es un complejo permanente de derechos y deberes, que se transmiten a uno por la autoridad competente y dan a los actos del sujeto obligatoriedad objetiva; es una institución esencial y propia del derecho.

Así­ pues, desde los orí­genes, hay en la Iglesia oficios o ministerios eclesiásticos. Los apóstoles se sienten en posesión de potestades y deberes. Predican la palabra de Dios y exigen obediencia a ella (Gál 4, 14; 1 Tes 2, 13; 2 Cor 5, 20). Celebran el culto, el bautismo (Act 2, 41; 1 Cor 1, 14), la cena (Act 20, 7-11), la imposición de manos (Act 6, 6; 8, 15-17; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6), fundan y rigen las Iglesias (Act 8, 14s; 15, 2; Rom 15, 15; 1 Cor 11, 34; 2 Cor 10, 13-16; 13, 10; 2 Tes 3, 4), imponen disciplina y juzgan en la Iglesia (1 Cor 5, 3-5; 1 Tim 1, 20). Por razón de su misión, los apóstoles tienen derecho a la obediencia de la comunidad (Rom 15, 18; 1 Cor 14, 37; 2 Cor 10, 18; 13, 13).

Con la muerte de los apóstoles no desaparecieron los oficios eclesiásticos. Los apóstoles transmitieron a la Iglesia sus poderes ordinarios de predicar la palabra de Dios, de administrar los sacramentos y de gobernar, y los transmitieron a hombres escogidos como representantes y sucesores suyos (1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6). El encargado por los apóstoles era considerado como instituido por el Espí­ritu Santo (Act 20, 28). Sí­guese que los apóstoles obraban por mandato y con aprobación de Dios. Las disposiciones por ellos tomadas para la transmisión de sus poderes transmisibles son de derecho divino. «La lí­nea expresada ya por 1 Clem 42, 1-4: DiosCristo-apóstoles-obispos, no es consiguientemente una tergiversación jurí­dica, sino que en ella se refleja la realidad del NT» (H. BACHT, LThK 12 [ 1957 ] 738 ). Con lo cual se demuestra que la estructura jerárquica de la Iglesia es de derecho divino, o que la Iglesia católica ha de tener una faz jurí­dica. Esto significa solamente que la Iglesia, «en su forma externa, está ligada a una revelación histórica, en principio concluida, y que los rasgos esenciales de esa forma externa, tal como la marca el derecho divino de la Iglesia, no pueden cambiarse» (H. BARION, RGG 1113 [ 1959 ] 1505 ). Dado que el derecho divino, como elemento que es de la revelación, participa en la evolución del dogma, no se excluyen el crecimiento y el progreso en el conocimiento de los elementos de derecho divino en la constitución de la Iglesia y, consiguientemente, en la estructura de su ordenación fundamental.

III. Peculiaridad y función
El d.c. es derecho en sentido análogo, o sea, coincide con el derecho civil y a la vez difiere de él. Por razón de su naturaleza, sentido y finalidad coincide con él; pero el d.c. difiere del civil en que aquél es la ordenación de una sociedad sobrenatural fundada por Dios.

1. Peculiaridad
El d.c. es un derecho espiritual. Sus disposiciones fundamentales proceden de Cristo mismo. Los legisladores eclesiásticos están legitimados, inmediata o mediatamente, por la revelación. Los objetos sometidos a norma jurí­dica están en relación más o menos próxima con la vida de gracia del cuerpo mí­stico de Cristo.

a) Importancia como medio salví­fico. El d.c. busca realizar, por la armoní­a de los intereses del individuo y de la comunidad, la paz y la justicia, la seguridad y la libertad en la Iglesia. Al garantizar el orden, quiere ayudar por su parte a la Iglesia y hacer de ésta un instrumento eficaz de la misteriosa acción de Dios en ella, y de ese modo se propone llevar al individuo a su fin eterno. Puesto que el d.c. no es separable de la Iglesia y la constitución jerárquica de ésta es necesaria para la salvación eterna, él tiene importancia para la mediación de la gracia. Y esto vale, aunque en diverso grado y modo, tanto con relación al derecho divino como con relación al humano. Queda, sin embargo, intacto el hecho de que el logro de la salvación eterna es siempre don gratuito del Dios misericordioso, aun cuando para ello sea inexcusable la observancia de la ley.

b) Fuero interno y externo. Una propiedad caracterí­stica de considerable alcance, peculiar del d.c., es la distinción entre fuero interno y externo (f orum externum et internum). Como toda ordenación jurí­dica el d.c. parte también de lo externo; pero no se para en lo externo, sino que aspira a despertar la comprensión interna y a lograr la libre adhesión. Normalmente deben coincidir lo externo y lo interno; pero lo decisivo es, en primer término, lo interno. De ahí­ que, en caso de conflicto, prevalece regularmente la voluntad interna sobre la voluntad declarada. Un ejemplo de ello es la declaración de consentimiento en el matrimonio (cc. 1081 § 1, 1086). Sin embargo, en principio, la voluntad interna sólo tiene importancia para el orden jurí­dico cuando su existencia puede demostrarse de algún modo. Esto se aplica, p. ej., a los poenitentiae signa en la cuestión de la concesión de sepultura eclesiástica (c. 1240§ 1) y a la conversión requerida para la absolución de la excomunión (c. 2242 § 3 ). Los actos de gracia en el fuero interno pueden mitigar en cada caso concreto la necesaria generalidad de la ley y tener en cuenta las personas y las circunstancias particulares. En el fuero sacramental interno, en el sacramento de la penitencia, el derecho de la Iglesia penetra en profundidades que le están cerradas al derecho civil.

c) Aequitas canonica. La equidad canónica consiste en una superior justicia que, por consideración al bien espiritual de la generalidad o de un individuo, mitiga (generalmente) en determinados casos el rigor del derecho o (raras veces) lo intensifica. La sumisión del derecho a la idea de equidad busca imponer, por encima de la letra de la ley, los valores morales y realizar así­ en la vida jurí­dica el ideal de la justicia. El d.c. distingue entre aequitas scripta y non scripta, según que una ley remita formalmente a un procedimiento que atiende al principio de la equidad, o que la consideración de la equidad sólo sea posible en virtud de los principios generales del derecho. La equidad da derecho y obliga a que se tengan en cuenta las circunstancias de lugar, tiempo y personas. Es un principio dinámico del derecho eclesiástico.

d) Atención al derecho particular. El CIC es, en principio, favorable al derecho particular, o sea, al derecho establecido para determinados lugares o personas. Las diferencias jurí­dicas particulares tienen su justificación en tanto estén fundadas en una adaptación necesaria y lí­cita a circunstancias y situaciones especiales. También en su ordenación jurí­dica puede y debe la Iglesia expresar su universalidad católica. Sin embargo, no debe pasarse por alto que los paí­ses y continentes y, por ende, las diócesis de la Iglesia se aproximan cada vez más, y que aumentan los contactos entre católicos de distintas lenguas y nacionalidades. Por esta razón, los órganos legislativos eclesiásticos deben revisar una y otra vez la justificación de aquellas particularidades jurí­dicas que constituyen mitigaciones de las normas del derecho común. Los fieles se escandalizan fácilmente por las divergencias de la legislación eclesiástica con relación a paí­ses muy cercanos entre sí­, cuando no se les puede hacer ver claramente que la diferencia está justificada, o impuesta, por la diversidad de las circunstancias o por la fuerza de la situación polí­tica.

e) Continuidad. El d.c. es la ordenación de una comunidad espiritual que tiene una historia casi bimilenaria. Su fin permanece siempre el mismo, los medios pueden variar, aunque sólo dentro de lí­mites relativamente restringidos, pues los medios esenciales de salvación han sido instituidos junto con la Iglesia. De este presupuesto resulta, aun para el derecho puramente eclesiástico, una fuerte continuidad. Para educar a los miembros de la Iglesia en el respeto a la ley y de cara a la seguridad jurí­dica es igualmente indispensable cierta constancia del ordenamiento jurí­dico. Cambios que se suceden rápidamente y hasta se contradicen en una misma materia jurí­dica dentro de corto tiempo, minan la confianza en el legislador y la obediencia de los sometidos al derecho. Anticipaciones arbitrarias de una reordenación esperada y hasta deseada sacuden la uniformidad de la jurisprudencia. Los órganos encargados de la aplicación del derecho pierden fácilmente la visión de conjunto sobre el estado de la legislación. La consecuencia son actos jurí­dicos defectuosos o nulos. De ahí­ que los cambios jurí­dicos requieran gran circunspección y profundos estudios históricos. La tendencia conservadora propia del d.c., como de todo derecho, no significa, sin embargo, cómodo apego a lo tradicional y ceguera para las modificaciones necesarias, sino mantenimiento de lo probado, repulsa de experimentos insuficientemente fundados, búsqueda de normas permanentes, aspiración a la guarda de la continuidad y creación de derecho con apoyo en sanas tradiciones.

2. Funciones
a) Función ordenadora. La acción del Espí­ritu Santo en la Iglesia no excluye la necesidad del derecho para el mantenimiento del orden, sino que más bien la funda. Los pastores puestos por el Espí­ritu Santo (Act 20, 28) están bajo la dirección precisamente de ese Espí­ritu, cuando dan leyes y las aplican; efecto que en algunos actos de la legislación doctrinal se levanta hasta la preservación del error y el carisma de la infalibilidad. Dios mismo, como lo demuestra la revelación, aprueba el esfuerzo humano por establecer un ordenamiento jurí­dico. Con referencia al carisma de profecí­a, escribe Pablo esta frase: «Dios no es Dios de desorden, sino de paz» (1 Cor 14, 33).

Además, las leyes de la Iglesia se aplican a creyentes que, por el bautismo y la confirmación, se han hecho morada del Espí­ritu (Rom 8, 9). El Espí­ritu de Dios que mora en ellos, les hace reconocer como camino del Pneuma lo que la ley manda hacer u omitir, y los lleva a cumplir por convicción interna los mandamientos del derecho. La observancia de las leyes es el fruto de la redención y gracia del Espí­ritu Santo. Pero el Espí­ritu concede también el don del recto uso de la libertad frente a la ley. La ley de la Iglesia no esclaviza, sino que ayuda al creyente a desenvolver su ser de cristiano en la vida diaria. Es una parte de aquel imperativo de realizar la salvación que, en el cristianismo, está inseparablemente unido con el indicativo de la promesa salví­fica (Otto Kuss).

b) Función protectora. La función protectora es esencial al d.c. Pste debe, en primer lugar, asegurar la pureza de la doctrina por la fidelidad a la tradición. Expresión tí­pica de esta función protectora es la obligación de la missio canonica, requisito de toda enseñanza que se haga en nombre y por mandato de la Iglesia. A la función de proteger la pureza de la doctrina se ordenan también otras prescripciones de la legislación doctrinal, p. ej., las disposiciones sobre la censura y la emisión de la profesión de fe. Los ministros de la Iglesia, en su función docente, no deben exponer opiniones, sino verdades dogmáticas.

La parte del CIC mejor elaborada y la más importante en la práctica de la cura de almas es el derecho matrimonial. Sus intenciones básicas son garantizar la santidad del matrimonio y proteger su indisolubilidad. El ideal es el matrimonio unido por la fe y que acepta con gusto los hijos.

Al d.c. pertenece también un derecho penal bien organizado (-> penas eclesiásticas, –> juicios eclesiásticos). La pena es expresión de una voluntad de afirmarse a sí­ mismo y de una aspiración a la justicia. Una comunidad que deja atacar impunemente sus propios bienes, da la impresión de desestimar a éstos, invita a la violación de las leyes y pone en peligro su propia existencia. En las penas de la Iglesia se ve claramente su fidelidad al legado de la revelación y la seriedad de su misión en el mundo. Como la santidad de la Iglesia es deber moral de sus miembros, a ella se ordena también el poder penal de la Iglesia.

La justicia exige que el público infractor del derecho sea caracterizado como tal y se cree para su acción una reparación en forma de limitación de sus derechos. El que mancha el honor de la comunidad a que pertenece, merece que esta comunidad se distancie de él. Como el obrar conforme a derecho merece loa, así­ el infringirlo merece represión. Ante la multiplicidad de posibles infracciones y las diferencias de responsabilidad, se requiere, para realizar la justicia, un sistema penal graduado. Partiendo de la pena tradicional de la excomunión, la Iglesia ha construido un sistema gradual de penas. Pero la Iglesia no olvida un solo momento que las penas hallan su lí­mite en su misión y no pretende anticipar la sentencia escatológica de Dios.

IV. Fuerza obligatoria y lí­mites
Fuerza obligatoria
El derecho humano establecido por los titulares de los oficios eclesiásticos de derecho divino o por sus representantes exige legí­timamente la obediencia por dos razones. En primer lugar, su poder de mandar se deriva, inmediata o mediatamente, de jesús mismo; ellos están, bajo cierto aspecto, en lugar de Dios. En segundo término, el bien común de la Iglesia exige la ordenación jurí­dica de su vida, aun en materias aparentemente secundarias. El derecho, que está obligado a la justicia, impide el capricho y asegura así­ la necesaria uniformidad en el trato dado a los hombres. Sobre la medida en que sea necesaria dicha uniformidad caben distintas opiniones; pero no sobre el hecho de que ésta en principio es imprescindible.

La ley puramente eclesiástica se contenta en general con exigir el mí­nimum a los miembros de la Iglesia. Es desconocer el sentido y fin del derecho el pensar que quien ha satisfecho a la ley, ha cumplido con ello «toda justicia». Lo que Dios pide puede, en cada caso, ir más lejos que la ley de la Iglesia. La ley determina lo que, en circunstancias normales, es indispensable para el bien de la generalidad y la salvación del individuo; señala el lí­mite í­nfimo; pero no puede, ni quiere, poner limitación alguna hacia arriba. Es obra de la conciencia cristiana del individuo determinar lo que, más allá de los párrafos del derecho, le pide Dios en cada momento.

No existe antí­tesis forzosa entre derecho y amor; antes bien, la ordenación jurí­dica es expresión del amor maternal de la Iglesia. La mí­nima y fundamental manifestación del amor debe consistir en crear orden y justicia, seguridad y libertad. Y eso precisamente busca el derecho. Por tanto, como regla general, el amor debe comenzar por cumplir la ley y dar a cada cual lo suyo, antes de pensar en hacer algo más. Las tensiones entre la norma, forzosamente general, y el caso particular son inevitables. Las asperezas que de ahí­ resultan deben soportarse por razón del bien común o pueden suprimirse (o por lo menos mitigarse) mediante dispensas y privilegios, instituciones tí­picas de un pensamiento jurí­dico que se apoya en el principio de la equidad. Por -> dispensa hay que entender la supresión de la fuerza obligatoria de la ley en un caso concreto; y por privilegio se entiende el establecimiento de un derecho de excepción, que se aparta del derecho general, en interés del individuo. Ambos medios, sin embargo, deben emplearse con circunspección y reserva, puesto que toda desviación de la regla se presta a debilitar la fuerza y consistencia de la norma, no objetivamente, pero sí­ a los ojos de los que están ligados por ella.

La ley eclesiástica no quita al miembro de la Iglesia la responsabilidad en su obrar, sino que la provoca. Cierto que la ruta del obrar está de antemano irrevocablemente trazada por el derecho divino, y aun en el orden del derecho puramente eclesiástico la presunción está regularmente en favor del seguimiento de la ley hasta en sus pormenores y según su texto literal; pero el cristiano debe considerar siempre las circunstancias de su obrar, tener presente el carácter de la ley como exigencia mí­nima y llenarse a sí­ mismo de un espí­ritu que no mira la ley como un poder extraño, sino como expresión de su propio querer; y él ha de enfocar su observancia menos como una prestación que como un fruto del Espí­ritu. Para Pablo, la nueva creación en Cristo (2 Cor 5, 17; cf. Ef 2, 10.15; 4, 24; Col 3, 10) es el «canon», la regla o norma de la conducta del cristiano (Gál 6, 15s). La responsabilidad puede exigir ir más allá de la ley y hacer más de lo que ella manda; pero puede también permitir, sugerir y hasta exigir que se deje incumplida la ley. Como motivos que dan lugar a pareja conducta de libertad ante la ley, se reconocen el temor grave, la necesidad y el daño grave (c. 2205 § 2). A ellos hay que añadir el hecho de que el fin de la ley exija lo contrario a ella (cf. c. 21). La decisión contra la ley requiere gran discreción y alta seriedad moral. La ->epiqueya es una virtud moral. Ella debe medir el peso de la razón que excusa según sea la importancia de la ley, es decir, por lo que significa para la comunidad y el individuo. Tampoco pueden dejarse de atender la propia relación respecto de la ley y señaladamente el deber de evitar el escándalo. El legislador niega fuerza excusante a los motivos susodichos, si la inobservancia de la ley redundara en desprecio de la fe o de la autoridad eclesiástica o en daño de las almas (c. 2205 § 3 ). El camino de la obediencia cristiana va por entre los dos extremos del falso legalismo y del libertinaje.

El cristiano debe guardarse de un doble error: de pensar que pueda lograrse la salvación eterna por el cumplimiento de la ley misma y de creer que su observancia sea indiferente para lograrla.

2. Lí­mites
El d.c. es indispensable para la realización de la salvación eterna. Es condición necesaria para la comunicación de la salvación; pero no es él mismo, como tal, el hecho y la realidad de la salvación; no es en sí­ mismo la justicia salví­fica. El d.c. está, más bien, í­ntima y esencialmente referido a un ámbito que se halla más allá de los cánones; no tiene en sí­ mismo su sentido y necesidad salví­ficos, sino que los tiene en el ámbito trascendente de lo que es superior a los cánones (G. Sóhngen).

Dentro del marco de la vida de la Iglesia, el d.c. tiene ciertamente, por su extensión, una función universal, en cuanto no puede, en parte alguna, prescindirse del ordenamiento jurí­dico; pero es de por sí­ incapaz de aportar un contenido esencial a la vida de la Iglesia. El derecho no puede crear vida, sino sólo mantener y proteger la vida ya existente. Las esperanzas demasiado altas puestas en los cambios del derecho quedan por lo regular fallidas; no hay que pedir al derecho más de lo que puede dar. Por otra parte, personalidades espirituales se sirven también del derecho como de un medio para preparar el camino a sus ideas. Los grandes movimientos de reforma en la historia de la Iglesia han tenido también siempre repercusiones sobre el d.c. Los reformadores sabí­an que las ideas, para subsistir y permanecer eficaces, necesitan de un predicado jurí­dico.

La renovación espiritual quiere y debe configurar la vida práctica de la Iglesia y, por ende, imprimir nuevo cuño al derecho. Así­, p. ej., la reforma carolingia, la gregoriana y la tridentina fueron también, en grado eminente, creadoras de derecho. Todas dieron poderosos y duraderos impulsos para recopilar y configurar el d.c. La renovación de la Iglesia y el florecimiento del d.c. van por lo regular de la mano. No pocos papas eminentes fueron también buenos canonistas.

V. Fuentes
1. Hasta el CIC
La fuente más importante del derecho vigente hasta pentecostés de 1918 es el Corpus iuris canonici. Sus elementos son el Decreto de Graciano, las colecciones de decretales de Gregorio ix (Liber extra), de Bonifacio viti (Liber sextus), de Clemente v (Clementinae Constitutiones) y las dos colecciones de Extravagantes (Extravagantes Ioannis XXII, Extravagantes communes). El Corpus iuris canonici no es un código, sino una reunión de colecciones jurí­dicas y códigos. Abarca un perí­odo de casi 400 años.

La legislación eclesiástica no se estancó una vez concluido el Corpus iuris canonici. El concilio de Trento y la actividad legisladora de los papas de la época moderna, como Benedicto xiv y Pí­o ix, aportaron mucha materia jurí­dica nueva, que estaba dispersa en las más varias fuentes formales y era a menudo de difí­cil acceso. Una codificación, es decir, una recopilación uniforme y auténtica del derecho común vigente vino a ser una necesidad generalmente sentida.

2. El CIC
La fuente principal del derecho vigente es el -> Codex iuris canonici. El papa Pí­o x dio el impulso para la codificación, el 27 de mayo de 1917 fue promulgado el código y el 19 de mayo de 1918 entró en vigor. E1 CIC apareció por vez primera como Pars II del vol. 9 (1917) de Acta Apostolicae Sedis; el 31-12-1917 apareció una lista completa de erratas. Las ediciones del CIC se dividen en ediciones con y sin indicación de fuentes. Anejos al texto del CIC se hallan algunos importantes documentos. El í­ndice adjunto de materias proviene de Pedro Gasparri. Este e I. Serédi publicaron en los años 19231939 los Codicis iuris canonici f ontes, que forman nueve volúmenes. Las interpretaciones auténticas de la Pontificia Commissio ad Codicis canones authentice interpretandos fueron reunidas por I. Bruno hasta 1950 (Cittá del Vaticano 1935, 1950).

El CIC quiere, en principio, ser libro legal sólo para la parte de la Iglesia definida por la lengua litúrgica latina, pero tiene también validez limitada para las comunidades de rito oriental. Para éstas se está formando un código propio. No obstante la fuerte asimilación al derecho latino, se mantienen las particularidades del derecho oriental.

3. La evolución posterior
Desde la entrada en vigor del CIC, el derecho ha evolucionado fuertemente y en muchos puntos; como consecuencia de la actividad legisladora de los papas y de las congregaciones romanas, se ha ido más allá del CIC. Mencionemos principalmente la amplí­a actividad legislativa de Pí­o xir, que en muchos terrenos abrió caminos nuevos. Importante es, sobre todo, la constitución sobre la elección del papa Vacantis Apostolicae Sedis, de 8 diciembre de 1945 (AAS 38 [1946] 65-99). También Juan xxiii publicó nuevas prescripciones, p. ej., sobre el régimen de los obispados suburbicarios (AAS 54 [1962] 253-256), sobre la dignidad episcopal (AAS 54 [1962] 256-258), sobre el derecho de opción de los cardenales (AAS 53 [ 1961 ] 198) y el complemento de la constitución acerca de la elección papal (AAS 54 [ 1962 ] 632-640 ).

El mismo Juan xxiii anunció el 25 de enero de 1959 una revisión del CIC y para ese menester nombró una comisión. La reelaboración del CIC tiene que resolver amplios problemas. Para adaptar el libro legal a la evolución de los últimos 50 años, se requieren numerosos complementos y cambios. Se desea más rigurosa sistematización y mayor uniformidad de la lengua jurí­dica. Los resultados, aspiraciones y fines del concilio Vaticano ii deben verterse en leyes, en cuanto ello sea necesario y posible. El concilio mismo ha creado nuevo derecho en sus constituciones y decretos sobre la sagrada liturgia (AAS 56 [1964] 97-144), los medios de comunicación (AAS 56 [1964] 145-157), la Iglesia (AAS 57 [1965] 5-75), las Iglesias católicas orientales (AAS 57 [ 1965 ] 7689) y el ecumenismo (AAS 57 [1965] 90112). Bajo el influjo del movimiento que parte del concilio Vaticano ir, Pablo vi ha promulgado nuevas leyes, p. ej., sobre las facultades de los obispos (AAS 56 [1964] 5-12, 57 [ 1965 ] 187) y la erección de un sí­nodo episcopal (AAS 57 [1965] 775-780). Apoyándose parcialmente en decretos conciliares o para ponerlos en ejecución, las congregaciones de la curia romana han desplegado una actividad legislativa. El santo oficio ha publicado una instrucción sobre la incineración (AAS 56 [1964] 22s), y la sagrada congregación de ritos ha publicado otra acerca de la ejecución de la constitución sobre la liturgia (AAS 56 [1964] 877-900, 57 [ 1965 ] 407-414). Como consecuencia del concilio Vaticano ii y de la legislación que de él se deriva, también el derecho particular se ha enriquecido de manera considerable.

El sí­nodo episcopal, reunido en Roma por vez primera el 29 de septiembre de 1967, acordó diez principios para la revisión del CIC. Esos principios, una vez aceptados por el papa, son directivas válidas para el trabajo de la comisión competente. En ellos se pide lo siguiente: ha de tenerse en cuenta la peculiaridad del derecho eclesiástico como orden de una comunidad espiritual. El fuero externo y el interno han de distinguirse y a la vez coordinarse. La meta pastoral debe tener la primací­a. Ha de ponerse en práctica el principio de subsidiaridad. Se deben asegurar los derechos de las personas. Habrí­a de simplificarse el derecho penal. El nuevo derecho procesal ha de tender a una mayor rapidez en el desarrollo del proceso. La articulación del CIC debe sistematizarse más rigurosamente. El principio del amor de la moderación y de la equidad tiene que prevalecer sobre todo. Todaví­a no se ha tomado la decisión sobre las tres posibilidades en la elaboración del nuevo derecho (1 a, un código único para toda la Iglesia; 2 a, códigos distintos para la Iglesia oriental y la occidental; 3 á, una ley fundamental para la Iglesia universal, a la cual se añadirí­an otras legislaciones para las distintas Iglesias).

Se han concluido nuevos convenios entre la Iglesia y el Estado, p. ej., el concordato con España (AAS 45 [ 1953 ] 625-655 ), con la República Dominicana (AAS 46 [ 1954 ] 433-457) y Venezuela (AAS 56 [ 1964 ] 925932), el Modus vivendi con Túnez (AAS 56 [1964] 917-924) y el tratado con Austria (AAS 54 [ 1962 ] 641-652, 56 [ 1964 ] 740743 ). El primero y único concordato de posguerra entre la Santa Sede y una región alemana es el de la Baja Sajonia, de 26 de febrero de 1965 (AAS 57 [1965] 834-856). En cumplimiento del art. 27 del concordato con el Reich, de 20 de julio de 1933, Pablo vi publicó estatutos para la cura de almas de los militares alemanes (AAS 57 [ 1965 ] 704-712 ).

VI. La ciencia del derecho canónico
1. Concepto
La ciencia del d.c. (o canoní­stica) es la investigación y exposición sistemática del derecho de la Iglesia en sí­ mismo y en su desarrollo histórico.

2. Método
El d.c. como ciencia debe emplear tres métodos: a) el histórico, es decir, tiene que exponer la evolución histórica del d.c. en el contexto del desarrollo total, interno y externo, de la Iglesia; b) el dogmático, es decir, ha de mostrar qué normas jurí­dicas son derecho vigente, explicarlas y esclarecer su aplicación; c) el filosófico, es decir, debe exponer el contexto o la conexión de las proposiciones jurí­dicas particulares entre sí­ y con la ratio legis, así­ como su armoní­a con la naturaleza y el fin de la Iglesia y construir así­ un sistema de derecho canónico. Aquí­ puede el canonista ejercer una crí­tica responsable respecto del derecho que se funda en estatutos humanos, descubriendo sus eventuales desviaciones y estimulando su reforma. Desde el siglo xvi aproximadamente se inició una mezcla del método jurí­dico de la interpretación formal de los textos en la canoní­stica, con el método de la deducción lógica desde los principios generales y las fuentes teológicas de Escritura y tradición usado en la teologí­a moral; pareja mezcla ha cedido el paso, desde hace bastante tiempo, a un movimiento retrógrado de desconexión.

3. Historia
El d.c. es tan antiguo como la Iglesia. Sin embargo, en los once primeros siglos no se lo estudió cientí­ficamente por separado, sino que se enseñó en las escuelas teológicas como una parte de la teologí­a. El método primitivo en la bibliografí­a jurí­dica consistí­a casi exclusivamente en la recopilación de material. En el siglo xi se despertó en Italia el interés por la antigüedad y, señaladamente, por el derecho romano. La escuela de juristas de Bolonia, aplicando el método escolástico, que por entonces apareció en la teologí­a, inició una época de florecimiento del derecho romano.

Estimulado por este ejemplo y con intención de remediar las muchas contradicciones que surgí­an en las anteriores colecciones jurí­dicas de la Iglesia, por juntar sin crí­tica algunas materias antiguas y modernas, de carácter general y particular, espiritual o temporal, Graciano, monje camaldulense del convento de los santos Félix y Nabor junto a Bolonia, compuso, sin duda en las dos primeras décadas del siglo xrr, una nueva compilación de derecho canónico, la Concordia discordantium canonum, llamada luego Decretum Gratiani. Su obra no es más que un manual, en el que las notas se han introducido en el texto. Graciano supo reducir magistralmente a orden y claridad la materia preexistente, sacar de los cánones los principios generales, contraponer claramente los contrastes entre sí­ y hallar, dentro del espí­ritu del derecho canónico, el recto término medio de las antinomias aparentes o reales. Fue el primero que enseñó el d.c. como disciplina independiente. Así­ sonó la hora del nacimiento de la ciencia canónica, que pronto halló fervoroso cultivo en las universidades que nacieron por entonces.

La canoní­stica se formó en las glosas, los comentarios y las sumas acerca de los códigos promulgados en lo sucesivo por los papas. Esos códigos, junto con las colecciones privadas, se reunieron para formar el Corpus iuris canonici; pero fue también un hecho decisivo para el desarrollo de la ciencia canónica el que papas eminentes – como Alejandro iii, Inocencio rii e Inocencio ivpasaron por la escuela de los canonistas. El ius canonicum, técnicamente perfeccionado y flexible, como derecho universal o válido para toda la Iglesia, se dio la mano con el ius civile y con él formó, hasta los tiempos modernos, el ius utrumque.

En la época de la ciencia canónica clásica – la época de los glosadores, entre Graciano y Johannes Andreae t 1348 -, se desarrolló tan a fondo el sistema del d.c., que él fue determinante para los siglos siguientes y lo es aún hoy dí­a para el derecho vigente. Dentro de esa época se distingue entre decretista – la explicación cientí­fica a base de la elaboración del Decreto de Graciano -, y decretalista -trabajo cientí­fico en torno a las colecciones de decretales.

En la época de la ciencia canónica posclásica – la época de los posglosadores (aproximadamente 1350-1550)- se transmite el legado doctrinal recibido. Las obras tienen carácter preferentemente práctico.

En la época de la ciencia canónica neoclásica (sobre 1550 hasta el siglo xix), junto al antiguo método, más exegético, aparece un nuevo método sistemático, que mantiene desde luego el sistema tradicional de las fuentes, pero trata el material de las distintas colecciones en una obra única, que abarca todas las fuentes. Los autores de los grandes comentarios de esta época en parte se equiparan, todaví­a en la actualidad, con los auctores probati.

En el siglo xtx hallamos multitud de nuevos sistemas y, a veces, también exposiciones sistemáticas muy considerables del d.c. La historia del derecho eclesiástico es cultivada a fondo.

Con la publicación del CIC ha quedado definitivamente superado el sistema de decretales e instituciones. El método de explicación del CIC por vez primera fue fijado oficialmente en virtud de dos disposiciones de la sagrada congregación de estudios relativas a la enseñanza (AAS 9 [1917] 439) y a los exámenes para los grados académicos (AAS 11 [1919] 19). Según esas disposiciones, hay que aplicar al texto del CIC el método exegético analí­tico; se prohí­be toda libre exposición sintética. La constitución: Deus scientiarum Dominus, de 24 de mayo de 1931 (AAS 23 [ 1931 ] 241-284 ), exige para una adecuada penetración cientí­fica, a par del método exegético, el histórico y filosófico. Los comentarios se mantienen, mayormente, en los lí­mites de la exégesis práctica; no pocos, sin embargo, penetran también más a fondo en los principios jurí­dicos y muestran el nexo interno entre las normas.

La publicación del CIC ha provocado un gran florecimiento de la ciencia canónica. El número de manuales de d.c. ha aumentado notablemente. Han aparecido multitud de monografí­as sobre historia y dogmática del derecho. Las tesis doctorales abundan. Se publican nuevas revistas de d.c. En Francia se está terminando un diccionario de d.c.

Atención especial está mereciendo la historia del d.c. El centenario de Graciano, el año 1952, dio vivo impulso a los estudios sobre historia del d.c. En Francia está publicándose una Historia del derecho y de las instituciones de la Iglesia occidental. El año 1955, el genial canonista Stephan Kuttner fundó en Washington (EE.UU.) el «Institute of Research and Study of Medieval Canon Law», cuyo fin es reunir todo el material canónico medieval, clasificarlo y estudiarlo. La finalidad inmediata es trazar el catálogo y editar crí­ticamente las obras de los decretistas y decretalistas, y preparar una nueva edición del Decretum Gratiani, que parta de más dilatada base de fuentes y de nuevas ideas crí­ticas y literarias.

4. Clasificación cientí­fica
Por su objeto, la canoní­stica está entre la teologí­a y la ciencia general del derecho. Está estrechamente relacionada con la teologí­a, porque, por una parte, recibe sus fundamentos de distintas disciplinas teológicas, en particular de la dogmática, que evidentemente presupone; el objeto fundamental de la ciencia canónica es la Iglesia en su concepto dogmático y en sus ordenaciones jurí­dicas dogmáticas. Y, por otra parte, como theologia practica completa el sistema de la ciencia teológica. Bajo el aspecto formal, la canoní­stica ha tomado el método de la ciencia del derecho; y, en segundo lugar, se ha producido una amplia influencia mutua entre el derecho civil y el canónico, no menos que entre la ciencia jurí­dica civil y la canónica. «Puede brevemente decirse que la ciencia canónica es una disciplina teológica con método jurí­dico» (K. Mtirsdorf).

5. Ciencias auxiliares
Entre las ciencias auxiliares de que necesita la canoní­stica para su propio fundamento, explicación y complemento, hay que distinguir entre ciencias teológicas y jurí­dicas. Ciencias auxiliares teológicas son: la -> exégesis, que muestra principalmente el derecho divino; la –> dogmática, que con sus dogmas forma la base del d.c.; la –> teologí­a moral, que expone la ley moral como fundamento de la ordenación jurí­dica de la Iglesia; la –> pastoral, que muestra cómo hayan de ejecutarse las leyes eclesiásticas en orden a la salvación de las almas; y, finalmente, la historia de la Iglesia y de la liturgia, cuyo objeto es también explicar la evolución de distintas instituciones jurí­dicas o canónicas. Ciencias jurí­dicas auxiliares son: la ciencia del derecho natural, del que proceden los conceptos fundamentales; la del derecho judí­o, en cuanto el AT fue modelo de muchas instituciones jurí­dicas de la Iglesia; la del derecho romano, dado que la Iglesia moldeó en muchos casos su derecho en el romano, dio rango canónico a algunas leyes civiles (leges canonixatae) y por largo tiempo empleó como subsidiario el derecho romano; la del derecho germánico, pues el derecho canónico admitió principios e instituciones del derecho germánico; la del derecho civil y administrativo, en cuanto la Iglesia está en relación jurí­dica con el Estado, y su derecho -por lo menos en algunos paí­ses – está reconocido como elemento del derecho público; la del derecho internacional, ya que el Estado y la Iglesia están coordinados entre sí­ y establecen convenios mutuos; finalmente, las ciencias económicas, en cuanto los principios en ellas desarrollados tienen amplia validez para la administración de los bienes de la Iglesia.

Georg May

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

1.Preliminares

Si mediante una metonimia lícita llamamos «derecho objetivo» al conjunto de leyes eclesiásticas, comienza a llamarse «canónico» a partir del s. VIII. Ya sin embargo, desde el Concilio de Nicea (325) se distinguen los cánones (kanones o reglas) de las leyes (nomoi), que se aplican, más bien, a las civiles. En las fuentes primitivas aparece repetida una razón interesante: los cánones «persuaden», más que obligan coactivamente.

El Derecho Canónico se llamó ius divinum, ius sacrum, ius pontificium y hasta la Reforma ius ecclesiasticum. Esta denominación ofrece hoy diversas acepciones y matices (Derecho Público Eclesiástico).
En los cánones de los Concilios solían distinguirse canones fidei, canones morum y canones disciplinares, sin que, dada la unidad de toda la ciencia teológica de entonces, puedan identificarse, respectivamente, con cánones dogmáticos, cánones morales y cánones jurídicos. Hasta Graciano el Derecho Canónico no aparece separado de la Teología. Todavía en la celebérrima obra de Pedro Lombardo El Maestro de las Sentencias (Libri quattuor Sententiarum), texto de teología durante más de tres siglos y comentado, entre otros, por San Alberto Magno, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, el Derecho Canónico aparece estrechamente unido a la Teología y todas las fuentes teológicas son fuentes canónicas.
Desde el Decreto de Graciano (1140) hasta Trento comienza la llamada aetas aurea, en la que se va perfilando la ciencia canónica. Desde Trento hasta el Codex de 1917 discurre el período de las Institutiones Canonicae entre las que merecen destacarse las de Pirhing, Reiffenstuel y Schmalzgrueber. Publicado el Codex comienza el período de los grandes Comentarios. Para el estudio de la ciencia canónica y de su específica metodología tiene especial importancia la Constitución de Pío XI Deus scientiarum Dominus (24 V 1931, AAS [23], 1931, 241 s).

2. El Derecho Canónico

Sólo un incorregible positivista puede olvidar que el Derecho Civil y el Canónico son Derecho por su juridicidad esencial (Derecho) y no por ser civil o canónico. Antes de la ciencia jurídica existe una filosofía jurídica y Derecho de todos los derechos positivos. No se pueden calibrar debidamente las diferencias específicas de ambos ordenamientos, civil y canónico, si no se parte del género común esencial: el Derecho. Ubi homo, ibi ius. Pero ni siquiera es tan claro que se trate de dos derechos específicamente distintos, al menos en su origen. El Derecho es originariamente «creacional» y la Creación no es natural, sino libre y gratuita. La Creación es, objetivamente, exclusivamente cristiana. Cristo es el único modelo concreto de esta creación concreta y de la historia que inaugura. La Creación y el Evangelio no divide a los hombres en dos partes: Iglesia y Mundo. Las dos grandes Constituciones dogmáticas del Vaticano II, Lumen Gentium y Dei Verbum, y especialmente la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, la Gaudium et Spes, lo han visto muy bien. Incluso en la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, en el n. 14 se lee: «Pues por voluntad de Cristo, la Iglesia Católica es la maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana».
El derecho creacional no sólo garantiza una correcta fundamentación metafísica del Derecho, sino que inicia el diálogo fundamental y la irrompible síntesis dinámica entre naturaleza y gracia. Sólo dentro de este diálogo inicial y cada vez más progresivo y lúcido hasta llegar a la Encarnación del Verbo, se puede entender la universalidad de la Iglesia «fuera de la cual no hay salvación».
Es peligrosa, además, esa exagerada separación que establecen tantos canonistas entre el Derecho civil y el canónico, porque, por una parte, parece condenar, al menos implícitamente, al Derecho civil como si no fuera instrumento sincero de justicia y como si, incluso a veces, no tuviera en algunos puntos una más fina sensibilidad práctica hacia el hombre, que la que pudo existir en algunos institutos canónicos; por otra parte, existe el peligro de tipificar lo canónico de tal suerte, que parece todo menos auténtico derecho. De esta forma se puede caer en la imprecisión de algunos dogmáticos y, especialmente, de bastantes pastoralistas.
Como saber relativamente autónomo, lo Canónico tiene que especificarse por su objeto formal. En cuanto al objeto material, el misterio de la Iglesia, es claro que coincide con la teología. Su aspecto formalmente jurídico lo distingue de la teología dogmática y de la teología moral y de cualquier otra rama teológica, pero lo que parece excesivo es, precisamente y sólo por este objeto formal, desligarle de la teología. Esto es todavía menos lógico en todos aquellos que insisten en todas las notas específicas e individuantes de lo canónico en cuanto tal. Resulta, por lo visto, que aunque se trata de un derecho muy peculiar, sagrado, sacramental, etc. su aspecto jurídico es irreconciliable con lo teológico. Históricamente se configura lo canónico como una parte de la teología y recibe durante casi once siglos el nombre de Teología Práctica. Su total autonomía posterior no supone un desligarse de la teología, lo cual me parece imposible, sino de otras ramas de la teología, especialmente de la moral con la cual vivió en estrecho y pacífico maridaje. Una separación excesiva, fuera del ámbito de lo metodológico, entre teología y Derecho hace muy poco inteligible al segundo y, desde luego, injustificable. Un método puramente exegético convierte al canonista-legalista en absolutamente incapaz para abordar temas doctrinales de envergadura y para tomar conciencia de la profundidad que subyace en el Codex.

Lo primero que tiene que tener en cuenta lo Canónico es lo humano. Una bien entendida centralidad del hombre constituye un dato previo, un verdadero existencial filosófico, teológico y jurídico. Un Derecho Canónico sin sentido para el hombre no es canónico, porque no es cristiano. Un Derecho Canónico que no respete y no asuma los derechos fundamentales de la persona en cuanto tal, no es canónico, porque no es humano. Ya desde el principio, pues, la vocación canónica es humana y busca esa estructura esencial de cada persona, que es en sí meta-ideológica y que descubre el Derecho auténtico, anterior a toda posible división en civil y canónico.

No puede entenderse lo Canónico, si no es parte de la única y universal mediación de Cristo y si no tiene en cuenta que Cristo es el único mediador de todo sentido. Por eso el Derecho Canónico tiene que ser:

a) Derecho sacramental y esta sacramentalidad radical no puede entenderse más que a la luz del misterio de la Encarnación, del misterio de Cristo como Sacramento primario de salvación y del misterio de la Iglesia sacramento universal de salvación.

La unión hipostática tiene que traducirse en una neta superación en lo canónico tanto de un excesivo «monofisitismo» con la casi desaparición de la naturaleza humana cuanto de un excesivo «nestorianismo» con la casi desaparición de la naturaleza divina. El Verbo de Dios y Cristo son una misma y única realidad. Por eso la legislación canónica debe lograr la máxima cohesión humano-cristiana de la comunidad. De la gracia capital de Cristo, sin la que no se entienden los caracteres sacramentales, brota la única potestad sacra de la Iglesia. Sin la configuración óntica del hombre cristiano por el carácter del Bautismo, de la Confirmación y del Orden en sus tres grados, y todo centrado en la S. Eucaristía (canon 897) no se entiende lo canónico, que no se ve cómo puede ser no-teológico.

El Derecho Canónico tiene que ser evangélico, inspirado en el Evangelio. Y este esencial carácter evangélico exige evitar defectos y excesos; evitar el gravísimo defecto, posible en toda legislación positiva, de establecer lo que Jesús prohibe, y el exceso de convertir en universalmente obligatorio lo que para Jesús es potestativo y libre.

El espíritu evangélico exige también la concepción y la práctica de la autoridad como servicio de tal manera que no se apacienten mejor los pastores que el rebaño.

El espíritu evangélico exige al Derecho Canónico una especial connotación de libertad, porque es la libertad característica esencial del Espíritu Santo motor de toda la actividad eclesial. Esta presencia viva del Espíritu en el espíritu canónico hace que la máxima libertad posible constituya una verdadera presunción fundamental, saltem iuris a cuya luz debe interpretarse el canon 18. Ya Pablo VI en la Allocutio ad praelatos Auditores S. Romanae Rotae (291 1970: AAS, 62, [1970] 115) afirmaba que en la Iglesia libertad y autoridad son valores que se integran mutuamente. Libertad y fe configuran los derechos subjetivos del bautizado, dato fundamental para entender la verdadera sacramentalidad por ejemplo en el caso concreto del Matrimonio. Sin libertad y fe el sacramento se vuelve una realidad automática, y las leyes, puras fuerzas automáticas, pura legalidad externa, tan ajena al espíritu de lo canónico.

El Papa Juan Pablo II en la Const. Sacrae disciplinae leges insiste luminosamente en el carácter sagrado-teológico del Código, que, lejos de sustituir a la fe, a la gracia y principalmente a la caridad, debe establecer un orden que atribuya la parte principal (praecipuas tribuens partes) al amor, a la gracia y a los carismas del Espíritu Santo y que los favorezca. Bajo este aspecto también el Derecho Canónico está imbuido de espíritu carismático, porque debe hacer más fecunda y fácil la vivencia comunitario-social de los carismas, que siempre son también ad alteros, ad aedificationem Corporis Christi. Insiste también el Papa en la realidad fundamental de la communio ecclesialis y ésta constituye un criterio constante para concertar justamente las tensiones y tendencias del uno y múltiple Pueblo de Dios. Este carácter evangélico-eclesial obliga y permite al Derecho Canónico a establecer y a respetar la verdadera jerarquía de los valores y las preferencias en favor de los «evangélicamente pobres».

Promulgado el Código, éste puede ser llamado con toda razón conciliar. Juan Pablo II en la citada Const. Sacrae Disciplinae Leges lo expresa muy bien: «El Codex es un instrumento que corresponde de lleno a la naturaleza de la Iglesia, especialmente como la presenta el magisterio del Concilio Vaticano II en general, y de modo particular su doctrina eclesiológica». Y añade algo que evidencia el mismo estudio de los cánones: «más aún: en cierto sentido, este nuevo Codex podría entenderse como un gran esfuerzo por traducir al lenguaje canónico esta doctrina misma, la eclesiología conciliar».

El Derecho Canónico es, pues, un medio que, basado en el derecho divino natural y positivo, organiza racionalmente todos los elementos eclesiales, según justicia, para que la Iglesia pueda cumplir más eficazmente los fines que su divino Fundador le señaló y que en definitiva están ordenados a la salvación de los hombres, «que en la Iglesia debe ser siempre la ley suprema» (canon 1752). Lo canónico, que, como jurídico es relación de relaciones, ayuda a la armonización justa de todas las demás fuerzas y relaciones eclesiales orientándolas al bien común y a crear los ámbitos de libertad cristiana más amplios y protegidos al servicio del amor. Lo canónico, en cuanto jurídico, clarifica la realidad eclesial haciéndola más justamente solidaria, de tal manera que el amor quede bien repartido y que no se desperdicien fuerzas ni se desorienten. Esta organización de medios según justicia constituye en sí misma un alto valor pastoral del que debe aprovecharse y se aprovecha la pastoral concreta.

Lo canónico, derecho verdaderamente singular, síntesis de elementos filosóficos (naturales) y de elementos teológicos (sobrenaturales), mientras intenta realizar el valor de la justicia tanto en el fuero interno como en el externo, fomenta la libertad de los hijos de Dios y respeta la suprema libertad del Espíritu Santo.

El Derecho Canónico no es, por voluntad de Cristo, democrático, sino sabia y correctamente paterno en cuanto que traduce la paternidad de Dios de la que participan de modo diverso, pero siempre como servicio de amor y obediencia, los investidos en autoridad pública y todos los miembros del Pueblo de Dios con sus diversas funciones y carismas, para construir la gran familia de los hijos de Dios. Este sentido sagrado de la fecundidad paterna por una parte y, materna, por otra, ya que la Iglesia es Madre, explica incluso humanamente la solidez y armonía de la sociedad eclesial frente al cambio continuo de otras sociedades políticas. Todo se debe, en definitiva, al Espíritu Santo, pero este derecho especialísimo, que constituye lo canónico es, justamente interpretado, un instrumento precioso de cohesión eclesial y encierra una vieja y siempre actual sabiduría

Artículo temporal redactado por Carlos Corral Salvador y José María Urteaga Embil.

Diccionario de Derecho Canónico, Madrid 2000, Voz: DERECHO CANÓNICO (Ius canonicum), Luis Vela Sánchez (páginas 218-221).

Enlaces vinculados con Derecho Canónico

[1] Código de Derecho Canónico vigente.

[2]Epitome del orden iudicial religioso

[3] Estatutos de la Real Academia de Sagrados Canones,…

Selección y revisión de enlaces: José Gálvez Krüger

Fuente: Enciclopedia Católica