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DERECHO NATURAL

DERECHO NATURAL

(v. conciencia, derechos humanos, ley, moral)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

A diferencia del derecho positivo, que es el conjunto de normas establecidas por un legislador y que constituyen un ordenamiento jurí­dico, el derecho natural es una fuente de derecho no escrito, no producido por la inteligencia y por la voluntad del hombre, inmanente a la naturaleza y capaz de ser conocido por cualquier ser humano. Entre los defensores del derecho natural se dan varias orientaciones.

Unos lo consideran como aquel conjunto de normas con que se prescriben o se prohí­ben algunos comportamientos; dichas normas, que se caracterizan por ser universales, inmutables y evidentes, pueden reconocerse gracias al ejercicio de la razón. En el ámbito de esta orientación se inscribe la reflexión de santo Tomás de Aquino, según el cual la lex aetema (puesta por Dios) tiene su reflejo en la lex naturalis: esta última puede percibirse por todo el que use correctamente su razón, capaz de captar normas o principios inmediatamente evidentes, de los que es posible deducir luego los demás preceptos. Detrás de esta posición está la visión creyente de la creación: como realidad que salió buena de las manos de Dios, el orden natural conserva un carácter positivo, que no queda ofuscado por el pecado; y el hombre, imagen de Dios en virtud de sus facultades espirituales, no ha perdido la capacidad de captar en sí­ mismo y a su alrededor, aquellos principios que son el reflejo creado de la lex aetema. En este sentido, la posición de santo Tomás constituye la superación clara de la visión pesimista de san Agustí­n, para quien la corrupción a la que se vio sujeto el orden natural después del pecado hace substancialmente inútil cualquier intento del hombre por conocer sin la ayuda de la revelación Y de la fe lo que está bien y lo que conduce al bien. Esta perspectiva agustiniana encontró su traducción jurí­dica especialmente en Graciano (siglo XI-XII), para quien «ius naturale est quod in lege et evangelio continetur» (Decr., D. 1): aquí­ se ve con claridad que para conocer el derecho natural hay que referirse necesariamente a la revelación sobrenatural: y también resulta evidente que, para evitar interpretaciones erradas de la Escritura y – por tanto normas falsas, hay que atenerse al Magisterio eclesiástico, que es el que puede entender de manera auténtica la revelación e indicar con certeza las normas de acción.

Santo Tomás, por el contrario, afirma que «la gracia supone a la naturaleza y la perfecciona» (5. Th. 1, q. 1, a, 8, adZ; 1-11, q.99, a.Z, ad 1): de aquí­ se deriva que el hombre es capaz de percibir de forma autónoma, en virtud del don de Dios, las normas que corresponden a la voluntad del Creador: bajo esta luz, la misma revelación sobrenatural de la voluntad de Dios asume un carácter de evidencia, precisamente porque el hombre descubre allí­ lo que exige su propia razón. Podria decirse con santo Tomás que el hombre actúa como ser realmente libre en el momento en que evita el mal y escoge el bien, no solamente porque Dios así­ lo quiere, sino también porque reconoce esta exigencia en virtud de su propia razón (cf. Expos. in 11 epist. ad Cor. III, 3).

Una corriente de pensamiento que se fue formando en el siglo xx recuerda la necesidad de no entender el derecho natural como un conjunto de normas inmutables, sino como una atención permanente a conformar los comportamientos y las leyes a la razón: se trata de la llamada doctrina del derecho natural «de contenido progresivo», que supone una visión histórica y no fixista del ser humano.

G. M. Salvati

Bibl.: J M. Aubert. Ley de Dios, leyes de los hombres, Herder Barcelona 196~, 555; E, Chiavacci, Ley natural, en NDTM, 10131028; F BOckle (eds.), El derecho natural, Herder .Barcelona 1971. A. Osuan, Derecho natural y moral cristiana, San Esteban, Salamancá 1978.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Concepto
El d.n. se entiende aquí­ como ley moral natural, a diferencia de las leyes fí­sicas de la naturaleza, que actúan en ésta necesariamente para el orden de la criatura irracional. De la ley fí­sica y biológica de la naturaleza se ocupan las ciencias naturales. Esta ley no plantea exigencias a la libertad del hombre y no posee, por tanto, carácter moral. En cambio, la ley moral natural (d.n. en sentido lato) abarca todo el dominio de la moralidad en general. Se entiende por tal aquel orden que el creador ha señalado al hombre como tarea para el despliegue de su ser humano, orden que él ha de comprender por su razón y respetar como base de su obrar libre. Como d.n. en sentido estricto se entiende -por lo menos dentro del catolicismo- aquella parte de la ley moral natural que se refiere al orden jurí­dico entre hombre y hombre, o entre hombre y sociedad. El describe aquel ámbito del deber moral que se fija en normas jurí­dicas como mí­nimo de la conducta moral y que, en cuanto derecho, puede también exigirse a la fuerza. Sin embargo, fuera del catolicismo, el derecho no es considerado en todas partes como parte del orden moral. De ahí­ que el concepto de d.n. se emplee en gran parte de manera ambigua o en múltiples sentidos, aun cuando la función de la idea de d.n. parezca estar clara. Se trata de describir la dignidad de la –> persona, el derecho del hombre, y de hacerlo eficaz en su relación con los otros hombres dentro de la sociedad. Ni en las declaraciones eclesiásticas ni en las publicaciones teológicas se mantiene una distinción rigurosa entre ley natural (d.n. en sentido lato) y d.n. en sentido estricto. Por eso también aquí­ usaremos la noción de d.n. en sentido lato, como concepto más amplio. La cuestión de la base del d.n., su cognoscibilidad y contenido, su validez general y su mutabilidad, exige para una cumplida respuesta, esbozar antes una idea del mundo, del hombre y de Dios.

II. Base ontológica
La doctrina acerca del d.n. se halla entre los contenidos firmes de la teologí­a moral católica. Como quiera que la revelación de la Sagrada Escritura no basta por sí­ sola para fundar las normas éticas, es menester echar mano del ser o de la naturaleza del hombre. El concepto clave de -> naturaleza abre el camino de las prescripciones obligatorias para todos los hombres. El relato cristiano de la creación ofrece el fundamento para ello; una concepción teí­sta del mundo ve una estrecha referencia entre el Dios creador y todo lo creado. En el fondo de todo lo creado hay un pensamiento de Dios, que el hombre ha de respetar. En la verdad de las cosas creadas por Dios, en su naturaleza o esencia encuentra el hombre primeramente la ley de su obrar moral. En este sentido tiene validez el axioma filosófico: «Agere sequitur esse»; el deber se funda en el ser. Esta proposición sólo enuncia por de pronto una estrecha conexión entre el ser y el deber, entre ética y ontologí­a; y también es válida en el orden de la gracia, por cuanto todo don que Dios concede al hombre, se torna tarea. El axioma: «Agere sequitur esse> indica que los postulados morales no se le presentan al hombre en forma puramente forense, sino que se derivan de su ser mismo, de su naturaleza esencial. Por eso, no hay que ver en el d.n. una moral heterónoma, sino que él ha de ser entendido como aquella estructura del orden moral que Dios ha señalado al hombre conforme lo requiere la creación, imponiéndosela como fin para su propia realización. Con ello, sin embargo, nada se dice sobre la validez general y la invariabilidad de las normas naturales de conducta. Lo normativo para el comportamiento moral del hombre no es ni la naturaleza del estado original ni la caí­da en el pecado; es más bien aquel resto del hombre que, independientemente de todo modo de existir histórico y de cualquier otro posible, permanece siempre el mismo y constituye la base de todas las realizaciones históricas del hombre, o sea, su «naturaleza metafí­sica>, es decir, aquello que en todo tiempo pertenece al ser humano en general. Pero el caso es que una naturaleza así­ entendida representa una abstracción; de hecho no ha existido nunca. Con parejo concepto de naturaleza y por influencia de ideas estoicas se llegó, a despecho de la historicidad del hombre, a una concepción estática y a una absoluta inmutabilidad del d.n.

III. Cognoscibilidad
La conciencia de la mayorí­a de los pueblos alude, ya antes de toda reflexión, a un d.n. que existe antes de toda legislación humana y que, por lo menos con ciertos rasgos, aparece como cognoscible para el hombre. Si se quiere hacer al hombre responsable de su obrar, no puede negársele en principio la capacidad de este conocimiento moral. Sin embargo, le está vedado una inteligencia adecuada y, además, él sólo puede captar la verdad bajo una determinada perspectiva y en medio de una concreta situación histórica. Jamás se aclarará con certidumbre suprema hasta qué profundidad pueda llegar el conocimiento humano de las estructuras del ser, del orden de la naturaleza propia del hombre.

La Iglesia ha resaltado más de una vez – en el concilio Vaticano i y en la encí­clica Humani generis (1950)- cómo el hombre, aun estando herido por el pecado original, puede conocer los principios fundamentales del d.n., aunque para ello sea moralmente necesaria la ayuda de la revelación (Dz 2305s, 2320ss). En cuanto el hombre es capaz de conocer, con independencia lógica de la palabra divina revelada, las normas morales y jurí­dicas de conducta, la doctrina del d.n. es una de aquellas bases sobre las que el cristiano puede entablar diálogo acerca de cuestiones éticas con todos los hombres. La historia de la civilización y la etnologí­a atestiguan que todos los pueblos llegan a cierta ordenación moral, aunque sus contenidos éticos no se identifiquen en modo alguno. El fundamento ontológico y la cognoscibilidad del d.n. otorgan a éste una validez universal y lo convierten en criterio de toda legislación. Tampoco la economí­a cristiana de la salvación abolió el d.n., sino que lo completó y sublimó. Además, una naturaleza pura, independiente de toda gracia de Dios, no ha existido nunca.

IV. Contenido
Por medio de la razón buscará el hombre aquellos contenidos que sirven para su propí­a realización, y rechazará aquellos que en principio se oponen a ella. La razón no es autónoma en el conocimiento del d.n.; hay de todo punto datos o hechos que el hombre debe necesariamente respetar. Ya sus inclinaciones naturales le indican aproximadamente la dirección que debe seguir en su conducta.

Aunque el AT funda la moralidad principalmente sobre la palabra de Dios y la alianza de éste con Israel, y aun cuando allí­ los diez mandamientos como ley de la alianza sólo tienen su sentido dentro de la historia sagrada y no en el orden del d.n.; sin embargo, la tradición valora la segunda tabla del decálogo como d.n. Lo son particularmente aquellos lí­mites que no pueden traspasarse sin violación de la dignidad del hombre, p. ej., la prohibición de matar. De la conducta efectiva de los gentiles deduce Pablo que ellos tienen, por naturaleza, ingénita la conciencia de la norma o ley, a base de la cual saben lo que deben hacer. En opinión del apóstol, los gentiles conocen un fondo de normas que, en su núcleo, pudiera identificarse con una parte del decálogo.

Muchas cosas que a lo largo del tiempo fueron vistas como orden natural inalienable, se miran hoy como producto histórico, en ocasiones como forma especí­ficamente occidental de realizarse el hombre. Así­, la sumisión de la mujer al marido, tal como se pide en Ef 5, 24, ya no se considera hoy como estructura fundamental, postulada por la naturaleza y aceptada por la Escritura, de la relación entre marido y mujer, sino como una forma temporal del patriarcado occidental. La personalidad del hombre, su vocación a configurar el mundo y su sociabilidad son ciertamente postulados fundamentales, que se fundan en la naturaleza del hombre y fueron siempre evidentes para éste. ¿Hasta qué punto, sin embargo, tiene él capacidad de disponer sobre la realidad no espiritual y sobre su propia «naturaleza», hasta dónde llegan sus facultades y en qué medida éstas pueden dilatarse? Describir eso es tema de cada tiempo. A la naturaleza del hombre pertenece también su condición social. Mas, del mismo modo que la sociedad conoce una evolución y una historia, así­ también el hombre. Por eso, el concreto obrar del hombre no se define o determina sólo partiendo de una abstracta naturaleza metafí­sica, sino también, a la vez, desde su naturaleza y situación actual, que son producto del desarrollo histórico. Con ello cobra el d.n. una dimensión referida a la situación; así­ se hace patente la necesaria relación de todo obrar humano a lo presente.

V. Historicidad
Una concepción estática de la naturaleza es ajena a la idea de la existencia tal como aparece en el AT y el NT. La Escritura relata la intervención de Dios en la historia del hombre, atestigua una historia sagrada. Todas sus instrucciones morales poseen una referencia concreta al hombre y ostentan el carácter de una ética de situación. Aun cuando existan normas inmutables, atemporalmente válidas, sin embargo, no se puede alegar la sagrada Escritura como prueba de la invariabilidad del d.n. De ahí­ que éste deba ser visto siempre en su referencia al hombre concreto. Cierto que pueden también deducirse concretas estructuras fundamentales de la existencia humana; pero un index de normas fijas de d.n. deberí­a constantemente ponerse «en tela de juicio» y someterse a revisión. Para el pensamiento neotestamentario la historia es la verdadera dimensión del hombre, es su estructura interna. El ser humano o la naturaleza propia del hombre es una tarea que ha de aprehenderse y realizarse en el curso del tiempo. Por eso no sólo hay una evolución (independiente de la libertad humana), sino también una historia de la naturaleza humana, un –> progreso. Se dilatan las posibilidades de realizar el ser humano, y con ello crecen, a par, su responsabilidad y riesgo. Este desenvolvimiento no se realiza sólo en lí­nea recta, como un proceso automático. De acuerdo con el libre albedrí­o del hombre, se dan aquí­ también de todo punto saltos, retrocesos y retrasos. El hombre no sólo tiene historia, sino que es historia. El hombre lleva a cabo su propia realización sometiendo precisamente la naturaleza y tomándola a su servicio, configurándola y creando valores y fines. Esta tendencia a los fines apunta hacia una evolución histórica dirigida de la conciencia moral; lleva por de pronto, como sentido y fin, a una mayor viveza de conciencia, a una reflexión; mas con ello, simultáneamente, a una mayor distancia y libertad respecto de la vinculación a la naturaleza. En este despliegue de la –> libertad y de la responsabilidad y moralidad que ella lleva anejas, el hombre aspira a una más fuerte personalización y, a la vez, también a una más profunda socialización; estado en el que no serí­a lí­cito violar la dignidad del individuo, pero, por razón del bien común, el espacio de juego de la libertad experimentarí­a algunas limitaciones.

El hombre entiende hoy dí­a su tarea de configurar el mundo en el sentido de que puede también cambiar su propia «naturaleza». De hecho, las intervenciones en los procesos naturales se requieren en gran parte para la existencia del hombre y por eso no tienen en absoluto carácter inmoral. Pero es necesario que al hacerlas no se viole la dignidad del hombre. La problemática actual resulta del fenómeno de la historia y del cambio histórico, que conduce a una radical historicidad de la realidad entera; de lo que resulta también una visión dinámica del d.n. Sin embargo, la historicidad en el terreno de la ética no lleva a un relativismo ilimitado. A pesar de todos los cambios y evoluciones, el hombre permanece a la postre el sujeto básico que es capaz de historia y se hace histórico. Sigue siendo tema francamente insoluble describir con más precisión el fondo efectivamente inmutable del ser del hombre. Aun cuando algo se nos presenta empí­ricamente como dotado de validez universal, como ingrediente de la naturaleza del hombre e inmutable, con ello no se dice ya que pertenezca simplemente a ella. En todo caso, el moralista tendrá que contentarse con este conocimiento necesitado siempre de complemento. Su tarea es cabalmente seguir siempre preguntando y esforzarse por dar fundamento profundo a sus normas.

La naturaleza abstracta o metafí­sica puesta como base para el conocimiento del hombre, necesita, por ello, un complemento mediante aquellos factores que determinan al hombre en su naturaleza histórica. junto a una naturaleza llamada inmutable, hay también una naturaleza dinámica y variable, hay numerosos estratos mudables de la persona humana, cuya importancia de ningún modo es meramente accidental. Esos estratos constituyen más bien configuraciones del hombre y de su evolución; el proceso de hominización no está aún, ni mucho menos, concluido. Por eso, al fundamentar las normas, el teólogo moralista tendrá que atender también al cambio histórico de la sociedad humana y de la humanidad como tal. El no puede decir hoy qué tareas le incumbirán mañana en virtud del desarrollo ulterior de las posibilidades que el hombre pone en acto desde su ser. Consecuentemente, el fondo concreto del d.n. no contiene ya, en forma exhaustiva, todos los postulados morales que atañen al hombre.

Serí­a una ilusión pensar que el hombre ha comprendido ya, de manera exhaustiva, la naturaleza, esencia y estructura de su comportamiento humano. La temporalidad, la limitación y la perspectiva variante del conocimiento humano nos permite hablar de una historia del conocimiento de la verdad. También el conocimiento del d.n. es un proceso histórico. Por eso, dentro del d.n. pudiera hablarse de cambios desde un triple punto de vista: por razón de un más profundo conocimiento, por cambios de la situación y por variaciones en el hombre mismo. E1 progreso en el conocimiento conduce a precisar o modificar las tesis morales vigentes. Con la historicidad van también unidas la fragilidad y la perspectiva relativa en el conocimiento humano de la verdad. También el conocimiento del d.n. comparte el destino de lo provisorio. A par del desenvolvimiento epistemológico, la mutación de las condiciones de vida trae consigo el cambio correspondiente de las obligaciones morales del hombre. Exigencias condicionadas por el tiempo y la civilización, a veces han sido consideradas con excesiva precipitación como eternamente válidas. Se calificó de antinatural, de pecado contra la esencia de la propiedad privada o del dinero, o contra la naturaleza de la mujer o contra la esencia del matrimonio algo que, de hecho, sólo representaba una obligación variable, condicionada por el tiempo. Por razón del cambio de las condiciones de vida, se han modificado hoy dí­a en gran parte las valoraciones sobre la propiedad, el interés o la usura, la guerra justa, la justificación de la pena de muerte, la sexualidad y el matrimonio.

Pero el cambio de más graves consecuencias se realiza en el hombre mismo. A él están confiados la realización y el constante desenvolvimiento de su propio ser. En la evolución y el desarrollo de la creación entera, pero sobre todo en el cultivo de nuestro mundo, activamente planeado y configurado por el hombre mismo, se lleva también a cabo un cambio de la realidad humana. Del mismo modo que el individuo como sujeto permanece siempre el mismo y, sin embargo, recibe especiales tareas como niño, joven, adulto o viejo; así­ también, con la madurez de toda la sociedad humana, pudiera darse un cambio de los deberes fundados en el ser del hombre. Si la historia es una de las dimensiones del ser humano, también la naturaleza del hombre ha de entenderse históricamente, y debe hablarse de una naturaleza humana que cambia y es activamente mudable. Este cambio tiene que estar siempre al servicio de una mayor realización del hombre (-> historia e historicidad).

VI. El derecho natural y la escatologí­a
La idea que el hombre tiene ahora de la historia y la manera como la aplica al d.n. ya no permiten deducir de una esencia previa, de la llamada naturaleza, toda la evolución posterior. Por eso, el concepto de naturaleza necesita hoy de cierta orientación al fin del hombre. Para una inteligencia teí­sta del mundo, ahí­ va ya desde luego implí­cita una orientación a un fin que trasciende a este mundo. En cuanto para el cristiano la historia es también historia sagrada; en cuanto en Cristo se inauguró ya el -> reino de Dios, aunque no en su forma consumada; no puede llevarse simplemente a cabo una estricta separación entre -> naturaleza y gracia, y tampoco puede arrancarse de la realidad histórica el fin sobrenatural. En consecuencia es la naturaleza humana en toda su complejidad, con inclusión de los fines que se le señalan, la que determina la deducción de normas morales. Por eso, el axioma: «El deber se funda en el ser», incluye también la consideración del fin último del hombre, de cuya trascendencia, sin embargo, el hombre sólo tiene un vago barrunto sin ayuda de la revelación.

Muchas obligaciones positivas de orden «natural», como las exigencias del amor, están marcadas por el fin hacia el que el hombre está en camino; y de suyo ahí­ el hombre siempre queda por debajo de lo exigido. Mas, por otra parte – y aquí­ radica la referencia de la ética al presente -, el «estrato óntico» que se hace inmediatamente accesible en cada momento actual, constituye el punto de partida para saber cuáles son las obligaciones que se desprenden de nuestra situación y, por tanto, cuáles son las que en principio deberí­an poderse cumplir por parte del individuo. La tensión entre los mandamientos que pueden cumplirse en el presente y los que urgen la conquista de un fin todaví­a inasequible, es una permanente nota caracterí­stica de la vida humana. Ahí­ se ve claro que el hombre está de camino hacia un fin y, por una parte, es siempre deudor de Dios -cosa que subraya particularmente la ética protestante -; mas, por otra, no sin ayuda de la gracia de Dios, puede cumplir una parte de los imperativos éticos.

VII. Teologí­a protestante y derecho natural
Los teólogos protestantes entienden por naturaleza la postura fundamentalmente recta ante Dios, no desfigurada aún por el pecado. En general rechazan con denuedo la doctrina católica sobre el d.n. La profunda oposición entre protestantes y católicos acerca del d.n., se funda principalmente en la doctrina protestante sobre la corrupción del hombre por el pecado original y la incapacidad de ahí­ resultante para conocer y valorar. Este escepticismo epistemológico (y axiológico) se presenta bajo forma más o menos intensa en los distintos teólogos protestantes, desde una radical negación de todo d.n. y de su conocimiento en H. Thielicke hasta una postura positiva en P. Althaus, E. Brunner y D. Wendland. Sin embargo, el concepto de d.n. queda en gran parte sustituido por otras expresiones -órdenes, instituciones, etcétera-, con las que, de manera vacilante, se concede un puesto a los valores permanentes del pensamiento jurí­dico. Ni siquiera la tesis radical del total desorden existencial del mundo, que es base de la concepción y teologí­a de H. Thielicke, se mantiene con todas sus consecuencias, pues también según él la razón tiene capacidad de distinguir entre objetivo y no objetivo, entre verdadero y falso. Por eso, la afirmación de que la teologí­a protestante desconoce todo d.n., no puede mantenerse bajo esta formulación genérica. La crí­tica al d.n. católico se dirige frecuentemente contra ciertas posiciones unilaterales, que aún existen o ya han sido abandonadas entretanto, contra falsas interpretaciones o contra una postura rí­gidamente atemporal. La teologí­a católica no debe pasar por alto el interés justificado que late en esta crí­tica (-a ética, Iv).

VIII. El derecho natural y el magisterio de la Iglesia
La Iglesia se ha declarado siempre a favor del d.n. y ha afirmado directamente su existencia, o sea, el hecho de que hay obligaciones morales que se deducen de la naturaleza del hombre y que, por lo menos en sus estructuras fundamentales, pueden ser conocidas por la razón humana. Ante las numerosas declaraciones auténticas acerca de problemas del d.n., p. ej., en el terreno del control de la natalidad (cf. las encí­clicas Casti connubii y Humanae vitae), se pregunta con qué tí­tulo la Iglesia puede formular enunciados teológicamente obligatorios en el terreno del d.n. Una apelación a la infalibilidad de las declaraciones eclesiásticas en materias de fe y costumbres, desconoce que esa infalibilidad en sentido estricto ha de referirse al depositum fidei. La Iglesia ha pretendido siempre -últimamente en la encí­clica Humanae vitae- pronunciar una palabra obligatoria en cuestiones de moralidad natural. Sin embargo, contra ello se ha objetado (J. David) que la Iglesia no puede hacer declaraciones doctrinales, obligatorias e infalibles sobre contenidos de puro d.n., pues las proposiciones relativas a este punto, más que bajo la potestad docente, caen bajo la potestad pastoral. Sin embargo, la rigurosa separación que así­ se hace entre el terreno del magisterio (mera doctrina sobre la verdad) y el oficio pastoral (gobierno y educación), no es convincente. Habrí­a además que preguntar si se da en absoluto un orden moral «puramente natural», en que la Iglesia no tuviera competencia alguna, siendo así­ que el hombre entero como tal está inserto en el movimiento redentor. Exacto en estas tesis es ciertamente que, en cuestiones no teológicas, la Iglesia está remitida al juicio de las ciencias competentes, con las que habrá de discutir principalmente con argumentos de razón, pues sobre ello no le fue concedida una revelación propia. Consiguientemente, a causa de falsos presupuestos básicos, condicionados por la época, las declaraciones doctrinales de la Iglesia pueden contener conclusiones completamente erróneas. A este propósito, cabrí­a aducir ejemplos tomados de la historia de la moral matrimonial. En cuanto el hombre entero está inserto en la economí­a de la salvación eterna, la Iglesia justamente se siente llamada a pronunciar una palabra obligatoria también en estas cuestiones que atañen al d.n., una palabra que no sólo quiere ser mera instrucción pastoral, sino también una declaración doctrinal. Sin embargo, la Iglesia tendrá que revisar la validez del concepto de naturaleza por ella empleado, para ajustarlo a los nuevos conocimientos antropológicos. En el pasado, el orden natural fue identificado en gran parte con el orden divino de la creación; al hombre tocaba conocer su puesto en este orden universal y aceptar y realizar por libre elección aquellos fines de la naturaleza que el resto de la creación cumple instintivamente. Sin impugnar la validez de este principio fundamental, el hombre actual toma, sin embargo, una postura mucho más libre frente al orden natural. El hombre moderno se siente autorizado, en la configuración del mundo, no sólo a aceptar pasivamente los fines de la creación, sino también a imponer a ésta fines y sentidos elaborados por él. Una configuración y manipulación rectamente entendida entra de todo punto en sus facultades. Por eso, dentro de ciertos lí­mites, el hombre puede también intervenir en el curso de la naturaleza. Y, verdaderamente, parece que este hecho todaví­a no ha sido tomado suficientemente en consideración por las declaraciones doctrinales de la Iglesia.

Actualmente, en la teologí­a católica la idea del d.n. queda complementada e incluso suplantada en medida creciente por una argumentación teológica de í­ndole social. Y a este respecto se pregunta por los contenidos sociales y éticos del evangelio y por su dinámica en orden a cambiar la sociedad.

Johannes Gründel

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica