DESARROLLO DOCTRINAL

DicEc
 
El desarrollo doctrinal es claramente un hecho: la doctrina de la Iglesia ha ido creciendo desde los tiempos del Nuevo Testamento. Un ejemplo claro de este desarrollo puede encontrarse en el campo de la cristologí­a, donde es evidente la evolución desde los textos del Nuevo Testamento hasta >Constantinopla III, pasando por >Nicea. Se podrí­an citar otros muchos ejemplos en los ámbitos de la teologí­a sacramental, del papado (>Papas) o de los dogmas marianos. Hay siempre una progresión en la comprensión de la fe: el Espí­ritu enseña continuamente a la Iglesia (Jn 14,25; 16,13); el Vaticano I afirma que la razón puede alcanzar una comprensión limitada, pero extremadamente fecunda, de los sagrados misterios. Se habla de un desarrollo del dogma cuando esta comprensión teológica se hace normativa e irreversible por medio de la intervención solemne del >magisterio o del sentido de la fe (LG 12) de toda la Iglesia, guiada por el magisterio universal ordinario.

La cuestión del desarrollo apenas se planteó en los tiempos patrí­sticos. Habí­a más bien afirmaciones estáticas de una identidad constante. Así­ el papa san Esteban alegaba contra >Cipriano: «No se haga ninguna innovación; sólo lo que se ha transmitido»; y Vicente de Lérins afirmaba que lo que habí­a que mantener era «lo que se habí­a creí­do en todas partes, siempre y por todos». Una imagen patrí­stica común era la de la identidad en el niño que se hací­a adulto, a pesar de los cambios. En esta época los factores más decisivos en el desarrollo doctrinal eran la necesidad de clarificar la verdad para combatir el error, y la liturgia. Los concilios y los credos iban más allá de las expresiones literales de la Escritura; lo mismo ocurrí­a en el culto. >León I consideraba Calcedonia, no una nueva fe, sino una clarificación de lo que ya se creí­a.

El sentido patrí­stico, y más tarde escolástico, de la tradición hizo posible el desarrollo efectivo sin que se reflexionara mucho sobre el proceso. Trento afirmó que las verdades y normas morales «están contenidas en los libros escritos y las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espí­ritu Santo». Pero, dada la amplia variedad de las opiniones católicas representadas en el concilio, serí­a poco acertado hacer una interpretación restrictiva del texto.

Habrá que esperar hasta los siglos XVIII y XIX para que se haga alguna luz sobre la significación del desarrollo y de sus procedimientos. La escuela católica de Tubinga desarrolló lo que ya estaba presente en germen en la Edad media tardí­a: la idea de la tradición viva. Fue crucial en esta época el comienzo de los planteamientos historicistas. Sólo entonces fue posible tratar la cuestión del desarrollo. El primero fue J. S. Drey (1777-1853), que estudió especialmente el desarrollo producido por el conflicto entre la ortodoxia y la heterodoxia. J. A. >Möhler consideró la tradición como algo vivo y en constante crecimiento tanto en su obra pneumatológica y más interna, Die Einheit der Kirche (1825) (ed. española: Eunsa, Pamplona 1996), como en su obra cristológica y más institucional, Symbolik (1832; 5ª y definitiva edición en 1838; ed. española: Cristiandad, Madrid 2000).

El principal teórico del desarrollo en el siglo XIX fue J. H. >Newman, especialmente en su Essay on the Development of Doctrine (1845), que no fue sin embargo su primer enfrentamiento con el tema. Antes de su conversión al catolicismo (1845), Newman se ocupó de un doble problema: los «añadidos» católicos posteriores a la época neotestamentaria y la inconsistencia de los anglicanos en el seguimiento del principio de la «sola Escritura». La intención principal de su obra maestra era mostrar que los «añadidos» católicos no eran aditamentos, sino desarrollos legí­timos. Parte de la noción de idea viva: a diferencia de las ideas matemáticas, una idea viva crece, cambia, se va haciendo más precisa al encontrarse con otras ideas en diferentes lugares y tiempos. Su tarea consiste en buscar criterios para distinguir los desarrollos legí­timos de los aditamentos. Enumera siete «notas» o criterios: la unidad de tipo, que permanece a pesar de los cambios; la continuidad de los principios en las distintas etapas; un poder unificador de asimilación de otras ideas; la secuencia lógica: no porque el desarrollo sea una deducción lógica, sino porque no debe contradecir a la lógica; los anticipos o indicios previos; la conservación de las posiciones anteriores, ilustrándolas y corroborándolas; el vigor crónico o duración, la energí­a para enfrentarse al error a lo largo de un perí­odo prolongado y evolucionar en enunciados formales. La magistral exposición de Newman se mantiene en un nivel fenomenológico; el estudio sistemático del desarrollo está todaví­a por hacer.

El Vaticano I abordó la cuestión del desarrollo, pero dentro de un contexto limitado: rechazó la idea de que los dogmas, en una época posterior, puedan tener una significación completamente diferente, y cita a este respecto a Vicente de Lérins, quien afirma que, a pesar del crecimiento y el progreso en la comprensión, este es «solamente en su propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia».

Gracias a las aportaciones de los estudios de Y. Congar y de otros, el Vaticano II estuvo en condiciones de superar la postura de los dos concilios anteriores. Hay en él una aceptación clara de una tradición viva y en desarrollo: «Crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf Lc 2,19.51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad» (DV 8; cf GS 44).

Con el concilio, pues, es menester considerar al menos una forma de desarrollo como crecimiento en la comprensión. La explicación del desarrollo dependerá de la propia postura en relación con la naturaleza de la teologí­a, el método teológico y la hermenéutica.

Podemos eliminar rápidamente dos concepciones: una anacrónica, que considera previamente implí­cito lo que más tarde es definido como dogma, y otra arcaica, que niega la legitimidad de cualquier afirmación que no se encuentre claramente en el Nuevo Testamento. Esta última es la postura protestante clásica, tal como se recoge explí­citamente en los Treinta y nueve artí­culos de la tradición anglicana (art. 6); aunque, en la práctica, la exposición de la fe no se limitara a esto (arts. 8 y 25)». Otras posiciones protestantes más matizadas consideran el desarrollo como propio de una primera fase; hay también quienes apodan los primeros desarrollos con el calificativo de » protocatolicismo», considerándolos una desviación, que tendrí­a sus raí­ces en el mismo Nuevo Testamento. Ambas visiones están en contradicción con el modo en que los dogmas se han desarrollado y con el mismo hecho del desarrollo. Los dogmas marianos son piedra de toque para toda teorí­a del desarrollo: su historia es bien conocida; constituyen un problema ecuménico que los católicos tendrán que ayudar a resolver a los protestantes, pero dentro del contexto más amplio del significado de la revelación y la tradición
Aunque pocos católicos aceptarí­an la teorí­a de la revelación permanente, en el sentido de que el Espí­ritu estuviera revelando continuamente a la Iglesia verdades nuevas, el sentido de la fe acepta el que el Espí­ritu siga descubriendo a la Iglesia nuevas profundidades del misterio revelado en Jesucristo. El problema más hondo aquí­ lo constituye la antigua concepción de la revelación como conjunto de proposiciones, más que como el desentrañamiento del misterio que es en definitiva la Trinidad y el plan salví­fico manifestado en Jesucristo y en el enví­o del Espí­ritu. Quizá la mejor expresión del desarrollo a finales del siglo XX sea la de un diálogo guiado por el Espí­ritu entre el Misterio y la Iglesia toda, en el que pueden plantearse cuestiones que den lugar a afirmaciones dogmáticas temporalmente condicionadas, pero que pueden ser normativas en el sentido de que lo que en ellas se afirma no puede negarse más tarde.

El desarrollo no puede concebirse al margen de la contemplación del mundo, la comprensión que brota de la experiencia espiritual enraizada en las situaciones históricas y la proclamación del magisterio. Una teologí­a ajena a la espiritualidad, la liturgia y las luchas del pueblo, no puede ni dar pie al desarrollo ni pretender explicarlo.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología