DIACONO

Diácono (gr. diákonos, literalmente “servidor [ayudante]”). Dirigente de la iglesia cuyas cualidades se describen en 1 Tit :8- 13. Se acepta generalmente que Act 6:1-6 es un registro de la institución de este cargo o servicio, aunque no aparezca el tí­tulo “diácono”. Como resultado de las quejas de que las viudas de los judí­os helení­sticos en la iglesia de Jerusalén no estaban recibiendo lo que les correspondí­a en la distribución diaria, se eligieron “siete varones de buen testimonio” para supervisar la distribución de la ropa, la comida, etc, (vs 3, 5, 6). Estos hombres no se limitaron a esas tareas, también trabajaron activamente en la evangelización (v 8; 8:5, 26-40). En ciertas iglesias protestantes de hoy los diáconos son una orden inferior del clero en vez de laicos (asignados para atender principalmente los asuntos temporales de la iglesia) y pueden oficiar como pastores. Las cualidades para ser diácono, como las describe Pablo en 1 Tit 3:8-10, 12, 13, son: ser honesto, sin doblez (como para no decir una cosa a una persona y una diferente a otra), no “dado a mucho vino”, no codicioso y guardador con “limpia conciencia” de la verdad que le fue revelada. 321 Además, debe ser un hombre que ha demostrado su capacidad y que en su vida de familia ha sido un ejemplo, esposo de una sola mujer y que gobierna bien su casa. Diadema. Traducción del: 1. Heb. nêzer [del verbo n>zar,”consagrar”], “corona”* (Exo 29:6; 39:30; Lv, 8:9; Zec 9:16; etc.). 2. Heb. ts>nîf, “diadema”, “turbante” (Job 29:14; Isa 62:3). 3. Heb. tif’>r>h, una palabra de significado incierto, pero que en el dí­ptico poético aparece como sinónimo de “corona” (Isa 28:5). 4. Heb. ‘at>r>h, por lo general traducido “corona” en la RVR (Eze 16:12). 5. Heb. keter [del verbo k>tar, “cercar”], corona de la reina persa, cuya forma era redonda (Est 1:11; etc.). 6. Heb. tsTts, lámina de oro puro sujeta al tocado del sumo sacerdote (Exo 28:36; etc.). 7. Gr. diádema (Rev 12:3; 13:1; 19:12), “corona real”, “diadema”, un sí­mbolo oriental de realeza, con la forma de una banda alrededor de la cabeza (figs. 162, 415). 162. Diadema egipcia real exhibida en el Museo de El Cairo. El buitre representa el Alto Egipto, y la cobra el Bajo Egipto.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

griego diakonos, latí­n diaconus, el que sirve. En la Iglesia primitiva los diáconos eran los asistentes de los presbí­teros y de los obispos, Flp 1, 1-2. En 1 Tm 3, 8-13, se dan las cualidades que deben tener quienes ejercen este ministerio en la Iglesia, a los que se les permite ser casados. La primera alusión al diaconado, servicio, diakoní­a en griego, se encuentra varias veces en Hch 6, 1-7, cuando se eligió, en Jerusalén, a los siete, a fin de solucionar las quejas de los judí­os helenistas contra los hebreos, y los apóstoles, para poder dedicarse al ministerio de la Palabra, reunieron la asamblea de los discí­pulos para el nombramiento de los asistentes, los diáconos. Los escogidos, a quienes los apóstoles les impusieron las manos, fueron Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

[444]

El término griego “diakonos” significa servidor o ministro en una comida. Es uno de los grados del Orden sacerdotal y supone el sacramento del Orden.

El que ha recibido el diaconado queda ordenado o consagrado para un ministerio de servicio a la comunidad, acceda o no acceda luego al Presbiterado a la plenitud del Episcopado.

Desde la Edad Medio este grado quedó relegado a un mero rito de preparación a la ordenación presbiteral. Y los ministerios eclesiales fueron ejercidos de forma absorbente por los presbí­teros regidos por el Obispo.

Pero el Concilio Vaticano II reclamó una restauración del Orden diaconal antiguo para el ejercicio de multitud de funciones eclesiales de servicio, convenientes para la comunidad, y que deberí­a contar con una ordenación o destino de parte del Episcopado, últimos responsable y pastor de cada iglesia particular.

Bí­blicamente alude a los que sirven de alguna manera a los demás. Del centenar de veces en que se usa el término en el Nuevo Testamento, 37 se hace en la forma verbal (diakoneo), 30 como sustantivo personal (diakono) y 34 como servicio (diakonia).

En los textos evangélicos se habla de servicio a otro (Mt. 4.11; Mt. 22.13; Mc. 9.35; Luc. 10. 40). Pero en los Hechos y en las Cartas de los Apóstoles se multiplican las referencias a las personas que, sin ser del grupo de los Apóstoles, ejercen una función de servicio desinteresado en la primera comunidad cristiana. (Hech. 6.2; Hech 6. 5-6; Col. 4.7; Filip 1.1; 1 Tim. 3.8; 1 Tim. 3.13)

La figura del Diácono tuvo, pues, una especial relevancia bí­blica en la Iglesia. En especial el modelo de diácono que fue el primer mártir de la comunidad, el diácono Esteban apedreado por su fidelidad y por el testimonio de sus obras y de sus palabras (Hech. 7. 1-60).

Incluso, hemos de recordar la existencia de diaconisas o servidoras de la comunidad al estilo de Febe (Rom. 16.1) y al modo como también con Jesús caminaba un grupo de mujeres que le serví­a con sus bienes (Mt. 27.55; Mc. 15.41) El diaconado permanente en los tiempos actuales ha sido demanda de las nuevas circunstancias de la Iglesia para liberar más al presbí­tero para la misión del anuncio, igual que en tiempos apostólicos. Pero es todaví­a inicitiva minoritaria que será objeto de adecuada organización para separar las fronteras entre el laicado y el diaconado consagrado. (Ver Orden Sacerdotal 3.1.2 y 3.2.3)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(-> ministerios). El término (diácono, diakoní­a) evoca unos servicios, realizados por los diversos miembros de la comunidad (cf. Hch 20,24; 21,19) o por algunos cristianos especiales (cf. Hch 1,17.25). En principio, la tradición cristiana ha entendido el servicio como un elemento del discipulado, de manera que todos los seguidores de Jesús son diáconos (cf. Mc 1,31 par; 9,35 par; 10,43.45 par; 15,41 par; Mt 25,44). En esa lí­nea se supone que las mujeres que siguen y sirven a Jesús (cf. Mc 15,41; Lc 8,1-3) son diaconisas, ministros del Evangelio. Pero en un momento dado el nombre puede tomar un sentido especí­fico, como expresión de un ministerio particular de la Iglesia, junto al de los presbí­teros/obispos: “Lo mismo, los diáconos: que sean dignos, sin doblez, no dados al mucho vino, ni amantes de ganancias torpes, guardando el misterio de la fe con limpia conciencia. Que también éstos sean probados primero y luego actúen como diáconos, si son irreprensibles. Lo mismo las mujeres: que sean dignas, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean maridos de una mujer, que gobiernen bien a sus hijos y sus propias casas. Pues los que han servido bien de diáconos obtienen para sí­ un lugar honroso y gran confianza en la fe en Cristo Jesús” (1 Tim 3,8-13). Este pasaje suscita tres cuestiones principales.

(1) Elección y cualidades. Aparecen junto a los presbí­teros-obispos y han de tener unas cualidades semejantes. Se les pide, ante todo, que sean hombres de confianza, en el plano de la palabra, la comida (vino) y el uso de dinero. Se supone que ellos han podido desear esa función y para ejercerla, al servicio de la Iglesia, deben superar, igual que los obispos, algún tipo de prueba.

(2) ¿Hay diaconisas? El texto supone que la Iglesia necesita tener a su servicio un tipo de funcionarios, encargados de los problemas prácticos de la comunidad, sobre todo en el plano de la comunicación de bienes y de la asistencia a los necesitados. Cuando habla de las diaconisas no se sabe si está refiriéndose a unas mujeres que ejercen por sí­ mismas la diaconí­a o si alude más bien a las esposas de los diáconos. Pueden ser servidoras autónomas de la comunidad, pero también las mujeres de los diáconos.

(3) Patriarcalismo. La estructuración del diaconado repite el esquema patriarcal del conjunto de la Iglesia, que asume los principios y exigencias del honor social, que Jesús habí­a superado expresamente.

Cf. K. Jo Torjesen, Cuando las mujeres eran sacerdotes: el liderazgo de las mujeres en la primitiva iglesia y el escándalo de su subordinación con el auge del cristianismo, El Almendro, Córdoba 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Breves noticias históricas y teológicas. – 2. Diaconado permanente y algunas cuestiones pastorales.

Esta voz necesariamente no se puede comprender en su profundidad ni en su alcance si no se relaciona, al menos, con otras aparecidas en este mismo Diccionario (Presbí­tero, Laico, Sacramentos, etc).

1. Breves notas históricas y teológicas
El Concilio Vaticano II afirma que el servicio apostólico a la comunidad cristiana se continúa gracias al sacramento del Orden por medio de los obispos con sus colaboradores, que son los presbí­teros y los diáconos (LG 20; 28). Este dato implica, en el caso del diaconado, una doble tensión: por un lado, es un verdadero grado del sacramento del “orden”, y confirma en el carisma de la fundamentación apostólica y de su misión. Pero, por otro lado, el diaconado “no está esencial y naturalmente ordenado al sacerdocio sino al ministerio”. El diácono no puede celebrar la Eucaristí­a.

De los diáconos se habla expresamente en el NT en Fp 1,1 y en 1 Tm 3,8. Dejando Act 6, 3-6, donde la Tradición nos habla de siete diáconos aunque no reciben dicho nombre, será Ignacio de Antioquí­a quien subraye la trí­ada que ha quedado consagrada como tal: obispos, presbí­teros y diáconos.

Sin entrar en otros detalles históricos, los escritores hacen notar cómo la institución del diaconado se ha visto sacudida por una ley pendular: a veces, relegados y minusvalorados (por ejemplo por el Arcipreste o arcediano), y en otras ocasiones realzado incluso por encima del presbí­tero como colaborador estrecho y muy cercano del obispo (Cf. S. DIANICH, Teologí­a del ministerio ordenado, Paulinas, Madrid 1988, 286-290). Parece afirmación generalizada que el diaconado ve su decadencia entre los siglos VIII-XII y que padece una especie de “hibernación” hasta el s. XX (Cf. I. Oí‘ATIBIA, El diaconado en la historia de la Iglesia, en COMITE PARA EL DIACONADO, El diaconado de la Iglesia en España, EDICE, Madrid 1987, 96-110).

Precisamente en el s. XX la teologí­a del diaconado se desarrolla ofreciendo como claves la inserción en una Iglesia toda ella ministerial, y representación sacramental de Cristo Servidor ante la comunidad.

También en ví­speras del Concilio Vaticano II se piensa en el diaconado, incluido el permanente, como una prolongación del ministerio ordenado para los campos de lo social y de la caridad. Si bien el Concilio Vaticano II asigna al diaconado los tres “ministerios o servicios” de Jesucristo: es profeta (de aquí­ servidor de la Palabra), es sacerdote (de donde derivan los servicios litúrgicos) y es rey (por su referencia explí­cita a todo lo relacionado con la caridad).

Más en concreto, sin dejar el Vaticano II, en Lumen Gentium n. 29, vemos atribuidas al diaconado las siguientes funciones litúrgicas y sacramentales: administración del bautismo, conservación y distribución de la Eucaristí­a, asistencia al matrimonio, administración de viático a los moribundos, presidencia en reuniones de culto y oración, dirección de ritos funerales. Ad Gentes n. 16 describe a los diáconos como catequistas, dirigentes de comunidades, y ministros de obras sociales y caritativas.

Estas dos direcciones de reflexión teológica y pastoral (litúrgica y catequética) son las que se desarrollarán más tarde en el postconcilio. Así­ por ejemplo, mientras la mayorí­a de Conferencias Episcopales insistirán en lo litúrgico, la Conferencia Episcopal Italiana (en 1972) presenta al diácono como un evangelizador de ambientes difí­ciles o donde la parroquia, estructuralmente, no puede apenas llegar (ambientes de trabajo, barrio, asociaciones extraeclesiales, etc). El Código de derecho Canónico (1983) vuelve a concretar más lo ámbitos sacramentales y cúlticos, dejando en la sombra lo social y caritativo. Y algo llamativo es la ausencia del Diácono, como tal, en el Consejo Presbiteral (cc. 409-502), en los consejos pastorales (c. 512) o en los sí­nodos diocesanos como miembro de derecho (c. 463). Como contrapartida a dichas ausencias, el Código equipara al diácono, permanente o no, al presbí­tero en cuanto a sus derechos. Y, en el caso del diácono permanente, se le permite casarse o seguir casado, seguir desarrollando su profesión previa a la ordenación, no está obligado a llevar hábito o distintivo, puede ejercer funciones públicas civiles, e incluso militar en partidos polí­ticos y sindicatos (cc. 281, 3; 288). En otras palabras el Código, en relación al diácono permanente, lo considera bajo la categorí­a de “clérigo” pero sin “clericalizarlo”. Insiste, el Código, en la debida preparación de los Diacónos para responder adecudamente a su misión (c. 236), que debe ser al menos de tres años.

2. Diaconado permanente y algunas cuestiones pastorales
De cualquier forma, hoy, se entiende el diaconado no sólo como mero paso hacia el sacerdocio, o como un requisito para quien va a ser ordenado sacerdote (al menos debe permanecer seis meses ejerciendo como diácono). El diaconado se entiende también como “permanente”. Aunque a decir verdad tan sólo en EE.UU. ha adquirido, al menos numéricamente, un rango especial y notorio: una media de 12 diáconos por Diócesis.

Al hablar y concretar problemas de pastoral en relación al diaconado, tenemos que comenzar por uno de gran calado: cuando, como sucede con frecuencia en Iglesias de vieja cristiandad, la presencia del presbí­tero (el que preside la Eucaristí­a) es escasa o prácticamente nula, ¿cómo entender la identidad y misión del diácono, como verdadero y casi único ministro ordenado? Comenzamos diciendo, con S. Dianich, que dichas comunidades, donde no se celebra la Eucaristí­a, no se pueden denominar comunidades “plenas” en sentido estricto y católico. Y que dichas comunidades refuerzan su catolicidad precisamente por la presencia del diácono.

Vale este mismo problema para aquellos movimientos o comunidades donde en la praxis mantienen diáconos casi exclusivamente para su servicio. El diaconado, lejos de ser una solución a una necesidad particular o coto cerrado, debe abrirles a la participación y celebración no sólo de la palabra sino de la eucaristí­a en ámbitos mayores.

Todo lo anterior también nos está hablando de otro problema pastoral añadido: ¿es la solución a la crisis vocacional para el presbiterado el ordenar diáconos permanentes en gran número? Por supuesto que no; parcialmente será un alivio en algunas Iglesias particulares pero ni el diácono puede suplir al presbí­tero ni se le puede encerrar sólo y exclusivamente en servicios litúrgicos y cultuales “ad intra” de la comunidad. Habrí­a que desarrollar, sin miedo y con creatividad la otra lí­nea o dirección del diaconado: como servicio e inserción social y caritativa. Una puerta abierta y casi inédita de evangelización e inserción cualificada como presencia cristiana en todos los ámbitos sociales, particularmente en el diálogo fe-cultura y allí­ donde se construye y cimenta la nueva sociedad emergente.

Al hilo de estos mismos temas pastorales, y siguiendo la clasificación de P. Winninger, se encontrarí­a el de los diáconos “jefes de comunidad” en tierras de misión, que tienen su apoyo explí­cito en Ad Gentes. Vale, para estos casos, todo lo expresado con anterioridad. El problema grave y serio estarí­a cuando en dicha comunidad no se puede celebrar la Eucaristí­a en perí­odos prolongados de meses o, incluso, de años. En tales casos se plantea la problemática actual del “derecho” de las comunidades a tener pastores que celebren la eucaristí­a. El diácono no puede contemplarse como un “suplente ordinario y permanente” del presbí­tero. Serí­a una falsa solución a un problema mucho más profundo.

Finalmente, en relación a si la mujer puede ser ordenada como diaconisa, y a pesar de la praxis de los primeros siglos (especialmente en lo que se refiere a la praxis de acompañamiento bautismal “por inmersión” de mujeres), los últimos Papas y el Código de derecho Canónico (c. 1024) han vuelto a recordar que sólo el varón bautizado recibe la ordenación válidamente. Dogmáticamente, en el caso de la ordenación diaconal de mujeres, es un tema abierto. Y, pastoralmente, recordemos que ya existen mujeres que ejercen de hecho más funciones que las asignadas a las antiguas diaconisas (ejemplo: En tierras de misión, religiosas con encargo de dirección de parroquia).

Recordemos que para los ministerios laicales de lectorado y acolitado rige en principio dicha norma, aunque desde instancias vaticanas se ha anunciado una Comisión Vaticana para estudiar, y revisar en su caso, dicha praxis.

Para concluir, señalemos que, en España, si bien el diaconado permanente no se ha establecido significativamente, sí­ es cierto que desde 1981 tiende a incrementarse. Y, sin dejar el suelo hispano, se subraya que, aunque el nivel de aceptación de los diáconos permanentes es muy elevado, sin embargo se advierten algunos peligros: en unos casos, clericalizarlo, y sobrecargarlo de trabajo. Y, en otros, convertirlo en una especie de “sacristán cualificado”. En cualquier caso se solicita mejorar su preperación y su formación permanente.

BIBL. – S. DIANICH, Teologí­a del ministerio ordenado, Paulinas, Madrid 1987; W. LOSER, Diácono, en W. BEINERT, Diccionario de Teologí­a Dogmática, Herder, Barcelona 1990, 186-188; COMITE PARA EL DIACONADO, EL diaconado de la Iglesia en España, Edice, Madrid 1987.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Del griego diákonos (sirviente). El diácono es el ministro consagrado que ha recibido el primer grado del orden y al que se le han confiado de manera especial las obras de caridad. Los términos ” diácono ” y ” diaconí­a ” se usan constantemente en el Nuevo T estamento en el sentido general de ” servidor” y de “servicio”. Pablo se considera siervo de Dios para el anuncio del Evangelio de Cristo (1 Cor 3,5; 2 Cor 6,3) y de los hombres (Rom 15,25; 2 Cor 1 1,8). Pero en Flp 1,1 y en 1 Tim 3,8-13 se quiere indicar con la palabra ” diácono” una función particular, un ministerio eclesial, asociado a los obispos y a los presbí­teros.

Se admite generalmente que los primeros diáconos cristianos son los siete (entre ellos Esteban) citados en Hch 6, 1 -6, instituidos por los apóstoles por medio de la imposición de manos y de la plegaria, para dedicarse a la caridad (especialmente al servicio de las mesas). Pero el texto no les da el nombre de diáconos, y sobre todo ejercieron más tarde una función importante de predicación. Aunque el concilio de Trento no los menciona en la jerarquí­a, sin embargo el testimonio de la tradición se muestra constante y unánime en admitir que el diaconado es de institución divina (al menos apostólica) y que es un orden sacramental, Los Padres apostólicos nos dicen que los diáconos están al servicio de la Iglesia de Dios, que son ministros de la eucaristí­a y que ayudan al obispo en la predicación de la Palabra de Dios y en el ministerio de la caridad. Este ministerio alcanza su más alta expresión en el siglo III, cuando se le confió al diácono toda la administración y la organización de la caridad de la Iglesia y del obispo. Pero desde el siglo 1V el desarrollo monástico trasladó las obras de caridad a los monasterios, y el diácono fue poco a poco perdiendo significado, quedándose sólo como ministro de la eucaristí­a.

Mientras que en los primeros siglos el diaconado era un ministerio permanente, fue luego disminuyendo el número de los que, en vez de subir a un grado más alto, preferí­an seguir siendo diáconos durante toda la vida. Así­ pues, en la Iglesia latina desapareció casi por completo el diaconado permanente. El concilio Vaticano II decidió su restablecimiento como orden permanente. LG 29 presenta las lí­neas principales propias del diaconado : ” En el grado inferior de la jerarquí­a están los diáconos que reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así­, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad… Este diaconado se podrá conferir a los hombres de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse firme la ley del celibato” La oración de ordenación de los diáconos está inspirada en la nueva elaboración doctrinal de LG 29. Después de pedir a Dios Padre que haga crecer a la Iglesia como cuerpo organizado y templo suyo (((has dispuesto que, mediante los tres grados del ministerio instituido por ti, crezca y se edifique la Iglesia”), se recuerda la constitución de los levitas (cf. Nm 3,69) y la elección de los siete diáconos por parte de los apóstoles (“con la oración y la imposición de manos les confiaron el servicio de la caridad”: Hch 6,1-6): y ~ se suplica a Dios Padre que mire propicio a los nuevos diáconos.

La epí­clesis -fórmula sacramental consecratoria- dice así­: “Te suplicamos, Señor, que derrames en ellos el Espí­ritu Santo, que los fortifiques con los siete dones de tu gracia, para que cumplan fielmente la obra del ministerio”.

Mediante la intercesión de Jesucristo se pide finalmente que los nuevos diáconos puedan desempeñar adecuadamente su ministerio y se revistan de las virtudes necesarias para esta finalidad.

Así­ pues, en definitiva, el diácono no comparte la función del obispo como guí­a de la comunidad, ni tampoco su función sacerdotal. Participa del ministerio del obispo subrayando la representación de Cristo en cuanto siervo, y por eso es llamado sobre todo para dedicarse al servicio, de manera que anime ese espí­ritu de servicio en la Iglesia. Entre las diversas funciones que puede tener el diácono en la comunidad, además de la atención pastoral a los enfermos y al servicio de la caridad fraterna entre los fieles, hay que recordar: la preparación de los catecúmenos para el bautismo y la celebración del propio bautismo; la presencia en la celebración del matrimonio de los fieles, como delegado del obispo o del párroco; la celebración de los funerales; la distribución de la comunión a los fieles, sobre todo si están enfermos; la presidencia de las celebraciones de la Palabra de Dios y la predicación.

R. Gerardi

Bibl.: A. Kerkvoorde, Elementos para una teologí­a del diaconado, en L.a Iglesia del Vaticano, 11, Flors, Barcelona 1966. 917-958; P. Winninger, Presente y porvenir del diaconado, PPC, Madrid 1968; Y. Oteiza, Diáconos para una Iglesia en renovación, 2 vols,. Mensajero, Bilbao 1982.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Diácono y diaconí­a en el NT – II. Los diáconos en la Iglesia antigua: “encargados de la diaconí­a de Jesucristo” – 111. El diácono, signo sacramental de Cristo siervo y de la diaconí­a de la Iglesia – IV. La espiritualidad del servicio, cuyo animador es el diácono – V. Diaconado y eucaristí­a – VI. La diaconí­a como “condivisión” – VII. Diversas modalidades expresivas de la diaconí­a – VIII. La animación de la diaconí­a por parte del diácono – IX. La valorización del carisma del diácono: de la Iglesia antigua al renacimiento actual del diaconado permanente – X. la animación de la diaconí­a en la Iglesia y en el mundo de hoy – XI. La aparición de los diáconos desde una opción pastoral renovadora.

La palabra diácono indica uno de los tres ministerios en que se articula el sacramento del orden (ministerios ordenados: episcopado, presbiterado, diaconado). En el motu proprio Ad pascendum se da una definición autorizada y rica en implicaciones, tanto teológicas como pastorales y espirituales, del ministerio del diácono: “Animador del servicio, o sea, de la diaconí­a de la Iglesia, en las comunidades cristianas locales, signo o sacramento del mismo Cristo Señor, el cual no vino para ser servido, sino para servir”.

I. Diácono y diaconí­a en el NT
La palabra diácono equivale al griego diákonos y significa siervo. Esta palabra hay que relacionarla con otras expresiones, comunes en el NT, como diakoní­a, es decir, servicio, y el verbo diakonéin, o sea, servir. La palabra diakoní­a, con las diversas expresiones ligadas a ella, se cuenta entre los términos que aparecen con más frecuencia en el NT, porque indica un aspecto fundamental de la figura de Cristo, al que ya Isaí­as hahabí­a anunciado como el siervo de Yahvé y de los hombres (cf Is 52,13 – 53,12), y que se presentó como “el que sirve” (Lc 22,27) y que “vino a servir y no a ser servido” (Mt 20,28).

Recordando que Jesús antes de dejar este mundo realizó el gesto sacramental y profético del lavatorio de los pies para invitar a sus discí­pulos a seguir su ejemplo de servicio (cf Jn 13,1-15), la Iglesia antigua consideraba la diaconla como un aspecto fundamental de su naturaleza profunda y, por tanto, de la vocación de toda comunidad y de todo fiel. La Iglesia, que san Ignacio de Antioquí­a definí­a como la agape, el amor’ -es decir, el signo visible del amor de Dios encarnado en Cristo presente en la eucaristí­a-, tení­a plena conciencia de que el servicio es la expresión concreta del amor, según las palabras de san Pablo: “Servios los unos a los otros mediante la caridad” (Gál 5,13). Considerando que la vida cristiana consiste en un – seguimiento de Cristo y en conformarse a él, la Iglesia antigua entendí­a en profundidad la diaconla como un amor que se expresa en la humildad y la obediencia (cf Flp 2,7-8), en la pobreza (cf 2 Cor 8,9), en una disponibilidad que llega hasta la inmolación (cf Mt 20,28), en un pleno compartir las alegrí­as, los dolores, las exigencias y las aspiraciones de toda persona de cualquier proveniencia (cf Rom 12,15; 1 Cor 9,19-23).

Junto a la diaconí­a como vocación al servicio de todos los cristianos, se habla en el NT de los diáconos (Flp 1,1; 1 Tim 3,8-13) como encargados de un ministerio especifico. Si el servicio es vocación común, el ministerio de los diáconos, “los siervos”, indica a los consagradosal servicio, hasta el punto de ser el “signo sacramental” de esta vocación común.

II. Los diáconos en la Iglesia antigua:
“encargados de la diaconí­a de Jesucristo”
El Vat. II afirma que los apóstoles transmitieron su ministerio a los obispos, a los que se les da la plenitud del sacramento del orden (cf LG 20 y 21). Junto a los obispos se coloca a sus cooperadores, a saber, los presbí­teros y los diáconos, a los cuales se confiere el mismo sacramento del orden para poner de manifiesto sus facetas particulares: en los presbí­teros, la faceta de la presidencia y de la guí­a del pueblo de Dios, y en los diáconos, la del servicio. Estas diversas facetas del mismo sacramento, presentes desde los orí­genes en el ministerio apostólico y en sus virtualidades, se concretizaron gradualmente en ministerios distintos. En un primer tiempo, se diferenciaron los diáconos como ministerio distinto del de los obispos (así­, en el NT, en la Didajé y en la carta de Clemente Romano), diferenciación que sucesivamente se extendió a los presbí­teros. De este modo se llega pronto a la articulación tripartita del ministerio ordenadot expuesta así­ a principios del siglo n por san Ignacio de Antioquí­a: “Realizad todas vuestras acciones con aquel espí­ritu de concordia que agrada a Dios, bajo la presidencia del obispo, que ocupa el puesto de Dios, de los presbí­teros, que forman el colegio de los apóstoles, y de los diáconos, objeto de mi afecto especial, encargados del ministerio de Jesucristo’.

III. El diácono, signo sacramental de Cristo siervo
y de la diaconí­a de la Iglesia
Al presentar a los diáconos como “encargados de la diaconla de Jesucristo”, nos encontramos sustancialmente con la misma definición del ministerio del diácono que, de una forma más articulada, propone ahora (según hemos visto) el motu proprio Ad pascendum: “Animador del servicio, o sea, de la diaconí­a de la Iglesia, ante las comunidades cristianas locales, signo o sacramento del mismo Cristo Señor, el cual no vino a ser servido, sino a servir”. Esta definición del ministerio diaconalsupone una clara concepción del sacramento del orden, según la cual todo ministro ordenado es al mismo tiempo representante y animador: representante, es decir, “embajador” (2 Cor 5,20) de Cristo y, por tanto, también de la comunidad eclesial (desde el momento en que Cristo representa a la Iglesia, la cual es su cuerpo, puede hablar y obrar en nombre de ella); animador de la comunidad, o sea, dotado de una gracia particular “a fin de perfeccionar a los cristianos en la obra de su ministerio” (Ef 4,12). Uniendo estos dos aspectos, de representación y de animación, se sigue que todo ministro ordenado es signo sacramental de Cristo en la comunidad. En efecto, lo propio del signo sacramental es hacer presente con eficacia la realidad de la que es expresión visible.

En el obispo se encuentra la plenitud del sacramento del orden (cf LG 21), de suerte que representa a Cristo como aquel de quien brota la Iglesia, ya sea en cuanto es su cabeza, ya en cuanto es su siervo. Estos dos aspectos del ministerio de Cristo, que se implican el uno al otro hasta el punto de identificarse, se distinguen en el signo a través de los dos ministerios, complementarios entre sí­, de los cooperadores directos del obispo: los presbí­teros, como signo de Cristo, cabeza y sacerdote (cf PO 2), y del sacerdocio común de los fieles; los diáconos, como signo de Cristo servidor y de la diaconí­a de la Iglesia.

De este modo encuentra verificación y aplicación una fecunda intuición de Congar a propósito de la que él considera caracterí­stica constante del pueblo de Dios; a saber, una especie de “bipolaridad”, en virtud de la cual a cada vocación común de los cristianos corresponden algunos que se consagran a ella para ser “signo” suyo’.

IV. La espiritualidad del servicio,
cuyo animador es el diácono
El carisma propio del diácono, a saber, su gracia sacramental especí­fica, es la de ser animador del servicio. Por eso la espiritualidad del diácono es la espiritualidad del servicio, que él está llamado a animar y promover en la Iglesia y en el mundo.

Hay que guardarse de considerar el servicio cristiano únicamente como una actividad humana de asistencia. La diaconí­a de Cristo es una participación, difundida en la Iglesia por gracia del Espí­ritu Santo, de la actitud de Cristo, el siervo humillado y paciente, que toma sobre sí­ el pecado y la miseria humana (cf Is 53,3-5), que se inclina afectuoso sobre cada necesidad concreta (cf Lc 10,33-34), que se inmola hasta dar la vida (cf Mt 20,18), testimoniando su amor hasta el “signo supremo” (cf Jn 13,1).

El servicio cristiano, como participación del servicio de Cristo, posee una eficacia salví­fica y sanativa. Cristo, en efecto, al llevar hasta el fin la lógica de la encarnación, se hizo siervo; más allá, “esclavo” (Flp 2,7) para salvar desde dentro la situación de esclavitud en que el pecado y el poder colocan a la humanidad. La esclavitud-por-amor del Hombre-Dios libera a la humanidad de la esclavitud-por-coacción, fruto del poder, el cual es la caracterí­stica del mundo, que no conoce a Dios: de las “naciones” (Mt 20,25), afirma Jesús; es decir, de los paganos.

V. Diaconado y eucaristí­a
El servicio cristiano, como expresión del amor de Cristo, encuentra su fuente en la eucaristí­a, donde Cristo está presente como amor. Dado que el servicio es el ejercicio concreto del amor, Jesús en el mismo contexto instituyó la eucaristí­a y lavó los pies, concluyendo con el doble mandamiento paralelo: “Haced esto en recuerdo mí­o” (Lc 22,19; 1 Cor 11,24-25) y “Yo os he dado ejemplo para que hagáis vosotros como yo hice” (Jn 13,15).

La gracia sacramental de la eucaristí­a está en incrementar el amor. La gracia sacramental del diácono consiste en promover el servicio, que es el ejercicio de amor. Por ser signo sacramental de un servicio que se funda en el amor, el diácono, en su ministerio, está llamado a demostrar que la fuente de gracia de la diaconí­a cristiana se encuentra en la eucarí­stia. Esto se realizaba en la Iglesia antigua con toda naturalidad. En la misma eucaristí­a se recogí­an y distribuí­an las ayudas para los necesitados, mientras que los diáconos llevaban a los enfermos y a los cautivos la comunión eucarí­stica’.

VI. La diaconí­a como “condivisión”
La gracia de Cristo presente en la eucaristí­a, al traducirse en amor y en servicio, nos libera del egoí­smo, es decir, de la atención predominante a nosotros mismos, para dirigir la orientación a las necesidades de los demás. Esto lleva a una continua verificación de nuestro servicio, a fin de que no se anquilose al institucionalizarse, sino que se resuelva siempre en una búsqueda afectuosa de las necesidades concretas y siempre nuevas de las personas y de la sociedad. Estando, pues, el servicio en función de la necesidad, se dirige con preferencia a quien está más necesitado (ya se trate de necesidad material, moral o espiritual). En una palabra: “El verdadero dueño del servicio es la necesidad’.

Cristo siervo, que se encarna hasta el fondo en la condición humana, hasta el punto de que “al que no conoció pecado le hizo pecado en lugar nuestro” (2 Cor 5,21), obrando en nosotros por medio del Espí­ritu, nos conduce por su mismo camino de “encarnación redentora”. Es decir, nos lleva a comprender que el servicio cristiano no consiste en el hecho de que “uno” dé algo al “otro” permaneciendo extraño a él, sino que es superación de la alteridad, es condivisión; es “alegrarse con el que se alegra y llorar con el que llora” (Rom 12,15). Por eso “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discí­pulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1).

VII. Diversas modalidades expresivas de la diaconí­a
La vocación al servicio, que el diácono está llamado a animar y promover, se manifiesta en diversas modalidades, dependientes entre sí­ hasta el punto de compenetrarse, y que podemos contemplar desde diversos puntos de vista.

Desde el punto de vista de las posibles direcciones a que se orienta el servicio cristiano, podemos distinguir: una diaconí­a que se dirige a la comunidad eclesial en cuanto tal, como expresión de comunión entre los cristianos, de suerte que la Iglesia sea sierva en sí­ misma; una diaconí­a que se dirige a la humanidad, independientemente del hecho de su pertenencia visible a la Iglesia, de suerte que ésta sea sierva del mundo. Esta diaconí­a puede expresarse mediante la evangelización (o sea, el anuncio salví­fico de Cristo resucitado) y la promoción humana, la cual se realiza bien a través del ejercicio de las obras de misericordia, bien mediante una fermentación profética de las realidades temporales.

Desde el punto de vista de la eclesialidad y de la continuidad del ejercicio, podemos distinguir: una actitud de servicio como espiritualidad de fondo, que debe caracterizar al cristiano en todas las parcelas de la vida: en el trabajo, en la polí­tica, en la familia, etc.; la disponibilidad para servicios ocasionales frente a la manifestación de exigencias siempre nuevas; los ministerios, o sea, los diversos “servicios estables y reconocidos” , fruto de la pluralidad de carismas.

Desde el punto de vista de la correspondencia con las diversas necesidades de la persona y de la sociedad humana, podemos distinguir: la diaconí­a de las obras de misericordia, ya sean personales ya organizadas, con las cuales los cristianos, imitando al samaritano (Lc 10,29-37), se inclinan sobre la persona humana herida de la manera que sea, hasta darle todo el socorro posible; la diaconí­a del compromiso polí­tico, que brota de la exigencia de remontarse a las causas existentes en las estructuras sociopolí­ticas injustas, fruto de la opresión y del poder de los fuertes sobre los débiles, en formas y modalidades diversas dentro de los diversos regí­menes. Obsérvese que, si bien los motivos inspiradores de esta diaconí­a deben derivarse del evangelio, no pueden deducirse de él ni el examen técnico (vinculado al análisis histórico) de los mecanismos de las estructuras opresivas ni los medios para modificarlas. Se sigue de esto, en consecuencia, una pluralidad de opciones polí­ticas entre los cristianos. Por eso la comunidad cristiana está llamada a influir en la diaconí­a del compromiso polí­tico por lo que se refiere a la actitud espiritual que debe ser su raí­z, pero no en cuanto a las modalidades de actuación, que los cristianos, como ciudadanos y en unión con todos los hombres de buena voluntad, deben buscar, ejercitando su inteligencia en el análisis de la realidad sociológica y de sus causas: finalmente, la diaconí­a de la evangelización (cf Ef 3,7-8); es ésta la diaconí­a suprema, por la cual la comunidad cristiana es llamada por Cristo Señor, que vive en ella, a ser instrumento de transmisión “a toda criatura” (Mc16,15) de la salvación plena, que implica la liberación de toda necesidad en el tiempo y en la eternidad.

VIII. La animación de la diaconí­a
por parte del diácono
La espiritualidad del servicio, con las diversas modalidades expresivas que hemos indicado, entra en la vocación de la Iglesia y de todos los cristianos. El diácono, en virtud de su carisma y de su ministerio, está llamado a ser su animador. ¿Qué entendemos por “animación”? Debemos guardarnos de dar a esta palabra una interpretación preferentemente psicológica, corriendo el peligro de confundirla con el estí­mulo de los reflejos condicionados en cadena, propia de la propaganda comercial. En ese caso serí­a una presión, una limitación de libertad, y no una fuerza libertadora. Por animación entendemos una propuesta, que se hace más eficaz por la gracia del sacramento del orden. En virtud de este sacramento, el diácono es constituido representante de Cristo siervo; por lo mismo no es persona privada, sino pública (no tanto en sentido jurí­dico cuanto en sentido sacramental). Las obras que realiza y las palabras que dice en el ejercicio de su ministerio se realizan y pronuncian en nombre de Cristo. Son, pues, una fuente de gracia para invitar con eficacia a la Iglesia a seguir las huellas de Cristo siervo.

Por eso el diácono está “consagrado al servicio” y, por tanto, comprometido a servir de modo que invite a todos a servir. El, al obrar en el triple campo de la palabra de Dios, de la eucaristí­a y de las obras de amor, está llamado a promover las ocasiones de encuentro, de diálogo, de comunión; a descubrir las necesidades de cada persona, de la comunidad eclesial y de la sociedad humana y, al mismo tiempo, a discernir los carismas correlativos de los que pueden brotar los servicios adecuados; a abrir el camino y el espacio para el servicio de todos.

Por eso su carisma especí­fico se dirige a suscitar los diversos ministerios y el espí­ritu de servicio en todos los ministerios. De este modo la gracia del diácono tiene una importante función, incluso en relación con los obispos y los sacerdotes; no para eventuales suplencias en el ámbito de las prestaciones de sucompetencia (no es éste el valor intrí­nseco del carisma diaconal), sino para recordar constantemente el hecho de que el ministerio sacerdotal de guí­a espiritual debe ejercerse con espiritualidad de servicio.

IX. La valorización del carisma del diácono:
de la Iglesia antigua al renacimiento actual
del diaconado permanente
En la Iglesia antigua, hasta el siglo v, el diaconado tení­a una gran importancia. “Después del obispo, y estrechamente ligado a él, el diácono era el principal ministro de la jerarquí­a’. En nombre del obispo, los diáconos cuidaban de los contactos humanos necesarios para continuar y animar en la Iglesia el servicio de Jesús, que “lava los pies” a los hermanos. Dice un texto del siglo III: “Los diáconos deben andar de un lado para otro, ocuparse de los propios hermanos, ya sea en lo que se refiere al alma como en lo que concierne al cuerpo, y tener informado de todo ello al obispo”. Este ministerio lo cumplí­an haciendo que brotara de la eucaristí­a, de suerte que se evidenciara que en ella se encuentra “la fuente y la cumbre de todo el servicio cristiano” (cf SC 10; Euch. Myst, 6). Toda iglesia local debí­a tener sus diáconos “en número proporcionado al de los miembros de la iglesia, para que pudieran conocer y ayudar a cada uno”.

A comienzos del siglo v se inició la decadencia del diaconado. La obra diaconal promotora del servicio, sobre todo en el ámbito de las obras de misericordia a través de contactos personales y amplios, referidos siempre a la eucaristí­a, se sustituyó gradualmente -debido al cambio de la situación histórica- por una asistencia institucionalizada. Surgieron obras estables (como “hospicios” para enfermos y ancianos), sostenidas por quienes tení­an posibilidad, incluso económica, de hacerlo; los diáconos permanecieron ajenos a ellas. A los diáconos les quedó sobre todo la función litúrgica, la cual, disociada del ejercicio vital de la caridad, acabó reduciéndose a un ritualismo exterior. Así­, la decadencia del diaconado llevó a su desaparición en la Iglesia de Occidente como ministerio permanente. Quedó tan sólo como peldaño de acceso al ministerio presbiteral.

El Vat. II ha destacado en el servicio, como seguimiento de Cristo siervo, su valor central para una verdadera renovación eclesial (LG 8). No podí­a faltar en este contexto el renacimiento del ministerio que es “signo sacramental” del servicio: el diaconado. Con ello el concilio le ha restituido a la Iglesia el diaconado permanente; él, en efecto, dice el Vat. II, “se podrá restablecer en adelante como grado propio y permanente de la jerarquí­a” (LG 29). Las etapas sucesivas de la restauración de este ministerio las señala el motu proprio Sacrum diaconatus ordinem (18-6-1967), con el cual se fijaron las normas canónicas convenientes sobre el diaconado permanente. El motu proprio Ad pascendum (15-8-1972) ofrece, finalmente, la reglamentación jurí­dica del diaconado.

X. La animación de la diaconí­a en la Iglesia
y en el mundo de hoy
El diaconado renace en la Iglesia como factor de renovación. La renovación eclesial no debe confundirse con la puesta al dí­a externa de método y de formas. La verdadera renovación es “conversión”; conversión no sólo y no tanto de los individuos, cuanto de la comunidad como tal, de suerte que ésta sea cada vez de manera más eficaz “sacramento de salvación” (LG 48; AG 1; 5; GS 45) y “signo de la presencia divina en el mundo” (AG 15). Para esta renovación tiene una importancia decisiva la gracia del diaconado: la de orientar el camino renovador en la dirección auténtica de una Iglesia sierva y pobre.

Las modalidades prácticas del ministerio diaconal para promover un crecimiento de la diaconí­a son, hoy como siempre, numerosas y diversas, lo mismo que son múltiples las necesidades concretas a que el servicio cristiano debe hacer frente. Vamos a considerar ahora, en sus grandes lí­neas, cómo puede orientarse la animación de la diaconí­a en los dos tipos de ambiente determinados por las comunidades eclesiales y por las comunidades humanas.

En el ámbito de las comunidades eclesiales, el ministerio diaconal debe estar orientado sobre todo a promover el desarrollo de comunidades “a medida del hombre”, en las cuales sean posibles la individualización de las necesidades concretas y el servicio como condivisión. En efecto, en comunidades concentradas y anónimas no hay espacio para un ministerio animador del servicio. Por eso se considera que un auténtico ministerio diaconal en la Iglesia de hoy debe encontrar su fundamento en el ámbito de la animación de las comunidades eclesiales de base.

Con la expresión “comunidades eclesiales de base” nos referimos a la realización de la Iglesia “que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros”. En ella se realiza el “primer núcleo” de la realidad de la Iglesia, donde el Señor está presente conforme a su palabra: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).

Las comunidades eclesiales de base, que “florecen un poco en todas partes en la Iglesia”, asumen formas diversas, de acuerdo con las distintas situaciones. Entre las varias formas de comunidades eclesiales de base -además de los grupos espontáneos y de los que son expresión de movimientos de espiritualidad-, consideramos de fundamental importancia aquellos grupos pequeños que hacen de articulación de la parroquia para su renovación profunda. La transformación de la parroquia en “comunión orgánica de comunidades eclesiales de base” es, ciertamente, un punto nodal de la renovación eclesial, capaz de dar lugar a una fisonomí­a de iglesia articulada y descentralizada, corresponsable y misionera [>Comunidad de vida VIII, 2].

El ministerio del diácono encuentra espacio en este cuadro (ya sea que su ejercicio concreto se realice directamente en el ámbito de las comunidades eclesiales de base, ya en otros niveles) para discernir las necesidades concretas en el contexto natural, estimular en todos una actitud de servicio, suscitar los diversos ministerios en conformidad con las diversas exigencias, asegurar la estabilidad de los grupos pequeños y su convergencia en la comunidad parroquial. Ya sea que el ministerio de los diversos diáconos se realice preferentemente en el campo del anuncio de la palabra de Dios, o en el campo de la liturgia, o en el de las obras de caridad, debe distinguirse siempre por unas caracterí­sticas de capilaridad y de contacto inmediato con las personas y los grupos pequeños, de suerte que la percepción de las necesidades concretas vaya siempre unida a la estimulación de los servicios correspondientes.

En el ámbito de las comunidades humanas, el diácono está llamado a ser signo de Cristo siervo en todos los ambientes en que los hombres viven, trabajan, sufren, gozan y luchan por la justicia. De este modo lleva a cabo una evangelización capilar, anunciando a cada persona concreta que Cristo es el que la ama y se acerca a ella para servirla. Al mismo tiempo, se afirma como fermento profético para que una Iglesia sierva del mundo tenga una eficacia sanativa en orden a liberar a la sociedad humana del pecado y de sus consecuencias de poder y de opresión.

XI. La aparición de los diáconos
desde una opción pastoral renovadora
Hay que valorar la gracia del diaconado para la edificación de una Iglesia pobre y misionera que con coherencia “anuncie a los pobres la buena nueva” (Lc 4,18) y sea fermento profético de una sociedad más justa. Para ello es preciso que este don del Espí­ritu encuentre un terreno favorable (cf Mt 13,8.23) a su fecundidad y desarrollo. Este terreno favorable debe estar dado por una impostación pastoral de renovación, en la cual las ordenaciones diaconales sean el fruto de una llamada que realiza la comunidad, unida en nombre del Señor, presentando sus candidatos al obispo de acuerdo con las exigencias concretas que surgen para la realización del enfoque pastoral previamente elegido.

Tal fue el itinerario que llevó a la ordenación de los “siete” en la Iglesia primitiva: “Elegid, pues, cuidadosamente entre vosotros, hermanos, siete varones de buena reputación, llenos del Espí­ritu Santo y de sabidurí­a, y nosotros les encomendaremos este servicio; nosotros perseveraremos en la oración y en el ministerio de la palabra. Agradó la proposición a toda la multitud, y eligieron a Esteban, varón lleno de fe y del Espí­ritu Santo, y a Felipe y Prócoro, a Nicanor y a Timón, a Parmenas y a Nicolás, prosélito antioqueño; los presentaron a los apóstoles, los cuales, después de orar, les impusieron las manos” (He 6,3-6). Idéntico itinerario, para la valorización del carisma y del ministerio del diácono en la Iglesia y en el mundo de hoy, se ha formulado y propuesto como conclusiónunánime en el Convegno internazionale sul diaconato”, que tuvo lugar en Pianezza (Turí­n), del 2 al 4 de septiembre de 1977, para considerar la incidencia del naciente diaconado en la renovación de las comunidades eclesiales y humanas.

El obispo misionero belga Jan Van Cauwelaert, al formular las conclusiones de la reunión en nombre de los participantes, que provení­an de todas las partes del mundo, afirmó que debe ser ordenado diácono quien “es reconocido por la comunidad como el más idóneo para animar su diaconí­a”. De este modo las comunidades eclesiales “presentarán al obispo sus candidatos para el diaconado, y con ellos harán el camino para su formación”.

La unanimidad lograda a favor de un enfoque pastoral de renovación fundado en las perspectivas de comunidades articuladas, descentralizadas y misioneras, que presenten a los obispos sus candidatos a la ordenación diaconal, perspectiva común a pesar de la gran variedad de experiencias, le permitió al obispo Van Cauwelaert terminar sus reflexiones finales reconociendo en el diaconado naciente un “signo de esperanza” para la Iglesia y para la humanidad.

A. Altana

BIBL.-AA. VV., El diaconado permanente, en “Seminarios”, nn. 65-66 (1977).-AA. VV., El diaconado en la Iglesia y en el mundo de hoy, Pení­nsula, Barcelona 1968.-AA. VV., El diaconado, Mensajero, Bilbao 1970 (estudio ecuménico).-Bourgeois, H.-Schaller, R, Mundo nuevo, nuevos diáconos, Herder, Barcelona 1968.-Carrillo, A, El diaconado femenino, Mensajero, Bilbao 1972.-Celam, Ministerios eclesiales en América Latina, Bogotá 1976.-Hornef, J, ¿Vuelve el diaconado de la Iglesia primitiva?, Herder, Barcelona 1962.-Jubany, N, El diaconado y el celibato eclesiástico, Herder, Barcelona 1964.-Schaller, R.-Denis, H, Los diáconos, en el mundo actual, Paulinas, Madrid 1968.-Useros Carretero, M, ¿Nuevos diáconos? Información y reflexiones a propósito de una posible renovación del diaconado, Flors, Barcelona 1962.-Winninger, P, /lacia una renovación del diaconado, Desclée, Bilbao 1963.-Ver bibl. de Ministerio pastoral.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

En la salutación de Fil. 1:1, encontramos que los diáconos (la palabra significa «sirviente») eran una de las dos órdenes principales del ministerio en la iglesia apostólica. Algunos sostienen que la institución del diaconado se puede apreciar en Hch. 6, aunque esto no se afirma. Más bien, encontramos aquí una medida temporal para satisfacer una situación particular. Pero el cargo llegó a mostrar su valor, por lo que después se estableció como un oficio. Las características de un diácono aparecen en 1 Ti. 3:8–13. La honestidad y el guardar el misterio de la fe se requieren de ellos, pero no existe mención de enseñar o algo así. Las funciones parecen ser administrativas y financieras.

Leon Morris

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (167). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

°vrv2 traduce “diácono” en Fil. 1.1, mientras que en 1 Ti. 3 traduce “diácono” dos veces, y otras dos “diaconado”; pero el vocablo gr. que así se representa, diakonos (‘ministro’ o ‘sirviente’) aparece unas 30 veces en el NT, y sus cognados diakneō (‘ministrar’) y diakonia (‘ministerio’) aparecen, entre las dos, otras 70 veces. En la mayor parte de la centena de casos en que aparecen estos términos no hay ningún indicio de significado técnico que se refiera a funciones especializadas en la iglesia; en unas pocas es necesario considerar hasta qué punto diakonos y sus cognados han adquirido tal connotación.

I. Derivación

Básicamente, diakonos es un servidor, y a menudo el que sirve a la mesa, o sea camarero. En tiempos helenísticos también llegó a representar a ciertos funcionarios del culto y el templo (véanse ejemplos en MM), que sirvieron de base al uso técnico cristiano. El sentido más general es común en el NT, ya sea para los sirvientes reales (Mt. 22.13) o para un servidor de Dios (1 Ts. 3.2, TR). En un solo pasaje Pablo describe a Epafras como “diácono” de Cristo y a sí mismo como “diácono” del evangelio y de la iglesia (Col. 1.7, 23, 25). Otros ejercen diakonia hacia Pablo (Hch. 19.22; cf. Flm. 13 y quizás Col. 4.7; Ef. 6.21); el contexto muestra que en estos casos se trataba de sus ayudantes en la obra evangelística. Buscar aquí el origen de la idea posterior del obispo con su diácono es forzar el lenguaje. En otras palabras, diakonia se aplica aquí especialmente a la predicación y la obra pastoral.

En el NT, sin embargo, este término nunca pierde completamente su relación con la provisión de necesidades materiales y el cumplimiento de servicios (cf., p. ej., Ro. 15.25 en el contexto; 2 Co. 8.4). El camarero sigue siendo diakonos (Jn. 2.5, 9); el acto de Marta de servir la mesa (Lc. 10.40) y la atención de la suegra de Pedro (Mr. 1.31) son casos de diakonia. La insistencia de Cristo en que su venida tenía por objeto servir (Mr. 10.45) debe considerarse a la luz de esto. Es significativo el hecho de que en Lc. 22.26s la afirmación de Cristo esté ubicada en el contexto del servicio a la mesa. El Señor es el diácono por excelencia, el que sirve a la mesa de su pueblo. Y como nos muestran estos pasajes, el “diaconado” es, en este sentido, una marca de toda su iglesia.

II. El diaconado en el Nuevo Testamento

Como hemos visto, existía una analogía contemporánea para los “diáconos” como funcionarios del culto. Por lo tanto, cuando vemos que se saluda a la iglesia “con los obispos y diáconos” (Fil. 1.1), es natural que pensemos que es una referencia a dos clases particulares dentro de ella. Es verdad que Hort puede ver más bien los elementos “dirigentes” y “servidores”, que juntos forman la iglesia, pero es dudoso que pueda aplicarse esto a 1 Ti. 3, pasaje en el que vemos una lista de cualidades para los obispos, inmediatamente seguida por una lista paralela para los diaconos: sobriedad, rectitud, no ser dados a excesos y avaricia, probidad. Son cualidades particularmente apropiadas para aquellos cuyas responsabilidades son las finanzas y la administración, y la prominencia del servicio social en la iglesia primitiva haría de diakonos un término especialmente adecuado para tales personas, y aun más dado que la fiesta de amor, que literalmente comprendía servicio a la mesa, era un medio regular de ejercer la caridad. Si bien diakonia es una marca de toda la iglesia, también es un don especial—paralelo a la profecía y la administración, pero diferente del ofrendar generoso—que debe ser ejercido por los que lo poseen (Ro. 12.7; 1 P. 4.11). Y si bien podemos con justicia llamar “diácono” a todo servidor de Cristo, es un término que puede aplicarse particularmente a los que ministran, como Febe (Ro. 16.1), de las formas mencionadas. Pero es incierto que el diaconado haya existido universalmente bajo este nombre, o que, por ejemplo, “los que ayudan” en Corinto (1 Co. 12.28) fueran equivalentes a los “diáconos” de Filipos. Poco hay que sugiera que en la época del NT el término “diácono” llegara a adquirir un sentido mayor que el de un térmimo semitécnico, o que tenga alguna relación con el ḥazzān judío (* Sinagoga). Es significativo el que, inmediatamente después de enumerar las cualidades de los diáconos, Pablo retorna al sentido general de la palabra al exhortar a Timoteo mismo (1 Ti. 4.6. Cf. tamb. 1 P. 4.10 con 4.11).

A menudo se considera que el relato de Hch. 6 sobre el nombramiento, por parte de la iglesia de Jerusalén, de siete hombres aprobados para supervisar la administración del fondo para las viudas, constituye la institución formal del diaconado. Es dudoso que haya base suficiente para pensar así. Si dejamos de lado las teorías que no se pueden probar pero que consideran que esos siete constituían la contrapartida helenística de los Doce, podemos notar, primero, que nunca se les llama “diáconos” a los siete, y segundo, que en las ocasiones en que se emplean los cognados se los aplica igualmente a la diakonia de la Palabra ejercida por los Doce (v. 4) como a la de las mesas (ya sea en relación con comidas o con dinero) que ejercían los siete (v. 2). La imposición de manos es demasiado común en Hch. para que la consideremos como una etapa especial en este caso (* Ordenación), y la actividad de Esteban y de Felipe muestra que los siete no tenían como único cometido el servicio de las mesas.

No podemos descartar fácilmente, sin embargo, la afirmación de Lightfoot de que el lugar que asigna Lucas al incidente refleja su parecer en cuanto a su elevada significación. Se trata de “uno de esos hechos representativos que conforman casi enteramente la primera parte de su relato” (Philippians5, pp. 188). Su significación reside, sin embargo, no en la institución de un orden en la jerarquía ministerial, sino en el hecho de ser el primer ejemplo de la delegación de responsabilidades administrativas y sociales en quienes tenían carácter y dones apropiados, y que resultaría típica de las iglesias gentiles, y el reconocimiento de tales deberes como parte del ministerio de Cristo.

El uso eclesiástico institucionalizó y limitó la concepción neotestamentaria. La literatura no canónica primitiva reconoce la existencia de diáconos, sin especificar sus funciones (cf. 1 Clemente 42; Ignacio, Magnesianos 2. 1; Tralianos 2. 3; 7. 3). En la literatura posterior vemos a los diáconos ocupándose de funciones tales como la atención de los enfermos, lo que debe haber formado parte de la diakonia cristiana en tiempos apostólicos; pero sus deberes en la eucaristía (por la vía del servicio en las mesas durante la comida comunal [?]), y sus relaciones personales con el obispo monárquico se tornaron cada vez más prominentes. La limitación ocasional del diaconado a siete se debe probablemente a una deliberada arcaización.

Bibliografía. O. Cullmann, La fe y el culto en la iglesia primitiva, 1971; L. Rubio, R. S. Chamoso, D. Borobio, Los ministerios en la iglesia, 1985; J. Delorme, El ministerio de los ministerios según el Nuevo Testamento, 1975; B. D. Dupuy, ”Teología de los ministerios”, Mysterium salutis, 1984, vv. IV, t(t). II, pp. 473–482; L. Coenen, “Servicio”, °DTNT, t(t). IV, pp. 212–221; G. Kittel, Igreja do Novo Testamento, 1965; F.. Lacueva, La iglesia cuerpo de Cristo, 1973; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1978, t(t). IV, pp. 310ss.

H. W. Beyer, TDNT 2, pp. 81–93; J. B. Lightfoot, The Christian Ministry (= Philippians5, pp. 181ss); F. J. A. Hort, The Christian Ecclesia, 1897, pp. 198ss; A. M. Farrer en The Apostolic Ministry, eds. K. E. Kirk, 1946, esp. pp. 142ss; B. Reicke, Diakonie, Festfreude und Zelos, 1951, pp. 9ss; K. Hess, NIDNTT 3, pp. 544–553.

A.F.W.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Definición
  • 2 Origen e historia primitiva del diaconado
  • 3 Deberes de los diáconos
  • 4 Vestiduras y número de diáconos
  • 5 Carácter sacramental del diaconado
  • 6 Los diáconos fuera de la Iglesia Católica

Definición

La palabra diácono (diakonos) únicamente significa ministro o servidor y es utilizada en este sentido tanto en los Setenta (aunque sólo en el libro de Ester, 2,2; 4, 3) como en el Nuevo Testamento (Mat. 20, 28; Rom. 15, 25; Ef 3,7; etc.) Pero en los tiempos apostólicos la palabra empezó a adquirir un significado más definido y técnico. En sus escritos de alrededor del año 63 d.C., san Pablo se dirige “a todos los santos que viven en Filipo, junto con los obispos y los diáconos” (Fil 1,1). Unos pocos años más tarde (1 Tim 3,8 ss) él insiste a Timoteo que “los diáconos deben ser castos, no mal hablados, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios, que guarden el misterio de la fe con una conciencia pura.” Dice además que a ellos “primero se les someterá a prueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos.” Y añade que deben ser casados una sola vez y que gobiernen bien a sus hijos y a su propia casa. Porque los que ejercen bien el diaconado alcanzan un puesto honroso y grande entereza en la fe de Cristo Jesús.” Hay que destacar este pasaje porque no sólo describe las calidades deseables en los candidatos al diaconado sino que también sugiere que administración externa y manejo de dinero pueden llegar a ser parte de sus funciones.

Origen e historia primitiva del diaconado

De acuerdo a la tradición constante de la Iglesia Católica, la narración de Hechos 6, 1-6, que sirve de presentación al martirio de san Esteban, describe la institución inicial del oficio de diácono. Los apóstoles, para satisfacer las quejas de los judíos helenistas de que “sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana” (diakonia), convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: “No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, y los pondremos al frente de esa tarea; mientras que nosotros nos dedicamos a la oración y al ministerio de la palabra (te diakonia tou logou). La propuesta le pareció bien a toda la asamblea y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo (junto con otros seis allí nombrados). Los presentaron “a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos.”

Ahora, en vista de que los siete no son llamados expresamente diáconos y que algunos de ellos (p. ej. San Esteban y luego Felipe (Hechos 21,8)) predicaron y fueron tenidos al mismo nivel de los apóstoles, los comentaristas protestantes se han opuesto a la asimilación de esta escogencia de los siete con la institución del diaconado. Pero aparte del hecho de que la tradición entre los Padres es unánime y temprana -p. ej. San Ireneo (Adv. Haer., 3,12, 10 y 4, 15, 1) habla de san Esteban como el primer diácono-es notable la semejanza entre las funciones de los siete que servían las mesas y las de los primeros diáconos. Comparar por ejemplo, las perícopas de Hechos y 1 Tim 3,8 ss citadas arriba, con la siguiente afirmación de Hermas (Sim. 9,26):

“Esos que tienen manchas son los diáconos que ejercieron mal su oficio y se quedaron con el dinero de las viudas y de los huérfanos y se aprovecharon de los estipendios recibidos por su ministerio”.

O, de nuevo, San Ignacio (Escrito a los Tralianos):

“Aquellos que son diáconos de los misterios de Jesucristo deben agradar en todas las formas a todos los hombres. Porque ellos no son diáconos de comidas y bebidas (solamente) sino servidores de la iglesia de Dios”.

San Clemente de Roma (aprox. 95 d.C.) describe la institución de los diáconos junto a la de los obispos como hecha por los apóstoles mismos (Ep. Clem. 10,3). Además debemos notar que la antigua tradición limitaba a siete el número de diáconos en Roma (Eusebio, Hist. de la Iglesia, xliii) y que un canon del concilio de Cesarea (325) prescribió la misma restricción para todas las ciudades, sin importar el tamaño, ateniéndose directamente a los Hechos de los Apóstoles como un precedente. Nos parece, por lo tanto, completamente justificada la identificación de las funciones de los siete con las de los diáconos de quienes oímos hablar tanto a los Padres Apostólicos en los primeros concilios. Establecidos principalmente para relevar a los obispos y a los presbíteros de sus deberes más seculares y desagradables, especialmente al distribuir las almas de los creyentes, no tenemos más que recordar el gran lugar ocupado por el ágape, o las conmemoraciones, en la primitiva adoración de la iglesia, para entender la facilidad con que el deber de servir a las mesas se convirtió en el privilegio de servir al altar. Se convirtieron en intermediarios naturales entre el celebrante y la gente. En el templo, ellos hacían anuncios públicos, organizaban la congregación, conservaban el orden y cosas por el estilo. Fuera de eso, eran los delegados del obispo en asuntos seculares y especialmente para el servicio de los pobres. El quedarse de pie durante las asambleas públicas de la iglesia parece que indicaba su subordinación y sus deberes de servicio en general, mientas que los obispos y los presbíteros permanecían sentados. Debe notarse que junto con esas funciones, probablemente cargaban con una gran parte de la instrucción de los catecúmenos y la preparación de los servicios del altar. Hasta en los Hechos de los Apóstoles (8,38), el sacramento del Bautismo es administrado por el diácono Felipe.

Recientemente se ha tratado, aunque algunos lo cree algo fantasioso, de encontrar el origen del diaconado en la organización de las primitivas comunidades helenístico-cristianas que en las primeras épocas de la iglesia tenían todo en común y eran apoyadas por los creyentes. Para ellos es claro que algún dirigente (oeconomus) debe haber sido nombrado para administrar sus asuntos temporales (Ver Diakonen der Bischofe und Presbyter, 1905). La presentación completa del asunto es algo intrincada y confusa para encontrar lugar aquí. Contentémonos con notar que menos dificultad tiene la teoría del mismo escritor para diferenciar las funciones judiciales y administrativas del archidiácono, de los deberes impuestos a un miembro escogido del colegio diaconal, que era llamado el diácono del obispo (diaconus episcopi) porque estaba comprometido con la administración temporal de fondos y limosnas de las que el obispo era el principal responsable. Con el tiempo, esto condujo a una cierta posición judicial y legal y a la vigilancia del clero subordinado. Para todo esto ver ARCHIDIÁCONO.

Deberes de los diáconos

1. No hay discusión en el sentido de que algunos, si no todos los miembros del colegio diaconal eran en todas partes administradores de los dineros de la iglesia y de las limosnas recogidas para las viudas y los huérfanos. Encontramos a san Cipriano hablando de Nicostrato como quien defraudó a viudas y huérfanos y también robó a la iglesia (Cyp., Ep. X1ix, a Cornelio). Eso pudo ocurrir con facilidad porque la mayoría de las ofrendas pasaban por sus manos. Las donaciones que la gente traía y no entregaba directamente al obispo se le presentaban a través de ellos (Apost. Const. II, xxvii) y ellos también tenían que distribuir entre las diversas órdenes del clero y en proporciones fijas las oblaciones (eulogias) que quedaban después de la liturgia. No hay duda de que funciones del diácono como estas son las que san Jerónimo llama mensarum et viduarum minister (Hieron.Ep. Ad Evang.). Ellos buscaban afuera a los pobres y a los enfermos, informaban al obispo de sus necesidades y seguían sus instrucciones en todas las cosas. Invitaban a las ancianas y probablemente a otras también, a los ágapes. En cuanto al obispo, ellos debían relevarlo de las funciones más exigentes y menos importantes y así llegaron a ejercitar en cierta medida una jurisdicción en los casos más sencillos que les eran remitidos para su decisión. En forma parecida, ellos buscaban a los culpables y sus agentes. En resumen, como las Constituciones Apostólicas lo declaran (II, x1liv) ellos debían ser “oídos y ojos y boca y corazón”, o, como se dice en todas partes, “su alma y sus sentidos.” (psyche kai aisthesis) (Apost., Const., III, xix).

2. De Nuevo, tal como las Constituciones Apostólicas lo explican en algún detalle, los diáconos eran los guardianes del orden en el templo. Ellos observaban que los creyentes ocuparan sus lugares y que nadie conversara en voz baja o durmiera. Debían dar la bienvenida a los pobres y a los ancianos y se preocupaban de que tuvieran un buen puesto en el templo. Se paraban en la puerta del baño reservado para los hombres para asegurarse de que durante la liturgia nadie entrara o saliera y, como dice san Juan Crisóstomo en términos generales: “si alguien se comporta mal, al diácono debe llamársele la atención” (Hom. Xxiv, in Act. Apost.). fuera de esto, ellos estaban ocupados principalmente en el ministerio directo del altar, alistando los vasos sagrados, trayendo el agua para las abluciones, etc. Aunque en tiempos posteriores, muchos de estos deberes fueron asignados a clérigos de un grado inferior. Más especialmente, ellos eran visibles por su administración y dirección de la congregación durante el servicio. Hasta hoy, como se recordará, anuncios tales como Ite, missa est, Flectamus genua, Procedamus in pace, son hechos siempre por el diácono; aunque esta función fue más acentuada en los primeros tiempos. El siguiente texto, tomado del recientemente descubierto “Testamento de Nuestro Señor”, un documento de finales del siglo cuarto, se puede citar como un ejemplo interesante de una proclamación tal como era hecha por el diácono justo antes de la anáfora:

Pongámonos de pie; que cada uno sepa su puesto. Dejemos salir a los catecúmenos. Que no se queden los sucios ni los descuidados. Levanten los ojos de sus corazones. Los ángeles nos miran. Vean, dejemos que se vayan los sin fe. Que no haya adúlteros ni hombres furiosos aquí. Si alguno es esclavo del pecado, dejémoslo ir. Veamos, supliquemos como hijos de la luz. Supliquemos a nuestro Señor y Dios y Salvador, Jesucristo.

3. El deber especial del diácono de leer el Evangelio parece haber sido reconocido desde un principio, pero no parece haber sido tan distintivo como ha llegado a serlo en la Iglesia Occidental. Sozomen dice que en la iglesia de Alejandría el Evangelio sólo podía ser leído por el archidiácono, pero que en los otros lugares, los diáconos ordinarios desempeñaban ese oficio, después devuelto sólo a los sacerdotes. Puede ser esta relación con el Evangelio lo que condujo a las Constituciones Apostólicas (VIII, iv) a establecer que los diáconos debían sostener el libro de los Evangelios abierto sobre la cabeza del obispo electo durante la ceremonia de su consagración. Con la lectura del Evangelio debe probablemente también relacionarse la ocasional aunque rara, aparición del diácono en el oficio de predicador. El segundo concilio de Vaison (529) declaró que un sacerdote podría predicar en su propia parroquia, pero cuando estuviera enfermo, un diácono debería leer una homilía de uno de los Padres de la Iglesia e insistiendo en que los diáconos, si podían leer el Evangelio, necesariamente podrían leer un trabajo de un autor humano. Siempre fue rara la predicación de un diácono, a pesar del precedente del diácono Felipe y el obispo arriano de Antioquia, Leoncio, fue censurado por permitir predicar a su diácono Aetius. (Philostorgias, III, xvii). Por otra parte, dicen todas las autoridades de la época que el gran predicador de la Iglesia Siria Oriental, Efrén Siro, era apenas un diácono, aunque una frase de sus propios escritos (Opp. Syr., III, 467, d) deja en duda el hecho. Pero la frase atribuída a Hilario Diácono, nunc neque diaconi in popolo praedicant (ni los diáconos predican ahora a la gente), representa indudablemente la regla ordinaria en el siglo cuarto y después.

4. En cuanto a la gran acción de la liturgia, parece claro que el diácono tuvo siempre, en Oriente y Occidente, una relación muy especial con los vasos sagrados, la hostia y el cáliz, antes y después de la consagración. El concilio de Laodicea (can. Xxi) prohibió a las órdenes inferiores del clero el entrar al diaconium o tocar los vasos sagrados y un canon del primer concilio de Toledo estipula que los diáconos que han sido sometidos a penitencias públicas deben permanecer en el futuro con los subdiáconos y entonces ser separados del manejo de estos vasos. Por otra parte, aunque los subdiáconos asumieron después sus funciones, originalmente eran sólo los diáconos quienes:

  • Presentaban las ofrendas de los creyentes en el altar y especialmente el pan y el vino para el sacrificio,
  • Proclamaban los nombres de quienes habían contribuido (Jerónimo, Com. In Ezech., xviii)
  • Llevaban a la reserva en la sacristía lo que había sobrado y estaba consagrado y,
  • Entregaban el cáliz y, a veces, la sagrada hostia, a quienes comulgaban.

Apareció la pregunta de si los diáconos podrían dar la comunión a los sacerdotes pero la práctica fue prohibida por impropia en el primer concilio de Nicea (Hefele-LeClerq. I 610-614). En estas funciones, que se pueden remontar al tiempo de Justino mártir (Apol., lxv, lxvii; cf. Tertuliano, De Spectac., xxv., y Cipiano, De Lapsis, xxv), se insistía con frecuencia , a pesar de algunas restricciones, en que el oficio del diácono está enteramente subordinado al del celebrante, sea obispo o sacerdote (Apost. Const., VIII, xxviii, xlvi; y Hefele-LeClerq, I, 291 y 612). Aunque algunos diáconos parecen haber usurpado localmente el poder de ofrecer el Santo Sacrificio (offerre) este abuso fue severamente sancionado en el concilio de Arles (314) y no hay nada que apoye la idea de que el diácono en forma apropiada pudiera consagrar el cáliz, como hasta Onslow (in Dict. Christ., Ant., I, 530) lo permite ampliamente, aunque una frase muy retórica de san Ambrosio (De Ofic.., Min., 1, xli) haya sugerido lo contrario. El cuidado del cáliz ha permanecido como una atribución especial del diácono, hasta los tiempos modernos. Todavía hoy en la misa, las rúbricas establecen que cuando el cáliz es ofrecido, el diácono debe soportar el pie del cáliz o el brazo del sacerdote y repetir con él las palabras: Offerimus tibi, Domine, calicem salutris, etc. Como lo muestra un estudio cuidadoso del primer “Ordo romanus” el archidiácono dela misa papal parece presidir con el cáliz, y es él y sus compañeros diáconos quienes, después de que la gente ha comulgado bajo la forma de pan, les presenta a ellos el calicem ministerialem con la Preciosa Sangre.

5. Los diáconos también estuvieron íntimamente asociados a la administración del sacramento del Bautismo. Realmente, a ellos sólo se les permitía bautizar en caso de grave necesidad (Apost. Const., VII, xlvi niega expresamente cualquier deducción obtenida del bautizo del eunuco por Felipe), pero pregunta por los candidatos, su instrucción y preparación, la custodia del crisma, que los diáconos fueron a buscar cuando fueron consagrados, y ocasionalmente la administración real del sacramento como los delegados del obispo, parecen haber formado parte de sus funciones reconocidas. Entonces san Jerónimo escribe: “sine chrismate et episcopi jussione neque prebyteri neque diaconi jus habiant baptizandi.” ( Sin crisma y la orden del obispo, ni presbíteros ni diáconos tienen el derecho de bautizar. -“Dial. C. Luciferum”, iv) Su posición en el sistema penitencial fue análoga. Como una regla, su acción era sólo intermediaria y preparativa y es interesante notar lo prominente de la parte desempeñada por el archidiácono como intercesor en la forma para la reconciliación de penitentes el Jueves Santo todavía impresa en el Pontifical Romano. Pero algunas frases de los primeros documentos sugieren que en caso de necesidad los diáconos algunas veces absolvían. Entonces san Cipriano escribe (Ep., xviiii, 1) que si “no se puede conseguir un sacerdote y la muerte parece inminente, los enfermos también pueden hacer la confesión de sus pecados a un diácono que extendiendo las manos sobre ellos en penitencia, puedan llegar al Señor en paz” (ut mano eis in poenitentiam imposita veniant ad dominum cum pace). Se ha debatido mucho si este y casos semejantes podrían haber constituido una absolución sacramental, pero algunso teólogos católicos no han dudado en dar una respuesta afirmativa. (Vwer p. ej. Rauschen, Eucharistie und Buss-Sakrament, 1908, p. 132). Sin duda en la Edad Media la confesión en caso de necesidad se hizo con frecuencia aun diácono; pero también se hizo igualmente a un laico y, ante la imposibilidad del Sagrado Viático, hasta hierba era comida devotamente como una forma de comunión espiritual.

Para resumir, las varias funciones asignadas a los diáconos fueron establecidas concisamente por san Isidoro de Sevilla, en el siglo séptimo, en su carta a Leudefredo: “A los diáconos les corresponde ayudar a los sacerdotes y servir (ministrare) en todo lo que se hace en los Sacramentos de Cristo, en el bautismo, testigo, con el santo crisma, con la patena y el cáliz, traer la oblación al altar y arreglarlo, preparar la mesa del Señor y revestirla, cargar la cruz, proclamar (proedicare) el evangelio y la epístola, porque así como los lectores proclaman el Antiguo Testamento, los diáconos deben proclamar el Nuevo. A él también le corresponde el oficio de oraciones (officium precum) y la pronunciación de los nombres. Él es quien nos invita a abrir nuestros oídos al Señor, él es quien exhorta con su pregón y también quien anuncia la paz”. (Migne., P.L.., LXXXII, 895) En los primeros tiempos, tal como lo muestran muchos epitafios cristianos existentes, el tener una buena voz era una cualidad esperada en los candidatos al diaconado. Dulcea nectario promebat mella canore se escribió del diácono Redempto en el tiempo del papa Dámaso, y el mismo epitafio aclaraba que el diácono había tenido mucho que ver con el canto, no solo de la epístola y el evangelio, sino también de los salmos como solista. En el siglo quinto se escribió del archidiácono Deusdedit:

Hic levitarum primus, in ordine vivens
Davidici cantor carminis iste fuit.

Pero el papa Gregorio el Grande en el concilio de 595 abolió los privilegios de los diáconos relacionados con el canto de los salmos (Dúchense, Christian Worship, vi) y cantores corrientes los reemplazaron en sus funciones. Sin embargo, aún así, algunos de los cantos más hermosos de la liturgia de la Iglesia, se le han confiado a los diáconos, especialmente el proeconium paschale, mejor conocido como el Exultet, la oración consagratoria con que se bendice el cirio pascual el Sábado Santo. Esta ha sido elogiada con frecuencia como el más perfecto ejemplo de canto gregoriano, y es cantado todo por el diácono.

Vestiduras y número de diáconos

Los primeros desarrollos de las vestiduras eclesiásticas son muy oscuros y los complica la dificultad de identificar con seguridad los objetos indicados apenas por un nombre. Sin embargo, con seguridad tanto en Oriente como en occidente, una estola, u orarium (orarion) que sustancialmente parece haber sido idéntica a los que hoy entendemos por el término, ha sido desde los primeros tiempos el atuendo distintivo del diácono. Tanto en Oriente como en Occidente ha sido usada por el diácono sobre el hombro izquierdo, y no alrededor del cuello, como la de un sacerdote. Los diáconos, de acuerdo al cuarto concilio de Toledo (633), deben usar una estola (Orarium -orarium quia orat, id est proedicat) sobre el hombro izquierdo, y el derecho se deja libre para significar la diligencia con que ellos deben dedicarse a sus funciones sagradas. Es interesante notar como una curiosidad la supervivencia de una antigua tradición de que el diácono en una de las misas de Cuaresma en la Edad Media se quitaba su casulla, y la arrollaba sobre su hombro izquierdo para dejar libre su mano derecha. Hoy todavía se quita su casulla durante la parte central de la misa y la reemplaza con una estola ancha. En el Oriente, el concilio de Laodicea, en el siglo cuarto, prohibió a los subdiáconos el uso de la estola (orarion) y un pasaje de san Juan Crisóstomo (Hom. In Fil. Prod.) se refiere al movimiento de las livianas vestiduras sobre el hombro izquierdo de aquellos que ayudan en el altar, describiendo evidentemente las estolas de los diáconos. El diácono todavía usa su estola sobre el hombro izquierdo aunque, excepto en el rito ambrosiano en Milán, debajo de su dalmática. La dalmática misma, ahora considerada como un distintivo del diácono, estaba limitada originalmente a los diáconos de Roma, y el uso de tales vestiduras fuera de Roma era permitido como un privilegio especial por los primeros papas. Tal concesión fue hecha aparentemente por ejemplo, por el papa Esteban II (752-757) al Abad Fulrad de san Denis permitiendo que seis diáconos usaran la stola dalmaticae decoris (sic) cuando desempeñaran sus funciones sagradas (Braun, die liturgische Gewandung, p. 251). De acuerdo al “Liber Pontificalis” del papa san Silvestre (314-335) constituit ut diaconi dalmaticis in ecclesia uterentur (ordenaba que los diáconos deberían usar dalmática en la iglesia), pero esta afirmación es muy poco confiable. Por otra parte, es prácticamente seguro que las dalmáticas eran usadas en Roma tanto por el papa como por sus diáconos en la última mitad del siglo cuarto (Braun, op. cit., p249). En cuanto a la manera de vestirla, después del siglo décimo sólo en Milán y el sur de Italia los diáconos llevaban la estola sobre la dalmática, pero con anterioridad, eso había sido costumbre en muchas partes en Occidente.

En cuanto al número de los diáconos, había mucha variación. En las ciudades más importantes había siete normalmente, siguiendo el ejemplo de la Iglesia de Jerusalén en Hech, 6, 1-6. En Roma había siete en tiempos del papa Cornelio y esta siguió siendo la regla hasta el siglo once, cuando el número de diáconos se aumentó de siete a catorce. Esto estaba de acuerdo con el canon xv del concilio de Neo-Cesarea incorporado en el “Corpus Juris”. El “Testamento de Nuestro Señor” habla de doce sacerdotes, siete diáconos, cuatro subdiáconos y tres viudas con precedencia. Sin embargo, esta regla no se mantuvo constante. En Alejandría, por ejemplo, en épocas tan tempranas como el siglo cuarto, aparentemente debieron ser más de siete diáconos, porque se nos dice que nueve estuvieron contra Arrio. Otras regulaciones parecen sugerir tres como un número corriente. En la edad Media casi cada lugar tenía sus propias costumbres sobre el número de diáconos y subdiáconos que podían asistir a una misa pontifical. El número de siete diáconos y siete subdiáconos no era raro en muchas diócesis en días de gran solemnidad. Pero la gran diferencia entre el diaconado en las primeras épocas y el tiempo presente descansa probablemente en eso, que en los tiempos primitivos el diaconado fue considerado generalmente, de pronto en consideración al conocimiento de música que exigía, como un estado que era permanente y final. Un hombre permanecía como simple diácono toda su vida, Hoy en día, excepto en los casos más raros, (los cardenales diáconos algunas veces continúan permanentemente como meros diáconos), el diaconado es simplemente una etapa en ekl camino al sacerdocio. (Nota: el diaconado permanente fue restaurado en el Rito Latino después del Segundo Concilio Vaticano).

Carácter sacramental del diaconado

Aunque algunos teólogos como Cayetano y Durero se han arriesgado a dudar si el Sacramento del Orden es recibido por los diáconos, puede decirse que hoy generalmente se acepta que los decretos del concilio de Trento han decidido el asunto contra ellos. El concilio no sólo establece que el Orden es real y verdaderamente un sacramento, sino que prohibe bajo anatema (Sess. VVIII, can.ii) que cualquiera niegue “que hay en la Iglesia otras órdenes mayores y menores por medio de las cuales se avanza hacia el sacerdocio”, e insiste en que el obispo ordenante no solo no dice en vano “recibe el Espíritu Santo”, sino que el rito de la ordenación imprime un carácter. Ahora, no sólo encontramos en los Hechos de los Apóstoles, como se dijo antes, oración e imposición de las manos en la iniciación de los siete, sino el mismo carácter sacramental que sugiere que la comunicación del Espíritu Santo es evidente en el rito de ordenación tal como se practicaba en la primitiva iglesia y todavía hoy. En las Constituciones Apostólicas leemos:

Un diácono nombrarás, O Obispo, imponiendo tus manos sobre él, con todo el presbiterio y los diáconos de pie a tu lado; y orando sobre él dirás: Dios Todopoderoso…permite que nuestras súplicas lleguen a tus oídos y deja que tu faz brille sobre tu servidor que está destinado para el oficio de diácono (eis diakonian) y llénalo con el Espíritu y con poder, como llenaste a Esteban, el mártir y seguidor de los sufrimientos de Cristo.

El ritual de la ordenación de los diáconos hoy en día es como sigue: primero el obispo pregunta al archidiácono si los que van a ser promovidos al diaconado son dignos para el oficio y luego invita al clero y al pueblo a mencionar cualquier objeción que puedan tener. Después de una corta pausa el obispo explica a los ordinandi los deberes y privilegios de un diácono mientras ellos permanecen arrodillados unos momentos. Al terminar sus palabras, ellos se postran y el obispo junto con le clero, recitan las letanías de los santos mientras el obispo imparte tres veces su bendición. Después de algunas otras plegarias en las que el obispo continúa invocando la gracia de Dios para los candidatos, canta un corto prefacio en el que expresa la alegría de la iglesia al ver la multiplicación de sus ministros. Viene enseguida la parte más esencial de la ceremonia. El obispo extiende su mano derecha y la coloca sobre la cabeza de cada uno de los ordinandi, diciendo, “Recibe la fortaleza del Espíritu Santo y para resistir al demonio y sus tentaciones, en el nombre del Señor”. Luego extendiendo su mano sobre todos los candidatos juntos dice: Te pedimos Señor, que envíes sobre ellos el Espíritu Santo con el cual sean fortalecidos para el desempeño lleno de fe de tu ministerio por medio de la concesión de tus siete gracias.” Después de esto el obispo entrega a los diáconos la insignia del orden que han recibido, a saber, la estola y la dalmática, acompañándolas con la fórmula que expresa su especial significado. Finalmente, hace que todos los candidatos toquen el libro de los Evangelios, diciéndoles: “recibe el poder de leer el Evangelio en la Iglesia de Dios, a los vivos y a los muertos, en el nombre del Señor.” Aunque las mismas palabras que acompañan la imposición de las manos del obispo Accipe Spiritum Sanctum ad robur, etc., parece que sólo se usan desde el siglo doce, todo el espíritu del ritual es antiguo y algunos de sus elementos, especialmente la entrega de la estola y la oración que sigue a la entrega de los Evangelios son mucho más antiguas. Vale la pena notar que en el “Decretum proArmenis” del papa Eugenio IV la entrega de los evangelios es mencionada como la “materia” del diaconado, Diaconatus vero per libri evangeliorum dationem (traditur).

En la Iglesia Rusa el candidato, después de haber sido llevado tres veces alrededor del altar y besado cada esquina, se arrodilla ante el obispo. El obispo coloca el extremo de su sobre su cuello y hace tres veces sobre su cabeza el signo de la cruz. Impone su mano sobre la cabeza del candidato y dice dos oraciones algo largas que hablan de la entrega del Santo Espíritu y de la fortaleza otorgada a los ministros del altar y recuerda las palabras de Cristo de que “el que quiera ser el primero entre ustedes, sea su servidor” (diakonos): se entrega entonces al diácono la insignia de su oficio que, además de la estola, incluye el litúrgico, y cuando cada uno de estos es entregado, el obispo dice cada vez con mayor intensidad, axios “valioso” (ver Maltzew, Die Sacramente der orthodox-katholische Kirche, 318-333).

En los últimos tiempos, el diaconado fue tan completamente considerado como una etapa de preparación para el sacerdocio, que ya no se ha puesto interés a sus deberes exactos y privilegios. Las funciones de un diácono fueron reducidas a ayudar al obispo en la misa y a exponer el Santísimo Sacramento para la Bendición. Pero podría, como delegado del párroco, distribuir la comunión en caso de necesidad. Sobre el celibato, ver el artículo Celibato del Clero.

Los diáconos fuera de la Iglesia Católica

Un diácono recibe la ordenación de las manos de un obispo solo en la Iglesia de Inglaterra y en grupos Episcopalianos de Escocia y Norte América. Como consecuencia de tal ordenación, se considera que ha recibido poder para desempeñar cualquier oficio sagrado, excepto el de consagrar los elementos y pronunciar la absolución, y habitualmente predica y ayuda en el servicio de la comunión. Sin embargo, entre los Luteranos en Alemania, la palabra diácono se aplica a los ministros que ayudan, aunque tengan la plena ordenación, al cura encargado de una parroquia en particular. También es usada en algunos lugares para ayudantes laicos que toman parte en la instrucción, el manejo de las finanzas, la visita a los hogares y a los necesitados. Este último es también el uso de una palabra que es común en muchos grupos no conformistas de Inglaterra y América.

Bibliografía: Seidl in Kirchenlex., s-v Diacon; Idem, Der diakonat in der kath. Kirche (Ratisbon, 1884); Onslow, en Dict of Christ. Antiq., s.v. Deacon; Zoeckler, Diaconen und Evangelisten in Biblische und Kirchenhistorische Studien (Munich, 1893); II, bruder, Verfassung der Kirche (Friburgo, 1904), 348 sqq.; Lamothe-tenet Le Diaconat (París, 1900); Leder, Der Diaconen, Bischofe, und Presbyter (Stuttgart, 1905); Achelis en Realencyk. F.prot Theol., s.v. Diakonen; Thomassin, Vetus et Nova eccl. Dicipl., Part I, Bk II Hefele-Le-Clercq, Les conciles, I, 610-614; Munz in Kraus, Real-Encyc., s.v. Diakon; Gasparri, Tractatus Canonicus de Sacra Ordinatione; Wernz, Jus Decretalium, II.

Fuente: Thurston, Herbert. “Deacons.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.
http://www.newadvent.org/cathen/04647c.htm

Traducido por Ernesto Botero B.

Fuente: Enciclopedia Católica