Biblia

DOGMA

DOGMA

De ordinario, «dogma» se refiere a una declaración dogmática, a una proposición que expresa alguna parte del contenido de la revelación divina y que es públicamente propuesta como tal por la Iglesia y, por lo tanto, a la que se lí­a de asentir por fe. Esta declaración se hace, bien a través del magisterio ordinario y universal de la Iglesia, bien del magisterio extraordinario e infalible. Por eso los artí­culos de los credos, así­ como los cánones de los concilios ecuménicos, deben ser reconocidos como expresión de los dogmas.

I. DECLARACIONES DOGMíTICAS Y REVELACIí“N. a) La palabra escatológica de y sobre Cristo. La declaración afirmativa del contenido de la revelación y el papel de tal declaración en la tradición de la revelación deben ser entendidas como un aspecto de la expresión global de la revelación, que es la historia de las palabras y obras salvadoras de Dios, primero para y luego a través de Israel, cuya recapitulación y culminación es la Palabra encarnada en su vida, muerte y resurrección, y el don del Espí­ritu Santo.. La teologí­a contemporánea, como también el concilia Vaticano II (DV 2), está en realidad lejos de concebir la 1 revelación sólo, o en primer lugar, como una colección de proposiciones. Sin embargo, puesto que los hechos de la historia de salvación y revelación no son hechos brutos, sino los actos personales de un Dios personal, contienen un significado y una inteligibilidad en sí­ mismos, que se expresa de ordinario parcialmente en una palabra profética que los acompaña, y son susceptibles de elaborarse mediante la reflexión sapiencial inspirada. Así­, incluso en Israel existe al menos esta expresión normativa de la fe de la alianza del pueblo de Dios: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor» (Dt 6,4-9; 11,13-21; Núm 15,37-41).

Las obras de Dios, su interpretación profética y la reflexión sobre las mismas dentro del AT están todas, sin embargo, inacabadas y no constituyen más que una afirmación incompleta de la promesa de Dios. Sólo, con Cristo está dicha completamente la palabra de Dios y el cumplimiento de la promesa queda perfectamente definido (DV 2,4). Ahora la actividad preeminente de la vida de Cristo es la de proclamar de palabra y de obra que el l reino de Dios está cerca: de palabra, «se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), y «vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, a predicar tambien allí­; pues para eso he salido» (Me 1,38); de obra, como en el hecho de reunir discí­pulos para su seguimiento incondicional, en el de sentarse a la mesa en compañí­a de pecadores, en el perdón de los pecados, en las curaciones y exorcismos. Por otra parte, esta vida y enseñanza constituyen una pretensión por parte de Jesús de que la presencia de su persona, tal como se expresa en su palabra y se manifiesta en sus obras, es un testimonio y demostración suficientes de la l credibilidad de la verdad del mensaje del reino. Pues su palabra tiene autoridad: «Sabéis que se dijo…; pero yo os digo» (Mt 5,21-22; cf Mc 1,22). Y de un modo similar, su actuación requiere objetivamente una respuesta de fe: «Pero si echo los demonios con el Espí­ritu de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; cf Jn 5,36; 9,32-33;10,38;14,11). Este testimonio y demostración, por tanto, identifican a Jesús como aquél sin el cual la buena noticia del reino, y por tanto el reino mismo, resulta inaccesible; en esto su causa y la del evangelio son una (Mc 8,35; 10,29), y así­ le identifican positivamente, aunque quizá sólo implí­citamente, como el Cristo, el mediador, es el que media, Dios en cuanto Hijo de Dios. Este testimonio y demostración, tanto de la verdad de su mensaje como de la identidad de su persona, se perfecciona y confirma solamente en la resurrección, el signo inequí­voco de que el fin del tiempo salví­fico de Dios se ha anticipado ya y está presente en el tiempo y, desde luego, en Jesús.

La resurrección es una «palabra»: ello significa que la palabra del crucificado es verdadera; que la palabra escatológica de Dios, dicha en el tiempo en las palabras de Jesús, ha sido garantizada por la acción escatológica de Dios dentro de la historia, y que el crucificado es quien afirmó ser: el salvador escatológico que salva por su muerte (Mc 14,24-25). Igualmente, la resurrección es para ser proclamada de palabra (Mc 16,6-7). «Ha resucitado» tiene, por tanto, la pretensión de ser la afirmación inicial y global de la revelación (cf He 2,24); una afirmación que no es meramente una respuesta humana a la obra de Dios («confesión» en sentido estricto), sino la misma y verdadera palabra de Dios, creadora de su expresión humana, por ser palabra pronunciada por Jesús mismo (Mt 28,10;18,19; Lc 24,46-48), y esto es esencial para la fundamentación de la comprensión católica del dogma: la proclamación de la resurrección es también dogma, es una «enseñanza» con un contenido, el resultado de una «decisión», el libre placet de Dios que redime a la humanidad, y también una enseñanza garantizada por Dios, y por eso enseñanza suya como tal.

Así­, originalmente, la posibilidad de afirmaciones dogmáticas reside en: 1) la enseñanza de Jesús mismo, es decir, en la palabra escatológica de Dios hablada en las palabras humanas de Jesús; 2) la afirmación, al menos implí­cita, sobre la persona y significación de Jesús hecha por Jesús, cuya pretensión se hace ya explí­cita en el NT mediante afirmaciones sobre Jesús, y 3) la confirmación de su enseñanza y pretensión en el acontecimiento de su resurrección, que es ella misma una palabra, y una palabra para ser dicha. Así­, ser un seguidor de Cristo implica: 1) tener como verdadero lo que Jesús enseñó para ser creí­do como verdadero, el evangelio que proclamó, ya que él conserva su tí­tulo de «maestro»; 2) tener como verdadero sobre Jesús lo que la Iglesia del NT sostuvo como verdadero sobre él, el evangelio que «tiene que ver» con él (Rom 1,3), la «confesión del Hijo» (Jn 2,23) y el «testimonio» del apóstol de que el Padre ha enviado a su Hijo como salvador del mundo (Un 4,14), que es el «preciado depósito» de enseñanza que ha de guardarse (2Tim 1,14), y 3) tener estas verdades como verdades reveladas por Dios.

b) La palabra escatológica conservada a través del tiempo. Las declaraciones dogmáticas son, sin embargo, consideradas como algo distinto de y añadido a las afirmaciones de la Escritura. La necesidad de tales declaraciones posteriores se sigue del hecho de que una palabra escatológica ha sido pronunciada en el tiempo, el tiempo humano; en el sentido estricto de la palabra, tiempo del dominio sólo parcial de la sucesión temporal, es decir, el tiempo de olvido y la pérdida, así­ como del progreso, y en cualquier caso el tiempo capaz de amenazar la identidad de la memoria y la identidad de significado de una palabra pronunciada una vez. Si la Palabra eterna ha de seguir siendo la palabra escatológica hablada en el tiempo, y por eso en la fe de los que escuchan, entonces debe inventar algún modo de seguir siendo lo que es en y a través de las palabras temporales de los hombres. Esto significa que, al igual que palabras humanas, también el acto humano de interpretación debe ser establecido por la palabra de Dios. Porque los significados humanos expresados en palabras humanas no permanecen lo que son, en su identidad e igualdad, si no es a través de la interpretación, que conserva el significado de una palabra humana presente en un tiempo fuera de su tiempo original de pronunciación. El producto de la interpretación de la palabra escatológica de Cristo expresada en otro tiempo es «dogma».

Así­, igual que Jesús mismo interpretó las palabras anteriores de la revelación del AT -como en el dicho sobre el divorcio, Mt 19,4-6; en la enseñanza sobre la resurrección, Mt 22,31-32, y ver más abajo 3.a)-, de igual manera la Iglesia, su cuerpo, no separado de la cabeza, interpreta la palabra de Cristo contenida en la Escritura. O se podí­a decir también: la palabra escatológica del evangelio, presente de continuo en la Iglesia (Jn 14,26), sigue interpretando y juzgando las diversas cuestiones y palabras que los hombres aportan a la recepción del evangelio. No existe diferencia entre estas formulaciones en el pensamiento católico, que reconoce ciertamente la prioridad y la gratuidad de la gracia, pero también reconoce el hecho de que esa gracia es realmente entregada a hombres y que realmente los transforma.

Que el poder de interpretar con autoridad la palabra de Dios hecha carne, y por tanto expresada en palabras humanas, es ejercido en y a través de quienes están unidos en el Espí­ritu con Cristo, está ya implí­cito en la recepción del canon del NT (/Canon bí­blico), donde tal recepción significa que las teologí­as del NT, cuyos autores son también los evangelistas y los apóstoles, son normativas. Si las interpretaciones que componen el NT fueron necesarias después de la vida del Señor, se puede suponer una necesidad semejante de formular normativas ulteriores, de actualizar el propio NT con palabras nuevas y más humanas, de modo que la palabra del NT, y en consecuencia la palabra de Dios, pueda perdurar en el tiempo.

2. APARICIí“N DE LA NOCIí“N DE DOGMA. a) La moderna noción de dogma. Es frecuente ver en la Pastor aeternus, del concilio Vaticano I, una expresión de la noción moderna y técnica de dogma: «Deben creerse con fé divina y católica todas aquellas cosas que están contenidas en la palabra de Dios, escrita o transmitida, y que son propuestas a la fe por la Iglesia, bien mediante declaración solemne o a través de su magisterio ordinario y universal, en cuanto han sido divinamente reveladas» (DS 3011). Lo esencial en esta noción, prescindiendo del hecho de ser el dogma una enseñanza contenida en la revelación, es que esa enseñanza es propuesta por la autoridad doctrinal de la Iglesia para ser creí­da como tal. Así­ entendido, «dogma» incluye más que el articulus fidei medieval, que se refiere más estrictamente a las proposiciones del credo, pero menos que «doctrina» o que dogma» en su uso teológico medieval, que no incluí­a la nota de ser propuesto por el magisterio infalible extraordinario u ordinario.

Esta noción técnica de dogma aparece por primera vez con Melchor Cano, De locis theologicis (1563) (/Lugares teológicos), quien más que definir el término lo usa para referirse a una doctrina que es a la vez: 1) apostólica, transmitida por la Escritura o la tradición; 2) definida por un papa o un concilio o aceptada por todos los fieles. Felipe Neri Chrismann (Regula ftdei catholicae et collectio dogmatum credendorum, 1792) se cree que fue el primero en expresar la moderna definición de dogma: «Dogma fidei nihil aliud fit, quam doctrina, et veritas divinitus revelata, quae publico Ecclesiae iudicio fide divina credenda ita proponitur, ut contraria ab Ecclesia tamquam heretica doctrina damnetur». En el contexto de su formulación, por consiguiente, es una noción que abarca dos facetas: la primera, polémica, contra el protestantismo; la segunda, constructiva, da una respuesta a lo que son los principios de la ciencia teológica y a cómo se pueden establecer.

La formulación de esta noción técnica presenta a la vez ventajas e inconvenientes, como en cualquier objetivación: es útil, tanto para fines teológicos como de controversia (y ecuménicos), haber definido este objeto de modo exacto y preciso; es peligrosa, ya que esta definición induce a una consideración jurí­dica y estrecha del dogma, aislada de las realidades más amplias de la revelación y de la fe, y a una cierta reducción del verdadero objeto de la fe misma.

b) Dogma en el NT Así­ como la formulación de un dogma cualquiera de cristologí­a o de teologí­a trinitaria lleva a preguntarse por su relación con la. Escritura -y la tradición y por el sentido en que ese dogma puede considerarse allí­ contenido, también la formulación de la noción misma de dogma lleva a interrogarse por su relación con la Escritura y la tradición y por el sentido en que puede considerarse que está ya latente allí­ dentro.

En el griego común, dogma (de dokein, pensar, suponer) es una opinión, y más especialmente: 1) la opinión o doctrina de una escuela filosófica, o 2) la resolución o decreto de una asamblea o de un gobernante. Es este último sentido el que destaca en el NT. Hechos 17,7 habla de los «decretos del César» (cf 2,1). También conocemos dogmata legales de la ley mosaica, suprimidos por Cristo (Col 1,14; Ef 2,15; cf Col 2,20). Por último, se habla de los dogmata, los «decretos», de los apóstoles y ancianos dados en Jerusalén concernientes a los alimentos y a la pureza sexual (He 16,4; cf 15,22; 25; 28). Aunque el contenido exacto de estos dogmata es disciplinar y ético, se puede advertir que el contexto es más que ético, porque al decidir no imponer la circuncisión a los gentiles se toca un tema que pertenece a la esencia del evangelio. En la literatura cristiana de los siglos II y in es cuando dogma se convierte en algo doctrinal, a la vez que disciplinar, en coherencia con la concepción del cristianismo como la «verdadera filosofí­a».

Las principales justificaciones del NT respecto a la noción de dogma como doctrina, prescindiendo de lo dicho en 1, arriba, hay que verlas: 1) en el uso de pistis y pisteuein, pues la fe en el NT es no sólo confianza en el Señor y obediencia a Dios, sino también mantener ciertas cosas como verdaderas (p.ej., Rom 10,8-9; Jn 6,69); 2) en la fórmula del credo o «precredo», especialmente hí­mnica, contenida en el NT, a la que apela Pablo (p.ej., Flp 2,5-11; 1Cor 15,13), lo que indica que la idea de una expresión relativamente fija de la fe no es de ningún modo extraña al NT; 3) en el uso de homologia y homologein, donde el objeto confesado, reconocido y admitido, es el kerigma sobre Cristo, por ejemplo, «Jesús es el Señor» (Rom 10,9; cf también 1Tim 6,12; Heb 4,14; Jn 4,15), y 4) en el énfasis de las cartas pastorales sobre la didaskalia, la «sana doctrina» (Tit 1,9; 2,1), a la que se insta a Timoteo y Tito a ser fieles, el «preciado depósito» que deben guardar (2Tim 1,14), que es la «verdad»(2Tim 2,25; 3,7), y que es uno y el mismo «como el modelo de sana doctrina que han recibido (2Tim 1,13).

c) Nicea. En el NT y en el cristianismo primitivo, por consiguiente, «dogma» es ya como una realidad viva, pero sin poner gran énfasis sobre una estandarización de la fórmula verbal; con Cano y Chrismann hay una posesión refleja de la realidad del dogma, pudiendo encontrarse una expresión de tal posesión en la Pastor aeternus. Pero entre la realidad viva, que incluye la posibilidad de una estandarización expresa de la fórmula, y la posesión refleja está la actualización del dogma precisamente como enseñanza expresada en forma de proposición, propuesta por la autoridad de la Iglesia, a la que hay que asentir con fe divina. Esta actualización se prepara por la aparición de sí­mbolos catequéticos y bautismales, así­ como por la toma de conciencia de la 1 regla de fe en la controversia con el gnosticismo. Pero tiene lugar de modo definitivo por primera vez en Nicea. «A aquellos, empero, que dicen: `Hubo un tiempo en que no fue’… y: `Que fue hecho de lo no existente o de otra hipóstasis o ousí­a :.., a éstos los anatematiza la Iglesia católica y apostólica» (DS 126). Así­, lo que uno debe decir para pertenecer a la comunidad de salvación es que el Logos es eterno, increado y homoousios con el Padre. El énfasis recae en lo que se dice, porque lo que decimos en forma de sentencia y proposición, emitiendo un juicio, es una pretensión de poseer la realidad a través del conocimiento. Independientemente de lo que pensemos o de lo que los arrianos digan que es, lo cierto es que el Logos es como es. Además, esto puede conocerse; el conocimiento se expresa en un juicio verdadero, en una proposición verdadera que corresponde a lo que es; y esta posesión de la realidad por una mente iluminada por la fe es una parte de lo que significa salvarse.

3. EVOLUCIí“N DEL DOGMA. a) Sagrada Escritura, tradición, magisterio. Presuponiendo la comprensión común de Escritura, tradición y magisterio, y de las relaciones entre ellos, su nexo con las declaraciones dogmáticas puede formularse brevemente como sigue. Si se entiende la Escritura como el testimonio inspirado, materialmente suficiente, de la comunidad apostólica sobre la palabra de Dios encarnada, Cristo, y por tanto como norma non normata de la fe; y si la tradición, cuyo principio es el mismo Espí­ritu que inspiró las Escrituras y cuyo sujeto global es la Iglesia, es el contexto formalmente necesario en el que leer e interpretar correctamente la Escritura, puesto que incluye la experiencia de las auténticas realidades de las que la Escritura habla (DV 8), entonces una declaración dogmática deberá relacionarse con la Escritura y con expresiones previas de la tradición como interpretación normativa suya, y el papel del magisterio en la elaboración de esta interpretación será simplemente el de un reconocimiento infalible, en virtud del don del Espí­ritu Santo que se le ha dado, de que tal interpretación es realmente exacta (DV 10).

La elaboración de una declaración dogmática puede, por tanto, considerarse, con razón, en primer lugar, sencillamente como un tipo de exégesis, y «exégesis espiritual», es decir, una lectura de la Escritura y un servicio a ella en el Espí­ritu de Cristo, que corre el velo de la faz de Moisés, la «dureza de corazón» que impide que se comprenda el AT como palabra que habla de Cristo (2Cor 3,1218). La garantí­a de tal exégesis, por otra parte, es el ejemplo de Cristo, entendido según Lucas-Hechos. En Lc 4,16-21, Cristo declara que el significado de Is 61, I-2 es el mismo Cristo: él proporciona con su enseñanza y es en su realidad el contexto normativo de la interpretación de la Escritura. En Lc 24,27 Cristo declara una vez más que el significado de la Escritura («Moisés y todos los profetas») es Cristo. Y este ejemplo es seguido además por otros, pues en He 8,27-35 Felipe explica el significado de Is 53,7-8 al eunuco etí­ope, y el sentido es Cristo.

b) Teorí­as de la evolución. Normalmente se distinguen cuatro teorí­as de la evolución dogmática. Para aquellos que siguen admitiendo la noción de «evolución» abiertamente, la última es, con mucho, la postura más común. 1) Evolución como reafirmación o afirmación más clara de lo que ya se posee y conoce conceptualmente (Bossuet). Con la superación de la idea de tradición como colección de enseñanzas transmitidas oralmente y no contenidas en la Escritura, y con una atención más aguda a la historia no sólo de la expresión verbal externa, sino de la conceptualidad expresada en la tradición cristiana, esta idea de evolución ha sido abandonada.

2) Evolución como la actividad lógica de sacar conclusiones a partir de premisas reveladas (p.ej., F. Marí­n-Sola). Según este criterio, serí­a posible, desde un punto de vista estrictamente lógico, demostrar la continuidad del dogma con la Escritura. La dificultad de tal demostración ha conducido al abandono de este punto de vista.

3) Evolución como la transformación material de la expresión didáctica de la fe según el pensamiento cientí­fico y filosófico de la época (Schleiermacher, modernismo). Este punto de vista es criticado de ordinario alegando que la continuidad del cristianismo es algo más que la continuidad de la experiencia y la piedad e incluye una continuidad de enseñanza.

4) Evolución como contemplación propiamente teológica de la realidad revelada por una razón necesariamente condicionada por la historia e iluminada por la fe (Newman, M(ihler, Blondel). El reconocimiento del condicionamiento histórico de la razón explica los saltos de la evolución que no pueden ser salvados con lógica como paso de premisas ya establecidas a una conclusión previamente inarticulada. La delimitación del objeto de contemplación como realidad revelada (el Cristo), aunque no niega el papel de las proposiciones en la transmisión de la revelación, explica por qué puede haber más en la evolución de lo que estaba expresado ya previamente en forma de proposición. Finalmente, la especificación de la contemplación «teológica» y de la razón en cuanto «iluminada por la fe»: 1) hace del actual proceso de evolución un acto de fe, y por eso no reducible totalmente a la capacidad humana natural, y 2) hace del subsiguiente reconocimiento de la auténtica evolución también un acto de fe.

c) La interpretación del dogma. En general, las declaraciones dogmáticas deben ser interpretadas según las mismas reglas con que es interpretada la Escritura: la objetividad histórico-crí­tica es mantenida dentro del horizonte de la fe y la tradición. Puesto que ellas mismas son interpretaciones de la Escritura y de la tradición, encuentran su propia interpretación según la norma de lo que ellas interpretan. En lo que obligan al creyente a confesar, deben ser por su propia naturaleza interpretadas de modo estricto. La «irreformabilidad» de las declaraciones dogmáticas (DS 3074) no significa que no requieran interpretación e incluso reformulación; significa que, en el sentido en que fueron entendidas en la época y el contexto de su definición, deben ser afirmadas como verdaderas.

4. LA NEGACIí“N DEL DOGMA. En el NT, la herejí­a y el cisma no se distinguen con claridad como negación de alguna parte de la revelación, por un lado, y ruptura de la comunión, pero sin desviarse de la regla de fe, por otro. Los «cismas» de Corinto (1Cor 1,10) parecen ser más bien «bandos», de todos modos distintos en parte meramente por la adhesión a algún lí­der de grupo (1Cor 1,12). Pero en Hechos la base del «cisma» entre los ciudadanos de Iconio (14,4) y dentro del sanedrí­n (23,7) es claramente algún tipo de desacuerdo intelectual. Hairesis (de haireomai, elegir, seleccionar) que en el griego precristiano significa una secta, especialmente una escuela filosófica, se utiliza en Hechos de una manera similar: «la secta de los saduceos» (5,7; cf también 15,5; 24,5; 26,5). Parece más bien la descripción de un grupo desde fuera del grupo (cf 24,14), que intenta una descripción hostil. Por el uso que Pablo hace de él es difí­cil de distinguirlo de cisma (cf 1Cor 1,10 y 11,18). Sólo en 2Pe 2,1 se entiende con claridad que la «herejí­a» se basa en una negación de la doctrina y de una doctrina sobre Cristo. Que tales diferencias suponen ya en el NT la ruptura de comunión se deduce claramente de Un 1,18ss. La indefectibilidad de la fe de la Iglesia pertenece a la Iglesia como comunión, no al individuo como tal.

Con la elaboración nicena del dogma es posible una noción correlativamente exacta de herejí­a como la negación de una declaración dogmática. Esto está en continuidad con la noción más concreta de hereje como alguien que no interpreta la Escritura según la regla de fe (Ignacio), en continuidad a su vez con el sentido de herejí­a de 2Pe 2,1. La claridad del dogma después de Nicea, sin embargo, cambia la naturaleza de la controversia doctrinal: mientras que Ireneo tuvo que escribir cuatro libros para demostrar el hecho de que los gnósticos no interpretan la Escritura según la regla de fe, a los arrianos y semiarrianos se les identificaba fácilmente enfrentándolos con la norma del homoousios.

Los problemas modernos sobre la noción de herejí­a no hay que distinguirlos de los problemas modernos sobre la noción de dogma, y plantean la cuestión de si cierto conocimiento de la verdad, expresada en proposiciones, pertenece esencialmente a los bienes de salvación poseí­dos al presente, y por tanto es algo formalmente necesario para ser miembro de la comunidad de los salvados.

5. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS. a) Presupuestos antropológicos. Los problemas modernos de la noción de dogma comienzan con los presupuestos antropológicos del dogma. Estos presupuestos, como la posibilidad del dogma mismo, son conocidos teológicamente sólo a partir de la realidad de la revelación. Así­ como antes de la revelación no podemos saber que la palabra de Dios puede ser pronunciada en palabras humanas, de la misma manera antes de la revelación no sabemos que podamos oí­rla. Las condiciones antropológicas del dogma pueden fijarse de forma variada. Pero clásicamente, y con santo Tomás, se puede decir que el presupuesto fundamental es que existe un deseo natural humano de la visión de Dios. Ese deseo natural, conocido sobrenaturalmente tal como es, está desde luego estrictamente subordinado a esa naturaleza de la mente humana como quodammodo omnia, y en modo tal que la capacidad analógica de nuestro lenguaje va más allá del reino del ser materialmente condicionado: la mente humana es realmente capaz de comprender algo sobre Dios o, más exactamente, de lo que no es Dios, y las palabras humanas pueden hablar de las cosas divinas (l Analogí­a). Estos supuestos naturales del dogma puede verse que están implicados en la predicación de Jesús sobre el reino: si el hombre puede oí­r una palabra escatológica, entonces su tiempo no es el de la inmersión animal en una mera sucesión de percepciones, sino el de una percepción de la sucesión: él, que domina el tiempo hasta ese punto, está, sin embargo, sujeto a él, es capaz de hacer /historia, y por eso posee una apertura a una palabra sobre un fin de la historia que no es creación suya, sino creación de Dios. Tal apertura implica que la mente del hombre se extiende, en el deseo, más allá de todas las regiones del ser, incluso del conjunto del cosmos material y temporal, y por eso tiene al ser como tal como objeto adecuado.

La posibilidad antropológica del dogma es comúnmente negada en un doble sentido. Primero, si una filosofí­a crí­tica sostiene que el objeto adecuado de la mente no es el ser como tal, la mente está confinada al conocimiento de los fenómenos, y un discurso análogo de Dios cae en el equí­voco: todo discurso religioso es, en el mejor de los casos, metafórico, y por tanto no puede existir verdadera palabra hablada de Dios a nosotros, recibida y expresada en palabras nuestras. Segundo, si un idealismo poscrí­tico sostiene que el ser no solamente es el objeto adecuado, sino el propio de la mente, no existe inteligibilidad que sobrepase la mente; el discurso análogo sobre Dios cae en la univocidad, y no hay necesidad de aceptar ninguna verdad basada en la autoridad de Dios que se revela.

b) Problemas modernos. La idea misma del dogma induce a una crisis de fe; sin embargo, no simplemente en virtud de las diversas negaciones de la filosofí­a poscristiana, sino también en la medida en que uno se toma en serio la siguientes cuestiones.

1) La primera es la de la reforma. La pretensión de la Iglesia de proponer el dogma, ¿no contradice la libertad de la conciencia cristiana y también la libertad del evangelio, de la palabra de Dios, de dirigirse a esa conciencia? ¿No sucede así­ al interponer una autoridad humana entre el cristiano y el único mediador entre Dios y el hombre, Jesucristo? ¿Y no se reduce la fe, que es la única que salva y cuyo único término es Dios, a una serie de «obras» intelectuales, a asentimientos a proposiciones humanamente formuladas, entendidas al modo humano?

La actual atención a la cuestión de la reforma está normalmente relacionada con la lectura protestante liberal de la historia de la doctrina, para la cual el dogma es la expresión de la corrupción de la devoción cristiana del NT por la mentalidad griega. Además, se le ha dado prioridad exegética por parte de quienes proponen una escatologí­a consecuente, para quienes el dogma es la solución del catolicismo primitivo al problemadel retraso de la parusí­a. En general, la tendencia protestante se orienta a entender el dogma de la Iglesia más estrictamente como «confesión», entendida como una respuesta humana a la palabra de la revelación, pero que resulta ser insuficiente para participar de la autoridad de la revelación misma.

2) El segundo problema es la cuestión de la ilustración. La misma idea de dogma, ¿no contradice la libertad del hombre? Una fides imperata, tal como la supone la noción de dogma, es una fides servilis; la fe libre, la única que es moral, no requiere asentimiento a nada que vaya más allá de los principios de moralidad ligados a la idea de Dios tal como lo postula la razón práctica (Kant). Por otra parte, el dogma contradice el espí­ritu de la libertad de investigación (Heidegger) y se opone a la apertura del método cientí­fico (J. Dewey, B. Russell). La acusación de la ilustración al dogma puede resumirse como sigue: un «dogma» es una opinión que no es y no puede ser conocida como verdadera por estar impuesta ilegí­timamente -a otros por alguna autoridad humana. La imposición del dogma es «heteronomí­a»; niega el carácter autónomo de la investigación y acción humanas. Obrando de esta manera en interés de alguna clase social, el dogma se convierte en «ideologí­a» en el sentido marxista.

3) Tercero, ¿cómo restaurar la unidad cristiana dada la í­ndole divisoria del dogma, no superada mediante el simple reconocimiento de una jerarquí­a de verdades (UR 11)?

c) Propuestas modernas. Todas las dificultades suscitadas por estas cuestiones parecen surgir únicamente de una visión cognoscitiva realista del dogma: las afirmaciones dogmáticas nos dicen algo sobre Dios, Cristo, los modos de proceder de Dios con los hombres; además, las afirmaciones dogmáticas son verdaderas en el sentido de que corresponden a la realidad por ejemplo, la afirmación «hay tres personas en Dios» es verdadera porque hay tres personas en Dios. Puede verse que todas las dificultades se resuelven, por consiguiente, abandonando esta noción, bien negando la naturaleza de los dogmas como declaración informativa o abandonando la perspectiva de correspondencia de la verdad. Lo que sigue representa las principales lí­neas de reformulación.

1) La noción experiencial-expresivista de dogma. Quienes proponen este punto de vista creen, con Schleiermacher, responder a la crí­tica de la ilustración tanto del conocimiento como de la religión revelada. Los dogmas son mal entendidos si los tomamos como portadores de información sobre alguna realidad que trascienda a nuestra experiencia ordinaria. Más bien, los dogmas son expresiones y evocaciones de un tipo de experiencia única, la experiencia de «dependencia absoluta», nuestra «consciencia de Dios». Por ejemplo, «Jesús es homoousios to patri «es una expresión de la consciencia de Dios -en general, de la experiencia religiosa o preocupación esencial- de quien hace la afirmación. Hacer la afirmación evoca la consciencia de Dios del que la hace; le mantiene en la experiencia. Es, por así­ decir, una metáfora que remite a la experiencia, que es ella misma propiamente inefable, fuera del reino del tipo de inteligibilidad que nuestro lenguaje y nuestros conceptos son capaces de expresar con propiedad.

La afirmación es verdadera con respecto a la experiencia de quien la hace, en la medida en que realmente expresa y evoca su consciencia de Dios; es verdadera con respecto a Jesús en la medida en que él realmente tuvo una consciencia de Dios insuperable.

La afirmación es reformable con tal de que la reformulación exprese de modo similar la experiencia de Dios de quien hace la afirmación, con tal de que la reformulación formule un compromiso igual respecto a la unicidad de Jesús. Es de esperar que la reformulación de la afirmación se mantenga a tono con el lenguaje cientí­fico y filosófico de la época. La continuidad de la evolución dogmática es la de la experiencia, no la del contenido conceptual.

En congruencia con lo anterior, las doctrinas de la Iglesia sólo pueden tener una normatividad relativa temporal y culturalmente. No atan ni la libertad del evangelio ni la libertad de conciencia. Y, por tanto, no suponen ningún gran obstáculo para la unidad cristiana.

2) Pragmatismo, modernismo. El significado de cualquier afirmación es sólo la expectación de la experiencia que implica y la acción que impone. Así­, «Jesús es homoousios to patri» significa que deberí­amos actuar con respecto a Jesús como lo hacemos con respecto a Dios, y significa que podemos esperar que él actúe con respecto a nosotros como Dios actúa; por ejemplo, si Dios es el agente de nuestra salvación, podemos esperar que Jesús lo sea igualmente. Los significados de dos afirmaciones son distintos sólo en la medida en que implican experiencias diferentes, que imponen diferentes acciones. Así­, si la expresión «Jesús es la revelación de Dios» implica las mismas experiencias e impone las mismas acciones que la doctrina de Nicea, entonces es equivalente a ella en el significado, pues el significado es la intención, no de la realidad, sino de nuestra relación con ella.

La verdad de, la afirmación es una función de su coherencia con nuestra experiencia y nuestra praxis, como todas las demás afirmaciones en las que confiamos; porque una verdad puede ser verdadera y puede ser conocida como verdadera sólo como parte de un todo. El progreso libre de la ciencia y de la filosofí­a puede, por tanto, pedir una reformulación del dogma.

El holismo y coherentismo pragmáticos, combinados tanto con una visión historicista (a veces heideggeriana) de la relación del ser con el lenguaje como con una escatologí­a futurista, representan la visión de las afirmaciones dogmáticas según la cual éstas son meros indicadores prácticos y provisionales de la verdad escatológica todaví­a por revelarse. Su verdad radica, no en una correspondencia presente con la realidad, sino en su capacidad de mantenernos en el camino de una orientación hacia una verdad que no podemos poseer ahora por medio del lenguaje, sino de la que nuestro lenguaje puede expresar sólo la esperanza.

3) Antifundamentalismo, constructivismo. Una tercera y doble posibilidad para reformular el significado de dogma surge de la actual construcción del discurso como una colección dispar de lenguajes o estructuras, cultural e históricamente establecidos, ninguno de los cuales goza de privilegio con respecto al otro, de ninguno de los cuales puede saberse que nos remita a lo real algo mejor que otro. Como el pragmatismo, esta visión también es una función del holismo y coherentismo hegelianos; pero sostiene una pluralidad de innumerables discursos o lenguajes, cada uno de ellos histórica y culturalmente constituidos con alguna finalidad extracognoscitiva; por ejemplo, la unidad de alguna comunidad, la defensa de alguna práctica ética. Pueden seguirse dos lí­neas: 1) o se considera que los dogmas son afirmaciones hechas dentro de unas estructuras capaces de la verdad sólo dentro de ellas y presuponiéndolas 2) o los dogmas son las meta-afirmaciones que constituyen las estructuras. En el primer caso es la relación de la estructura con la realidad lo que resulta problemático: si la estructura no es verdadera respecto a la realidad, entonces ninguna verdad dentro de la estructura nos pone tampoco en posesión de lo real. Esto supone una vuelta al pragmatismo.

La segunda lí­nea puede desarrollarse como sigue. La fundamentación de un discurso consiste en delimitar aquello de lo que es importante hablar, inventando las categorí­as en las que hablar de ello. Las afirmaciones dogmáticas son ejemplos de tal delimitación. Como reglas, en sí­ mismas no son ni verdaderas ni falsas; más bien establecen un discurso dentro del cual se pueden hacer afirmaciones capaces de verdad y falsedad. «Jesús es homoousios to patri» es una fórmula taquigráfica que encierra varias reglas: 1) siempre habla de Dios como uno; 2) siempre habla de Jesús y del Padre como realmente distintos; 3) siempre habla de Jesús como para realzar al máximo su importancia. Nos mantenemos dentro del significado de dogma como norma mientras observemos las reglas. Si se puede demostrar que la afirmación «Jesús es la suprema revelación de Dios» entra dentro del espacio de la formación de afirmaciones prefiguradas por las reglas, entonces entra dentro de la ortodoxia de Nicea. El dogma mismo es verdadero, no en el sentido de corresponder, sino según que las categorí­as (unidad divina, distinción real, máxima importancia de Jesús) estén adecuadas al propósito del discurso cristiano como un todo, que está para ayudarnos a entrar en la relación adecuada con la realidad esencial. Las diversas reglas de adecuación categorial no representan serios obstáculos para la unidad cristiana.

Propuestas como las mencionadas han contribuido grandemente a entender la relación del dogma con la experiencia y la acción (praxis), la historia y la cultura, y a apreciarlo como un especial modo de discurso en relación con el discurso religiosamente prioritario de súplica y alabanza. Pero son criticadas debido a que: 1) ningún concilio o autoridad de la Iglesia, al formular un dogma, entendió que estuviera evocando una experiencia, dando reglas de conducta o estableciendo condiciones de adecuación categorial en donde cualquiera de esas cosas es distinta del hecho de establecer cómo son las cosas; y 2) que ninguna de las proposiciones, en el ejemplo, excluye realmente el arrianismo ni tampoco el adopcionismo. Evidentemente, las cuestiones a las que responden exigen una demostración que, si la comprensión cognoscitivo-realista de dogma es correcta, el dogma no solamente no se opone a la libertad del evangelio y a la libertad del cristiano, sino que positivamente las sirve manteniendo la presencia de la palabra del evangelio en el tiempo; y que la heteronomí­a del dogma, como de la revelación misma, es el instrumento de una libertad humana más grande que la que el hombre puede imaginar o alcanzar por sí­ mismo.

BIBL.: BLONDEL M., Histoire et dogme, en Les premiers écrits de Maurice Blondel, Parí­s 1956 (traducción castellana de M. MUí‘OZ, Historia y dogma I-II, Barcelona 1989); KASPER W., Dogma y palabra, Razón y Fe-Mensajero, Bilbao 1968; LONERGAN B., The Origins of Christian Realism, en A Second Collection, Filadelfia 1974; ID, The Way to Nicea, Filadelfia 1976; NEWMANJ.H., An Essay on the Development of Christian Doctrine, 1878; RAHNER K., ¿Qué es herejí­a?, en Escritos de teologí­a V, Madrid 1964, 513-560; ID, ¿Qué es un enunciado dogmático?. en Escritos de teologí­a V, Taurus, Madrid 1964, 55-81; SCHRODT P., The Problem of the Beginning of Dogma in Recent Theology, Frankfurt a.M.-Berna-Las Vegas 1978; WALGRAVEJ., Unfolding Revelation: The Nature ofDoctrinal Development, Londres-Filadelfia 1972.

G. F. Mansini

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

A) Su naturaleza. B) Evolución de los dogmas. C) Historia de los dogmas.

A) SU NATURALEZA

I. El dogma en el conjunto del cristianismo
1. Para entender la dimensión ontológica y existencial del d., así­ como su carácter necesario, hemos de tener en cuenta cómo en el hombre en cuanto espí­ritu (y consecuentemente en toda comunidad humana) hay una necesidad transcendental de afirmar absolutamente determinadas verdades (p. ej., de la –> lógica, de la -> ontologí­a y de la -> ética), las cuales se formulan a base de conceptos (aunque no siempre en forma directamente cientí­fica). Esa necesidad sólo puede ponerse en duda o negarse destruyéndose a sí­ mismo. En consecuencia el hombre, en virtud de su esencia, tiene una existencia «dogmática». Cabe mostrar igualmente que el hombre en cuanto sujeto de acción, también tiene que afirmar necesariamente ciertas verdades < fácticas" o contingentes como incondicionalmente válidas para él. De ahí­ que la revelación histórica y la aceptación de ciertos enunciados en forma absoluta no sean contrarias a la esencia humana (-> teologí­a fundamental, -> historia e historicidad). La pretensión de validez absoluta y el carácter obligatorio del d. se dirigen precisamente a la –> libertad del hombre; el d. es una verdad que sólo puede ser escuchada y aprehendida rectamente en la libre decisión de la fe (Dz 798 1791 1814); y la libertad como acción del conocimiento solamente llega a su propia esencia en el «compromiso» absoluto. D. y libertad son, por consiguiente, conceptos complementarios. De ahí­ que la Iglesia en su actitud, precisamente porque ella proclama el d. (y no «a pesar» de proclamarlo), deba invocar y respetar esta libertad (Dz 1875; CIC can. 752, § 1; ->conciencia, ->tolerancia).

2. Pero la auténtica esencia del d. no se deriva solamente del concepto abstracto de la comunicación divina de la verdad y de su carácter obligatorio, sino de la -> revelación concreta, en cuanto: a) ésta es el acontecer salví­fico en el cual Dios mismo se comunica a la persona libre y espiritual y, por cierto, de tal modo que el inmediato sujeto receptor de esta comunicación sea la comunidad (-> Iglesia), que precisamente así­ queda fundada; b) dicha comunicación de Dios mismo ha alcanzado su estadio definitivo, escatológico. Pues, efectivamente, por la definitiva e insuperable acción salví­fica de Dios en el Verbo encarnado, ha quedado concluida la revelación (porque ha abierto el camino para la visión inmediata de Dios), la palabra definitiva de Dios está ahí­ en el enigma de la palabra humana); y sólo por eso se da el d. en el sentido pleno de una autoridad suprema en la que se decide para siempre la -> salvación o la perdición. De ahí­ que esta palabra del d. no pretende ser una mera frase «sobre» algo, sino una proclamación que, a manera de sacramento, haga presente lo expresado en las palabras, a saber: la comunicación de Dios mismo en la -> gracia, que da también la aceptación (por la fe) de lo comunicado. Por tanto, en la proclamación y audición creyente del d., está presente lo proclamado mismo.

3. En cuanto el d. se fundamenta en la revelación y ésta (como palabra, suceso y realidad misma de Dios manifestada y comunicada, en la unidad de estos tres momentos) se pronuncia en la Iglesia y se confí­a a ella, el d. reviste esencialmente un carácter eclesiástico y social. La Iglesia es a la vez oyente y proclamadora de la revelación divina, sin que ésta cese, en boca de la Iglesia, de ser palabra de Dios mismo. Por esto el d. no sólo es la forma que da unidad a la audición común, sino también la forma que da unidad al acto de pronunciar palabra de Dios para todos. Puesto que esta palabra permanece en todo momento el evento siempre nuevo de la comunicación gratuita de Dios mismo en la historia de la Iglesia, o sea, puesto que ella ha de pronunciarse siempre de nuevo; debe haber -> acomodación dogmática y evolución e historia de los d. (no sólo de la teologí­a). Como en la palabra del d. acontece la única, idéntica y definitiva revelación de Dios en Cristo, la cual aconteció una vez para siempre; el d. es la forma como se mantiene permanentemente válida la palabra de la -> tradición del «depositum fidei» en la Iglesia que continúa siendo siempre la misma. Y puesto que este d. contribuye a fundamentar y hace palpable la unidad de la fe, en su fijación y proclamación se produce siempre, no sólo un descubrimiento de la cosa significada, sino también una regulación del lenguaje común. Muchas veces la definición de un d. constituye también una fijación del lenguaje común y una delimitación entre frases verdaderas y falsas.

4. En cuanto el d. es la absoluta comunicación de Dios mismo (bajo la forma de verdad humana en la Iglesia y a través de ella), él queda asumido en el –>acto religioso, que en sí­ ya tiene una estructura » integral» (es decir, brota desde la raí­z de la esencia del hombre y abarca y actualiza todas sus facultades en medio de una compenetración mutua); por eso el d. en sí­ mismo es vida y, con tal esté proclamado rectamente y asimilado en forma personal, no tiene necesidad de una apologética accesoria acerca de su «valor vital»; él es por sí­ mismo fuente y medida de piedad auténtica.

5. En cuanto la palabra de Dios brota envuelta en conceptos humanos, el d. se halla en medio de un intercambio vivo con toda la vida espiritual del hombre; en principio, él no sólo usa las nociones vulgares de la existencia cotidiana, sino también los conceptos de la ciencia, aunque, con frecuencia, modificándolos a tono con la mentalidad popular. La Escriturra misma usa una u otra terminologí­a, según la situación espiritual (pero sin canonizar un sistema cientí­fico o filosófico). Y, en realidad, ambos tipos de conceptos no son esencialmente distintos (cf. también -> teologúmeno). A la inversa, el conocimiento dogmático estimula la formación de una filosofí­a cristiana (-> apologética, –> filosofí­a y teologí­a).

II. Esencia y división
1. Esencia
En la terminologí­a actual de la Iglesia y de la teologí­a (que sólo desde el siglo xviii se ha impuesto en forma clara y uniforme), d. es un enunciado de fe divina y católica, o sea, un aserto que la Iglesia proclama explí­citamente (a través del magisterio ordinario y universal, o mediante una definición papal o conciliar) como revelado por Dios (Dz 1792; CIC can. 1323 § 15), y cuya negación sanciona con el calificativo de herejí­a y con el anatema (CIC can. 1325 § 2, 2314 5 1). Por tanto, las propiedades decisivas del d. (origen divino, verdad, obligación de creerlo, inmutabilidad, historicidad, capacidad de evolución, estructura encarnacionista y unidad auténtica -sin mezcla ni separación- entre lo divino y lo humano, etc.) deben tratarse dentro de diversos temas generales, p. ej.: -> revelación, -> fe, -> teologí­a, gnoseologí­a y metodologí­a teológicas, -> magisterio eclesiástico). La declaración de que un enunciado es d. constituye también la suprema -> calificación teológica.

En el concepto formal de d. entran por tanto dos momentos: a) El hecho de que la Iglesia propone explí­cita y definitivamente un enunciado como verdad revelada (momento formal), lo cual no exige necesariamente una definición expresa; b) la pertenencia del enunciado a la divina, pública y oficial revelación cristiana (en oposición a la revelación privada), y con ello su inclusión en la palabra de Dios, tal como ésta se nos transmite en la Escritura o (y) en la tradición (momento material).

En este concepto de d., generalmente aceptado y claramente contenido en las declaraciones del Vaticano t sobre el objeto de la «fides divina et catholica» (Dz 1792), hay algunas preguntas discutidas que hemos de esclarecer con mayor detención. Las principales son:
a) La cuestión de cómo el d. proclamado por el magisterio ordinario puede delimitarse exactamente frente a las demás verdades enseñadas por la Iglesia, las cuales no (o todaví­a no) son propuestas explí­citamente como reveladas por Dios ni afirmadas en forma totalmente definitiva y con toda la autoridad del magisterio eclesiástico. Aquí­, por un lado, hay que tener en cuenta la exhortación del CIC, can. 1323 S 3, y, por otro, hay que pensar cómo la realización concreta de la fe cristiana nunca puede referirse tan sólo a lo que propia y formalmente es d. Los d. sólo son afirmados en una forma personal y eclesiástica cuando se hallan relacionados con otros conocimientos, afirmaciones y actitudes, de modo que no debe valorarse en exceso la delimitación exacta entre las verdades definidas y las no definidas, e incluso, esa delimitación no puede hacerse con absoluta precisión (cf. Dz 1684 1722 1880 2007 2113 2313).

b) La cuestión de cómo ha de concebirse la inclusión de un d. en la revelación divina. Puesto que, sin duda, la Iglesia enseña actualmente como d. (como contenidas en la revelación) muchas verdades que no siempre fueron enseñadas o conocidas como tales; el elemento de la pertenencia a la revelación indudablemente puede darse también en forma indirecta, por la implicación de una verdad en otra. La cuestión es, por consiguiente, qué «implicación» (sobre el primer uso de este concepto en el lenguaje del magisterio oficial, cf. Dz 2314) es necesaria y suficiente para que un enunciado derivado de la revelación pueda ser considerado todaví­a como una frase atestiguada por Dios mismo, la cual se cree en virtud de la autoridad divina. Se distingue entre implicación, formal y virtual, subjetiva y objetiva. En la implicación formal una verdad se deduce de otra a base de reflexiones garantizadas por la revelación; y en la virtual se recurre para la deducción a una premisa material que no procede de la revelación. Los teólogos todaví­a no han llegado a una opinión unánime acerca de estas preguntas. La teologí­a postridentina tendí­a en general a considerar como posibles d. solamente aquellos enunciados que se desprenden del depósito de la fe por una especie de procedimiento de lógica formal y sin recurrir a premisas meramente naturales; pero, ante la evolución fáctica de los d., parece crecer el número de teólogos que consideran como posibles d. también los enunciados que constituyen una explicación de lo implicado virtualmente. Esos teólogos intentan explicar de diversas maneras (dando distintos sentidos a la implicación virtual) por qué tales enunciados pueden considerarse todaví­a como palabra de Dios, como revelados y acreditados por él.

c) La cuestión de si hay coincidencia plena entre d. y frase definida, es decir, la pregunta de si, junto a los d., puede haber otras verdades definidas, o sea, acreditadas por la Iglesia con toda su autoridad, y en caso afirmativo, la de cuáles son esas verdades (hechos dogmáticos; verdades de «fe meramente eclesiástica» [puede hallarse bibliografí­a sobre este tema, p. ej., en PSJ 13 n .o 899, pág. 796s] ). La fe meramente eclesiástica tiene como motivo inmediato, no la palabra de Dios, sino la autoridad de la Iglesia, que ha sido fundada por Dios (verdades católicas).

2. División de los dogmas
a) Según su contenido y su importancia. D. generales (verdades fundamentales del cristianismo) y especiales (artí­culos fundamentales, artí­culos de fe, «regula fidei»). Aunque se debe acentuar la igualdad formal de todos los dogmas, como garantizados por Dios y definidos por la Iglesia, sin embargo está justificada la distinción entre d. más y menos fundamentales, según la importancia salví­fica del objeto al que ellos se refieren (cf. Vaticano 11: De Oecumenismo n ° 11); y en consonancia con esto, el derecho canónico no califica toda negación herética de un d. como –> apostasí­a de todo cristianismo (can. 1325 § 2). El criterio más estricto para dicernir los d. fundamentales está en la distinción entre d. necesarios y no necesarios para la salvación, hecha desde el punto de vista de si ellos deben ser creí­dos explí­citamente (con necesidad de medio o de precepto) para poder alcanzar la salvación, o por el contrario es suficiente creerlos implí­citamente (-> fe). Puesto que la revelación de Dios, el magisterio de la Iglesia y la fe divina se refieren tanto a verdades «teoréticas» como a «hechos», lo mismo éstos que aquéllos pueden ser objeto de un dogma.

b) Según la relación con la razón. D. propiamente dichos (que sólo pueden conocerse por la revelación: -> misterios en sentido estricto) y d. en sentido amplio (cuyos contenidos pueden conocerse también por la razón natural). Incluso el presupuesto de que verdades puramente racionales o evidentes puedan ser igualmente objeto de fe, los d. en sentido amplio se distinguen de la correspondiente verdad racional. En efecto, aprehendidos y creí­dos en medio del todo de la revelación y de la fe salví­fica, ellos presentan su contenido bajo un objeto formal de orden sobrenatural, en idéntico contexto y con la misma luz que los d. puros, de modo que se hallan muy por encima de la aparentemente idéntica verdad racional. Por otro lado, tales dogmas son expresión de que la revelación divina afecta realmente al mundo del hombre, y de que los enunciados de la fe no están subordinados a una función o región particular del hombre, sino que se refieren a la realidad entera de éste.

c) Según la proposición por parte de la Iglesia. D. formales y (meramente) materiales, según que el elemento formal se dé ya o todaví­a no se dé en el d. (cf. 11, 1 a).

III. Dogma en la comprensión modernista
El concepto que el modernismo tiene del d. queda determinado negativamente: a) por la no admisión de una realidad propiamente sobrenatural y, en consecuencia, de un misterio que sólo pueda experimentarse mediante una apertura libre y personal de Dios. El d. es una expresión del hombre que se experimenta a sí­ mismo en su indigencia religiosa, y sólo a partir de aquí­ dice algo sobre lo «divino»; b) por la oposición al elemento intelectual en el d., a causa de la persuasión de que las formulaciones conceptuales no son constitutivas de la experiencia religiosa. La frase conceptual, o intelectual (en que consiste el d.), no sólo es inadecuada a la cosa significada y constituye un enunciado meramente «análogo», el cual llama la atención al hombre sobre el misterio incomprensible de Dios, sino que, además, se añade accesoriamente a la experiencia religiosa, pues ésta puede estar en posesión de lo significado, independientemente de ninguna formulación conceptual. Positivamente el d. es para el modernismo una expresión secundaria de la -> experiencia religiosa, la cual es necesaria para la comunidad, pero puede revisarse mediante fórmulas contrarias. Esa experiencia es interpretada en forma inmanente (cf. Dz 2020ss 2026 2031 2059 2079ss 2309-2312).

Sobre el concepto de dogma en el campo protestante, véase -> protestantismo (teologí­a protestante).

Karl Rahner

B) EVOLUCIí“N DE LOS DOGMAS

I. Historia de la revelación y evolución de los dogmas
1. «Después de haber hablado Dios en los tiempos pasados muchas veces y de diversas maneras a nuestros padres por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su Hijo» (Heb 1, ls). Estas palabras expresan la progresiva historia de la – revelación de Dios, que culmina en Cristo. En él se ha realizado la última y definitiva etapa de esa historia. En Cristo, Dios ha dicho a los hombres su última y definitiva palabra. Lo anterior a Cristo (la ley) tiene un sentido de preparación y camino (n»c8″Ywyós) para la revelación, que en él se realiza, y para la fe, con que se le debe responder (Gál 3, 23ss). «Todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan» (Mt 11, 13);pero jesús es la plenitud de la revelación; él dijo de sí­ mismo: «todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre; y al Padre nadie lo conoce sino el Hijo y aquel a quien e] Hijo quiera revelarlo» (Mt 11, 27). Esta plenitud ha sido entregada en su totalidad (en cuanto es posible; se trata, por tanto, de una totalidad relativa) por jesús a los apóstoles: «a vosotros os he llamado amigos, pues os he dado a conocer todas las cosas que oí­ a mi . Padre» (Jn 15, 15). Por eso, a partir de él, la misión fundamental del Espí­ritu Santo será la de recordar las cosas que jesús dijo ( Jn 14, 25). Pero Cristo mismo es revelación, no sólo en su predicación, sino también en su vida, muerte y resurrección, por cuanto en todo ello Dios nos manifiesta su misterio salví­fico. A] Dios que habla le responde e] hombre con ]a –>fe, que es la aceptación de un mensaje (de un testimonio) de Dios (Jn 3, lls, 32-36). Una interpretación puramente humana de] sentido de la vida, muerte y resurrección de Jesús, serí­a una construcción humana y no palabra de Dios. Tal interpretación no podrí­a ser aceptada por la fe. Ahora bien, la interpretación ha sido hecha por los apóstoles como testigos privilegiados y en virtud de una particular asistencia divina. Así­ Pablo dice acerca de su evangelio (interpretación de] sentido y de] valor salví­ficos de la vida, muerte y resurrección de] Señor): «no lo recibí­ ni lo aprendí­ de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gál 1, 12; cf. 1, 16s). Es probable que también en Jn 16, 12-15 se aluda a esta interpretación del mensaje hablado (predicado) de Jesús, realizada por obra del Espí­ritu Santo. La interpretación añadida está limitada en cuanto al objeto, e] cual se relaciona siempre con e] misterio de Cristo («las cosas que están por venir», es decir, la nueva economí­a mesiánica; cf. Lc 7, 19s y 18, 30). Esa adición completa la predicación de Jesús (le da plenitud enseñando «la verdad entera», aquellas muchas cosas que, según Jn 16, 12, a jesús todaví­a le quedaban por decir); en este sentido jesús afirma: e] Espí­ritu «recibirá de lo mí­o».

2. Este proceso completivo de] mensaje hablado de Jesús, que se realiza al interpretar (no por las fuerzas humanas, sino por revelación) e] sentido de los hechos salví­fims del Señor, se limita temporalmente a la obra de los apóstoles. No es necesario que esa obra siempre sea realizada personalmente por ellos, pero sí­ ha de hacerse en conexión con ellos. Así­, la misma inspiración de los escritos neotestamentarios, que forma parte de este trabajo completivo, no siempre se produce a través de apóstoles. En todo caso, debe trazarse una neta lí­nea divisoria entre el perí­odo constitucional de la Iglesia (el tiempo apostólico) y su historia posterior. El magisterio eclesiástico lo ha entendido así­ al condenar esta proposición: «La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los apóstoles» (Dz 2021; cf. también Dz 783, donde se presupone esta doctrina, al referir «la pureza misma del Evangelio», que la Iglesia ha de conservar, a ese perí­odo constitucional). A esta mentalidad obedece, sin duda, el que los apóstoles mismos consideraran el mensaje como un depósito que debe ser conservado cuidadosamente (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 13s), sin cambiarlo ni añadirle nada (Gál 1, 8s, donde Pablo rechaza en absoluto «un evangelio distinto [ n»p’g = fuera] de lo que os hemos predicado»). Ese depósito es una n»páSoacs (2 Tes 2, 15; 3, 6), que los apóstoles transmiten (cf. 1 Cor 11, 23) y debe transmitirse ulteriormente después de ellos, pues la «buena nueva» ha de anunciarse hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20).

En todo caso, la conciencia de esta lí­nea divisoria se alcanza plenamente en la generación posterior a los apóstoles. Los padres apostólicos se consideran a sí­ mismos distintos de los apóstoles (p. ej. 1 Clem 42; IgnRom 4, 3) y toman como punto de referencia la doctrina apostólica (1 Clem 42, ls), que es un depósito recibido de los apóstoles (POLY 7, 2), al que nada es lí­cito añadir ni quitar (Did 4, 13; Bern 19, 11). La Iglesia postapostólica tiene, como primera misión, la custodia del depósito de la revelación, en el que ella nada puede suprimir o añadir.

3. Como garantí­a suprema en esta misión, ha sido prometido el Espí­ritu Santo a ella y a su pastor supremo el papa, «no para que manifestaran una nueva doctrina revelada, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielrilente expusieran la revelación transmitida por los apóstoles o el depósito de la fe» (Dz 1836, que habla de los sucesores de Pedro, los cuales gozan de la misma infalibilidad que la Iglesia, cf. Dz 1839). La fiel custodia del depósito no impide que algunas verdades contenidas en él pasen a veces a segundo plano. Quizás sea esto un proceso necesario. Por la riqueza misma del contenido cristiano y por la limitada capacidad psicológica del hombre que lo vive, no todas las verdades cristianas pueden estar siempre en el primer plano del interés y de la atención. Pero la Iglesia nunca puede abandonar o perder una verdad revelada, o permitir que caigan en la penumbra las verdades centrales del mensaje cristiano (Dz 1501; cf. también Dz 1445 ).

II. El problema de la evolución de los dogmas
Por otra parte, la misión de la Iglesia con relación al depósito de la revelación no consiste solamente en conservarlo, sino que ella también ha de explicar y declarar fielmente su contenido (Dz 1800 1836). La Iglesia tiene obligación de transmitir el mensaje en todos los tiempos y a todos los pueblos. Esto exige, sin duda, algo más, y mucho más, que la mera repetición literal de una fórmula muerta. El esfuerzo constante por una transmisión comprensible lleva necesariamente a una inteligencia creciente del mensaje. Además el mensaje mismo, por tratar en su contenido central de verdades no evidentes sino misteriosas, por no dar evidencia interna de ellas, provoca en el creyente, que lo acepta por la fe apoyado en la autoridad de Dios como testigo, la necesidad psicológica de un esfuerzo por entender el contenido objetivo de su fe (cf. THoMAs, De Veritate q. 14, a. 1 c.). Este esfuerzo constituye el sentido más fundamental de la teologí­a, caracterizada tradicionalmente como inteligencia de la fe, y su más noble misión. Ese trabajo no es infructuoso aun cuando él vaya orientado a los misterios, ya que siempre puede llegarse a una inicial inteligencia de los mismos, por más que nunca se llegue a descifrar su estrato más profundo (Dz 1796). Además la gracia que actúa en el acto de la fe (la luz de la fe) da, según Tomás, un conocimiento por connaturalidad del objeto creí­do (II-II q. 2, a. 3 ad 2). Esa connaturalidad representa siempre, en el acto de fe, un nuevo tipo de adhesión (De Veritate q. 14 a. 8 c.), pero puede también de modo cuasi instintivo dar una mayor inteligencia del objeto creí­do. Ese proceso que se da en los fieles particulares, está también presente en la dimensión colectiva y universal, constituyendo así­ una garantí­a de infalibilidad, pues «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse al creer (Vaticano ii, De Ecclesia cap. 2, n .o 12). Por esta acción de la gracia, Cristo va realizando en su cuerpo mí­stico el «crecimiento de Dios» (Col 2, 19), «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y al conocimiento del Hijo de Dios, y seamos el hombre perfecto, con la medida de madurez que corresponde a la plenitud de Cristo … de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por toda clase de contactos, que lo alimentan y activan, según la capacidad de cada parte, creciendo hasta coronar el edificio en el amor» (Ef 4, 13 y 16).

2. Este crecimiento en la inteligencia del mensaje se convierte en estricto progreso dogmático cuando la mayor inteligencia adquirida es proclamada infaliblemente por el magisterio de la Iglesia como verdad contenida en el depósito de la revelación, es decir, como dogma (cf. Dz 1792). Tal proclamación es la culminación del proceso. Por lo demás, la existencia de un progreso dogmático en la Iglesia, aun prescindiendo de la explicación que hemos dado de sus fundamentos, es innegable bajo la perspectiva histórica. En efecto, hay algunos dogmas que no aparecen como tales antes de cierto momento histórico (quizá la verdad era ya conocida, mas la Iglesia no habí­a declarado su carácter revelado), y en otros casos ni la verdad misma era conocida en su forma actual.

3. Si la revelación es un depósito cerrado desde el perí­odo apostólico, los nuevos dogmas tienen que estar contenidos objetivamente en él desde el principio. Sobre el modo como el término final de la evolución debe estar contenido inicialmente en el depósito – o, lo que es lo mismo, sobre los limites objetivos del progreso dogmático -, la teologí­a católica no ha llegado a una solución uniforme. Como orientación general en el problema podrí­a decirse que debe mantenerse una marcada diferencia entre el progreso dogmático y la función apostólica, la cual completa todaví­a el depósito mediante la estructuración e interpretación de la vida y doctrina del Señor. El progreso dogmático sólo puede darse dentro de lo que es palabra divina. En general parece que únicamente puede ser objeto de fe dogmática lo dicho por Dios en forma directa (explí­cita o implí­citamente), pero no lo deducido de la palabra divina. No cabe recurrir al hecho de que Dios conoce las posibles conclusiones que se sacarán de lo dicho por él, con el fin de poderlas considerar como palabra divina. Puesto que Dios ha querido usar palabras humanas, su locución debe ser entendida según las reglas del lenguaje humano. Por otra parte, el papel de la Iglesia en la definición de un dogma es puramente declarativo. La verdad definida ha de ser anteriormente palabra de Dios. En todo caso, es importante subrayar que, aunque el término del progreso dogmático haya de estar contenido objetivamente en el depósito y deba ser homogéneo con él, sin embargo el medio de la evolución dogmática no siempre consiste en una más profunda penetración lógica en el mensaje revelado. En efecto, a veces se llega al término del progreso dogmático por caminos lógicamente insuficientes para crear una certeza, se llega por meras congruencias. Por eso en ocasiones el teólogo ha de realizar una laboriosa reflexión para mostrar la congruencia de un dogma con el depósito de la fe. En esta búsqueda el teólogo no siempre encuentra una orientación en el magisterio de la Iglesia, que a veces se limita a definir una verdad como revelada, sin indicar dónde está revelada.

4. Al señalar las raí­ces del progreso en la inteligencia del depósito, ha quedado insinuado cuáles son los factores del progreso dogmático (Vaticano ir, De divina revelatione, cap. 2, n .o 8). En el momento cumbre es siempre el magisterio infalible de la Iglesia el que cierra y sanciona el proceso, presentando una verdad como dogma a la fe de los fieles (cf. Dz 1792). A veces, el más profundo conocimiento del mensaje lo realiza el magisterio mismo, en su esfuerzo (que incluye la utilización de diversos medios humanos de estudio y consulta teológica) por transmitir el evangelio en forma adecuada a los problemas de los hombres en sus circunstancias concretas. Dentro de esta preocupación por dar una respuesta a los interrogantes de los hombres, debe ser valorada también la importancia de las herejí­as en la historia del progreso de no pocos dogmas. Un segundo factor de progreso lo constituye la reflexión teológica, que sin duda es una función vital en la Iglesia y nace por la necesidad psicológica que el creyente experimenta de esclarecer la obscuridad de la fe. Parece que la reflexión teológica sólo es factor de progreso dogmático en sentido estricto cuando constituye una penetración en el mensaje revelado (inteligencia de la fe), pero no cuando consiste en la deducción de conclusiones (ciencia de la fe en sentido aristotélico), pues sólo entonces el resultado alcanzado se halla dentro del depósito. Esta reflexión teológica normalmente estará condicionada en su temática por factores semejantes a los que operan en el magisterio, aunque, a veces, la penetración más profunda en la revelación se realiza independientemente de las circunstancias del ambiente, p. ej., cuando la obscuridad misma de un dato del depósito invita a la reflexión sobre él. Un tercer factor de progreso dogmático es el sentido de los fieles, fundado en la connaturalidad que la gracia de la fe les da con los objetos creí­dos (Vaticano rl, De Ecclesia, cap. 2, n .o 12). Dado el carácter vital que tiene el conocimiento por connaturalidad, este factor de progreso actúa, sobre todo, en aquellas materias que poseen una más í­ntima relación con la vida cristiana y la piedad. De ahí­ que se haya resaltado la importancia excepcional del sentido de los fieles en el desarrollo de los dogmas marianos (Dillenschneider). A veces se ha concebido la distinción entre Iglesia docente y discente como si ésta fuera plenamente pasiva en relación con aquélla. Nada hay que no sea activo bajo la acción de la gracia. La conciencia del papel de los fieles en el progreso dogmático hará comprender el sentido de unas palabras profundas de Paulino de Nola: < Busquemos en todas partes la palabra de Dios; estemos pendientes de la boca de todos los fieles, porque el Espí­ritu Santo inspira a todos ellos" (Epí­stola 23, 36). 5. La serie de factores ambientales que invitan al progreso dogmático en una dirección o en otra, hace comprender que las lí­neas de crecimiento del dogma sean plenamente contingentes. En otras circunstancias históricas hubieran surgido otros dogmas. Pero la contingencia de la lí­nea de crecimiento no debe confundirse con una contingencia de lo realmente obtenido y desarrollado. Todo lo definido infaliblemente por la Iglesia (etapa última del progreso dogmático) es absolutamente irrevocable (Dz 1800 2145). Sin embargo, esa respuesta infalible a una pregunta previa puede abrir la puerta a ulteriores cuestiones; las futuras respuestas a ellas serán nuevas adquisiciones en el progreso dogmático, y éstas irán completando lo que antes se habí­a logrado en forma definitiva. La inmutabilidad de las definiciones no impide el progreso ulterior (Dz 1800). Esta doctrina hará comprender también que, aun cuando el dogma se exprese necesariamente en un lenguaje concreto y en determinados conceptos de una cultura, de modo que en otras circunstancias hubiera asumido otra forma de expresión, sin embargo, esa pluralidad de posibilidades significa solamente una contingencia de las lí­neas de crecimiento, pero no una deficiencia en los resultados. La infalibilidad impide (y hubiera impedido en otras circunstancias) la utilización de conceptos ineptos. Por eso, cuando un concilio no sólo usa sino que además sanciona determinados conceptos, no es lí­cito prescindir de ellos (Dz 2311). Cándido Pozo C) HISTORIA DE LOS DOGMAS I. Historia de los dogmas como ciencia La h. de los d. como ciencia teológica y momento interno de la dogmática misma investiga y expone metódica y sistemáticamente la historia de los dogmas particulares y del conjunto unitario de la fe cristiana. Y muestra a la vez el condicionamiento mutuo entre los diversos contenidos y su relación a la historia del espí­ritu y a sus temas y épocas. A diferencia de la historia de la revelación, la h. de los d. comienza con el final de la revelación en jesucristo y de la predicación apostólica (-> teologí­a bí­blica). Sin embargo, la h. de los d. encuentra ya ejemplarmente su objeto en la Escritura, en cuanto ésta contiene también «teologí­a» (aunque garantizada por la -> inspiración), a diferencia del suceso originario de la revelación, y así­ hay en ella evolución de los dogmas.

Puesto que el dogma no sólo se da en las definiciones explí­citas del magisterio extraordinario, la distinción, posible en principio, entre h. de los d. e historia de la -> teologí­a, prácticamente no siempre puede hacerse con plena claridad, y por esto la historia de la teologí­a se expone dentro de la h. de los d. Esta presupone el hecho de la evolución de los dogmas, que a su vez presupone la historicidad del hombre y de su conocimiento de la verdad. Pues, en efecto, el dogma es verdad de Dios oí­da por hombres en este mundo, creí­da y formulada en conceptos humanos e históricos, y es una función viva de la Iglesia, que, a través de un proceso estructurado en forma esencialmente social, debe aceptar y explicar la verdad recibida de Dios y garantizada por él, anunciándola de manera adecuada a un horizonte intelectual constantemente sometido a mutación. Su método es teológico e histórico; pues la h. de los d. no es simplemente un fragmento de la historia general del espí­ritu y de la religión, sino una ciencia teológica (que tiene la fe como norma), y a la vez es una auténtica ciencia histórica que usa los métodos peculiares de este tipo de conocimiento. La unidad de ambos métodos es posible porque ella se da ya en el sujeto cognoscente y en el objeto de la h. de los d., que constituye una auténtica historia bajo la gracia. La h. de los d. pregunta por el sentido y el alcance de las afirmaciones dogmáticas (de modo que no se puede distinguir adecuadamente de la dogmática), pero hace esto para entender la historia de tales afirmaciones, y así­ no es solamente dogmática sistemática. Puesto que con frecuencia el sentido de las afirmaciones dogmáticas como mejor se ve es por la confrontación con lo opuesto a ellas (herejí­as), la h. de los d. comprende la mayor parte de la -> historia de las herejí­as. La h. de los d. precisa el sentido y el alcance de cada una de las afirmaciones dogmáticas, las compara entre sí­, describe el desarrollo de las formulaciones, descubre las fuerzas de la evolución (las objetivas, las personales, las de la época, las sociales, etc. ), procura entender la dinámica de esta evolución de cara al futuro ulterior y así­ prepara dogmática futura. La h. de los d. no busca únicamente lo que permanece idéntico en la fe bajo las distintas formas mutables (aspecto apologético de la h. de los d.) sino también la diferencia y sucesión de tales formas. Y esto no sólo porque así­ se esclarecen el sentido y la legitimidad de las posteriores fórmulas de fe (a veces redactadas en una definición propiamente dicha), sino también porque únicamente de esa manera aparece la totalidad y plenitud de la conciencia de fe que tiene la Iglesia, pues la h. de los d. no progresa por una sola ví­a, de lo menos explí­cito e impreciso a la formulación más explí­cita e insuperable bajo todos los aspectos (en principio la historia de la comprensión de la fe está siempre abierta hacia adelante y nunca se halla concluida), y el pasado («tradición») en todo momento sigue siendo fuente y norma crí­tica de lo posterior, de modo que nunca queda superado plenamente en las formulaciones posteriores y, por tanto, nunca se hace superfluo para la dogmática misma. De ahí­ se deduce también que la auténtica h. de los d. sólo puede ser cultivada en relación viva con una dogmática que aborde aquellas cuestiones que la proclamación misma de hoy y de mañana le plantea.

II. Historia de los dogmas como hecho real
1. Reflexiones previas de tipo hermenéutico. Naturalmente no podemos tratar aquí­ con detalles la historia de todas las afirmaciones creyentes de la dogmática. Pero incluso una breve visión que no quiera detenerse en la materialidad externa de los dogmas más importantes, tiene que plantearse la cuestión de si pueden aducirse algunos rasgos unitarios de esta historia. Y esa pregunta está relacionada a su vez con la cuestión de si (a pesar de la libertad de dicha historia, por parte de Dios y por parte del hombre) se puede hallar un criterio adecuado para la división en épocas y articulación de la h. de los d. Dada la relación estrecha entre historia de la -> Iglesia (supuesto que ésta sea realmente entendida y estructurada teológicamente) e h. de los d. (como el momento más decisivo de aquélla), hemos de esperar de antemano que el buscado principio estructural se identifique con el de la historia de la Iglesia teológicamente interpretada o constituya una especificación del mismo. Y por tanto hemos de remitirnos a lo dicho sobre el principio estructural de la Iglesia al hablar del –>cristianismo, y hemos de reflexionar nuevamente sobre él de cara a la h. de los d. De ahí­ se deduce que, para la estructuración y articulación caracterí­stica de la h. de los d., pueden utilizarse la confrontación y el encuentro entre la fe eclesiásticamente informada y la situación del mundo que a ella antecede y se le encomienda como problema a resolver. Con lo cual la estructuración de la h. de los d. no queda fundamentada en un elemento casual y heterónomo frente a la esencia del dogma. Pues, por un lado, la h. de los d. se desarrolla como historia de la fe que se sabe llamada a dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe 3, 15) y de la promesa en ella aceptada, y, por otro lado, una interpretación teológí­ca de la situación «profana» del espí­ritu mostrarí­a que ésta está orientada por Dios a tomar conciencia de sí­ misma en la fe cristiana. Y, además, desde la aparición del cristianismo, éste ejerce un influjo configurador incluso en el ámbito aparentemente profano, de modo que en tal situación el cristianismo se encuentra a sí­ mismo (con frecuencia bajo la modalidad de un rasgo cristiano que la Iglesia todaví­a no se ha apropiado conscientemente). Y la historia fáctica de los dogmas no se produjo a la manera de un continuo proceso lógico de explicación, sino, más bien, en medio de un constante cruce – incapaz de un pleno esclarecimiento teórico – entre la historia de la salvación y la profana, entre la historia de la fe y la del pensamiento. Naturalmente, a una h. de los d. articulada según este principio estructural, habrí­a que añadir otros criterios más particulares de división: el de la historia de la organización (¿qué miembros institucionales llevan adelante la h. de los d. y de la teologí­a?); el de la historia del estilo (contacto entre la h. de los d. y la literaria); el de la historia individual (los grandes pensadores con singular fuerza creadora); el de la historia sociológica (la teologí­a en su dependencia de una determinada situación social y económica); el de la historia de la Iglesia (relación entre la historia de la teologí­a y la restante historia de la Iglesia), etc.; por otra parte, entre todos esos aspectos se da una dependencia mutua. Pero aquí­ no podemos entrar en esos criterios subordinados de ordenación y división.

2. A partir de estas reflexiones hermenéuticas se puede decir lo siguiente sobre la división y el proceso de la h. de los d.:
a) El cristianismo por primera vez se ha actualizado plenamente como religión universal de todos los pueblos cuando éstos y sus culturas han alcanzado una palpable y poderosa unidad histórica. E igualmente el dogma de la Iglesia sólo se ha actualizado plenamente cuando se ha producido un encuentro y diálogo entre él como mensaje salví­fico dotado de poderí­o histórico y el espí­ritu del mundo en la época de la cultura mundial, de tal manera que en ese diálogo el dogma codetermina también – en una forma que hoy todaví­a no podemos definir- y siente la suerte del ulterior curso histórico. Bajo esa perspectiva la h. de los d. tiene dos grandes épocas: la del nacimiento de esa actualización y la del diálogo global con el espí­ritu unificado (no decimos reconciliado) de la humanidad. La primera época fundamental va llegando ahora lentamente a su fin, la segunda está comenzando (cf. Vaticano ir, Sobre las misiones). Desde este punto de vista, toda la anterior h. de los d. tení­a un carácter «regional»: era el diálogo de la fe cristiana con una cultura histórica del espí­ritu limitada a una región, la del judaí­smo del tiempo de Jesús, la de la antigüedad helení­stica, la de «occidente»; y todo eso implicaba la constitución de aquel sujeto que está en condiciones de llevar a cabo el diálogo de la revelación divina con toda la historia espiritual del mundo. Por esto, en esa primera época del proceso de la h. de los d. (dirigido por Dios y no conscientemente por el hombre), debí­a manifestarse claramente en el terreno fáctico: que el mensaje del cristianismo no está indisolublemente atado a una particular y regional autointeligencia del espí­ritu histórico del hombre (la fe cristiana se desprende del horizonte intelectual del judaí­smo y del helenismo); y que la Iglesia puede y debe sostener un diálogo real de fe con el «mundo». Pero esto segundo implica el conocimiento históricamente creciente por parte de la Iglesia de que: 1.°, frente a ella hay un permanente socio profano de diálogo (o sea, el conocimiento creciente del carácter profano del mundo, de su autonomí­a relativa, de la imposibilidad de una «sacralización» plena, del poderí­o histórico del mundo y de su tendencia dinámica hacia el futuro, de la distancia que en consecuencia se deduce entre el cristianismo y una forma determinada y fija de sociedad, de economí­a, ere.); 2 °, la Iglesia tiene algo que decir a este socio para su propia vida y su historia (o sea, un creciente conocimiento creyente: de la antropologí­a cristiana, importante también para el campo mundano; de la libre subjetividad del hombre, con todas sus implicaciones para la vida social; del –>derecho natural, con una recta interpretación y fundamentación teológica; de la exigencia de una «humanización» social e individual del hombre; de las posibilidades y lí­mites morales en la configuración del hombre por sus propios medios; de la necesidad de rechazar una postura de indiferencia esotérica frente a un mundo pecador y demasiado abandonado a su corrupción, etc.; 3 °, la Iglesia debe representar frente al mundo lo que es propio de ella y no puede derivarse de éste (o sea, la historia de la defensa e interpretación de su mensaje supramundano acerca del Dios absoluto y de su comunicación por la gracia, frente a los intentos de acomodar este mensaje a ideologí­as humanas; la historia de la «distinción de lo cristiano» y la de la teologí­a, que justifica la acción práctica de la Iglesia y pide una distancia frente al mundo que debe realizarse siempre de nuevo). En el crecimiento consciente de esta triple visión (que se concreta materialmente de diversas maneras, pero no admite una sistematí­zación plena), la inteligencia de la fe por parte de la Iglesia durante esta primera época se desarrolló de tal manera que ella está ahora en condiciones de emprender realmente el diálogo de fe que ahora comienza con el mundo unificado y hecho autónomo.

b) A partir de aquí­, esta primera gran época de la h. de los d. (junto con la historia de la teologí­a) permite también hasta cierto punto una estructuración ulterior. Si nuestra división, comparada con los temas y las divisiones usuales de la tradicional h. de los d., aparentemente no da una articulación perfilada y profunda, hemos de tener en cuenta que la importancia salví­fica en el orden existencial de las posteriores formulaciones dogmáticas frente a las anteriores y, con ello, de la h, de los d. no puede valorarse excesivamente bajo este aspecto (lo permanente de la Iglesia es también aquí­ lo más importante); y en consecuencia, la división sólo puede sacarse del principio dialogí­stico del encuentro con los cambios en las épocas de la historia del espí­ritu. Y la luz de este principio ciertos cambios y progresos en la h. de los d. no aparecen tan importantes como en una h. de los d. que trabaja en forma meramente positivista. Cabrí­a distinguir las siguientes fases teológicas en esta primera gran época de la h. de los d., para entender en su conjunto el movimiento espiritual que se realiza en ella.

1 ° La h. de los d. en la Iglesia primitiva (historia que en su mayor parte se desarrolla todaví­a en la sagrada Escritura). En ella se expresa la nueva concepción de fe por parte de la Iglesia primitiva, sin gran caudal de reflexión y con los medios del AT (marginalmente con los del helenismo). A la vez se supera el horizonte del AT. Lo radicalmente nuevo (la universalidad del evangelio acerca del mediador absoluto de la salvación en la muerte y resurrección) visto precisamente desde la antigua alianza divina, está en continuidad con el AT y lo lleva a su plenitud (Rom 9-11; lucha contra Marción), pero, por otra parte, se despoja de su prehistoria (p. ej., carta de Bernabé; teologí­a paulina de la libertad frente a la ley; polémica antijudí­a; teologí­a de la separación entre la Iglesia y 1a sinagoga).

2 ° La teologí­a de la primera entrada en el cí­rculo cultural del helenismo. En los siglos m y m el universalismo del mensaje de la fe cristiana, despojado de su origen particular, encuentra por primera vez un horizonte intelectual relativamente universal, o sea, una filosofí­a y un imperio de algún modo «mundial> (en esta situación, por un lado las fronteras del imperio romano y las de la Iglesia coinciden y, por otro, dentro de estas fronteras se da un «pluralismo» de oriente y occidente, etc., que termina trágicamente al no ser superado: cisma, cesación del diálogo entre la teologí­a oriental y la occidental). Este primer encuentro – todaví­a bajo la cruz de la persecución – debió producir necesariamente, como era de esperar, una respuesta primera y global, que en su amplio esbozo (el cual debí­a elaborarse luego con mayor detalle) era y siguió siendo ejemplar. La respuesta a la autointeligencia universal del mundo (la –> gnosis helení­stica como denominador común de la concepción oriental y occidental en el terreno religioso) se produjo necesariamente en dos direcciones (y fases): por una parte, autoafirmación defensiva de la revelación procedente de arriba frente a su absorción en la gnosis humana (superación del -> gnosticismo por una teologí­a de la historia de la salvación, junto con la primera teologí­a de la tradición y la formación del canon [Ireneo] ); por otra parte, positivamente, primer intento de un sistema de la fe cristiana con medios helení­sticos y con los peligros que esto entrañaba (-> origenismo). La positiva y negativa reacción dialogí­stica frente al mundo real desarrolló, por un lado, una primera teologí­a del martirio y de la ascética (virginidad), y por otro lado, en oposición a la concepción esotérica de la Iglesia (en el montanismo y en el novacianismo), la primera teologí­a de una relación sobria y real, pero positiva, a un mundo realmente capaz de redención (junto con el «derecho eclesiástico»).

3 ° El tercer perí­odo se extiende desde la época constantiniana hasta el principio de la «edad moderna»; comprende, por tanto, la teologí­a en la antigua «Iglesia imperial» y la de «occidente». En el fondo se trata de un único perí­odo, pues, a pesar del cambio en el substrato etnológico, domina o predomina el mismo horizonte ideológico y humano (-> platonismo y –> aristotelismo como filosofí­a cosmocéntrica), y en ambas partes de esta época se trata del mismo cometido del cristianismo: la asimilación en cierto modo adecuada de aquel ciclo cultural que, configurado cristianamente en su peculiaridad racional, mundana y dinámica, por su carácter providencial debí­a ser el factor activo para la creación de la unidad espiritual del mundo en la segunda época.

En la teologí­a de la Iglesia imperial se elabora la distinción radical entre Dios y el mundo, frente a un panteí­smo latente -> arrianismo), mediante la formación de una doctrina ortodoxa de la ->Trinidad, en la cual los principios de la economí­a salví­fica, Logos y Pneuma, no son sombras secundarias del Dios propiamente dicho, sino el mismo Dios absoluto (sin supresión de la Trinidad aparecida en la historia y así­ inmanente). Con ello surge también una teologí­a que en principio afirma la realidad y bondad creadas del mundo como distinto de Dios, y las defiende en la lucha contra el maniqueí­smo. Se afirma la historicidad del hombre, de la salvación y de la fe misma, contra un «sistema» cerrado (gnóstico en último término) del mundo, conservando la doctrina de la -> «resurrección de la carne» y rechazando la doctrina de la apocatástasis; si bien la -> protologí­a y la –> escatologí­a teológicamente apenas van más allá de las afirmaciones bí­blicas.

Se elabora igualmente una teologí­a de la aceptación radical del mundo distinto de Dios mediante la formación de la cristologí­a ortodoxa en su equilibrio entre separación (nestorianismo) y mezcla (monofisitismo, monotelismo). Dentro de esta fase, en la –> cristologí­a se articula la concepción cristiana de la relación entre Dios y el mundo: la máxima cercaní­a del mundo respecto de Dios implica su máxima liberación para su propio ser.

Otras cosas permanecen todaví­a vacilantes y son aún preguntas abiertas para occidente, o se dan solamente en germen. La verdadera relación entre Iglesia y mundo está todaví­a encubierta bajo una teologí­a imperial del estado sacro (-> Bizancio), la cual no se tambalea realmente hasta la lucha de las -> investiduras, Agustí­n desarrolla por primera vez una teologí­a universal de la historia, pero sin superar el peligro de una identificación del estado «cristiano» con el reino de Dios (representado por la Iglesia, pero no idéntico con ella). Agustí­n (especialmente por su doctrina de la gracia libre en la historia individual de salvación de cada uno, la cual no es simplemente un momento en un proceso cósmico de encarnación y divinización) ofrece un primer esbozo de orientación existencial, que por otra parte va unida a un pesimismo salví­fico en las exposiciones teológicas sobre los efectos del pecado original. En su lucha contra el donatismo queda rechazada una concepción antiinstitucional de la Iglesia, mas por el recurso al brazo secular contra el donatismo, la Iglesia y el Estado se ven unidos en una forma problemática y de graves consecuencias.

En la teologí­a occidental de la edad media el progreso histórico de los dogmas puede resumirse en los siguientes términos:
Se produce una primera sistematización en cierto modo completa del dogma cristiano, con ayuda de un –>aristotelismo que presenta rasgos platónicos y agustinianos (teologí­a de las «sumas»). Ahí­, por una parte, sobrevive todaví­a la concepción del dogma bajo una perspectiva mental de tipo cosmocéntrico (no «transcendental» o personal y existencial, antropocéntrico o propiamente histórico). Pero, por otra parte, al menos en principio se reconoce una autonomí­a relativa a la filosofí­a «secular», distinguiéndola de la fe y la teologí­a, y se enseña igualmente la autonomí­a de las «causas» (Tomás de Aquino), así­ como el carácter sobrenatural de la gracia. Todo eso implica una primera liberación del mundo profano y al mismo tiempo una exposición (condicionada por la época) de la unidad entre el mundo y el cristianismo.

También se delimita más claramente la espera de la Iglesia frente a la del mundo, mediante una elaboración teológica de la constitución social de la Iglesia y de su independencia frente al Estado (incluso «cristiano»), si bien allí­ no se elabora todaví­a la relación entre colegialidad (-> conciliarismo) y primado. Pero ya se nota la tendencia a una directa y total integración de lo «profano» en la salvación y a su mediatización por la Iglesia en el corpus christianorum y en el «sacro imperio».

4. La teologí­a de «transición» desde un medio cultural y espiritual de tipo regional a la situación de una Iglesia mundial. Es indiferente la cuestión de dónde está el principio de esa transición (si ya en Tomás de Aquino, o en la edad media tardí­a, o en la reforma, o en la ilustración, o en la revolución francesa; en todo caso su final ha llegado y se ha manifestado también eclesiásticamente en el Vaticano ir: diálogo con el mundo total, con las religiones no cristianas y con el ateí­smo en medio de la «libertad religiosa». Ese perí­odo de transición es tiempo, mejor o peor aprovechado, de preparación inmediata de la Iglesia y ante todo de su teologí­a para la actual situación universal de tipo pluralista y con una racionalización y humanización técnicas del mundo. Esto ha llevado consigo: una superación eclesiástica y teológica de la situación pluralista dentro de la Iglesia misma mediante el estudio de las diferencias frente a la reforma; la apertura dialogí­stica a los cristianos no católicos (teologí­a ecuménica); una ulterior «liberación» del mundo por el desarrollo de la doctrina del derecho natural (también en el campo social: ius gentium y una flexible doctrina social de la Iglesia), así­ como de un optimismo salví­fico (frente al -> jansenismo; comienzos de una teologí­a positiva de las religiones no cristianas); una nueva concepción de la Iglesia acerca de sí­ misma, por la que ésta ha comprendido la autonomí­a de su vida y su libertad de acción, distanciándose de otras instituciones de la sociedad profana (Vaticano 1 y ii); la conservación de lo auténticamente cristiano (frente a la teologí­a de la -> ilustración y el -> modernismo); y la lenta desvinculación de la fe respecto de un único, regional, transitorio y previamente dado horizonte mental (admisión de las ciencias históricas y crí­ticas en la exégesis y en la teologí­a; nacimiento de una historia de los dogmas y de una crí­tica ciencia bí­blica; progresiva acomodación a un cierto pluralismo de «sistemas» filosóficos por el reconocimiento de una teologí­a oriental, y por una creciente recepción de la filosofí­a antropocéntrica y trascendental de la edad moderna, así­ como de una filosofí­a de la historicidad del hombre, como posible instrumento para una teologí­a ortodoxa; teologí­a de la libertad y de la conciencia personal en una sociedad burguesa y pluralista; superación de la tensión entre ciencias naturales [doctrina de la evolución; y teologí­a). A este respecto la misma escolástica del barroco fue un fenómeno de transición, en cuanto, por una parte, todaví­a como en la edad media, se intentó con amplio éxito un sistema colosal que integrara positivamente en él toda la concepción profana del mundo; y por otra parte, la fe fue abriéndose poco a poco a la nueva situación que iba madurando (p. ej., en los primeros ensayos de una teologí­a histórica, en la filosofí­a cultivada por separado, en el desarrollo del «derecho de gentes», de la psicologí­a de la fe, de la libertad bajo la gracia).

III. La historia de los dogmas y la pastoral
1. El actual pastor de almas debe tener cierto conocimiento de la h. de los d. Sólo así­ puede proclamar la palabra de Dios con aquella agilidad interna que hoy se requiere para mantener claramente la ortodoxia. Debe saber, a fin de que tenga la valentí­a de emprender él mismo nuevos caminos, cuán rica es la historia de la predicación y de la teologí­a en perspectivas y acentuaciones; debe aprender de la h. de los d. que los problemas serios y las profundas dificultades de fe con frecuencia sólo pueden resolverse lentamente, para que así­ se ejercite voluntariamente en la paciencia y esperanza de la fe dentro de su propia situación y, mediante el estudio histórico de los dogmas, ha de aprender a salirse de una monótona repetición de áridas frases del catecismo, inspirándose en toda la riqueza de la tradición.

2. El pastor de almas ha de tener conciencia de que él contribuye al progreso de la h. de los d. La proclamación no es la mera repetición de una teologí­a simplificada, sino que va delante de ella. Su vitalidad, sus problemas y su desarrollo fáctico propulsan la h. de los d. y precisamente la dinámica hacia el futuro de la predicación, la cual debe vivir y actuar en el pastor de almas, confiere a la pregunta por el pasado su seriedad e importancia. Sin esa vertiente pastoral la h. de los d. degenerarí­a en una erudición vana.

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Se deriva del griego dogma, de dokein, «pensar, parecer, parecer bien»; la palabra designa un conjunto de doctrina autoritativamente definido. En la Septuaginta dogma aparece en Ester 3:9; Dn. 2:13 y 6:8 para referirse a un decreto emitido por el rey. En Lc. 2:1 tenemos el decreto de Augusto César; en Hch. 16:4 el decreto, las ordenanzas establecidas por los apóstoles, en Col. 2:14 y Ef. 2:15 el juicio de la ley contra los pecadores, sobre el que Jesús triunfó en la cruz.

En la filosofía griega, especialmente en el estoicismo, esta palabra se refería a principios axiomáticos considerados definitivos, más allá de toda duda. Josefo (Contra Apion. i. 8) llama a los libros judíos sagrados Zeou dogmata, «Los decretos de Dios». Ignacio (Ad Magnes. 13), Orígenes (De principiis IV. 156), y Clemente de Alejandría (Stromateis VII. 763) todos aplican el término a la revelación cristiana. Se designan así aquellas proposiciones de verdad religiosa que se cree tuvieron su origen en la revelación divina y que forman parte de un sistema doctrinal por la autoridad de algún cuerpo religioso.

Wayne E. Ward

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (190). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Definición
    • 1.1 Las tres clases de verdades reveladas
  • 2 Divisiones
  • 3 Carácter Objetivo de la Verdad Dogmática; Aceptación Intelectual del Dogma
  • 4 El Dogma y la Iglesia
  • 5 Dogma y Religión
  • 6 Dogma y Ciencia
  • 7 Bibliografía

Definición

La palabra dogma (del griego dokein) se usa a veces, en los escritos de los autores clásicos antiguos, para significar una opinión o lo que parece verdadero a una persona; otras veces, para señalar una doctrina o posición filosófica, especialmente si se trata de las peculiares doctrinas de una escuela particular de filósofos (Cfr. Cic. Ac. II,9). A veces también se refiere a un decreto u ordenanza pública, un dogma poieisthai. En la Sagrada Escritura se usa, en algunos casos, con el sentido de decreto o edicto de la autoridad civil, como en Lc 2,1: “Sucedió que por aquellos días salió un edicto [edictum, dogma] de César Augusto”. (Cfr, Hch 17,7; Est 3,3). En otros, con sentido de norma de la ley mosaica, como es el caso de Ef 2,15: “Anulando en la carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos” (dogmasin). Y también se aplica a los decretos u órdenes del Concilio Apostólico de Jerusalén: “Conforme iban pasando por las ciudades, les iban entregando, para que las observasen, las decisiones (dogmata) tomadas por los apóstoles y presbíteros en Jerusalén” (Hech 16,4). Entre los Padres más antiguos se acostumbraba nombrar dogmas a las doctrinas y preceptos morales enseñados o promulgados por el Salvador o por los Apóstoles. Y en ocasiones se hacía una distinción entre dogmas divinos, apostólicos y eclesiásticos, según que la doctrina en cuestión hubiese sido enseñada por Cristo o los Apóstoles, o que hubiese sido transmitida a los fieles por la Iglesia.

Pero, siguiendo una larga tradición, actualmente entendemos por dogma una verdad que pertenece al campo de la fe o de la moral, que ha sido revelada por Dios, transmitida desde los Apóstoles ya a través de la Escritura, ya de la Tradición, y propuesta por la Iglesia para su aceptación por parte de los fieles. Brevemente, “dogma” puede ser definido como una verdad revelada definida por la Iglesia. Las revelaciones privadas no constituyen dogmas, y algunos teólogos incluso limitan la palabra definida a doctrinas definidas solemnemente por el Papa o por un concilio general, mientras que una verdad revelada se convierte en dogma aún cuando sea propuesta por la Iglesia por medio de su magisterio ordinario o su oficio de enseñar. El concepto de dogma, entonces, abarca una doble relación: con la revelación divina y con la enseñanza autorizada de la Iglesia (Cfr. Nos. 85-95 del Catecismo de la Iglesia católica, N.T.).

Las tres clases de verdades reveladas

Los teólogos distinguen tres clases de verdades reveladas: verdades reveladas formal y explícitamente; verdades reveladas formal pero sólo implícitamente; y verdades reveladas sólo virtualmente.

Se dice que una verdad es revelada formalmente cuando quien revela pretende transmitir ese mensaje directamente a través de su propio lenguaje, para garantizarlo por la autoridad de su palabra. La revelación es formal y explícita cuando se transmite en términos claros y específicos. Es formal pero implícita cuando el lenguaje no es tan claro y deben utilizarse cuidadosamente las reglas de interpretación para determinar su significado. Y una verdad se llama sólo virtualmente revelada cuando no está garantizada por la palabra de quien transmite pero se puede deducir de algo que sí ha sido formalmente revelado. Ahora bien, las verdades reveladas formal y explícitamente por Dios son indudablemente dogmas en sentido estricto cuando la Iglesia las propone o define. Tales son, por ejemplo, los artículos del Credo de los Apóstoles. De igual modo son dogmas en sentido estricto las verdades reveladas por Dios formalmente, pero en forma implícita. Ejemplo de ellas son las doctrinas de la transubstanciación, de la infalibilidad papal, de la Inmaculada Concepción, algunas enseñanzas de la Iglesia acerca del Salvador, los sacramentos, etc. Toda doctrina definida por la Iglesia como algo contenido en la revelación se debe aceptar como algo formalmente revelado, implícita o explícitamente. Y es un dogma de fe que la Iglesia es infalible al definir esas dos clases de verdades reveladas. El rechazo deliberado de alguna de ellas constituye pecado de herejía. Hay varias opiniones acerca de las verdades reveladas virtualmente. Y ello deriva de la diversidad de posturas respecto al objeto material de la fe (Véase Fe). Baste decir aquí que, según algunos teólogos, las verdades reveladas virtualmente pertenecen al objeto material de la fe y solamente se convierten en dogmas en sentido estricto cuando la Iglesia las define o propone como tales. Para otros, esas verdades no pertenecen al objeto material de la fe divina, ni se convierten en dogmas, estrictamente hablando, por el hecho de ser definidas o propuestas, mas pueden ser llamadas dogmas mediatamente divinas, o eclesiásticas. En la hipótesis de que las conclusiones virtualmente reveladas no pertenezcan al objeto material de la fe, no se ha definido aún si la Iglesia es infalible al definirlas. Sin embargo, en torno a esas verdades, la doctrina de la Iglesia es teológicamente cierta y no puede ser negada legalmente, de modo que aunque la negación de un dogma eclesiástico no sea formalmente una herejía, sí significaría el quebrantamiento de un vínculo de fe y acarrearía la expulsión de la Iglesia por un decreto de anatema o de excomunión.

Divisiones

Las divisiones del dogma son prácticamente las mismas que las de la fe. Los dogmas pueden ser (1) generales o especiales; (2) materiales o formales; (3) puros o mixtos; (4) simbólicos o no simbólicos; (5) y pueden diferir según sus diversos grados de necesidad.

(1) Los dogmas generales forman parte de la revelación destinada a toda la humanidad y transmitida por los Apóstoles. Los especiales son aquellos que son revelados en forma privada. Estos últimos, en sentido estricto, no constituyen verdaderos dogmas, puesto que no son verdades reveladas a través de los Apóstoles, ni son definidos o propuestos por la Iglesia para ser aceptados universalmente por los fieles.

(2) Son dogmas materiales (o divinos, por si mismos, dogmas in se) aquellos que, sin tomar en consideración si son o no definidos por la Iglesia, se aceptan simplemente como revelados. Dogma formal (o católico, “en relación con nosotros”, quoad nos) es aquel que puede ser reconocido como revelado y definido. Lo mismo que en el caso de los dogmas especiales, los materiales no pueden ser llamados dogmas en el sentido estricto de la palabra.

(3) Dogma puro es el que únicamente puede ser conocido a través de la revelación, como es el caso de la Trinidad, la Encarnación, etc. Dogma mixto es aquel que puede conocerse ya por la revelación ya por el razonamiento filosófico, como la existencia y los atributos de Dios. Ambas clases de dogma son tales estrictamente hablando, pues se pueden considerar revelados y definidos.

(4) Los dogmas contenidos en los símbolos o credos de la Iglesia son llamados simbólicos; los demás son no simbólicos. De ahí que todos los artículos del Credo de los Apóstoles sean verdaderos dogmas, pero no todos los dogmas pueden ser técnicamente llamados artículos de fe, aunque así se les conozca ordinariamente.

(5) Finalmente, hay dogmas a los cuales es indispensable adherirse por la fe como condición necesaria para salvarse, mientras que en otros tal adhesión sólo se hace necesaria por un precepto divino. Unos dogmas deben ser conocidos y creídos explícitamente, mientras que para otros basta una adhesión implícita.

Carácter Objetivo de la Verdad Dogmática; Aceptación Intelectual del Dogma

Siendo el dogma una verdad revelada, su carácter intelectual y su realidad objetiva dependen del carácter intelectual y la realidad objetiva de la revelación divina. De modo que aplicaremos aquí al dogma las mismas conclusiones que se desarrollan, con mayor profundidad, en el artículo sobre revelación. ¿Debe reconocerse el dogma simplemente como una verdad revelada por Dios?. ¿Pueden aceptarse los dogmas como verdades objetivas, destinadas a ser entendidas por el entendimiento humano?. ¿Debemos creerlas con nuestra razón?. ¿Debemos admitir la distinción entre dogmas fundamentales y no fundamentales?

(1)Los racionalistas niegan la existencia de la revelación divina sobrenatural y, por ende, de los dogmas religiosos. Cierta escuela mística enseñó que lo que Cristo inauguró en el mundo fue una “nueva vida”. La teoría modernista merece un tratamiento aparte, dada la condenación que la Iglesia ha hecho de ella. Hay varias posiciones entre los modernistas. Aparentemente, algunos de ellos no niegan todo valor intelectual al dogma (Cf. Le Roy, “Dogme et Critique”). El dogma y la revelación- afirman- se expresan en términos de acción. De ese modo, cuando se dice que el Hijo de Dios “descendió de los cielos”, los teólogos no quieren decir con ello que Él bajó del modo como bajan los cuerpos o como se dice que los ángeles se desplazan de un sitio a otro, sino que intentan expresar la unión hipostática en términos de acción. Cuando profesamos nuestra fe en Dios Padre- según Le Roy- lo que decimos es que debemos actuar ante Dios como si fuéramos sus hijos, pero que ni la paternidad de Dios, ni los demás dogmas de la fe, como la Encarnación, la Trinidad, la Resurrección, etc., forman una idea en la mente. Según otros modernistas, Dios no ha revelado nada a la mente humana. Ellos opinan que la revelación comenzó siendo una forma de conciencia del bien y el mal, y que la evolución o desarrollo de la revelación no consiste sino en el desarrollo del sentido religioso, el cual alcanzó su punto más alto, hasta el momento, en el moderno Estado liberal y democrático. Consecuentemente, siguiendo la lógica de esos autores, los dogmas de fe, considerados como dogmas, no tienen ningún significado para la razón, ni es necesario que creamos en ellos racionalmente. Podemos rechazarlos; basta que los utilicemos como guía para nuestra conducta. (Vease, Modernismo). En contra de esta doctrina, la Iglesia enseña que Dios ha hecho revelaciones a la mente humana. Existen, indudablemente, atributos divinos relativos y algunos de los dogmas de fe pueden ser expresados usando simbolismos de acción, pero también presentan a la mente un significado distinto de la acción. La paternidad de Dios puede implicar que debemos actuar ante Él como hijos ante su padre, pero igualmente trae a la mente conceptos analógicos de nuestro Dios y Creador. Hay también verdades, como la Trinidad, la Resurrección de Cristo, su Ascensión, etc., que constituyen hechos absolutamente objetivos y que pueden ser creídos aún si sus consecuencias prácticas pudiesen ser ignoradas o minusvalorizadas. Los dogmas de la Iglesia, tales como la existencia de Dios, la Trinidad, la Encarnación y la Resurrección, los sacramentos, el juicio futuro, etc., tienen una realidad objetiva y son hechos tan reales y verdaderos como el hecho de que Augusto fue Emperador de Roma, o que George Washington fue presidente de los Estados Unidos.

(2) Procediendo abstractivamente a partir de la definición de la Iglesia, una vez que nuestra mente ha aceptado que Él nos habla, quedamos obligados a dar a Dios el honor de nuestro asentimiento a la verdad revelada. Incluso los ateos admiten, hipotéticamente, que, si existiese un ser infinito distinto del mundo, deberíamos brindarle el honor de creer su divina palabra.

(3) Consecuentemente no es válido distinguir entre verdades reveladas fundamentales y no fundamentales para insinuar que hay verdades que, aunque se reconozcan como reveladas por Dios, pueden ser legalmente rechazadas. Sin embargo, si bien implícitamente debemos creer toda verdad sustentada por la Palabra de Dios, sí somos libres de admitir que hay verdades más importantes que otras, y que algunas de ellas exigen ser conocidas explícitamente, mientras que otras sólo requieren una fe implícita.

El Dogma y la Iglesia

Las verdades reveladas no adquieren su carácter formal de dogmas hasta que son definidas o propuestas por la Iglesia. En tiempos recientes se ha sentido cierta hostilidad hacia la religión dogmática, considerada como un cuerpo de verdades definidas por la Iglesia. Tal hostilidad se acentúa cuando se considera que es el Papa quien las define. La teoría del dogma tratada aquí presupone la aceptación de la doctrina de la infalibilidad del oficio de enseñar de la Iglesia y del Pontífice Romano. Es evidentemente necesario, por tanto, hacer notar algunos puntos: (1) lo razonable de la definición del dogma; (2) la inmutabilidad del dogma; (3) la necesidad de la fe en el dogma para salvaguardar la unidad de la Iglesia; (4) las inconsistencias que se le adjudican a la definición del dogma.

(1)Contrario a la teoría de la interpretación de la Escritura basada en el criterio individual, los católicos consideramos como algo totalmente inaceptable la postura de que Dios reveló al mundo un conjunto de verdades pero que no designó oficialmente a ningún maestro para interpretarlas, ni a ningún juez autorizado para resolver controversias al respecto. Esto es tan ilógico como pensar en una legislatura civil que hiciera leyes para todos y cediera a cada individuo el derecho y la obligación de interpretarlas y de dirimir controversias de acuerdo a su criterio particular. La Iglesia y el Sumo Pontífice han sido revestidos por Dios con el privilegio de la infalibilidad para poder llevar a cabo su función como maestros universales en las esferas de la fe y de lo moral (Cfr. Nos. 889-892 y 2035 del Catecismo de la Iglesia Católica, N.T.). Esta necesidad lógica constituye un argumento irrefutable de que los dogmas definidos y enseñados por la Iglesia son las verdades contenidas en la revelación divina.

(2) Los dogmas de la Iglesia son inmutables. Los modernistas sostienen que los dogmas religiosos, como tales, no tienen ningún significado intelectual; que nadie está obligado a creerlos racionalmente; que pueden ser falsos; que basta que los utilicemos como guías de acción; que deberán modificarse cuando el espíritu de la época los haga obsoletos; cuando pierdan su valor como reglas para una vida religiosa liberal. Pero según la doctrina católica la revelación divina se dirige a la mente humana y expresa verdades genuinas y objetivas y, consecuentemente, los dogmas son verdades divinas inmutables. Son verdades perennemente inmutables que Augusto fue emperador de Roma y que George Washington fue el primer presidente de los Estados Unidos. La fe católica sostiene que, del mismo modo, existen y existirán verdades eternamente inmutables como las que afirman que hay tres personas en Dios, que Cristo murió por nosotros, que resucitó de entre los muertos, que fundó la Iglesia, que instituyó los sacramentos. Podemos distinguir entre las verdades en si mismas y el lenguaje en el que estas se expresan. Puede ser que el significado pleno de ciertas verdades reveladas emerja sólo paulatinamente, pero la verdad permanece siempre. Puede variar el lenguaje, o puede ser que éste sea usado con diferente significado, pero siempre se podrá llegar a saber qué sentido se les dio en el pasado a las palabras.

(3) Nuestra fe en las verdades reveladas no debe estar condicionada a su definición por la Iglesia. Basta que sepamos que Dios las reveló. La necesidad de creerlas una vez que han sido definidas o propuestas por la Iglesia se aplica a nuestra preservación del vínculo de la fe. (Véase Herejía).

(4) Por último, y contrario a lo que a se afirma en ocasiones, los católicos no admiten que los dogmas son creaciones arbitrarias de la autoridad eclesiástica. Tampoco admiten que el número de los dogmas se pueda incrementar al gusto, ni que sean instrumentos de subyugación de los ignorantes, ni que se conviertan en obstáculos para la conversión de algunos. Mas no se puede dar solución satisfactoria a esos cuestionamientos sin hacer referencia a asuntos más fundamentales. Las definiciones dogmáticas serían arbitrarias si no existiese, como una institución divina, el oficio infalible del magisterio eclesiástico. Si, por otro lado, como aseguran los católicos, Dios ha establecido en su Iglesia una función infalible, una definición dogmática no puede ser considerada algo arbitrario. La misma providencia divina que protege a la Iglesia del error la protege de una multiplicación desordenada de dogmas. Más aún, siendo las definiciones dogmáticas actos de auténtica interpretación y promulgación del significado de la revelación divina, difícilmente pueden considerarse como instrumentos de subyugación, ni obstáculos a la conversión. Todo lo contrario, la autorizada definición de la verdad y condenación del error son argumentos sólidos que pueden llevar a la Iglesia a aquellos que buscan la verdad sinceramente.

Dogma y Religión

Se ha acusado a la Iglesia Católica a veces de que, como consecuencia de sus dogmas, la vida religiosa de sus fieles se reduce a creencias meramente especulativas y a formalidades sacramentales externas. Es una acusación extraña que nace de prejuicios o de falta de conocimiento de la vida de la Iglesia. Definitivamente, la vida en las instituciones conventuales o monásticas no es simple formalidad externa. Las prácticas religiosas externas de los seglares católicos, tales como la oración pública, la confesión, la comunión, etc., exigen un cuidadoso auto examen interno, autodisciplina, y varios otros actos de religión interna. Y bástenos observar la vida cívica de los católicos, sus acciones de filantropía, sus escuelas y hospitales, orfanatos, sus organizaciones de caridad, etc., para convencernos de que la religión dogmática no degenera en meras formalidades exteriores. En contraste con eso, en las instituciones cristianas no católicas, a la disipación de la religión dogmática sigue invariablemente la descomposición de la vida cristiana sobrenatural. Si llegase a desaparecer el sistema dogmático de la Iglesia Católica, con su cabeza infalible, ningún sistema basado en el criterio particular podría impedir que el mundo retornara al seguimiento de los ideales paganos. Ciertamente el dogma no es ni el principio único ni el fin único de la vida católica. Si el católico sirve a Dios, honra a la Trinidad, ama a Cristo, obedece a la Iglesia, frecuenta los sacramentos, participa en la Misa y cumple los mandamientos es porque cree racionalmente en Dios, en la Trinidad, en la divinidad de Cristo, en la Iglesia, en los sacramentos y en el sacrificio de la Misa, en la obligación de cumplir los mandamientos. Es más, cree que todas esos contenidos constituyen verdades objetivas e inmutables.

Dogma y Ciencia

A pesar de lo anterior, se objeta que el dogma limita la investigación, antagoniza la independencia de pensamiento e imposibilita la teología científica. Podemos pensar que esta objeción es planteada por protestantes o por no creyentes. Consideremos la objeción desde los dos puntos de vista (La lectura de la encíclica Fides et Ratio de S.S. Juan Pablo II, será de gran provecho en este punto, N.T.).

(1)Los católicos reconocen en el dogma una influencia que va más allá de la investigación científica y de la libertad de pensamiento. Los protestantes también profesan adherirse a ciertas creencias dogmáticas supuestamente opuestas a la investigación científica y en conflicto con los descubrimientos de la ciencia moderna. Antiguas dificultades relativas a la existencia de Dios, o a su demostrabilidad, al dogma de la creación, los milagros, el alma humana, y la religión sobrenatural han sido vestidas con nuevos ropajes y promovidas por escuelas científicas contemporáneas a partir de los más recientes descubrimientos de la Geología, la Paleontología, Biología, Astronomía, Anatomía Comparativa y Fisiología. Mas los protestantes, al igual que los católicos, profesan creer en Dios, en la creación, en el alma, en la Encarnación, en la posibilidad de los milagros. También sostienen ellos que no hay conflicto entre las conclusiones genuinas de la ciencia y los dogmas bien entendidos de la religión cristiana. De ahí que los protestantes no puedan lógicamente quejarse de que los dogmas católicos impiden el desarrollo científico. Pero sí se insiste en que, en el sistema de la Iglesia Católica, las creencias no admiten criterios individuales y que detrás de los dogmas de la Iglesia está la sombra pesada de su episcopado. Ciertamente, los católicos saben que la autoridad eclesiástica está detrás de la fe dogmática, pero ello de ninguna manera ata su libertad intelectual. En todo caso, simplemente les hace preguntarse acerca de la constitución de la Iglesia. Los católicos encuentran difícil creer que Dios haya revelado a la humanidad un conjunto de verdades y que no haya establecido una autoridad viva para que interpretara, enseñara y salvaguardara ese cuerpo de doctrina, y para que decidiera en casos de controversia. La autoridad del episcopado, en unión con el Supremo Pontífice, para controlar la actividad intelectual es correlativa a su autoridad para enseñar la verdad sobrenatural. La existencia de jueces y magistrados no amplía el ámbito de nuestras leyes civiles; ellos son la autoridad viva para interpretar y aplicar la ley. De modo semejante, la autoridad episcopal tiene como campo la verdad de la revelación, y sólo prohíbe aquello que no concuerda con la totalidad de esa verdad.

(2) Al discutir la cuestión con los no creyentes, se hace notar que la ciencia es “la observación y clasificación, o coordinación, de los datos o fenómenos individuales de la naturaleza”. Los católicos son absolutamente libres de emprender cualquier investigación científica en los términos planteados por esa definición. No existe prohibición o restricción alguna para que los católicos observen y coordinen los fenómenos de la naturaleza. Algunos científicos, sin embargo, no se constriñen a la ciencia en los términos que ellos mismos la han definido. Proponen teorías frecuentemente contrarias a la misma observación experimental. Hay quien sostiene, como verdad científica, que Dios no existe; que su existencia no es cognoscible; que el mundo no ha sido creado. No falta quien niega, en nombre de la ciencia, que el alma exista, o que sea posible la revelación sobrenatural. Indudablemente que tales negaciones no tienen sustento en el método científico. El dogma católico y la autoridad eclesiástica limitan la actividad intelectual sólo en la medida en que se considera necesario para salvaguardar las verdades de la revelación. Si los científicos no creyentes aplicasen también el método científico al estudiar el catolicismo, observando, comparando, haciendo hipótesis y hasta formulando conclusiones científicas, podrían constatar que la fe dogmática para nada interfiere con la legítima libertad de los católicos para emprender investigaciones científicas, para cumplir sus deberes ciudadanos o para desempeñar cualquier otra forma de actividad que ayude al progreso y al saber. Ninguna teoría contraria al dogma puede negar los hechos constatables de la multitud de servicios prestados por los católicos en todas las áreas del saber y del servicio social. (Véase Fe, Infalibilidad, Revelación, Ciencia, Verdad).

Bibliografía

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Fuente: Coghlan, Daniel. «Dogma.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909.
http://www.newadvent.org/cathen/05089a.htm

Traducido por Javier Algara Cossío.

Fuente: Enciclopedia Católica