Biblia

ESPIRITU SANTO, DONES DEL

ESPIRITU SANTO, DONES DEL

Dentro de la teologí­a sistemática, los d. del E.S. constituyen un elemento de la justificación. El concilio de Trento ve en los dones (dona) un componente de la «renovación interior» (Dz 799). La liturgia habla de los siete dones del Espí­ritu (himnos: «Veni, Sancte Spiritus», «Veni, Creator Spiritus»; ordenación del diácono). El fundamento bí­blico es la imagen de la presencia y acción del E.S. en el justificado que se nos ofrece principalmente en el libro de los Hechos, en las cartas paulinas y en Juan. El que está unido por la ->fe con Cristo participa de su Espí­ritu y es sujeto o portador del mismo. La tesis de que la participación del Espí­ritu de Cristo como cabeza de la Iglesia y de la creación se despliega y opera en los d. del E.S. se apoya en Is 11, 2. Aquí­ se dice del futuro Mesí­as que sobre él reposa el espí­ritu del Señor: espí­ritu de sabidurí­a y entendimiento, espí­ritu de consejo_ y fortaleza, espí­ritu de ciencia y de piedad, espí­ritu de temor del Señor (según la Vulgata; en el texto original falta el don de piedad).

Para la inteligencia de los dones hay que tener presente que, en la Iglesia antigua, tanto la teologí­a oriental como la occidental, al desarrollar la doctrina de la Escritura sobre el Espí­ritu, entendió a éste mismo como don de Dios a los justos. Agustí­n enriqueció esa idea con el pensamiento de que el E.S. es el amor que procede del Padre y del Hijo y, por ello precisamente, el regalo de Dios al hombre, pues el primer don del amor es siempre el -> amor mismo. Agustí­n no pudo dejar de ver que la definición de la persona del E.S. como don de Dios al hombre entraña el peligro de atribuir al Espí­ritu un carácter temporal o creado. El cree evitarlo con la afirmación de que la persona del E.S. no está constituida por la donación efectiva que tiene lugar en el tiempo, sino por la «donabilidad» eterna. Agustí­n no se crea ningún problema por el hecho de que también así­ queda incluida en la personalidad del E.S. su relación a la creacion.

La teologí­a posterior, a parte de sus especulaciones caprichosas, aceptó sin reparos estos pensamientos. Si el Espí­ritu mismo es el don de Dios a los hombres, los siete «dones» aparecen como consecuencias y manifestaciones del don salví­fico fundamental. Sin embargo, la cuestión de cómo hayan de interpretarse más precisamente estas manifestaciones concomitantes y la del número de «dones» halló respuestas discrepantes en el curso de la teologí­a, hasta que en el siglo xiii se impusieron el número septenario y la explicación que hallamos en Tomás de Aquino (ST, II-ii q. 8, etc.). Según esta explicación, los dones son estados o cualidades creados por Dios, que capacitan al hombre para seguir con gusto y facilidad los impulsos divinos de orden salví­fico, sobre todo para tomar la recta decisión en situaciones complicadas y oscuras, en medio de la confusión producida por las razones en pro y en contra. En el fondo de esta explicación tomista está la teorí­a de la –> potencia obediencial, por la que el hombre, en virtud de su condición de criatura, está abierto a la acción divina y es capaz de recibirla. Según esto, los dones son modificaciones especiales, en orden a la salvación eterna, de la apertura a Dios inherente a la esencia del hombre. Ellos reprimen además las fuerzas del orgullo, del egoí­smo y de la pereza, que se oponen a la acción de la gracia de Dios (-> concupiscencia). En cuanto Dios es acción permanente, dichas cualidades del hombre para la recepción del obrar divino en la propia acción son producidas de nuevo constantemente. Permanecen como estados en cuanto son creadas constantemente. A esta interpretación objetiva de los d., usual en la teologí­a sistemática, hay que añadir el componente personal. Con lo cual aparece bajo una luz nueva la misma inteligencia objetiva. El componente personal hay que verlo en que el E.S., como don de Dios al justo, opera en éste tanto la inclinación al obrar salví­fico, como ese mismo obrar (sin que por ello deje el hombre de ser autor de su acción; ->gracia y libertad). El Espí­ritu (en cuanto «gracia increada») opera siempre como Espí­ritu uno. Pero opera de forma que surgen efectos distintos, según la situación histórica en que el hombre ha de realizar su relación con Dios. La pluralidad no radica en el Espí­ritu de Dios, sino en el hombre. En la teologí­a occidental se discutió la cuestión de si esta actividad es un proprium (una propiedad personal) o una apropriatio (mera atribución al E.S.). La teologí­a escolástica habla en general de una appropriatio. Sin embargo, de acuerdo con las indicaciones de la Escritura y la doctrina de los padres de la Iglesia oriental, parece mejor hablar de una propiedad personal del E.S., en el sentido de que el Padre, el Hijo y el E.S. obran salví­ficamente de modo correspondiente a su respectiva propiedad personal. Hay que decir además que, por analogí­a con la encarnación del Logos, el E.S., como principio vital de la comunidad eclesiástica y del individuo, se une con ellos por una unidad dinámico-personal (no ontológicopersonal). La doctrina de fe sobre la unidad y unicidad del obrar divino ad extra no se opone a esta tesis, que no se refiere al campo de la causalidad eficiente, sino al de la causalidad formal (o cuasi-formal). Por lo que se refiere al destinatario de los d., la teologí­a sistemática acostumbra a centrarse en el justo como individuo. Pero no hemos de olvidar que el individuo, por más que la salvación eterna sea su destino personal, recibe la justificación como miembro de la comunidad, está obligado a ésta y sirve o daña a ella con su obrar. En cuanto la comunidad es el «a priori» sociológico para la salvación del individuo, los d. del E.S. están al servicio de la vida y del crecimiento de la comunidad en el conocimiento y amor de Cristo en medio de los cambios de las épocas históricas. En 1 Cor, los d. del E.S. (sabidurí­a, ciencia, profecí­a, glosolalia = gritos inarticulados procedentes del entusiasmo de la fe, y su interpretación) son entendidos eclesiológicamente como formas de expresión del cuerpo único de Cristo y como ayudas para su edificación. En el campo el regalo de Dios al hombre, pues el primer don del amor es siempre el -+ amor mismo. Agustí­n no pudo dejar de ver que la definición de la persona del E.S. como don de Dios al hombre entraña el peligro de atribuir al Espí­ritu un carácter temporal o creado. El cree evitarlo con la afirmación de que la persona del E.S. no está constituida por la donación efectiva que tiene lugar en el tiempo, sino por la «donabilidad» eterna. Agustí­n no se crea ningún problema por el hecho de que también así­ queda incluida en la personalidad del E.S. su relación a la creacion.

La teologí­a posterior, a parte de sus especulaciones caprichosas, aceptó sin reparos estos pensamientos. Si el Espí­ritu mismo es el don de Dios a los hombres, los siete «dones» aparecen como consecuencias y manifestaciones del don salví­fico fundamental. Sin embargo, la cuestión de cómo hayan de interpretarse más precisamente estas manifestaciones concomitantes y la del número de «dones» halló respuestas discrepantes en el curso de la teologí­a, hasta que en el siglo xiii se impusieron el número septenario y la explicación que hallamos en Tomás de Aquino (ST, II-ii q. 8, etc.). Según esta explicación, los dones son estados o cualidades creados por Dios, que capacitan al hombre para seguir con gusto y facilidad los impulsos divinos de orden salví­fico, sobre todo para tomar la recta – . decisión en situaciones complicadas y oscuras, en medio de la confusión producida por las razones en pro y en contra. En el fondo de esta explicación tomista está la teorí­a de la –> potencia obediencial, por la que el hombre, en virtud de su condición de criatura, está abierto a la acción divina y es capaz de recibirla. Según esto, los dones son modificaciones especiales, en orden a la salvación eterna, de la apertura a Dios inherente a la esencia del hombre. Ellos reprimen además las fuerzas del orgullo, del egoí­smo y de la pereza, que se oponen a la acción de la gracia de Dios (-> concupiscencia). En cuanto Dios es acción permanente, dichas cualidades del hombre para la recepción del obrar divino en la propia acción son producidas de nuevo constantemente. Permanecen como estados en cuanto son creadas constantemente. A esta interpretación objetiva de los d., usual en la teologí­a sistemática, hay que añadir el componente personal. Con lo cual aparece bajo una luz nueva la misma inteligencia objetiva. El componente personal hay que verlo en que el E.S., como don de Dios al justo, opera en éste tanto la inclinación al obrar salví­fico, como ese mismo obrar (sin que por ello deje el hombre de ser autor de su acción; ->gracia y libertad). El Espí­ritu (en cuanto «gracia increada») opera siempre como Espí­ritu uno. Pero opera de forma que surgen efectos distintos, según la situación histórica en que el hombre ha de realizar su relación con Dios. La pluralidad no radica en el Espí­ritu de Dios, sino en el hombre. En la teologí­a occidental se discutió la cuestión de si esta actividad es un proprium (una propiedad personal) o una apropriatio (mera atribución al E.S.). La teologí­a escolástica habla en general de una appropriatio. Sin embargo, de acuerdo con las indicaciones de la Escritura y la doctrina de los padres de la Iglesia oriental, parece mejor hablar de una propiedad personal del E.S., en el sentido de que el Padre, el Hijo y el E.S. obran salví­ficamente de modo correspondiente a su respectiva propiedad personal. Hay que decir además que, por analogí­a con la encarnación del Logos, el E.S., como principio vital de la comunidad eclesiástica y del individuo, se une con ellos por una unidad dinámico-personal (no ontológicopersonal). La doctrina de fe sobre la unidad y unicidad del obrar divino ad extra no se opone a esta tesis, que no se refiere al campo de la causalidad eficiente, sino al de la causalidad formal (o cuasi-formal). Por lo que se refiere al destinatario de los d., la teologí­a sistemática acostumbra a centrarse en el justo como individuo. Pero no hemos de olvidar que el individuo, por más que la salvación eterna sea su destino personal, recibe la justificación como miembro de la comunidad, está obligado a ésta y sirve o daña a ella con su obrar. En cuanto la comunidad es el «a priori» sociológico para la salvación del individuo, los d. del E.S. están al servicio de la vida y del crecimiento de la comunidad en el conocimiento y amor de Cristo en medio de los cambios de las épocas históricas. En 1 Cor, los d. del E.S. (sabidurí­a, ciencia, profecí­a, glosolalia = gritos inarticulados procedentes del entusiasmo de la fe, y su interpretación) son entendidos eclesiológicamente como formas de expresión del cuerpo único de Cristo y como ayudas para su edificación. En el campo de los d. están los carismas, d. inesperados, pero siempre necesarios, para tareas especiales de la Iglesia condicionadas por la situación. Aun cuando la sistematización de los d. corrió paralela con su enfoque de cara al individuo, no por ello han de olvidarse su origen y fin eclesiológicos. Esa sistematización llevó a la distinción entre d. del conocimiento y d. de la voluntad. Esta distinción sirve para la precisión conceptual y muestra el aspecto acentuado en cada caso. En la realidad del acto de fe, el afectado por los impulsos salví­ficos del Espí­ritu es siempre el hombre en su totalidad. Los d. cognoscitivos son entendimiento, sabidurí­a, ciencia y consejo. Todos se mueven en el campo de la fe y de su realización en el mundo y en la historia, sin que tiendan en modo alguno a sustituir el esfuerzo por penetrar cientí­ficamente el mundo y configurarlo técnicamente. Los d. ayudan a entender el misterio salví­fico, a orientarse en el mundo ante el horizonte de Dios, y a percibir los imperativos de Dios en todas aquellas situaciones de la vida en que los mandamientos y las leyes no bastan para decidir, sino que ha de entrar en juego la ponderación de la propia conciencia. Los d. de la voluntad son la piedad, la fortaleza y el temor del Señor. Ellos capacitan, superando el peligro de ->naturalismo y de -> magia, .para amar y reverenciar a Dios como padre omnipotente, para formar con los hombres una sociedad fraternal, para perseverar en las tribulaciones, peligros y riesgos sin resignación inerte, sin fuga hacia el misticismo o la -+ desesperación, y para seguir, con postura crí­tica, los imperativos de la historia como llamadas de Dios.

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Michael Schmaus

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica