ESPIRITU SANTO (I)

tip, DOCT TIPO

ver, REGENERACIí“N, BAUTISMO, SANTIFICACIí“N, LENGUAS, ENFERMEDAD, INSPIRACIí“N, FIESTAS

vet, La tercera persona de la Trinidad. (A) Nombres. Principalmente se le llama: el Espí­ritu de Jehová, el Espí­ritu del Señor, el Espí­ritu del Padre, el Espí­ritu de Jesús (Gn. 6:3; Is. 11:2; 61:1; Mt. 10:20; Hch. 16:18, etc.). Es el Espí­ritu de verdad, de vida, de fe, de amor, de poder, de sabidurí­a, de gracia, de gloria (Jn. 14:17; Ro. 8:2; 2 Co. 4:13; 2 Ti. 1:7; He. 10:29; 1 P. 4:14), etc. (B) Personalidad. El Espí­ritu no es un mero poder ni una expresión figurada de la energí­a divina, como lo pretenden, por ejemplo, los antitrinitarios. La Escritura le atribuye una personalidad distintiva, como también sucede con el Padre y con el Hijo (Mt. 3:16, 17; 28:19; Jn. 14:16, 17; 15:26). Siempre se emplea en relación con el pronombre personal masculino a pesar de que en gr. el término “Espí­ritu” sea neutro (Jn. 16:13, 14; Hch. 13:2). El Espí­ritu piensa, conoce el lenguaje, tiene voluntad (Ro. 8:27; 1 Co. 2:10-13; 12:11). Se le puede tratar como una persona: se le puede mentir, se le puede probar, se le puede resistir, se le puede contristar, se le puede afrentar (Hch. 5:3, 9; 7:51; Ef. 4:30; He. 10:29). Por otra parte también enseña, testifica, convence, conduce, entiende, habla, anuncia (Jn. 14:26; 15:26; 16:8, 13). (C) Divinidad. Los textos que hablan de la personalidad del Espí­ritu afirman también generalmente su divinidad. Posee los atributos divinos: omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia, eternidad (1 Co. 2:10, 11; Sal. 139:7; Zac. 4:6; He. 9:14). Es identificado con Dios, con el Señor (Hch. 5:3, 4). Es la blasfemia contra el Espí­ritu Santo la que no tiene perdón (Mt. 12:31, 32). (D) El Espí­ritu Santo en el AT. Obra en la creación (Gn. 1:2). Es El quien da aliento al hombre y a los animales (Gn. 2:7; 6:3; Jb. 33:4; Sal. 104:29, 30). Esta en medio del pueblo de Dios (Is. 63:11). Capacita a ciertos hombres de cara a una tarea especial (Ex. 31:3; Jue. 6:34; 11:29; 1 S. 16:13). Pero no es dado a todos y puede ser retirado (Jue. 13:25; 16:20; 1 S. 10:10; 16:14). Así­ se explica la oración de David: “No quites de mí­ tu santo Espí­ritu” (Sal. 51:11). Los profetas anuncian claramente cuál va a ser su obra en el Nuevo Pacto: será derramado sobre todo Israel, y sobre toda carne, será dado para siempre, morará en el corazón del hombre, que regenerará y santificará (Is. 44:3; 59:21; JI. 2:28-29; Ez. 36:26-27; Jer. 31:33). (E) La obra del Espí­ritu Santo en Jesucristo. El Señor fue asistido por el Espí­ritu a lo largo de toda su carrera aquí­ en la tierra. Por el Espí­ritu, fue concebido, ungido, sellado, llenado, revestido de poder, conducido, ofrecido en sacrificio, resucitado (Lc. 1:35; 4:18; Jn. 6:27; Lc. 4:1-2,14; He. 9:14; Ro. 8:11). Si el Hijo del Dios viviente no pudo pasar ni un solo dí­a sin la asistencia del Espí­ritu, ¡cuánto más no lo necesitaremos nosotros! (F) Convicción de pecado. Según el Señor Jesús, la primera obra del Espí­ritu en el hombre es la de convencerle de pecado (Jn. 16:8, 11). Sin esta convicción, nadie puede sentir la necesidad de un Salvador; y el pecado que el Espí­ritu destaca es precisamente el de no haber creí­do todaví­a en Cristo. En efecto, los hombres están perdidos no por ser pecadores, sino porque siendo pecadores no reciben al Salvador (Jn. 3:18, 36). La blasfemia contra el Espí­ritu Santo es la atribución de las obras y testimonio del Espí­ritu Santo a Satanás con contumacia, cuando es innegable y totalmente evidente que la obra de testimonio es de Dios. Es este estado en el que el hombre se cierra ante toda la luz posible, ante la misma manifestación plena del poder de Dios en gracia, la Palabra se manifiesta de un modo inexorable (Mt. 12:31-32; Lc. 12:10; Jn. 12:37-40). Este pecado involucra un corazón lleno de odio hacia la verdad y hacia la luz de Dios, y lleva a la perdición, por cuanto encierra al hombre en una actitud totalmente aberrante en contra de Dios y de su testimonio. Se hace así­ absolutamente incapaz e indispuesto a creer. Entonces se hace imposible el arrepentimiento y el perdón (Mr. 3:29; He. 10:26-27). Es un estado irreversible, en el que se da un endurecimiento judicial (cp. el caso de Faraón, endurecido por Dios). Por otra parte, el caso de la persona que anhele ir a Jesús, pero que esté atormentada por la idea de que ha cometido el pecado imperdonable, es totalmente distinto. Su angustia y deseo de ir a Jesús para recibir su perdón constituyen evidencia clara de que no lo han cometido. Las personas encerradas en el castillo de la angustia tienen a su disposición la llave de la promesa en Jn. 6:37. El texto recibe su plena fuerza del original en la versión Reina-Valera revisión 1977: “Al que a mí­ viene, de ningún modo le echaré fuera.” (G) Regeneración y bautismo del Espí­ritu Santo. (Ver también REGENERACIí“N Y BAUTISMO). La regeneración o nuevo nacimiento es la resurrección espiritual que opera el Espí­ritu en el corazón del pecador en el momento de la conversión (Jn. 3:5-8). Es el Espí­ritu el que vivifica (Jn. 6:63) y que nos trae a una nueva vida (Gá. 5:25). El bautismo del Espí­ritu, prometido por Juan el Bautista y Jesús (Mt. 3:11; Mr. 1:8; Lc. 3:16; Jn. 1:33; Hch. 1:4-5), es el acto por el que Dios nos hace, a partir de entonces, miembros del cuerpo de Cristo. El Espí­ritu toma al pecador arrepentido, y lo inmerge en Cristo; une, a partir de entonces, la cabeza con los otros miembros del cuerpo (1 Co. 12:13). Este bautismo lo reciben todos los creyentes; Pablo afirma que es ya un hecho cumplido para el creyente (“por un Espí­ritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”). Esto es cierto incluso de aquellos en Corinto que eran aún carnales (1 Co. 3:1-3; cp. 1 Co. 6:19). En Hechos, la expresión “bautizar con el Espí­ritu Santo” aparece solamente dos veces: con ocasión de Pentecostés, cuando los 120 discí­pulos fueron hechos miembros del cuerpo de Cristo, que el Espí­ritu formó a partir de aquel momento (Hch. 1:5; 2:1-4), y con respecto a la experiencia de los gentiles en casa de Cornelio, que fueron también unidos al cuerpo de Cristo en el momento de su conversión (Hch. 11:15-16). Otros pasajes presentan el bautismo como siendo la operación por la cual Dios nos inmerge en la muerte de Cristo para resucitarnos con El, quedando “revestidos de Cristo” (Ro. 6:3-4; Gá. 3:27; Col. 2:12; Tit. 3:5). El bautismo en cuestión es evidentemente el bautismo del Espí­ritu Santo, del que el bautismo de agua es el sí­mbolo y testimonio. (H) Don y recepción del Espí­ritu. El Espí­ritu Santo es prometido a todos los creyentes (Hch. 2:38), a los que lo pidan (Lc. 11:13), y que obedezcan a Dios (Hch. 5:32). Es un “don” (Hch. 2:38; 5:32; 8:20; 10:45; 11:17; 15:8), que se recibe por la fe (Jn. 7:39; Ef. 1:13; 3:16-17; Gá. 3:2, 5, 13-14; 4:4-7). Antes de Pentecostés, los discí­pulos tuvieron que esperar el descenso del Espí­ritu (Hch. 1:4), lo que ahora ya no es necesario (Hch. 2:17-18). Los samaritanos, que eran medio paganos, tuvieron necesidad de la intervención especial de los apóstoles para recibir el Espí­ritu (Hch. 8:12, 15-17); sin embargo, Cornelio y sus amigos (que estaban en nuestra misma situación como procedentes de la gentilidad) recibieron el Espí­ritu Santo por la sola fe, al oí­r lo que Pedro decí­a, sin la previa imposición de manos ni un anterior bautismo con agua (Hch. 10:43-48). Los doce discí­pulos de Efeso eran solamente discí­pulos de Juan, no de Jesús; una vez aceptaron al Salvador, recibieron el Espí­ritu (Hch. 19:2-6). “Si alguno no tiene el Espí­ritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8:9). Todo el que tenga en claro este punto de capital importancia no carecerá del testimonio interior del Espí­ritu (Ro. 8:15-16). (I) Plenitud del Espí­ritu. El Espí­ritu mora en el corazón del creyente (Jn. 14:16-17, 23; 1 Co. 6:19; Ro. 8:9, 11; 2 Ti. 1:14; 1 Jn. 4:4, 13; Stg. 4:5). Su deseo es el comunicarnos la vida y el poder del Señor (Hch. 1:8; Lc. 4:14, etc.). Podemos contristar al Espí­ritu Santo al resistirle, al entregarnos al pecado (Ef. 4:30; cp. 1 Ts. 5:19; Hch. 7:51). El Espí­ritu, que mora en nosotros eternamente, no nos abandona (Jn. 14:16); pero deja de manifestar su poder, y nos comunica su tristeza y nos convence de pecado. ¿Qué se ha de hacer en tal situación? (I) Siguiendo 1 Jn. 1:7-9, confesar nuestro pecado, creyendo que la sangre de Cristo nos limpia. (II) Volver a buscar la plenitud del Espí­ritu ordenada por Ef. 5:18. Esta deberí­a ser la experiencia normal de todos los creyentes, como lo fue en los primeros cristianos: puntales de la iglesia, diáconos, recién convertidos (Hch. 2:4; 4:4, 31; 6:3; 7:55; 9:17; 13:9, 52). Esta plenitud se obtiene mediante la fe, al “beber” el agua viva del Espí­ritu (Jn. 7:37-39). No es ésta la experiencia de un instante, sino que tiene que ser renovada cada dí­a, ante cada necesidad, hasta que llegue el momento de nuestra transformación completa a imagen de Dios en su presencia (Ef. 3:16-21). Muchos creyentes, al abandonar su primer amor (Ap. 2:4), han perdido precisamente esta plenitud que hací­a rebosar su corazón en el momento de su conversión. Para volver a hallarla, debe arrepentiste de su desví­o, recibiendo el perdón que Dios ofrece y volver a beber de la fuente inagotable de la gracia (Jn. 4:13-14; 10:10), al andar no según la carne sino según el Espí­ritu para la gloria de Dios (Gá. 5:16-25). (Véase SANTIFICACIí“N). (J) Unción y dones del Espí­ritu. Habiendo venido a ser reyes y sacerdotes con Cristo, los creyentes han recibido, todos ellos, la unción del Espí­ritu (Ap. 1:6; 2 Co. 1:21; 1 Jn. 2:20, 27). Un don del Espí­ritu (o don espiritual) es la calificación sobrenatural acordada a cada creyente, con vistas al servicio que cada uno tiene que llevar a cabo en el seno del cuerpo de Cristo (1 Co. 12:27; cp. 12:11). Pablo enumera una cantidad de estos dones: sabidurí­a, conocimiento (1 Co. 12:8), fe, sanidad (1 Co. 12:9), milagros, profecí­a, discernimiento de los espí­ritus, lenguas, interpretación (1 Co. 12:10), don de ser apóstol, de enseñar, de ayudas, de gobiernos (1 Co. 12: 28); de evangelista, de pastor (Ef. 4:11); de ejercer liberalidad (Ro. 12:8). No se dice que esta enumeración sea exhaustiva. Sea cual sea la tarea, Dios dará la capacidad necesaria. ¿Quién escoge el don que nosotros debemos recibir? Dios mismo, como El quiere (1 Co. 12:11, 18). El da a cada uno (1 Co. 12:6-7, 11, 27) un don diferente (1 Co. 12:8-10, 29-30; Ro. 12:4-6). Así­, es un error decir que todos deberí­an hablar en lenguas como señal de su bautismo del Espí­ritu (cp. 1 Co. 12:10, 13, 30). (Véase LENGUAS [DON DE]). Se debe señalar que cada uno de los dones enumerados es sobrenatural, y no únicamente los tres dones de milagros, sanidades y lenguas. Dios es también soberano en cuanto a la época en la que otorga ciertos dones. Los otorgó en profusión en la época en que se tení­a que acreditar el Evangelio y el Nuevo Pacto (He. 2:4), con señales externas jamás renovadas (Hch. 2:1-3; 4:31). Naturalmente, en la actualidad Dios puede manifestar su poder según su voluntad; de hecho, la mayor parte de los dones (sabidurí­a, conocimiento, fe, evangelistas, pastores, doctores, gobiernos, ayudas, liberalidad) no han dejado nunca de ser dados. En cambio, si bien Dios sana en la actualidad a ciertos enfermos mediante sus siervos, o de manera directa, no da a nadie que se conozca el poder de sanar a “todos”, lo cual era la caracterí­stica del don de Cristo y de sus apóstoles (Mt. 10:8; Mr. 6:56; Lc. 4:40; 6:19; 9:11; Hch. 9:16). (Véase ENFERMEDAD, SANIDAD). La iglesia en Corinto habí­a recibido todos los dones, y 1ª Corintios es la única epí­stola en la que se mencionan estos carismas (1 Co. 1:7; 12:14); todo ello no impidió que los corintios fueran carnales y que tendieran a las contiendas y la división. Así­, lo esencial es estar totalmente sometido al Señor y a la totalidad de su Palabra, discernir el don otorgado a cada uno, y dejarse utilizar para el bien de toda la iglesia. (K) Otros ministerios del Espí­ritu. Se evocan diversas actividades del Espí­ritu mediante los sí­mbolos que le representan: el soplo o viento (Espí­ritu significa “viento”) (Jb. 32:8; Jn. 3:8): la paloma (Lc. 3:22), el aceite (He. 1:9: Lc. 4:18; 1 Jn. 2:20), el fuego (Hch. 2:3-4), el agua viva (Jn. 4:14; 7:38, 39), el sello, la prenda y las arras (Ef. 1:13, 14; 2 Co. 1:21, 22), El Espí­ritu recibe el nombre de Consolador (Paracleto Jn. 14:16), enseña y conduce en la verdad al creyente y a la iglesia da testimonio a Jesucristo (Jn. 14:26; 15:26; 16:13, 14; Hch. 8:29; 13:2). Inspiró a los autores sagrados (1 P 1:11; 2 P. 1:21; 1 Ti. 3:16), da origen a la oración eficaz (Ro. 8:26, 27; Ef. 6:18) y la adoración que agrada a Dios (Jn. 4:23-24). Será, en los últimos tiempos, derramado de una manera particular sobre Israel (Ez. 37:9-14; Zac 12:10). Es por El que nuestros cuerpos mortales serán resucitados (Ro. 8:11). Habiendo recibido, aquí­ en la tierra, las arras del Espí­ritu; en el cielo los creyentes serán llenados por El de toda la plenitud de Dios (Ef. 3:16-21; 2 Co. 3:17, 18). Así­ Dios será verdaderamente todo en todos (1 Co. 15:28). (Véase DIOS, INSPIRACIí“N, FIESTAS [de pentecostés]).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado