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ESTADOS PONTIFICIOS

ESTADOS PONTIFICIOS

I. Origen e historia
El origen y la historia de los E.p. corren paralelos en parte con el origen e historia de la idea del primado. Desde el punto de vista del derecho estatal los E.p. aparecen por vez primera en el siglo viii. Pero sus raí­ces llegan hasta tiempos más antiguos, aun cuando no se remontan hasta el tiempo de Constantino. El culto a Pedro, que desde el’ siglo v se desarrolló con más fuerza dentro y fuera de Roma, condujo a ricas donaciones de los emperadores y de la nobleza. Esta extensa posesión territorial de la Iglesia romana, que desde el siglo vi se llamó Patrimonium Petri, tení­a su centro de gravedad en el sur de Italia y en Sicilia, pero llegaba bastante más allá de Italia. Gregorio Magno supo aumentar poderosamente sus beneficios gracias a su administración centralista y, ante las necesidades que surgieron en el tiempo de las invasiones de los pueblos, los usó como base para una amplia actividad de asistencia social. Al desaparecer la autoridad bizantina, Italia quedó sin guarnición militar. Por esta razón y por el creciente alejamiento espiritual entre la Roma occidental y la oriental a causa de la lucha contra las imágenes en Bizancio, en la Italia central se produjo un vací­o polí­tico, y allí­ la administración y las tareas estatales pasaron paulatinamente a manos de la autoridad espiritual. Primeramente el papa asumió el cuidado de la alimentación y del orden interior de Roma y de las regiones próximas. Con ocasión de los prolongados ataques de los longobardos, le correspondió asimismo la protección de Roma con medios militares y diplomáticos. El prestigio de los soberanos apostólicos ofreció una seguridad más eficaz que la restauración de los muros de la ciudad llevada a cabo bajo Gregorio iii y la coalición con ciudades igualmente aisladas como Ravena, Espoleto y Benevento. En los tratados de paz con los longobardos el papa aparece como el auténtico señor del ducado romano.

Bajo el gobierno de Esteban ii tuvo lugar la separación polí­tica de Bizancio. Como con motivo de un ultimátum longobardo el emperador no envió auxilio alguno, el papa siguió primeramente en 753 al enviado imperial a Paví­a para las negociaciones. Después del fracaso de éstas el papa continuó solo su viaje al reino de los francos para encontrarse con el rey Pipino. Durante el encuentro que tuvo lugar en Ponthion se prometió ayuda bajo juramento al papa que pedí­a protección y en el tratado, sin duda auténtico, de Quiercy (754) se le garantizaba la posesión de Roma y Ravena junto con Venecia e Istria, Espoleto y Benevento, supuesta la destrucción del reino de los longobardos. Por ello Pipino fue distinguido con el tí­tulo de patricio, expresión de su protectorado sobre Roma. Pipino no llevó este tí­tulo. Tras la victoria de Pipino en 756 fueron restituidas a san Pedro la ciudad de Ravena y la pentápolis (en el Adriático desde Rí­mini hasta más allá de Ancona). Juntamente con el ducado de Roma estas regiones formaban ahora los E.p., en los que se creó una administración papal y juraron fidelidad al papa funcionarios y pueblo. De todos modos la extensión de las reclamaciones papales en virtud de la «donación constantiniana», que apareció entonces, y de las promesas de Pipino y más tarde de Carlomagno, nunca coincidió con las restituciones realizadas por los soberanos, aun cuando Carlomagno renovó la promesa de Quiercy y en los años 781 y 786 amplió los E.p. mediante la Toscana meridional, la Campagna y la ciudad de Capua. Más abajo, en el sur sólo se restituyeron los patrimonios. Así­ los E.p., separados ahora del imperio, adquirieron con el papa soberano su forma definitiva. El emperador oriental respondió a esta «apostasí­a» del papa con la total exclusión de éste en el territorio de soberaní­a bizantina, sobre todo con la subordinación eclesiástica a Bizancio de la Italia meridional, Sicilia y el vicariato de Tesalónica.

La peculiaridad de la nueva estructura estatal, que significaba más la exposición visible de una idea que un poder real, se manifestó en la relación cambiante con el imperio occidental. Para proteger la soberaní­a papal el patricio Carlomagno se trasladó a Roma hacia el año 800; mediante la consagración imperial se convirtió en el supremo señor de Roma y de los E.p., e intervino sin dificultades en su administración y en el mantenimiento del derecho. Mientras que en el pacto de Ludovico Pí­o (817) fue garantizada la autonomí­a de los E.p., la Constitutio Romana de 824 creó una comisión mixta, responsable ante el emperador del control de la administración, exigió del recién elegido papa la vinculación mediante juramento a esta regulación e integró así­ los E.p. en el imperio carolingio. Su decadencia puso de manifiesto la debilidad orgánica de un Estado electoral, la contraposición entre la nobleza ciudadana y la familia de san Pedro, el peligro de las rivalidades entre Roma y Ravena, y la vulnerabilidad y el desamparo ante los ataques de los sarracenos. Impulsado por la necesidad, Juan viii creó una pequeña flota papal. La ampliación y mayor autonomí­a de los E.p. alcanzada de Carlos el Calvo quedó naturalmente sin ninguna importancia práctica. La irrupción del sistema feudal condujo a una casi total autonomí­a de grandes sectores de los E.p. bajo sus antiguos administradores. El tí­tulo de patricio lo arrebataron para sí­ ciertos usurpadores con una nueva conciencia de libertad romana. Los E.p. dominados por sus familias sólo se extendieron en el siglo x hasta Roma, la Campagna y la Toscana meridional.

Contra Berengario i, que mantuvo ocupado el exarcado y la pentápolis, Juan xii llamó en ayuda a Otón el Grande, que en 962 restauró mediante un pacto la soberaní­a papal dentro de los lí­mites primitivos, la cual de hecho sólo fue efectiva en el exarcado de Ravena. Pero a la Iglesia romana le faltaban los medios para administrar un territorio mayor con sus propias fuerzas, y sólo la repetida intervención de los soberanos alemanes desde Otón i hasta Enrique iii preservó los E.p. de que éstos se convirtieran en un principado hereditario de las familias de la nobleza romana; pero aun así­, al sublevarse los romanos bajo el gobierno de Otón iii, el papa no logró imponerse en la ciudad.

Sólo la designación de los papas por Enrique iii creó las bases para que los papas de la reforma desde León ix pudieran ejercer nuevamente su soberaní­a en los E.p. Se llegó a auténticas ampliaciones de los mismos. Benevento se sometió a la soberaní­a del papa; Espoleto y Fermo se añadieron a Benevento bajo el pontificado de Ví­ctor ir. La base para la -> reforma gregoriana era naturalmente mayor que los E.p. Como un anillo con derechos de soberaní­a reducida se cerraba fuertemente en torno a ellos una serie de territorios con derechos feudales, algunos de ellos fuera de las fronteras del imperio, empezando por el reino de los normandos bajo el pontificado de León ix y Nicolás ii. Bajo Gregorio vii se vincularon a ellos feudalmente Dalmacia, Rusia y Aragón; Inglaterra, Polonia, Dinamarca y los condes españoles pagaban el óbolo de Pedro. El papa, que creó para sí­ su propia tropa, la militia s. Petri, trató de aumentar el número de vasallos que se comprometieran a favor de las necesidades religiosas y eclesiásticas, y se valió para ello de esas formas feudales. Estos fideles s. Petri, que en parte fueron ganados apelando a la donación constantiniana, y la donación de Matilde de Toscana, que tuvo lugar después de 1076, hicieron posible la lucha del papa contra Enrique iv y proporcionaron la protección armada para llevar a cabo la reforma gregoriana.

A continuación la polí­tica estatal autónoma de los papas se dirigió con más fuerza hacia objetivos meramente territoriales y polí­ticos en Italia, y por ello tuvieron dificultades no sólo con los normandos, sino también en el norte, hasta llegar a la guerra. La masa de bienes alodiales otorgados por Matilde se encontraba en el territorio de Siena hasta Mantua. Primeramente se apoderó de ellos el emperador, hasta que en 1136 Lotario iii hizo que el papa se los diera en feudo, mientras que los feudos de Matilde, sobre todo Ferrara, inmediatamente después de la muerte de la condesa (1115) quedaron anexionados a los E.p.

El concordato de Worms de 1122 no sólo aseguró la devolución de todas las posesiones y regalí­as de san Pedro, sino que significaba también el reconocimiento de la autonomí­a polí­tica de la Iglesia romana. Eso quedó expresado por los honores imperiales atribuidos al papa, reconocidos ya en la constitución de Constantino, por el manto de púrpura en la investidura del papa recién elegido y por la tiara rodeada de una corona dorada que se lleva en determinadas procesiones. Sin embargo la plena soberaní­a estatal se enfrentó con cierta oposición, tanto por parte del movimiento democrático de la ciudad de Roma como por el esfuerzo de los emperadores Hohenstaufen por restaurar el honor del imperio. Mientras que contra aquél se empleó precisamente la ayuda del emperador, los papas de siglo xii se enfrentaron con la voluntad de los emperadores mediante pactos con las ciudades lombardas, y así­ lograron conservar la soberaní­a de los E.p. Las circunstancias favorables (lucha por el trono alemán) y la personalidad dominadora de Inocencio iii crearon una transformación radical, que naturalmente sólo duró unos pocos decenios. Apelando a antiguas promesas de donación registradas en los archivos de posesiones de la Iglesia romana, el papa defendió la recuperación de los territorios perdidos. Consiguió obtener Espoleto, la Marca de Ancona y una franja de la Toscana meridional. Pareció que gracias a las promesas de Otón iv (1201) y a la bula de oro de Egerio (1213) se aseguraban por el derecho imperial y se aproximaban a su realización algunos planes ulteriores. Pero con la unión de Sicilia con el imperio surgió el peligro de que los E.p. se vieran atenazados y sometidos a los amplios planes de dominio de los Hohenstaufen posteriores. Como las propias tropas («soldados pontificios») no pudieron impedir la conquista de los E.p. por Federico ii, los papas llamaron finalmente a Carlos de Anjou. Pontificados que cambiaron rápidamente y la conciencia de poder del nuevo representante feudatario de Sicilia, que fue elegido como senador de Roma y nombrado vicario papal de Toscana, dificultaron considerablemente la restauración de la autoridad papal en los E.p., aun cuando, gracias a la deferencia de Rodolfo de Augsburgo con relación a la Romagna (el primitivo exarcado), éstos pudieron ampliarse.

Si los papas del s. xiii no pudieron alcanzar consolidación alguna de su soberaní­a en los E.p., en el siglo siguiente y especialmente durante el destierro de Aviñón se hicieron generales el desorden y la anarquí­a en las ciudades de los E.p., en los cuales los gibelinos y los güelfos luchaban por el poder. En Roma misma se llegó a la proclamación de la república bajo Cola di Rienzi. Sólo con grandes dificultades pudieron los papas administrar los E.p. por medio de sus legados. Les pareció que era más importante la creación de unos E.p. nuevos junto al Ródano. Allí­ el condado Venesino estaba en manos de la santa sede desde 1274. Clemente vi (1348) compró en 1348 la ciudad de Aviñón incluida en aquel condado; éste y la ciudad siguieron siendo posesión de la Iglesia hasta la revolución francesa. Desde que los papas se establecieron en Aviñón en 1309, apenas pensaron ya en un retorno a Roma, pero trataron de restaurar su soberaní­a en los E.p. Para lograr esto, se esforzó con éxito el cardenal Gil de Albornoz en dos legaciones (1353-67). Las constituciones egidianas dadas por él concedí­an cierta autonomí­a a las ciudades, y hasta 1816 permanecieron como el código de derecho civil del Estado pontificio. Después de la muerte del legado brotaron nuevas revueltas, que no pudieron concluirse ni con el retorno del papa a Roma. Por vez primera fue Martí­n v quien con gran habilidad restauró los E.p. e hizo que la siempre inquieta Bolonia reconociera en 1429 la soberaní­a papal. Para la reforma de la Iglesia le pareció condición previamente necesaria la reestructuración del poder temporal, para lo cual buscó auxiliares de confianza. Creyó encontrarlos en su familia, a la que por eso concedió numerosos feudos. Su obra fue continuada por Nicolás v.

Con los papas del renacimiento los E.p. vivieron el momento culminante de su secularización ideal. Como poder temporal se incorporaron al juego de los pequeños estados italianos. Todos los esfuerzos por conservar la paz para los E.p. en medio de las luchas con sus alianzas tan rápidamente cambiantes, se vieron impedidos por las intrigas y conjuras de los sobrinos, que envolvieron al papa en disputas bélicas con Francia y Venecia. Finalmente el nepotismo sin lí­mites de Alejandro vi llegó a desbancar a los señores que reinaban de hecho en Romagna, en las Marcas y en la Campagna. A éstos iba a sustituir la amplia soberaní­a de Cesar Borgia. Tras la muerte del papa sus conquistas cayeron nuevamente en manos de la Iglesia. Julio II logró someter a los poderosos prí­ncipes locales, recuperó en la guerra contra Venecia y Francia los territorios perdidos, amplió los E.p. con Módena, Parma y Piacenza, y trató de reunir en un todo gobernado uniformemente el caos anterior de señorí­os, feudos y ciudades autónomas. Es cierto que Pablo III, por la concesión de Parma y Piacenza, creó una vez más un poder familiar de los Farnesios, pero después de la muerte de los prí­ncipes feudales ya no se concedieron grandes feudos en los siglos xvi y xvii (Ferrara 1588, Urbino 1630), una vez que Pí­o v hubo prohibido ulteriores concesiones.

La –>reforma católica y contrarreforma, así­ como el -> absolutismo, dieron a los E.p. de los siglos siguientes su sello caracterí­stico, siendo gobernados sin dificultades aparentes por el secretario de estado y el camarlengo, apoyados por una congregación especial. La administración, que estaba por completo en manos clericales, presentó ciertos inconvenientes, sobre todo por el hecho de que casi todas las fuentes económicas se utilizaron exclusivamente en beneficio de la ciudad de Roma, de la curia y del nepotismo ocasional (Urbano viii). Todo ello redundó en perjuicio de las provincias, gobernadas por legados, las cuales no disponí­an ni de una administración uniforme ni de, procedimientos judiciales uniformes. Los ingresos (impuestos indirectos, aduanas, desde Clemente vii también empréstitos, monti) de los E.p. disminuyeron sensiblemente en el siglo xvii. En el siglo xviii el territorio pontificio estaba anticuado en estructura y administración a pesar de todas las tentativas de reforma, carecí­a de «conciencia estatal» en sus súbditos y del soporte de una clase media.

Con la -> revolución francesa empezó el fin de los E. p. Desde mucho tiempo antes éstos habí­an perdido ya su carácter religioso a los ojos del mundo circundante. Y la revolución se negó por principio a reconocer una autoridad espiritual, y en los E.p. vio tan sólo el mayor Estado de Italia, con el que la república francesa entró pronto en guerra. Tras la paz de Tolentino (1797), las legaciones de Bolonia, Ferrara y Romagna fueron cedidas a la república Cisalpina; en 1798 fue ocupado el resto de los E.p., se proclamó la república romana y el papa fue expulsado. Napoleón declaró a Roma ciudad libre, es decir, imperial, e integró los E.p. en el reino de Italia. Pocas semanas más tarde Pí­o vii rechazó expresamente una renuncia indirecta a los E.p. contenida en el concordato de Fontainebleau. Tras la caí­da del corso, Consalvi logró la casi total restauración de los E.p. (1815). A las limitadas reformas administrativas siguió un perí­odo de reacción también en el terreno económico y técnico. Los seglares, excluidos de una responsabilidad verdadera, se congregaron en sociedades secretas que procuraban el derrocamiento del régimen, o se entregaron a las tendencias nacionales del romanticismo italiano. Los papas ni conocieron la fuerza natural del risorgimento, ni, tras el desafortunado experimento de Pí­o ix, quisieron ceder un poco de su soberaní­a o situarse a la cabeza de la guerra contra Austria. De este modo la presencia de tropas extranjeras en Roma pudo detener el movimiento revolucionario en los E.p., pero ya no pudo superarlo. En todo caso era imposible una conciliación interna. Parecí­a una contradicción la existencia de una constitución democrática en el Estado de un papa provisto de una jurisdicción universal. En 1860 las Marcas y Umbrí­a se incorporaron al reino de Cerdeña. Tras la declaración de la guerra franco-germana las tropas francesas abandonaron Roma. Después de una resistencia meramente simbólica las tropas del reino de Italia ocuparon la ciudad eterna el 20 de septiembre de 1870. Un referéndum popular declaraba extinguida la soberaní­a del papa. Los E.p. fueron incorporados al reino de Italia. Como los papas no reconocieron esto y rechazaron la ley de garantí­as, la «cuestión romana» siguió siendo un problema polí­tico de primer orden para el Estado italiano, una reclamación jurí­dica del papa no saldada y un fermento de división entre el catolicismo liberal y el conservador. Por fin los pactos de Letrán de 1929 trajeron una solución pací­fica con la creación de un simbólico Estado pontificio, la ciudad del Vaticano.

II. Importancia y problemática
Raras veces se ve el valor meramente relativo de las formaciones históricas tan claramente como en el caso de los E.p. En los primeros siglos los E.p., originariamente inermes, se consideraron precisamente como una necesaria expresión visible de la autoridad espiritual de la sede de Pedro. Como base para la extensión de la Iglesia en occidente condujeron a que se agudizara intensamente la oposición entre Roma y Bizancio. En la alta edad media ofrecieron una cierta seguridad, con frecuencia insuficiente, para la libertad de la Iglesia y para la independencia del poder papal, pero forzaron a sus señores a desarrollar una polí­tica basada solamente en la ley de lo polí­tico para conservar su territorio. Las luchas, que consumí­an también la substancia religiosa de la Iglesia, aumentaron hasta la aniquilación de los Hohenstaufen. Cuando con la confusión del siglo xiv los E.p. dejaron de ser la base de las finanzas papales, el papado se vio obligado desde Aviñón a crear un sistema complicado de impuestos. Y luego la recuperación de los E.p. absorbió una vez más cerca del 40 % de la economí­a papal. Fue posible renunciar a una parte de los impuestos cuando los E.p. volvieron a ser la fuente de los dos tercios de los ingresos curiales. En los siglos xv y xvi los E. p. hicieron posible una polí­tica espiritual independiente (traslado de los concilios a Ferrara y Bolonia), mientras que la base territorial y financiera era demasiado exigua para acciones de envergadura contra los turcos o en la guerra de los treinta años. También el movimiento que conducirí­a Italia hacia su unidad se escapó de las manos de los sucesores de Julio II.

En cambio los E.p. pudieron evitar la extensión de la -> reforma en la mayor parte de la pení­nsula itálica. En la época postridentina los E.p. más que sujeto fueron objeto de la polí­tica italiana y extraitaliana. Después de la revolución francesa el territorio papal se presentó a los ojos de los «ilustrados» como un anacronismo superado; mas para la conciencia de los fieles, ante el moderno Estado arreligioso, aunque no antirreligioso, se presentó como la ineludible garantí­a de la autoridad espiritual del papa, y no ya como un mero medio, sino como el último baluarte para el ejercicio eficaz del magisterio de la Iglesia (otro punto de vista fue, p.ej., el de Dollinger). La preocupación por su conservación, que para los católicos italianos supuso un grave conflicto de conciencia, hizo que durante largo tiempo se perdiera de vista la cuestión social que se iba intensificando. La pérdida de los E.p. consolidó la veneración y la adhesión del mundo católico al papa, pero a la vez indujo a los polí­ticos a la tentación de sacar de ahí­ un provecho egoí­sta. La magnánima solución de Pí­o xi eliminó la posibilidad de semejante aprovechamiento. Unos E.p. en el sentido medieval serí­an una contradicción insoportable con la idea de Iglesia en el concilio Vaticano ii.

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Hermann Tüchle

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica