ESTETICA

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Ciencia, arte, técnica y filosofí­a de la belleza en abstracto o en concreto. Lo abstracto se refiere al concepto de belleza y a las diversas teorí­as filosóficas que han ido surgiendo a lo largo de la historia. Unas se centran más en los aspectos intelectuales de armoní­a, proporción, perfección y orden. Otras se orientan más a lo afectivo: hermosura, delicadeza, agrado, atractivo. Es conveniente recordar que casi todas coinciden al menos en la definición de Platón: “lo que visto agrada” a la mente o a los sentidos.

Lo concreto se refiere a los modos de encarnar la belleza en una persona, lugar, objeto o producto, que le hace agradable, imitable y admirable.

La estética es una propedéutica de la ética. Es decir, la belleza estimula el acercamiento al bien. No es extraño que las gentes sencillas, y los niños, identifiquen fácilmente lo bueno con lo hermoso y lo feo con lo malo. Pero es evidentemente que ambos campos son muy diferentes: hay cosas feí­simas que son heroicas, como curar una llaga; y hay cosas tal vez hermosas y románticas que son malas, como un romance con el cónyuge de un amigo. Cuando se llega a determinada edad, hay que enseñar a separar la ética de la estética; es decir a juzgar los campos éticos con la inteligencia y los estéticos con la afectividad.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. arte)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Belleza en la Biblia

(-> arte, parábolas). Se ha dicho que los griegos han sido los creadores del arte de Occidente y los judí­os los creadores de la moral. Aceptando sólo en parte esa distinción, pensamos que hay una belleza israelita que se expresa como palabra en el tiempo, superando el nivel de las figuras y representaciones en que se ha movido de manera preferente el arte griego. Sin duda, los israelitas se han sentido fascinados por los í­dolos (iconos bellos, como los que esculpieron los grandes artistas griegos), pues, de lo contrario, no los habrí­an prohibido. También ellos querí­an fabricar a Dios, para así­ fabricarse a sí­ mismos, como seres eternos (ideas, estatuas), en actitud de titanismo que diluye las fronteras de lo divino y de lo humano. También ellos habrí­an querido “robar” el fuego de los dioses (como Prometeo) y adueñarse del mismo ser divino, para manipularlo y hacerse así­ divinos. También ellos querí­an encerrarse en unos mandamientos fijados para siempre, de un modo social, concretados en unas instituciones de poder que distinguen y definen lo que es bueno y lo que es malo. Pero la voz de los profetas les hizo descubrir que esos intentos eran en el fondo suicidas, pues les entregaban en manos de una falsa eternidad, reflejada en las ideas vací­as y en las estatuas muertas, destruyendo su más honda verdad como hombres libres en la historia. Por eso, el arte israelita se puede entender como expresión de una esperanza creadora que se refleja en la misma vida de los hombres, concebidos como imagen de Dios. El arte griego es más propio de los ojos que reposan en una estatua divina, descubriendo en ella el orden eterno de la realidad. Este es el arte que se expresa en los rasgos armónicamente perfectos de Apolo o Atenea, en los que encontramos y adoramos lo que siempre somos, en eterna juventud y belleza, por encima del cambio de los tiempos, por encima de la muerte. Los griegos nos han educado para superar el miedo de la muerte, descubriendo y venerando la eternidad divina de los grandes valores de la belleza y la justicia, fijando así­, a través de esos valores, el bien y el mal, por encima de la existencia limitada de los hombres en la historia. El arte israelita es más propio del oí­do que escucha sin cesar palabras nuevas, renunciando a fijar lo divino en unos rasgos ya hechos. Por eso, abre al hombre hacia el futuro de sí­ mismo, en un camino arriesgado y bellí­simo de vida, en el que nunca se puede “fijar a Dios”, ni distinguir de un modo inmutable lo que es bueno y es malo. El arte israelita nos lleva a descubrir y asumir la finitud de nuestra vida, siempre en camino, haciendo que aceptemos nuestra propia diferencia, pues nada de aquello que pensamos (imagen) o hacemos (ley) es definitivo, presencia de Dios. Esta oposición entre el poeta griego de los ojos y el profeta israelita del oí­do es, sin duda, aproximada, pero nos ayuda a situar la vida y obra de Jesús, poeta y profeta, que supera la eternidad engañosa de la idea (que es como estatua donde el tiempo se ha parado) y nos lleva a la vida que se da y que triunfa allí­ donde asumimos la verdad concreta del tiempo, que es vida en medio de la muerte. Esa verdad del tiempo se expresa en la gratuidad y el servicio a los pobres. El arte de Jesús estará abierto a los pobres, rompiendo todos los sistemas de seguridad social; será experiencia de vida regalada y de resurrección.

Cf. E. R. DODDS, Los griegos y lo irracional, Madrid 1960; A. J. HESCHEL, Los profetas IIII, Paidós, Buenos Aires 1973; W. F. OTTO, Los dioses de Grecia, EUDEBA, Buenos Aires 1973.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Se entiende por e. la disciplina que estudia lo bello y el -> arte. Ahora bien, comoquiera que el arte y lo bello se manifiestan en el plano sensible, surge el problema de si hay y cuáles pueden ser las conexiones de tal disciplina con el ámbito de los valores transcendentes. La dificultad fue advertida muy pronto, independientemente del pensamiento cristiano. Así­ Platón, en la República, condena el arte justamente por su carácter sensible. Hay que decir, sin embargo, que la condenación del arte va asociada, en el pensamiento de Platón, a la exaltación de lo bello, que halla su más significativa interpretación en el Simposio. Allí­ se trata de lo bello fí­sico y natural, desde donde se puede ascender, por grados, a la belleza de orden espiritual, hasta llegar al supremo valor de la idea. El valor catártico de lo bello está, pues, en una dimensión suya metafí­sica que transciende lo meramente sensible. Tal posición halla sus presupuestos en la especulación de Pitágoras, que establece una substancial dimensión metafí­sica de lo estético, en cuanto entiende la realidad como unida por los profundos lazos matemático-musicales de la armoní­a. Una interpretación metafí­sica de este tipo no será seguida por el naturalismo aristotélico, sino más bien por la ulterior especulación cristiana medieval, que la tomará del platonismo y pitagorismo por mediación del misticismo plotiniano. La atención de algunos pensadores cristianos vuelve al valor sensible de lo bello, despreciado por Platón, pero justamente resaltado por Aristóteles, que en las manifestaciones sensibles del arte vio expresada la primací­a de la forma y la posibilidad de purificarse a través de él (Poética c. 14). Agustí­n adopta una postura que no carece de dramatismo. Por una parte, él se siente atraí­do por el valor de lo bello sensible en sus formas más sublimes, como el arte y particularmente la música, y por otra parte huye de lo sensible como fuente de posible perturbación para el ánimo en su í­mpetu hacia los supremos valores religiosos transcendentes (Con f es. 1.x, c. 33).

En el sucesivo desarrollo del pensamiento cristiano durante la edad media no puede decirse que se perdiera el interés por la belleza sensible, tal como se expresa en el arte. Pero ese interés no se manifiesta tanto en los tratados de carácter filosófico cuanto en los de naturaleza técnica y cientí­fica sobre las artes particulares. La filosofí­a, en cambio, subrayó la categorí­a metafí­sica de lo bello al concebirlo como un trascendental. Esta concepción llegó a su pleno desarrollo en el siglo xiii, y quedó firmemente expresada en la Summa atribuida a Alejandro de Hales y en el tratado De pulchro et bono, de Alberto Magno (1243). Tomás, en cambio, en su tratado De veritate (1256-59) no menciona expresamente lo bello entre los trascendentales. En la Summa (1266-71) aparece una nueva interpretación de lo bello con carácter gnoseológico y metafí­sico mediante la fórmula: “Pulchra dicuntur, quae visa placent” (ST, i, q. 9 a. 5 ad 1). La importancia de poder atribuir un fundamento metafí­sico a las varias manifestaciones sensibles de lo bello y, en particular, de lo bello artí­stico, está en que, de ese modo, se reconoce a la e. un valor objetivo que la sustrae a interpretaciones pseudopsicológicas y el campo estético queda incluido en una fundamentación trascendental del mundo.

Pero también hay que tener presente el hecho de que, desde el renacimiento, toda la estética moderna rechaza la gran sí­ntesis cristiana de los pensadores medievales y se aparta cada vez más de una interpretación metafí­sica de lo bello. El interés se desplaza de las estructuras ontológicas de lo bello a lo que aporta el sujeto, sobre todo en la objetivación de lo bello como obra de arte, ora tal aportación deba entenderse como fantasí­a ora como dimensión cognoscitiva. En el primer sentido se pronuncia la e. de G.B. Vico, que en la primera y segunda Scienza nuova (1725 y 1730) anticipa teorí­as que luego fueron desarrolladas por J.G. Hamann en su Aesthetica in nuce (1762) y por J.G. Herder en sus Kritische Wülder (1769) y su Abhandlung über den Ursprung der Sprache (1772). En la segunda dirección, es decir, la que subraya el valor cognoscitivo del arte, se mueven la e. kantiana y la del idealismo. Eso sucede a partir de F.W.J. Schelling, que subraya la dimensión cognoscitiva del arte, hasta interpretarlo como el instrumento de la filosofí­a misma (System des transzendentalen Idealismus, 1800). Lo bello desaparece como estructura metafí­sica, y queda absorbido por el arte como modo (aunque muy peculiar) de conocimiento. Una posición de este tipo aparece también en G.W.F. Hegel, que incluye el arte en el ámbito del espí­ritu absoluto y, en antí­tesis dialéctica con la religión (Enzyklopadie der philosophischen Wissenscbaften, 1817), le atribuye una posibilidad abiertamente cognoscitiva, la de constituir una encarnación concreta del concepto, en cuanto el arte tiene la capacidad de transformar la idea en realidad dándole una dimensión sensible (Vorlesungen über A., 1829). Ahora bien, el riesgo que un pensamiento orientado por la metafí­sica clásica puede ver en interpretaciones del arte como la dada por Vico, Kant y el idealismo, es el de un subjetivismo radical. Este peligro crece por el hecho de que aquí­ la dimensión cognoscitiva, en virtud del carácter creador del pensamiento, no está claramente separada de los elementos que brotan de la fantasí­a. Cómo, sin embargo, ese peligro no es tan grande, se esclarece por el hecho de que el yo, su acción creadora y la actividad de la fantasí­a, en virtud de su peculiar carácter trascendental, poseen una “objetividad” supraindividual en el terreno de la intersubjetividad. Y, por otra parte, la dimensión metafí­sica y la conexión con lo absoluto no se pierden del todo por la reducción de lo estético al ámbito de lo cognoscitivo; pues, en el idealismo, el conocer, precisamente en cuanto acto creador, a la postre asume en sí­ todo lo real y representa lo absoluto en su totalidad.

Una amenaza mucho más grave a las posiciones metafí­sicas tradicionales viene de otro tipo de e. que hizo su irrupción después del idealismo con el método inductivo de G. Th. Fechner (Vorschule der A., 1876), ha llegado a su madurez a través de los trabajos del positivismo, y todaví­a en la actualidad es defendido bajo una nueva forma con la exigencia extrema de que la e. no sea entendida como una disciplina filosófica, sino como una ciencia o, según la acertada fórmula de Dessoir, como un complejo de ciencias (ísthetik und allgemeine Kunstwissenschaft, 1906). Las repercusiones peligrosas de semejante reducción de lo estético al plano de lo puramente sensible y “cientí­ficamente” controlable han sido puestas de manifiesto por la reciente evolución de la e. angloamericana, para la cual el arte termina siendo un signo destituido de todo contenido interno. Y, sin embargo, es de notar que también este tipo de interpretación incluye en sí­ elementos muy fecundos para corregir la tendencia, latente a menudo en las teorí­as estéticas de cuño metafí­sico, a desentenderse demasiado aprisa de lo sensible, con riesgo de confundir abstracciones vací­as con conceptos universales. Así­ acaece que aun los autores que hoy mantienen las antiguas posiciones metafí­sicas de la e., no pueden eximirse del confrontamiento con la concreta dimensión sensible. Aquí­ hemos de citar en primer lugar a Maritain, que en Art et scolastique (1920) propugna una radical adhesión a la teorí­a medieval sobre lo bello como dimensión trascendental, pero insiste luego en la fusión de esta dimensión metafí­sica con los datos comprobables sensiblemente. Esto queda acentuado más fuertemente todaví­a en Creative Intuition in Art and Poetry (1953). Cómo no se trata de un caso aislado, lo prueba la insistencia con que otras tendencias, que defienden postulados metafí­sicos semejantes, fundamentan su investigación cada vez más decididamente en lo sensible, empezando por L. Stefanini (Trattato di estetica, Brescia 1955) hasta L. Pareyson (Estetica, Teoria delta f ormativitá, Tn 1954) y el interesante ensayo de H.U. v. Balthasar, que ve en lo sensible, en cuanto representa el punto final de lo concretamente bello, un lugar en que Dios se manifiesta al hombre. Aquí­ aparece una convergencia de la e. y la teologí­a (Herrlichkeit 1-Iv, 1961ss). Cabrí­a también considerar, una vez establecido el valor de lo sensible, la posibilidad del enlace de la estética con la metafí­sica y, mediatamente, con la teologí­a. Pero esto, no a priori, sino a posteriori, es decir, no deduciendo lo sensible de una dimensión metafí­sica previamente diseñada, sino, más bien, aprehendiendo el _universal metafí­sico, lo absoluto, lo transcendente en medio de lo sensible mismo, que debe aparecer en su peculiaridad, en su rango, en su referencia a otras dimensiones y en sus lí­mites.

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Elisa Oberti

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica