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ETICA

ETICA

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Parte de la Filosofí­a que estudia el comportamiento humano y establece los criterios que diferencian el bien del mal.

La Etica (ethos, costumbre) supone el planteamiento o formulación de los principios en que se apoya el comportamiento, de la ley que lo rige, de la conciencia que lo juzga y de los actos concretos en los que se manifiesta.

En algunos autores se diferencia la Etica de la Moral. La Etica se rige exclusivamente por la razón, al ser rama de la Filosofí­a. Y la Moral se identifica con la Teologí­a, la cual implica creencias y alusiones a la Revelación, a la Escritura y a la fe.

La diferencia no es excluyente, ya que en cuestiones de conciencia la razón y la fe tienden, por la naturaleza de los juicios éticos, a vincularse estrechamente. Pero, cuando se formulan estudios generales o razonamientos sistemáticos, es frecuente que surja la necesidad de justificar los motivos de las opciones éticas o morales. Es decir, la ética se apoya en la sola naturaleza. En la moral se asume una iluminación espiritual vinculada a la fe.

En la educación de la conciencia (juicios prácticos) y de la sindéresis (principios generales) es conveniente llegar a cierta concordancia. Desde ambas dimensiones, el bien y el mal están claramente dibujados en la mente sana. Por eso se deben evitar excesivas y sutiles distinciones en beneficio de una mejor ordenación de la conducta.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. moral)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Es la reflexión sistemática, universalizante e intersubjetiva de la experiencia moral propia y ajena.

Esto se lleva a cabo a partir de la descripción del fenómeno moral que se presenta a cada uno de los seres humanos como irreductible: entre las muchas acciones que proyectamos y realizamos hay por lo menos algunas que no juzgamos primordialmente como eficaces o placenteras, sino como buenas o malas. Y damos esta valoración con un juicio (de conciencia) en el que comparamos la acción con un código especial no escrito de reglas. La intención contenida en la acción será de generosidad, de desinterés, de imparcialidad, o de todo lo contrario a esto. La acción que llamamos moral guardará siempre además una relación (una finalización) con una persona en cuanto tal: en algunos casos, el mismo agente, que se desdobla idealmente, pero que no por eso es menos real. Puede decirse entonces que el fenómeno moral consiste en la experiencia que viven todos los hombres (y que han aprendido a través de la educación y de la cultura) de que algunas de las acciones que realizan repercuten en otras personas de modo particular. De hecho, vinvula a ellas la intención de querer el bien o el mal de los otros; además lo que hacen corresponde al bien de los cuanto que intentan corregir lo que está equivocado. La intención y el acto son objeto de un juicio de con aplica normas especiales, guardadas en un código en gran parte escrito, pero normalmente presente al que actúa.

Enseguida se da uno cuenta de que para hablar del fenómeno moral se utiliza un lenguaje muy parecido estructuralmente al lenguaje jurí­dico. Es un lenguaje normativo, axiológico y valorativo. Incluso lo que expresamos con un lenguaje aparentemente (o sea, gramaticalmente) descriptivo, si se refiere al fenómeno moral, puede reducirse al lenguaje valorativo/prescriptivo en general: «No puede tolerarse que haya gente que pasa hambre en nuestra soociedad» es gramaticalmente descriptivo, pero semánticamente (significado) expresa un juicio valorativo sobre nuestra sociedad y por tanto expresa también un valor que sirve de base para pronunciar un juicio. Implica además, lógicamente (no de hecho), la norma: «Tenemos que hacer algo», o bien: «El gobierno tiene que hacer algo para evitar en adelante esta situación».

Así­ pues, el fenómeno moral constituye el objeto de la ética y por tanto está a nivel semántico cero. La ética que reflexiona sobre ello es la ética normativa, que está a nivel semántico uno. El nivel ulterior de reflexión, donde el nivel uno se convierte a su vez en objeto, es el nivel semántico dos, que es llamado metaética. Una ética debe saber distinguir entre el nivel donde se determinan o se fijan las normas, su estructura y su relación con otros principios más generales como los valores (nivel normativo), y el nivel metanormativo, donde se reflexiona sobre las estructuras de la misma ética normativa. En este segundo nivel es muy importante que se plantee expresamente el problema del lenguaje y de la epistemologí­a moral de la que se sirve. También son esenciales el problema de las relaciones entre el conocimiento del cosmos (ontologí­a), del hombre (antropologí­a) y del ser (metafí­sica) con la propia teorí­a ética.

Actualmente se da mucha importancia a los problemas relativos a los cambios y a las reformulaciones de los códigos normativos, y a los que se refieren a la jerarquí­a de la tabla de los valores, dado el momento de paso a la era postindustrial y al pluralismo real de las visiones del mundo. Al mismo tiempo son de extrema importancia los problemas relativos a la transmisión de los valores.

La reflexión ética que podemos apreciar nosotros, primero como tradición sapiencial y luego como literatura moral explí­cita,- tiene tres milenios de historia y ha afectado a todas las llamadas culturas superiores. No es de extrañar que existan numerosas teorí­as sobre la misma ética. Las posiciones van estando más lejanas en la medida en que son más abstractas. Por eso hoy hay – pocos autores que sostengan la tesis de que las proposiciones morales son a-éticas, es decir, que pueden ser verdaderas o falsas. Para la mayor parte de los autores son válidas o menos válidas. Una teorí­a ética se caracteriza además por el modo en que define el juicio de bondad moral: ¿expresa sólo una convención social, un gusto o sentimiento, una utilidad a largo plazo o una intuición intelectual/sentimental de lo verdadero?
A comienzos de los años 90 la posibilidad de las intervenciones genéticas sobre el hombre y la capacidad demostrada de destrucción progresiva del ecosistema ha vuelto a plantear un problema clásico de la ética: el de la relación responsable con la propia naturaleza (estructura profunda) y con la naturaleza que nos rodea, mientras que el bienestar económico alcanzado en los paí­ses del ex Primer Mundo ha hecho evidente el problema del sentido de la propia existencia, y ~ por tanto de Dios (y de la religión como agencia ética, por lo menos).

F. Compagnoni

Bibl.: Conceptos fundamentales de ética teológica, Trotta, Madrid 1992; M. Scheler Etica, 2 vols., 1941-1942; J L, Aranguren, Etica, Alianza, Madrid 1979: D. von Hildebrand, Etica, Ed. Encuentro. Madrid 1984:
Y Camps – O. Guariglia – F Salmerón, Concepciones de la ética, Trotta, Madrid 1992;Y Camps (ed.), Historia de la ética. 3 vols., Crí­tica, Barcelona 1988-1990.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

A) Etica filosófica.

B) Etica bí­blica.

C) Etica teológica.

D) Etica de situación.

A) ETICA FILOSí“FICA

I. Concepto e historia
La historia de la filosofí­a es inseparable de la filosofí­a porque ésta es constitutivamente histórica. Pero a la é. su historia le es esencial en otro sentido además de éste. En efecto, el hombre puede hacer filosofí­a pero puede también no hacerla. La filosofí­a es un acontecimiento que ha ocurrido dentro de la historia del hombre, que empezó en una fecha determinada de esta historia y que puede cesar en cualquier otra; acontecimiento que, por otra parte, aun dentro de esta zona temporal, sólo algunos, no todos los hombres realizan. El hombre necesita, sí­, tener siempre una más o menos incipiente o tosca cosmovisión o imagen del mundo, pero ésta no tiene por qué ser filosófica (puede, p. ej., ser puramente religiosa). En cambio los hombres de todos los tiempos, todos y cada uno de los hombres, por poco o nada filósofos que sean, tienen que «conducirse», tienen que dar un sentido determinado a su existencia y, para ello, proyectar primero lo que van a hacer y realizarlo a continuación, elegir entre varias posibilidades, ejecutar unos actos y abstenerse de otros, tomar decisiones y adquirir hábitos, asumir o modificar actitudes, hacer cosas y, a la vez, ir haciendo su propia vida y a sí­ mismos… En suma, el hombre, todo hombre, como veremos luego con mayor rigor, es siempre, inevitablemente moral, en el sentido primario de esta palabra. Es el responsable de su vida, puesto que la hace, y haciéndola responde con ella y de ella.

El hombre se hace a sí­ mismo a lo largo de su vida y la humanidad a lo largo de su historia. Este sentido, individual y social, histórico siempre, es el primario de la palabra «moral»; moral vivida, moral que no consiste aún en Ocwp1a sino en la praxis del hacerse (agere) a sí­ mismo a través del hacer (lacere) cosas.

Tenemos pues, ante todo, esta realidad moral que consiste en el «conducirse», en el «quehacer» de la vida. Ahora bien, los hombres han hecho su vida y se conducen, no arbitrariamente, sino conforme a determinadas formas de vida o patterns. Estas formas de vida muy de tiempo en tiempo son originales, y luego las formas originales se convierten en modelos reconocidos. Pero, por lo general, las formas de vida consisten en pautas o modelos de comportamiento recibidos históricamente a través de la cultura. En este segundo sentido la palabra «moral», no significa ya el puro «quehacer» como individual invención de la vida, sino la ejecución de ésta conforme a unas «reglas morales» o mores. Estos mores, estas pautas de comportamiento no tienen todaví­a nada que ver con la filosofí­a moral o é., que se desarrolla después (si es que llega a desarrollarse), ya no como moral inmediatamente vivida, sino como reflexión sistemática sobre el comportamiento moral del hombre. Hemos distinguido pues tres sentidos de la palabra «moral», de los cuales, el primero ha permanecido hasta ahora oculto para la filosofí­a moral, pese a su primordial importancia. La filosofí­a moral trabaja siempre – consciente o inconscientemente – sobre los datos de una moral (en el segundo sentido) ya existente.

En virtud de esta dependencia de la filosofí­a moral respecto de la vida moral, se comprende bien ahora la importancia de la historia de la moral y la necesidad de tener de ésta un concepto suficientemente amplio para que quepan en él la moral vivida y la moral filosófica. Una historia de la pura filosofí­a moral, es decir, de las teorí­as filosóficas sobre la moral, serí­a una pura historia de ideas, desarraigadas del suelo real donde han ido brotando. Y, por el contrario, una mera historia de los mores no pasa de ser simple acarreo positivista de informaciones materiales.

Una historia de la moral, en el sentido plenario de la palabra, que por un lado se apropie los importantes descubrimientos de la -a antropologí­a social o cultural y de la historia general, y, por otro lado, recoja las aportaciones de la reflexión filosófica (y de la prefilosófica, p. ej., la de los moralistas), poniendo de manifiesto su relación directa con la realidad moral del medio histórico y ético, está aún por hacer.

Y, sin embargo, es trabajosa pero no difí­cil de hacer. P. ej., la é. de Aristóteles (->aristotelismo) -cronológicamente la primera filosofí­a moral sistemáticamente elaborada- es casi mera reflexión sobre la eticidad griega, y el cuadro de las –>virtudes cardinales presentado en la Etica a Nicómaco es el de las virtudes realmente viví­das como tales por los helenos a lo largo de su historia y en los diferentes perí­odos de la misma. El intento aristotélico de presentar, por decirlo así­, la enciclopedia moral griega, es el último esfuerzo por salvaguardar la forma de convivencia moral de la polis. Su fracaso da lugar en una época de nuevas y mucho más amplias y poderosas organizaciones polí­ticas, a los sistemas del -a estoicismo y del epicureí­smo, que son dos modos diferentes de retraerse a la interioridad y de renuncia a una auténtica moral polí­tica.

El cristianismo consistió, desde el punto de vista que aquí­ importa, en una reforma radical y un enriquecimiento fabuloso de la moral. A partir de él, la vida cobra un sentido nuevo, del que sólo imperfectamente se ha hecho cargo hasta ahora la filosofí­a moral. La época moderna, al caer en una filosofí­a moral meramente imitativa de la clásica greco-latina, perdió toda adecuación a la realidad de su tiempo. Este anómalo estado de cosas, en el que una moral nueva no encontró traducción filosófica, duró hasta Kant. Kant sustituyó la moral del bien y de la felicidad fundamentada en la -> naturaleza del hombre, por una moral centrada en el puro deber, en la conciencia individual de éste y en un formalismo vaciado de todo contenido concreto. Hegel, que ha sido el Aristóteles de nuestro tiempo, en el sentido de que también él ha presentado una enciclopedia filosófica y ética, considera la moral kantiana como un méro «momento» de su sistema ético. La moralidad, en el sentido kantiano, es abstracta, o sea, está separada de la realidad; es sublime, pero individualista e ineficaz. Esa moralidad queda superada en la eticidad, es decir, en el orden objetivo y supraindividual del Estado. Hegel desemboca así­ en el tema, enormemente actual en nuestros dí­as, de una e. social, que lo sea constitutivamente y no como simple agregado o mera aplicación de una filosofí­a moral general de carácter individualista. Los dos sistemas éticos que más hondamente han penetrado en la conciencia moral común, el –marxismo y el –>existencialismo, proceden de Hegel. Marx retuvo de él ese carácter transindividual o social de lo moral y rechazó su idealismo. La reacción de Kierkegaard fue, por el contrario, personalista, pero también antüdealista y existencial. La sí­ntesis de lo personal y lo social es una de las grandes tareas morales que incumben a nuestro tiempo. Los representantes de un -a socialismo humanista, ciertas obras del existencialismo socialista, como la Critique de la raison dialectique de Sartre, y la actitud de los mejores pensadores cristianos de hoy, son expresiones de la conciencia de que falta esta sí­ntesis y del esfuerzo por conseguirla.

II. Moral como estructura en sentido antropológico y social
El hecho de que el hombre ha de hacer su vida – según decí­amos antes – significa, negativamente, que él no la recibe terminada. Una descripción del comportamiento humano en contraste con el del animal, nos aclarará la distinción entre una vida que ha de hacerse y otra hecha. El comportamiento vital, lo mismo del hombre que del animal, es desencadenado por un estí­mulo en relación con la correspondiente estructura psicobiológica, y se ajusta perfectamente a él. En el hombre, en cambio, no siempre se da esta conexión directa, esta «contigüidad», como la llaman los conductistas, entre estí­mulo y respuesta. El organismo humano, demasiado complicado, demasiado formalizado, no puede dar espontánea e inmediatamente respuesta adecuada y queda en suspenso ante el estí­mulo, es libre ante él. Pero esta situación es insostenible y el animal humano, para su viabilidad, necesita salir de ella. ¿Cómo? Mediante la inteligencia, tomada esta palabra en el sentido funcional de hacerse cargo de la situación y convertir el estí­mulo en realidad estimulante. La respuesta a ella tiene que producirse también, claro está, en el caso del hombre, pero ahora ya no le viene dada por el organismo, sino que ha de darla él. Aquí­ desaparece la contigüidad entre las dos realidades del estí­mulo y la respuesta, pues entre una y otra se introduce la irrealidad o «variable intermedia» (por seguir usando el lenguaje conductista), que es la posibilidad puesta en juego. Los estí­mulos, gracias a la función proyectante de la inteligencia, que inventa o saca posibilidades de ellos, sirven al hombre para el quehacer de sus actos. Ahora bien, las posibilidades, siendo «irreales» o inventadas por la inteligencia, pueden ser muchas y, por tanto, se requiere una elección entre ellas. En cada caso el hombre elige entre los varios proyectos imaginados. He aquí­ la segunda dimensión de la ->libertad humana: libertad ya no, como vimos antes, del engranaje estí­mulo-respuesta, sino libertad para preferir entre las diversas posibilidades de realidad. Y este proceso de preferencia o elección no ocurre una sola vez, claro está, sino que se repite a lo largo de la vida. Todos los actos verdaderamente humanos (los actus humani de los escolásticos) son decididos de este modo; y así­, acto tras acto se va decidiendo, se va haciendo la vida entera. Las posibilidades sucesivamente preferidas van siendo realizadas. Pero realizadas, ¿dónde? Por supuesto en la realidad exterior a mí­, en el mundo; pero también – y ésta es la vertiente que aquí­ nos importa, porque es la vertiente moral – en sí­ mismo, de modo que quedan incorporadas a mi propia realidad. Así­ se comprende este carácter constitutivamente moral del hombre, responsable de sus actos porque los proyecta y realiza libremente; pero con una paradójica libertad necesaria, pues, según vio ya Ortega y Gasset, somos «a la fuerza libres». Esta moral como estructura e incorporación consiste a la vez en el «quehacer» o ir haciendo libremente mi vida y en mi vida tal como va quedando hecha. Lo moral produce así­ una «segunda naturaleza», como decí­a Aristóteles, o sea, una auténtica realidad: el ethos, carácter o personalidad moral que he conquistado o adquirido viviendo.

Pero ya adelantábamos al principio que los actos humanos no tienen siempre, ni mucho menos, este carácter de pura invención de posibilidades y elección entre ellas. Las situaciones humanas, aunque irrepetibles y únicas, presentan semejanzas entre sí­. Otros hombres, antes que yo, se vieron en una situación parecida a la mí­a. Si yo sé de antemano lo que hicieron en ella, puedo echar mano de su respuesta sin necesidad de inventarla por mí­ mismo. Ahora bien, la -> cultura consiste precisamente en el repertorio total de respuestas a la vida que están a nuestra disposición. Estas respuestas objetivadas se convierten en pautas o patrones de comportamiento para nuestros actos. Pero si, como hicimos antes, del orden de los actos tomados aisladamente, pasamos al de la vida en su totalidad unitaria, nos encontramos con que también es lo más frecuente que los seres humanos nos limitemos a elegir entre los varios patrones de existencia, estados, vocaciones, profesiones, que nos proporciona como posibles la cultura a la que pertenecemos. Así­, pues, es verdad que nos hacemos a nosotros mismos, pero también lo es que la sociedad en que vivimos y el mundo histórico-cultural a que pertenecemos, en buena medida -pero no hasta el punto de eximirnos completamente de responsabilidad individual-, nos hacen. Y esto tanto positiva como negativamente, tanto brindándonos posibilidades reales, que por nosotros solos nunca podrí­amos haber alcanzado, como cercenándonos otras, y dejándolas reducidas a proyectos irrealizables, a meros ensueños o castillos en el aire. Y en el orden social ocurre lo mismo que en el cultural (en realidad, sólo por abstracción pueden distinguirse el uno del otro). Las posibilidades reales y no meramente nominales, las oportunidades, como suele decirse, que la sociedad da a los diferentes hombres son, suelen ser, atrozmente desiguales. Bajo la apariencia de unas pautas de comportamiento, unos mores y unos «derechos» comunes a todos, hay en la sociedad una gran heterogeneidad, grupos y clases enteros oprimidos o marginados, individuos de cuya inadaptación e í­ndole asocial no son ellos los principales y, menos todaví­a, los únicos responsables.

III. El momento indicativo y el momento imperativo
Demos ahora un nuevo paso dentro todaví­a de este plano de la moral como estructura. Hemos visto que son constitutivas del comportamiento humano la libertad y la elección o, dicho de otro modo, que el hombre es libre a la fuerza y que tiene que hacer por sí­ mismo su propia vida, bien individual, bien socialmente. Parece sin embargo que, sobre todo si adoptamos ese segundo punto de vista, el hombre podrí­a desembarazarse de esta necesidad de ser libre o de elegir, que puede llegar a experimentarse como una carga. La explicación de la facilidad con que los hombres se someten a la tiraní­a, del triunfo del «Gran Inquisidor» y de la existencia de un ideal de vida consistente en la «esclavitud dorada», estriba en que delegar la libertad es -en cierto modo- cómodo. Hacer lo que se hace (Heidegger), ir, como Vicente, donde va la gente (Ortega y Gasset), seguir por modo conformista los usos y preceptos establecidos, indudablemente simplifica la vida. Pero simplificar la vida, aparte de que sea condenable, es ilusorio como descarga total de la responsabilidad. Por de pronto para renunciar a la libertad es menester enajenarla, lo cual constituye ya un acto de decisión, que seguimos confirmando con nuestra aceptación mientras continuamos sometidos a esa situación. El ideal de vida del perro doméstico, bien alimentado, frente al lobo hambriento (por emplear la imagen de la fábula), nunca es enteramente accesible al hombre, pues, aun cuando enajenemos nuestra libertad polí­tica y social, mientras no perdamos funcionalmente nuestra condición misma de hombres, siempre nos quedará un ámbito, más o menos reducido, de libertad, responsabilidad y necesidad de elegir.

Lo cual nos permite introducir en el seno mismo de la moral como estructura, es decir, sin traspasar todaví­a sus lí­mites, la distinción entre un momento indicativo y un momento imperativo, el segundo de los cuales va inserto en el primero. Si el hombre, como hemos visto, tiene que proyectar o anticipar lo que va a ser, esto ocurre porque él mismo consiste precisamente en la distancia o polaridad entre lo que es y lo que va a ser. Al esfuerzo por superar esa distancia lo llamamos deber, y la transformación de ésta en ruptura es la culpa. Pero adviértase que no se trata, como en el sistema kantiano, de la separación de dos órdenes diferentes, el orden ontológico del ser y el orden deontológico del deber, sino de una unidad, por así­ decir, escindida o desgarrada. Toda una serie de estructuras antropológicas, el proyecto, la vocación, el sentido teleológico general de la existencia, la conciencia moral, el sentido del deber y, en otro plano, fenómenos como el descontento, la concupiscencia, la insatisfacción y la nostalgia, son otras tantas manifestaciones de este paradójico modo de ser del hombre.

El momento imperativo puede ser considerado, por su parte, de dos maneras diferentes: bien, según acabamos de hacerlo, de modo puramente estructural, puramente formal; o bien, tomando en consideración la materia concreta, el contenido del imperativo. Si hacemos esto último ingresamos ya en el ámbito de la moral como contenido, de la que tratamos a continuación.

IV. El formalismo moral y el contenido metaético de la moral
Hasta ahora hemos visto exclusivamente cómo el hombre, quiera o no, tiene que hacerse individual y colectivamente; pero nada hemos dicho sobre lo que debe hacer para ser bueno y no ser malo. A partir de Kant se ha tratado de esquivar el problema del contenido mediante el formalismo, según el cual la moral consistirí­a simplemente en el cómo y no en lo qué hacemos, en la forma y no en la materia, en la estructura y no en el contenido. Pero la verdad es que tanto en el formalismo procedente de Kant como en el formalismo existencialista, más o menos subrepticiamente se predica una materia moral. Así­ en Kant se predica el contenido moral del cristianismo protestante, y en Sartre se proclama el del – > ateí­smo como liberación de Dios, el tirano imaginario, y el del marxismo, como liberación de todos los tiranizados explotados.

La confrontación entre los pretendidos formalismos morales de Kant y de Sartre es instructiva. Uno y otro han surgido dentro de situaciones históricas muy importantes desde el punto de vista de la crí­tica a la religión. La época de Kant fue la primera, dentro de la historia occidental en que se impuso el –> deí­smo, en forma solamente minoritaria, pero eficaz. La época de Sartre es la primera era del -> ateí­smo (antiteí­sta). Antes de ellas el deí­smo y el ateí­smo eran opiniones aisladas de algunos individuos. A partir de la ->ilustración y de nuestro tiempo respectivamente, se convierten en actitudes desde las que se actúa. El elemento religioso -en forma negativa- suministra en ambos casos, como se ve, el contenido de la moral. Hasta dichos sistemas, la religión vení­a haciendo eso en forma positiva. Prescindiendo de la historia antigua, desde Jesús el -> cristianismo, en sus distintas formas, ha ido proveyendo de materia a la moral occidental. Los diferentes deberes, las diversas virtudes, han sido esclarecidos históricamente, en una lenta comprensión del contenido moral cristiano. Y por primera vez en nuestro tiempo el cristianismo comienza a descubrir el profundo sentido social de su propio mensaje.

Pero serí­a unilateral el considerar que el contenido de la moral procede exclusivamente de la -> religión. La -> secularización de la vida, iniciada ya en la baja edad media e incrementada a partir del renacimiento y, sobre todo, de la ilustración, ha dado lugar a una moral completamente intramundana, muchas de cuyas exigencias -p. ej., laboriosidad y explotación del mundo y de las fuerzas naturales, bienestar y distribución justa de los bienes – son, sin embargo, legí­timas. Tanto el contenido religioso, como este otro que con una expresión genérica podrí­amos llamar social, son descubiertos, no por el pensamiento filosófico, ni por el pensamiento ético, sino por la experiencia a través de la historia. Ahora bien, si el contenido de la moral es metaético, en el sentido de metafilosófico, ¿cómo puede apropiárselo la é. o filosofí­a moral sin perder su subsistencia propia o su autonomí­a? Esta pregunta plantea el doble problema de la relación de la é. con la historia y con la religión. Empecemos por esta última.

Como parte de la filosofí­a, la é. no puede partir de la religión, sino que ha de proceder por la sola luz de la razón. Pero con ella puede descubrir la realidad del -> mal en el mundo y la indigencia del hombre, el sentido dramático de la vida y el carácter «misterioso» o «absurdo» de la -> muerte. Estos fenómenos, y otros que podrí­amos enumerar, inducen a la é. a cobrar conciencia de su insuficiencia filosófica, con lo cual le hacen posible su apertura a la religión. Pero adviértase que el problema no se reduce a superponer el orden suprafilosófico de la religión al orden filosófico de la e., sino que la ética es, por lo que se refiere a la materia moral, insuficiente en su propio orden. El contenido de la moral procede, al menos parcialmente, como hemos visto, de la religión. La é. entonces, al consistir en reflexión filosófica sobre una moral cuyo contenido es ya religioso, llega siempre tarde, por decirlo así­. Es decir, no se trata simplemente de que la é., después de haber recorrido sola una parte del camino, llegue un momento en que sienta la necesidad de abrirse a la religión. El problema es más grave. En el plano del contenido, la é. está ya abierta necesariamente a la religión, desde que empieza a moverse.

Por otra parte, en lo que se refiere a la relación de la ética con la historia nos encontramos con que, como hemos dicho, el contenido de la moral no está ya ahí­, dado de una vez, sino que en su forma concreta se va esclareciendo históricamente. La e. tradicional apela al concepto de -> ley natural. Pero actualmente la filosofí­a moral está muy lejos de poder presentarnos un sistema indiscutible de la ley natural.

¿Cómo salir de esta dificultad planteada a la é. por la imposibilidad de dominar filosóficamente el contenido de la moral? Si aspiramos a una é. estrictamente filosófica no hay más que una salida posible: la renuncia al contenido y la constitución de la é. como ciencia puramente formal o estructural. Vimos antes que el formalismo moral es imposible; pero la imposibilidad del formalismo moral debe ser ciudadosamente distinguida de la posibilidad – y aun necesidad filosófica – de un formalismo ético.

¿Cuáles son los problemas principales de esta é. formal o estructural? En su mayor parte ya nos hemos referido a ellos. Con relación al contenido moral dicha é. tendrá que mostrar: 1) su necesidad; 2) su carácter metaético, y 3) su posibilidad lógica, que es el problema fundamental de la ética kantiana y de la ética anglosajona contemporánea.

Para terminar conviene insistir en la necesidad de un claro deslinde entre el objeto material de la moral y el objeto formal de la é. o filosofí­a moral. Esta segunda, lejos de «repetir» en el plano sistemático cuanto la primera abarca en forma espontánea y vital, ha de restringirse a una consideración puramente estructural de lo moral. Esta limitación, este «formalismo», es el precio que la é. tiene que pagar para seguir siendo filosofí­a.

Con todo, como ya hemos insinuado (cf. también M. Scheler particularmente), este formalismo no es plenamente formal, sino que es estructuración de un contenido. Dios, último fundamento de toda é., la esencia del hombre (como espí­ritu y libertad, en concreto de cara a la inmortalidad) y las permanentes exigencias fundamentales de la é. que de ahí­ se derivan, son cognoscibles y permiten, es más, exigen una é., que puede formularse no sólo de manera puramente formal, sino, en cierto modo muy indeterminada, también en cuanto a su contenido material. Desde la esencia del pensamiento racional el contenido positivo puede formularse de una manera más bien negativa, con prohibiciones que tienen validez siempre y en todas partes (-> ética de situación). Pero también ciertas redacciones (como la «regla de oro») no son meramente formales, en cuanto pretenden mantener al hombre abierto en su trascendencia hacia Dios y, así­, para el absoluto valor personal del prójimo. Sobre esto, véase una exposición más extensa en -> acto moral, –> antropologí­a, -> autoridad, -~ bien, –> bien común, -+ sociedad, -~ ley, -~ hombre, derechos del -> hombre, -~ derecho natural, -+ persona, fin del -> hombre.

La é. ha de concretarse en cada época histórica. Partiendo de la experiencia trascendental del bien, articula la forma de éste en un tiempo determinado, y así­ da normas positivas de ordenación en una época concreta.

La última concreción individual, que indudablemente es la decisiva, ya no puede determinarse en forma general por la naturaleza de la cosa. Lo que a este respecto la tradición ha intentado expresar en la casuí­stica y en el concepto de la –> epiqueya, sólo puede abordarse en una reflexión sobre la estructura y las condiciones de una «lógica del conocimiento existencial» y en el programa de una formación teórica y práctica de la conciencia, sin que sea posible dar detalladas orientaciones concretas.

Las declaraciones tradicionales del magisterio sobre la necesidad moral de la revelación para el conocimiento de la -+ ley moral natural adquieren nueva luz en esta cuestión, por cuanto los «principios» generales y sobre todo los «imperativos» concretos han de ser enseñados a una época y al individuo (cf. K. RAHNER, Zur theologischen Problematik einer «Pastoralkonstitution»: Volk Gottes Festschrift J. Hófer [Fr 1967] 683-703; idem, La lógica del conocimiento existencial: Lo dinámico en la Iglesia (Herder Barcelona 21968). Y, sin embargo, hay que sostener la posibilidad de una é. filosófica (Dz 1650, 1670, 1785, 1806, 2317, 2320). En todo esto y precisamente así­ la é. permanece filosofí­a, pero filosofí­a en el sentido que ésta parece asumir actualmente: como -> antropologí­a.

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José Luis L. Aranguren

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La ética es la ciencia de la conducta. Es un intento sistemático de considerar las motivaciones en las acciones de la humanidad, precisar si son correctas o incorrectas, su tendencia al bien o al mal. La variedad de términos en el uso ético testifican la complejidad del problema de determinar la naturaleza de la moralidad. Tales términos incluyen lo bueno, correcto, deber, obligación, voluntad, virtud y motivo.

¿Qué clase de ciencia es la ética? Tiene que ver con la mente, pero no es una ciencia exacta como lo son las matemáticas y la lógica. No es meramente descriptiva. Es normativa en la medida que está relacionada con un ideal o una norma de conducta. El bien (véase) es una concepción que no puede definirse exactamente. Se ha igualado con la felicidad. Muchos han mirado al placer como el bien o lo bueno. Lo mismo ha ocurrido con el deber y el conocimiento. Sin lugar a dudas, todos ellos son ingredientes del bien o lo bueno; pero ninguno de ellos aisladamente es el bien supremo.

  1. Sistemas de ética. Los filósofos griegos Sócrates, Platón y Aristóteles estuvieron entre los primeros en formular teorías éticas. Para Sócrates, la virtud y el conocimiento eran uno sólo. Él trató de identificar la excelencia práctica del carácter con la visión intelectual de la verdadera naturaleza de las acciones.

Platón trató el tema en su mayor parte como la búsqueda de la justicia. Para él, la moral era una rama de la política. Lo que se logra en un buen estado es real también para los individuos que lo componen. La justicia es una armonía en la que la sabiduría gobierna sobre las emociones y apetitos impetuosos. El hombre justo deja que la sabiduría lo controle. El valor permanente del sistema de Platón es que pone el bien supremo en el reino del espíritu. El bien es espiritual en su naturaleza. Su efecto es como el sol en el mundo físico, que da luz y vida a todas las cosas. Así, la idea de lo bueno se revela a sí misma en cada cosa que de verdad existe. Es la fuente de toda verdad, conocimiento, belleza y bondad moral.

Aristóteles fue más práctico para tratar el tema. Él vio al hombre como un ser social en su esencia. La moralidad se deduce a partir de aquí. Las acciones morales se determinan en los contactos sociales. Ellas son el resultado de deliberadas buenas acciones habituales Definía la virtud como «un estado de propósito moral deliberado que consiste en un medio que es relativo a nosotros mismos. El medio es determinado por la razón o por lo que un hombre prudente puede determinar» (Aristóteles, Ética, libro 2, capítulo. 6). La intuición moral instintiva determina el medio moral entre los extremos, parcialmente innata y parcialmente el resultado de una búsqueda constante de la senda correcta.

Los estoicos y los epicúreos reaccionaron contra el intelectualismo de estos sistemas de ética. Los estoicos encontraron que una vida buena consiste en suprimir las emociones. La virtud era la firmeza. Para los epicúreos era el placer. En una forma o en otra, estas ideas éticas han viajado a través de la historia del pensamiento.

Agustín quedó profundamente impresionado por Platón. Enseñó que el Summum Bonum es el amor a Dios, en el que todas las facultades del hombre alcanzan su más alta perfección y sus deseos son completamente satisfechos.

Tomás de Aquino fue influenciado por Aristóteles. El supremo bien es el conocimiento de Dios. La razón y la fe, aunque distintas, están en armonía porque ambas provienen de una fuente única de verdad.

  1. Obligación. Los griegos raramente trataron el problema de la obligación moral, es decir, el por qué alguien debería perseguir el bien. Enseñaron que el saberlo era suficiente para suplir el motivo para desearlo. La naturaleza específica del deber tendía a perderse en tales sistemas de pensamiento. Debemos decidir por una de las alternativas siguientes para explicar el sentido de obligación moral. Por un lado, podemos mantener que éste se desarrolla naturalmente, por el otro, que vemos el sentido de obligación por intuición.

El naturalismo en todas sus formas no se ocupa de la cuestión de la obligación. Tales teorías pueden servir como una historia o una descripción de la ética, pero la cuestión de por qué algunas acciones son buenas o malas o por qué deberíamos procurar lo bueno y combatir lo malo a menudo se pasa por alto.

El intuicionismo por lo menos enfrenta la cuestión levantada por el sentido de obligación.

El obispo Butler veía en la conciencia la autoridad moral suprema, sobre el placer y el amor egocéntrico, determinando ella los motivos y las acciones.

Kant separó la obligación del amor egocéntrico basándose en principios racionalistas. El postuló que cada ser racional tiene el concepto de obligación; la ley moral compromete a todos los seres racionales como tales. Es categóricamente imperativa, no admitiendo excepciones. El agente moral debe actuar únicamente sobre la máxima de que lo que él desea llegará a ser una ley universal. Nada es bueno absolutamente sino la buena voluntad. El deber por el deber es el motivo moral.

El utilitarismo expuesto por J.S. Mill con su principio determinante «el mayor bien dentro del mayor número» hace de éste su base de obligación moral. El naturalismo evolucionista falla de una manera similar. «Ser más complejo» o «tener la habilidad de resistir» no es lo que queremos significar por ser correcto o justo.

Al evolucionar, el organismo desarrolla la mente, cuya característica es el libre pensamiento de ideas.

La capacidad de reflexionar en sí misma y de criticar sus ideas, muestra que la personalidad pensante no puede explicarse sobre bases naturalistas. Si la explicación naturalista no es suficiente, deberemos volver a la intuición, es decir, investigar la verdad de las cosas morales.

III. La ética cristiana. El conocimiento de la obligación moral es dado por la morada del Espíritu Santo de Dios. El Espíritu Santo no solamente da la iluminación para saber lo que es bueno, verdadero y bello, sino también el deseo y el poder de ir tras ellos.

La conciencia (véase) es el poder de juicio moral informado por el Espíritu Santo. Es susceptible de ser educada e iluminada más y más a medida que la morada del Espíritu es mantenida en la experiencia y la conducta.

El bien supremo del hombre es la unión con Dios. Esta unión del espíritu humano con el Espíritu Santo purifica el motivo del amor egocéntrico desordenado y en su lugar otorga el agapē: el amor desinteresado de un ser humano como hijo de Dios.

BIBLIOGRAFÍA

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Albert Victor M’callin

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (238). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

  • Ontologismo
  • Ontología
  • Fuente: Enciclopedia Católica