EVANGELIOS

Nombre con el cual se designa a los primeros cuatro libros del NT: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Aunque el Señor Jesús ordenó que se predicara †œeste evangelio† (Mar 14:9; Mar 16:15), él no escribió una historia de su vida ni ordenó a sus discí­pulos que lo hicieran. Después de Pentecostés, los apóstoles fueron anunciando las buenas nuevas, hablando de Cristo a todo el mundo. Su mensaje, entonces, era un testimonio personal (†œLo que hemos oí­do, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida† [1Jn 1:1]) de los apóstoles, quienes fueron †œlos que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra† (Luc 1:2). La comunicación del mensaje evangélico se hizo, pues, oralmente durante varias décadas. (†¢ígrafa). Las historias sobre la vida del Señor, sus palabras, sus milagros, su muerte y resurrección circularon ampliamente por distintos paí­ses, en diferentes idiomas, hasta que la comunidad cristiana sintió la necesidad de ponerlas por escrito, a fin de evitar el desfiguramiento que los hechos podí­an recibir en esta continua transmisión oral.

Una antiquí­sima tradición dice que tras la persecución de tiempos de Nerón, muertos los apóstoles Pedro y Pablo, los cristianos de Roma que sobrevivieron le pidieron a Marcos, que fue ayudante de Pedro, que escribiera lo que recordara de sus enseñanzas en cuanto a la vida y obra del Señor Jesús. Esto acontecerí­a a fines de los años 60. Papí­as, escribiendo en el siglo II, habla de ello diciendo que Marcos escribió las cosas que el Señor Jesús dijo o hizo y que no fue su intención el hacer una armoní­a de la †œLogia† del Señor. Aparentemente, se llamaba †œLogia† a todos esos dichos e historias del Señor que circulaban. Se discute si ello significa que algunos habí­an puesto por escrito esos dichos y hechos. Papí­as también dijo que Mateo organizó la †œLogia† en hebreo y que luego se hicieron traducciones al griego. Algunos opinan que es posible que Mateo fuera anterior a Marcos. Lucas escribió después de estos dos. Las palabras con las cuales comienza su e. son muy iluminadoras: †œPuesto que muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertí­simas, tal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra† (Luc 1:1-4). Es probable que cuando habla de los †œmuchos† se estuviera refiriendo, entre otros, a Marcos y Mateo. El E. de Juan apareció a fines de la década de los años noventa.
recoger en una obra escrita las cosas que se repetí­an entre las iglesias, los autores quisieron poner a disposición de éstas un instrumento que les facilitara la instrucción a los nuevos convertidos y que sirviera para la predicación del mensaje. No se sentaron a escribir una biografí­a del Señor Jesús. Su intención no era el hacer historiografí­a. Así­, no escribieron los acontecimientos en estricto orden cronológico ni se detení­an en grandes detalles topográficos o geográficos. Al parecer, la †œLogia† estaba constituida por relatos y dichos del Señor agrupados de una forma que atendí­a a temas o que facilitaba la memorización. Los evangelistas compilaron estos datos. Pero al hacerlo estaban efectuando, en realidad, una certificación, puesto que dos de los evangelistas, Mateo y Juan, fueron apóstoles y conocieron personalmente al Señor, siendo, por lo tanto, testigos presenciales de las cosas. Es evidente que no hubieran incluido en sus textos nada que no fuera auténtico. Marcos, como se dijo, fue ayudante del apóstol Pedro y escribió recordando lo que aprendió de este apóstol. Lucas fue un colaborador de Pablo. Además, él mismo dice que lo que escribe lo habí­a †œinvestigado con diligencia†, para poner las cosas †œtal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra† (Luc 1:1-3), lo que de seguro incluirí­a varios de los apóstoles. De manera que podemos estar seguros de que los E. recogen las incidencias de la vida del Señor Jesús con absoluta fidelidad.
no hay prueba cierta de la existencia de una †œLogia† escrita antes de los E., no pasa lo mismo con el perí­odo posterior, pues se escribieron muchas obras. En el siglo II el movimiento gnóstico produjo varios e., entre ellos el †œEvangelio de Pedro†, el †œEvangelio de Tomás†, el †œEvangelio de Felipe† y otros ( †¢Apócrifos y pseudoepigráficos del NT, Libros. †¢Nag-Hamadi). El †¢canon del NT se formó lentamente, en un proceso en el cual las iglesias fueron desechando muchos escritos hasta que todas coincidieron en reconocer a Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
primeros tres son llamados †œsinópticos†. El término surgió porque estos Evangelios se parecen mucho entre sí­. De tal manera que muchos hicieron copias de ellos poniéndolos en forma columnar, uno junto a otro, para poder tener una vista de conjunto, o sinopsis, de sus narraciones. Tienen básicamente la misma estructura, comenzando con el bautismo de Juan, la tentación del Señor, las incidencias de los viajes de Cristo por Galilea y sus alrededores, el viaje a Jerusalén, los últimos dí­as en aquella ciudad, la pasión y muerte de Cristo y su resurrección. Desde muy temprano en la historia de la Iglesia se ha discutido acerca del †œproblema sinóptico†, es decir, sobre las relaciones que guardan los tres primeros Evangelios entre sí­, especialmente teniendo en cuenta las coincidencias, que hacen que algunos piensen en la posibilidad de que alguno copiara de otro. Muchos eruditos, sin embargo, se deciden por opinar que los dichos y hechos del Señor Jesús, al ser trasmitidos oralmente conservaban una estructura básica bastante parecida y que por eso son tan similares las historias de estos tres evangelistas que se limitaron a recopilarlas. Juan, que escribió poniendo más énfasis en la parte doctrinal que en los detalles de los acontecimientos y que incluye viajes de Galilea a Jerusalén que no están en los sinópticos, coincide con éstos en la parte inicial y en la parte final. Los testimonios de los cuatro hombres que escribieron independiente-mente los E. representan cuatro versiones coincidentes en lo esencial sobre unos sucesos, aunque difieran en detalles entre sí­. Cumplen así­ plenamente con los requisitos que exige la ciencia histórica para considerar como verí­dica la ocurrencia de esos sucesos.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LIBR CRIT

vet, Al principio, y en el mismo NT, el término evangelio no designaba ningún libro, sino el mensaje, la buena nueva. Durante el perí­odo postapostólico (hacia el año 150 d.C., Justino Mártir, Apol. 1:66), sin embargo, el término “Euangelion” designaba ya además los escritos en los que los apóstoles daban testimonio de Jesús. Cada uno de estos escritos recibió el nombre de Evangelio; también se dio el nombre de Evangelio al conjunto de los cuatro escritos. (a) Los cuatro evangelios. El testimonio de la historia da prueba de que, desde el mismo principio, se atribuyeron los cuatro evangelios, respectivamente, a Mateo, Marcos, Lucas y Juan; ya en el mismo inicio de la era postapostólica la Iglesia consideró a los Evangelios como documentos autorizados, que presentaban el testimonio apostólico sobre la vida y la enseñanza de Cristo. Durante el siglo II se citaban, comentaban y leí­an los Evangelios: su autenticidad es incontestable. El examen de las epí­stolas del NT demuestra asimismo que sus alusiones a Jesús y a sus obras concuerdan con los relatos de los Evangelios. Podemos así­ tenerlos como totalmente dignos de crédito. Los tres primeros evangelios presentan una gran cantidad de analogí­as. Presentan en general la vida del Señor bajo el mismo aspecto. Se les denomina Evangelios Sinópticos (del gr. “synopsis”, “vista de conjunto”). Son, en cambio, de un carácter totalmente distinto del Evangelio de Juan. El tema principal de los Sinópticos es el ministerio de Cristo en Galilea; el cuarto evangelio, en cambio, destaca su actividad en Judea; sin embargo, la traición, el arresto, juicio, crucifixión, y la resurrección, son de tal importancia que aparecen en los cuatro evangelios. El único episodio anterior que figura en todos cuatro evangelios es la multiplicación de panes para alimentar a los 5.000. Los Sinópticos se refieren relativamente poco a la divinidad de Cristo, en tanto que Juan recalca el testimonio del mismo Jesús a este respecto. Los Sinópticos presentan sobre todo las obras de Jesús, así­ como sus palabras acerca del reino de Dios, las parábolas, las enseñanzas dadas al pueblo; Juan cita lo que Jesús dijo de Sí­ mismo, generalmente en discursos bien comprensibles. El cuarto evangelio supone e implica la existencia de los otros tres que, a su vez, se hacen inteligibles gracias a los hechos relatados en el Evangelio de Juan. Por ejemplo, Jn. 1:15 supone el conocimiento de Mt. 3:11, etc.; Jn. 3:24 el de Mt. 4:12; y Jn. 6:1-7:9, el de todos los relatos sinópticos del ministerio en Galilea, etc. Por otra parte, solamente los acontecimientos relatados en los caps. 1 y 2 de Juan explican la acogida que dieron a Jesús en Galilea, y la buena disposición de Pedro, Andrés, Santiago y Juan a dejarlo todo para seguir a Jesús. Asimismo, la repentina controversia acerca del sábado que se presenta en los Sinópticos (cp. Mr. 2:23, etc.) no se comprende sin el relato de Jn. 5. Todo y teniendo las mismas caracterí­sticas generales, cada uno de los tres Evangelios Sinópticos tiene sus propias caracterí­sticas, debidas al objetivo del redactor y a la audiencia a la que se dirigí­a: Mateo, que escribí­a para judí­os, destaca la condición regia de Jesús, el Mesí­as. Se apoya constantemente en citas del AT, y expone la enseñanza de Cristo sobre el verdadero reino de Dios, en oposición a las opiniones erróneas que se daban en el seno del judaí­smo. Marcos escribí­a, en cambio, dirigiéndose primariamente a los gentiles, y recalca el poder de Cristo para salvación, manifestado en sus milagros. Lucas, que fue durante largo tiempo compañero de Pablo, muestra al Señor en su carácter de Salvador lleno de gracia, ocupándose de una manera especial de los caí­dos, de los marginados, y de los destituidos. Juan destaca sobre todo a Jesús como la Palabra divina encarnada, revelando el Padre a aquellos que quisieran aceptarlo. Ninguno de los evangelistas se propuso presentar una biografí­a completa de nuestro Señor. Cada uno de los hechos y palabras de Jesús presentado en cada Evangelio tiene un propósito didáctico. Los evangelistas no actuaron con la pretendida frialdad objetiva de los historiadores. Su fin era además muy distinto del de un historiador (Jn. 20:30, 31; cp. 21:25): eran testigos de una Persona (Jn. 15:27; 17:20). ¿De dónde sacaron los evangelistas sus datos? Siendo que Mateo y Juan eran apóstoles, hubieran estado presentes en los sucesos que relatan o hubieron oí­do las palabras que registran. Marcos acompañó a Pablo y a Pedro; una tradición muy antigua afirma que Marcos resumió en su Evangelio la predicación de Pedro acerca de Jesús. Lucas, por su parte, afirma que recibió información de parte de los que “lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra” y que redactó su Evangelio “después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen” (Lc. 1:1-4). Así­, los Evangelios nos dan el testimonio de los apóstoles. Los numerosos puntos en común que se hallan en el lenguaje de los Sinópticos confirman este extremo. Un conferenciante itinerante, o un misionero en licencia temporal, cuando van de lugar en lugar contando sus experiencias, acaban recogiéndolo todo en un relato estereotipado, a fin de dar con precisión los mismos hechos, añadiendo de vez en cuando detalles que quizá se han omitido en otras ocasiones anteriores. Es probable que los apóstoles y los primeros evangelistas hayan procedido con frecuencia de la misma manera, de forma que su relato estaba, en cierta medida, estereotipado. Algo más tarde, se consignaron fragmentos de este relato en forma escrita, para provecho de las iglesias de nueva fundación. Es así­ que se dispersó, según nos lo dice la tradición inmediatamente posterior a los apóstoles, un relato evangélico de variada extensión, pero que ofrecerí­a una gran uniformidad, incluso en la expresión. Las similaridades lingüí­sticas de los Evangelios Sinópticos indican así­ que nos transmiten el testimonio dado de Jesús por parte de los apóstoles. El cuarto evangelio, por otra parte, trata de temas que al principio no eran tan precisos. Juan, que conocí­a personalmente estas cuestiones, las expuso algo más tarde, cuando la Iglesia precisaba de su conocimiento. (b) Crí­tica. No hay ningún dato histórico que permita dudar que los Sinópticos hayan estado redactados entre Pentecostés y la destrucción del templo (entre los años 30 y 70) por los autores cuyo nombre llevan, o que hubieran estado escritos en griego. Sin embargo, la crí­tica ha intentado asignar una fecha tan tardí­a como fuera posible a la redacción de los evangelios, de manera que perdieran su valor testifical histórico. Para ello ha edificado toda una cadena de hipótesis de las que se da a continuación un breve resumen y examen. La crí­tica literaria se apoya en una cita de Papí­as (a principios del siglo II) para rechazar la autenticidad del Evangelio griego de Mateo, admitida unánimemente por los Padres de la Iglesia. Papí­as escribió (Eusebio, “Historia Eclesiástica”, III, 39:16): “Mateo ordenó las sentencias en lengua hebrea, pero cada uno las traducí­a como mejor podí­a.” Basándose en esta cita, a pesar de nuestra total ignorancia acerca de estas “sentencias (gr., “logia”) en lengua hebrea”, se afirma lo que sigue: (A) Mateo no escribió el Evangelio en griego por cuanto escribió las Logia en hebreo; (B) el Evangelio de Mateo, escrito mucho tiempo después por algún desconocido, incluye posiblemente extractos de las Logia, pero han quedado entremezcladas con relatos procedentes de otras fuentes. La escuela de Baur se ha destacado por su afán en discernir una falta de unidad en el Evangelio griego que lleva el nombre de Mateo (cp. P. Fargues, “Les origines du N. T.”, Parí­s, 1928, PP. 56ss.). Este trabajo de zapa es esencialmente subjetivo y marcado de entrada por un dogmatismo apriorí­stico sistemático y muy tendencioso. No se puede pretender que Mateo escribiera las Logia y no escribiera posteriormente el Evangelio que lleva su nombre. Ireneo (Contra Herejí­as, 3:1, 1), entre otros, da testimonio de Mateo como autor de este Evangelio. Se trata de un sólido y permanente testimonio histórico frente a unas opiniones personales muy condicionadas por una filosofí­a en principio hostil a la factualidad de la revelación divina. Con respecto a Marcos, no habrí­a sido el autor del segundo evangelio. Estarí­a basado en un documento imaginario que nadie ha visto jamás: el proto-Marcos, y la redacción del Evangelio hubiera implicado fuentes diversas que permitirí­an postular ciertas “incoherencias”. Sin embargo, las evidencias internas del segundo evangelio revelan una estrecha relación con Pedro y su testimonio (cp. J. Caba, “De los Evangelios al Jesús histórico”, Madrid 1970, PP. 133-135). Hay otra clase de evidencia que ha salido recientemente a la luz con respecto al Evangelio de Marcos. La identificación de unos fragmentos de papiro escritos en griego en la llamada Cueva 7 de Qumrán, fechados entre el 50 y el 100 d.C., como pertenecientes al Evangelio de Marcos, hace desvanecer definitivamente las dudas que se habí­an arrojado sobre la fecha de su redacción. El Padre José O’Callaghan, S.I., que llevó a cabo, tras penosas investigaciones, esta identificación sobre nueve fragmentos, dice: “Creo que me he encontrado con una evidencia innegable de que ciertos libros clave del Nuevo Testamento circulaban ya en vida de aquellos que habí­an caminado y hablado con Jesús” (cp. J. O’Callaghan, S.I., “Los papiros griegos de la Cueva 7 de Qumrán”, Madrid, 1974; D. Estrada y William White, Jr., “The First New Testament”, Nashville, 1978). Del tercer evangelio se afirma que, aunque está marcado por una unidad más real que los anteriores, no puede ya ser atribuido a Lucas, y como única razón se dice que serí­a del mismo autor que el del libro de los Hechos. Pero ¿qué podrí­a impedir a Lucas ser el autor tanto de Hechos como del Evangelio que lleva su nombre? Si el Evangelio es del mismo autor que Hechos, cuadra perfectamente bien como el “primer tratado” del que hace mención en Hechos 1:1. Por lo que respecta al cuarto evangelio, la crí­tica literaria rehúsa asimismo atribuirlo a Juan. El discí­pulo amado (Jn. 19:26; 20:2) que, modestamente, no quiso poner su nombre, ha sido universalmente reconocido por la tradición de la iglesia desde los primeros siglos como el autor. Jamás se ha dudado en el seno de la iglesia que Juan hubiera sido “aquel discí­pulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas” (Jn. 21:24). Nunca ha dudado la iglesia que él fuera el más capacitado para completar la obra de los sinoptistas, al relatar, por ejemplo, las comunicaciones del Señor a sus discí­pulos en la ví­spera de su muerte (Jn. 15-16). El cuarto evangelio nos hace entrar profundamente en la intimidad de Cristo, e insiste más que los otros en la divinidad del Salvador, el Verbo eternamente existente (Jn. 1:1-2, 18; 8:58), “Creador” y “Luz” (Jn. 1:3-12). Para la crí­tica racionalista y modernista, todo el elemento dogmático que caracteriza al cuarto evangelio proviene en lí­nea recta del misticismo griego, hallando su origen en la filosofí­a alejandrina del siglo I. A esto se podrí­a replicar que estas afirmaciones provienen de un desconocimiento total del pensamiento bí­blico, totalmente ajeno al pensar helénico, si no estuvieran dominadas por la postura a priori que las ha motivado: que se busca negar a los Evangelios su valor como documentos históricos fidedignos. Quien lea el cuarto evangelio sin prejuicios previos, junto con la 1ª Epí­stola de los Corintios, y constate que Juan, al igual que Pablo, usó el vocabulario helénico, reconocerá que lo hizo precisamente para mostrar la sima que separaba a la revelación bí­blica del dogma pagano de los griegos. Con respecto a la redacción del Evangelio de Juan, frente a los muchos intentos de los racionalistas y modernistas para atribuirle una fecha de redacción postapostólica, se levanta el hecho de la existencia, en la Biblioteca John Rylands, de la Universidad de Manchester, de un fragmento de un códice que contiene unos cuantos versí­culos de Juan 18. Dice el doctor F. F. Bruce: “Naturalmente, este pequeño fragmento no puede dar una gran contribución a la crí­tica textual; su verdadera importancia reside en el testimonio que aporta en favor de la fecha tradicional de su redacción por parte de Juan (alrededor del año 100 d.C.)” (cp. F. F. Bruce, “The Books and the Parchments”, Pickering and Inglis, Ltd., Londres, 1963, p. 181). (c) Fecha. Si bien es difí­cil asignar una fecha precisa a la redacción de los Evangelios Sinópticos, se puede aceptar que fueron escritos alrededor de unos 40 años después de la muerte y resurrección del Señor, entre el 65 y 70 d.C. En esta época, los relatos orales que circulaban en las comunidades palestinas debieron quedar fijados por escrito. La lengua griega estaba entonces muy difundida por todo el mundo mediterráneo. El cuarto evangelio fue indudablemente escrito bastante más tarde, mucho después de la caí­da de Jerusalén, al final del siglo I. Es obra del apóstol Juan, autor asimismo de tres cortas epí­stolas que llevan su nombre, y del libro del Apocalipsis, que recibió del Señor cuando estaba desterrado en la isla de Patmos (Ap. 1:9). A mediados del siglo XX se propuso un nuevo método de estudio del NT que cuenta en la actualidad con numerosos adeptos. Se trata del método de la crí­tica formal o crí­tica de las formas (Formgeschichtliche Schule, o Form Criticism), del que Rudolf Bultmann, profesor de Marburgo, es el principal exponente e impulsor. Entre los representantes más importantes de esta escuela puede citarse a Dibelius, Schmidt, Easton, Grant, Lightfoot. Estos autores suponen que diversas tradiciones sirvieron como base para la elaboración de los Evangelios, pero que primero circularon oralmente durante muchos años. Entre estas tradiciones orales se hallarí­an paradigmas, historias, leyendas, milagros, parábolas, logias, profecí­as. Estas tradiciones hubieran sido ordenadas en base a los intereses religiosos de las comunidades primitivas. El cuadro cronológico y los detalles geográficos serí­an una posterior aportación, añadida a los incidentes separados y a los discursos. Se afirma, así­, que el Evangelio no es una narración. Es “kerigma”, predicación. La verdad, en este esquema, es extra, o suprahistórica. Hace falta salir del plan histórico para llegar a la verdad. El método de la crí­tica formal practica lo que se llama la desmitologización, es decir, la retirada de las formas, o mitos, para poder ver a través de la historia evangélica. Entre estos mitos, que sin embargo son declarados objetos de fe, se hallan los relatos de la navidad, del bautismo, de la tentación, de la resurrección, etc. En suma, todo el marco histórico de los Evangelios (cp. las obras de R. Bultmann, y en particular “Theologie des Neuen Testaments”, 3 tomos, Tubinga, 1958; “Geschichte und Eschatologie”, Tubinga, 1958. Esta última obra reúne seis conferencias dadas en Edimburgo en 1955 bajo el tí­tulo general de “History and Eschatology”). La crí­tica formal constituye una negación total de la historia. Esencialmente existencialista, este método busca un puro subjetivismo. Es el mundo concreto en el que estamos inmersos lo que nos abre al ser, decí­a Heidegger. Es el mundo lo que nos abre a la verdad y a Cristo, dice Bultmann. Pero el mundo concreto no tiene sentido más que por el hombre; está muerto sin él. Y cuando el hombre ha desmitologizado (o desmitificado) la totalidad de la tradición evangélica, ¿qué queda en los Evangelios? ¿Qué queda de Cristo? Un misterio que se esconde detrás de los Evangelios con una indescriptible imprecisión. Jesús dijo: “Si creyeseis a Moisés, me creerí­ais a mí­, porque de mí­ escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Jn. 5:46, 47). Estas hipótesis tan precarias se basan en una distorsión de la historia de la transmisión del texto evangélico y del desarrollo de la iglesia apostólica. Su endeblez más bien sirve para confirmar la convicción de que los Evangelios son lo que pretenden ser: documentos históricos y testificales; si no lo fueran, nuestra fe serí­a tan sólo una palabra carente de todo contenido. Para tener una idea clara de la vida de Cristo y de su ministerio, es conveniente tener a mano una Armoní­a de los Cuatro Evangelios, preparada teniendo en cuenta las indicaciones cronológicas y otras indicaciones históricas que sean de utilidad. Se debe tener en cuenta que en muchos de sus puntos, una tal armoní­a sólo podrá ser aproximada. Una obra a señalar para el lector hispano es “Una armoní­a de los Cuatro Evangelios” de A. T. Robertson (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1975). Bibliografí­a: T. D. Bernard: “El desarrollo doctrinal en el Nuevo Testamento” (Pub. de La Fuente, México D. F. 1961), F. F. Bruce: “The Books and the Parchments” (Pickering and Inglis, Londres, 1950), J. Caba, S. I.: “De los Evangelios al Jesús histórico” (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1971), J. O’Callaghan, S.I.: “Los papiros griegos de la cueva 7 de Qumrán” (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974), H. E. Dana: “El Nuevo Testamento ante la Crí­tica” (Casa Bautista de Publicaciones. El Paso, Texas, 1965), H. M. Conn: “Teologí­a contemporánea en el mundo” (Subcomisión literatura Cristiana de la Iglesia Cristiana Reformada, Grand Rapids, Michigan s/f); D. Estrada y William White Jr.: “The First New Testament” (Thomas Nelson. Pub. Nashville, Tennessee, 1978); Eusebio de Cesarea: “Historia Eclesiástica” (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1973); W. Kelly: “Lectures Introductory to the Gospels” (Bible Truth Publishers, Oak Park, Illinois, 1866/1970); J. McDowell: “Evidencia que exige un veredicto” (Vida, Miami, 1982), J. McDowell: “More Evidence that Demands a Verdict (Campus Crusade for Christ International, Arrowhead Springs, San Bernardino, California, 1975); A. T. Robertson: “Una Armoní­a de los Cuatro Evangelios” (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1975); E. Trenchard: “Introducción a los Cuatro Evangelios” (Literatura Bí­blica, Madrid, 1974).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Concepto general de buena noticia (eu-angelo), de buen anuncio, de mensaje excelente. El Evangelio, en cuanto mensaje, está registrado o consignado en los Evangelios en cuanto textos o documentos que dan fe de él. Por eso, cuando se emplea en plural, en castellano se suele hacer alusión a los textos escritos. Y cuando se emplea en singular, se alude al mensaje puro de Jesús, el cual se halla recogido por los textos, pero también por los demás escritos bí­blicos: Carta apostólicas, Hechos y Apocalipsis, y por la tradición viva que nació con los primeros cristianos y sus formas de vida evangélica.

No hay que ignorar, por un falso sentido de pureza bí­blica, que diversos escritos apócrifos de los primer siglos se ampararon en el término de Evangelio. Y que con toda seguridad entre los escritos no evangélicos primitivos late el eco de las enseñanzas de Jesús. Incluso con toda seguridad algunas de las ideas, mensajes o enseñanzas que esos escritos atribuyen a Jesús (los anagrafa) así­ como en al arte, en los ritos y cultos, en las costumbres, queda el Evangelio en el sentido extensivo del concepto. En todos los textos se descubre el Evangelio como oferta y mensaje, no como sistema filosófico o como conjunto de enseñanzas sociológicas. El mensaje o kerigma es una llamada a la fe y reclama una respuesta de vida.

Luego fue organizándose la doctrina o conjunto de enseñanzas y normas que reclamaban una formación sistemática y progresiva y que tendrí­an que ver ya con la doctrina, con la moral, con las virtudes cristianas.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

SUMARIO: I. Los evangelios en la Iglesia. II. Los evangelios en la exégesis moderna: 1. El siglo xix; 2. La “historia de las formas”; 3. Evolución ulterior: “historia de la redacción”y “nueva investigación del Jesús histórico”. III. Conclusiones y perspectivas.

I. LOS EVANGELIOS EN LA IGLESIA. ¿Qué son los evangelios? Si intentamos preguntárselo a un chico del catecismo o a un cristiano adulto cualquiera, o puede que también a un no practicante, la primera respuesta que se darí­a serí­a con toda probabilidad: “La vida de Jesús”. Pero si insistimos un poco, no serí­a difí­cil obtener también otra: los evangelios no son sólo la vida de Jesús; son también nuestra vida, la experiencia que también nosotros debemos vivir.

En la simultaneidad de estas dos dimensiones a primera vista conflictivas, en este continuo movimiento del entonces al ahora y del ahora al entonces se puede resumir la caracterí­stica más esencial de los evangelios, así­ como la clave de lectura de todo el accidentado proceso de su interpretación, desde la Iglesia antigua hasta hoy. No es raro, incluso hoy, tropezar con dos actitudes opuestas a propósito de los evangelios. Por un lado, la preocupación ansiosa y casi obsesiva por su historicidad, preocupación que se manifiesta en la mentalidad fundamentalista (o sea, que rehúsa admitir en los evangelios otros tipos de lenguaje que el puramente historiográfico), en la sobrevaloración de la cuestión de la identidad de los cuatro evangelistas, en el malestar apenas disimulado ante sus divergencias, del que es un sí­ntoma también el éxito que siguen teniendo las censurables iniciativas editoriales de los llamados evangelios unificados, con su sección de mapasy tablas cronológicas que pretende localizar en el tiempo y en el espacio “minuto por minuto” los desplazamientos de Jesús. Por otro lado, y no menos preocupante, puede que fruto también de divulgaciones apresuradas o mal entendidas o de preocupaciones catequéticas o espirituales perseguidas a precio demasiado bajo, la tendencia a ver en los evangelios sobre todo la proyección de las experiencias (¡una de las palabras mágicas de nuestros dí­as!) de los creyentes, la respuesta a los problemas de las varias comunidades; con la tentación, en definitiva, de preguntarse por qué hay que seguir dando la preferencia a aquellas experiencias de entonces, y no volver a escribir los textos basándonos en las nuestras.

Estas tentaciones no son del todo nuevas. También la Iglesia antigua hubo de hacerles frente y superarlas, a vecess no sin cierta dificultad. En ambientes preocupados demasiado unilateralmente por la historicidad y por la utilización apologética de los evangelios frente a los paganos, la tentación de eliminar su pluralidad armonizándolos a toda costa (concordismo) o incluso fundiéndolos en una narración única, como en el Diatessaron de Taciano, que tuvo un éxito enorme durante siglos, siendo adoptado incluso en alguna zona en la liturgia en lugar de los cuatro evangelios canónicos, y que sólo después de muchas luchas pudo ser eliminado. En otros ambientes, por el contrario, la de contraponerlos el uno al otro hasta escoger uno contra otro, eliminando a los restantes del canon (Marción). O bien, para asegurar mejor la vinculación a los problemas de hoy, la tentación de apartarse completamente del sentido literal con el método de la alegorí­a, mediante el cual se termina haciendo decir al texto lo que se quiere; o incluso publicando nuevos evangelios (los apócrifos) para hacer pasar como palabrade Dios opiniones personales, verdaderas y auténticas herejí­as, o cuando menos las propias fantasí­as devocionalistas.

Ya antes de expresar su concepción de los evangelios a través de la enseñanza explí­cita, últimamente con la constitución conciliar Dei Verbum y la instrucción inmediatamente precedente de la Comisión bí­blica (21 abril 1964), la Iglesia la ha expresado desde la antigüedad con la elección misma del tí­tulo Evangelios, con la inclusión de todos y sólo esos cuatro en el canon, y sobre todo con su lectura en el contexto eucarí­stico, acompañada por signos litúrgicos que la equiparan a un encuentro con el Señor vivo (procesión, incensación, beso, aclamaciones; también las decoraciones del evangeliario y del ambón…), y con una exégesis que, por encima de los lí­mites ligados a la cultura del tiempo, pretende ser literal y auténticamente espiritual al mismo tiempo, y que se prolonga en la lectio divina de la tradición monástica, en los varios métodos de contemplación y meditación de las diversas escuelas espirituales, hasta la revisión de vida y otras formas de nuestros dí­as, y se hace experiencia concreta en la existencia de los santos, que es evangelio vivido (san Francisco de Sales: la vida de los santos es al evangelio como la música ejecutada es a la música escrita en la partitura…).

En esta perspectiva de lectura no puramente histórica, sino también teológico-espiritual, no faltó en la Iglesia antigua, al menos en germen, la percepción de la pluralidad de los evangelios como riqueza positiva, que refleja la catolicidad de la Iglesia diseminada por toda la tierra (san Ireneo, Adversus Haereses III, 11,7-9) y lo inagotable del misterio de Jesús (Orí­genes, In Johannem X, 5,21). Aunque con demasiada frecuencia prevaleció el concordismo, hubo también intuiciones más válidas, tales como las distinciones entre el orden de la narración y el orden de los acontecimientos (san Agustí­n, De consensu evangelistarum II, 21,51s) y entre intención y formulación (ibid II, 12,29). Se advierte también un esfuerzo por discernir la peculiaridad de los cuatro evangelistas, aunque de hecho no se consiguió más que para Juan, al que se distinguió enseguida como el evangelio espiritual, siendo venerado por los orientales como el teólogo, el que ha conseguido un conocimiento más profundo de los misterios de Dios.

Así­ pues, la fe cristiana se ha percatado, como por instinto, de la imposibilidad de disociar las dos dimensiones, el entonces y el ahora; ha visto los evangelios como documento histórico, aunque sui generis, testimonio fidedigno capaz de convertirse en llamada y motivo de fe; pero al mismo tiempo como alegre mensaje siempre actual, que sólo se puede comprender plenamente por la fe (san Agustí­n: “Evangelio non crederem nisi me catholicae.ecclesiae conmoveret auctoritas’), proclamación de aquel misterio de salvación que también nosotros hoy estamos llamados a vivir y que sólo se puede transmitir y recibir auténticamente in Spiritu e in ecclesia.

II. LOS EVANGELIOS EN LA /EXEGESIS MODERNA. Así­ pues, histórica y crí­tica lo era también, a su modo, la exégesis antigua; serí­a injusto hacerlo comenzar todo con el renacimiento o con el iluminismo. Con todo, este último introduce indudablemente en los estudios bí­blicos, junto con el proyecto, inaceptable para el creyente, de reducir el cristianismo “a los lí­mites de la razón”, también toda una serie de adquisiciones históricas, literarias y metodológicas de gran alcance. Ambos aspectos, estrechamente entrelazados, impondrán a los creyentes undiscernimiento difí­cil y doloroso, que oscila entre los peligros opuestos de rechazar junto con los prejuicios ideológicos también elementos positivos, o, viceversa, de absorber inconscientemente en nombre de una pretendida ciencia también los prejuicios anticristianos.

Hoy la situación se presenta más serena. Las adquisiciones de los estudios modernos permiten darse mejor cuenta de las caracterí­sticas de los evangelios que la fe cristiana cultivó desde el principio de manera intuitiva.

Por comodidad, podemos distinguir tres momentos principales: 1) el siglo xtx; 2) los años veinte de nuestro siglo con la “historia de las formas”; 3) desde los años cincuenta a nuestros dí­as el desarrollo ulterior de la “historia de la redacción” y de la “nueva investigación del Jesús histórico” [/Escritura; /Hermenéutica].

1. EL SIGLO XIX. Desde finales del siglo XVIII a principios del xIx el estudio de los evangelios está dominado por el intento de la exégesis liberal de remontarse a un Jesús histórico (expresión que manifestará luego toda su ambigüedad) del todo humano, contrapuesto al misterioso y divino de la Iglesia y del dogma cristológico.

Este deseo de remontarse lo más posible a los orí­genes llevó muy pronto, invirtiendo la valoración de la Iglesia antigua, a acantonar a Juan justamente por su carácter más acentuadamente teológico y a concentrar la atención en los tres primeros evangelios, intentando también discernir cuál de ellos era el más antiguo. Se afrontó decididamente la cuestión sinóptica, es decir el problema de explicar las grandes semejanzas entre Mt, Mc y Lc en los episodios referidos, en el orden de sucesión y a menudo también en su formulación; problema no ignorado por la Iglesia antigua, pero que permaneció bloqueado por la solución agustiniana, que identificaba el orden canónico (Mt, Mc, Lc, Jn) con un orden cronológico y de dependencia el uno del otro. Se impuso una nueva solución, todaví­a hoy impugnada por algunos sectores minoritarios, pero compartida por la mayorí­a de los estudiosos: la teorí­a de las dos fuentes. El más antiguo no es Mt, sino Mc: no ha sido Mc el que abrevió a Mt, sino que fueron Mt y Lc, los dos evangelios mayores, los que ampliaron a Mc y corrigieron sus numerosas imperfecciones lingüí­sticas. Pero además de Mc, para explicar toda una serie de perí­copas presentes sólo en Mt y en Lc, también ellas caracterizadas por grandes semejanzas en el orden de sucesión y en la formulación, hay que postular asimismo una segunda fuente, que no ha llegado a nosotros, constituida esencialmente por dichos de Jesús (mientras que en Mc prevalecí­an los hechos), e indicada convencionalmente con la sigla Q.

En este punto, llegados a través de la crí­tica literaria a estas dos fuentes más antiguas: Mc y Q, se pensaba que podí­a entrar enseguida la crí­tica histórica: la reconstrucción de’la vida de Jesús. Evidentemente, los liberales no aceptaban en bloque tampoco el testimonio de estas fuentes más antiguas; también en ellas distinguí­an alguna superposición debida a la fe de la Iglesia pospascual; pero estimaban que se las podí­a eliminar fácilmente basándose en criterios (en realida d un tanto aprioristas) de plausibilidad y verosimilitud; una vez desembarazado el relato de los elementos más sobrenaturales, se creí­a estar ante un informe sustancialmente fidedigno, reflejo simple e ingenuo de los acontecimientos. Se creí­a, pues, posible en definitiva fundar históricamente en los mismos evangelios la imagen humanizada y modernizada de Jesús tras la cual se andaba: un Jesús genio religioso, esencialmente maestro de verdades ético-religiosas universales, expresadas en términos de reino mesiánico sólo para una comprensible concesión a la tradición judí­a, pero, en sustancia, sin continuidad real con ella.

La tentativa liberal entra en crisis hacia finales de siglo, no sólo por el redescubrimiento de la dimensión radicalmente escatológica del reino anunciado por Jesús y de las exigencias éticas a él vinculadas (J. Weiss, A. Schweitzer), sino también por la denuncia de su fragilidad metodológica. Los evangelios no son biografí­as, sino “relatos de la pasión con extensa introducción” (M. Káhler); en su centro no está la enseñanza, como en Sócrates, sino la muerte redentora; ahí­ es donde el relato se hace detallado, muy lento, después de haber estado precedentemente marcado por una especie_de cuenta a la inversa. La fe pospascual no se limitó a colocar aquí­ y allá alguna pequeña incrustación fácil de suprimir; anima todo el relato desde el principio. Tampoco el Jesús de Mc es un Jesús puramente humano, sino un Jesús profundamente misterioso, al que ni siquiera los discí­pulos comprenden y cuya identidad es mantenida oculta por el secreto mesiánico, destinado a manifestarse sólo en pascua (W. Wrede). También el evangelio más antiguo, y punto de partida de los sucesivos, aparece así­ a su vez como punto de llegada de toda una reflexión teológica de la comunidad pospascual; se comienza a caer en la cuenta de que entre los textos evangélicos y Jesús se interpone, con todo su espesor, justamente aquella entidad de la cual la exégesis liberal no habí­a querido hacer caso: la Iglesia.

2. LA “HISTORIA DE LAS FORMAS”. Se trataba, pues, de aclarar mejor la relación entre los evangelios y la Iglesia, el influjo de la comunidad primitiva en aquel material que más tarde serí­a consignado por escrito por los evangelistas. Pero se necesitaba un instrumento metodológico nuevo respecto a los dos instrumentos privilegiados del siglo xix, la crí­tica literaria, a la que seguí­a enseguida la crí­tica histórica; un instrumento capaz de penetrar en el oscuro túnel de aquellos treinta a cuarenta años de tradición oral que separaban a Jesús de los primeros escritos. El instrumento lo proporcionó el “método de la historia de las formas” (formgeschichtliche Methode o, más brevemente, la Formgeschichte), aplicado ya por H. Gunkel (1862-1932) a los escritos del AT, y extendido luego a los evangelios después de la primera guerra mundial sobre todo por M. Dibelius (1883-1947) y R. Bultmann (1884-1976), no sin el influjo de intuiciones que habí­an aflorado ya en J.G. Herder (1744-1803) sobre el carácter colectivo y popular de la tradición evangélica, y en F. Overbeck (1837-1905) sobre el carácter infraliterario, precultural y no historiográfico del cristianismo primitivo y de sus escritos.

El nombre no da plenamente idea de este enfoque, esencialmente sociológico: las formas de que se habla no son, en efecto, los géneros tradicionales en las varias literaturas (drama, comedia, novela, ensayo histórico, etcétera), sino las utilizadas por las diversas exigencias concretas de la vida de la comunidad. Gunkel da como ejemplo la lamentación fúnebre, el canto de victoria, el reproche del profeta, la sentencia del juez…; ejemplos modernos podrí­an ser el informe médico, el informe de policí­a sobre un incidente de carretera, etc. Cada una de estas formas lingüí­sticas se distingue de la otra, posee caracterí­sticas determinadas y no otras, justamente porque es funcional a una determinada situación constante, que se repite, de la vida social (en losejemplos citados: la muerte, la guerra, la administración de la justicia, etc.); es decir, cada una de ellas está ligada a un cierto Sitz im Leben, literalmente el puesto en la vida, expresión que no se ha de usar, como a veces se hace hoy, en sentido puramente histórico, como si fuese sinónimo de una situación contingente cualquiera, la ocasión en que se pronuncia una cierta frase, sino siempre en sentido sociológico, en referencia a situaciones constantes, que corresponden a necesidades permanentes de una cierta comunidad.

Sentada esta extrecha conexión entre forma y Sitz im Leben, deberí­a ser posible remontarse de las varias formas a su ubicación en la vida de una comunidad; algo así­ como cuando de la forma redonda de un guijarro es posible remontarse a su colocación originaria en un rí­o. El supuesto para aplicar este planteamiento al material evangélico es que, aunque al presente se contiene por escrito en libros de una cierta extensión, no se lo contempla como obra individual de un autor a la manera de los libros que pertenecen a la literatura verdadera y propia, sino como un agregado de muchas pequeñas unidades que preexistí­an en forma oral, autónomamente la una de la otra, y eran utilizadas por la comunidad primitiva no para hacer un relato ordenado de la vida de Jesús, sino en función de las varias necesidades actuales de su vida: liturgia, catequesis, polémica con los adversarios, etc.

De ahí­ el programa de la Formgeschichte: 1) como primera operación preliminar, aislar cada una de las unidades preexistentes; 2) como segunda operación, también preliminar, clasificarlas, basándose en las caracterí­sticas comunes que algunas de ellas presentan, en varias formas: relatos de milagro, episodios polémicos, oráculos proféticos, sentencias de tipo sapiencial, etc.; 3) finalmente -y aquí­ está el paso crucial propiamente socio-lingüí­stico de la Formgeschichte-, explicar las caracterí­sticas de cada una de las formas remontándose al respectivo Sitz im Leben. Finalmente, unificando los varios Sitze im Leben obtenidos, conseguir un cuadro de conjunto de la primitiva comunidad cristiana.

Después de unos sesenta años de intenso trabajo, a primera vista se podrí­a tener la impresión de que la Formgeschichte, salvo esporádicas escaramuzas de retaguardia, ha sido ampliamente aceptada por todos; incluso en los ambientes católicos de forma oficial, después de las polémicas romanas antes y durante el último concilio. Pero, si bien se mira, hay que reconocer que el programa originario no se ha realizado más que en parte, precisamente en aquellas partes que no eran las más especí­ficas, las más ligadas a la hipótesis de trabajo esencialmente sociológica que animaba al nuevo planteamiento. Algo no ha funcionado.

Desde luego se pueden considerar bien logradas las dos primeras operaciones, si bien son sólo preliminares y no especí­ficas aún de la Formgeschichte. El carácter originariamente fragmentario (y por tanto presumiblemente oral, al menos en principio) se desprende claramente, entre otras cosas, de la fragilidad de las conexiones entre una perí­copa y otra (“Entonces”, “Y yendo más allá”, “Después de estas cosas”, “Otra vez…”) y de los numerosí­simos casos de diferente colocación de un mismo párrafo en los varios evangelios (p.ej., el padrenuestro en Mt en el sermón de la montaña, mientras que en Lc está luego, durante el viaje a Jerusalén: cf Mat 6:9-13 con Luc 11:1-4). Por algo la liturgia desde el principio conseguí­a tan bien subdividir el texto evangélico en pequeños párrafos que habí­a que leer cada vez: las perí­copas (de perikóptein, cortar); es como cuando se separan con facilidad las partes de un módulo siguiendo las lí­neas trazadas ya marcadas. Entre una y otra hay muy poco espacio; se nota enseguida dónde comienza y dónde termina un episodio; muy pronto nos damos cuenta de que si se sigue leyendo nos adentramos en otro episodio.

También la clasificación de las varias formas es una operación lingüí­stica, y no aún socio-lingüí­stica en el sentido de la Formgeschichte. Formas diversas (parábola, oráculo profético, sentencia de tipo sapiencial) pueden haber sido usadas ya por Jesús, y no remitir necesariamente a situaciones de la comunidad como tal.

Para el nuevo planteamiento serí­a decisivo remontarse desde cada forma al respectivo Sitz im Leben; pero aquí­ justamente es donde el resultado ha fallado. Sólo se consigue remontarse globalmente a un uso eclesial del material; pero esto se habí­a ya adquirido con la primera operación. Y este uso eclesial no es sinónimo de uso puramente funcional en el sentido de la Formgeschichte. Indudablemente es un uso diverso del puramente historiográfico; a menudo ha implicado notables reformulaciones: lo confirman los numerosí­simos casos en los que el mismo gesto o la misma palabra de Jesús aparecen en los diversos evangelios en formas diversas, e incluso las que según nuestra mentalidad deberí­an ser intangibles, como el Padrenuestro o las palabras eucarí­sticas. Estamos ante una transmisión viva, en la que no predomina una preocupación de fidelidad puramente verbal, como en el que transmite datos con intento puramente documentario o de archivo, sino más bien la de una fidelidad real a los significados, a las intenciones de Jesús; por tanto, una fidelidad que no excluye, sino que incluso a veces exige, la reformulación. Así­, por ejemplo, al pasar al ambiente grecorromano no es ya suficiente excluir sólo el repudio de la mujer por parte del marido, sino que se hace necesario explicitar también la exclusión del repudio del marido por parte de la mujer (cf Mar 10:11 con Mat 19:9).

En este uso eclesial de los dichos y hechos de Jesús, la exigencia de traducción desemboca en una exigencia de actualización. Tratándose de un mensaje salví­fico, la traducción sólo se puede considerar verdaderamente lograda cuando consigue implicar al oyente. Aquí­ es clara la diferencia entre el evangelizador y el historiógrafo; para este último es importante que el acontecimiento se delimite lo mejor posible, que se una lo más estrechamente posible a las circunstancias, al momento en que tuvo lugar; en cambio, para el evangelizador es importante que el episodio, desde luego sin perder su realidad histórica y su significado originario, resulte significativo para el mayor número de personas, aun a costa de desligarlo un poco de su contexto inmediato. Los dibujos de nuestros catecismos, como por lo demás ya las pinturas medievales, no vacilan a veces en presentar a Jesús en blue jeans o bien en poner a su lado muchachos de hoy, hombres de varias razas, etc. Es un poco lo que hizo también la tradición evangélica: para facilitar el mecanismo de identificación no vacila en reformular las palabras; y así­ vemos a los protagonistas de los relatos hacerse casi los portavoces de la fe cristiana: dirigirse a Jesús no ya como a “maestro”, sino como a “Señor” (cf Mat 8:25 con Mar 4:38), proclamarlo a los pies de la cruz “Hijo de Dios” y no simplemente un “justo” (cf Mar 15:39 y Mat 27:54 con Luc 23:47). El relato se hace todo él a la luz de la resurrección, aunque ésta sólo se narrará en la última página; ni por un instante se habla de Jesús como se hablarí­a de un muerto, aunque muy ilustre, del que sólo quedarí­an sus palabras; en cada episodio destaca, como en transparencia, el Señor viviente y operante hoy en la comunidad. Así­ reciben una inesperada confirmación ciertas intuiciones patrí­sticas y litúrgicas: piénsese en la interpretación eclesiológica de la tempestad calmada o en la interpretación eucarí­stica del episodio de Emaús; esta dimensión eclesial, sacramental, no es algo que añadimos nosotros, sino que ya estaba presente en la intención de los primeros narradores.

En orden a una reconstrucción histórica de detalle, de historia entendida como crónica, es innegable que este “de más” se traduce en un “de menos”. El carácter fragmentario o el uso eclesial del material evangélico, situados a la luz de la Formgeschichte, sufren indudablemente una cierta reducción de historicidad, al menos con referencia a ciertas maneras maximalistas de entender esta última, demasiado calcadas sobre los modelos profanos de tipo biográfico o los de la historiografí­a moderna. En este sentido, si por victoria de la Formgeschichte entendemos la derrota de estas concepciones unilaterales de la historicidad (liberales o fundamentalistas), ha sido y es irreversible. Pero, en realidad, no es tanto la Formgeschichte la que ha vencido, sino que más bien estas concepciones han perdido; y no por mérito exclusivo de la Formgeschichte, sino en gran medida también por toda una serie de adquisiciones de otro tipo: mejor conocimiento de los géneros literarios bí­blicos, a veces diversos de los occidentales y de tipo no puramente historiográfico; de los procedimientos de tipo midrásico (relectura de un episodio a la luz de otros para poner en claro las analogí­as, no sin un elemento artificioso) o de tipo targúmico (traducciones libres, que desembocan en la paráfrasis y en laadición de nuevos elementos para subrayar ciertos aspectos del texto), y así­ sucesivamente. Luego, para los católicos, desde la teologí­a, un concepto más profundo de la verdad bí­blica (DV 11).

Pero la Formgeschichte no ha conseguido positivamente imponer de manera convincente su concepción especí­fica del material evangélico como funcional únicamente a las necesidades actuales de la comunidad, y por tanto desinteresado del ministerio prepascual de Jesús. El carácter fragmentario y eclesial, y en cierto sentido también popular, del material evangélico no equivale necesariamente a un carácter puramente funcional, en el sentido de la Formgeschichte. Lo fragmentario excluye una reconstrucción completa de la vida de Jesús en el sentido de las biografí­as del siglo xIx, pero no es tan completamente fragmentario que impida que cada uno de los fragmentos permanezca centrado en Jesús y que también uno solo de ellos pueda ser suficiente para permitirnos captar el sentido que él atribuyó a su vida. El ambiente popular excluye ciertamente prestaciones historiográficas de alto nivel académico, pero no excluye en absoluto el interés por ciertos acontecimientos y la voluntad y capacidad de transmitirlos fielmente. La gran libertad de la traducción y de la actualización no excluye una profunda fidelidad a Jesús, sino que nace justamente de ella. Perspectiva pascual no significa desinterés por el Jesús terreno: el resucitado no es un anónimo, sino el Jesús que fue crucificado; y justamente porque ha resucitado no se le puede olvidar, cómo se podrí­a hacer con un muerto cualquiera, sino que agudiza aún más el interés también por su existencia terrena. El uso catequético o litúrgico o de cualquier otro tipo deja intacta la cuestión de fondo: ¿Qué papel tiene en esta liturgia o en esta catequesis la referencia a Jesús? ¿Se puede asimilar a un culto cualquiera o se trata más bien de un culto que es esencialmente anamnesis, memoria de un acontecimiento no mí­tico, sino histórico? ¿No son quizá la liturgia cristiana, la catequesis cristiana, esencialmente “narrativas”? (A este propósito hay que notar que la Formgeschichte -¡a la que por algo algunos de sus pioneros preferí­an llamar kultgeschichtliche Methode!-revela un fuerte influjo de la escuela de las religiones o comparatista, con el mérito de redescubrir la importancia del culto, pero con la tendencia a asimilarlo precipitadamente a los del ambiente circunstante.) Finalmente, la misma comunidad, de la que tanto habla la Formgeschichte, no es un grupo cualquiera, en el que cada uno era libre de atribuir a Jesús lo que querí­a. Por las cartas de Pablo, más antiguas que los mismos evangelios, se nos aparece por el contrario vinculada a la tradición recibida y provista de una autoridad apostólica encargada de vigilar y discernir. No es una masa anónima, sin rostro, sino que tiene su núcleo más autorizado en los discí­pulos de Jesús, testigos no sólo de su resurrección, sino también de su ministerio terreno; no es un espacio vací­o, una página en blanco en la que se puede escribir lo que se quiera: la imagen de Jesús viva en los discí­pulos no podrí­a dejar de oponer resistencia a eventuales tentativas de alteración.

Este “talón de Aquiles” de la Formgeschichte, a saber: su desvalorización del interés de la comunidad por el ministerio de Jesús, se verá con mayor claridad al pasar examen a la fase más reciente, que llega hasta nuestros dí­as.

3. EVOLUCIí“N ULTERIOR: “HISTORIA DE LA REDACCIí“N” Y “NUEVA INVESTIGACIí“N DEL JESÚS HISTí“RICO”. Las dos principales lí­neas de desarrollo de los estudios evangélicos a partir de los años cincuenta son, por una parte, la apertura de lo que puede definirse nueva investigación del Jesús histórico, y, por otra, la Redaktionsgeschichte, el estudio de la redacción de los evangelios, de la aportación especí­fica de cada uno de los evangelistas [/Mateo; /Marcos; /Lucas].

En cierto sentido, ambas pueden considerarse complementos de la Formgeschichte en las áreas que ésta habí­a dejado descubiertas. Ella habí­a centrado su interés en la fase intermedia: la de la transmisión oral del material evangélico en la comunidad, minimizando un poco excesivamente la posibilidad de remontarse más arriba hasta Jesús, y reduciendo, hacia abajo, a los evangelistas a simples coleccionistas del material preexistente. Al recuperar las dos áreas descuidadas, pero sin renegar por ello de las adquisiciones de la Formgeschichte, se obtiene una visión más completa del proceso de formación del material evangélico a través de sus tres etapas: Jesús, la comunidad, los evangelistas. Tres etapas de desarrollo del material, a las que deberán corresponder tres etapas obligadas en cada uno de nuestros estudios de los textos evangélicos.

El esquema indicado no carece de utilidad. Pero hay que preguntarse si la vuelta a la investigación histórica sobre Jesús y la Redaktionsgeschichte se pueden considerar sólo evoluciones lineales y complementos de la Formgeschichte, o no más bien algo que la cuestiona ampliamente y hace urgente una reflexión crí­tica de la misma. Además, el esquema deja en la sombra la estrecha conexión entre ambas evoluciones (por algo los nombres de los respectivos pioneros son los mismos: Bornkamm, Marxsen, Conzelmann, el mismo Kásemann…); se trata, en realidad, de dos aspectos de la misma problemáticaque dejaron abierta la Formgeschichte y sobre todo Bultmann, que eran incapaces de explicar cómo en un cierto punto la Iglesia primitiva llegó a expresar su fe en escritos eminentemente narrativos como los evangelios.

La Formgeschichte no prestó gran atención a este problema; ante los evangelios empleó el microscopio, concentrando su atención en cada una de las microunidades para escrutar las huellas de su prehistoria. En cambio, la Redaktionsgeschichte intenta encuadrar en su objetivo el edificio entero, para captar sus lí­neas de conjunto, el diseño global, las intenciones de fondo que animaron a cada uno de los evangelistas. En esta perspectiva, se ve cada vez más claramente que no son simples compiladores; no se limitaron a transcribir la tradición, sino que también la retocaron y reinterpretaron basándose en la finalidad teológica y pastoral particular de cada uno de ellos. Aunque en los últimos años ha habido una reestructuración de la tendencia inicial de la Redaktionsgeschichte a exaltar excesivamente la creatividad de los evangelistas y se vuelve a hablar de su conservadurismo (una recuperación del aspecto histórico está en marcha también hoy para Jn), queda el hecho de que entre nosotros y Jesús viene a interponerse, además del estrato de la tradición oral comunitaria sacado a luz por la Formgeschichte, un estrato ulterior: el de la relectura teológica realizada por cada uno de los evangelistas. Así­ pues, a primera vista, con la Redaktionsgeschichte nos alejamos aún más de Jesús, y no serí­a infundado ver en ella una evolución bastante homogénea de la Formgeschichte.

Pero las cosas no son tan simples. Por diversas que sean las perspectivas teológicas de Mt, de Mc, de Le (y, ¿por qué no?, de Jn), revelan algo común: sobre todo un gran interés por el Jesús terreno. Mc retrocede a los dí­as terrenos de Jesús todaví­a envueltos en el misterio que sólo la cruz y la resurrección habrí­a de desvelar, pero que estaba ya encerrado en su humanidad. Mt lleva a los cristianos a la obediencia a los mandamientos de Jesús (28,16-20). Lc-He exponen un relato ordenado de los acontecimientos a través de los cuales entró la salvación en la historia con Jesús, y luego con el testimonio dado de él por la Iglesia por la virtud del Espí­ritu. Jn contempla y relee, con aquella comprensión más profunda que es don pascual del Resucitado mediante su Espí­ritu, los grandes signos realizados por Jesús en su ministerio terreno (2,22; 12,16; 14,26; 16,14). Leyendo cada evangelio completo se percibe este interés por el Jesús prepascual, este aspecto narrativo, más fuertemente aún que leyendo aisladamente una u otra perí­copa. Es un poco como cuando, alejándose de un edificio para poder abarcarlo mejor con la mirada todo entero, se queda uno sorprendido de algunas de sus lí­neas estructurales, que corren peligro de escapar a una observación demasiado cercana. El problema es entonces si el relieve dado al Jesús prepascual es fruto de una sucesiva obra de “historización” (Historisierung), que habrí­a introducido en el material, originariamente polarizado en las necesidades actuales de la comunidad, una dimensión que le era ajena (Kilsemann, no sin ambigüedad y contradicciones, atribuye esa acción a una exigencia ocasional de contraponerse al incipiente gnosticismo, y polemiza ásperamente con Lc-He por haber querido ligar la salvación a hechos del pasado visibles y narrables; pero al mismo tiempo ve en ello un esfuerzo por mantener la identidad cristiana originaria; otros, como S. Schulz, radicalizando la posición bultmanniana, ven en los cuatro evangelios un fenómeno inesperado y aberrante respecto al kerigma pascual de Pablo), o si no se trata más bien de una dimensión inherente al material evangélico desde el principio (J. Roloff).

Así­ pues, no hay que reducir la Redaktionsgeschichte simplemente a un estudio de las modificaciones redaccionales; no se agota en un estudio de perí­copa por perí­copa, sino que intenta captar el plan de conjunto de cada uno de los evangelios en su integridad, desembocando así­ en el problema de lo que les es común, en la problemática, hoy viví­sima, de la “forma evangelio”. ¿Existe tal “forma”, común a los tres sinópticos, y hasta -presumiblemente sin influjo directo- a Jn? ¿Cómo explicar su origen? ¿En qué medida puede derivar de formas judí­as y grecorromanas preexistentes (biografí­a, martirio de los justos y de los profetas, dichos de los sabios, aretalogí­as…), y en qué medida, en cambio, es una novedad especí­ficamente cristiana? Respecto al material preexistente, ¿en qué medida depende de antecedentes ya existentes, y en qué medida es, en cambio, una forma nueva, que hay que comprender únicamente en sí­ misma (Güttgemanns)? ¿Habí­a ya en cada fragmento de tradición algo que lo hací­a apto para insertarlo en el contexto evangélico (Mussner): una í­ndole narrativa intrí­nseca, una orientación esencial a Jesús incluso en cada uno de los dichos y de los episodios? ¿Cómo explicar la “fuerza de integración” de la forma /evangelio, capaz de mantener unidos materiales diversos, como los oráculos escatológicos y las directrices éticas, los milagros y el relato de la pasión (H.-Th. Wrege)? En este punto, el “secreto mesiánico”, a través del cual todo el ministerio terreno de Jesús es visto como enigma que sólo será descifrado con la pascua, quedando a su vez la pascua indisolublemente ligada al ministerio terreno, aparece como el “presupuesto hermenéutico” fundamental para la existencia misma del género evangelio (Conzelmann). Hay que preguntarse entonces si es sólo un esquema teológico artificioso, una construcción posterior, resultante quizá de la fusión de varias teologí­as cristianas provenientes de varias comunidades, teologí­as diversas o incluso conflictivas, centradas unas en el kerigma pascual, otras en el Jesús prepascual profeta, maestro y taumaturgo, y unidas por compromiso o por predominio de una que habrí­a neutralizado a las restantes, o si no serí­a más bien el reflejo y la expresión de una unidad cristológica originaria (J. Schniewind). Así­ pues, la Redaktionsgeschichte, lejos de poderse reducir a un simple complemento de la Formgeschichte, termina también agudizando ulteriormente el problema de la dimensión histórica de los evangelios.

Análogo razonamiento hay que hacer, con mayor razón, para otra evolución: la reapertura de la investigación histórica sobre Jesús. Utiliza ésta una serie de criterios de autenticidad (J. Jeremias) que se apoyan en último análisis en el más riguroso, admitido también por los más radicales, el criterio de la discontinuidad: hay que atribuir a Jesús lo que no refleja las necesidades o las tendencias ni del judaí­smo ni de la comunidad cristiana primitiva (ejemplo clásico es el discipulado, diverso tanto del rabí­nico, donde era el discí­pulo el que escogí­a al maestro, y de la relación que ligará a los cristianos con los apóstoles: Pedro, Pablo… no tendrán “discí­pulos” ligados a su persona). En otras palabras, después de la Formgeschichte se da por supuesta la duda, al menos metodológica, de que el material se pueda atribuir siempre a una creación de la comunidad, a menos que no aparezca en contraste con las tendencias de esta última. Sin embargo, a nosotros nosparece que con ese “a menos que” se abre una brecha en el supuesto. En efecto, hay que preguntarse: ¿Cómo es que la comunidad transmití­a algo que no correspondí­a a sus tendencias? Por tanto, no era exacto suponer, como en la Formgeschichte clásica, que la comunidad se preocupaba sólo de sus necesidades actuales; existí­a también el interés por transmitir ciertos gestos de Jesús únicamente porque eran de Jesús, aunque no correspondieran a las tendencias actuales y a las necesidades inmediatas. Mas entonces, ¿por qué habrí­a que limitar ese interés por Jesús sólo a este o aquel gesto fragmentario, y no globalmente a toda la imagen de Jesús? Luego, también por este lado, si bien se mira, la Formgeschichte no es simplemente completada, sino cuestionada en uno de sus aspectos esenciales: su sociologismo unilateral, el supuesto de un desinterés de la comunidad primitiva por el Jesús prepascual. [t Jesucristo I].

III. CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS. Se trata, pues, hoy de subrayar más la continuidad de las tres fases (Jesús, comunidad, evangelistas) y de los respectivos momentos de estudio (investigación histórica sobre Jesús, Formgeschichte, Redaktionsgeschichte) sobre todo a través de una reflexión sobre el anillo intermedio, “la historia de las formas”. Pero no se trata, llevando al extremo la reacción, de negar la relación entre el material evangélico y la comunidad, reduciendo la tradición evangélica a transmisión mnemónica (por interesantes que puedan ser en este punto las investigaciones de Riesenfeld, de Gehardsson o de Riesner), o, peor aún, recayendo en planteamientos de tipo neoliberal o de tipo fundamentalista, ambos engallados hoy por los resultados más ricos y más positivos de la investigación histórica sobre Jesús. El fracaso de la Formgeschichte, al menos respecto a su proyecto originario, subraya la imposibilidad de separar la Iglesia de Jesús; pero el fracaso del intento liberal sigue aún ahí­ para amonestar sobre la imposibilidad de separar a Jesús de la Iglesia. El interés por el Jesús terreno prepascual no es un interés por un Jesús historiográfico, reconstruible con los solos instrumentos de la razón histórica, fuera del horizonte de la fe pascual; es memoria pascual, apostólica, eucarí­stica. Y mucho menos se resuelve el problema sumando los dos errores y postulando comunidades cristianas primitivas en conflicto entre sí­, hostiles las unas al kerigma pascual y las otras al Jesús terreno.

La tensión percibida por la Iglesia desde el principio no se puede resolver ni eliminando el kerigma pascual en favor de un pretendido “Jesús histórico” reconstruido en contraposición a la fe cristiana, ni eliminando al Jesús terreno en favor de un kerigma deshistorizado, que terminarí­a por desembocar en la experiencia religiosa del hombre.

De ahí­ aquel proceso continuo de relectura en marcha desde el principio -según la intuición blondeliana de los textos evangélicos como”tradición anticipada”, cargada de una “plenitud paradójica para el historiador” (Les premiers écrits de M. Blondel, 205, nota 1)- y que se prolonga luego en la interpretación cristiana litúrgica y patrí­stica, cuyo espí­ritu es urgente recuperar por encima de todos los lí­mites.

Relectura que no es ni repetición estática ni alteración o sustitución por significados extraños al original, sino que es precisamente relectura que supone para el estudioso: esfuerzo incesante, siempre nuevo, nunca acabado de una vez por todas, de leer aquel acontecimiento, de captar su sentido originario e inagotable.

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V. Fusco

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario: 1. Los evangelios en la Iglesia. II. Los evangelios en la exégesis moderna: 1. El siglo xix; 2. La†historia de las formas†; 3. Evolución ulterior: †œhistoria de la redacción† y †œnueva investigación del Jesús histórico†. III. Conclusiones y perspectivas.
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1. LOS EVANGELIOS EN LA IGLESIA.
¿Qué son los evangelios? Si intentamos preguntárselo a un chico del catecismo o a un cristiano adulto cualquiera, o puede que también a un no practicante, la primera respuesta que se darí­a serí­a con toda probabilidad: †œLa vida de Jesús†™. Pero si insistimos un poco, no serí­a difí­cil obtener también otra: los evangelios no son sólo la vida de Jesús; son también nuestra vida, la experiencia que también nosotros debemos vivir.
En la simultaneidad de estas dos dimensiones a primera vista conflic-tivas, en este continuo movimiento del entonces al ahora y del ahora al entonces se puede resumir la caracterí­stica más esencial de los evangelios, así­ como la clave de lectura de todo el accidentado proceso de su interpretación, desde la Iglesia antigua hasta hoy. No es raro, incluso hoy, tropezar con dos actitudes opuestas a propósito de los evangelios. Por un lado, la preocupación ansiosa y casi obsesiva por su historicidad, preocupación que se manifiesta en la mentalidad fundamenta-lista (o sea, que rehusa admitir en los evangelios otros tipos de lenguaje que el puramente historiográfico), en la sobrevaloración de la cuestión de la identidad de los cuatro evangelistas, en el malestar apenas disimulado ante sus divergencias, del que es un sí­ntoma también el éxito que siguen teniendo las censurables iniciativas editoriales de los llamados evangelios unificados, con su sección de mapas y tablas cronológicas que pretende localizar en el tiempo y en el espacio †œminuto por minuto† los desplazamientos de Jesús. Por otro lado, y no menos preocupante, puede que fruto también de divulgaciones apresuradas o mal entendidas o de preocupaciones catequéticas o espirituales perseguidas a precio demasiado bajo, la tendencia a ver en los evangelios sobre todo la proyección de las experiencias (iuna de las palabras mágicas de nuestros dí­as!) de los creyentes, la respuesta a los problemas de las varias comunidades; con la tentación, en definitiva, de preguntarse por qué hay que seguir dando la preferencia a aquellas experiencias de entonces, y no volver a escribir los textos basándonos en las nuestras.
Estas tentaciones no son del todo nuevas. También la Iglesia antigua hubo de hacerles frente y superarlas, a vecess no sin cierta dificultad. En ambientes preocupados demasiado unilateralmente por la historicidad y por la utilización apologética de los evangelios frente a los paganos, la tentación de eliminar su pluralidad armonizándolos a toda costa (con-cordismo) o incluso fundiéndolos en una narración única, como en el Dia-tessaron de Taciano, que tuvo un éxito enorme durante siglos, siendo adoptado incluso en alguna zona en la liturgia en lugar de los cuatro evangelios canónicos, y que sólo después de muchas luchas pudo ser eliminado. En otros ambientes, por el contrario, la de contraponerlos el uno al otro hasta escoger uno contra otro, eliminando a los restantes del canon (Marción). O bien, para asegurar mejor la vinculación a los problemas de hoy, la tentación de apartarse completamente del sentido literal con el método de la alegorí­a, mediante el cual se termina haciendo decir al texto lo que se quiere; o incluso publicando nuevos evangelios (los apócrifos) para hacer pasar como palabra de Dios opiniones personales, verdaderas y auténticas herejí­as, o cuando menos las propias fantasí­as devocio-n alistas.
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Ya antes de expresar su concepción de los evangelios a través de la enseñanza explí­cita, últimamente con la constitución conciliar Dei Verbum y la instrucción inmediatamente precedente de la Comisión bí­blica (21 abril 1964), la Iglesia la ha expresado desde la antigüedad con la elección misma del tí­tulo Evangelios, con la inclusión de todos y sólo esos cuatro en el canon, y sobre todo con su lectura en el contexto eucarí­stico, acompañada por signos litúrgicos que la equiparan a un encuentro con el Señor vivo (procesión, incensación, beso, aclamaciones; también las decoraciones del evangeliario y del ambón…), y con una exégesis que, por encima de los lí­mites ligados a la cultura del tiempo, pretende ser literal y auténticamente espiritual ?l mismo tiempo, y que se prolonga en la lectio divina de la tradición monástica, en los varios métodos de contemplación y meditación de las diversas escuelas espirituales, hasta la revisión de vida y otras formas de nuestros dí­as, y se hace experiencia concreta en la existencia de los santos, que es evangelio vivido (san Francisco de Sales: la vida de los santos es al evangelio como la música ejecutada es a la música escrita en la partitura…).
En esta perspectiva de lectura no puramente histórica, sino también teológico-espiritual, no faltó en la Iglesia antigua, al menos en germen, la percepción de la pluralidad de los evangelios como riqueza positiva, que refleja la catolicidad de la Iglesia diseminada por toda la tierra (san Ireneo, Adversus Haereses III, 11,7-9) y lo inagotable del misterio de Jesús (Orí­genes, In Johannem X, 5,21). Aunque con demasiada frecuencia prevaleció el concordismo, hubo también intuiciones más válidas, tales como las distinciones entre el orden de la narración y el orden de los acontecimientos (san Agustí­n, De consensu evangelistarum II, 21,5 Is) y entre intención y formulación (ibid II, 12,29). Se advierte también un esfuerzo por discernir la peculiaridad de los cuatro evangelistas, aunque de hecho no se consiguió más que para Juan, al que se distinguió enseguida como el evangelio espiritual, siendo venerado por los orientales como el teólogo, el que ha conseguido un conocimiento más profundo de los misterios de Dios.
Así­ pues, la fe cristiana se ha percatado, como por instinto, de la imposibilidad de disociar las dos dimensiones, el entonces y el ahora; ha visto los evangelios como documento histórico, aunque suigeneris testimonio fidedigno capaz de convertirse en llamada y motivo de fe; pero al mismo tiempo como alegre mensaje siempre actual, que sólo se puede comprender plenamente por la fe (san Agustí­n: †œEvangelio non crederem nisi me ca-tholicae. ecclesiae conmoveret aucto-ritas), proclamación de aquel misterio de salvación que también nosotros hoy estamos llamados a vivir y que sólo se puede transmitir y recibir auténticamente in Spiritu e in eccle-sia.
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II. LOS EVANGELIOS EN LA 1 EXEGESIS MODERNA.
Así­ pues, histórica y crí­tica lo era también, a su modo, la exégesis antigua; serí­a injusto hacerlo comenzar todo con el renacimiento o con el iluminis-mo. Con todo, este último introduce indudablemente en los estudios bí­blicos, junto con el proyecto, inaceptable para el creyente, de reducir el cristianismo †œa los lí­mites de la razón, también toda una serie de adquisiciones históricas, literarias y metodológicas de gran alcance. Ambos aspectos, estrechamente entrelazados, impondrán a los creyentes un discernimiento difí­cil y doloroso, que oscila entre los peligros opuestos de rechazar junto con los prejuicios ideológicos también elementos positivos, o, viceversa, de absorber inconscientemente en nombre de una pretendida ciencia también los prejuicios anticristianos.
Hoy la situación se presenta más serena. Las adquisiciones de los estudios modernos permiten darse mejor cuenta de las caracterí­sticas de los evangelios que la fe cristiana cultivó desde el principio de manera intuitiva.
Por comodidad, podemos distinguir tres momentos principales: 1) el siglo xix; 2)los años veinte de nuestro siglo con la †œhistoria de las formas†™; 3) desde los años cincuenta a nuestros dí­as el desarrollo ulterior de la †œhistoria de la redacción† y de la †œnueva investigación del Jesús histórico†™ [1 Escritura; / Hermenéutica].
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1. El siglo xix.
Desde finales del siglo XVIII a principios del xix el estudio de los evangelios está dominado por el intento de la exégesis liberalde remontarse a un Jesús histórico (expresión que manifestará luego toda su ambigüedad) del todo humano, contrapuesto al misterioso y divino de la Iglesia y del dogma cris-tológico.
Este deseo de remontarse lo más posible a los orí­genes llevó muy pronA to, invirtiendo la valoración de la Iglesia antigua, a acantonar a Juan justamente por su carácter más acentuadamente teológico y a concentrar la atención en los tres primeros evangelios, intentando también discernir cuál de ellos era el más antiguo. Se afrontó decididamente la cuestión sinóptica, es decir el problema de explicar las grandes semejanzas entre Mt, Mc y Lc en los episodios referidos, en el orden de sucesión y a menudo también en su formulación; problema no ignorado por la Iglesia antigua, pero que permaneció bloqueado por la solución agustiniana, que identificaba el orden canónico (Mt, Mc, Lc, Jn) con un orden cronológico y de dependencia el uno del otro. Se impuso una nueva solución, todaví­a hoy impugnada por algunos sectores minoritarios, pero compartida por la mayorí­a de los estudiosos: la teorí­a de las dos fuentes. El más antiguo no es Mt, sino Mc: no ha sido Mc el que abrevió a Mt, sino que fueron Mt y Lc, los dos evangelios mayores, los que ampliaron a Mc y corrigieron sus numerosas imperfecciones lingüí­sticas. Pero además de Mc, para explicar toda una serie de perí­copas presentes sólo en Mt y en Lc, también ellas caracterizadas por grandes semejanzas en el orden de sucesión y en la formulación, hay que postular asimismo una segunda fuente, que no ha llegado a nosotros, constituida esencialmente por dichos de Jesús (mientras que en Mc prevalecí­an los hechos), e indicada con-vencionalmente con la sigla Q.
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En este punto, llegados a través de la crí­tica literaria a estas dos fuentes más antiguas: Mc y Q, se pensaba que podí­a entrar enseguida la crí­tica histórica: la reconstrucción déla vida de Jesús. Evidentemente, los liberales no aceptaban en bloque tampoco el testimonio de estas fuentes más antiguas; también en ellas distinguí­an alguna superposición debida a la fe de la Iglesia pospascual; pero estimaban que se las podí­a eliminar fácilmente basándoseen criterios (en realidad un tanto aprioristas) de plausibilidad y verosimilitud; una vez desembarazado el relato de los elementes más sobrenaturales, se creí­a estar ante un informe sustancialmente fidedigno, reflejo simple e ingenuo de los acontecimientos. Se creí­a, pues, posible en definitiva fundar históricamente en los mismos evangelios la imagen humanizada y modernizada de Jesús tras la cual se andaba: un Jesús genio religioso, esencialmente maestro de verdades ético-religiosas universales, expresadas en términos de reino me-siánico sólo para una comprensible concesión a la tradición judí­a, pero, en sustancia, sin continuidad real con ella.
La tentativa liberal entra en crisis hacia finales de siglo, no sólo por el redescubrimiento de la dimensión radicalmente escatológica del reino anunciado por Jesús y de las exigencias éticas a él vinculadas (J. Weiss, A. Schweitzer), sino también por la denuncia de su fragilidad metodológica. Los evangelios no son biografí­as, sino †œrelatos de la pasión con extensa introducción† (M. Káhler); en su centro no está la enseñanza, como en Sócrates, sino la muerte redentora; ahí­ es donde el relato se hace detallado, muy lento, después de haber estado precedentemente marcado por una especie-de cuenta a la inversa. La fe pospascual no se limitó a colocar aquí­ y allá alguna pequeña incrustación fácil de suprimir; anima todo el relato desde el principio. Tampoco el Jesús de Mc es un Jesús puramente humano, sino un Jesús profundamente misterioso, al que ni siquiera los discí­pulos comprenden y cuya identidad es mantenida oculta por el secreto mesiánico, destinado a manifestarse sólo en pascua (Vv. Wrede). También el evangelio más antiguo, y punto de partida de los sucesivos, aparece así­ a su vez como punto de llegada de toda una reflexión teológica de la comunidad pospascual; se comienza a caer en la cuenta de que entre los textos evangélicos y Jesús se interpone, con todo su espesor, justamente aquella entidad de la cual la exégesis liberal no habí­a querido hacer caso: la Iglesia.
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2. LA †œHISTORIA DE LAS FORMAS.
Se trataba, pues, de aclarar mejor la relación entre los evangelios y la Iglesia, el influjo de la comunidad primitiva en aquel material que más tarde serí­a consignado por escrito por. los evangelistas. Pero se necesitaba un instrumento metodológico nuevo respecto a los dos instrumentos privilegiados del siglo xix, la crí­tica literaria, a la que seguí­a enseguida la crí­tica histórica; un instrumento capaz de penetrar en el oscuro túnel de aquellos treinta a cuarenta años de tradición oral que separaban a Jesús de los primeros escritos. El instrumento lo proporcionó el †œmétodo de la historia de las formas† (form-geschichtliche Methode o, más brevemente, la Formgeschichte), aplicado ya por H. Gunkel (1862-1 932) a los escritos del AT, y extendido luego a los evangelios después de la primera guerra mundial sobre todo por M. Dibelius (1883-1 947) y R. Bult-mann (1884-1 976), no sin el influjo de intuiciones que habí­an aflorado yaenJ.G.Herder (1744-1803) sobre el carácter colectivo y popular de la tradición evangélica, yen F. Overbeck (1837-1 905) sobre el carácter in-fraliterario, precultural y no histo-riográfico del cristianismo primitivo y de sus escritos.
El nombre no da plenamente idea de este enfoque, esencialmente sociológico: las formas de que se habla no son, en efecto, los géneros tradicionales en las varias literaturas (drama, comedia, novela, ensayo histórico, etcétera), sino las utilizadas por las diversas exigencias concretas de la vida de la comunidad. Gunkel da como ejemplo la lamentación fúnebre, el canto de victoria, el reproche del profeta, la sentencia del juez…; ejemplos modernos podrí­an ser el informe médico, el informe de policí­a sobre un incidente de carretera, etc. Cada una de estas formas lingüí­sticas se distingue de la otra, posee caracterí­sticas determinadas y no otras, justamente porque es funcional a una determinada situación constante, que se repite, de la vida social (en los ejemplos citados: la muerte, la guerra, la administración de la justicia, etc.); es decir, cada una de ellas está ligada a un cierto Sitz im Leben, literalmente el puesto en la vida, expresión que no se ha de usar, como a veces se hace hoy, en sentido puramente histórico, como si fuese sinónimo de una situación contingente cualquiera, la ocasión en que se pronuncia una cierta frase, sino siempre en sentido sociológico, en referencia a situaciones constantes, que corresponden a necesidades permanentes de una cierta comunidad.
Sentada esta extrecha conexión entre forma y Sitz im Leben, deberí­a ser posible remontarse de las varias formas a su ubicación en la vida de una comunidad; algo así­ como cuando de la forma redonda de un guijarro es posible remontarse a su colocación originaria en un rí­o. El supuesto para aplicar este planteamiento al material evangélico es que, aunque al presente se contiene por escrito en libros de una cierta extensión, no se lo contempla como obra inividual de un autor a la manera de los libros que pertenecen a la literatura verdadera y propia, sino como un agregado de muchas pequeñas unidades que preexistí­an en forma oral, autónomamente la una de la otra, y eran utilizadas por la comunidad primitiva no pira hacer un relato ordenado de la vida de Jesús, sino en función de las varias necesidades actuales de su vida: liturgia, catequesis, polémica con los adversarios, etc.
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De ahí­ el programa de la Formgeschichte: 1) como primera operación preliminar, aislar cada una de las unidades preexistentes; 2) como segunda operación, también preliminar, clasificarlas, basándose en las caracterí­sticas comunes que algunas de ellas presentan, en varias formas: relatos de milagro, episodios polémicos, oráculos proféticos, sentencias de tipo sapiencial, etc.; 3) finalmente -y aquí­ está el paso crucial propiamente socio-lingüí­stico de la Formgeschichte-, explicar las caracterí­sticas de cada una de las formas remontándose al respectivo Sitz im Leben. Finalmente, unificando los varios Sitie im beben obtenidos, conseguir un cuadro de conjunto de la primitiva comunidad cristiana. r.Después de unos sesenta años de intenso trabajo, a primera vista se podrí­a tener la impresión de que la Formgeschichte, salvo esporádicas escaramuzas de retaguardia, ha sido ampliamente aceptada por todos; incluso en los ambientes católicos de forma oficial, después de las polémicas romanas antes y durante el último concilio. Pero, si bien se mira, hay que reconocer que el programa originario no se ha realizado más que en parte, precisamente en aquellas partes que no eran las más especí­ficas, las más ligadas a la hipótesis de trabajo esencialmente sociológica que animaba al nuevo planteamiento. Algo no ha funcionado.
Desde luego se pueden considerar bien logradas las dos primeras operaciones, si bien son sólo preliminares y no especí­ficas aún de la Formgeschichte. El carácter originariamente fragmentario (y por tanto presumiblemente oral, al menos en principio) se desprende claramente, entre otras cosas, de la fragilidad de las conexiones entre una perí­copa y otra (†˜Entonces, †œY yendo más allᆙ, †œDespués de estas cosas†™, †œOtra vez…†™) y de los numerosí­simos casos de diferente colocación de un mismo párrafo en los varios evangelios (p.ej., el padrenuestro en Mt en el sermón de la montaña, mientras que en Lc está luego, duranteel viaje aJerusalén: Mt 6,9-13 con Lc 11,1-4). Poralgola liturgia desdeel principio conseguí­a tan bien subdividir el texto evangélico en pequeños párrafos que habí­a que leer cada vez: las perí­copas (deperikóptein, cortar); es como cuando se separan con facilidad las partes de un módulo siguiendo las lí­neas trazadas ya marcadas. Entre una y otra hay muy poco espacio; se nota enseguida dónde comienza y dónde termina un episodio; muy pronto nos damos cuenta de que si se sigue leyendo nos adentramos en otro episodio.
También la clasificación de las varias formas es una operación lingüí­stica, y no aún socio-lingüí­stica en el sentido de la Formgeschichte. Formas diversas (parábola, oráculo pro-fético, sentencia de tipo sapiencial) pueden haber sido usadas ya por Jesús, y no remitir necesariamente a situaciones de la comunidad como tal.
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Para el nuevo planteamiento serí­a decisivo remontarse desde cada forma al respectivo Sitz im Leben; pero aquí­ justamente es donde el resultado ha fallado. Sólo se consigue remontarse globalmente a un uso eclesial del material; pero esto se habí­a ya adquirido con la primera operación. Y este uso eclesial no es sinónimo de uso puramente funcional en el sentido de la Formgeschichte. Indudablemente es un uso diverso del puramente historiográfico; a menudo ha implicado notables reformulaciones: lo confirman los numerosí­simos casos en los que el mismo gesto o la misma palabra de Jesús aparecen en los diversos evangelios en formas diversas, e incluso las que según nuestra mentalidad deberí­an ser intangibles, como el Padrenuestro o las palabras eucarí­sticas. Estamos ante una transmisión viva, en la que no predomina una preocupación de fidelidad puramente verbal, como en el que transmite datos con intento puramente documentarlo o de archivo, sino más bien la de una fidelidad real a los significados, a las intenciones de Jesús; por tanto, una fidelidad que no excluye, sino que incluso a veces exige, la reformulación. Así­, por ejemplo, al pasar al ambiente grecorromano no es ya suficiente excluir sólo el repudio de la mujer por parte del marido, sino que se hace necesario explicitar también la exclusión del repudio del marido por parte de la mujer (Mc 10,11 con Mt 19,9).
En este uso eclesial de los dichos y hechos de Jesús, la exigencia de traducción desemboca en una exigencia de actualización. Tratándose de un mensaje salví­fico, la traducción sólo se puede considerar verdaderamente lograda cuando consigue implicar al oyente. Aquí­ es clara la diferencia entre el evangelizador y el historiógrafo; para este último es importante que el acontecimiento se delimite lo mejor posible, que se una lo más estrechamente posible a las circunstancias, al momento en que tuvo lugar; en cambio, para el evangelizador es importante que el episodio, desde luego sin perder su realidad histórica y su significado originario, resulte significativo para el mayor número de personas, aun a costa de desligarlo un poco de su contexto inmediato. Los dibujos de nuestros catecismos, como por lo demás ya las pinturas medievales, no vacilan a veces en presentar a Jesús en bluejeans o bien en poner a su lado muchachos de hoy, hombres de varias razas, etc. Es un poco lo que hizo también la tradición evangélica: para facilitar el mecanismo de identificación no vacila en reformular las palabras; y así­ vemos a los protagonistas de los relatos hacerse casi los portavoces de la fe cristiana: dirigirse a Jesús no ya como a †œmaestro†, sino como a †œSeñor† (Mt 8,25 con Mc 4,38), proclamarlo a los pies de la cruz †œHijo de Dios† y no simplemente un †œjusto† (Mc 15,39 y Mt 27,54 con Lc 23,47). El relato se hace todo él a la luz de la resurrección, aunque ésta sólo se narrará en la última página; ni por un instante se habla de Jesús como se hablarí­a de un muerto, aunque muy ilustre, del que sólo quedarí­an sus palabras; en cada episodio destaca, como en transparencia, el Señor viviente y operante hoy en la comunidad. Así­ reciben una inesperada confirmación ciertas intuiciones patrí­sticas y litúrgicas: piénsese en la interpretación eclesiológica de la tempestad calmada o en la interpretación, eucarí­stica del episodio de Emaús; esta dimensión eclesial, sacramental, no es algo que añadimos nosotros, sino que ya estaba presente en la intención de los primeros narradores.
En orden a una reconstrucción histórica de detalle, de historia entendida como crónica, es innegable que este †œde más† se traduce en un †œde menos†. El carácter fragmentario o el uso eclesial del material evangélico, situados a la luz de la Formgeschichte, sufren indudablemente una cierta reducción de historicidad, al menos con referencia a ciertas maneras ma-ximalistas de entender esta última, demasiado calcadas sobre los modelos profanos de tipo biográfico o los de la historiografí­a moderna. En este sentido, si por victoria de la Formgeschichte entendemos la derrota de estas concepciones unilaterales de la historicidad (liberales o fundamen-talistas), ha sido y es irreversible. Pero, en realidad, no es tanto la Formgeschichte la que ha vencido, sino que más bien estas concepciones han perdido; y no por mérito exclusivo de la Formgeschichte, sino en gran medida también por toda una serie de adquisiciones de otro tipo: mejor conocimiento de los géneros literarios bí­blicos, a veces diversos de los occidentales y de tipo no puramente historiográfico; de los procedimientos de tipo midrásico (relectura de un episodio a la luz de otros para poner en claro las analogí­as, no sin un elemento artificioso) o de tipo targúmico (traducciones libres, que desembocan en la paráfrasis y en la adición de nuevos elementos para subrayar ciertos aspectos del texto), y así­ sucesivamente. Luego, para los católicos, desde la teologí­a, un concepto más profundo de la verdad bí­blica (DV 11).
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Pero la Formgeschichte no ha conseguido positivamente imponer de manera convincente su concepción especí­fica del material evangélico como funcional únicamente a las necesidades actuales de la comunidad, y por tanto desinteresado del ministerio prepascual de Jesús. El carácter fragmentario y eclesial, y en cierto sentido también popular, del material evangélico no equivale necesariamente a un carácter puramente funcional, en el sentido de la Formgeschichte. Lo fragmentario excluye una reconstrucción completa de la vida de Jesús en el sentido de las biografí­as del siglo XIX, pero no es tan completamente fragmentario que impida que cada uno de los fragmentos permanezca centrado en Jesús y que también uno solo de ellos pueda ser suficiente para permitirnos captar el sentido que él atribuyó a su vida. El ambiente popular excluye ciertamente prestaciones historiográficas de alto nivel académico, pero no excluye en absoluto el interés por ciertos acontecimientos y la voluntad y capacidad de transmitirlos fielmente. La gran libertad de la traducción y de la actualización no excluye una profunda fidelidad a Jesús, sino que nace justamente de ella. Perspectiva pascual no significa desinterés por el Jesús terreno:† el resucitado no es un anónimo, sino el Jesús que fue crucificado; y justamente porque ha resucitado no se le puede olvidar, como se podrí­a hacer con un muerto cualquiera, sino que agudiza aún más el interés también por su existencia terrena. El uso cate quético o litúrgico o de cualquier otro tipo deja intacta la cuestión de fondo: ¿Qué papel tiene en esta liturgia o en esta catequesis la referencia a Jesús? ¿Se puede asimilar a un culto cualquiera o se trata más bien de un culto que es esencialmente anamnesis, memoria de un acontecimiento no mí­tico, sino histórico? ¿No son quizá la liturgia cristiana, la catequesis cristiana, esencialmente †œnarrativas†? (A este propósito hay que notar que la Formgeschichte -ia la que por algo algunos de sus pioneros preferí­an llamar kultgeschichtliche Methode!- revela un fuerte influjo de la escuela de las religiones o comparatista, con el mérito de redescubrir la importancia del culto, pero con la tendencia a asimilarlo precipitadamente a los del ambiente circunstante.) Finalmente, la misma comunidad, de la que tanto habla la Formgeschichte, no es un grupo cualquiera, en el que cada uno era libre de atribuir a Jesús lo que querí­a. Por las cartas de Pablo, más antiguas que los mismos evangelios, se nos aparece por el contrario vinculada a la tradición recibida y provista de una autoridad apostólica encargada de vigilar y discernir. No es una masa anónima, sin rostro, sino que tiene su núcleo más autorizado en los discí­pulos de Jesús, testigos no sólo de su resurrección, sino también de su ministerio terreno; no es un espacio vací­o, una página en blanco en la que se puede escribir lo que se quiera: la imagen de Jesús viva en los discí­pulos no podrí­a dejar de oponer resistencia a eventuales tentativas de alteración.
Este †œtalón de Aquiles† de la Formgeschichte, a saber: su desvalorización del interés de la comunidad por el ministerio de Jesús, se verá con mayor claridad al pasar examen a la fase más reciente, que llega hasta nuestros dí­as.
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3. Evolución ulterior: †œhistoria DE LA REDACCIí“N† Y †œNUEVA INVESTIGACIí“N del Jesús histórico†.
Evangelios
Las dos principales lí­neas de desarrolio de los estudios evangélicos a partir de los años cincuenta son, por una parte, la apertura de lo que puede definirse nueva investigación del Jesús histórico, y, por otra, la Redak-tionsgeschichte, el estudio de la redacción de los evangelios, de la aportación especí­fica de cada uno de los evangelistas [1 Mateo; / Marcos; / Lucas].
En cierto sentido, ambas pueden considerarse complementos de la Formgeschichte en las áreas que ésta habí­a dejado descubiertas. Ella habí­a centrado su interés en la fase intermedia: la de la transmisión oral del material evangélico en la comunidad, minimizando un poco excesivamente la posibilidad de remontarse más arriba hasta Jesús, y reduciendo, hacia abajo, a los evangelistas a simples coleccionistas del material preexistente. Al recuperar las dos áreas descuidadas, pero sin renegar por ello de las adquisiciones de la Formgeschichte, se obtiene una visión más completa del proceso de formación del material evangélico a través de sus tres etapas: Jesús, la comunidad, los evangelistas. Tres etapas de desarrollo del material, a las que deberán corresponder tres etapas obligadas en cada uno de nuestros estudios de los textos evangélicos.
El esquema indicado no carece de utilidad. Pero hay que preguntarse si la vuelta a la investigación histórica sobre Jesús y la Redaktionsgeschich4e se pueden considerar sólo evoluciones lineales y complementos de la Formgeschichte, o no más bien algo que la cuestiona ampliamente y hace urgente una reflexión crí­tica de la misma. Además, el esquema deja en la sombra la estrecha conexión entre ambas evoluciones (por algo los nombres de los respectivos pioneros son los mismos: Bornkamm, Marxsen, Conzelmann, el mismo Káse-mann…); se trata, en realidad, de dos aspectos de la misma problemática que dejaron abierta la Formgeschichte y sobre todo Bultmann, que eran incapaces de explicar cómo en un cierto punto la Iglesia primitiva llegó a expresar su fe en escritos eminentemente narrativos como los evangelios.
La Formgeschichte no prestó gran atención a este problema; ante los evangelios empleó el microscopio, concentrando su atención en cada una de las microunidades para escrutar las huellas de su prehistoria. En cambio, la Redaktionsgeschichte intenta encuadrar en su objetivo el edificio entero, para captar sus lí­neas de conjunto, el diseño global, las intenciones de fondo que animaron a cada uno de los evangelistas. En esta perspectiva, se ve cada vez más claramente que no son simples compiladores; no se limitaron a transcribir la tradición, sino que también la retocaron y reinterpretaron basándoseen la finalidad teológica y pastoral particular de cada uno de ellos. Aunque en los últimos años ha habido una reestructuración de la tendencia inicial de la Redaktionsgeschichte a exaltar excesivamente la creatividad de los evangelistas y se vuelve a hablar de su conservadurismo (una recuperación del aspecto histórico está en marcha también hoy para Jn), queda el hecho de que entre nosotros y Jesús viene a interponerse, además del estrato de la tradición oral comunitaria sacado a luz por la Formgeschichte, un estrato ulterior: el de la relectura teológica realizada por cada uno de los evangelistas. Así­ pues, a primera vista, con la Redaktionsgeschichte nos alejamos aún más de Jesús, y no serí­a infundado ver en ella una evolución bastante homogénea de la Formgeschichte.
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Pero las cosas no son tan simples. Por diversas que sean las perspectivas teológicas de Mt, de Mc, de Lc (y, ¿por qué no?, de Jn), revelan algo común: sobre todo un gran interés por el Jesús terreno. Mc retrocede a los dí­as terrenos de Jesús todaví­a envueltos en el misterio que sólo la cruz y la resurrección habrí­a de desvelar, pero que estaba ya encerrado en su humanidad. Mt lleva a los cristianos a la obediencia a los mandamientosde Jesús (28,16-20). Lc-Ac exponen un relato ordenado de los acontecimientos a través de los cuales entró la salvación en la historia con Jesús, y luego con el testimonio dado de él por la Iglesia por la virtud del Espí­ritu. Jn contempla y relee, con aquella comprensión más profunda que es don pascual del Resucitado mediante su Espí­ritu, los grandes signos realizados por Jesús en su ministerio terreno (2,22; 12,16; 14,26; 16,14). Leyendo cada evangelio completo se percibe este interés por el Jesús pre-pascual, este aspecto narrativo, más fuertemente aún que leyendo aisladamente una u otra perí­copa. Es un poco como cuando, alejándose de un edificio para poder abarcarlo mejor con la mirada todo entero, se queda uno sorprendido de algunas de sus lí­neas estructurales, que corren peligro de escapar a una observación demasiado cercana. El problema es entonces si el relieve dado al Jesús pre-pascual es fruto de una sucesiva obra de †œhistorización† (Historisierung), que habrí­a introducido en el material, originariamente polarizado en las necesidades actuales de la comunidad, una dimensión que le era ajena (Kásemann, no sin ambigüedad y contradicciones, atribuye esa acción a una exigencia ocasional de contraponerse al incipiente gnosticismo, y polemiza ásperamente con Lc-Ac por haber querido ligar la salvación a hechos del pasado visibles y narra-bles; pero al mismo tiempo ve en ello un esfuerzo por mantener la identidad cristiana originaria; otros, como S. Schulz, radicalizando la posición bultmanniana, ven en los cuatro evangelios un fenómeno inesperado y aberrante respecto al kerigma pascual de Pablo), o si no se trata más bien de una dimensión inherente al material evangélico desde el principio (J. Roloff).
Así­ pues, no hay que reducir la Redaktionsgeschichte simplemente a un estudio de las modificaciones redaccionales; no se agota en un estudio de perí­copa por perí­copa, sino que intenta captar el plan de conjunto de cada uno de los evangelios en su integridad, desembocando así­ en el problema de lo que les es común, en la problemática, hoy viví­sima, de la †œforma evangelio. ¿Existe tal †œforma†™, común a los tres sinópticos, y hasta -presumiblemente sin influjo directo- a Jn? ¿Cómo explicar su origen? ¿En qué medida puede derivar de formas judí­as y grecorromanas preexistentes (biografí­a, martirio de los justos y de los profetas, dichos de los sabios, aretalogí­as…), y en qué medida, en cambio, es una novedad especí­ficamente cristiana? Respecto al material preexistente, ¿en qué medida depende de antecedentes ya existentes, y en qué medida es, en cambio, una forma nueva, que hay que comprender únicamente en sí­ misma (Güttgemanns)? ¿Habí­a ya en cada fragmento de tradición algo que lo hací­a apto para insertarlo en el contexto evangélico (Mussner): una í­ndole narrativa intrí­nseca, una orientación esencial a Jesús incluso en cada uno de los dichos y de los episodios? ¿Cómo explicar la †œfuerza de integración†™ de la forma / evangelio, capaz de mantener unidos materiales diversos, como los oráculos es-catológicos y las directrices éticas, los milagros y el relato de la pasión (H.-Th. Wrege)? En este punto, el †œsecreto mesiánico, a través del cual todo el ministerio terreno de Jesús es visto como enigma que sólo será descifrado con la pascua, quedando a su vez la pascua indisolublemente ligada al ministerio terreno, aparece como el †œpresupuesto hermenéutico† fundamental para la†™ existencia misma del género evangelio (Conzelmann). Hay que preguntarse entonces si es sólo un esquema teológico artificioso, una construcción posterior, resultante quizá de la fusión de varias teologí­as cristianas provenientes de varias comunidades, teologí­as diversas o incluso conflictivas, centradas unas en el kerigma pascual, otras en el Jesús prepascual profeta, maestro y taumaturgo, y unidas por compromiso o por predominio de una que habrí­a neutralizado a las restantes, o si no serí­a más bien el reflejo y la expresión de una unidad cristológica originaria (J. Schniewind). Así­ pues, la Redaktionsgeschichte, lejos de poderse reducir a un simple complemento de la Formgeschichte, termina también agudizando ulteriormente el problema de la dimensión histórica de los evangelios.
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Análogo razonamiento hay que hacer, con mayor razón, para otra evolución: la reapertura de la investigación histórica sobre Jesús. Utiliza ésta una serie de criterios de autenticidad (J. Jeremí­as) que se apoyan en último análisis en el más riguroso, admitido también por los más radicales, el criterio de la discontinuidad: hay que atribuir a Jesús lo que no refleja las necesidades o las tendencias ni del judaismo ni de la comunidad cristiana primitiva (ejemplo clásico es el discipulado, diverso tanto del rabí­nico, donde era el discí­pulo el que escogí­a al maestro, y de la relación que ligará a los cristianos con los apóstoles:
Pedro, Pablo.., no tendrán †œdiscí­pulos† ligados a su persona). En otras palabras, después de la Formgeschichte se da por supuesta la duda, al menos metodológica, de que el material se pueda atribuir siempre a una creación de la comunidad, a menos que no aparezca en contraste con las tendencias de esta última. Sin embargo, a nosotros nos parece que con ese †œa menos que† se abre una brecha en el supuesto. En efecto, hay que preguntarse: ¿Cómo es que la comunidad transmití­a algo que no correspondí­a a sus tendencias? Por tanto, no era exacto suponer, como en la Formgeschichte clásica, que la comunidad se preocupaba sólo de sus necesidades actuales; existí­a también el interés por transmitir ciertos gestos de Jesús únicamente porque eran de Jesús, aunque no correspondieran a las tendencias actuales y a las necesidades inmediatas. Mas entonces, ¿por qué habrí­a que limitar ese interés por Jesús sólo a este o aquel gesto fragmentario, y no globalmente a toda la imagen de Jesús? Luego, también por este lado, si bien se mira, la Formgeschichte no es simplemente completada, sino cuestionada en uno de sus aspectos esenciales: su sociologismo unilateral, el supuesto de un desinterés de la comunidad primitiva por el Jesús prepascual. [1 Jesucristo 1].
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III. CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS.
Se trata, pues, hoy de subrayar más la continuidad de las tres fases (Jesús, comunidad, evangelistas) y de los respectivos momentos de estudio (investigación histórica sobre Jesús, Formgeschichte, Redaktionsgeschichte) sobre todo a través de una reflexión sobre el anillo intermedio, †œla historia de las formas†™. Pero no se trata, llevando al extremo la reacción, de negar la relación entre el material evangélico y la comunidad, reduciendo la tradición evangélica a transmisión mnemónica (por interesantes que puedan ser en este punto las investigaciones de Riesen-feld, de Gehardsson o de Riesner), o, peor aún, recayendo en planteamientos de tipo neoliberal o de tipo fun-damentalista, ambos engallados hoy por los resultados más ricos y más positivos de la investigación histórica sobre Jesús. El fracaso de la Formgeschichte, al menos respecto a su proyecto originario, subraya la imposibilidad de separar la Iglesia de Jesús; pero el fracaso del intento liberal sigue aún ahí­ para amonestar sobre la imposibilidad de separar a Jesús de la Iglesia. El interés por el Jesús terreno prepascual no es un interés por un Jesús historiográfico, reconstruible con los solos instrumentos de la razón histórica, fuera del horizonte de la fe pascual; es memoria pascual, apostólica, eucarí­stica. Yl mucho menos se resuelve el problema sumando los dos errores y postulando comunidades cristianas primitivas en conflicto entré sí­, hostiles las unas al kerigma pascual y las otras al Jesús terreno.
La tensión percibida por la Iglesia desde el principio no se puede resolver,ni eliminando el kerigma pascual en favor de un pretendido †œJesús histórico†™ reconstruido en contraposición a la fe cristiana, ni eliminando al Jesús terreno en favor de un kerigma deshistorizado, que terminarí­a por desembocar en la experiencia religiosa del hombre.
De ahí­ aquel proceso continuo de relectura en marcha desde el principio -según la intuición blondeliana de los textos evangélicos como†tradición anticipada†™, cargada de una †œplenitud paradójica para el historiador† (Les premiers écrits de M. Blondel, 205, nota 1)- y que se prolonga luego en la interpretación cristiana litúrgica y patrí­stica, cuyo espí­ritu es urgente recuperar por encima de todos los lí­mites.
Relectura que no es ni repetición estática ni alteración o sustitución por significados extraños al original, sino que es precisamente relectura que supone para el estudioso: esfuerzo incesante, siempre nuevo, nunca acabado de una vez por todas, de leer aquel acontecimiento, de captar su sentido originario e inagotable.
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V. Fusco
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

(Del lat. evangelĭum, y este del gr. evangelión, buena nueva).

  • 1. m. Historia de la vida, doctrina y milagros de Jesucristo, contenida en los cuatro relatos que llevan el nombre de los cuatro evangelistas y que componen el primer libro canónico del Nuevo Testamento.
  • 2. m. Libro que contiene el relato de la vida y mensaje de Jesucristo.
  • 3. m. En la Misa, capítulo tomado de uno de los cuatro libros de los evangelistas, que se lee después de la epístola y gradual, y, en ciertas misas, al final de ellas.
  • 4. m. Religión cristiana. Convertirse al evangelio.
  • 5. m. coloq. Verdad indiscutible. Sus palabras son el evangelio. Decir el evangelio.
  • 6. m. pl. Libro, forrado comúnmente en tela de seda, en que se contiene el principio del Evangelio de San Juan y otros tres capítulos de los otros tres evangelistas, el cual se solía poner entre algunas reliquias y dijes a los niños, colgado en la cintura.
  • 7. Evangelios sinópticos: m. pl. Los de San Lucas, San Marcos y San Mateo, por presentar tales coincidencias que pueden ser apreciadas visualmente colocándolos juntos. (Fuente: Diccionario de la Real Academia de la Lengua)

La palabra “evangelio” usualmente designa un registro escrito de las palabras y obras de Cristo. Es muy probable que se deriva del anglosajón god (bueno) y spell (decir), y es generalmente tratada como el equivalente exacto del griego euaggelion (eu, bien, argello, traigo un mensaje), y del latín Evangelium, el cual ha pasado al francés, al alemán, al italiano y a otras lenguas modernas. El griego euaggelion originalmente significaba la “recompensa de buenas noticias”. Sus otros significados importantes serán dados en el cuerpo del presente artículo general sobre los Evangelios.

Contenido

  • 1 Títulos de los Evangelios
  • 2 Cantidad de Evangelios
  • 3 Principales diferencias entre los evangelios canónicos y los apócrifos
  • 4 Orden de los evangelios
  • 5 Clasificación de los Evangelios
  • 6 Los Evangelios y el evangelio oral
  • 7 Divergencias de los Evangelios
  • 8 Enlaces internos
  • 9 Enlaces externos

Títulos de los Evangelios

Los primeros cuatro libros históricos del Nuevo Testamento llevan títulos (Euaggelion kata Matthaion, Euaggelion kata Markon, etc.), que aunque antiguos, sin embargo, no se remontan a los respectivos autores de esos escritos sagrados. El Canon Muratorio, Clemente de Alejandría y San Ireneo son testigos precisos de la existencia de dichos títulos en la última parte del siglo II de nuestra era. De hecho, la forma en que Clemente (Stromata I.21) y San Ireneo (Contra Herejías III.11.7) los utilizan implica que, ya en esa fecha tan temprana, los presentes nombres de los Evangelios habían estado en uso corriente por algún tiempo considerable. De ahí, se puede inferir que estaban prefijados a las narrativas evangélicas tan temprano como en la primera parte de dicho siglo. Sin embargo, es una posición generalmente aceptada al presente que no se remontan al siglo I de la era cristiana, o por lo menos que no son originales. Se cree que puesto que son similares para los cuatro Evangelios, aunque los mismos Evangelios fueron compuestos con algún intervalo uno del otro, esos títulos no estaban formulados, y en consecuencia, no estaban prefijados a cada narrativa individual, antes de que se hiciera la colección de los cuatro Evangelios. Además, como fue bien señalado por el Prof. Bacon “los libros históricos del Nuevo Testamento difieren de su literatura apocalíptica y epistolar, como los del Antiguo Testamento difieren de sus profecías, en ser invariablemente anónimos y por la misma razón. Las profecías ya sea en el primero o en el segundo sentido, y las cartas, para tener autoridad deben referirse a algún individuo; mientras mayor fuera su nombre, mejor. Pero la historia se consideraba una posesión común; sus hechos hablaban por sí mismos. Sólo cuando la fuente de la recolección común comenzó a mermar, y comenzaron a aparecer diferencias entre los Evangelios exactos y bien informados y los poco confiables… valió la pena para el maestro o apologista cristiano especificar si la representación dada de la tradición corriente era “según” éste o aquél compilador especial, y a especificar sus cualificaciones”. Así aparece que los presentes títulos de los Evangelios no se remontan a los evangelistas mismos.

La primera palabra común a los títulos de nuestros cuatro Evangelios es Euaggelion, algunos de cuyos significados todavía hay que establecer. La palabra, en el Nuevo Testamento, tiene el significado específico de “las buenas nuevas del reino” (cf. [[Evangelio según san Mateo|Mt. 4,23; [[Evangelio según San Marcos|Mc. 1,15). En ese sentido, que debe ser considerado primario desde el punto de vista cristiano, Euaggelion denota las buenas noticias de salvación anunciadas al mundo en relación con Jesucristo, y, en un sentido más general, la revelación completa de la Redención que trajo Cristo (cf. Mt. 9,35; 24,14; etc.; Mc. 1,14; 13,10; 16,15; Hch. 20,24; Rm. 1,1.9.16; 10,16; etc.). Por supuesto, éste era el único significado conectado con la palabra mientras no se hubiese redactado ningún registro auténtico de las buenas nuevas de salvación. De hecho, permaneció como el único uso incluso después de que tales registros escritos habían sido recibidos por algún tiempo en la Iglesia cristiana: como sólo había un Evangelio, esto es, sólo una revelación de la salvación por Jesucristo, así los varios registros de ella no se consideraban como varios Evangelios, sino sólo como diferentes relatos de uno y el mismo Evangelio. Sin embargo, gradualmente un significado derivado fue pareado con la palabra Euaggelion. Así, en su primera Apología (c. LXVI), San Justino habla de las “Memorias de los Apóstoles que son llamadas Euaggelia”, refiriéndose claramente, de este modo, no a la substancia de la historia evangélica, sino a los libros mismos en los cuales estaba registrada. Es cierto que en este pasaje de San Justino tenemos el primer uso indudable del término en ese sentido derivado. Pero ya que el santo Doctor nos da a entender que en su día la palabra Euaggelion tenía ese significado corriente, es sólo natural pensar que ya había sido empleando por algún tiempo antes. Sin embargo, parece que Zahn está correcto en reclamar que el uso del término Euaggelion, con el significado de registro escrito de las obras y palabras de Cristo, se remonta al comienzo del siglo II de la era cristiana.

La segunda palabra común a los títulos de los Evangelios canónicos es la preposición kata “según”, cuyo significado ha sido por mucho tiempo asunto de discusión entre los eruditos bíblicos. Aparte de varios significados secundarios conectados con esa partícula griega, se le han adscrito dos acepciones diferentes. Muchos autores dicen que no significa “escrito por”, sino “redactado según la concepción de” San Mateo, San Marcos, etc. A sus ojos, los títulos de nuestros Evangelios no intentaban indicar autoría, sino establecer la autoridad garantizando lo que se relaciona, del mismo modo que “el Evangelio según los hebreos” o “el Evangelio según los egipcios” no significa el evangelio escrito por los hebreos o los egipcios, sino esa forma peculiar de Evangelio que los hebreos o egipcios aceptaban. Sin embargo, la mayoría de los estudiosos han preferido considerar que la preposición kata denota autoría, casi del mismo modo que, en Diodoro Sículo, la Historia de Herodoto es llamada He kath Herodoton historia. Al presente, se admite generalmente que, si los títulos de los Evangelios canónicos hubiesen querido establecer la autoridad esencial o garante, y no indicar el autor, el segundo Evangelio se llamaría, de acuerdo con la creencia de los tiempos primitivos, “el Evangelio según San Pedro”, y el tercero “el Evangelio según San Pablo”. Al mismo tiempo se cree correctamente que estos títulos denotan autoría, con una sombra peculiar de significado que no es expresado por los títulos prefijados a las Epístolas de San Pablo, al Apocalipsis de San Juan, etc. El uso del caso genitivo en los últimos títulos (Paulou Epistolai, Apokalypsis Ioannou, etc.) no tiene otro objeto que el de adscribir el contenido de tales obras al escritor cuyo nombre llevan. El uso de la preposición kata (según), por el contrario, mientras que se refiere a la composición de los contenidos del Primer Evangelio de San Mateo, a la del de San Marcos, etc., implica que prácticamente los mismos contenidos, la misma buena nueva o Evangelio, ha sido relatada por más de un narrador. Así “el Evangelio según Mateo” es equivalente a la historia del Evangelio en la forma que Mateo la redactó; “el Evangelio según Marcos” designa historia evangélica de otra forma, es decir, la forma en que San Marcos la presentó por escrito, etc. (cf. Maldonado “In quatuor Evangelistas”, cap. I).

Cantidad de Evangelios

El nombre evangelio, designando un relato escrito de las obras y palabras de Cristo, ha sido y todavía es aplicado a un gran número de narraciones relacionadas con la vida de Cristo, que circulaban antes y después de la composición de nuestro Tercer Evangelio (cf. [[Evangelio de San Lucas|Lc. 1,1-4). Nos han llegado los títulos de algunas cincuenta de tales obras, dato que muestra el inmenso interés que se centraba, aun en fechas tempranas, en la Persona y obras de Cristo. Sin embargo, sólo se ha conservado alguna información respecto a veinte de estos “evangelios”. Sus nombres, según dados por Harnack (Chronologie, I, 589 ss.), son los siguientes:

  • 1-4. Los Evangelios Canónicos
  • 5. El Evangelio según los hebreos
  • 6. El Evangelio de Pedro
  • 7. El Evangelio según los egipcios
  • 8. El Evangelio de Matías
  • 9. El Evangelio de Felipe
  • 10. El Evangelio de Tomás
  • 11. El Proto-Evangelio de Santiago
  • 12. El Evangelio de Nicodemo (Acta Pilati)
  • 13. El Evangelio de los Doce Apóstoles
  • 14. El Evangelio de Basílides
  • 15. El Evangelio de Valentino
  • 16. El Evangelio de Marción
  • 17. El Evangelio de Eva
  • 18. El Evangelio de Judas
  • 19. El escrito Genna Marias
  • 20. El Evangelio Teleioseos

A pesar de la fecha temprana que a veces se reclama para estas obras, no es probable que ninguna de ellas, fuera de nuestros Evangelios canónicos, deba ser contada entre los intentos de narrar la vida de Cristo, de la cual San Lucas habla en el prólogo a su Evangelio. Muchas de ellas, hasta donde se puede descubrir, son producciones tardías, cuyo carácter apócrifo admiten generalmente los eruditos contemporáneos (ver Apócrifo).

Ciertamente es imposible al presente describir la forma precisa en que, de las numerosas obras adscritas a algún apóstol, o que simplemente lleva el nombre de evangelio, sólo cuatro, dos de las cuales no son atribuidas a apóstoles, llegaron a ser considerados como sagrados y canónicos. Sin embargo, continúa siendo cierto que todo el testimonio temprano que tiene una incidencia clara sobre el número de Evangelios canónicos reconoce los tales cuatro Evangelios y más ninguno. Así, Eusebio (m. 340) al juntar los libros del Canon universalmente admitidos, en distinción de aquellos que algunos habían cuestionado, escribe: “Y aquí, entre los primeros, debe ser colocado el santo quatemion de los Evangelios”, mientras que categoriza el “Evangelio según los hebreos” entre los segundos, esto es, entre los escritos disputados (Historia de la Iglesia III.25). Clemente de Alejandría (m. c. 220) y Tertuliano (m. 220) estaban familiarizados con nuestros cuatro Evangelios, y los citaban y comentaban sobre ellos a menudo. Tertuliano habla también de la antigua versión latina conocida por él y sus lectores, y al hacerlo nos remonta más allá de su tiempo. El santo obispo de Lyons, Ireneo (m. 202), quien había conocido a San Policarpo en Asia Menor, no sólo admite y cita nuestros cuatro Evangelios, sino que argumenta que ellos deben ser sólo cuatro, ni más ni menos. Él dice: “No es posible que los Evangelios sean ni más ni menos de los que son. Pues ya que hay cuatro zonas en el mundo en que vivimos, y cuatro vientos principales, mientras que la Iglesia está dispersa a través del mundo, y el pilar y base de la Iglesia es el Evangelio y el Espíritu de vida; es adecuado que tengamos cuatro pilares, respirando la inmortalidad por todos lados y vivificando nuestra carne… Las criaturas vivientes son cuadriformes, y el Evangelio es cuadriforme, como lo es también el curso seguido por el Señor” (Contra Herejías III.11.8).

Alrededor del tiempo cuando San Ireneo dio este testimonio explícito de nuestros cuatro Evangelios, el Canon Muratorio también fue testigo de ellos, como también lo hizo el Peshito y otras traducciones siríacas tempranas, y las varias versiones coptas del Nuevo Testamento. Lo mismo puede decirse respecto a la armonía siríaca de los Evangelios canónicos, que fue ideada por el discípulo de San Justino, Tatiano, y la cual es citada a menudo con el nombre griego de Diatessaron (To dia tessaron Euaggelion). El descubrimiento reciente de esta obra ha permitido a Harnack inferir, por algunos de sus detalles, que estaba basada en otra armonía más antigua de nuestros cuatro Evangelios, la hecha por San Hipólito de Antioquía. También ha puesto a descansar la molestosa pregunta de si San Justino usaba los Evangelios canónicos. “Puesto que Tatiano era discípulo de Justino, es inconcebible que él hubiese trabajado con Evangelios diferentes a los de su maestro, puesto que cada uno sostenía que los Evangelios que usaban eran libros de primera importancia.” (Adeney). Ciertamente, antes del descubrimiento del “Diatessaron” de Tatiano, un estudio imparcial de los escritos auténticos de Justino había aclarado que el santo doctor usaba exclusivamente los Evangelios canónicos bajo el nombre de Memorias de los Apóstoles.

De estos testimonios del siglo II, dos son particularmente notorios, es decir, los de San Justino y San Ireneo. Ya que el primer escritor pertenece a la primera mitad de dicho siglo, y se refiere a los Evangelios canónicos como una colección bien conocida y completamente auténtica, es sólo natural pensar que en la época en que escribió (cerca de 145 d.C.) los mismos Evangelios, sólo ellos, habían sido reconocidos como registros sagrados de la vida de Cristo, y que habían sido considerados como tales por lo menos tan temprano como a principios del siglo II de nuestra era. El testimonio de San Ireneo es aún más importante. “La misma absurdidad de su razonamiento testifica sobre la posición bien establecida lograda en su tiempo por los cuatro Evangelios, con la exclusión de todos los otros. El obispo de Ireneo era Potino, quien vivió hasta la edad de 90 años, e Ireneo había conocido a San Policarpo en Asia Menor. Aquí hay vínculos de conexión con el pasado que van más allá de comienzos del siglo II.” (Adeney)

En las obras de los Padres apostólicos no se halla, ciertamente, evidencia incuestionable a favor de sólo cuatro Evangelios canónicos. Pero esto es sólo lo que se esperaría de las obras de hombres que vivieron en el mismo siglo en el cual se compusieron estos registros inspirados, y en el cual la palabra Evangelio todavía se aplicaba a la buena nueva de la salvación, y no a los relatos escritos sobre ello.

Principales diferencias entre los evangelios canónicos y los apócrifos

Desde el comienzo, los cuatro Evangelios, cuyo carácter sagrado fue reconocido desde muy temprano, difería en varios aspectos de los numerosos evangelios no canónicos que circulaban durante los primeros siglos de la Iglesia. Primero que todo, se recomendaban a sí mismos por su tono de simplicidad y veracidad, que estaba en contraste notable con el carácter trivial, absurdo o manifiestamente legendario de aquellas obras no canónicas. En segundo lugar, tenían un origen más antiguo que sus rivales apócrifos, y ciertamente muchos de éstos se basaban directamente en los Evangelios canónicos. Un tercer rasgo a favor de nuestros registros canónicos de la vida de Cristo era la pureza de sus enseñanzas morales y dogmáticas, en contraste con las opiniones judías, gnósticas o heréticas con las cuales estaban inficionados no pocos de los evangelios apócrifos, y debido a las cuales estos escritos falsos encontraban favor entre los grupos heréticos y por el contrario descrédito a los ojos de los católicos. Por último, y más particularmente, los Evangelios canónicos eran considerados como con autoridad apostólica, dos de ellos adscritos a los apóstoles San Mateo y San Juan respectivamente, y dos a San Marcos y San Lucas, los respectivos compañeros de San Pedro y San Pablo. Muchos otros evangelios ciertamente reclamaban autoridad apostólica, pero a ninguno de ellos le concedió universalmente la Iglesia primitiva este reclamo.

En adición a nuestros cuatro Evangelios canónicos, la única obra apócrifa que fue recibida generalmente y en la que se confió fue el “Evangelio según los hebreos”. Es un dato bien conocido que San Jerónimo, hablando de ese evangelio bajo el nombre de “El Evangelio según los nazarenos”, lo consideraba como el original hebreo de nuestro Evangelio según San Mateo. Pero, por lo que se puede juzgar por los fragmentos que nos han llegado, no tiene derecho a originalidad si se compara con nuestro Evangelio canónico. También en una fecha muy antigua, era tratado como exento de autoridad apostólica, y San Jerónimo mismo, quien declaró que tenía su texto arameo a su disposición, no le asigna un lugar lado a lado con nuestros Evangelios canónicos: toda la autoridad que le confiere se deriva de su convicción de que era el texto original del Primer Evangelio, y no un Evangelio distinto además de los cuatro universalmente aceptados desde tiempo inmemorial en la Iglesia Católica.

Orden de los evangelios

Mientras que las listas antiguas, versiones y escritores eclesiásticos concuerdan en admitir el carácter canónico de sólo cuatro Evangelios, ellos están lejos de ser unánimes con respecto al orden de estos sagrados registros de la vida y obras de Cristo. En la literatura cristiana primitiva, se le da a los Evangelios canónicos nomenos de ocho órdenes, además del que estamos familiarizados (San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan). Las variaciones estriban principalmente en el lugar dado a San Juan, luego secundariamente, en las respectivas posiciones de San Marcos y San Lucas. San Juan pasa desde el cuarto lugar al tercero, al segundo, e incluso al primero. En cuanto a San Lucas y San Marcos, el Evangelio de San Lucas es a menudo colocado primero, sin duda por ser el más extenso de los dos, pero a veces también segundo, quizás para brindarle una conexión inmediata con los Hechos, que tradicionalmente se le atribuyen al autor del Tercer Evangelio.

De estos varios órdenes, el más antiguo es incuestionablemente el que San Jerónimo incorporó en la Vulgata Latina, de donde pasó a nuestras traducciones modernas, e incluso a las ediciones griegas del Nuevo Testamento. Se halla en el Canon Muratorio, en San Ireneo, en San Gregorio de Nazianzo, en San Atanasio, en las listas de libros sagrados redactadas por los concilios de Laodicea y de Cartago, y también en los manuscritos unciales griegos más antiguos: el Codex Vaticano, el Codex Sinaítico y el Codex Alejandrino. Su origen se debe a la suposición de que quien formó la colección de los Evangelios deseaba organizarlos de acuerdo con la respectiva fecha de composición que la tradición le asignaba. Así, se le dio el primer lugar al Evangelio de San Mateo, porque una tradición muy antigua describía la obra como escrita originalmente en hebreo, esto es, en el lenguaje arameo de Palestina. Se pensaba que esto era prueba de que había sido compuesto para los judíos creyentes de Tierra Santa en una fecha cuando los apóstoles no habían comenzado todavía a predicar la buena nueva de la salvación fuera de Palestina, así que debió haber sido anterior a los otros Evangelios escritos en griego y para los conversos de los países de habla griega. Del mismo modo, es claro que al Evangelio de San Juan se le asignó el último lugar porque desde fecha temprana la tradición lo consideró como el último en orden de tiempo. En cuanto a San Marcos y San Lucas, la tradición siempre habló de ellos como posteriores a San Mateo y anteriores a San Juan, así que fueron naturalmente colocados entre los de San Mateo y San Juan. Según parece, así fue como se obtuvo el presente orden general de los Evangelios, en los que encontramos desde el principio un apóstol como autor; al final, al otro apóstol; entre los dos, a los que derivaron su autoridad de los apóstoles.

Los numerosos órdenes que son diferentes del más antiguo y más generalmente aceptado pueden ser explicados fácilmente por el hecho de que después de la formación de la colección en la que los cuatro Evangelios fueron unidos por primera vez, estos escritos continuaron siendo difundidos en las varias Iglesias, todos los cuatro por separado, y así pueden ser hallados colocados en forma diferente en las colecciones designadas para la lectura pública. Del mismo modo es fácil en muchos casos descifrar la razón especial por la cual se adoptó una agrupación particular de los mismos. El orden muy antiguo, por ejemplo, que coloca a los dos apóstoles (San Mateo y San Juan) antes que los dos discípulos de los apóstoles (San Marcos y San Lucas) puede ser fácilmente explicado por el deseo de conferir un honor especial a la dignidad apostólica. De nuevo, el orden antiguo como Mateo, Marcos, Juan y Lucas, denota la intención de parear a cada apóstol con un ayudante apostólico, y quizás también la de llevar a San Lucas más cerca de los Hechos, etc.

Clasificación de los Evangelios

El presente orden de los Evangelios tiene la doble ventaja de que no separa entre sí los registros evangélicos (San Mateo, San Marcos, San Lucas) cuyos mutuos parecidos son obvios y notables, y que sitúa al final de la lista la narrativa (la de San Juan) cuyas relaciones con los otros tres es la de disimilitud antes que la de parecido. Por lo tanto se presta muy bien para la clasificación de los Evangelios que es ahora generalmente admitida por los eruditos bíblicos. San Mateo, San Marcos y San Lucas son agrupados juntos, y designados bajo el nombre común de Evangelios Sinópticos. Derivan su nombre del hecho que sus narraciones pueden ser organizadas y armonizadas, sección por sección, de tal modo que permitan al ojo percibir de una ojeada los numerosos pasajes que son comunes a ellos, y también las porciones que son peculiares a sólo dos, e incluso a uno solo. El caso es muy diferente respecto al Cuarto Evangelio. Ya que narra muy pocos incidentes en común con los Sinópticos, y difiere de ellos en estilo, lenguaje, plan general, etc., sus partes principales se niegan a ser incluidas en una armonía tal como la que puede ser ideada por medio de los primeros tres Evangelios. Por lo tanto, mientras las narrativas sinópticas son puestas juntas naturalmente, el registro de San Juan es considerado correctamente como situado aparte, como, por decirlo así, haciendo una clase por sí mismo (vea Sinópticos).

Los Evangelios y el evangelio oral

Todos los críticos modernos admiten que el contenido de los cuatro Evangelios está íntimamente conectado con relatos más primitivos de la vida de Cristo, que pueden ser descritos en términos generales como el Evangelio Oral. Ellos están bien conscientes que Jesús mismo no designó sus propias enseñanzas para ser escritas, y mandó a sus apóstoles no a escribir, sino a predicar el Evangelio a sus hermanos. Ellos consideran un dato indudable que estos primeros discípulos del Maestro, fieles a la misión que Él les había confiado, comenzaron desde el día de Pentecostés a declarar intrépidamente oralmente lo que habían visto y oído (cf. Hch. 4,2), considerando un deber especial de ellos “el ministerio de la palabra” (Hch. 6,4). Es evidente también que a aquéllos a quienes los apóstoles escogieron inmediatamente para ayudarles en el descargo de su importantísima misión tenían que ser, como los apóstoles mismos, capaces de ser testigos de la vida y enseñanzas de Cristo (cf. Hch. 1,21 ss). La substancia de las narraciones evangélicas debía así ser repetida a viva voz por los primeros maestros del cristianismo, antes que ninguno de ellos considerara ponerlas por escrito. Se puede ver fácilmente que tal enseñanza apostólica era inculcada en palabras que tendían a asumir una forma de expresión estereotipada, similar a la que encontramos en los Evangelios Sinópticos. Del mismo modo, también, uno se puede dar cuenta de cómo los apóstoles no estaban preocupados por el orden exacto de los eventos narrados, y su meta no era el completar el relato de “lo que habían visto y oído”.

Según esta opinión así se fue formando gradualmente lo que puede ser llamado el “Evangelio Oral”, esto es, un relato de las obras y palabras de Cristo, paralelo, en cuanto a materia y forma, a nuestros Evangelios canónicos. En vista de esto, los críticos han tratado de encontrar el contenido general de este Evangelio Oral por medio de la segunda parte del Libro de los Hechos, mediante un estudio del contenido doctrinal de las Epístolas de San Pablo, y más particularmente por una comparación cercana de las narrativas sinópticas; y se puede decir libremente que sus esfuerzos en tal dirección han tenido bastante éxito. Sin embargo, en cuanto a la relación precisa que debe ser admitida entre nuestros Evangelios canónicos y el Evangelio Oral, hay todavía entre los estudiosos contemporáneos una variedad de opiniones que serán establecidas y examinadas en los artículos especiales sobre los Evangelios individuales. Sea suficiente decir que la teoría que considera que los Evangelios canónicos contienen, en substancia, la enseñanza oral de los apóstoles respecto a las palabras y obras de Cristo está en clara armonía con la posición católica, la cual afirma tanto el valor histórico de estos libros sagrados y el carácter autoritativo de las tradiciones apostólicas, ya estén registradas por escrito o simplemente reforzadas por la siempre viva voz de la Iglesia.

Divergencias de los Evangelios

La existencia de numerosas y a veces considerables diferencias entre los cuatro Evangelios canónicos es un hecho que ha sido notado por largo tiempo y que todos los eruditos admiten. Los no creyentes de todas las épocas han exagerado en grado sumo la importancia de este hecho, y han representado muchas de las variaciones actuales entre las narrativas evangélicas como contradicciones positivas, para refutar el valor histórico y carácter inspirado de los libros sagrados sobre la vida de Cristo. Frente a esta contención, a veces mantenida con un gran despliegue de erudición, la Iglesia de Dios, la cual es “el pilar y base de la verdad” (1 Tim. 3,15) ha proclamado siempre su creencia en la exactitud histórica y armonía real consecuente de los Evangelios canónicos: y sus doctores (notablemente Eusebio de Cesarea, San Jerónimo y San Agustín) y comentadores han profesado invariablemente dicha creencia. Como se ha podido ver, es natural que se esperen variaciones en cuatro distintos, y de cierto modo independientes, relatos de las palabras y obras de Cristo, de modo que su presencia, en lugar de ir contra, ayudan al valor substancial de las narrativas evangélicas. De entre las varias respuestas que han sido dadas a las alegadas contradicciones de los Evangelistas, simplemente mencionamos lo siguiente: Muchas veces las variaciones se deben al hecho de que no se está describiendo el mismo evento, sino uno diferente, o se registran dos dichos diferentes, en los pasajes paralelos de los Evangelios. Otras veces, como es a menudo el caso, las supuestas contradicciones, cuando se examinan de cerca, resultan ser simplemente diferencias naturalmente impuestas, y por lo tanto relatadas de forma diferente, por los métodos literarios de los autores sagrados, y más particularmente, por el propósito respectivo de los evangelistas de exponer las palabras y obras de Cristo. Por último, y de modo más general, los Evangelios deben ser tratados manifiestamente con la misma imparcialidad y equidad que se usan invariablemente con otros registros históricos.

“Para tomar prestado un ejemplo de la literatura clásica, las “Memorias” de los Apóstoles son tratadas (por los no creyentes) por un método que ningún crítico aplicaría a las “Memorias” de Xenofonte. El estudioso (racionalista) admite la veracidad de los diferentes retratos de Sócrates que fueron dibujados por el filósofo, el moralista y el hombre de mundo, y los combina en un instinto figura con una vida noble, medio escondida, medio revelada, según la vieron los hombres desde diferentes puntos de vista; pero él a menudo parece olvidar su arte cuando estudia los registros de la vida del Salvador. Por lo tanto es que las diferencias superficiales son desligadas del contexto que las explica. Se alega como objeción que narraciones paralelas no son idénticas. La variedad de detalles se considera discrepancias. Falta evidencia que pueda armonizar las narrativas aparentemente discordantes; pero la experiencia muestra que es tan irreflexivo negar la posibilidad de reconciliación como fijar el método exacto por el cual puede ser redactado. Si como regla general podemos seguir la ley que regula las peculiaridades características de cada evangelista, y ver en qué modo ellos responden a diferentes aspectos de una misma verdad, y combinan elementos complementarios en la completa representación de ella, podemos estar satisfechos de asentir en la existencia de algunas dificultades que al presente no admiten una solución exacta, a pesar de que pueden ser una consecuencia necesaria de esa independencia de los Evangelios que, en otros casos, es la fuente de su poder unido.” (Westcott)

Bibliografía: Autores católicos: MEIGNAN, Les Evangiles et la Critique (París, 1870); FILLION, Introd. gén. aux Evangiles (París, 1888); TROCHON ET LESÉTRE, Introd. à l’Ecriture sainte, III (París, 1890); BATIFFOL, Six leçons sur les Evangiles (París, 1897); CORNELY, Introd. sp. (París, 1897); JACQUIER, Hist. des Liv. du N. T., II (París, 1905); VERDUNOY, L’Evangile (Paris, 1907); BRASSAC, Manuel biblique, III (Par+is, 1908).

No-Católicos: WESTCOTT, Introducción al Estudio de los Evangelios (Nueva York, 1887); WILKINSON, Cuatro conferencias sobre la Historia Primitiva de los Evangelios (Londres, 1898); GODET, Introd. Al Nuevo Testamento. (tr. Nueva York, 1899); ADENEY, Introducción Bíblica (Nueva York, 1904)

Fuente: Gigot, Francis. “Gospel and Gospels.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909.

http://www.newadvent.org/cathen/06655b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Selección de las imágenes: José Gálvez Krüger

Fuente de las imágenes: Les évangiles des dimanches et fêtes de l’année (1864)Open Library.org [1]

Enlaces internos

[2] Evangeliario.

[3] Evangelio en la liturgia.

[4] Evangelio según San Juan.

[5] Evangelio según San Lucas.

[6] Evangelio según San Marcos.

[7] Evangelios Según San Mateo.

[8] Evangelios.

[9] Evangelista.

Enlaces externos

[10] Ilustraciones del Evangelio de Jerónimo Nadal S.J.

Selección y revisión de enlaces: José Gálvez Krüger

Fuente: Enciclopedia Católica