EXILIO

Normalmente se refiere al perí­odo durante el cual el reino del sur (Judá) estuvo detenido por la fuerza en Babilonia. Comenzó con una serie de deportaciones durante los reinados de los reyes judí­os Joacim (609-598 a. de J.C.), Joaquí­n (598) y Sedequí­as (598-587). Después de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor (587) el reino de Judá dejó de existir como entidad polí­tica. Aunque hubo colonias en Egipto, los exiliados en Babilonia fueron los que mantuvieron la fe histórica y proveyeron el núcleo que volvió a Judea después del decreto de Ciro (536). El reino del norte (Israel) habí­a sido exiliado antes en Asiria (722). Era polí­tica de los conquistadores asirios sacar las poblaciones de las ciudades capturadas, con el resultado de que los israelitas fueron desparramados en varias partes del imperio y otros cautivos, conocidos más adelante como samaritanos, fueron llevados a la región alrededor de Samaria (2Ki 17:24). No hubo un regreso organizado del cautiverio asirio.

Los relatos bí­blicos del exilio mencionan las causas tanto teológicas como polí­ticas. Los profetas notaron la tendencia de Israel tanto como Judá de abandonar al Señor y adoptar las costumbres de sus vecinos paganos. Estas incluí­an la adoración libertina asociada con el culto de fertilidad de Baal y la adoración de Moloc que exigí­a la ofrenda de seres humanos en sacrificio a una deidad pagana. Polí­ticamente el exilio fue resultado de una polí­tica antibabilónica adoptada por los últimos reyes de Judá.

El exilio trajo grandes sufrimientos para un pueblo que fue quitado a la fuerza de su tierra natal y puesto en un nuevo territorio. El Salmista muestra a los exiliados llorando en Babilonia, incapaces de cantar las canciones de Sion en una tierra extraña (Psa 137:4). Por Ezequiel, él mismo contado entre los exiliados (Eze 1:1-3), entendemos que ellos estaban organizados en sus propias comunidades bajo sus propios ancianos (Eze 8:1). La comunidad de Ezequiel se encontraba en Tel-abib (Eze 3:15), un sitio de otro modo desconocido en el rí­o o canal Quebar.

Los profetas Ezequiel y Daniel ministraron en Babilonia durante el exilio. Se le permitió a Jeremí­as, que le habí­a aconsejado a Sedequí­as que hiciera las paces con Nabucodonosor, que se quedara en Judá después de la destrucción de Jerusalén. El asesinato de Gedalí­as, que habí­a sido nombrado gobernador de Judá por Nabucodonosor, precipitó la salida de los judí­os restantes a Egipto.

Aunque la tradición sugiere que después fue a Babilonia, el ministerio profético real de Jeremí­as termina entre los que habí­an huido de este modo a Egipto.

Los libros sagrados de los judí­os asumieron gran importancia durante el perí­odo del exilio. La ley, que se habí­a perdido antes del reinado de Josí­as (2Ki 22:8) se convirtió en el objeto de estudio cuidadoso. Para la época del regreso de Babilonia, se habí­a establecido la institución del escriba.

Los escribas no sólo hací­an copias de la ley, sino que serví­an de intérpretes. Se considera que Esdras fue el primer escriba (Neh 8:1 ss.). El dí­a de reposo era un recuerdo semanal de que tení­an una relación especí­fica de pacto con Dios.

Después de unificar a los persas, conquistar a los cercanos medos y los distantes lidios de Asia Menor, Ciro marchó contra Babilonia, a la cual destruyó en el 539. El gobernador de Babilonia, Gubaru, indudablemente ha de ser identificado con Darí­o de Media (Daniel 5; 6). Ciro proclamó el decreto que permitió que los judí­os volvieran a Jerusalén a reconstruir el templo (Ezr 1:1-4). Esto puede considerarse el fin del exilio, aunque muchos judí­os decidieron quedarse en Babilonia.

El exilio sirvió para enfatizar el hecho de que Dios en ningún sentido estaba limitado a Palestina. Cuidó providencialmente de su pueblo en Babilonia (comparar Eze 11:16). La experiencia de la vida lejos de donde el Señor habí­a elegido morar hizo surgir el monoteí­smo de Israel. Su sufrimiento, junto con el contacto directo con las realidades de la falsa religión, purgó al pueblo de una vez por todas de deseos idólatras. Después del decreto de Ciro muchos exiliados permanecieron en el imperio persa, con el resultado de que con el tiempo el judaí­smo se volvió internacional en su alcance.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

En el antiguo Oriente era la deportación una práctica empleada corrientemente contra los pueblos vencidos (cf. Am 1). Ya en 734 algunas ciudades del reino de Israel pasaron por esta dura experiencia (2Re 15,29); luego, en 721, el reino entero (2Re 17,6). Pero las deportaciones que más huella dejaron en la historia del pueblo de la alianza, fueron las que hizo Nabucodonosor a raí­z de sus campañas contra Judá y Jerusalén en 597, 587 y 582 (2Re 24,14; 25,11; Jer 52,28ss). A estas deportaciones a Babilonia se ha reservado el nombre de cautividad. La suerte material de los desterrados no siempre fue extremadamente penosa; con el tiempo se fue suavizando (2Re 25,27-30); pero el camino del retorno no estaba por ello menos cerrado. Para que se abriera hubo que aguardar la caí­da de Babilonia y el ‘edicto de Ciro (2Par 36,22s). Este largo perí­odo de prueba tuvo inmensa repercusión en la vida religiosa de Israel. En él se reveló Dios (1) en su intransigente santidad y (II) en su conmovedora fidelidad.

I. EL EXILIO, CASTIGO DEl. PECADO. 1. El exilio, castigo extremo. En la lógica de la historia sagrada parecí­a imposible de imaginar la eventualidad de una deportación: hubiera equivalido a desbaratar todos los *designios de Dios, realizados durante el éxodo a costa de tantos prodigios; hubiera sido un mentí­s da-do a todas las *promesas: abandono de la tierra prometida, destitución del rey daví­dico, cambio de destino del templo derruido. Cuando fue un hecho, la reacción natural era no creer en él y pensar que la situación se restablecerí­a sin tardanza. Pero Jeremí­as denunció esta ilusión: el destierro iba a durar (Jer 29).

2. El exilio, revelación del pecado. Fue necesaria esta persistencia de la catástrofe para que el pueblo y sus dirigentes adquirieran conciencia de su incurable perversión (Jer 13,23; 16,12s). Las amenazas de los profetas, tomadas hasta entonces a la ligera, se realizaban al pie de la letra. El exilio aparecí­a así­ como el *castigo de las faltas tantas veces denunciadas: falta& de los dirigentes, que en lugar de apoyarse en la *alianza divina, habí­an recurrido a cálculos polí­ticos demasiado humanos (Is 8,6; 30,1s; Ez 17,19ss); faltas de los grandes, que en su codicia habí­an roto con la violencia y el fraude la unidad fraterna del pueblo (Is 1,23; 5,8…; 10,1); faltas de todos’, inmoralidad e *idolatrí­a escandalosas (Jer 5,19; Ez 22), que habí­an hecho de Jerusalén un lugar de abominación. La *ira del Dios santí­simo, provocada indefinidamente, habí­a acabado por estallar: “ya no habí­a remedio” (2Par 36,16).

La *viña de Yahveh, convertida en un plantí­o bastardo, habí­a sido, pues, saqueada y arrancada (Is 5); la *esposa adúltera habí­a sido despojada de sus arreos y duramente castigada (Os 2; Ez 16,38); el pueblo indócil y rebelde habí­a sido ex-pulsado de su *tierra y *dispersado entre las *naciones (Dt 28,63-68). El rigor de la sanción manifestaba la gravedad de la falta.; no era ya posible fomentar la ilusión ni hacer buena figura delante de los paganos: “Para nosotros, hoy, la confusión y el sonrojo” (Bar 1,15).

3. Exilio y confesión. A partir de este tiempo será habitual en Israel la humilde *confesión de los pecados (Jer 31,19; Esd 9,6…; Neh 1,6; 9, 16.26; Dan 9,5); el exilio habí­a sido como una “teofaní­a negativa”, una revelación sin precedente, de la santidad de Dios y de su horror al mal.

II. EL EXILIO, PRUEBA FECUNDA. LOS deportados, expulsados de la tierra santa, privados de templo y de culto, podí­an creerse completamente abandonados por Dios y sumirse en un desaliento mortal (Ez 11,15; 37,11; Is 49,14). En realidad, en medio mismo de la prueba, Dios seguí­a presente y su maravillosa *fidelidad trabajaba ya por el restablecimiento de su pueblo.

1. El consuelo de los profetas. La realización de los oráculos de amenaza habí­a inducido a los exiliados a tomar en serio el ministerio de los profetas; pero precisamente repitiéndose sus palabras hallaban ahora en ellas razones de *esperar. En efecto, el anuncio del *castigo va acompañado constantemente de un llamamiento a la ‘conversión y de una promesa de renovación (Os 2,1s; Is 11,11; Jer 31). La misericordia divina se manifiesta aquí­ como expresión de un amor celoso; aun castigando, nada desea Dios tanto como ver reflorecer la ternura primera (Os 2, 16s); las quejas del niño castigado destrozan su corazón de padre (Os 11,8ss; Jer 31,20). Estos mensajes, poco escuchados en Palestina, halla-ron fervorosa acogida en los cí­rculos de los exiliados de Babilonia. Jeremí­as, en otro tiempo perseguido, vino a ser el más apreciado de los profetas.

Entre los deportados mismos le suscitó Dios sucesores, que guiaron y sostuvieron al pueblo en medio delas dificultades. La victoria de los ejércitos paganos parecí­a ser la de sus dioses; era grande la tentación de dejarse fascinar por el culto babilónico. Pero la tradición profética enseñaba a los exiliados a despreciar los *í­dolos (Jer 10; Is 44,9…; cf. Bar 6). Todaví­a más: un sacerdote deportado, Ezequiel, recibí­a en grandiosas visiones revelación de la “movilidad” de Yahveh, cuya *gloria no está encerrada en el templo (Ez 1) y cuya *presencia es un santuario invisible para los desterrados (Ez 11,16).

2. Preparación del nuevo Israel. Palabra de Dios, presencia de Dios: sobre esta base podí­a organizarse y desarrollarse un *culto, no un culto sacrificial, sino una liturgia sinagogal, que consiste en reunirse para *escuchar a Dios (gracias a la lectura y al comentario de los textos sagrados) y para hablarle en la *oración. Así­ se formaba una comunidad espiritual de *pobres completamente orientados hacia Dios y que esperaban de él solo la salvación. A esta comunidad puso empeño la clase sacerdotal en contarle la historia sagrada y en enseñarle la ley; este trabajo abocó al documento sacerdotal, compilación y evocación de los recuerdos y de los preceptos antiguos que hací­an de Israel la nación santa y el reino sacerdotal de Yahveh.

Este Israel renovado, lejos de dejarse contaminar por la idolatrí­a, se convertí­a en el heraldo del verdadero Dios en tierra pagana. Abriéndose a su vocación de “luz de las *naciones” (Is 42,6; 49,6), se orientaba hacia la esperanza escatológica del reinado universal de Yahveh (Is 45,14).

2. Un nuevo éxodo. Pero esta esperanza se mantení­a centrada en *Jerusalén; para que se realizara precisaba primero que tuviese fin el exilio. Esto es lo que entonces prometió Dios a su pueblo en el Libro de la Consolación (Is 40-55), que des-cribe anticipadamente las maravillas de un segundo éxodo. Una vez más Yahveh se convertirá en el *pastor de Israel. El mismo irá a buscar a los desterrados, y como pastor (Ez 34,Ilss) los conducirá a su redil (Is 40,11 ; 52,12). Los purificará de todas sus impurezas y les dará un *corazón nuevo (Ez 36.24-28); concluyen-do con ellos una alianza eterna (Ez 37,26; Is 55,3), los colmará de todos los bienes (Is 54,11s). Será una gran victoria de Dios (Is 42,10-17); todos los prodigios de la salida de Egipto quedarán eclipsados (Is 41,17-20; 43, 16-21; 49,7-10).

De hecho, en 538 se promulgaba el edicto de Ciro. Un í­mpetu de entusiasmo levantó a los judí­os fervientes; importantes grupos de voluntarios, los “salvados de la cautividad” (Esd 1,4) retornaron a Jerusalén; tuvieron influjo decisivo en la organización de la comunidad judí­a y en su orientación espiritual. En medio de no pocas dificultades, tení­a lugar la *resurrección del pueblo (cf. Ez 37,1-14), sorprendente testimonio de la fidelidad de Dios, cantada con júbilo frente a las naciones maravilladas (Sal 126).

3. Exilio y NT. La partida para el exilio y el retorno triunfal, experiencia de muerte y de resurrección, tienen más de una conexión con el misterio central de los designios de Dios (cf. Is 53). Estos acontecimientos son ricos de enseñanzas para los cristianos. Cierto que un *camino viviente les garantiza ya el libre acceso al verdadero santuario (Heb 10, 19; Jn 14,16); pero tener libre acceso no es lo mismo que hallarse ya en el término; en cierto sentido, “morar en este cuerpo es vivir en exilio lejos del Señor” (2Cor 5,6). Los cristianos, que están en este mundo sin ser de este mundo (Jn 17,16), deben tener presente sin cesar la *santidad de Dios, que no puede pactar con el mal (lPe 1,15; 2,lls), y apoyarse en la *fidelidad de Dios, que en Cristo los conducirá hasta la *patria celestial (cf. Heb 11,16).

-> Cautividad – Castigos – Prueba – Exodo – Tierra.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas