Biblia

FE Y CIENCIA

FE Y CIENCIA

(v. ciencia y fe)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. Qué entendemos por «ciencia». Su relevancia hoy. II. Cómo plantear adecuadamente la relación fe-ciencia: 1. Fe y ciencia como actitudes humanas; 2. Reflexión sobre los conflictos. III. Deslinde de competencias para una relación correcta. Algunos aspectos concretos: 1. La mediación de la filosofí­a; 2. La autonomí­a del trabajo cientí­fico; 3. Buen enfoque de argumentaciones sobre Dios y lo religioso; 4. Los cientí­ficos y Dios. IV. Contraste entre la imagen creyente y la imagen cientí­fica del mundo. V. Las ciencias del hecho religioso. VI. Fe y ciencia en la catequesis.

I. Qué entendemos por «ciencia». Su relevancia hoy
Al tratar en este contexto la relación fe-ciencia, puede suponerse como ya aclarado por muchos otros artí­culos del Diccionario el significado del término fe. No así­ el del término ciencia. Hay en su uso diferencias notables y es menester hacerse de entrada el concepto pertinente.

En la tradición escolástica se entendí­a como ciencia todo cuerpo de conocimiento metódicamente elaborado; es decir, un conjunto de enunciados conceptualmente bien articulados y debidamente argumentados. En este sentido del término, que es legí­timo y podrá aún usarse en ciertos contextos, son también ciencia la filosofí­a y la teologí­a (así­ lo afirma, por ejemplo, santo Tomás en la cuestión 1ª de su Summa Theologica). En todo caso, se contrapone a la simple opinión o a la creencia (no fundamentada).

En el uso que hoy prevalece, y por motivo del cual se escribe el presente artí­culo, ciencia añade a lo dicho una condición más estricta: sólo son ciencia los cuerpos de enunciados que reclaman objetivamente validez universal; bien porque formulan leyes de la misma mente (ciencias formales: lógica, matemática), bien porque son contrastables mediante métodos empí­ricos, igualmente disponibles para cualquiera (ciencias positivas o empí­ricas).

Tal restricción del concepto de ciencia se ha ido asentando a partir de la Crí­tica de la razón pura de Kant (1781). En nuestro siglo, algunos teóricos de la ciencia extremaron la exigencia, hasta declarar carentes de significado a los enunciados que no admiten verificación empí­rica (al menos indirecta). Tal extremosidad está hoy superada. Se piensa más bien (K. Popper) que los enunciados (generales) de las ciencias son hipotéticos y se contrastan después con lo empí­rico, permaneciendo vigentes mientras no son refutados. Incluso así­, queda una lí­nea de demarcación entre los enunciados cientí­ficos y aquellos otros (metafí­sicos o teológicos) para los que no cabe asignar un neto contraste empí­rico que pudiera refutarlos (y, al no darse, los avalara).

Las ciencias positivas gozan en nuestra cultura de gran prestigio social. Las acredita su firme progreso en los últimos siglos y su poder operativo, ya que están en la base del inmenso desarrollo tecnológico, que ha transformado y mejorado tan patentemente nuestras condiciones de vida. A través de ello, la realidad parece avalar el conocimiento cientí­fico de un modo como no avala las teorí­as filosóficas o teológicas, ni apoya las convicciones de fe de los creyentes. Estos han buscado a veces ansiosamente el apoyo cientí­fico, sin demasiada fortuna; otras veces quedan, más bien, acomplejados ante las ciencias. Esta es, sin duda, la razón de ser del presente artí­culo.

II. Cómo plantear adecuadamente la relación fe-ciencia
Es muy importante no compararlas como si fueran magnitudes homólogas. La fe es, antes que nada, una actitud de espí­ritu que la teologí­a llama fides qua (actitud con la que creemos), que adora y busca salvación; sólo de ahí­ deriva su importancia la fides quae (lo que creemos, es decir los enunciados que afirmamos como verdaderos desde la fe).

Los problemas de la relación de fe y ciencia se exacerban estérilmente si, olvidando la fe como actitud, se pone la atención únicamente en com-parar el conjunto de enunciados que llamamos dogmas con los cuerpos de conocimiento que constituyen las di-versas ciencias. Tal estilo comparativo suelen tener las consideraciones que hacen sobre la fe pensadores actuales no creyentes; y desde ese punto de vista, la fe les resulta muy deficitaria: serí­a una pseudociencia sobre la realidad no empí­rica.

1. FE Y CIENCIA COMO ACTITUDES HUMANAS. Es importante cambiar la perspectiva, y mirar ante todo la relación de fe y ciencia desde las actitudes (pues también hay en la ciencia una actitud). Ciertamente, la actitud de fe hace afirmaciones con pretensión de verdad (= conformidad con la realidad y, en lo más decisivo, con una realidad Última, no empí­rica); pero no pretende conocer mediante ella esa realidad última como las ciencias conocen los objetos empí­ricos: con exactitud minuciosa y contrastable, y para dominarlos y utilizarlos en su provecho técnico. Por el contrario, la fe es consciente de referirse a un misterio desbordante, ofreciéndole reconocimiento adorativo; sabe bien que los conceptos y sí­mbolos que emplea son muy inadecuados. Nunca pretenderá identificar a Dios con sus conceptos. («Si pensaste comprenderlo ya no es Dios», repetí­a san Agustí­n; por ejemplo, Sermo 117, ML. 38, 663).

La actitud de fe busca sentido, no utilidad; busca últimamente esa plenitud que llamamos salvación. Es una actitud que une inseparablemente la convicción de verdad con el amor y la esperanza. Una actitud en la que el ser humano se descentra, sale de sí­ y se entrega. Dice: creo a, más radicalmente que creo que. Y busca, más que una verificación empí­rica de la verdad de sus afirmaciones, la verificación práctica que es la propia entrega en amor servicial al prójimo, el más verdadero lugar de cita con el misterioso Dios.

Como se ha dicho, también la ciencia es actitud humana, no sólo unos cuerpos de enunciados cognitivos; es este un punto de vista que hoy se va imponiendo también entre sus teóricos. Los cientí­ficos se agrupan en gremios, tienen sus intereses, son objeto de polí­ticas… Tenerlo en cuenta ayuda a desmitificar la ciencia -algo sano, aunque no para usarlo como arma apologética-. Hay otro hecho que también contribuye a esa desmitificación -sin que, de nuevo, deba abusarse de él apologéticamente-: las ciencias tienen muchos supuestos que no pueden justificar (por ejemplo, la inteligibilidad de lo real); cabe hablar a su propósito de una fe que subyace al trabajo cientí­fico, pero es claro que se hace un uso análogo del término yno se eliminan las diferencias y problemas especí­ficos de la fe religiosa.

La actitud cientí­fica es, en todo caso, una muy valiosa actitud humana, guiada por un admirable pathos de objetividad, que impone muchos sacrificios a la veleidad y la vanidad. El creyente harí­a mal en no apreciar esa actitud, así­ como sus frutos y realizaciones, de las que todos nos beneficiamos. En su alabanza hay que añadir aún que hoy (en contraste con los siglos pasados) la actitud cientí­fica es modesta, consciente de su falibilidad. Junto a esta justa alabanza, siempre habrá que recordar sus limitaciones: básicamente, su í­ndole dominativa y utilitaria. Que puede hacerse peligrosa para el ser humano si se erige en pauta suprema. Tal peligro es hoy muy real (con sus conocidas secuelas antiecológicas y deshumanizantes). Pero ya puede verse que ello no ha de imputar-se a la actitud cientí­fica como tal, sino a que se erija en dominante y no se someta a una actitud integral ética y humanista.

2. REFLEXIí“N SOBRE LOS CONFLICTOS. Por tanto, es posible ver que, cuando se han dado (en momentos de la historia moderna, al máximo en el siglo XIX) conflictos agudos entre fe y ciencia, ha sido en buena medida por-que, apelando a la ciencia, se daban actitudes que, más que cientí­ficas, deben llamarse cientistas (es decir, de una filosofí­a que erigí­a a la ciencia en absoluto, a veces incluso con tonos religiosos, cf FR 88). Las proclamas positivistas de Augusto Comte (a partir de 1830) fueron de ese estilo. Hoy la mayorí­a de los cientí­ficos están muy lejos del cientismo.

Complementariamente hay que añadir, mirando a esos mismos conflictos desde el otro ángulo, que el mundo cristiano vivió mucho de la Modernidad, sobre todo tras la Ilustración (siglo XVIII) y la Revolución y sus secuelas (siglo XIX), con horror y con injusta repulsa indiscriminada: una actitud poco coherente con el amor y la esperanza esenciales a la fe cristiana. Y absolutizó las expresiones del sistema dogmático, desligándolas de la actitud y fundándolas en una lectura acrí­tica de la Biblia. Es el defecto que hoy llamamos fundamentalismo (que sabemos criticar más fácilmente cuando lo vemos en otras tradiciones religiosas).

Cientismo y fundamentalismo, podemos concluir, son los que han originado los conflictos en el pasado. Es bueno verlo y denunciarlo. Pero ello nos deja ahora ante la obligación de esbozar de modo positivo las deseables relaciones correctas entre la ciencia y la fe.

III. Deslinde de competencias para una relación correcta
Al tratarse de dos actitudes humanas de orientación y función diversa, la clave para evitar los conflictos y establecer entre ellas una relación mutuamente fecunda está en deslindar bien sus respectivas competencias. No es competencia de la fe dirimir problemas relativos al conocimiento de las realidades empí­ricas, ni orientar nuestra actividad tecnológica. No es competencia de las ciencias proporcionarnos una visión global y última de lo real ni, menos aún, desvelarnos su sentido y ofrecernos la salvación.

El doble enunciado que acabo de hacer es razonable y sencillo. Hay que reconocer, no obstante, que no es siempre fácil su aplicación. Por una parte, la lí­nea prevalente de determinados conocimientos cientí­ficos puede entrar en una, a primera vista real, contradicción con la visión del mundo que abre la fe; o puede parecer aconsejar prácticas que chocan con principios que emanan de ella. Por otra parte, las teorí­as cientí­ficas más globalizantes sugieren muy persuasivamente una visión del mundo y unas consecuentes pautas de acción, que llegan a parecer capaces de suplir a las de la fe.

Antes de referirme a los contenidos temáticos en los que puede cifrarse lo agudo del problema para el creyente actual, es oportuno examinar la aplicación del principio metódico de des-linde de competencias.

1. LA MEDIACIí“N DE LA FILOSOFíA. Es un factor importante a tener presente. Es peligroso establecer, sin más, una relación directa entre fe y ciencia; son magnitudes demasiado diversas en su función antropológica. Pero, como hemos visto, el trabajo cientí­fico tiende espontáneamente a completarse en otro más abarcante, el filosófico. De hecho, históricamente ha-blando, nació antes la filosofí­a; las ciencias fueron naciendo como ramas del tronco filosófico, al precisar sus métodos y lograr el aval de la contrastación empí­rica (que aseguraba también su operatividad tecnológica); ulteriormente, las ciencias tienden siempre a especializarse más y más, acotando cada una un campo de competencia menor, en el que puede acceder a logros más precisos.

La filosofí­a, por su parte, tiene históricamente más relación con la religión; puede decirse que nació de ella. Heredó la función, tan esencial para la vida humana, de la donación de sentido. En su misma etimologí­a, es amor de la sabidurí­a, búsqueda de sabidurí­a. Y sabidurí­a es uno de los nombres para lo que aporta la religión. La filosofí­a, eso sí­, acentúa la dimensión racional, en contraste con la religión; y con ello anuncia la evolución que acabará dando lugar a las ciencias.

Es importante también advertir que, en el seno mismo de las grandes tradiciones religiosas, fue haciéndose progresivamente más relevante la presencia del factor racional; es lo que en el mundo cristiano se ha llamado teologí­a. La teologí­a es un discurso que, por su estructura, se asemeja más a la filosofí­a que a las ciencias (en el sentido actual del término). Es como una filosofí­a hecha desde la fe; que, en un cierto momento de su evolución, acude incluso explí­citamente a la filosofí­a en busca de apoyo (cf FR 64ss). Resulta, pues, esta secuencia: Fe religiosa-Teologí­a-Filosofí­a-Ciencias.

Quizá cabe añadir aún lo siguiente. Al menos en culturas humanas con gran desarrollo crí­tico, como es la nuestra, la instancia más radical de esa secuencia (radical en sentido etimológico de cercaní­a de la raí­z) es la filosófica. No es esto asignar papel relevante a la filosofí­a académica; más bien al contrario, es reconocer que todo ser humano en una cultura crí­tica es inevitablemente filósofo -«el hombre es naturalmente filósofo», afirma Juan Pablo II (FR 64)-, por cuanto necesita vitalmente hacerse una visión del mundo en la que encuentre sentido a su vida. Ello subyace a su misma fe religiosa, cuando es personalizada. Vistas así­ las cosas, es desde una actitud filosófica equilibrada desde donde el creyente mejor establecerá la relación de su fe y de las ciencias.

2. LA AUTONOMíA DEL TRABAJO CIENTíFICO. Lo que enuncia este tí­tulo es una importante aplicación del deslinde de competencias. Y es aquello que, al no ser suficientemente atendido por las autoridades eclesiásticas, provocó conflictos pasados muy tí­picos, alguno de los cuales se ha hecho proverbial: el caso Galileo. Galileo no era cientista; fueron los eclesiásticos los que pecaron de fundamentalismo. No será siempre fácil el discernimiento a hacer en conflictos incipientes. Hoy, al menos vemos claro que no se supo dar en el siglo XVII a la investigación astronómica la autonomí­a que le era debida.

A finales del siglo XIX, tampoco el Vaticano 1 dijo cuanto es justo decir. Acudió a un enunciado evidente: «La verdad no puede estar contra la verdad» (Dz 1797), para mantener en principio la buena relación de la fe y la razón. Pero la interpretación que le daba no permití­a a las ciencias unos mí­nimos elementales de autonomí­a. Juzgaba todo desde la posesión de verdad por la fe; desde ahí­ veí­a las aparentes contradicciones suscitadas por las ciencias como «inventos de opinión tomados por asertos racionales» (ib). Concedí­a que la Iglesia «no prohí­be que tales disciplinas usen de sus propios principios y métodos, cada una en su propio campo»; pero añadí­a: «Reconociendo esta justa libertad, procura cuidadosamente noocurra que contradiciendo [las ciencias] a la divina doctrina acojan errores o, trasgrediendo sus lí­mites, invadan y perturben el campo de la fe» (Dz 1799). Todo hubiera podido decirse igual en el prólogo de la condena de Galileo.

Una mutación bastante sustancial de espí­ritu se encuentra, en cambio, en la constitución pastoral Gaudium et spes del Vaticano II. Cita el pasaje aludido del Vaticano I, pero lo positivo, omitidas las reservas: «Reconociendo esta justa libertad, la Iglesia afirma la autonomí­a legí­tima de la cultura humana y especialmente la de las ciencias» (GS 59). La magnitud del cambio se aprecia en las consecuencias. Se exhorta a estudiar «las nuevas ciencias y doctrinas, los más recientes descubrimientos». Para los que se dedican a la teologí­a, la palabra de orden es «colaborar con los hombres versados en otras materias, poniendo en común sus energí­as y puntos de vista». «Para que puedan llevar a buen término su tarea, debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los campos de su competencia» (GS 62). Esto ya no hubiera podido figurar en la condena de Galileo.

A la premisa: «la verdad no puede estar contra la verdad», no se añade ahora: pero yo tengo la verdad, luego…; sino: busquemos todos con lealtad y confianza. Naturalmente esto será eficaz en la medida en que no se den interpretaciones fundamentalistas de la verdad de fe y no haya, de la otra parte, afectividad excesivamente proclive al cientismo.

3. BUEN ENFOQUE DE ARGUMENTACIONES SOBRE DIOS Y LO RELIGIOSO. Aunque se deslinden las competencias, la teologí­a (en nombre de la fe) buscará, como lo ha hecho en el pasado, apoyos racionales, acudiendo, en la oportunidad, a las ciencias. Hay que precisar el modo correcto de hacerlo para excluir los incorrectos.

Ante todo, hay una incorrección por defecto: la concepción de la fe como no necesitada de ninguna apoyatura racional. A ella propendió la teologí­a de los reformadores del siglo XVI. La teologí­a católica tradicional habí­a mantenido, por el contrario, la necesidad de un preámbulo natural de la fe, encomendándolo a la razón; por ello fue desarrollando una dimensión creciente de teologí­a fundamental y una alianza con la filosofí­a (cf FR 36ss). Cuando en el siglo XIX se sintió menos favorable a la razón (usada de modos muy crí­ticos por diversas filosofí­as), algunos católicos buscaron acogerse a la autosuficiencia de la fe. Tal tendencia, que se denominó entonces fideí­sta, fue generalmente rechazada, incluso por el magisterio romano.

Era un rechazo sano. Proclamar la autosuficiencia de la fe es recluirse en un gueto cultural. El no creyente se siente discriminado, ya que lo que la fe proclama se da por verdad salvadora. La universalidad de la salvación que aporta la fe está pidiéndole mantenerse asequible a todos; y no se ve cómo pueda serlo si no accede a debatir en terreno simplemente racional, humano, sus credenciales. El mismo creyente necesitará muchas veces acudir a ese foro. Fue, por eso, acertado que el Vaticano 1 defendiera, frente a las tendencias fideí­stas, larazonabilidad (que no ha de ser estricta racionalidad) de la fe. No fue quizá tan acertada alguna de las expresiones que usó en la reivindicación del papel de la razón (por cuanto parecerí­a sugerir una demostratividad cientí­fica: lo que serí­a incorrecto por exceso).

El tema desborda el presente artí­culo. Para el tema que nos ocupa hay que decir: no es sana la tendencia, que aún asoma en ciertas apologéticas, a apelar a las ciencias para hacer más eficaz el apoyo racional de la fe. Por su limitación temática y de método, las ciencias no pueden pronunciarse sobre lo que está más allá de lo empí­rico. Las argumentaciones que puedan hacerse sobre Dios, sobre el destino humano, etc., serán de í­ndole filosófica. No confundirán, por ejemplo, una búsqueda de la originación radical del ser (las ví­as de santo Tomás) con las hipótesis cientí­ficas actuales sobre el origen temporal del cosmos que conocemos (a las que después aludiré). Darán el mayor relieve a argumentaciones de tipo moral (como la propuesta por Kant). En general, la razón a que apelen no será apellidable cientí­fica, sino, más bien, vital (Ortega; remito a mi libro Razón y Dios, cf bibliografí­a). Saber mantener la debida sobriedad autocrí­tica es requisito para pedir que, por su parte, el cientí­fico no se haga cientista.

4. Los CIENTíFICOS Y DIOS. Pero, aun reconocidos los lí­mites de las ciencias, es comprensible que el colectivo de sus cultivadores atraiga como testigo de excepción en cuanto a compatibilidad de ciencia y fe. Para algunos, el problema se hace muy arduo; por ello miran con ansiedad a los cientí­ficos. ¿Puede un cientí­fico actual ser también un creyente en Dios?
En un libro reciente (cf bibliografí­a), el fí­sico español Antonio Fernández-Rañada pasa revista de modo muy asequible a las posturas de los cientí­ficos más influyentes de la edad moderna y contemporánea. Su conclusión es neta: «Por sí­ misma, la práctica de la ciencia ni aleja al hombre de Dios ni lo acerca a él… La decisión de creer o no creer se toma por otros motivos, ajenos a la actividad cientí­fica; pero, una vez tomada, la ciencia ofrece un medio poderoso para racionalizar y reafirmar la postura personal» (p. 36). Distingue netamente entre ciencia y cientismo. En su encuesta sobre cientí­ficos notables, hay ciertamente algunos, pero no muchos, que han sido o son también cientistas. Prevalecen los que han sido creyentes; y han buscado, entonces, la coherencia de su visión del mundo en su doble condición de creyentes y cientí­ficos.

Añade, expresando su propia posición: «Es imposible vaciar la vida de misterio, porque la ciencia no puede eliminarlo, sino acercarse cada vez más a él. Y, por ello, la religión debe estar basada antes en la pregunta que en la respuesta, pues cualquier intento de comprenderla racionalmente no conduce más allá que a la sombra de un tenue reflejo de algo que se puede intuir sin llegar a saber nunca cómo es» (p. 283). Es, probablemente, una impresión que comparten muchos de los que son creyentes y se dedican a la racionalidad cientí­fica. Las dos actitudes no se dañan, sino que se favorecen. La fe da horizonte de sentido a la actividad cientí­fica. Esta, por su parte, evita una ilusoria racionalización de la fe (dogmatismo, triunfalismo apologético) y así­ ayuda al misterio religioso, «lo purifica, lo libra de la hojarasca tras la que a veces se oculta» (ib).

Es la posición sostenida por Juan Pablo II en su encí­clica sobre las relaciones entre fe y razón (FR cf, entre otros, los nn. 5, 9, 17, 43, 47, 77, 84-85, 95-96, 104, etc).

IV. Contraste entre la imagen creyente y la imagen cientí­fica del mundo
Aunque haya de ser con gran brevedad, no se debe dejar de abordar algo que para muchos hombres y mujeres de nuestra cultura puede ser el nervio del problema que plantea la relación entre fe y ciencia. No se trata de la diferencia y complementariedad de las dos actitudes a las que he venido prestando atención. Tampoco de uno u otro problema concreto que pueda surgir entre una determinada doctrina cristiana, teológica o moral, y las teorí­as cientí­ficas vigentes. Sino del contraste, cada vez menos reductible, en que pueden ir apareciendo los mismos elementos básicos de la imagen cristiana (creación, encarnación, destino eterno del ser humano…), no con esta o aquella teorí­a cientí­fica concreta, sino con lo que puede llamarse imagen cientí­fica del mundo; con el agravante de que, mientras las teorí­as concretas son de pocos, la imagen global va siendo parte del ambiente cultural (cf FR c. VII).

Veamos a qué me refiero. En la primera frase del credo, el creyente profesa creer en «Dios… creador del cielo y de la tierra». El cristianismo ha hecho así­ suya una básica convicción bí­blica. No asumiendo necesariamente como supuesto la primitiva cosmologí­a bí­blica de los cuatro estratos, pero sí­ al menos la espontánea cosmologí­a de nuestra percepción sensorial (que es canonizada en la astronomí­a tolomeica). Ello podrí­a explicar por qué fue tan viva la reacción de la autoridad católica del siglo XVII contra la revolución astronómica de Copérnico. Por debajo del debate sobre pasajes bí­blicos, latí­a, probablemente, una impresión de horror porque la nueva visión subvertí­a los supuestos mismos de la fe. ¿Qué iba a ser ahora de ese cielo y tierra creado por Dios, del que parecí­a esencial la centralidad de nuestra mansión terrenal, que permitiera pensar que Dios podí­a elegirla como idónea para encarnarse?
Como sabemos, la hipótesis astronómica hoy vigente propone un cosmos en expansión a partir de una explosión energética inicial (big bang), de la que proviene la inmensidad de galaxias, en una de las cuales la Tierra es un simple planeta de una de tantas estrellas. Nuestra Tierra se ha hecho así­ de humilde. No menor transformación ha recibido lo que el credo llama cielo: no son bóvedas o esferas ordenadas en torno nuestro para «cantar la gloria de Dios» (Sal 18), sino un conjunto en primera impresión caótico.

Pero la dificultad va siendo superada. Tras siglos de hacerse a la nueva astronomí­a, el creyente actual no encuentra ya imposible compaginarla con su fe en Dios creador. Incluso ha podido la propuesta del big bang causar alivio a algunos, por cuanto -frente a hipótesis de cosmos eterno- supone al menos su temporalidad. Cierto, en un tiempo ahora inseparable del espacio y la materia; por lo que no cabe decir: el mundo comenzó en el tiempo, sino con el tiempo; aun así­, la reciente hipótesis parecerí­a evidenciar la necesidad de un acto divino creador «para disparar el big bang». (A quien así­ piense, será bueno avisarle del riesgo de ligar su fe a una hipótesis cientí­fica que puede alterarse y que, según sus mantenedores, no implica tal necesidad de un disparador. Fue más cauto santo Tomás al mantener [Summa 1, 46] que no hay por qué ligar absolutamente la idea de creación con la temporalidad).

Quien hoy cree personalizadamente es que ha logrado, de un modo u otro, hacer compatible una imagen copernicana del cosmos con la convicción de la dependencia radical de todo respecto a Dios. Podrá, quizá, serle aún problema su fe en la encarnación, por cuanto ya en el Nuevo Testamento (cf Col 1) se exaltó el «primado de Cristo» con alcance cósmico, mientras que, por otra parte, la existencia de seres inteligentes en otros rincones del cosmos no es hipótesis rechazable, en principio, tras la revolución copernicana. El cristiano deberá saber hallar una hermenéutica flexible para sus asertos cristológicos; pero pienso que tampoco le resultará excesivamente difí­cil.

Problemas más espinosos pueden quizá venir de otra revolución ocurrida en el ámbito cientí­fico: la concepción biológica evolucionista, que presenta la sucesiva aparición de las formas vivientes en el planeta Tierra como un camino azaroso y, en todo caso, material. El ser humano, que se tení­a por rey de la creación, ve ahora cuestionado su puesto de privilegio. Y no se trata sólo de una «humillación de su narcisismo» (Freud); pueden entrar en cuestión las que parecí­an ser premisas del esencial mensaje cristiano de salvación.

Queda, desde luego, problematizada la dualidad de alma y cuerpo, cual la concebí­a la teologí­a tradicional. La más reciente teologí­a ha visto este punto sin angustia, pensando incluso salir ganando con una vuelta (por detrás del dualismo de ascendencia helénica) a la noción hebrea de resurrección. Pero esta misma, y con ella toda la escatologí­a, ¿queda incólume en la nueva visión cientí­fica? En todo caso, la imagen cristiana del mundo pide (con una u otra explicación) una í­ndole espiritual del ser humano, sin la cual carecerí­a de base su relación a Dios. La armoní­a de esta visión con la de las ciencias requiere aún elaboración. Podrí­a avanzarse en ella si prosperara el que algunos llaman hoy principio antrópico: una clave (ya filosófica, no propiamente cientí­fica) de comprensión para toda una concurrencia de azares afortunados, que las ciencias han de reconocer necesaria para que haya sido posible la vida humana (y de otros eventuales vivientes inteligentes).

Hay en todo esto implicado otro grave problema, de otro orden, que ha asediado siempre a la visión creyente: la desgarradora existencia en el mundo de un exceso de mal, no fácil de conciliar con la bondad amorosa del Creador. Pero este problema puede quizá quedar hoy algo paliado al asumirse la visión cientí­fica evolutiva. Ya que la vida ha debido recorrer un largo camino de creciente complejidad, sacrificando las unidades deorden inferior como precio del progreso (Teilhard de Chardin).

Una conclusión que fluye con fuerza tras estas consideraciones del contraste de la visión cristiana del mundo con la cientí­fica, es la necesidad en que se encuentra el creyente, hoy más que nunca, de saber reinterpretar las expresiones de su fe. Sin esta flexibilidad hermenéutica su situación en la cultura contemporánea serí­a desesperada. Tal flexibilidad no significa ningún fallo de la fe, sino lo contrario: muy pobre serí­a una fe que se identificara rí­gidamente con sus expresiones. Cuando hoy lo vemos así­ sin mayor dificultad, es justo agradecerlo a otro progreso cientí­fico, que en su dí­a costó admitir: el de las ciencias históricas y filológicas, que han impuesto una lectura crí­tica de la Biblia. Al mundo cristiano le costó asimilarlo; pero su asimilación lo ha liberado de graves fundamentalismos, que todaví­a hoy cabe lamentar en otras tradiciones religiosas.

V. Las ciencias del hecho religioso
Como complemento, debe hacerse aquí­ al menos una mención de otro aspecto de la relación entre fe y ciencias. Se han desarrollado en nuestro siglo con amplitud las llamadas ciencias humanas o ciencias sociales. Son ciencias positivas, referidas a lo empí­rico de la vida humana, individual (psicologí­a) o social (etnologí­a, sociologí­a). Sin pretender la precisión de las ciencias naturales, se proponen dar cuenta del comportamiento humano. Lo religioso, como aspecto de ese comportamiento, no tiene por qué quedar fuera del estudio; y, en consecuencia, se han desarrollado capí­tulos de las mencionadas ciencias especí­ficamente dedicados a ello.

El creyente, de entrada, ha podido verlo con recelo. Pero no es fundada tal actitud y debe superarse. Como ciencias positivas que son, su objeto nunca será la esencia de lo religioso ni su verdad, sino sólo su función en la vida humana integral. Desde ahí­, podrá ser mucho lo que aporten al mismo creyente y, sobre todo, a la comunidad de creyentes. Una mirada que podrí­amos denominar desde fuera complementa la que el creyente y la comunidad tienen de sí­ desde dentro; ayuda a percibir aspectos que pasarí­an desapercibidos y, bien utilizada, puede incluso ser un instrumento muy valioso de purificación.

VI. Fe y ciencia en la catequesis
En este breve apartado final presento una simple enumeración de algunos consejos para la práctica catequética; que se le ocurren a quien, sin vivir de cerca los múltiples problemas humanos de la catequesis en la sociedad actual, acaba de hacer el esfuerzo de sí­ntesis que suponen los apartados anteriores. Son enunciados lacónicos de simple buen sentido, que se prestan a desempeñar el papel de conclusiones finales.

a) La primera necesidad a tener en cuenta es la adaptación al nivel cultural y edad de los destinatarios de la catequesis; pero sin olvidar que los niños o adolescentes de hoy han de ser los adultos de mañana.

b) En este punto, como en otros, lacatequesis hará bien en proponerse como objetivo relevante el suscitar conciencia gozosa de la libertad de la fe.

c) Importante también inculcar el deslinde de funciones de ciencia y fe. Lo que incluye aprecio positivo de las ciencias en su función propia; así­ como el no sentir desde la fe ni complejos ni deseo inoportuno de utilización.

d) Decisivo el evitar las actitudes fundamentalistas. Para ello, iniciar en la flexibilidad hermenéutica, según lo sugerido en el apartado IV.

BIBL.: ALEMíN R., Evolución y creación. Entre la ciencia y la creencia, Ariel, Barcelona 1996; DAVIES R, Dios y la nueva fí­sica, Salvat, Barcelona 1985; La mente de Dios, McGraw-Hill, Madrid 1993; DELUMEAU J. (ed.), Le savant et la foi. Des scientifiques s’expriment, Flammarion, Parí­s 1989; FERNíNDEZ-RASADA A., Los cientí­ficos y Dios, Nobel, Oviedo 1994; Gí“MEz CAFFARENA J., Razón y Dios, SM, Madrid 1985; LAíN ENTRALGO R, Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid 1991; NUí‘EZ DE CASTRO L, El rostro de Dios en la era de la biologí­a, Sal Terrae, Santander 1996; PANIKKAR R., Pensamiento cientí­fico y pensamiento cristiano, Sal Terrae, Santander 1994; PEREZ DE LABORDA A., Ciencia y fe, Marova, Madrid 1980; El hombre y el cosmos (3 vols.), Encuentro, Madrid 1984; PoPPER K., La lógica de la investigación cientí­fica, Tecnos, Madrid 1973 (orig. 1934); Conocimiento objetivo, Tecnos, Madrid 1974; TEILHARD DE CHARDIN E., El fenómeno humano, Taurus, Madrid 1967.

José Gómez Caffarena

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética