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En general fidelidad es la virtud de la adhesión y de la permanencia a una persona o a una creencia. En casi todas las religiones se habla de los «fieles» en cuanto a los creyentes que se mantienen «firmes» en la fe recibida.
En lenguaje cristiano el nombre se suele dar a los que llegan a la fe en el Señor Jesús y se mantienen en ella. Los fieles son lo que creen por gracia divina en el mensaje de la salvación. Son los que conservan el don recibido. Y son también los que se disponen a comunicar a los demás la riqueza conseguida.
1. Significado de la fidelidad
La fidelidad hace alusión a la fe, que es la adhesión al mensaje recibido, a la persona de Cristo, que es el centro de ese mensaje, y a las enseñanzas que implica conforme a las cuales se ordena la propia vida. Ser fiel es tener fe y guardar la fe.
El modelo de la fidelidad es Dios mismo que cumple sus promesas. Es el ser fiel por excelencia en el cual hay que confiar, por ser infinitamente misericordioso y justo.
La idelidad humana es participación en esa fidelidad divina. Es hacer como Dios que es fiel a sus promesas y que nunca puede fallar al hombre.
La fidelidad del hombre implica agradecimiento a Dios por lo que tiene de misericordia su llamada y de misteriosa su elección gratuita y benevolente.
El término evangélico «pistis» (fe), «pisteo» (creer), «pistos» (creyente) se usa en los libros del Nuevo Testamento más de medio millar de veces. En sentido activo de tener fe, de guardar la fe, de ser fiel, se acerca al medio centenar y es el entorno de S. Pablo (Lucas y las 14 Epístolas paulinas) donde más abundan las referencias: «El que es fiel en lo poco, lo será en lo mucho.» (Lc. 16.10). «Cristo me consideró fiel al darme este ministerio» (1 Tim. 1.12). «Aunque nosotros seamos infieles, Cristo permanece fiel.» (2 Tim. 2. 13)
Por lo tanto la fidelidad es la permanencia en la fe, la seriedad en la promesa, la fortaleza y estabilidad ante el compromiso evangélico. Y el concepto se manifiesta en la doble dimensión de divina y humana. Divina, por cuanto Dios siempre cumple: «Fiel es aquel que os ha llamado» (1 Tes. 5.24). Y humana, por cuanto el hombre puede ser o no ser fiel, pues es libre.
2. Elementos de la fidelidad
La fidelidad, o permanencia en la fe, implica consecuencias prácticas desde la perspectiva cristiana. No se trata de una palabra dada, sino de una vida comprometida. La fidelidad no es cuestión de intenciones sino de realización. «No el que dice Señor, Señor, entra en el Reino de los cielos, sino el que cumple de verdad la palabra de mi Padre.» (Mt. 7.21)
2.1. Ortodoxia
La rectitud de doctrina, la dependencia a quien revela y confía el mensaje, la seguridad de que el misterio de Dios está por encima de la razón del hombre, es la primera de las condiciones de la fidelidad. Es el respeto amoroso al misterio recibido como carisma, como gracia proyectada a la comunidad de los seguidores de Jesús.
El que es fiel, mira primero a quien le habla o le envía. «Lo que se exige siempre a los administradores es que sean fieles.» (1 Cor. 4.2). Sin humilde dependencia, no se puede generar en la mente y en el corazón la idea de la fidelidad.
2.2. Integridad
La plenitud en la fe y en el contenido del mensaje divino es la consecuencia. El mensajero no es el dueño del mensaje, sino sólo el transmisor del mismo.
Ser fiel es transmitirlo con los ojos y el corazón puestos en Dios. «Hemos sido considerados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio y así lo predicamos fielmente». (1 Tes 2.4)
La integridad se halla contenida en la ortodoxia, pero no está de más resaltar el aspecto más original del Evangelio: su exigencia de plenitud y totalidad.
2.3. Fraternidad
Además esa entrega a la verdad, sin quitar ni añadir, es el principal servicio o ministerio que se puede ofrecer a los demás. Es el Señor «el que elige a sus discípulos para que logren fruto y lo tengan en abundancia». (Jn. 15.16). Pero elige para la entrega, para dar la vida por los demás, como El la ha dado.
La fidelidad a la misión recibida exige entrega sin medida. Esa entrega es el equivalente Apostólico de la fidelidad. «Pórtate fielmente en tu conducta para con los hermanos» (3 Jn.5)
Es una entrega que tiene el distintivo de la donación sacrificial, cuyo ejemplo es el mismo Jesús, fiel hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso su fidelidad al Padre, es el modelo de los demás.
Es la enseñanza que todos los que se entregan a los hombres suelen sacar de la reflexión sobre la vida de los enviados evangélicos. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos…» y «Como yo he hecho con vosotros, así lo habéis de hacer con los hermanos.» (Jn. 13.15)
3. Proyección del mensaje
El que ha recibido la fe, tiene que ser consciente y fiel a la doble dimensión del regalo que ella supone: enriquecimiento espiritual para uno mismo y compromiso de comunicación con los demás.
3.1. Universalidad
Todos los hombres deben entrar en el corazón de quien se entrega a los demás. La fidelidad al mensaje de Jesús exige entrar en sus reglas de vida y de acción. Una de ellas es su universalidad. No ha venido a salvar sólo a su Pueblo elegido, sino a todos los hombres.
Pronto lo entendieron sus primeros discípulos: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a todas las gentes» (Mc. 16.16). La catolicidad es consustancial con el Evangelio. Y la discriminación de personas, razas o sexos es una infidelidad al Evangelio.
3.2. Gratuidad
Ese don recibido es acto de la misericordia divina. El mensaje es para todos y no puede tener un preciso de acceso. La fidelidad a la voluntad divina exige una disposición total de entregar el don a quien quiera recibirlo.
Lo reclamó el mismo Señor en las consignas misionales dadas a sus discípulos enviado al mundo: «Dad gratuitamente lo que gratis habéis recibido» (Mt. 10. 8). Abrirse a todos los hombres es ley del Evangelio.
3.3. Perpetuidad
Y además esa disposición tiene que durar hasta el final de los tiempos. La salvación no es un acontecimiento pasajero como fue la vida terrena de Jesús, sino perpetuo como fue el sacrificio de la cruz y como resultó su resurrección.
El sacrificio de la cruz no es como el de los antiguos del templo que deben ser ofrecidos cada día. «Cristo lo hizo de una vez para siempre y por eso su sacrificio permanece.» (Hebr. 7.27)
Así dura la fidelidad de su palabra y de su entrega: hasta el final de los tiempos. Y así debe ser la fidelidad de sus seguidores: hasta la consumación de los siglos en unión con quien nunca falla.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(v. laicado, sacerdocio común de los fieles)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
(Latín fideles, de fides, fe)
Aquellos que se han adherido a una asociación religiosa, cuya doctrina aceptan, y en cuyos ritos han sido iniciados. Entre los cristianos el término se aplica a aquellos que se han iniciado completamente por el Bautismo y, regularmente hablando, y por la Confirmación. Estos se han comprometido a profesar la fe en Jesucristo, de quien la recibieron como un don; de ahí en adelante proclamarán su enseñanza, y vivirán de acuerdo a su Ley; de ahí surge el término tan frecuente en los documentos papales, “Christifideles”, “los fieles de Jesucristo”. La distinción entre cristianos y fieles es ahora muy leve, no sólo debido a que el bautismo de adultos se ha convertido en la excepción, sino también porque litúrgicamente el rito del catecumenado y el del bautismo se han fundido en uno solo. Por otro lado, en la Iglesia Latina por lo menos, la Confirmación y la primera Comunión se han separado de la iniciación bautismal. En la Iglesia primitiva era al contrario: la iniciación a la sociedad cristiana consistía de dos actos distintos, a menudo realizados con una separación de años. Primero uno se convertía en catecúmeno por la imposición de manos y la Señal de la Cruz; esta era una especie de profesión preliminar de la fe cristiana—«eos qui ad primam fidem credulitatis accedunt» (Concilio de Elvira, cerca de 300, can.XLII), el cual autorizaba al catecúmeno a llamarse cristiano. Sólo por el segundo acto de iniciación, es decir, por el bautismo mismo, se le autorizaba a llamarse a sí mismo uno de los fieles, y participar inmediatamente en todos los misterios cristianos, incluyendo la Eucaristía.
Estrictamente hablando, por lo tanto, el término “fieles” es opuesto a catecúmeno; por tal razón no se halla en los escritos de los primeros Padres que florecieron antes de la organización del catecumenado. No se halla en San Justino, ni en San Ireneo de Lyons; Tertuliano, sin embargo, utiliza el término y le reprocha a los herejes por eliminar toda distinción ente catecúmenos y fieles: quis catechumenus, quis fidelis incertum est (De praeser., c. XLI; P.L., II, 56). De ahí en adelante, en los escritos patrísticos y cánones de los concilios encontramos con bastante frecuencia la antítesis de catecúmenos y cristianos bautizados, cristianos y fieles. Así San Agustín (Tract. in Joannem, XLIV, 2; P.L., XXXV, 1714): «Pregúntele a un hombre: ¿eres cristiano? Si es un pagano o un judío te responderá: No soy cristiano. Pero si te dice “Soy cristiano”, pregúntele de nuevo: ¿eres catecúmeno?, ¿o uno de los fieles?” Similarmente el Concilio de Elvira considera el caso de un “fiel” que bautiza a un catecúmeno en caso de necesidad (can. XXXVIII); de nuevo, de paganos enfermos que piden a los catecúmenos la imposición de manos, y así se convierten en cristianos (can. XXXIX); de un cristiano participando en un sacrificio idólatra, y de nuevo por uno de los fieles (can. LIX); de la traición al magistrado pagano (“delatio”), al cual se atribuye una diferencia en culpabilidad si el crimen fue perpetrado por un catecúmeno o por uno de los fieles (can. LXXIII).
El título “fidelis” fue a menudo cincelado en epitafios en el período cristiano primitivo, a veces en oposición al título de catecúmeno. Así, en Florencia, un amo (“patronus”) dedica a su siervo catecúmeno (“alumna”) la siguiente inscripción: «Sozomeneti Alumnae audienti patronus fidelis», es decir, «su amor, uno de los fieles, a Sozomenes, su siervo y oyente”, por cuyo término él denota uno de los bien conocidos grados del catecumenado (Martigny, Dict. des antiq. chreét., París, 1877). Incluso hoy día el rito bautismal provee para una petición voluntaria de parte de un “infidelis”, es decir, un no cristiano (vea infieles); existen vestigios venerables del “scrutinium” primitivo o examen preliminar, los garantizadores (“sponsores”) o padrinos y madrinas, los ritos del catecumenado, la comunicación del Credo (“traditio symboli”) y el Padre Nuestro, la renuncia a Satanás y al mal, la adhesión a Jesucristo, y la triple profesión de fe. Al candidato al bautismo se le pregunta todavía a la entrada de la pila bautismal: “¿Quieres ser bautizado?” Por lo tanto, era voluntario y lo es todavía que uno entrara al rango de los fieles a través del rito de iniciación principal del bautismo.
Bastante naturalmente, incluso en la antigüedad cristiana, se llamaba la atención a las ceremonias análogas de la circuncisión (el signo, sino el rito, de la admisión de prosélitos a la profesión del judaísmo) y del baño de sangre del “taurobolium”, por el cual se iniciaba a los fieles de Mitra (Cumont, Les Mysteéres de Mithra, París, 1902). Las obligaciones de los fieles cristianos se indicaban por los ritos preparatorios de su recepción y por su bautismo real. Él comienza preguntando por la fe (en Jesucristo) y, a través de esa fe, por la vida eterna. Luego se le entrega el Credo, y él lo regresa (“redditio symboli”), es decir, lo repite en voz alta. En la fuente bautismal recita solemnemente la profesión de fe. Por todo esto es claro que su primer deber es creer (vea fe). Su segundo deber es regular su vida o conducta con su nueva fe cristiana, es decir, renunciando a Satanás y al mal, debe evitar todo pecado. “Actúa de tal modo”, se le dice, “que de aquí en adelante seas el templo de Dios.” San Gregorio I dice (Hom. in Evang. XXIX, 3; P.L., LXXVI, 1215): «Sólo entonces somos verdaderamente los fieles cuando con nuestros actos realizamos las promesas hechas con nuestros labios. El día de nuestro bautismo prometimos, ciertamente, renunciar a todas las obras y a todas las pompas del antiguo enemigo.”
Finalmente, puesto que los fieles han buscado voluntariamente la membresía en la sociedad cristiana, están obligados a someterse a su autoridad y a obedecer a sus gobernantes. En cuanto a los derechos de los fieles, consisten principalmente en la completa participación en todos los misterios cristianos, en la medida en que uno no se hace indigno de ellos. Así el fiel cristiano tiene derecho a tomar parte en el Santo Sacrificio, a permanecer en la asamblea luego que el diácono ha enviado a los catecúmenos, a ofrecer con el sacerdote el “orate fidelium” u oración de los fieles, a recibir allí el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y a recibir los otros ritos y Sacramentos. Debe también aspirar al más alto rango en el clero. En una palabra, él es un miembro completo de la sociedad cristiana, y como tal, regularmente hablando, en perpetuidad. Si por razón de sus propias fechorías merece ser expulsado de dicha sociedad, el arrepentimiento y el rito penitencial reparatorio, un segundo bautismo, por así decirlo, le permite regresar. Finalmente, si él persiste en el cumplimiento de sus promesas bautismales, obtendrá la vida eterna, es decir, su petición original al momento del bautismo. Vea bautismo, catecúmeno.
Fuente: Boudinhon, Auguste. «The Faithful.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. 11 Oct. 2009
http://www.newadvent.org/cathen/05769a.htm
Traducido por L H M.
Fuente: Enciclopedia Católica