(Padre, Hijo, Señor). Constituye para Pablo y su escuela una experiencia esencial del cristianismo, que él entiende como cumplimiento de la promesa de Dios a los israelitas, a quienes pertenecen «la filiación, la gloria, las alianzas, la Ley, el culto y las promesas» (Rom 9,4). Es significativo el hecho de que Pablo ponga la filiación como primero de todos los dones que definen la vida de los israelitas, antes que la alianza y la Ley. Desde esa base se entiende su definición del cristianismo: «Cuando se cumplió la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que alcanzásemos la filiación» (Gal 4,4-5). Esta es la experiencia básica del creyente, que no vive ya bajo la Ley, como los siervos o criados, sino como hijo, en libertad, esperando la plenitud de la filiación. En esta línea avanza la carta a los Romanos: «Pues no recibisteis el espíritu de esclavitud para estar otra vez bajo el temor, sino que recibisteis el espíritu de filiación, en el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados. Porque considero que los padecimientos del tiempo presente no son dignos de comparar con la gloria que pronto nos ha de ser revelada. Pues la creación aguarda con ardiente anhelo la manifestación de los hijos de Dios… Y no sólo la creación, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, aguardando la filiación, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,15-19.23). El hombre, al que Dios ha querido hacer hijo suyo, vive inmerso en un mundo que se ha vuelto cautiverio; ha perdido su identidad, no logra conocerse a sí mismo. Pero Dios le ha dado el Espíritu de Cristo, de manera que puede alcanzar la filiación, interpretada como redención: es decir, como experiencia de vinculación a la misma vida de Dios. Esa es la esperanza que está en el fondo de Ef 1,5: Dios ha predestinado a los creyentes a la fi liación, es decir, a la unión con el mismo ser divino.
Cf. L. Cerfaux, El cristiano en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1965; M. Hengel, Hijo de Dios, Sígueme, Salamanca 1974; S. Kim, The Origins ofPaid’s Cospel, Eerdmans, Grand Rapids MI 1981; M. Legido, La Iglesia del Señor. Un estudio de eclesiología paulina, Universidad Pontificia, Salamanca 1978.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
La misión de los creyentes no es la de ser protagonistas sino testigos. Requiere de los creyentes unas decisiones valientes y una actividad incansable, pero no para lucirse ellos, sino para servir a Jesús. Lucas narra la parábola de los siervos que, después de trabajar todo el día en los campos, no pueden descansar porque tienen que preparar la cena del amo. Y encima se les invita a declararse «siervos inútiles». Por un lado, el trabajo que hay que realizar se hace enorme; por el otro, no existe la menor posibilidad de gratificante complacencia por el servicio prestado. Todo esto puede hacer sospechar una dureza de alma por parte del amo. Sin embargo, es precisamente este reconocimiento de la inutilidad del servicio lo que permite a los siervos cambiar de mentalidad y entrar en una nueva dimensión espiritual, donde lo que cuenta no es tanto la ejecución puntual y perfecta del trabajo (la «justicia de los escribas y fariseos» de la que habla Mateo, que en la práctica se revela como carente de amor), sino la relación de amor, de gratitud, de humildad, de familiaridad con el amo. El amo se convierte en padre, los siervos en hijos, conscientes de que todo lo que hacen no es nada comparado con el inmenso amor que han recibido. Entonces seguirán trabajando y sirviendo, pero no con la pretensión de hacer algo importante y resolutivo, sino con la intención de manifestar signos auténticos con los que expresar su gratitud y su voluntad de compartir la amorosa solicitud del amo ausente. Esta solicitud no tiene límites, y este amor de los siervos convertidos en hijos tiene la insaciabilidad y el dinamismo incansable propios de la caridad.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
Concepto fundamental de la teología cristiana, en particular de la cristología y de la antropología: Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios consubstancial con el Padre, Hijo de Dios también en su humanidad: el hombre es hijo adoptivo de Dios debido a su participación por pura gracia de la filiación divina de Jesús, primogénito de la humanidad creada y redimida por Dios (cf. Rom 8,29. Col 1,15-20). Expondremos el tema d~ la filiación según estos dos aspectos, íntimamente relacíonados entre sí.
En la experiencia religioso-veterotestamentaria no faltan la representación de Dios como Padre y el concepto de filiación divina. Esta filiación aparece con frecuencia en los libros del Antiguo Testamento y designa: a los ángeles (cf. Gn 6,4), al pueblo de Israel (cf. Ex 5,22-23), a los individuos (cf. 1s 30,1-9), a los reyes de Israel (cf. 2 Sm 7 14. 2 Cr 22,10: Sal 2,7; 89,27); en la literatura sapiencial se aplica igual mente a los justos (cf. Sab 2,16-18; Eclo 4,10). La relación paternidad-filiación según los profetas caracterizará en particular a los tiempos mesiánicos (cf Mal 3,17-18).
No cabe duda, sin embargo, de que los conceptos, las categorías Hijo y filiación han adquirido una importancia fundamental en la experiencia de fe y en el lenguaje de la comunidad cristiana de los orígenes sedimentados en los libros del Nuevo Testamento. Todos los autores están de acuerdo en que la raíz de este hecho tiene que verse en la experiencia que realizó Jesús de Dios como Padre y de sí mismo como Hijo de Dios en sentido único. Los escritos neotestamentarios, a pesar de haber sido redactados después de la comprensión más profunda y más plena que los creyentes adquirieron de la misión y de la persona de Jesús con la experiencia pascual, nos ofrecen un testimonio substancialmente fiel de la conciencia que él tuvo de su relación de filiación singular con Dios como Padre, a partir de la cual se sintió portador de una revelación nueva del rostro y del don de gracia de Dios (cf. Mt 11,27) y autorizado a llevar a su cumplimiento la ley mosaica (cf. Mt 5,17-19) y a establecer una nueva alianza entre Dios y los hombres (cf. Mc 14,24 y par.).
San Pablo y el cuerpo joánico, pro fundizando eñ estos datos fundamentales a la luz del misterio de Cristo muerto y resucitado, proyectaron una luz más brillante sobre la relación filial de Jesús con el Padre y, gracias a ella, sobre la relación entre Dios y los hombres y por medio de él. Jesús es para Pablo el Hijo que Dios (Padre) envió al mundo en la plenitud del tiempo para damos la adopción de hijos mediante la efusión del Espíritu (cf. Gál 4 4-7. Rom 8,14ss) y para hacemos vivir en aquella comunión de vida filial con él (cf. 1 Cor 1,9) a la cual nos ha predestinado en el designio eterno de su amor (cf. Rom 8,29; Ef 1,5).
En el cuerpo joánico Jesús es el hijo unigénito del Padre, que ha venido a revelamos sus designios de amor (cf Jn 1,18: 3,18): enviado por el Padre a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8,32-34 y 1 Jn 4,9) y a darles la posibilidad de ser realmente hijos de Dios (cf Jn 1,13) y de vivir en él y para él según esta dignidad, esperando a que se manifieste su sublime realidad el día de su aparición gloriosa (cf. 1 Jn 3,1-3).
De esta multitud de pasajes se deducen el carácter central de la experiencia de la filiación única y singular de Jesús respecto al Padre y [a realidad de la filiación participada, adoptiva (en el lenguaje paulino hyiothesía de los hombres en él y por él: por eso se puede sostener fundadamente que lo «nuevo» del Nuevo Testamento consiste precisamente en la participación de los hombres en la vida filial de Jesús, dada por el Padre en el Espíritu.
A lo largo de la historia de la comunidad cristiana, la filiación divina de Jesús y consiguientemente la filiación adoptiva de los hombres no siempre se han comprendido ni afirmado con claridad. En la época de los Padres (especialmente en los siglos II-V) varios autores, por motivos teológicos (estricto monoteísmo) y culturales (trascendencia absoluta de Dios), entendieron estos pasajes neotestamentarios en sentido moral, figurado, creatural eminente, adopcionista, no en sentido verdadero, real, ontológico. En particular Arrio (primera mitad del siglo 1V) y el arrianismo negaron la filiación divina ontológica, verdadera, de Jesús y en consecuencia la filiación adoptiva real de los hombres. El concilio de Nicea (325), precisamente en su rechazo de la posición arriana, definió e insertó en su profesión de fe la expresión:
«Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado (hecho), de la misma substancia del Padre» (hornooúsios to Patrí: DS 125). Con estos términos se afirma la filiación divina real, ontológica, de Jesús y se interpretan en este sentido los pasajes del Nuevo Testamento que hablan de Jesús como Hijo y como Logos.
No cabe duda de que en esta afirmación de colorido ontológico hay un desplazamiento de acento respecto a las afirmaciones neotestamentarias, hechas en una perspectiva históricosalvífica; sin embargo, no hay ninguna superposición de sentido. La interpretación de Nicea es una explicitación en la línea del contenido de los textos bíblicos que se hizo oportuna, más aún, indispensable, debido a la interpretación reductiva prearriana y arriana.
El concilio de Efeso (431) confirmó la doctrina de Nicea contra las tesis cristológicas del patriarca de Constantinopla Nestorio que, por lo que parece, consideraba al hombre Jesucristo como Hijo de Dios en sentido moral; lo mismo hizo el de Calcedonia (451) con la afirmación fundamental de que Jesucristo, Hijo de Dios y Señor, es «verdadero Dios» y «verdadero hombre» (DS 301). La confesión oficial de la Iglesia en los tiempos sucesivos no se apartó de esta doctrina, base del anuncio de todas las confesiones cristianas.
Lo que este camino histórico revela de instructivo incluso para el presente es lo siguiente: la Iglesia ha relacionado siempre íntimamente la filiación única de Jesús con la filiación real, aunque adoptiva, de los demás hombres dada por el Padre por medio de él, en la que tanto insisten diversos pasajes del Nuevo Testamento (cf. Rom 8,14-17. Gál 4,4-7: Jn 1,13; 1 Jn 3,1-3; etc.). Así, cuando tuvo que responder a las dificultades presentadas por Arrio y por otros herejes sobre la verdadera identidad de Jesús, sostuvo siempre que su filiación tiene que entenderse en sentido verdadero, ontológico, ya que de lo contrario la economía salvífica centrada en él no tendría una efectividad real, y no habría y J a una verdadera participación del hombre en la vida divina, una verdadera divinización del hombre, gracias a la iniciativa del Padre por el Hijo en la fuerza santificadora del Espíritu divino, verdades que enseña claramente el Nuevo Testamento. Esta lógica teológica ha guiado los intentos de actualización del dato doctrinal bíblico e histórico-dogmático hasta nuestros días.
Recientemente se han hecho algunos intentos teológicos de relectura de este punto básico de la fe cristiana que, de una manera o de otra, no ha reexpresado con claridad en nuestro mundo secularizado, cerrado tendencialmente a la trascendencia, la dimensión ontológica de la filiación divina de Jesús y la filiación igualmente real, aunque – por participación gratuita, de los demás hombres (cf., por ejemplo, los teólogos de la muerte de Dios, R. Bultmann, H. Braun, la controversia en el campo católico sobre el libro de H. KUng, Ser crístianos, etc.). Respecto a estas y a otras propuestas interpretativas, objetivamente reductivas, las autoridades eclesiales y la inmensa mayoría de los teólogos -de las confesiones cristianas han reafirmado la validez de las afirmaciones del Nuevo Testamento y de las interpretaciones dadas por los concilios y por la gran tradición teológica. (Véase entre otros el documento de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la salvaguardia de la verdad de la Trinidad y de la encarnación, Roma 1972).
G. Iammarrone
Bibl.: H. KUng, Ser cristiano f Cristiandad, Madrid 1976; G. Gennari, Hijos de Dios, en NDE, 590-605; O. González de Cardenalf Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, BAC, Madrid 1975; E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid 19S2; A. Torres Oueiruga, Creo en Dios Padre, Sal Terrae, Santander 19S6; j Pohier, En el nombre del Padre, Sígueme, Salamanca 1976.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico