GUERRA FINAL

(-> ángeles, Satán, Qumrán, dualismo). El tema de la guerra final forma parte del despliegue apocalí­ptico. Se supone que la historia ha tenido un proceso, que puede resumirse en forma de caí­da, opresión y lucha posterior, en la que intervienen espí­ritus buenos y perversos. Esa lucha tiene un desenlace, que llamamos guerra final, con el triunfo de Dios y de los espí­ritus buenos en contra de los perversos.

(1) Apocalí­ptica judí­a. Introducción. El tema de la guerra está en el centro de la apocalí­ptica judí­a, tal como indicaremos, destacando dos textos fundamentales. Uno más antiguo (de 1 Henoc), otro más reciente (de los esenios de Qumrán). En ambos casos se trata de una guerra teológica, aunque no excluye el enfrentamiento militar. Uno de los testimonios del entorno bí­blico donde la guerra satánica del fin de los tiempos se encuentra más desarrollada es el de 1 Henoc. Los ángeles* perversos han invadido y pervertido la tierra; Dios ha escuchado el clamor que la tierra y las almas* de los asesinados han alzado hasta el cielo por los ángeles (1 Hen 9) y se dispone a cumplir su sentencia a través de los cuatro arcángeles* supremos (Uriel y Gabriel inician la obra; Rafael y Miguel la culminan).

(2) Arcángeles guerreros, (a) Uriel ( = Arsyalalyur en el texto etí­ope) instruye a Noé, para que la humanidad pueda salvarse del diluvio, en la lí­nea de una tradición que conocemos por Gn 6-9 (1 Hen 10,2-3). (b) Gabriel instiga a los gigantes (hí­bridos: diablo-humanidad), destructores de los hombres, para que se enfrenten y destruyan hasta el fin unos a otros, en espiral de violencia donde todos acaban por matarse (1 Hen 10,9-10). (c) Rafael está encargado de prender, encerrar y juzgar a Azazel (culpable de todo mal), para que la tierra pueda ser vivificada o restaurada (1 Hen 10,4-8). (d) Miguel debe anunciar y realizar el juicio contra Semyaza y sus seguidores hasta aniquilarlos, de manera que pueda brotar la paz y bendición sobre la tierra (1 Hen 10,11-22). Esos cuatro momentos y gestos de los ángeles de Dios se encuentran vinculados y expresan el sentido y la crisis actual de la historia. Ellos no aluden a algo que sucedió en otro tiempo con Noé (no cuentan una historia ya pasada, como en Gn 6-8), sino que anuncian algo que está por llegar, que es inminente. Noé se identifica con la humanidad de los tiempos finales, a la que Uriel tiene que instruir, a fin de que se encuentre preparada para la gran liberación. Esa humanidad se encuentra amenazada por los hí­bridos bestiales, los gigantes de la guerra y de la sangre, a quienes Gabriel instiga, para que se combatan y devoren, hasta matarse unos a otros, en un proceso en que los poderes bestiales se destruyen a sí­ mismos (lo mismo que en Ap 17,15-18). La guerra se decide por encima de los hombres: no tiene sentido pensar que ellos pueden resolverla a través de su fuerza. A partir de ahí­ debemos añadir que el autor de este pasaje (como gran parte de la apocalí­ptica antigua) es antimilitarista en un nivel mundano, porque la guerra de la que habla se realiza en un plano superior del que los hombres no son responsables.

(3) Los dos planos de la guerra. El conflicto se despliega en dos niveles, (a) Hay un plano de violencia perversa que se destruye a sí­ misma: los ángeles malvados y sus servidores se matan entre sí­, en guerra despiadada, como dirá también Ap 17,15-18, al afirmar que las bestias matan a la prostituta, (b) Hay un plano de violencia salvadora: Dios, actúa a través de los dos arcángeles supremos (Rafael y Miguel) que se oponen y vencen a los archi-diablos perversos (Azazel y Semyaza). Esta es una guerra superior, y sólo Dios puede ven cerla por sus ángeles. Esta es la guerra final, como Dios mismo lo dice instruyendo a Miguel: “Elimina a todas las almas lascivas y a todos los hijos de los Vigilantes que han oprimido a los hombres. Elimina toda opresión de la faz de la tierra, desaparezca todo acto de maldad. Surja el vástago de justicia y verdad, trasfórmense sus obras en bendición y planten con júbilo obras de justicia y verdad eternamente… Entonces serán humildes todos los justos, vivirán hasta engendrar mil hijos y cumplirán en paz todos los dí­as de su mocedad y su vejez. En esos dí­as toda la tierra será labrada con justicia, toda ella estará cuajada de árboles y será llena de bendición… Que todos los hijos de los hombres sean justos, y que todos los pueblos me adoren y bendigan, prosternándose ante mí­. Sea pura la tierra de toda corrupción y pecado, de toda plaga y dolor… En esos dí­as abriré los tesoros de mis bendiciones que hay en el cielo para hacerlos descender a la tierra, sobre las obras y el esfuerzo de los hijos de los hombres. La paz y la verdad se harán compañí­a para siempre, en todas las generaciones” (1 Hen 10,15-11,2). Este es el juicio de Dios, la culminación de su obra. No ha sido necesaria una guerra humana (no hay mesí­as militar), ni hacen falta salvadores especiales (ni siquiera Henoc). Dios mismo destruye a los perversos y recrea a los justos, por medio de los ángeles, especialmente por Miguel, a quien la tradición judí­a entiende como protector del pueblo israelita (cf. Dn 12,1). Dios actúa así­ como Señor del Arbol del conocimiento del bien y del mal. Por eso destruye-condena a los espí­ritus perversos o representantes del mal (Azazel*/Semyaza*) y con ellos a sus seguidores, y salva a los hombres buenos, concediéndoles, al fin de una guerra destructora, aquello que Gn 1 y Gn 2-3 habí­an ofrecido por pura gracia a los hombres del principio: la armoní­a cósmica, el Edén o paraí­so.

(4) El testimonio de los esenios de Qumrán. Viví­an inmersos en un contexto de guerra escatológica, propia de los tiempos finales, una guerra que enfrentaba a los ejércitos de Dios contra los poderes enemigos, también de tipo sobrehumano. Hasta ahora las cosas habí­an podido parecer confusas. Dios era mezcla de bien y de mal, el cielo era lugar donde podí­a imperar la pre potencia, como en ciertos mitos del entorno sirio, mesopotamio y griego: poblaban su cielo dioses agresores, violentos, violadores. Gran parte de las representaciones religiosas del entorno parecí­an satanizadas. Por eso, muchos querí­an librarse de esos dioses falsos, superar la esclavitud de los poderes satánicos que habí­an dominado sobre el mundo. En ese contexto se entiende la guerra de los cielos: no es una lucha de Dios contra los perversos de la historia, ni de los hombres contra Dios, sino que parecen enfrentarse dos elementos de Dios (el bueno y el perverso). Este no es un problema teórico, de especulación intelectual, sino de vida y compromiso para los judí­os. Precisamente por eso, esos esenios judí­os se habí­an separado del conjunto israelita. Ellos se saben testigos de la verdadera alianza, sienten la necesidad de alejarse fí­sicamente del grueso de los israelitas, dominados por el Prí­ncipe de las Tinieblas, es decir, por el Dragón que sigue dirigiendo desde su cielo falso la historia pervertida de la tierra. Conocen la Revelación del Angel de la Luz y para recibir su claridad emigran al desierto: “hasta ahora los espí­ritus de la Verdad y de la Injusticia disputan en el corazón del ser humano, pues Dios los ha dispuesto por partes iguales hasta el final fijado y la nueva creación” (Regla de la Comunidad, 1QS 4,232-225). Mientras preparan en el desierto la guerra escatológica, ellos, los fieles de Qumrán, se sienten privilegiados: conocen el Buen Espí­ritu, siguen sus dictados, luchan con odio eterno contra los principios del Espí­ritu Perverso, preparándose para la gran batalla, cuando los ángeles de Dios organicen sus ejércitos y luchen para destruir a la asamblea de las naciones… (cf. Regla de la Guerra, 1QM 13-15).

(5) Una visión común, una diferencia cristiana. En esa misma lí­nea de Qumrán se han situado los videntes de Henoc, con otros muchos movimientos religiosos y sociales del judaismo del tiempo de Jesús. Unos y otros, qumramitas y henoquitas, unidos a los otros grupos israelitas, planean y preparan esa guerra, pero la ven todaví­a en el futuro y la preparan, en general, con medios de violencia simbólica. En contra de eso, el movimiento cristiano ha reinterpretado la lucha final a la luz del nacimiento pascual del Hijo (Ap 12,5), como algo que se está realizando ya, porque el tiempo se ha cumplido (cf. Mc 1,14-15). Esa no es guerra militar externa, sino entrega personal, al servicio del Reino, que está ya “dentro de vosotros” (cf. Lc 17,21). Por eso, es necesaria la “violencia” (Mt 11,12), pero una violencia que se expresa en la entrega de la vida a favor de los demás (cf. Mc 10,45), en la lucha contra los poderes que destruyen a los hombres (exorcismos*). Más que una batalla entre ángeles buenos y malos (Miguel y el Dragón), ésta es la guerra y victoria primordial de Cristo, Cordero degollado, que vence muriendo, siendo ajusticiado. Por eso, recogiendo una tradición común al Nuevo Testamento (cf. Lc 10,18; Jn 12,31; Col 2,15), el Apocalipsis puede decir que el Dragón ya ha sido derrotado. Desde aquí­ se entiende la paradoja cristiana: la derrota celeste de Satán, expulsado del cielo (separado de Dios), puede interpretarse como principio de una lucha más intensa en la tierra, la gran lucha del Apocalipsis.

(6) Apocalipsis. (1) Miguel y el Dragón. En el conjunto del Apocalipsis, la guerra final se decide precisamente al final del libro, cuando el Jinete* de la Palabra vence a las bestias y Dios vence al Dragón (Ap 19-20). Pero el mismo Apocalipsis, asumiendo un tema que es propio de la apocalí­ptica judí­a (cf. Dn 12,1-13 y 1 Hen 10), habla de una guerra final entre los ejércitos de Miguel y el Dragón: “Se trabó entonces en el cielo una batalla: Miguel y sus ángeles entablaron combate contra el Dragón. Y el Dragón y sus ángeles lucharon encarnizadamente, pero fueron derrotados y los arrojaron del cielo para siempre. Y el gran Dragón, que es la antigua serpiente, que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo, lúe precipitado a la tierra junto con sus ángeles. Y en el cielo se oyó una voz potente que decí­a: Ahora se ha realizado la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios” (Ap 12,7-10). Mujer y Dragón se han enfrentado como signos primordiales (Ap 12,1-5), en los que se expresa y condensa todo el sentido de la realidad. La mujer no combatí­a, pero resistí­a la amenaza. Por ella luchaba Miguel, gran prí­ncipe del pueblo de Dios. Miguel y el Dragón combaten así­ en guerra formal, dirigiendo dos ejércitos, uno de ángeles buenos y otro de demonios perversos (dualismo). El Dragón habí­a expulsado a la mujer y se podrí­a suponer que habí­a quedado solo, triunfante sobre el cielo de la altura cósmica (no ante el Trono de Dios, donde subió el Hijo en 12,5), ocupando el lugar de mediador entre Dios y los hombres. Parece seguro de su poder, pero de pronto aparece Miguel, Prí­ncipe de Dios y protector del pueblo de la alianza (cf. Dn 10,13.21), y lucha como estaba anunciado: “Entonces se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de su pueblo… Entonces se salvará tu pueblo” (Dn 12,1). Es evidente que los dos luchadores enfrentados vienen de Dios: uno (Miguel) representa el aspecto positivo y salvador, la victoria del amor sobre la muerte; el otro (Dragón o Satán) representa el aspecto malo del mundo angélico, el potencial de sacralidad hecha envidia, falsedad y tiniebla. Según los cristianos, Miguel, general del ejército de Dios, no actúa de manera autónoma, sino al servicio de Jesús. Por eso, en el conjunto y al final del Apocalipsis, él desaparece y emerge en su lugar el triunfo de Cordero (Ap 5), que actúa como Jinete de la Palabra de Dios (Ap 19).

(1) Apocalipsis. (2) Violencia divina, violencia humana. Muchos pueblos han vinculado la violencia divina (feomaquia) y la violencia humana (antliropomaquia). Este mismo tema juega un papel especial en el Apocalipsis, donde podemos distinguir varios niveles de violencia, (a) Hay una violencia divina, que se manifiesta, al menos en el plano externo, en todos los castigos que Dios va enviando en contra de los hombres pecadores, (b) Hay una violencia satánica, que está en el fondo del tema básico de la apocalí­ptica, cuando concibe a los hombres como ví­ctimas de una invasión celeste. En el fondo de la violencia humana ha visto también el Apocalipsis el influjo de Satán* (Dragón), que, no pudiendo devorar al Hijo de la Mujer (Ap 12,3-6) y después de haber perdido la batalla celeste contra Miguel* y sus ángeles (12,7-9), se dispone a combatir contra los restantes hijos de la mujer (12,17), destruyendo así­ la obra de Dios sobre la tierra. Satán realiza su obra por medio de la Bestia* que parece invencible (13,4.7), reuniendo a los poderes de la muerte en la batalla del dí­a de Dios, en el campo de Armaguedón* (16,13-16), pero ha sido derrotado primero por mil años (19,19; 20,1-2) y luego para siempre (20,7-10). (c) Hay una violencia interhumana, que está representada por las luchas y guerras de los grandes imperios que, según Dn 7, están en el fondo de toda guerra humana. Esa violencia aparece representada en el principio del Apocalipsis por la espada* del segundo jinete (Ap 6,2-4; cf. 6,8), a cuyo lado están los terribles caballos* de combate, especializados en la muerte (cf. 9,7-11; 15-19). (d) Hay lina violencia mesiánica, propia del Cordero y del mismo Dios. El Cristo del Ap lleva desde el principio la espada de la palabra (Ap 1,16) y con ella amonesta a las iglesias (Ap 2-3), para que se purifiquen (cf. 2,16) y triunfen sobre el mal de los pueblos (2,25-27). El mismo Cordero sacrificado (5,6) aparece lleno de poder (cf. 6,16-17), pudiendo así­ vencer a las Bestias (17,14), presentándose al fin de la historia como jinete que logra implantar la paz a través de la palabra (19,11-16). Esta es una guerra de Dios (cf. 20,7-10), al servicio de la nueva comunión de amor y de vida de la Ciudad reconciliada (21,2-22,5), en la que gozan los creyentes, a quienes el mismo Cristo dice: ¡al vencedor daré…! (cf. Ap 2,7.11.17.26; 3,5.12.21). Desde ese con texto podemos terminar diciendo que la violencia y la superación de la violencia constituyen uno de los temas principales no sólo de la Biblia hebrea, sino también de muchos apócrifos como 1 Henoc, donde la guerra se acaba entendiendo de forma “sobrenatural”, como lucha de los grandes ángeles* en contra de los demonios invasores. Jesús ha renunciado a la guerra (a la espada), dejando su defensa y el futuro de su vida en manos del Dios de la gracia. Rom 12-13 supone que los poderes sociales o del Estado* pueden emplear en su nivel la espada, para mantener el orden social; pero los cristianos no pueden hacerlo, sino que han de responder a la violencia con amor y perdón no violento.

Cf. Ch. BRÜTSCH, La Ciarte de l†™Apocalypse, Labor et Fides, Ginebra 1966; R. E. CHARLES, The Revelation of St. John I-II, ICC, Clark, Edimburgo 1971; N. COHN, El cosmos, el caos y el mundo venidero. Las antiguas raí­ces de la fe apocalí­ptica, Crí­tica, Barcelona 1995; M. DELCOR, Mito y tradición en la literatura apocalí­ptica, Cristiandad, Madrid 1977; X. PIKAZA, El Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1999; J. VíZQUEZ, Los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. El prólogo de la regla de la comunidad de Qumrán, Verbo Divino, Estella 2000.
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PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra