Biblia

HELENISMO Y CRISTIANISMO

HELENISMO Y CRISTIANISMO

¿Hubo «helenización del cristianismo» o «cristianización del helenismo»?

Tenemos aquí­, al parecer, un ejemplo significativo de interpenetración o de acción recí­proca. Dos mundos, separados en tantos aspectos, se unieron a lo largo de los primeros siglos que siguieron al nacimiento de Cristo; el que éste haya inaugurado una nueva era a partir de la cual se cuentan los siglos – «antes de Cristo», «después de Cristo», «anno Domi ni…»- no impidió que la civilización grecorromana sobreviviera y que hasta penetrara más hondamente en el mundo antiguo de forma paralela con el progreso de la religión cristiana. Es verdad que primero Grecia y luego Macedonia, desde el siglo iv al II antes de nuestra era, habí­an perdido la hegemoní­a; pero Atenas no habí­a dejado de atraer a una elite extranjera, romana sobre todo, y Alejandrí­a seguí­a siendo una ciudad griega, cuya lengua pasó a ser la de la Biblia gracias a la traducción de los Setenta; este museo de la cultura pagana iba a constituir, antes incluso de Bizancio, un foco de teologí­a cristiana.

Los historiadores de la religión griega no han dejado de insistir en las relaciones cada vez más estrechas entre el helenismo y el cristianismo; recordemos, sobre todo, los nombres de M.P. Nilsson, de A.-J. Festugiére, de A.D. Nock; sus principales trabajos habí­an precedido ala «obra maestra polivalente» de E.R. Dodds Paganos y cristianos en una época de angustia.

Hay muchos rasgos que acomunan a los defensores de la antigua religión y a los discí­pulos de Cristo. El «servicio» de la existencia terrena podí­a interpretarse en un sentido optimista o pesimista. Los sueños del Diario de la prisión de la mártir Perpetua son semejantes a los sueños tan importantes de Elio Arí­stides. El Peregrinas de Luciano ayuda a comprender a Pontano. Para luchar con el cristianismo se imponí­a a los paganos una fe, una pistis, pero no podí­an rivalizar con él en caridad. Dodds ha subrayado menos las «discusiones doctrinales» que las «diferencias de mentalidad y de sentimientos».

AMOR-CRISTIANO: El libro de Dodds termina con esta frase: «Los cristianos eran `miembros unos de otros’, y esto no era una simple fórmula. Efectivamente, ésta fue la causa principal, quizá la única causa y la más fuerte, del progreso del cristianismo»; y cita en la nota esta frase de una conferencia de A.-J. Festugiére: «Si no hubiera existido eso, el mundo seguirí­a siendo pagano». Anteriormente Festugiére habí­a destacado las principales divergencias que oponen al paganismo y al cristianismo. Si la inquietud religiosa es común a los paganos y a los cristianos -bajo formas evidentemente distintas-, si el sentido mismo de la religión no es extraño a los «griegos» del primer siglo, hasta el punto de que san Pablo en el Areópago los juzga «muy religiosos», la actitud frente al pecado los opone radicalmente: «Los antiguos no entienden el pecado» tal como lo entiende el cristiano, es decir, «como ofensa directa a Dios».

Acabamos de citar el discurso de san Pablo en el Areópago. En diez versí­culos (He 17,22-31) el apóstol resume allí­ el mensaje cristiano, y el análisis del discurso permite esbozar «la mentalidad religiosa del siglo i». Fijémonos ante todo en el versí­culo 22: deisidaimon, empleado aquí­ en comparativo («demasiado religiosos’~, se traducirí­a en latí­n mejor por religiosiores que por superstitiores (como dicen los mejores manuscritos de la Vulgata). Este adjetivo implica de ordinario el sentido peyorativo de «supersticioso» y no traduce debidamente la intención del orador, preocupado de granjearse la benevolencia del auditorio. Ninguno de los elementos del adjetivo griego («temer», «demonio») tiene que entenderse forzosamente de un sentimiento o de una entidad reprensibles; existe el buen temor de Dios (en la Biblia es incluso «el comienzo de la sabidurí­a», y los demonios griegos son distintos de los dioses e inferiores a ellos, pero siguen siendo, incluso en Platón, mensajeros entre el cielo y la tierra.

El versí­culo 23 es el único testimonio literario de un culto grecorromano rendido a un «dios desconocido» (en sigular). El altar que san Pablo pudo haber visto en Falera (Pausanias I, 1,4) llevaba una inscripción en plural: «dioses desconocidos», y Jerónimo denuncia en el In Titum (1, 12) la artimaña del apóstol. Lo cierto es que los paganos dedicaban altares a «dioses desconocidos» por miedo a una omisión que corrí­a el riesgo de enajenarse la divinidad olvidada.

En los versí­culos 24 y 25 abundan los puntos de convergencia entre los paganos y los cristianos. Un Dios autor del mundo, señor del cielo y de la tierra, que no habita en templos hechos por manos de hombre, que no necesita de las manos del hombre para actuar: así­ es como en Grecia y en Roma los poetas y los filósofos se representaban al «ser supremo». Si un platónico no estaba necesariamente dispuesto a aceptar la supresión de los templos, un estoico fiel a la enseñanza de Zenón no la verí­a con malos ojos: «No hay que construir templos, pues ninguna obra de albañilerí­a o de artesaní­a vale ante él». Una parte de la tradición patrí­stica extiende esta prohibición a las estatuas. Para el Platón del Timeo y de las Leyes, el mundo es el verdadero templo y los astros son imágenes de los dioses por las que él sustituye a las divinidades del Olimpo. En el discurso del Areópago, la repulsa en el versí­culo 24 de los «templos construidos por la mano del hombre» se amplí­a en el versí­culo 25 por un principio general: «Ni es servido por manos humanas, como si necesitase algo él, que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas». El «servicio», thérapéia, es aquí­ un culto; y el colitur de la Vulgata traduce bieri el verbo griego. Y si hay en ello algunas apariencias de novedad, la razón aportada es tradicional tanto en el Antiguo Testamento como en la filosofí­a grecorromana: cinco siglos después de Jenófanes (siglo vi a.C.), Lucrecio (II, 650) escribe de la divinidad: nihil indigna nostri. El reconocimiento de la independencia divina conducí­a al rechazo de los sacrificios, tema este favorito de la teologí­a helení­stica.

La segunda parte del versí­culo 25 da la razón de la «autarquí­a» divina: el presente didous opone la «creación continuada» por la que Dios sostiene al mundo al acto instantáneo por el que lo creó; de ahí­ el aoristo epoiésén al comienzo del versí­culo 26. La trí­ada del versí­culo 28 -vida, movimiento ser- expresará la dependencia total del hombre respecto a Dios; pero también esta idea pertenece al Platón de los últimos diálogos, que asocia estrechamente el movimiento y la vida en la definición del alma, y más inmediatamente quizá a Pórtico. Apoyado en estas ideas, el mismo Pablo cita el versí­culo 5 de los Phainómena de Aratos: «Porque somos de su linaje».

El versí­culo 29 excluye a los í­dolos, coincidiendo -por inclusión- con la prohibición de los templos en el versí­culo 24. Hasta aquí­ los oyentes atenienses del discurso podí­an estar de acuerdo en todo. Quizá les fuera menos agradable el recuerdo de su ignorancia (v. 30a=23b). Pero la llamada a la penitencia del versí­culo 30b y sobre todo el anuncio del juicio final y de la resurrección de los muertos no podí­a menos de suscitar en ellos la irritación y la broma.

Esta es, en efecto, la gran piedra de tropiezo: la mención de la resurrección poní­a fin al discurso, ya que no habí­a nada que más se opusiera a las ideas griegas. El Platón del Fedón querí­a probar la inmortalidad del alma, pero prescindiendo del cuerpo. El pueblo se habí­a quedado con las negaciones de Esquilo: «Una vez derramada en tierra la sangre negra de un ser humano, ningún encantador volverí­a a recogerla en las venas de donde brotó» (Agamenon, 10191021); «cuando el polvo ha bebido la sangre de un hombre, si ha muerto, ya no hay para él resurrección» (Euménides, 647-648). Al final del siglo iv de nuestra era, un convertido del paganismo, nombrado obispo de Cirene, Sinesio, tendrá que realizar un gran esfuerzo para aceptar el dogma de la resurrección; sus últimos comentaristas se siguen preguntando aún en qué medida acabó finalmente por admitirla.

Esta breve exposición no ha podido dedicar una atención suficiente a los contrastes entre las dos morales. Las «costumbres griegas» eran un obstáculo primordial al renacimiento en el bautismo. Pero san Pablo enumera con frecuencia los «vicios de los paganos» para que su mera lectura deje bien claras las diferencias. Parecí­a más necesario insistir en los parecidos, y en este sentido resulta ejemplar el discurso en el Areópago.

BIBL.: Donas E.R., Paganos y cristianos en una época de angustia. Algunos aspectos de la experiencia religiosa desde Marco Aurelio a Constantino, Madrid 1975; FESTUGIERE A.J., Aspects de la refgion populairegrecque, en «Recae de théologie et de philosophie» 1 (1961), 31; MADEc G., Platonisme des Péres, en «Catholicisme» 50 (1986) 492; PLACES E. DES, Religion grecque, Parí­s 1969, 327-361.

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Como una alternativa frente al movimiento judaizante, el encuentro del c. con el h. creó en la Iglesia primitiva una sí­ntesis, que fue siempre decisiva para su presentación histórica (pese a su germanización parcial). Denominar este proceso como «helenización» no responde sólo a la existencia probada de unas conexiones reales, se basa también en el juicio crí­tico sobre la constitución histórica de la Iglesia. Por tanto, la explicación de esas relaciones debe tener en cuenta la validez histórico-teológica del concepto, con lo cual llegaremos naturalmente a una comprensión diferenciada del helenismo.

1. Concepto.

Con el concepto «helenismo» J.G. Droysen abarcaba la era que se extiende desde la conquista del imperio persa por Alejandro Magno (331 a.C.) hasta el apogeo del imperio romano (31 a.C.). Esta división cronológica ofrece ciertas dificultades; considerando sobre todo el desarrollo del c., parece justificada la incorporación del perí­odo imperial romano. De todos modos en ese tiempo tuvo origen la profunda simbiosis, que caracterizó la faz de la Iglesia cristiana primitiva y que desde la reforma se ha interpretado como helenización. Desde el punto de vista del contenido, h. significa la fusión del espí­ritu griego (que según la interpretación antigua comprendí­a sin duda la lengua y cultura griegas) con la vida oriental, en todo lo cual los cambios polí­ticos favorecieron el intercambio cultural (filosofí­a) y religioso (sincretismo). A pesar de todas las diferencias particulares, toda la zona en torno al Mediterráneo quedó envuelta en la marea unificante de este movimiento (internacionalidad), en cuya atmósfera tuvo lugar la predicación del mensaje cristiano.

2. Historia del problema
Aun cuando sólo desde la reforma se discute crí­ticamente la sí­ntesis de h. y c., la problemática como tal era ya conocida en la Iglesia primitiva. Tertuliano la percibió agudamente con su objeción polémica: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué tiene que ver la Academia con la Iglesia? » (Praescr. haeret. 7, 9). La pregunta apunta explí­citamente al peligro que supone un cristianismo estoico, platónico o dialéctico, que intelectualiza la fe. De hecho los defensores de la orientación que se inclinaba hacia un encuentro del cristianismo con la paideia griega tuvieron que andar justificándose continuamente. Clemente de Alejandrí­a, que sin el menor escrúpulo acogió el acervo espiritual helenista, defendí­a su empresa refiriéndose a la función propedéutica del helenismo de cara a la «filosofí­a cristiana» (Strom, vi 67, 1). A pesar de esto, durante los siglos de convivencia y desarrollo común de h. y c. persistió la reserva frente a esa orientación. También la edad media mantuvo a toda costa el ideal de la ecclesia primitiva, pero no precisamente frente a la helenización, que por primera vez criticó la reforma (siguiendo el espí­ritu del ->renacimiento) como señal de decadencia. Mientras Lutero polemizaba sobre todo contra el aristotelismo de la escolástica, Erasmo y Melanchton veí­an una causa de la postración en la apertura de la fe sencilla (clasicismo cristiano) a los sistemas filosóficos. I. Casaubon (t 1614) comparó los sacramentos cristianos con los misterios helenistas, y así­ sacó a la palestra la problemática histórico-religiosa de la helenización. Como iniciador, entre otros, de la historia de los dogmas, D. Petavio (t 1652) reconoció la influencia de la filosofí­a en el desarrollo doctrinal de la Iglesia; sobre todo hizo remontar las falsas interpretaciones (p. ej., el subordinacionismo) a una infiltración de esta clase y provocó con ello la disputa acerca del platonismo de los padres de la Iglesia. El reformado francés Souverain (t antes de 1700), crí­tico de la historia de los dogmas, consideraba, p. ej., la fe eclesiástica en la Trinidad y la personificación del Logos como obra de los padres de la Iglesia, que seguí­an las doctrinas de Platón. La tesis de la helenización terminó de formularla radicalmente E. Gibbon, que desde el punto de vista de la historia de las religiones inculpaba al cristianismo la decadencia de la antigüedad en general. G. Arnold (t 1714) demostraba en su Unparteyschen Kirchen- und Ketzerhistorie que la decadencia fue una helenización, con lo cual – manteniéndose él mismo dentro de los presupuestos helenistas – llegó a una valoración de la heterodoxia (Pelagio) que contradice a los criterios bí­blicos.

Entre los intentos que ahora se hacen por reducir el c. a una religión natural o a un -> humanismo racional (J.J. Rousseau), se produce asimismo un alejamiento de los dogmas de la Iglesia partiendo de una visión antropocéntrica. Por otra parte, bajo el influjo de la idea de progreso, el problema de la helenización pasa a un segundo término; esto hace posible sobre todo la trasposición de lo esencialmente cristiano a la autoconciencia religiosa (F.D.E. Schleiermacher), reconociendo como provisional la forma de expresión de cada época. La irrupción del pensamiento historicista conduce finalmente en el campo protestante a una interpretación de la decadencia en el sentido de la historia de los dogmas. A. v. Harnack describe el dogma como «la obra del espí­ritu griego en el terreno del evangelio (HL u ACK, DG i, 20), excluyendo además los elementos judeocristianos; une el proceso creciente de mundanización con el desarrollo del dogma eclesiástico. Su interpretación del desarrollo histórico como decadencia salva en todo caso el cristianismo bí­blico (sola Scriptura), aunque al precio de la objetividad histórica. Por otra parte, los representantes católicos de la historia de los dogmas apenas logran establecer una relación con la historia, preocupados como están por demostrar la identidad entre las aserciones bí­blicas y las fórmulas dogmáticas. La problemática planteada por el h. y el c. repercute así­ hasta el momento presente de la discusión teológica.

3. Rasgos históricos fundamentales
H. y c. nunca se enfrentaron como entidades aisladas; la predicación del Evangelio tuvo lugar ya en un ambiente que, a pesar de cierta resistencia (2Mac 4,13), se caracterizaba por el equilibrio entre el espí­ritu griego y el mundo oriental (Filón). La formación de la palabra `EX vtaTi q (Act 6, 1; 9, 29) subraya la influencia del elemento no judí­o en la comunidad primitiva. Partiendo de Antioquí­a, la metrópoli helenista, la misión de los gentiles introdujo posteriormente el proceso de fusión que tantas consecuencias habrí­a de tener, y cuya posibilidad fundamental nos la presenta gráficamente el discurso en el areópago (Act 17, 19-34). Durante este proceso el griego común (koiné) posclásico se mostró como un eficaz medio de comunicación. A pesar de la divergencia de contenido, la articulación del mensaje bí­blico en este idioma creó un puente de enlace con el h. Con el vocabulario (p. ej., logos, kyrios, soter, epifaneia) se deslizó también naturalmente el mundo ideológico que implicaba, quedando el c. expuesto a la interpretación helenista. En el aspecto formal el paso al helenismo se manifestó en un empleo creciente de las formas literarias contemporáneas (pradseis, diálogo, etc.) por parte de los escritores eclesiásticos. Ya el NT (Mt 6, 26s; 11, 16s) contiene elementos de la llamada diatriba, cuyos temas de filosofí­a popular (en parte, de forma trivial) influyeron asimismo en la parénesis cristiana. La forma literaria debí­a contribuir al prestigio del mensaje bí­blico y desvirtuar a la vez el reproche de su inferioridad. De hecho los padres de la Iglesia están fuertemente influidos por la tradición cultural de la antigüedad; dominan las reglas de la retórica, que en el proceso de formación ocupaba un lugar preeminente, y citan autores paganos (frecuentemente en forma anónima). Respecto a la interpretación de la Biblia tampoco se puede ignorar que el método patrí­stico (alegorí­a) se aproxima a los principios grecohelenistas, aunque también hay que tener en cuenta la tendencia a justificar la Escritura como «palabra de Dios» (sentido neumático). La recepción de formas griegas de pensamiento llevó la asimilación más allá del terreno literario; y sólo esta iniciativa hizo posible la ósmosis caracterí­stica entre helenismo y cristianismo.

a) La diferencia entre el pensamiento hebreo y el griego impulsó ya dentro del NT a una solución. Ejemplo tí­pico de esta dinámica es Heb 1, iss, donde las afirmaciones histórico-salví­ficas quedan complementadas (a modo de interpretación) con conceptos griegos. Como consecuencia de la misión de los gentiles esta transformación del pensamiento se mostró como una necesidad inevitable, pues la predicación se encontró frente a un mundo lleno de una rica tradición espiritual. De cara a ésta la Iglesia se vio obligada a argumentar por la ví­a racional (cf. la polémica del médico Galeno [De usu part. 11, 15] contra la pura fe); pero de la misma conciencia cristiana surgió también el deseo de elevar la fe a la categorí­a de gnosis en analogí­a con los principios generales de la ciencia (Clemente de Alejandrí­a, Orí­genes). Con ello se echaban las bases para el desarrollo de una théologie savante. Consecuentemente la asimilación de formas griegas de pensamiento condujo a una transformación de lo dinámico en estático, de lo activo en lo substancial, de lo voluntarista en lo intelectualista, de lo histórico en lo cósmico. En el -> gnosticismo se agudizó el peligro de una helenización del mensaje salví­fico del Nuevo Testamento a causa de semejante trasposición. La polémica con el medio ambiente pagano enfrentó al cristianismo sobre todo con la filosofí­a, cuyas corrientes en la era helenista presentaban diferencias extremas (neopitagorismo, -> estoicismo medio, -> platonismo medio, ->neoplatonismo) y se caracterizaban por el intercambio de ideas. Frente a este desacuerdo el cristianismo trataba de afirmarse como la «verdadera filosofí­a», con lo que no tuvo dificultad en reconocer los elementos de verdad de los diferentes sistemas (excluido el epicureí­smo). Con sorprendente unanimidad hablan los -* apologetas de la armoní­a existente entre el cristianismo y el -> platonismo con relación p. ej., al concepto de Dios (JusT., Dial. 2s). Clemente de Alejandrí­a (Strom. v 14) y Eusebio (Praep. ev. xi 17 20) consideran que Platón y Plotino anticipan incluso la doctrina de las hipóstasis divinas. Asimismo Agustí­n explica cómo ha leí­do la doctrina del prólogo de Juan en algunos escritos de los platónicos en lo que se refiere al sentido, pero no ha leí­do nada acerca de la encarnación (Con f . vnn 9, 13); según Posidio (PL 32, 58) su última palabra fue una cita de Plotino. Aun subrayando este acuerdo, los padres son conscientes de las diferencias que existen en temas esenciales; Atenágoras, p. ej., atribuye la ausencia del conocimiento divino en los filósofos fundamentalmente al hecho de que éstos no se dejaron instruir por Dios acerca de Dios, sino que cada uno buscó su conocimiento por sí­ mismo (Supplicatio 7); con relación a la imagen de Dios señala la contraposición con no menor claridad: el pagano dice: T6 Oetov; el cristiano dice: 6 9e65 (Suppl. 7). Incluso Justino, que califica de cristianos a los hombres que antes de Cristo vivieron LCTá )6you (Apol. 146, 3; 11 10, 2), rechaza la doctrina platónica de las almas (Dial. 5s). Según recientes investigaciones, el estoicismo ejerce una influencia notable sobre el cristianismo hasta el siglo iii. Para el desarrollo especulativo del testimonio bí­blico de Cristo, la asunción de la doctrina del Logos, con cuya ayuda el estoicismo y el platonismo medio hicieron posible una visión integral de la realidad (logos = principio racional del cosmos), tuvo un alcance revolucionario y transcendental. En conexión con el prólogo de Juan, la cristologí­a del Logos no sólo podí­a explicar la unión de Cristo con el Padre, sino también la distinción; y juntamente podí­a exponer la fe en su divinidad al mundo de su tiempo con unas ideas que le eran familiares. Sin duda la adopción de formas filosóficas de pensamiento trajo ciertos peligros para el mensaje bí­blico de salvación, sobre todo cuando se encuadraba por la fuerza en esquemas extraños (p. ej., la preexistencia de las almas en el -* origenismo). No sin razón se burla Tertuliano: «Haereticorum patriarchas philosophi» (Hermog. 8). Pero en la medida que las categorí­as filosóficas permanecí­an sometidas a la palabra de la Escritura, experimentaron una cierta corrección y cambios; tal ocurrió con el concepto de 6µoo6a os. Frente a la invocación conservadora de una forma bí­blica de expresarse (las más de las veces por parte de los herejes), el acuerdo con la filosofí­a – sin que ésta se convirtiese en fuente de verdad – fomentó la reflexión sobre la revelación y la penetración racional de la misma.

Sin duda, en la teologí­a de los padres de la Iglesia influyeron diversos sistemas. Así­, p. ej., en Agustí­n son caracterí­sticas las influencias estoicas y neoplatónicas (plotinianas), que determinan su imagen de Dios (ejemplarismo, inmutabilidad), su doctrina de la creación (rationes seminales) y su antropologí­a (dualismo). Aun cuando las afirmaciones se orientaban de acuerdo con los criterios de la sagrada Escritura, esta teologí­a aparece desde luego empapada de neoplatonismo, que evidentemente ostentaba un carácter religioso. La evolución de Agustí­n demuestra con evidencia la afinidad de este sistema filosófico con el cristianismo (–> agustinismo). Las necesidades de la vida eclesiástica (catequesis) y sobre todo la impugnación de la herejí­a obligaron a la Iglesia universal a formular su conciencia creyente; a este respecto, junto a la acentuación del contenido, sorprende el creciente empleo de categorí­as no bí­blicas. Clemente de Alejandrí­a explica esta conexión en el sentido de que la verdad está mezclada con los principios (S6yµata) de los filósofos o, más bien, está allí­. envuelta y escondida como el fruto de la nuez en la cáscara (Strom. 118, 1). La transposición, indudablemente necesaria, de la revelación a conceptos filosóficos implica simultáneamente el paso a un sistema doctrinal e intelectualista. Si el sí­mbolo niceno-constantinopolitano todaví­a trata de unir sus afirmaciones con los datos de la historia de la salvación, el sí­mbolo llamado Quicumque, en el que se refleja la doctrina de Calcedonia, ya sólo usa fórmulas esencialistas e intelectualistas. Por lo demás, el que los sí­mbolos de la fe acaben siendo impuestos por la autoridad estatal, no es más que una consecuencia de la mentalidad antigua.

b) De gran alcance fue también para el cristianismo el encuentro con la ética helenista-romana. Mientras que en la predicación escatológica de Jesús el hombre queda radicalmente remitido a Dios y la obediencia a él va unida con el amor al prójimo (-> ética bí­blica II), la formación de las distintas comunidades dio origen a una creciente objetivación de las normas morales, cuya cumplimiento aparece con frecuencia como criterio de lo cristiano. Este proceso (prescindiendo de las influencias judí­as del AT) corresponde al medio ambiente condicionado por el pensamiento griego, que acostumbraba incluso a clasificar las virtudes y los vicios. Ya dentro del NT se observan tendencias de este tipo, p. ej., en las prescripciones domésticas; además, se da entrada a categorí­as helenistas como auvetSr;aes, o al esquema antropológico a&pl-rcveúµa, si bien con una nueva interpretación. La conocida doctrina de las dos ví­as se remonta a una concepción pitagórica; la encontramos en la comunidad de -> Qumrán (1QS iv) y en la Did (1-6). Bajo el aspecto de una «nueva ley» es posible completar el mensaje moral del Evangelio con elementos de la ética helenista, principalmente a base de la concepción estoica del derecho natural. Los apologistas presentaban intencionadamente la vida de Cristo como realización de las normas morales reconocidas por todos los hombres. Teóricamente trataban de expresarse con el vocabulario de la filosofí­a moral contemporánea, para lograr ser entendidos por el mundo de las personas cultas. Se consideraba como propia la exigencia estoica de la ataraxia (ATENíGORAS, Resur. 21; JUSTINO, Apol. II 1, 2); en la doctrina de los fines del matrimonio se seguí­a la filosofí­a popular en el sentido de la recta ratio vivendi (cf. JusTINO, Apol. 129, 1; CLEMENTE DE ALEJANDRíA, Strom. II 137; Paed. II 83-97) y se adoptaba el esquema platónico de las virtudes. De importancia decisiva fue la adopción del principio estoico de la ley natural, cuyo seguimiento garantiza una moralidad natural. Con ayuda de la tesis del logos germinal (JUSTINO, Apol. II 8, 1), que quedó asimilado a la idea bí­blica de la imagen de Dios, los apologistas orientaron la conducta de todos los hombres hacia la conformidad con la naturaleza (conocimiento moral) y demostraron así­ la afinidad entre la vida de fe y la vida racional. Orí­genes defendió la tesis estoica de los conceptos éticos universales, y con ello podí­a establecer de antemano un amplio acuerdo sobre los criterios morales. Para los cristianos no suponí­a dificultad alguna armonizar la ley de la creación con la revelada y hacerla remontar al Dios único (cf. CLEMENTE DE ALEJANDRíA, Strom. 1 182). Tertuliano tradujo esta convicción con la clásica fórmula de anima naturaliter christiana (Apol. 17). Y con esto se niveló la oposición existente entre la moralidad bí­blica (teónoma) y la moralidad inmanente (EUSEBIO, Praep. ev. II 6, 11: c6act xal aúvroS&S&x-rota Lvvotacs µáaaov ak eco8LS&xrocs ). Como consecuencia de la creciente sistematización, las estructuras y conceptos de la ética filosófica adquirieron cada vez mayor influencia. Con su obra De officiis ministrorum, Ambrosio buscaba intencionadamente la conexión con el libro casi homónimo de Cicerón, demostrando así­ la fusión entre la actitud estoica ante la vida y la ética cristiana, aunque dejase a salvo la peculiaridad bí­blica. Finalmente el motivo platónico de la 6µotwaiS r¡» 6ew actuó de una manera estimulante sobre la configuración concreta de la vida cristiana (Theait. 176b ls). La llamada de Cristo a su seguimiento (Mt 10, 58) se transformó, según el modelo de la asimilación filosófica a Dios, en un proceso ascensional que el monje realiza ejemplarmente con su (ito; ascético. Así­, el pensamiento helenista se manifestó también como un impulso para la piedad cristiana (con el peligro, en parte, de un dualismo).

c) Junto a su estructura filosófico-ética, el concepto de helenismo presenta sobre todo un contenido religioso. El proceso general de fusión condujo en el terreno del culto a los dioses y de la práctica cultual a un sincretismo, en medio del cual debí­a afirmarse el cristianismo. A pesar de su originalidad, también la revelación bí­blica vino a desembocar en el torrente de las religiones helenistas; los cristianos expresaban su fe en formas análogas. Clemente de Alejandrí­a atestigua claramente esta práctica: «Ven, quiero mostrarte el Logos y los misterios del Logos, y quiero explicártelos en imágenes que te son familiares» (Protrept. XII 119, 1). Con ello se plantea la difí­cil problemática que discute intensamente la investigación de la historia de las religiones; a saber, la cuestión de la medida en que el cristianismo depende de las formas religiosas del medio ambiente. Sin conceder excesiva importancia a la historia de las religiones y sin desvirtuar la «novedad del cristianismo», no se puede ignorar el hecho de los paralelismos respecto de las formas religiosas helenistas (misterios). De acuerdo con el lema de Clemente, esto no supone conexión alguna en sentido genético (dependencia causal), sino únicamente una adopción. Lo cual se desprende ya del cambio de tí­tulos cristológicos en el mundo helenista (cf. las representaciones plásticas de Cristo como Orfeo, Helios); la aparición de la piedad cultual apunta en esta misma dirección. Los apologistas polemizan acérrimamente contra los misterios como «imitaciones diabólicas» del bautismo cristiano y del banquete sagrado; y, por otra parte, introducen la terminologí­a de los misterios en el lenguaje cristiano. Justino compara los ritos salví­ficos de la Iglesia con los misterios paganos (Apol. i 66), y subraya claramente la oposición entre ambas esferas. Si los padres responden a los paganos que en la Iglesia se encuentran los verdaderos misterios (CLEMENTE DE ALEJANDRíA, Protrept. XII 19), tal argumentación presupone desde luego la convicción de que existe una relación entre los sacramentos y las celebraciones cultuales extracrí­stianas. Aun teniendo en cuenta el motivo de la sublimación, no hay duda de que se abre así­ la puerta a una interpretación del culto determinada por categorí­as no bí­blicas (cf. FiRMicus MATERNUS, Err. prof. 22ss). Con la destrucción de los cultos mistéricos del paganismo en el curso del s. iv se propagan cada vez más en la Iglesia prácticas procedentes del mundo helenista, empezando por la disciplina del arcano sobre las fórmulas de oración (aclamaciones) hasta los ritos litúrgicos. Aun cuando la distinción entre forma externa y contenido interno aconseja prudencia en lo relativo a sacramental cristiana a partir de los misterios paganos (cf. teologí­a de los –>misterios), no por ello queda excluida en modo alguno una precipitada derivación de la concepción la posibilidad de su influencia. Además hay que tener en cuenta que la polémica del cristianismo primitivo no señalaba las diferencias fundamentales con la nitidez de la moderna investigación. Se da una situación paralela en la interpretación del cristianismo como religión. Los creyentes se vieron ante la necesidad de rechazar el reproche de irreligiosidad, que les hací­an los gentiles, por negarse al culto de los dioses y también por carecer de las usuales formas e instituciones religiosas.

En su argumentación los apologistas acentuaban tenazmente que el cristianismo es la verdadera religión. Esta afirmación imponí­a a la fe cristiana una confrontación con una larga tradición religiosa; y en el motivo de la sublimación se da necesariamente una tendencia interpretativa que, precisamente en relación con la piedad popular, produce una ruptura con la concepción neotestamentaria de la fe, pues así­ entran en acción elementos antropocéntricos y una mentalidad jurí­dica. Con toda naturalidad pregunta Tertuliano en tono de desafí­o: «¿Cuándo se ha resistido la sequí­a a nuestras genuflexiones y ayunos?» (Scap. 4, 6). Las estructuras mecánicas de la religiosidad antigua repercuten en el cristianismo e influyen en la interpretación de la fe. En el marco de la imagen mí­tico-dinámica del mundo, que da lugar a los demonios y a la magia, el cristianismo cae bajo la influencia de tendencias mágicas. El cristianismo ha ahondado ciertamente el contraste fundamental existente entre una sumisión en la conducta religiosa y la pretensión mágica de forzar las fuerzas divinas; pero, a pesar de toda la polémica, no pudo impedir que tales ideas se deslizaran en la fe del pueblo. La suplantación de prácticas supersticiosas por fórmulas cristianas ( Séa rcac eúayyéata) y el signo (de la cruz) con frecuencia ocultaban simplemente una corriente fundamentalmente pagana. Como en los exorcismos eclesiásticos la expulsión de los demonios se remonta a Cristo mismo, no puede decirse que ellos tengan su origen en la magia; y, sin embargo, las palabras y las acciones allí­ usadas corresponden a la mentalidad del mundo antiguo.

4. Juicio crí­tico.

El juicio sobre la sí­ntesis entre h. y c. depende de criterios históricos y teológicos; con la palabra clave «helenización» se toca precisamente la dimensión histórica de la Iglesia. La problemática se puede esbozar de esta forma:
a) La predicación del mensaje salví­fico cristiano tuvo lugar en un ambiente cuyas estructuras polí­ticas, espirituales y religiosas se pueden calificar de helenistas. Si el mensaje del evangelio querí­a ser aceptado, debí­a adaptarse al lenguaje y mentalidad de los oyentes; en consecuencia era forzoso que el c. se encontrase con el h. La iniciativa de este proceso misionero, que se puede observar ya en el NT, parte de los creyentes; lo cual hace posibles las salvedades exigidas por el mensaje bí­blico. Contra todas las ideas cosmogónicas de la -> gnosis, la Iglesia universal se aferra con fuerza ejemplar a la -+ creación del mundo y a la idea tan poco griega de la -a resurrección de la carne.

b) La fe tiende a reflexionar sobre la palabra bí­blica no sólo por razones polémicas, sino desde su propia postura espiritual. En este sentido el apoyo de la razón es un postulado legí­timo de la existencia humana; con su ayuda también la Iglesia trata de exponer el objeto de la fe al hombre concreto (modo recipientis); es decir, trata de exponer ese objeto al mundo helenista con sus conceptos y vocabulario para hacer justicia a la necesidad de una fundamentación «cientí­fica».

c) Con relación a las conexiones entre h. y c. en el plano de la historia de las religiones hay que tener en cuenta los datos previos que están basados en la naturaleza del hombre en cuanto tal. Como cualquier religión, la revelación tiene que expresarse también en imágenes y sí­mbolos, que son herencia común de la humanidad. Imágenes simbólicas como son «luz» o «padre», y acciones simbólicas como son lavatorios o el banquete, se encuentran en todas las religiones; su empleo se funda en la constitución misma del hombre en cuanto tal (arquetipos); y, por lo tanto, en virtud de ellas no se puede establecer sin más una relación de dependencia.

d) De la misma manera entre las aserciones de la revelación y algunos temas de la filosofí­a existe una afinidad que facilitó el encuentro entre la una y la otra. El estudio de la estructura del orden cósmico o de un principio supremo del ser condujo a respuestas análogas; en este sentido se puede hablar de una predisposición favorable de la espiritualidad antigua respecto del cristianismo.

e) Por útil que fuese la aceptación de formas filosóficas de pensamiento para la penetración racional de la revelación, ésta se vio confrontada por ello con cuestiones extrañas, cuya solución no sólo modificó los puntos de gravedad del mensaje salví­fico, sino que obscureció en general su carácter de predicación. En este caso la Biblia no se presenta precisamente como el testimonio normativo de la economí­a salví­fica de Dios, sino que es interrogada para confirmar aserciones ontológicas. Esta trasposición al horizonte de la metafí­sica condicionó una interpretación de la revelación en conformidad con las estructuras de la visión helenista de la realidad, cuya repercusión más fuerte ha sido la transformación de la actitud escatológica.

f) Las fórmulas doctrinales de la Iglesia brotaron de la discusión teológica con la herejí­a; de ahí­ que, por encima de la forma de expresión se refleje en ellas de múltiples maneras un espí­ritu metafí­sico en el planteamiento de los problemas. De todos modos, junto con el reconocimiento de esta «helenización» del mensaje bí­blico como consecuencia legí­tima de su forma corporal (en oposición a la idea de decadencia), para entender los dogmas son también importantes las implicaciones que se derivan de la historia.

g) El reconocimiento por principio de la helenización del cristianismo como consecuencia de su historicidad, presupone una prioridad (no sólo temporal) de la revelación. En analogí­a con la relación entre Israel y los gentiles, usando palabras de Pablo esa prioridad puede formularse así­: «No eres tú quien sostiene la raí­z, sino la raí­z a ti» (Rom 11, 18). Cf. historia de los -> dogmas, historia de las -> herejí­as.

Peter Stockmeier

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica