HERMENEUTICA

†¢Exégesis.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Véase INTERPRETACIí“N DE LA BIBLIA.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[010]

Ciencia de la interpretación en general (hermeneuo, en griego buscar). Sintetiza como ciencia y como arte, los principios de la filosofí­a lógica, pero también la dimensión literaria y social, en cuanto busca significados verbales y relaciones o influencias ambientales y la originalidad de cada materia interpretable.

Aplicada a la Biblia, la Hermenéutica se entiende como ciencia o actividad teórica, sistemática y basada en principios y criterios de general aplicación a los textos mismos y a su significado.

Se suele reservar el término de “exégesis” para la interpretación concreta de cada texto, en forma práctica, ascética y particular. Y se prefiere aludir con el de “hermenéutica” a la capacidad general de interpretar según criterios de validez universal.

Con todo, esa distinción ni es rigurosa ni universalmente aceptada, porque ambos conceptos se usar en forma equivalente.

(Ver Bí­blico. Vocabulario. 8.2. Ver Exégesis)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Escritura)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> crí­tica, lectura). Entiendo la hermenéutica como proceso interpretativo en un sentido extenso. La Biblia no existe en sí­ misma, sino en sus lectores o, mejor dicho, en sus grupos de lectores. En un sentido extenso, podemos hablar de muchos tipos de hermenéutica, desde los rabinos judí­os y los Padres de la Iglesia hasta los lectores actuales de la Biblia. Pero dejamos ese tema general a un lado y queremos fijarnos, de un modo especial, en tres lecturas confesionales de la Biblia, que constituyen los tres grandes espacios hermenéuticos religiosos (no cientí­ficos, en el sentido ilustrado) que se han dado hasta el momento actual.

(1) Lecturas confesionales de la Biblia. Cada una de las religiones monoteí­stas se vincula con una determinada comprensión de la Escritura, (a) El judaismo es religión del Libro de la Ley y del Pueblo que la cumple. Es importante para los judí­os la trascendencia de Dios, la historia de su revelación y el mismo Libro santo (la Mikra, con sus tres partes: Pentateuco, Profetas, Escritos); pero en un sentido estricto, el judaismo se define como religión de la Ley (de un tipo de vida que Dios mismo ha revelado para sus elegidos) y del Pueblo que la cumple, para así­ ofrecer una señal de Dios a todas las restantes naciones de la tierra. Los escribas judí­os (los grandes rabinos) no se preocupan por deducir de la Biblia unas teorí­as sobre Dios o sobre el mundo, sino por fijar a partir de ella y de sus tradiciones unas normas de vida. Les importa la ortopraxia más que la ortodoxia. Ciertamente, los judí­os creen que la Ley es gracia, don de Dios, revelación de un misterio que les sobrepasa, regalo sagrado y salvador que Dios mismo ha querido dar a su pueblo para guiarle sobre el mundo. Pero, al mismo tiempo, los judí­os se sienten llamados (casi obligados) a cumplir esa Ley como norma de vida nacional. Por eso, un judí­o es un hombre que se sabe vinculado a un pueblo elegido, con una ley religiosa, que por gracia de Dios es capaz de cumplir, (b) El cristianismo es religión de encarnación, según la Biblia. Allí­ donde los judí­os ponen la Ley, ven los cristianos al Hijo de Dios, unido al Padre, tal como ha sido testimoniado por la Biblia del Nuevo Testamento. Lógicamente, más que de una revelación de Dios en el libro, ellos hablan de una encamación del Hijo de Dios en la vida y pascua de Jesús que aparece ahora como principio y cabeza del nuevo pueblo de Dios que desborda el ámbito judí­o y se abre de forma misionera a todas las naciones de la tierra. De esa manera siguen en la lí­nea que habí­a formulado ya Ignacio de Antioquí­a al afirmar que “sus archivos y libros” eran Cristo (Filadelfios 8,2). No sabemos con precisión lo que aquí­ significa “archivos”, pero es evidente que muchos cristianos católicos han dejado un poco de lado la Escritura y se han esforzado por vincularse a un Cristo entendido como Libro viviente, (c) Sólo el islam acaba siendo la religión profética por excelencia, la religión del Libro, que en principio es la misma Torah de los israelitas y el mismo Evangelio de los cristianos, pero que de hecho ha sido sustituido por la Revelación de Dios a Muhammad, donde se contiene (según los musulmanes) la verdad eterna de las religiones anteriores. Dios se manifiesta a través de la palabra de Mahoma, recogida en el Corán, formando una comunidad que quiere estar abierta a todos los hombres de la tierra, en gesto de fuerte sumisión a la voluntad de Dios. Los mu sulmanes no tienen pueblo escogido, en el sentido judí­o del término. Tampoco creen en la encamación de Dios (ni en Cristo ni en Mahoma ni en ninguno de los hombres). Ellos insisten en la revelación del Libro de Dios (Corán), transmitida por Mahoma a todos los pueblos de la tierra; ese Corán contiene para los musulmanes la verdad de la Ley judí­a y del Evangelio cristiano, de manera que ellos pueden prescindir de Evangelio y Ley; les basta el Corán.

(2) Hermenéutica judí­a. La Biblia hebrea (Escritura, Mikra) tiene tres partes: Torah, Nebiim y Ketubim (Ley, Profetas y Escritos) y cada una de ellas ha de interpretarse de un modo especial. De todas formas, en su sentido más profundo, la Escritura es un Libro de Ley, que marca lo que hay que hacer (ortopraxia, cumplimiento), más que lo que debe creerse (ortodoxia). Los escribas judí­os (los grandes rabinos) no se preocupan por deducir de la Biblia unas teorí­as sobre Dios o sobre el mundo, sino por fijar a partir de ella y de las tradiciones unas normas de vida. Ciertamente, ellos saben que la Ley es gracia, don de Dios, revelación de un misterio que les sobrepasa, regalo sagrado y salvador que Dios mismo ha querido conceder a su pueblo para guiarle sobre el mundo a lo largo de una historia que se narra en los libros proféticos (la primera parte de los libros proféticos son los que suelen llamarse históricos, de Josué a 2 Reyes). Pero, al mismo tiempo, ellos se sienten llamados (casi obligados) a cumplir esa Ley como norma de vida nacional. Desde ahí­ se entiende su hermenéutica, que tiene diversos elementos, pero que se centra en la halaká. Elpeshat buscaba el sentido literal o directo de los textos; el derás se ocupaba de los sentidos derivados, sacando conclusiones; la hagadá releí­a los textos históricos, actualizando su contenido. Pues bien, por encima de esos sentidos se elevaba la halaká, entendida como interpretación y recreación de los textos legales.

(3) Hermenéutica cristiana. Los cristianos toman su Biblia como expresión de la Palabra de Dios, que se ha expresado de forma privilegiada en el camino que va de Israel a Cristo. No niegan el valor sagrado de otros libros, de Oriente y Occidente, y en especial del Corán, al que pueden tomar y toman también como sagrado. Pero, para ellos, la revelación básica de Dios se da en la Biblia judí­a y de un modo especial en los evangelios del Nuevo Testamento, que transmiten el testimonio de Jesús, para ser acogido y actualizado. Los cristianos confiesan en su Credo que el Espí­ritu Santo habló por los profetas y por eso ellos quieren entender la Escritura con la ayuda del Espí­ritu Santo. En un principio, la exégesis cristiana siguió los métodos judí­os, aunque después puso más de relieve las técnicas de la interpretación helenista, elaborando en especial los cuatro sentidos* de la Escritura. Más tarde, a partir de la Edad Moderna, los cristianos han desarrollado una lectura cientí­fica de la Biblia.

(4) Hermenéutica musulmana. Viene determinada por la forma en que Muhammad entendió las Escrituras anteriores (judí­a y cristiana), pensando que se hallaban incluidas en su revelación (en el Corán). La interpretación musulmana del Corán se ha mantenido fiel al convencimiento de que Dios se ha revelado al pie de la letra en el Corán, de modo que su exégesis ha tendido a ser literalista. La mayorí­a de los musulmanes tienen miedo a las ciencias humanas, especialmente al estudio histórico-crí­tico del Corán, como si la Palabra de Dios no tuviera nada que ver con el desarrollo psicológico y social de los hombres. Para ellos el Corán es Palabra Eterna, que ha de ser leí­da al pie de la letra, en la forma en que lo dictó Mahoma y lo recogieron los primeros musulmanes. Por eso, no analizan literariamente su Escritura, ni sus tradiciones religiosas, como si el Corán fuera sólo Palabra de Dios y no fuera también palabra humana. El dí­a en que lo hagan, podremos iniciar una nueva etapa de diálogo religioso con ellos, comparando mejor Biblia y Corán.

Cf. J. KUSCHEL, Discordia en la casa de Abrahán. Lo que separa y lo que une a judí­os, cristianos y musidmanes, Verbo Divino, Estella 1996; X. PIKAZA, Globalización y monoteí­smo. Moisés, Jesús, Muhammad, Verbo Divino, Estella 2002; J. TREBOLLE, La Biblia judí­a y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia, Trotta, Madrid 1998.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Del griego hermeneia/hermeneuo/herméneuein. Indica una doble operación: ad extra, en el sentido de expresar o comunicar un significado; ad intra, como ejercicio de interpretación que deja salir a la luz lo que se comprende.

De aquí­ su cualificación original de hermenéutica como ” arte de la interpretación”, que semánticamente se refiere al dios Hermes, mensajero de los dioses, portador de mensajes y al mismo tiempo, mistificador de la palabra que, en un juego narrativo, hace oscuro y enigmático el mensaje, expuesto a una mala inteligencia y a la damnatio memoriae.

La historia de la hermenéutica se estructura en torno a dos núcleos: la hermenéutica como exégesis y como teoria filosófica de la interpretación. En la primera dimensión se caracteriza por las teorí­as de las reglas interpretativas, por los métodos de las diversas “hermenéuticas” aplicadas a escritos diferentes. Aristóteles la entiende como esfuerzo por descifrar y aclarar un texto en la trama lógica interpretativa. Con la exégesis patrí­stica y santo Tomás se subraya la globalidad del acto hermenéutico de quien se acerca a la Escritura para captar los significados oscuros, hasta la elaboración medieval del sentido cuádruple de la Escritura (literal, espiritual, alegórico y anagógico), que entiende la hermenéutica como ” exploración de los misterios” (H. de Lubac) y no como simple explicación de textos.

Con F. Schleiermacher la interpreta ción, con sus técnicas, se mueve en el horizonte de la comprensión. En la relación entre subtilitas explicandi y subtilitas intelligendi, el sujeto interpretante irrumpe con su conocimiento incrementando el ámbito del significado y ligando el dato objetivo con toda la estructura cognoscitiva y ontológica. En W Dilthey la hermenéutica asume una configuración universal como estructura epistémica de las “ciencias del espí­ritu” le corresponde el “comprender” respecto al “explicar”, ya que el saber nace de una experiencia vivida. La hermenéutica tiene la tarea de recuperar la “vitalidad” dentro de las expresiones históricas fijadas definitivamente en el texto. Al mismo tiempo que subraya la subjetividad interpretante, E. Betti afirma con energí­a la dimensión “objetiva” de la interpretación, cuyos métodos tiene que respetar el objeto en su status ontológico, evitando una Sinngebung arbitraria y subjetiva. M. Heidegger radicaliza la hermenéutica filosófica en el paso de la hermenéutica como circularidad entre el comprender/interpretar a la hermenéutica como Erorterung. En El ser y el tiempo pone de relieve la primací­a de la existencia en la que el Dasein encierra una multiplicidad de significados. Por eso la comprensión es un existencial, una estructura original del existir que se proyecta a partir de su ” mirar alrededor” : y la interpretación es una apropiación del comprender que produce una nueva comprensión.

Después de la Kehre, la hermenéutica se relacionó con la cuestión del lenguaje y se convirtió en hermenéutica del escuchar, que intenta explorar lo no-dicho y lo no-pensado. La noción de Erorterung expresa la hermenéutica como la relación, en el lugar justo, con la distancia justa para poder escuchar aunque ese lugar no sea definitivo y la interpretación misma sea Andenken, continuo caminar. H. G. Gadamer concibe la hermenéutica como incremento de significado. Valora la subtilitas applicandi del acto hermenéutico con-lo aportación de sentido, en torno a algunos núcleos: la conciencia histórica, la estructura dialógico-dialéctica, la integración de la eventualidad de la verdad en el mundo del intérprete, el concepto de “fusión de horizontes” que mira a una familiaridad lexical entre el intérprete y el texto. Finalmente, se acentúa la ontologí­a del lenguaje, ” horizonte del mundo” como desembocadura de la hermenéutica. Para P. Ricoeur se da un movimiento sincrónico en la hermenéutica: restaurar el sentido, poniéndose a escuchar el texto, y hacer una crí­tica capaz de volver al texto y a la tradición para captar los diversos grados de verdad y de interpretación con que se da lo real. En teologí­a, R. Bultmann asume la instancia hermenéutica configurándola como relación vital entre texto e intérprete. El kerigma se convierte en llamada libre, ya que determina la existencia como proyecto, como poder-ser. La estructura de la precomprensión permite relacionar el texto con la vida, y la primera tarea de la teologí­a será entonces la desmitologización y la interpretación existencial que tiende a la decisión de la fe. La Nueva Hermenéutica (G. Ebeling, E. Fuchs) subraya la prioridad del lenguaje como proprium de la experiencia religiosa, en donde la revelación es “acontecer de la palabra”, al que sigue el acontecimiento lingUí­stico de la fe. La Escritura es un acontecimiento lingUí­stico y la hermenéutica tiene que comprender cómo se ofrece ese acontecimiento a la comprensión actual. De aquí­ surge la importancia de la Tradición como transmisión de sentido desde el pasado hasta el presente, en donde el traditum y – el actus tradendi constituyen el horizonte dialógico del “tú” que nos interpela.

C. Dotolo

Bibl.: E. Coreth, Cuestiones fundamentales de hermenéutica. Herder, Barcelona 1972: P Grech, Hermenéutica, en NDTF 529-540: 1.. Mancini, Hermenéutica, en NDT 1, 629 641: P. A. Sequeri, Hermenéutica y filosofí­a, en DTI, 11, 550-568; Hermenéutica, en DFC, 206-209: C. Molari, Hermenéutica y lenguaje, en DTI, 1, 569-598; M. Heidegger, El ser.l el tiempo, México “1967; P. Ricoeur, Heimenéutica y estructuralismo, Buenos Aires 1975; H. d. Gadamer, Verdad y método, 2 vols., Salamanca 31981-1992; E. Schillebeeckx, Interpretación de la fe, Sí­gueme, Salamanca 1973; R. Marlé. El problema teológico de la hermenéutica, Madrid 1965: A, Ortiz-Osés, Antropologí­a hermenéutica. Madrid 1973.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La hermenéutica dentro del AT. II. La hermenéutica judí­a del AT. III. La hermenéutica del AT en el NT. IV. La hermenéutica del AT en la edad patrí­stica: 1. Justino; 2. Ireneo; 3. La escuela alejandrina: Clemente y Orí­genes; 4. La escuela antioquena: Diodoro, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo; 5. Los padres capadocios; 6. Los padres latinos: Jerónimo y Agustí­n. V. La Edad Media. VI. La hermenéutica protestante. VII. El racionalismo. VIII. La hermenéutica como problema filosófico-teológico. IX. Bultmann y las diversas escuelas modernas: 1. La “Nueva Hermenéutica”; 2. Las “teologí­as hermenéuticas”. X. La hermenéutica católica hasta el Vaticano II y en el perí­odo posconciliar. XI. Conclusión.

La palabra “hermenéutica” se deriva del griego herméneúó, que significa traducir (de una lengua extranjera), interpretar, poner en palabras, expresar en un lenguaje. Muchas veces, es sinónimo de / exégesis (gr., exégésis), explicación, interpretación. En relación con la explicación de la Escritura, estas dos palabras son equivalentes hasta el siglo xvIII, cuando la palabra “hermenéutica” asume varios matices de significado según las diversas escuelas y teorí­as filosóficas. Hoy se prefiere llamar “exégesis” a aquel análisis del texto bí­blico destinado a descubrir lo que querí­a decir el autor a sus contemporáneos, y “hermenéutica” a lo que el mismo texto nos dice hoy a nosotros en un contexto distinto y en un lenguaje comprensible al hombre moderno.

1. LA HERMENEUTICA DENTRO DEL AT. La interpretación de la Biblia comienza en la misma Biblia, bien en el AT -los libros posteriores que interpretan a los anteriores-, bien en el NT, que interpreta al AT. La reinterpretación o relectura dentro del AT se realiza por medio de glosas, de cambios de palabras, de vinculaciones redaccionales de oráculos originalmente distintos, que se relacionan para explicarse mutuamente; también se hace a veces agrupando en un solo libro a diferentes autores (como en Is y en Zac) o bien a través de referencias explí­citas (p.ej., Daniel interpreta los setenta años de Jeremí­as como setenta septenarios de años: Dan 9:24ss; Jer 25:12; Jer 29:10). Un ejemplo clásico de reinterpretación es Isa 14:24-26, que originalmente era un oráculo contra Asiria; dos siglos más tarde fue adaptado contra Babilonia, luego se extendió a todos los enemigos de Israel, hasta llegar a asumir dimensiones escatológico-mesiánicas en el targum. El principio que guí­a semejante relectura es que “la palabra de Dios permanece para siempre” y no se agota en la circunstancia contingente de los tiempos del profeta. El Sal 2, por ejemplo, que era quizá en su origen un poema de corte escrito con ocasión de la coronación de un rey de Judá, se sigue recitando también en el destierro, cuando ya no hay rey, asumiendo un significado mesiánico, que aparecerá claramente en los Salmos de Salomón (Sal 17:26). De esta forma algunos pasajes casi llegan a perder la paternidad del escritor para asumir la del lector, de la sinagoga que lee e interpreta el texto tras la provocación de los acontecimientos históricos, que asumen la función de principio hermenéutico.

II. LA HERMENEUTICA JUDíA DEL AT. En la época de Jesús encontramos ya tina colección de libros con valor canónico. Los métodos de interpretación son diversos. El término midras, usado de ordinario para denotar la exégesis judí­a del siglo t, es comprensivo, y se divide en halakah, es decir, la exégesis del texto bí­blico que buscaba la actualización de los diversos preceptos de la ley, y en haggadah, que ilustraba lo que nosotros llamarí­amos la historia de la salvación, quizá con interpolación de relatos tradicionales para embellecer el texto bí­blico explicado. La enseñanza midrásica es oral, y la encontramos sobre todo en la literatura intertestamentaria y en el targum. Pero más tarde proliferan los midra.im, auténticos comentarios, tanto halákicos, en la época tannaí­tica, como haggádicos, en la de los amoraim. En este perí­odo los rabinos distinguí­an además la exégesis pe.at, más adicta a la letra, y la dera., más hermenéutica y teológica. Cuando se habla de la exégesis rabí­nica no hay que olvidar que el judaí­smo es una ortopraxis más que una ortodoxia, y que en él todo se centra en la observancia precisa y atenta de los preceptos de la tórah, interpretada después del 70 d.C. de forma exclusivamente farisaica. La tradición de los fariseos reivindicaba un origen mosaico, y el midral se esforzaba, particularmente con las siete reglas de Hillel, en reconducir la práctica de los fariseos al texto sagrado. En efecto, la halakah es una exégesis jurí­dica, mientras que muchas veces la haggadah expresa una piedad profunda.

Hemos dicho que el método de exégesis rabí­nica se hace exclusivo a partir del año 70 d.C. En la época de Jesús coexistí­a con otros métodos exegéticos. Es bien conocido el alegorismo de Filón de Alejandrí­a. Este apologeta de la diáspora querí­a demostrar al mundo helenista que la verdadera sabidurí­a filosófica se encuentra en los libros hebreos. Por consiguiente, los relatos bí­blicos y los personajes de la historia hebrea se convertí­an en sí­mbolos muchas veces de las virtudes estoicas. La exégesis filoniana pasa a ser más tarde el modelo de la exégesis cristiana alegórica de la escuela de Alejandrí­a.

También las sectas religiosas de la Palestina del siglo 1 tení­an su método exegético, hoy llamado midra. peer. Era el método preferido de la comunidad de Qumrán, que leí­a ciertos pasajes de la Escritura versí­culo a versí­culo, añadiéndoles una explicación relativa a las peripecias, la historia y los personajes de la secta. Esa explicación iba precedida de la palabra piró, o sea “el significado de este versí­culo es…”; de ahí­ el nombre de peer. Pero lo que más interesa en este método de exégesis es el hecho de que en el texto estaba encerrado un significado misterioso, revelado únicamente al maestro de justicia y a los miembros que formaban la comunidad de los últimos tiempos, objeto de la profecí­a bí­blica.

La exégesis de los saduceos se distinguí­a de la de los fariseos en que el partido del templo admití­a solamente los cinco libros de Moisés como autoridad y no aceptaba las tradiciones fariseas, especialmente las que se referí­an a la resurrección y al mundo de los ángeles.

Después de la destrucción del templo en el año 70 d.C. desaparecieron los saduceos, así­ como la comunidad de Qumrán. La diáspora tuvo que alinearse entonces con el fariseí­smo que predominaba en la academia de Jabne (o Jamnia), la cual se convirtió en la única representante del rabinismo que dio origen al Talmud y a los grandes midra.im [1 Lectura judí­a de la Biblia].

III. LA HERMENEUTICA DEL AT EN EL NT. Las tendencias exegéticas del judaí­smo del siglo i se reflejan también en el NT, pero en una perspectiva totalmente distinta. Ya Jesús, en los dichos recogidos en los sinópticos, que son suyos sin duda alguna, aunque no usa nunca la alegorí­a, sino la tipologí­a, sigue los métodos que se usaban formalmente en sus tiempos: el midras peser (Luc 4:16-21), los middót de Hillel (qal wahomer: Mar 2:25-28) y, cuando expone los mandamientos, el método halakah pesat. Sin embargo, Jesús no deduce sus enseñanzas de la Biblia, como hací­an los rabinos. El viene a traer una nueva revelación y habla con autoridad propia, reinterpretando incluso los antiguos preceptos en las seis “antí­tesis” de Mat 5:21-48. Su relación con el AT tiene que entenderse como cumplimiento profético y como perfeccionamiento moral (según el doble sentido de plérósai en Mat 5:17). En efecto, él se aplica a sí­ mismo el Sal 110, Is 61, Is 53 y varios pasajes de Zac, además de Dan 7, disociándose del uso que de estos textos hací­an las escuelas rabí­nicas de su tiempo. Así­ pues, Jesús, aun manteniendo el método exegético, parte de un principio hermenéutico nuevo para llegar a conclusiones exegéticas originales en la Palestina de su tiempo.

También después de pascua los autores del NT, especialmente Pablo, siguen los métodos exegéticos contemporáneos sin apartarse de ellos; pero el principio hermenéutico a cuya luz se lee toda la Biblia es ahora la resurrección y la actividad del Espí­ritu en la Iglesia. En casi todos los escritos de Pablo encontramos, por ejemplo, una exégesis tí­picamente rabí­nica y midrásica según el esquema de las siete reglas de Hillel. Pablo usa con frecuencia la aproximación de varios textos de la Escritura que se explican mutuamente y que los rabinos llamaban “collares de perlas” (cf Rom 3; 4; 9-11). Pero a veces Pablo utiliza la alegorí­a (¿o la tipologí­a?); por ejemplo, en Gál 4:21-31, la conocida alegorí­a sobre Sara y Agar; en lCor 9,9, la prohibición de poner el bozal al buey que trilla no se refiere en Pablo a los bueyes, como en el pasaje bí­blico original, sino a los predicadores del evangelio. Encontramos también en Pablo el midras peser no sólo cuando actualiza ciertos pasajes como “la piedra era Cristo” (1Co 10:3s), sino también cuando habla del misterio escondido durante siglos y revelado ahora a él mismo (Rom 16:25-27; Col 1:26ss; Efe 3:1-11).

Pero lo que podrí­amos llamar el problema hermenéutico por excelencia para los autores del NT es el valor que atribuí­an al AT en cuanto libro formado por leyes y profecí­as. En efecto, los diferentes autores no tienen un modo uní­voco de situarse ante el AT; más aún, en el mismo autor se observan diferentes modelos de lectura, que servirán luego como prototipos de interpretación para los padres de la Iglesia. Encontramos: a) el modelo alegórico, especialmente en Heb, que emplearán muchas veces los padres; b) el modelo tipológico, donde los personajes o los acontecimientos veterotestamentarios indican personajes o acontecimientos del NT; c) el modelo del pedagogo, según el cual la ley era el pedagogo que nos tení­a que conducir a Cristo, función que ya ha caducado (Gál 3:24); d) modelo del acusador, según el cual la ley se dio para señalar nuestros pecados y mostrarnos la necesidad de la gracia redentora (Gál 3:19); e) el modelo del cumplimiento, especialmente en las profecí­as mesiánicas o escatológicas; f) el modelo de la superación; la ley ha quedado superada en las prescripciones litúrgicas y de pureza/ impureza; g) el modelo del mandamiento, que mantiene la obligatoriedad de los preceptos morales, particularmente el decálogo (Stg 2:11); h) el modelo de la radicalización o perfeccionamiento de los mandamientos externos, como en las antí­tesis de Mt 6; i).el modelo histórico-salví­fico, utilizado por Pablo en Rom 9 para indicar que Dios no ha cambiado su manera de actuar al llamar a los gentiles, sino que repite lo que habí­a hecho anteriormente; j) el modelo lingüí­stico, según el cual el AT es utilizado como fuente de lenguaje teológico para expresar ideas neotestamentarias; k) el modelo apocalí­ptico, que utiliza el AT como fuente de alusiones para construir una visión apocalí­ptica cristiana con el resucitado en el centro.

Se da, por tanto, entre el AT y el NT tal integración que los hace inseparables e ininteligibles al uno sin el otro. También para el NT la profecí­a es como una “lámpara que luce en lugar tenebroso hasta que alboree el dí­a y el lucero de la mañana despunte en vuestros corazones” (2Pe 1:19).

IV. LA HERMENEUTICA DEL AT EN LA EDAD PATRíSTICA. La hermenéutica patrí­stica nace en el siglo u, en un clima polémico antijudí­o, antipagano y antignóstico. La polémica contra los judí­os, que a comienzos del siglo u habí­an cerrado ya el canon “palestinense” atribuyéndole una autoridad absoluta, y contra los gnósticos, que en su mayor parte atribuí­an la creación del AT al demiurgo malo, poní­a necesariamente en el centro de la discusión el valor y el modo de interpretar la “Biblia”, es decir, el AT.

1. JUSTINO. Justino, en el Diálogo con Trifón, dirige la polémica antijudí­a, a veces un tanto ingenua, usando el AT de forma materialmente literal. A veces cita antiguos midrasim cristianos, sacados de colecciones de testimonia targumizados. Distingue entre ley y profecí­a. La ley de las prescripciones mosaicas contení­a preceptos universales (Dial. 90), más otros preceptos dados a los hebreos para que no cayeran en la idolatrí­a (ibid). La profecí­a puede tener lugar por obra del Espí­ritu Santo, o bien mediante sucesos que son otros tantos t poi de lo que habrá de suceder, o bien mediante lógoi, palabras proféticas directas, proferidas por los profetas (Dial. 114). El principio hermenéutico con que Justino justifica la no obligatoriedad de la ley mosaica es que una ley dada posteriormente y una alianza hecha después anulan o hacen anticuadas las leyes y la alianza anteriores. Ahora Cristo es la nueva ley y la nueva alianza (Dial. 11). A lo sumo, las prescripciones mosaicas tienen un significado moral o simbólico, como aparece en Dial. 14 (y passim), en donde al pan sin levadura se le da el significado simbólico de abstenerse de la ambición, de la envidia y del odio. No es ésta todaví­a la alegorí­a origeniana, pero la prepara; y el contenido de este simbolismo es la ley universal, de cuya violación acusa Justino a los judí­os. El sentido o contenido de la ley es Cristo mismo, ya que el que habla a través de los profetas es el Lógos, que se manifiestatambién parcialmente en los filósofos y poetas paganos (fique dependen de Moisés!). El Lógos se preanuncia a sí­ mismo y cumple las profecí­as al venir a este mundo; las cumple parcialmente en su primera venida, y las cumplirá í­ntegramente en su segunda aparición al final de los tiempos. De esta manera el AT es también válido para los gentiles.

Justino es muy rico en teologí­a y en intuiciones exegéticas, pero quiso probar demasiado y le falta sentido crí­tico. Establece, sin embargo, de una vez para siempre la continuidad de los dos Testamentos y la unidad de la dispensación divina de la salvación. Su principio hermenéutico pasa a otros padres, que lo amplí­an y lo profundizan.

2. IRENEO. Mientras que Justino en su polémica antijudí­a tení­a en común con sus adversarios la fe en la autoridad de la Biblia (las divergencias recaí­an en su interpretación), Ireneo escribe contra las diversas sectas gnósticas, algunas de las cuales no sólo atribuí­an el AT al demiurgo malvado que se opone a la obra del Dios bueno, autor del NT, sino que en su interpretación de los textos bí­blicos alegorizaban los relatos para acomodarlos a sus especulaciones teosóficas. También Ireneo, junto a la exégesis literal, utiliza abundantemente el simbolismo y la alegorí­a, tanto horizontal como vertical, para ilustrar la fe cristiana. Esta alegorí­a no se limita a la exégesis del AT, sino que se extiende también a las parábolas del NT (Haer. IV, 35,7 y 8; cf también la cuestión explí­cita en Haer. II, 27). Por tanto, las divergencias con los gnósticos no se podí­an resolver recurriendo a un principio hermenéutico interno, sino que habí­a que apelar a una regla externa, es decir, a la regula fidei o la confesión de fe emitida en el bautismo y transmitida por tradición (Haer. I, 10,1).

La tradición tiene que conducir hasta los orí­genes apostólicos, y el camino más breve para conocerla es el de interrogar a la Iglesia de Roma, en la cual, debido a la sucesión episcopal ininterrumpida y a la confluencia de todos los pueblos, ha mantenido su pureza la doctrina original (Haer. III, 3,2). La regula fidei por sí­ misma no explica la Escritura, pero ofrece el marco dentro del cual tiene que mantenerse toda exégesis para no caer en error en sus conclusiones. Por tanto, podrí­a haber un alegorismo gnóstico y otro católico, que sólo se distinguirí­an por el cuadro sectario o eclesial, en que se desarrolla el razonamiento exegético. Ireneo establece además otro principio importantí­simo para interpretar la Biblia: el de la analogia fidei. La Biblia tiene a un solo Dios como único autor; por tanto, no puede contradecirse a sí­ misma en el AT y en el NT. Habrí­a que partir de las páginas más claras para interpretar las oscuras, respetar el misterio donde no alcanza nuestra inteligencia y no perderse en cuestiones inútiles. El Verbo, que habla tanto en los profetas como en el NT, mediante su Espí­ritu recapitula todo en Cristo, no sólo porque la Escritura culmina en él, sino también porque ontológicamente es él el que hace la unidad de todo lo creado y lo increado, en contra de la desintegración cósmica de los gnósticos (Haer. V, 18,2).

Ireneo es además autor de otro libro muchas veces olvidado: Epí­dexis, “Demostración”, que es la primera sí­ntesis de teologí­a bí­blica y que se convertirá en el modelo de las sí­ntesis catequéticas futuras.

3. LA ESCUELA ALEJANDRINA: CLEMENTE Y ORíGENES. La hermenéutica escriturí­stica entra en una nueva fase con los alejandrinos. En Alejandrí­a habí­a escrito ya Filón, que habí­a utilizado ampliamente la filosofí­a griega para explicar la Escritura, prodigando el uso de la alegorí­a. Clemente recoge la obra de Filón en sentido cristiano. Distingue dos sentidos en la Escritura: el obvio, que nosotros llamarí­amos literal, y el recóndito, que solamente son capaces de captar aquellos cristianos que han alcanzado la verdadera gnósis. Puesto que toda la Escritura es obra del Verbo, se puede hablar de un único Testamento (Strom. II, 6,29). Y como todo el AT habla de Cristo, su sentido escondido se puede descubrir por medio de la alegorí­a o el simbolismo (Paed. III, 12,97). Pero para que la alegorí­a no se escape de las manos y caiga en especulaciones gnósticas, tiene que mantenerse dentro de los lí­mites de la analogia fidei (Strom. VII, 16,96) y de la tradición eclesial, como ya habí­a expuesto Ireneo. También el NT tiene su sentido simbólico apocalí­ptico, que se revela al verdadero gnóstico. Pero el simbolismo no es sólo intertestamentario, sino cósmico. En efecto, también los griegos podí­an ascender a Dios por medio del mundo y de la conciencia, por lo que es posible señalar una unidad entre la creación, la razón, la conciencia y la revelación: un sacramentalismo cósmico que se convierte en una parábola que habla de Dios y del sacramento de la Iglesia (Strom. V, 4).

Con todo, el maestro alejandrino de la alegorí­a es Orí­genes, que en el libro IV de De Principiis sintetiza con claridad su teorí­a hermenéutica. No obstante, al decir que Orí­genes es el maestro supremo de la alegorí­a, pueden crearse algunos malentendidos, como, por ejemplo, el de que sea un antiliteralista. Conviene aclarar en seguida que esto no es exacto. El mismo hecho de que Orí­genes se cuidara de la famosa Hexaplá (= el texto del AT en seis columnas: el hebreo, la transcripción griega del hebreo, las traducciones griegas de los Setenta, de Aquila, de Sí­mmaco y de Teodoción) revela cuánto cuidado puso en establecer la letra y lo que hoy llamamos el sentido literal antes de sumergirse en la alegorí­a. Conocí­a además bastante bien las interpretaciones rabí­nicas, la exégesis filoniana y el alegorismo de los literatos paganos de su época. Conviene igualmente aclarar de una vez para siempre que lo que Orí­genes llama alegorí­a corresponde muchas veces a lo que hoy llamamos teologí­a redaccional (sentido literal), mientras que lo que él llama “letra” era la lectura material de los rabinos, que interpretaban literalmente incluso las metáforas o bien hací­an especulaciones sobre cada una de las letras de la palabra (!).

El hecho mismo de que la religión de Cristo sea recibida en todo el mundo demuestra que las Escrituras que hablan de él son palabra de Dios, una palabra que suscita un sentimiento de inspiración también en el lector. Pero “la luz contenida en la ley de Moisés, cubierta por un velo, resplandeció con la venida de Jesús, puesto que se le quitó el velo y se tuvo de pronto conocimiento de los bienes cuya sombra contení­a la expresión literal (Princ. IV, 1,6; cf 2Co 3:15ss). La sabidurí­a divina no es evidente en la letra, porque fue dada exotéricamente y a hombres indignos de ella; pero esto es lo que hace que nuestra fe no esté fundada en la sabidurí­a humana, sino en el poder de Dios. Dejando, pues, los elementos de la fe (Heb 6:1), hay que proceder a la sabidurí­a que nos hará perfectos: “Esta sabidurí­a quedará claramente impresa en nosotros por la revelación del misterio que ha quedado oculto en los siglos eternos, revelado ahora gracias a las profecí­as y a la aparición de nuestro Señor Jesucristo” (Princ. IV,Heb 1:7). En Orí­genes, la correspondencia entre la revelación interna y la externa para captar el verdadero sentido escondido de la Biblia se convierte en principio hermenéutico fundamental.

Ya hemos hablado del antiliteralismo origeniano situado en el ambiente de la polémica antijudí­a. Pero Orí­genes no se contenta con la letra de la Escritura, porque los gnósticos atribuí­an el AT al dios creador malo, mientras que algunos simples cristianos se escandalizaban de ciertas narraciones y de la figura veterotestamentaria de Dios (Prin. IV,Heb 2:1). Así­ pues, él propone exponer “lo que parece ser el criterio de interpretación, ateniéndose a la norma de la Iglesia celestial de Jesucristo, según la sucesión de los apóstoles” (IV,Heb 2:2). Lo que a él le gustarí­a exponer no son unas simples reglas de exégesis, sino la sustancia de la vida en el Espí­ritu que constituye el misterio transmitido por Cristo a los apóstoles y por éstos a sus sucesores, la regula fidei de la verdadera espiritualidad cristiana, que tendrá que servir de precomprensión a la hermenéutica bí­blica. Efectivamente, el AT, aunque es narración en gran parte, esconde verdades profundas difí­ciles, por no decir imposibles, de comprender. También el mismo NT esconde misterios (Princ. IV,Heb 2:2.3).

En este punto Orí­genes introduce la conocida distinción entre sentido material, sentido psí­quico y sentido espiritual de la Escritura, basada en la distinción antropológica en cuerpo, alma y espí­ritu, que corresponde a los tres tipos de oyentes a los que están destinados los tres niveles de interpretación. Son los rudiores, que se contentan con la simple narración; los proficientes, a quienes la Escritura indica el camino moral para llegar a la perfección, y los espirituales, a los que está destinada la alegorí­a (IV, 2,4). En cuanto al sentido literal o corporal, éste no siempre tiene sentido, y por eso nos impulsa a buscar un sentido más inteligible. El psí­quico es usado por san Pablo en 1Co 9:9, que interpreta el bozal del buey que trilla (Deu 5:8) aplicándolo a la recompensa del apóstol que predica. El sentido espiritual se deduce de ciertos pasajes, como Heb 10:1 (el AT es la sombra de lo que habí­a de suceder); 1Co 2:2-8 (sobre el misterio predicado a los espirituales); ICor 10,11 (que habla de los sucesos del éxodo como tipo de los presentes) y de la alegorí­a de Gál 4:21-24. La sustancia de la alegorí­a y de la doctrina espiritual es la santí­sima Trinidad, la encarnación, la creación y el pecado del mundo (IV,Gál 2:7). De hecho es la interpretación alegórica la que da una coherencia lógica a la Escritura, que de otro modo no existirí­a: “Algunos de estos hechos no sucedieron realmente en cuanto a la letra del texto, y son incluso irracionales e irrealizables… Pero nadie ha de suponer que nosotros afirmemos en sentido absoluto que ningún hecho histórico sucedió realmente” (IV,Gál 3:4). Se echa aquí­ en falta, en Orí­genes, el conocimiento de los géneros literarios semí­ticos. Mucho de lo que él llama alegorí­a es verdaderamente, en el sentido moderno de la palabra, sentido literal (que hay que distinguir del sentido material). Por eso Orí­genes muchas veces no lee la Escritura para ver lo que entiende y dice el autor humano y, por medio de él, el autor divino, sino que parte del a priori de la doctrina cristiana puesta por Dios en el corazón de los creyentes, encontrándola reflejada en el texto bí­blico.

Todo lo que se lee sobre Israel y Judá en el AT, particularmente las profecí­as sobre el mundo hebreo, deben entenderse con referencia al Israel según el espí­ritu, la Iglesia o bien a la Jerusalén celestial; pero en sentido psí­quico podrí­a referirse también al alma (IV, 3,8). De forma semejante, lo que se dice de los enemigos de Israel, de Babilonia en particular, se refiere a los enemigos de la Iglesia. En esto Orí­genes claramente anticipa las “dos ciudades” de san Agustí­n.

Así­ pues, para Orí­genes, toda la Escritura tiene un sentido espiritual, pero no todos los versí­culos tienen un sentido literal (en el sentido origeniano). A pesar de este espiritualismo, muchas páginas exegéticas origenianas proceden según la letra, y cuando explica el Cantar de los Cantares antepone una introducción que es casi “moderna”, aun cuando luego el texto se explique alegóricamente.

4. LA ESCUELA ANTIOQUENA: DIODORO, TEODORO DE MOPSUESTIA, JUAN CRISí“STOMO. Es un lugar común en la historia de la exégesis que el literalismo antioqueno se opone al alegorismo alejandrino. Esta afirmación se rectifica mucho hoy, ya que encontramos abundante alegorí­a entre los antioquenos, particularmente en su predicación, del mismo modo que encontramos en Orí­genes la preocupación por la letra. Pero sigue en pie el hecho de que la aproximación a la Escritura de los antioquenos es opuesta a la alegorí­a.

El iniciador de la escuela de Antioquí­a, Diodoro de Tarso (+ por el 393), tuvo como discí­pulos a Teodoro de Mopsuestia (360-428) y a Juan Crisóstomo (344-407). Los tres tení­an en común el respeto del sentido literal -incluido el metafórico, que los alejandrinos llamaban alegórico-, es decir, el que entendí­a el autor humano, como se deduce de las circunstancias históricas de la composición de la obra. El más avanzado en este sentido fue Teodoro, que admite un sentido mesiánico sólo en cuatro salmos (2; 8; 44; 109) y no reconoce el carácter sagrado del Cantar de los Cantares, porque lo juzga sólo como un canto amoroso entre dos enamorados sin más intenciones.

El fundamento hermenéutico de los antioquenos era la doctrina de la theorí­a o visión, cuya definición noes uní­voca ni entre los antiguos ni entre los contemporáneos. Oigamos a Diodoro en su introducción a los Salmos. Después de decir que algunos de los tí­tulos están equivocados, prosigue: “A pesar de ello, daremos también explicaciones de los errores, si Dios nos lo permite, y no nos alejaremos de su verdad, sino que expondremos tanto lo referente a la historia como lo que atañe a la letra (léxis), y no rechazaremos la anagogí­a y la interpretación elevada (theórí­a). Realmente la historia no se opone a la consideración superior (theórí­a), sino que, por el contrario, es como la base y el sostén de las investigaciones más elevadas. Sólo hay que evitar una cosa, o sea, que la consideración superior (theórí­a) no aparezca como refutación de lo que le da fundamento, de forma que no sea ya theórí­a, sino allegórí­a. En efecto, decir cosas distintas de lo que se ha dicho en la base no es theórí­a, sino allegórí­a” (CCG 6; trad. Marco Frisina). Prosigue diciendo que lo que Pablo llamaba “alegorí­a” en Gál 4 no es más que la theórí­a, ya que se basaba en la historia. En este sentido la theórí­a corresponderí­a a nuestra tipologí­a, aunque formaba parte de alguna manera de la intención del escritor.

La función del tipo y antitipo en la theórí­a es explicada por Teodoro de Mopsuestia en su introducción al libro de Jonás (PG 66,317-328). El profeta predice un hecho que sucederá en la historia, pero que tiene analogí­a con otro hecho principal que Dios realizará en el futuro “para hacer evidente el desarrollo de su proyecto e impedir que se imagine alguna consideración nueva o resolución posterior de la que seamos objeto, sugiriendo con otros muchos indicios a la humanidad la venida de Cristo Señor, que los judí­os llevaban tanto tiempo esperando” (ibid, 317). Dios ordenó por medio de Moisés la elevación de una serpiente de bronce, “aunque muy bien podí­a o bien defender a los israelitas de las mordeduras o bien darles otra medicina contra esta plaga; sin embargo, quiso mostrarles la liberación de esta plaga en la imagen de los que eran mordidos para que no nos maravillemos de que, con la muerte de Cristo Señor, Dios, destruyendo la muerte, nos ofreciera una vida inmortal a través de la resurrección de los muertos” (ibid, 320).

San Juan Crisóstomo explica esta semejanza: “En efecto, no es necesario que el tipo difiera del antitipo, porque entonces ya no serí­a figura. Por otra parte, tampoco es necesario que se le parezca de modo completo, puesto que entonces la figura no serí­a sino la verdad… ¿En qué consiste la semejanza entre la figura y la verdad? En el hecho de que por ambas partes se recibe el mismo beneficio; por una parte y por otra vemos agua, por las dos los hombres son liberados de la esclavitud, pero no de la misma esclavitud” (Comm. in Ex.: PG 51,427). Así­ pues, la tipologí­a es una profecí­a mediante un hecho. Pero existe además la profecí­a con las palabras, tanto en sentido propio como en sentido impropio. Entonces algunos pasajes hay que entenderlos según su sentido literal, otros según su sentido “teórico” y otros como metáforas. Pero, subraya Crisóstomo, el significado tipológico tiene que ser explicado por la misma Escritura, pues de lo contrario se caerí­a en la fantasí­a de la alegorí­a alejandrina. Por eso los antioquenos se apoyan mucho en las citas y alusiones del AT en el NT. Todos los pasajes veterotestamentarios tienen un sentido literal; algunos tienen además un sentido tí­pico, pero basado siempre en el literal y atestiguado por la misma Escritura.

Para apoyar el sentido literal, los antioquenos pusieron al frente de suscomentarios lo que hoy llamarí­amos una introducción especial, indicando el autor, la finalidad del escrito, el tiempo y el lugar de composición.

Juan Crisóstomo, además de la doctrina de la theórí­a, tiene también la de la synkatábasis o condescendencia para explicar los antropomorfismos y las metáforas. Dios no se muestra nunca tal como es en su ser, sino sólo como puede ser comprendido por las criaturas en las diversas etapas de su maduración, tanto en el AT como en el NT. El mismo Jesús habla con synkatábasis para manifestar la debilidad de su carne y tener en cuenta la de sus oyentes, enseñando así­ la humildad y distinguiéndose de la persona del Padre (PG 48,707.722; 55,7). Además, Juan habla de akrí­beia tés didaskalí­as o precisión de la doctrina. La Biblia no contiene nada superfluo, pero su verdad se extiende a las circunstancias del tiempo y de las personas. Aunque existen divergencias accidentales entre los evangelios, su doctrina es una sinfoní­a. Pero aunque encontramos toda esta “acribia” de Dios en su palabra, nuestro conocimiento de él es siempre negativo y jamás podremos conocerlo akribés (PG 52,121.180. 187.286; 48,1009. 1010). La Sagrada Escritura es una carta de Dios dirigida no solamente a Israel, sino a la Iglesia y a toda la humanidad; una carta en tono afectivo, que habla el lenguaje de sus destinatarios para conducirlos a las theórí­a o visión de Dios. Para que esta carta sea debidamente comprendida es necesario leerla con la debida ascesis espiritual (PG 53,28).

5. Los PADRES CAPADOCIOS. LOS padres capadocios podrí­an considerarse como el puente entre Orí­genes y los antioquenos. Están más interesados en lo que nosotros llamarí­amos teologí­a bí­blica. Gregorio de Nisa, contemporáneo de Diodoro, propuso su teologí­a basándose en la letra del texto sagrado con la finalidad (skopós) de conocer lo que Moisés quiso enseñar a la humanidad sobre el proyecto de Dios en la historia del hombre. Luego habla de akolouthí­a o acompañamiento lógico entre el obrar de Dios y los hechos históricos, tanto en el AT como en el NT. “En cuanto a la cruz, si contiene algún otro significado más profundo, lo saben aquellos que están familiarizados con la interpretación mí­stica. Pero lo que ha llegado hasta nosotros de la tradición es lo siguiente: Todo lo que se profirió y se hizo en el evangelio tiene un significado divino más alto. No hay excepción alguna a este principio, según el cual se indica la mezcla entre lo divino y lo humano. La palabra y la acción proceden de un modo humano, pero su significado secreto indica lo divino. De aquí­ se sigue que tampoco en este caso hemos de fijarnos en lo .uno olvidándonos de lo otro. En la muerte tenemos que ver el elemento humano, pero debemos penetrar en su significado divino” (The Catechetical Oration of St. Gregory of Nyssa, ed. Srawley, n. 32).

6. LOS PADRES LATINOS: JERí“NIMO Y AGUSTíN. Por la aportación que ha brindado a la hermenéutica, Jerónimo es considerado el_”padre” de la exégesis “cientí­fica”. El subraya la importancia del conocimiento de la lengua hebrea y aramea para el estudio del AT y la superioridad del texto original sobre la traducción de los LXX. Utiliza la crí­tica textual. No sólo usa la Hexaplá, sino que, por ser amanuense, sabe comparar los manuscritos y hacer la crí­tica interna para corregir los errores. En lí­nea teórica prefiere el canon breve, al menos en las controversias. A pesar de su carácter autoritario, quiere que se expongan también las opiniones de los demás sobre la exégesis de un pasaje, considerándose tan sólo como un “partner” en la búsqueda. Valora sobre todo la ortodoxia en la explicación de la Sagrada Escritura. Aunque permite y hasta dice algunas veces que es obligatoria la alegorí­a, el sentido del texto es, sin embargo, el literal. Jerónimo conoce también las interpretaciones rabí­nicas midrásicas. Con la Vulgata (en la que el AT es una traducción de la lengua original y el NT es una revisión de la Vetus Latina) Jerónimo dotó a la Iglesia romana de una versión oficial de la Biblia. Por desgracia, a su talento crí­tico no siempre le corresponde el teológico, lo cual no puede, desde luego, decirse de Agustí­n.

Agustí­n que, en proporción con sus otros escritos, no tiene muchas obras exegéticas, navega con seguridad en la interpretación bí­blica. Como en estas páginas es imposible hacer justicia al gran autor, nos limitaremos, igual que en el caso de Orí­genes, a exponer sus principios hermenéuticos, que él sintetiza en los libros II y III de De Doctrina christiana (CSEL 80). En el libro I Agustí­n habí­a establecido que la finalidad del estudio de la Escritura es la caridad, y la Biblia tan sólo un medio para llegar a ella. Así­ pues, las reglas que siguen no tienen un objetivo cientí­fico en sí­ mismas, sino que quieren edificar la vida cristiana (I, XXXV, 39; XXXVI, 40). En la hermenéutica agustiniana es fundamental la distinción entre res y signa (“Signum est enim res, praeter speciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire”: II, 1,1). Los signa pueden ser naturalia o data, y éstos a su vez pueden ser propria o translata (II, X, 15). Esta confusión de signos es lo que hace a la Escritura oscura. Para superar la dificultad de los signa propria hay que conocer las lenguas originales, hebrea y griega, puesto que las metáforas deben traducirse en otras metáforas correspondientes. El recomienda como traducción latina la Itala (Vetus Latina, ¿recensión italiana?) y la griega de los LXX, que tiene más autoridad que el texto hebreo. Pero hay que atenerse a los códices mejores y crí­ticamente revisados.

Para interpretar las locuciones figurativas también es útil el conocimiento de las ciencias que nosotros llamamos profanas, como la música, la matemática, la dialéctica, la lógica, etcétera, ciencias que anticipan nuestras “ciencias auxiliares” (II, XVI, 24: XLII, 63).

En la lectura y en la interpretación de la Escritura pueden surgir ciertas ambigüedades. Para resolverlas, el intérprete “consulat regulam fidei, quam de Scripturarum planioribus locis et Ecclesiae auctoritate percipit”. Si no se resuelve doctrinalmente, “textus ipse sermonis a praecedentibus et consequentibus partibus… restat consulendus”; y si persiste la dificultad, el intérprete es libre para elegir la explicación más adecuada al contexto (III, II, 2,5). Traducido al lenguaje moderno, esto significa que la Escritura no debe interpretarse en contra de la analogia Scripturae o en contra de la doctrina de la Iglesia. Viene luego la inserción del texto filológicamente en el contexto. Establecido el sentido literal, hay que distinguir en las locuciones impropriae la metáfora del sentido espiritual. Las metáforas que se encuentran en las literaturas paganas, por ejemplo, están vací­as y el que se apaciente de ellas se apacienta de bellotas (III, VIII, 12). Los hebreos, por el contrario, que tienen “signos útiles”, los interpretan carnaliter cuando no los comprenden, y spiritualiter cuando los aplican a sus referencias futuras (III, IX, 13).

El error opuesto, según el obispo de Hipona, es el de interpretar como figurativa una locución propia. Elcriterio de distinción es el de ver si el texto mueve a la fe y a la caridad; si no lo hace, hay que interpretarlo alegóricamente. Pero hemos de poner atención en no interpretar así­ ciertos preceptos que no están en consonancia con las costumbres corrientes, pues se perderí­a el objetivo de conducir hacia un amor más alto (III, X, 14s). Al contrario, si alguna narración desdice de la santidad de los personajes bí­blicos, como la famosa “mentira” de Jacob, hay que interpretarla figuradamente (III, XII, 18). Se ve claramente que Agustí­n habla aquí­ más como pastor que como cientí­fico: “Ergo, quamquam omnia vel paene omnia quae in VT libris gesta continentur, non solum proprie, sed etiam figurate accipienda sint: tamen etiam ella quae proprie lector acceperit, si laudati sunt illi qui ea fecerunt, sed ea tamem abhorrent a consuetudine bonorum… figuram ad intelligentiam referat, factum vero ipsum ad mores non transferat” (III, XXII, 32). De aquí­ se deduce con claridad que Agustí­n quiere un sentido literal en todas partes y un sentido espiritual en casi todas, puesto que él lee el AT con ojos cristianos.

En III, XXVII, 38-XXVIII, 39 el santo doctor tiene un texto que habla más o menos de lo que hoy llamamos el sensus plenior. El verdadero sentido de la Biblia es el sensus auctoris, porque es precisamente el que inspira el Espí­ritu Santo, y es a través de la voluntad consciente del autor como Dios habla. Pero si en la dificultad de encontrar el sentido original del autor nos quedamos con dos o más interpretaciones diversas no hemos de apurarnos, puesto que no es imposible que las haya previsto también el autor humano al escribir. Ciertamente las ha previsto el autor divino. Pero hay algunos criterios para admitir esos sentidos. Es preciso que entren en la categorí­a de la analogí­a de la Escritura o de la fe, pero también en la de la razón. Hay que admitir los dos sentidos del texto cuando lo requiere algún otro texto. Así­ pues, hay un sentido del texto más allá del sentido del autor.

Agustí­n conoce también los trópoi, entre los que menciona la alegorí­a, el enigma y la parábola (III, XXIX, 41). Eran los clásicos géneros literarios. Como los demás padres, Agustí­n no conocí­a los del antiguo Oriente, géneros que apenas empezamos a conocer hoy nosotros. Pero queda establecido el principio de que el sentido de una locución se tiene que interpretar según el género a que pertenece.

El libro III del De Doctr. christ. termina (XXX, 42-XXXVI, 56) con una recensión de las siete reglas hermenéuticas de Ticonio, un donatista que habí­a comentado el Apocalipsis. Pueden resumirse de este modo: 1) De Domino et ejus corpore: lo que se aplica al Señor Jesucristo se tiene que aplicar también a la Iglesia, y viceversa; 2) De corpore Domini bipartito: en el presente cuerpo de Cristo, la Iglesia, hay algunos que no estarán con él eternamente; 3) De promissis et lege: o bien, de la naturaleza y de la gracia, de la letra y del espí­ritu; 4) De specie et genere: o la parte por el todo; todo lo que se dice de Jerusalén, de Babilonia, de Judea, ha de aplicarse también a la Iglesia y a sus enemigos donde es posible la aplicación; 5) De temporibus: es la parte por el todo en el tiempo, como los “tres” dí­as de la resurrección; 6) Recapitulatio: cuando el orden cronológico no sigue al lógico; por ejemplo, “novissima hora est” equivale a “semper hora est”; 7) De diabolo et ejus corpore: es el cuerpo mí­stico del diablo.

Además de estos principios teóricos hay que tener en cuenta toda la actividad exegética de Agustí­n, en cuya predicación abunda la alegorí­a,el simbolismo numérico y la tipologí­a. En las obras teológicas, especialmente en las de controversia, interpreta literalmente, según el principio expuesto en Efe 93:8 : sólo del sentido literal se puede sacar un argumento teológico, no de la alegorí­a. En De utilitate credendi 3, el doctor de Hipona distingue cuatro sentidos: literal, etiológico (cuando se da la razón de la afirmación, como en Mat 19:8), analógico y alegórico. Posteriormente santo Tomás los reducirá a dos.

V. LA EDAD MEDIA. La Edad Media conoció una gran actividad escriturí­stica. En los monasterios prevalece la lectio divina: surgen las scholae catedralicias y monásticas, que se convertirán en las universitates, en cuyas cátedras se explica la sacra pagina. Se componen las catenae, florilegios patrí­sticos que comentan cada uno de los pasajes de la Escritura (recordemos sólo la Catena aurea de santo Tomás, sobre los cuatro evangelios). Los padres escogidos suelen ser los latinos, con san Agustí­n a la cabeza, pero sin olvidar a los griegos. Aparecen las glossae, notas marginales al texto sagrado, que luego se convertirán en auténticos comentarios. Se tienen también contactos con los rabinos de la época para conocer la exégesis judí­a. A pesar de toda esta actividad exegética, no se hacen muchos progresos en el campo de los principios hermenéuticos. Se codifican los principios de los padres distinguiendo cuatro sentidos, memorizados en los dos versos latinos: “Littera gesta docet, quid credas allegoria, / moralis quid agas, quo tendas anagogia’. Se pone como ejemplo el significado de “Jerusalén”: en sentido literal es la ciudad histórica, alegóricamente la Iglesia, moralmente es el alma y anagógicamente la ciudad celestial. El respeto a la letra lo es a menudo solamente a las palabras, porque lo que prevalece enla interpretación de los textos es una fantástica alegorí­a. Incluso un alegorista corno Hugo de San Ví­ctor se rebela contra el alegorismo exasperado: “Miror qua fronte quidam allegoriarum se doctores jactitant, qui ipsam adhuc primam litterae significationem ignorant. Nos, inquiunt, Scripturam legimus, sed non legimus litteram… Quomodo ergo Scripturam legitis, et litteram adhuc non legitis? Si enim littera tollitur, Scriptura quid est?” (De Scripturis et scriptoribus sacris praenotatiunculae… c. V: PL 175,12). La letra es el fundamento de la alegorí­a, pero el que sólo sigue la letra “diu sine errore non potest incedere” (PL 176,804 CD).

Santo Tomás, en S.Th., I, 1-10, acepta los cuatro sentidos de los contemporáneos, pero los reduce esencialmente a dos: el litteralis, que comprende el sentido histórico, el etiológico y el analógico de Agustí­n; y el spiritualis, que comprende el sentido alegórico, el tropológico (moral) y el anagógico. El mismo en sus comentarios, sobre todo en los de san Pablo, se muestra muy apegado a la letra; de ella saca su teologí­a con una precomprensión filosófica aristotélica.

VI. LA HERMENEUTICA PROTESTANTE. Los padres y los comentaristas medievales habí­an partido siempre, en su explicación de la Escritura, del presupuesto de la regula fidei, procurando mantener la integridad y la ortodoxia de la doctrina. Además, en los concilios, la Iglesia habí­a ofrecido explicaciones auténticas de algunos pasajes bí­blicos. Todo esto cambia en la exégesis reformista de Martí­n Lutero, que pone la “palabra” en el centro de toda autoridad, ya que en ella es donde Dios nos encuentra. “Palabra” es más amplia que “Biblia”: es la palabra predicada. El AT es Schrift (escritura), mientras que el NT es anuncio y fue escrito en sobreabundancia (WA 12,275,5). Toda la Escritura habla de Cristo; por eso toda la Escritura es evangelio (WA 18,606,29; 46,414,15). Sólo ella da testimonio de sí­ misma. No es la Iglesia la que hace auténtica la Biblia, sino la Biblia la que hace auténtica a la Iglesia (WA 40, I, 119,23). Lo mismo que el Bautista indica a Cristo, pero no por eso es más grande, así­ la Iglesia indica la Biblia, pero está sometida a ella (WA 30, II, 420,18). Así­ se interpreta también la frase de Agustí­n, quien afirmaba que no creerí­a en el evangelio si no lo atestiguase la Iglesia (PL 42,176). La Escritura es “per se certissima, facillima, apertissima, sui ipsius interpres” (WA 7,97,23). Su verdadero sentido no es la fantasí­a de los alegoristas, sino “el espí­ritu del autor”. Esto se dice contra los católicos que apelaban al papa para la interpretación, y contra los entusiastas que reivindicaban para sí­ el Espí­ritu en su interpretación. Es ciertamente el Espí­ritu el que interpreta la Biblia, pero el Espí­ritu que sale de la misma Biblia. El sentido de la Biblia es el literal, un sentido simple, sin oscuridad, en contra de lo que sostienen los “romanistas”.

El principio hermenéutico luterano es la “cristocentricidad” según la analogia Scripturae o analogia evangelio, pero sin referencia a la tradición o al magisterio (WA 12,260,1). La Escritura es también “sui ipsius critica”. Su “apostolicidad” no es solamente la histórica: en efecto, apóstol es todo el que anuncia a Cristo: “Die Christum verkündigen und treiben”, es decir, todo el que lo muestra como salvador. Este es igualmente el criterio de canonicidad. Por eso Santiago y el Apocalipsis, que están lejos del “centro de la Escritura”, el testimonio de Pablo, son menos autorizados que otros libros (WADB 7,384,22-26).

La distinción entre ley y evangelio no coincide con AT y NT, ya que todo el AT puede ser evangelio, mientras que el NT, cuando amenaza y manda, es “ley”. Los dos son al mismo tiempo promesa y cumplimiento, pero todo el evangelio está ya escondido en el AT y el NT lo revela (WA 10, I, 181,15). Aunque el AT es evangelio, es también al mismo tiempo el libro de Israel. Moisés sigue siendo un hebreo y no nos interesa, lo mismo que las leyes de los franceses no interesan a los alemanes, excepto en lo que coinciden con la ley natural. Por eso el AT no es “verbindlich”, sino “vorbildlich”, no “obliga”, sino que “indica” cómo hay que obedecer y creer a Dios (WA 18,81,14.24; 16,372,17). Pero el AT es también el libro de Cristo: como “ley” indica a Cristo, porque nos da a conocer nuestras miserias; como “promesa” y ejemplo mira hacia adelante, a Cristo y a su iglesia. Este es el verdadero “sentido espiritual” del AT (WADB 8,10ss). De hecho, la carta a los Hebreos está llena de ejemplos de “justificación por la fe” de hombres que pertenecí­an a la antigua economí­a (WADB 8,28,24). Lutero no acepta como canónicos los libros deuterocanónicos del AT. Por eso se les llama “apócrifos” en el mundo protestante.

El principio de la sola Scriptura fue posteriormente privilegiado en la llamada “ortodoxia protestante”. Esta propuso una doctrina de la inspiración que se extendí­a a cada coma y a cada signo masorético de los textos griegos y hebreos en el textus receptus e insistí­a en un literalismo material en la interpretación.

Es natural que la postura luterana provocase la reacción del concilio de Trento, que definió que el “evangelio” está contenido “in libris scriptis et sine scripto traditionibus” que la Iglesia “parí­ pietatis affectu ac reverentia suscipit ac veneratur” (DS 1501). Se propone la lista de los libros del AT y del NT que la Iglesia católica considera como canónicos. En esa lista figuran también los deuterocanónicos (DS 1502). Se declara auténtica la Vulgata para la predicación y para las disputas teológicas (DS 1503). Además: “Nemo, sua prudentia innixus, in rebus fidei et morum… Sacram Scripturam ad suos sensus contorquens, contra eum sensum, quem tenuit et tenet Sancta Mater Ecclesia, cujus est judicium de vero sensu et interpretatione Scripturarum sacrarum, et etiam contra unanimem consensum Patrum interpretare audeat, etiamsi hujusmodi interpretationes nullo umquam tempore in lucem edendae forent” (DS 1507).

Los teólogos católicos postridentinos reelaboraron los principios hermenéuticos y profundizaron más aún en la noción de inspiración bí­blica [1 Escritura II], de donde se sigue necesariamente la práctica hermenéutica. En el De locis theologicis de 1563, Melchor Cano distingue entre revelación propiamente dicha, es decir, de verdades que no puede conocer la razón humana, e inspiración incluso en aquellos pasajes que pudieron ciertamente escribirse a partir de un conocimiento humano, pero en los que fue necesaria la inspiración para que fueran compuestos sin error. También Báñez (+ 1604) afirma esta distinción, pero tiende a considerar la inspiración, al menos en ciertos pasajes, como una dictado verbalis que afecta a las palabras y no sólo a las ideas. Roberto Belarmino extiende tanto la inspiración como la inerrancia a cada una de las palabras de la Escritura, en cuanto que cada una de las palabras que contiene pertenece a la fe, habiendo sido dichas por Dios. Estos teólogos eran de tendencia maximalista, bastante cercana a la de los protestantes, aunque no extremista.

Pero al mismo tiempo comenzó también una tendencia minimalista. Ya Francisco Suárez (+ 1617) abandona el dictado verbal, afirmando que el Espí­ritu Santo deja libre al escritor para que escriba las cosas inspiradas según su ingenio, su erudición, su lengua y su carácter. Ni siquiera es necesario que el escritor sea consciente de estar inspirado si no se trata de una propia y verdadera profecí­a. También son conocidas las tres tesis del lovaniense Lesio, censuradas por su Universidad en 1587: 1) Para que algo sea Sagrada Escritura no es necesario que cada una de las palabras hayan sido inspiradas por el Espí­ritu Santo; 2) no es necesario que cada una de las verdades y proposiciones sean inmediatamente inspiradas al escritor; 3) un libro (p.ej., 2Mac) escrito por obra humana sin inspiración del Espí­ritu se convierte en inspirado si el mismo Espí­ritu atestigua que en él no hay errores. Esta tercera proposición se convierte en la inspiratio consequens, al menos como posibilidad, del discí­pulo de Lesio, Jacques Bonfrére, mientras que su contemporáneo Henry Holden restringe la inspiración a los contenidos doctrinales o verdades relacionadas estrechamente con ellas.

VII. EL RACIONALISMO. Hasta ahora las diferencias en el pensamiento hermenéutico se limitaron a la preferencia del sentido literal sobre el alegórico, a la aceptación o no de la tradición eclesial y al modo de interpretar la inspiración. Pero tanto los católicos como los protestantes aceptaban la existencia de un Dios creador trascendente, el dato de la revelación, la posibilidad y el hecho de los milagros, la Escritura como libro sagrado e inspirado que habí­a que interpretar según cánones particulares y la dicotomí­a entre naturaleza y sobrenaturaleza. Todo esto cambia radicalmente en los siglos xvII y xviii con el comienzo, en el terreno filosófico, del racionalismo y del empirismo, así­ como de la ilustración francesa; en el terreno literario, con el descubrimiento de nuevos manuscritos y de nuevos métodos crí­ticos; en el terreno cientí­fico, con el progreso de las ciencias positivas, y, finalmente, en el terreno histórico, con los nuevos métodos de investigación y los nuevos descubrimientos, por no hablar de las innovaciones en el terreno del pensamiento polí­tico.

El resultado de esta revolución ideológica en el terreno bí­blico, y especialmente fuera del área católica, fue un auténtico terremoto que derribó axiomas seculares, pero al mismo tiempo abrió las puertas a una investigación más cientí­fica sobre el texto bí­blico. Es evidente que se produjo un cambio radical en la hermenéutica escriturí­stica.

El primer pensador que se enfrentó directamente con el problema de la explicación de la Escritura según los postulados de la nueva filosofí­a fue Baruc Spinoza (1632-1677), un judí­o que fue luego excomulgado por sus correligionarios. Es conocido su axioma Deus sive Natura para expresar la doctrina de que Dios no es un ente personal trascendente, sino el orden impersonal geométrico que rige el universo, del que son “modos” el pensamiento y la extensión. En ese univeso no puede haber milagros ni hay lugar para una revelación trascendente. Los profetas y los apóstoles atribuyen a Dios sus propios pensamientos y sentimientos religiosos: “Con ayuda de esta regla me he formado un método para la interpretación de los libros santos; y una vez en posesión de este método, me he propuesto esta primera cuestión: ¿Que es la profecí­a? Y después: ¿Cómo se ha revelado Dios a los profetas? ¿Por qué Dios los ha escogido? ¿Ha sido porque tení­an ideas sublimes de Dios y de la naturaleza, o sólo a causa de su piedad? Resueltas estas cuestiones, me ha parecido conveniente establecer que la autoridad de los profetas no tiene peso verdadero sino en aquello que se refiere a la virtud y a la práctica de la vida. En lo demás, sus opiniones son de poca importancia” (Tratado teológico polí­tico, Salamanca 1976, 43). De aquí­ se sigue que “así­ como el método de interpretar la naturaleza consiste en trazar ante todo una historia fiel de sus fenómenos, desde los cuales, por datos ciertos, llegamos a la definición de las cosas naturales, así­ para interpretar la Escritura es necesario comenzar por una historia exacta, y desde ésta también, apoyados en datos y principios ciertos, penetrar por legí­timas consecuencias el pensamiento de los que las escribieron” (ibid, 156). Esto implica una investigación lingüí­stica, la colección y clasificación de los textos que hablan del mismo tema, un examen de las circunstancias de vida del autor y de los destinatarios, de las costumbres de la época y de la historia del texto (ibid, 157ss).

Las reglas exegéticas de Spinoza dominaron durante muchí­simo tiempo, incluso después de su muerte (aun recordando que en parte se reducí­an a las fijadas por los padres antioquenos). Pero sólo a finales del siglo xviii empezaron a aparecer en la exégesis los signos de la precomprensión racional, propios de la filosofí­a de la época. En la exégesis se entiende por racionalismo la exclusión parcial o total de todo hecho o doctrina que no entre en los esquemas de la razón humana. Tal es el caso de los milagros, de las teofaní­as, de la encarnación, del nacimiento virginal y de la resurrección. Mientras que toda la tradición cristiana hasta el siglo xviii habí­a argumentado del hecho a la posibilidad, los racionalistas argumentaban de la imposibilidad a la no realidad, basándose no sólo en las corrientes filosóficas, sino también en una visión del mundo mecanicista, común en el siglo xix. La crí­tica escriturí­stica más devastadora tuvo lugar en el campo de la vida de Jesús, como se observa muy bien en el libro Von Reimarus zu Wrede, de Albert Schweitzer, de 1906. En 1774 G.E. Lessing publicó un manuscrito póstumo de H.S. Reimarus, muerto unos años antes, que explica el hecho cristológico con un radicalismo inaudito hasta entonces. Jesús, según Reimarus, no habí­a realizado ningún milagro. Se habí­a limitado a predicar la cercaní­a del reino de Dios, entendido -según el uso rabí­nico- polí­ticamente, y se hizo reconocer por algunos discí­pulos como rey mesí­as. Entró en Jerusalén sobre un asno como señal para empezar la sublevación, pero ésta fracasó y Jesús fue ajusticiado. Los discí­pulos se llevaron su cuerpo, dejaron que se descompusiera; luego anunciaron su resurrección y se atuvieron a una idea mesiánica secundaria apocalí­ptica que se inspiraba en el retorno del Hijo del hombre de Dan 7. Así­ se creó el cristianismo, que Jesús no habí­a entendido nunca como una nueva religión. El cristianismo es, pues, un fraude de los discí­pulos, decepcionados por el fracaso de la marcha sobre Jerusalén.

Como sucede a menudo, un libro que propone ideas tan radicales primero causa escándalo, pero poco a poco comienza a encontrar defensores e imitadores. En efecto, con Reimarus comienza el racionalismo pleno en la explicación de la vida de Jesús. El exponente más caracterí­stico es H.E.B. Paulus, que escribió en el 1828 una vida de Jesús. Paulus considera los milagros como secundarios, ya que el verdadero “milagro” es el propio Jesús. Por eso él intenta explicar los milagros de modo que entren en los lí­mites de la razón. Para Paulus todo lo que existe, al ser signo de la omnipotencia de Dios, es ya milagro. Por tanto, las curaciones se explican en relación con ciertas medicinas secretas o cierta dieta (el ayuno); la tempestad calmada se comprende como un acto de obediencia al consejo de Jesús de poner la barca junto aun acantilado para guarecerla del viento; la multiplicación de los panes se entiende como un ejemplo de los panes que compartieron los discí­pulos con los demás, de forma que todos se sintieron movidos a hacer lo mismo; la transfiguración no es más que un fenómeno de contraluz; la resurrección nunca tuvo lugar, porque Jesús sólo habí­a muerto en apariencia; la ascensión fue la desaparición de Jesús en el monte envuelto en nubes. El único suceso sobrenatural fue el nacimiento de Jesús, ya que el Espí­ritu Santo inspiró la fe en Marí­a y el poder de concebir a Jesús, en el que residí­a el “Espí­ritu del mesí­as”.

El colmo del racionalismo historicista lo alcanzó Bruno Bauer, que, considerando toda la teologí­a contenida en los evangelios en torno a la vida de Jesús, negó que Jesús hubiera existido alguna vez; sus biografí­as son novelas escritas bajo la influencia de las literaturas mediterráneas y apocalí­pticas.

Schleiermacher traslada el racionalismo histórico a la teologí­a protestante, que domina la escena hasta el retorno a la ortodoxia protestante de Barth. Por el influjo que tuvo sobre Bultmann, hemos de decir ahora algo sobre la Leben Jesu de D.F. Strauss, aparecida en 1835/1836. Mientras que los racionalistas clásicos habí­an eliminado lo sobrenatural en los evangelios o habí­an dado de ello una explicación naturalizante, Strauss lo coloca en la categorí­a del “mito”, que no hay que eliminar, sino explicar teológicamente. Define el mito como un “revestimiento histórico de las ideas religiosas de los primitivos cristianos, que fue modelado por el poder inconscientemente inventivo de la leyenda y que luego fue incorporado en una personalidad histórica” (Introd.). Jesús tení­a la misión de reconciliar a la humanidad y a la divinidad; el mito ontologiza esta obra como la de un Dios-hombre y ayuda a hacer vivir el mensaje a sus discí­pulos. En cuanto a los milagros, Strauss dice que Jesús pudo ciertamente realizar algunas curaciones, pero la forma de contarlas está tan impregnada del estilo del AT y de la apocalí­ptica que es imposible separar la idea del acontecimiento. Lo que Strauss llamaba mito, hoy lo identificamos con el estilo midrásico, o bien con la teologí­a redaccional, sin negar por eso lo sucedido. La vocación de los primeros discí­pulos está inspirada en las leyendas de Elí­as y de Eliseo; la tentación está estructurada sobre los sucesos del éxodo; el episodio en el templo se refiere al versí­culo “Mi casa será llamada casa de oración”. También los milagros sobre la naturaleza, la transfiguración y el nacimiento son expresiones de una idea. Finalmente, la resurrección es irreal, pues de lo contrario no serí­a real la muerte. Por tanto, Strauss no racionaliza al modo de Paulus, sino que teologiza dando el significado del relato. El verdadero Jesús es el Jesús de la escuela liberal, un predicador moral de la paternidad de Dios y de la hermandad entre los hombres, que constituirá el reino de Dios.

A la escuela liberal, que ofrece como obra clásica la Vie de Jésus de Renan, se opone la escuela escatológica, que culmina en la obra de Albert Schweitzer. Jesús era un profeta escatológico. El reino de Dios no es de naturaleza moral, sino escatológica, de próximo acontecimiento.

El objetivo principal de todas estas “vidas de Jesús” era hermenéutico. Es decir, se querí­a presentar un Jesús a través de hermenéuticas que habí­a abandonado el clásico presupuesto de la regula fidei, sustituyéndolo por una precomprensión derivada de las filosofí­as corrientes y de un cristianismo racionalizado. Por tanto, no es de extrañar que en el área protestante todo haya contribuido a la desorientación de los simples creyentes, causando un escepticismo no sólo doctrinal sino incluso histórico. Todaví­a es menos extraño si se piensa que un Martin Kahler, en su libro Der sogenannte historische Jesus und der biblische geschichtliche Christus (1892), no sólo distingue al Jesús de la historia del Cristo de la fe, sino que distingue además Historie de Geschichte. Con esta distinción entre investigación histórica y significado de la historia intenta salvar de manos de los investigadores al Cristo predicado por la Iglesia. No obstante, es innegable que las aportaciones de la crí­tica bí­blica han sido muchas veces verdaderas aportaciones a la ciencia escriturí­stica.

Hemos puesto el ejemplo de la revolución hermenéutica en el terreno de los evangelios para ilustrar lo que acontecí­a en el siglo xtx en el mundo protestante. Esta revolución no era menor en los estudios veterotestamentarios. De ambas se resiente toda la teologí­a de la reforma.

VIII. LA HERMENEUTICA COMO PROBLEMA FILOSí“FICO-TEOLí“GICO. Al mismo tiempo que el movimiento hermenéutico racionalista, comenzó también en Alemania una teorización de lo que significa “hermenéutica” respecto a todas las ciencias humanas, especialmente en los estudios clásicos.

El primero que distinguió entre análisis filológico y hermenéutica fue Friedrich Ast (1778-1841). No se limita a la hermenéutica de la letra y al significado de las palabras en su contexto, sino que va de la hermenéutica del sentido a la del espí­ritu.

El espí­ritu es la Gestalt de la obra. Es lo que dice más que la suma de las partes de una obra. Es lo que sitúa en el espí­ritu atemporal, a través del cual es posible comprender la antigüedad y el espí­ritu de una sociedad.

F.A. Wolf, contemporáneo de Ast, dice que la hermenéutica no es sólo el arte de la explicación, sino también de la comprensión, por lo que no basta el análisis filológico, sino que se necesita también la intuición. Hay tantas hermenéuticas como són las ciencias, y la hermenéutica filosófica solamente sirve como criterio para juzgar de la exactitud de las otras explicaciones.

Wolf y Ast eran predecesores de Schleiermacher, el cual define la hermenéutica como “ars intelligendi ” lo mismo que Wolf. Para comprender a un autor hay que invertir el proceso de la composición de un libro. Un autor tiene una intuición, la conceptualiza, busca las formas sintácticas y las palabras para expresar sus ideas. El lector comienza por las palabras y la sintaxis, llega a las ideas, pero alcanza la intuición primitiva del’ autor sólo a través de la “congenialidad”, de la chispa psicológica que une al autor y al lector: “El método adivinatorio es aquél en que el hombre se transforma en otra persona para poder aferrar directamente su individualidad” (Hermeneutik, ed. Kimmerle, p. 109). Esto sucede en todas las ramas de la ciencia, y la hermenéutica filosófica se convierte en la ciencia de las leyes que gobiernan aquella comprensión global que se necesita para extraer el significado de un texto. Nótese el psicologismo subjetivista que caracteriza a la teorí­a de Schleiermacher.

Una gran aportación a esta ciencia naciente fue la de W. Dilthey (1833-1911). Este autor distingue ante todo entre las ciencias positivas y las humanistas (Geisteswissenschaften). La hermenéutica es el fundamento de estas últimas, y tiene la finalidad de descubrir un método objetivamente válido para interpretar la vida profunda del hombre. El problema es epistemológico, no metafí­sico; por eso Dilthey añade a las dos “razones” de Kant una razón histórica. Si el hombre quiere conocerse a sí­ mismo, no le sirve la introspección. Las ciencias humanistas arrojan luz sobre la experiencia interna del hombre sin objetivarla, como hacen las positivas. Hay que invertir ciertamente el proceso de composición para comprender, como en Schleiermacher; pero el término último no es sólo la otra persona, sino todo su mundo histórico-social con sus imperativos morales, comunión de sentimientos, relaciones humanas, sentido de belleza, etc. Nosotros explicamos los hechos de la naturaleza, pero comprendemos la vida espiritual. Son tres las etapas del proceso hermenéutico: la experiencia, la expresión, la comprensión. La primera es una unidad que precede a toda conciencia, y por tanto a toda división sujeto-objeto. La experiencia no es subjetiva, sino objetiva, en cuanto que es un dato real, para mí­. Es dinámicamente temporal, en cuanto que abraza el recuerdo del pasado y anticipa el futuro. No puede haber una hermenéutica atemporal, sino que cada época tiene su comprensión. La expresión no debe entenderse en la acepción romántica de manifestación de unos sentimientos, sino como objetivación de la mente, de los pensamientos y de la voluntad del hombre en una época determinada, y particularmente en la literatura, la cual constituye el lenguaje de la experiencia. Así­ pues, una obra literaria no solamente deja al descubierto la psicologí­a del autor, sino la experiencia de todo su mundo socio-cultural. La tercera operación es la comprensión. La comprensión sólo es posible a través de una precomprensión, en la que se encuentran el autor y el lector, el espí­ritu del uno y el espí­ritu del otro, el mundo del uno y el “mundo del otro.

La palabra hermenéutica no puede prescindir hoy de la filosofí­a de Martin Heidegger. Ya en Sein und Zeit (1927) este filósofo, distinguiendo entre el ser y los seres, habí­a propuesto estudiar el ser que mantiene a los otros seres en la existencia (no se piensa en Dios) y los preserva de recaer en la nada. Este estudio no puede llevarse a cabo a partir de los seres, ya que se caerí­a inmediatamente en el esquema objeto-sujeto y en la metafí­sica, como ocurrió con Platón. El ser sólo se puede estudiar en cuanto que se manifiesta en el hombre (Dasein). El hombre, como en Dilthey, no es una esencia preconstituida absoluta, sino su misma posibilidad. El no ha escogido existir, sino que se ha encontrado como arrojado a la existencia, que tiene que mantener ganándola con sus opciones. Es una trascendencia finita, cuya estructura mantiene relaciones con el mundo que lo rodea. Si el Dasein se despersonaliza, como un ser cualquiera, la suya es una existencia inauténtica. Ha de luchar continuamente para ganarse la propia existencia, pues de lo contrario caerí­a de nuevo en el nivel de los objetos (Verfallenheit). No se trata de una caí­da moral, aun cuando Bultmann piense en una analogí­a con el pecado original. El afán por crear siempre el propio futuro puede convertirse en terror, especialmente ante la muerte. El horizonte en que se desarrolla el ser es el tiempo; por tanto, la historia no es una serie de sucesos en los que participe el hombre, sino algo que acontece continuamente, ya que el hombre es histórico por naturaleza. Así­ pues, el estudio de la historia es un preguntarse cómo comprendió el hombre en el pasado su propia existencia, de forma que esta comprensión pueda abrir las posibilidades para el futuro. El lenguaje del hombre es la hermenéutica del ser.

El llamado “segundo Heidegger” ha desarrollado esta última proposición explicando la palabra verdad, alétheia. La verdad ha de entenderse como un desvelarse del ser al hombre, que se convierte, primero en pensamiento y luego en lengua, en portavoz de la voz muda del ser. Por tanto, el hermeneuta no es uno que explique solamente el significado de las palabras. Las palabras no son más que un medio para llegar al lenguaje de una época, un lenguaje que habí­a sido quizá demasiado limitado para expresar la riqueza de la experiencia de la revelación del ser, y que ahora hay que retraducir a otro lenguaje.

El heredero del segundo Heidegger es din duda H.G. Gadamer. En 1960 publicó Wahrheit und Methode, una obra donde sostiene la preeminencia del texto sobre el autor. En efecto, un texto escrito pierde en parte la paternidad del escritor para adquirir la del lector. El texto y el lector tienen cada uno su propio horizonte, los cuales, al fundirse en la interpretación, crean una nueva realidad. El horizonte del lector sirve como precomprensión y está constituido por el hilo conductor de la tradición, que tiene su origen en el pasado, donde hemos nacido como en un rí­o que fluye. Para Gadamer ninguna explicación puede ser absoluta y definitiva, ya que cada generación tiene que leer el texto y medirse con él para poder dar vida a una nueva verdad, originada por el lenguaje que le es propio.

IX. BULTMANN Y LAS DIVERSAS ESCUELAS MODERNAS. En Rudolph Bultmann el matrimonio entre la hermenéutica filosófica y la Biblia se realizó de forma tan violenta que produjo todas las llamadas teologí­as hermenéuticas modernas. Ya Karl Barth, en su comentario a la Carta a los Romanos (1918), habí­a reaccionado contra el racionalismo de Schleiermacher, reconduciendo la teologí­a protestante a la ortodoxia luterana. A pesar de basarse en la exégesis literal e histórica, Barth quiso también escribir un comentario que tuviera eco en la manera de pensar y en las necesidades del hombre contemporáneo. Bultmann lo aprueba, pero su idea de hermenéutica va más allá. Depende de Dilthey a través del Heidegger del Sein und Zeit. Para Bultmann no existe una hermenéutica especí­ficamente bí­blica. Todo texto antiguo debe ser estudiado con los acostumbrados métodos filológicos; pero no para llegar a un entendimiento objetivante del mismo, sino para lograr una comprensión de mi existencia en diálogo con su autor. Cualquier documento puede hablarnos si lo interrogamos de forma adecuada. Lo mismo que nuestra idea de la existencia no es estática, sino siempre abierta, problemática y capaz de desarrollo, así­ también el texto no es mudo, sino vivo, y nos habla, entra en diálogo con nosotros, mostrándonos las diversas posibilidades que tenemos de comprender la existencia. Para interrogar al texto de forma adecuada parto de una precomprensión, que hay que distinguir del prejuicio que cierra el diálogo y lo objetiviza. Esta precomprensión no es la congenialidad de Schleiermacher o la experiencia de Dilthey, sino mi autocomprensión existencial, incompleta al principio, pero destinada a ser una nueva verdad en el diálogo. La comprensión de un texto no es nunca definitiva, como tampoco es definitiva la precomprensión; se desarrolla a través del análisis existencial para alcanzar una decisión existenciaria capaz de cambiar mi vida. Sólo en ese momento puedo decir que he comprendido un texto. Una comprensión teórica puede seguir siendo todaví­a precomprensión, pero no es aún verdadera inteligencia.

De todo esto se sigue que incluso cuando a través de un buen análisis filológico comprendo la teologí­a de la Biblia, ésta sigue estando ante mí­ como un objeto, y como un objeto que no me puede interpelar porque habla un lenguaje de hace dos mil años, un lenguaje mí­tico, como habí­a dicho Strauss. Mito, para Bultmann, es representar lo ultraterreno como terreno, lo divino como humano, lo sobrenatural como natural. Implica una directa intervención de lo sobrenatural en la concatenación cotidiana de causa y efecto, insoportable e ininteligible para el hombre moderno, empapado de una visión cientí­fica del mundo. Por tanto, el milagro, el sacramento, la encarnación, la resurrección y otras nociones semejantes no pueden ser aceptadas por la mentalidad moderna. Sin embargo, no pueden ser simplemente negadas, sino desmitizadas, o sea, traducidas a un lenguaje inteligible hoy para nosotros, y este lenguaje es el existencial que nos ha ofrecido Heidegger.

Asentado este principio y este método, Bultmann pasa a la construcción, en los cuatro volúmenes de Glauben und Verstehen, de todo un sistema teológico existencial. En este sistema es importante la negativa a objetivar a Dios o la revelación, que los reducirí­a a objetos, es decir, a í­dolos. La teologí­a es fundamentalmente antropocéntrica y quiere hablar de las posibilidades del hombre, el cual es posibilidad, es sóma (cuerpo), no en el sentido griego, sino en cuanto objeto de su propia decisión abierto al bien y al mal. La existencia inauténtica de Heidegger se convierte en el pecado de la teologí­a bultmanniana. La esencia del pecado es la soberbia de la “carne”, es el querer crear el propio futuro en vez de esperarlo de Dios; es, por tanto, la incredulidad, a la que se opone la fe, que es apertura del hombre al futuro de Dios. Pero la fe es fe en Cristo. Esto no significa una fides quae objetivante de que Jesús era el Cristo y de que la cruz de Jesús me salva porque era la cruz de Cristo. El proceso es inverso. En mi encuentro con la palabra de Dios acontece el único hecho sobrenatural que admite Bultmann, esto es, el “creer”. Este “creer” constituye para Bultmann el acontecimiento salví­fico (Heilsgeschehen). En este “creer” Jesús se convierte en el Cristo para mí­ y la cruz de Jesús se convierte en la de Cristo para mí­. Viene luego la tesis tan conocida de Bultmann sobre la falta de continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. La fe no tiene ninguna necesidad de apoyarse en la historia, como tampoco tiene necesidad alguna de apoyarse en la razón, según el principio luterano. Dejando aparte el escepticismo de Bultmann sobre la historicidad de los evangelios sinópticos como consecuencia de su teorí­a de la Formgeschichte, la razón de la separación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe es estrictamente teológica. Es esta tesis la que ha suscitado tanta reacción incluso entre sus mismos discí­pulos, especialmente Kásemann, que acusan a Bultmann de cuasidocetismo y de subjetivización de la salvación, privándola del extra nos que la constituye.

De cuanto hemos dicho se deduce que la hermenéutica desmitizante de Bultmann es, por una parte, la continuación en clave existencial de D.F. Strauss, y por otra la prosecución o, mejor dicho, la aplicación teológica de la hermenéutica de Dilthey y de Heidegger al NT. Pero la hermenéutica bultmanniana va más allá de la simple exégesis del texto o de la adaptación a nuestros tiempos en el sentido barthiano. Es una hermenéutica que se convierte en todo un sistema teológico interpretativo, no sólo de las palabras, sino del mismo contenido (die Sache, sachlich).

1. LA “NUEVA HERMENEUTICA”. Bultmann se habí­a inspirado en el primer Heidegger; pero, como hemos visto, aquel filósofo prosiguió su reflexión sobre el lenguaje. Ernst Fuchs y Gerhard Ebeling se apoyaron en el segundo Heidegger y en Gadamer para iniciar su “Nueva Hermenéutica”, la cual supone la desmitización de Bultmann, pero también la crí­tica a su separación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.

La Nueva Hermenéutica parte de los presupuestos hermenéuticos de Bultmann, tal como se expusieron más arriba, pero desarrolla la noción de lenguaje. El lenguaje no tiene una función puramente informativa, sino que es provocativo y quiere conducir a una decisión en una “hora” determinada. El valor de una palabra se mide por sus efectos. Así­ pues, lo que Bultmann llamaba Heilsgeschehen, en la Nueva Hermenéutica se llama Wortgeschehen (acontecimiento lingüí­stico). El lenguaje es la hermenéutica del acontecimiento. Al entrar en la tradición cultural o religiosa, se queda allí­ cristalizado, hasta que no se descubra de nuevo y vuelva a ser un acontecimiento nuevo. El hombre no solamente crea el lenguaje, sino que también es creado por él, en cuanto que el patrimonio lingüí­stico le indica sus posibilidades de actualización. Por tanto, leer un texto bí­blico no es interpretarlo; es el texto el que me interpreta a mí­, en cuanto que me provoca a una decisión semejante al acontecimiento de donde dimanó. Este nuevo acontecimiento impulsa a una nueva traducción al lenguaje, y por tanto al kérygma que lo mantiene con vida.

Aplicando todo esto a la cuestión del Jesús histórico, Fuchs y Ebeling, a quienes se une James Robinson, insisten en la posibilidad y en la necesidad de conocer al Jesús histórico, en contra de la tesis de Bultmann. ¿Por qué? La razón es que nos llamamos cristianos en cuanto que apelamos a la experiencia de autocomprensión frente a Dios, o sea, a la fe del Jesús histórico. Los dichos y los hechos de Jesús no son más que el lenguaje con que él expresó este acontecimiento de fe. Este lenguaje pasó al patrimonio cristiano en que hemos nacido. Una hermenéutica de este lenguaje, por consiguiente, no se limita a explicar su significado histórico (abundante y mí­tico), sino a penetrar dentro de él para redescubrir la fe de Jesús, que deberí­a provocar un acontecimiento semejante hoy en mí­, un acontecimiento personal y colectivo que luego prorrumpa de nuevo en un lenguaje kerigmático moderno, que pasará de nuevo al patrimonio cristiano para volver, a ser acontecimiento en el futuro. Este es el concepto de “tradición” de la Nueva Hermenéutica: no ya la transmisión de un contenido, sino de un lenguaje-acontecimiento.

2. LAS “TEOLOGíAS HERMENEUTICAS”. Una vez aceptado el principio de que la hermenéutica va más allá de la exégesis y sirve para dar una respuesta “escriturí­stica” al hombre moderno que la interroga sobre la propia existencia, empezaron a preguntarse por qué el lenguaje del hombre moderno iba a ser solamente el de Heidegger y no también el de Marx, el de Freud o el de cualquier otro filósofo contemporáneo más popular aún que el existencialista. Y entonces empezaron a pulular varias escuelas de hermenéutica escriturí­stica basadas en las diversas filosofí­as contemporáneas, que han producido otras tantas auténticas “teologí­as hermenéuticas”.

En efecto, ya en 1963 Paul van Buren, en el libro The Secular Meaning of the Gospel, utiliza la filosofí­a analí­tica para explicar el evangelio al hombre secularizado de hoy que no acepta lo sobrenatural. Fernando Belo adopta la filosofí­a marxista para producir el libro Lectura materialista del evangelio de Marcos (Estella 1975), donde se lee la vida y el mensaje de Jesús en clave de lucha entre burguesí­a y proletariado. La Teologí­a de la liberación: Perspectivas, de G. Gutiérrez, es muy conocida como interpretación polí­tica del evangelio, extendida a todas las ramas de la teologí­a y de la espiritualidad, particularmente en América Latina. También el estructuralismo ha querido decir su propia palabra, más como método exegético que como hermenéutico. Daniel y Aline Patte lo demuestran en su obra Pour une exégése structurale (1978). Daniel Patte aplica el método a un estudio de la teologí­a de las cartas paulinas en su último libro, Paul’s Faith and the Power of the Gospel: A structural Introduction to the Pauline Letters (1983), que hace resaltar algunos aspectos difí­cilmente reconocibles con métodos exegéticos tradicionales. R.A. Culpepper ha hecho lo mismo con Juan en Anatomy of the Fourth Gospel: A Study in Literary Design (1983).

No podí­a faltar la filosofí­a de Wittgenstein como trampolí­n para consideraciones hermenéuticas. En ella se inspira, por ejemplo, la aportación de A.T. Thiselton en The Two Horizons (1980), con el que intenta iluminar a san Pablo. También la filosofí­a de A.N. Whitehead ha dado comienzo a una nueva teologí­a, llamada “Process Theology” en los Estados Unidos, que tiene analogí­as con la de Teilhard de Chardin. En el espacio de este artí­culo es imposible extendernos en estas nuevas hermenéuticas, incluso porque son de valor muy diverso en su aproximación a la Escritura.

Pero de una de estas hermenéuticas nos gustarí­a decir algo más, debido a la luz que arroja sobre el lenguaje simbólico de la Biblia. Paul Ricoeur es un filósofo y un creyente; que utiliza las aportaciones de Héidegger, de Gadamer, de Freud y de los estructuralistas en su intento de crear una hermenéutica del sí­mbolo y del testimonio. W. Dilthey habí­a dicho que el hombre tiene que estudiarse a sí­ mismo a través de las manifestaciones culturales en su propia historia. Ricoeur recoge esta idea, pero afirmando que muchas de estas manifestaciones culturales están codificadas en signos o sí­mbolos o mitos, los cuales tienen una función retrospectiva hacia su origen y una cara teológica que mira hacia adelante con la finalidad de que madure el hombre. Estos sí­mbolos y mitos tienen que descodificarse con los métodos que el psicoanálisis ha puesto a nuestro servicio, comprendidos de nuevo y hechos objeto de reflexión hermenéutica para ser reintegrados en el momento presente de nuestra maduración. El lenguaje bí­blico es muchas veces simbólico (pensemos en el “pecado original”), y la hermenéutica no debe ni eliminar el mito, como hace Bultmann, ni reducirlo a los orí­genes del instinto, como hace Freud, sino desentrañar su verdadero significado y su función dinámica para integrarlo en el proceso teológico. “El mito da que pensar” es el tí­tulo del último capí­tulo de Finitud y culpabilidad (Taurus, Madrid 1969, 699ss), que resume una parte importante del pensamiento de Ricoeur [/ Mito II; / Sí­mbolo].

X. LA HERMENEUTICA CATí“LICA HASTA EL VATICANO-II Y EN EL PERíODO POSCONCILIAR. Habí­amos dejado nuestra exposición de la hermenéutica católica postridentina en el siglo xviii. Con el racionalismo dominante del siglo xvnl los católicos no entraron nunca en diálogo más que para refutarlo. La exégesis seguí­a el método tradicional, perturbada solamente por alguna que otra idea menos recta procedente de dentro. La encí­clica Providentissimus Deus, de León XIII (1893, EB, n. 8lss), se limita a subrayar la seriedad de los cursos escriturí­sticos que han de hacerse y a afirmar que un texto no puede ser interpretado de forma contraria a la tradición, al consenso unánime de los padres o a la analogia fidei; pero los católicos eran libres para proseguir el estudio de los textos difí­ciles. Se recomienda el estudio de las lenguas orientales, del arte crí­tica y de las ciencias naturales, cuyos fenómenos se describen a menudo en la Escritura con un lenguaje popular. La encí­clica da además una definición de la inspiración [/ Escritura II], que se ha hecho clásica: “Nam supernaturali ipsi virtute ita eos ad scribendum excitavit et movit, ita scribentibus adsistit, ut ea omnia eaque sola, quae ipse juberet, et recta mente conciperent, et fideliter conscribere vellent, et apte infallibili veritate exprimerent” (EB 125).

En el primer decenio de nuestro siglo surge en la Iglesia el problema del modernismo. Algunos teólogos y exegetas se habí­an aproximado de pronto a todo lo que acontecí­a en el mundo protestante, en la crí­tica histórica y particularmente en el mundo cientí­fico. Evidentemente surgieron centenares de problemas teológicos y exegéticos sobre cómo conciliar la fe con todos estos datos nuevos. Los católicos no estaban preparados todaví­a para afrontar estos problemas debido a su prolongado aislamiento del pensamiento contemporáneo, exceptuando algunos intentos teológicos más bien poco afortunados. Visto, además, el efecto negativo que el racionalismo producí­a entre los protestantes, Pí­o X no dudó en intervenir y, con la encí­clica Pascendi y el decreto Lamentabili, de 1907, puso tantos frenos a la investigación bí­blica que los exegetas católicos realizaron durante treinta años muy poco progreso hermenéutico. Entretanto, sin embargo, gracias al Instituto Bí­blico de Roma y a la Escuela Bí­blica de los dominicos en Jerusalén, se fueron preparando en el terreno bí­blico investigadores válidos, capaces de recoger el desafí­o en tiempos más propicios.

La encí­clica Spiritus Paraclitus, de Benedicto XV (1920), se limitó a no excluir ningún pasaje bí­blico de la inspiración, a afirmar que la historia bí­blica no habí­a sido escrita “secundum apparentias” y que los autores bí­blicos no se limitaron a referir la verdad solamente como se decí­a en su tiempo, exhortando, por otra parte, a que no se exagerase con teorí­as como las de la “citas implí­citas”, del sentido “pseudohistórico” y “tipos de literatura”. El verdadero sentido de la Escritura ha de ser considerado el literal, al que pertenecen también las metáforas (EB 444s).

La Divino Afflante Spiritu, de Pí­o XII (1943), fue la “luz verde” que permitió la prosecución de la investigación razonablemente libre entre los exegetas católicos, cuyo primer fruto serí­a la Bible de Jérusalem y el Catholic Commentary on Holy Scripture. La encí­clica hablaba de “géneros literarios” y de “formas literarias” y subrayaba la importancia de las traducciones a partir de la lengua original, ya que la Vulgata sólo tení­a una autoridad jurí­dica, no crí­tica. Recogió la afirmación de Benedicto XV según la cual el sentido de la Escritura era el literal; y, en cuanto al sentido espiritual, habí­a que admitir solamente el entendido por Dios. Exhortaba a la crí­tica textual e histórica a hacer uso de los hallazgos cientí­ficos, arqueológicos y literarios recientes para crear una armoní­a entre la exégesis y la ciencia, afirmando además que los textos bí­blicos, cuyo sentido habí­a sido determinado por la Iglesia o por los padres, eran pocos(EB 538ss). En una Carta al cardenal Suhard, Pí­o XII habló también de los once primeros capí­tulos del Génesis, diciendo que no eran “historia” en el sentido clásico.

Todo esto preparó el terreno para el florecimiento de los estudios bí­blicos en la Iglesia católica, que ejercieron un influjo preponderante en el concilio Vaticano II. Quedaba un último escollo por superar: la Formgeschichte de los / evangelios, campo de batalla de la retaguardia tradicionalista en ví­speras del concilio; pero fue superado con la Instructio de historica Evangeliorum veritate, de la Pontificia Comisión Bí­blica (1964).

Dados estos presupuestos, el Vaticano II llevó a cabo una verdadera revolución en la hermenéutica respecto a los decenios anteriores. La constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum tuvo la historia más agitada de todos los documentos conciliares. Repasemos los rasgos más destacados que afectan de cerca a la hermenéutica.

Al comienzo se indica que la revelación tiene lugar por medio de palabras y de acontecimientos í­ntimamente unidos y que se iluminan mutuamente (DV 8). El contenido de la tradición apostólica sobre la fe y las costumbres se transmite (y esto es una prolongación) en la doctrina, la vida y el culto de la Iglesia a las sucesivas generaciones (DV 8). Por medio de ella conocemos el canon de la Sagrada Escritura, y ella crece en su inteligencia; es, por tanto, una tradición viva. La Iglesia no alcanza su certeza solamente de la Escritura, sino también de la tradición; ambas forman una sola cosa en cierto modo (DV 9). El magisterio eclesial interpreta las dos. No está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, la escucha, la expone y la transmite (DV 10). Los libros de la Sagrada Escritura tienen a Dios como autor, que “se valió de hombres elegidos que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios querí­a… Se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (DV 11). Esta definición de la inspiración es menos detallada que la que presentaba la Providentissimus Deus. Se evita la palabra “inerrancia” y se subraya la cualidad positiva de “verdad”, que es relativa al plan salví­fico de Dios. Es importantí­simo para nuestro tema el número 12 de la DV, que trata de la interpretación bí­blica. Se subraya el sensus auctoris, ya que en él se encuentra lo que Dios quiso manifestar con las palabras. Hay que tener en cuenta los “géneros literarios” entonces en uso y los modos de expresarse contemporáneos. La Escritura “se ha de leer e interpretar con el mismo Espí­ritu con que fue escrita”, y por eso hay que atender a la analogia Scripturae, a la tradición y a la analogia fidei, sometiéndolo todo al juicio de la Iglesia.

Respecto al AT, la DV afirma que es verdadera palabra de Dios y que ocupa un valor perenne en la economí­a de la salvación (DV 14). Significa con diversos tipos la llegada de Cristo y, aunque contiene cosas imperfectas y temporales, se capta en él, sin embargo, un profundo sentido de Dios, enseñanzas sanas, sabidurí­a y tesoros de oración, de forma que “Novum in Vetere lateret, et in Novo Vetus pateret” (DV 15.16).

Los números 18 y 19 de la DV son importantí­simos para la crí­tica y la hermenéutica de los evangelios. Se afirma la naturaleza kerigmática de los mismos, pero subrayando fuertemente su historicidad. Contienen un compendio de la predicación sobre los hechos y los dichos de Jesús vistos a la luz de la resurrección y del Espí­ritu, sintetizados o bien explicados en relación con la situación de las Iglesias.

Estas afirmaciones del concilio parecen obvias al lector de nuestros dí­as; pero si se leen con referencia a la larga historia precedente y a las controversias entre católicos y protestantes, se podrá comprender todo el equilibrio y la apertura de la Dei Verbum. La revelación no es ya “un libro bajado del cielo”, sino que Dios se revela mediante sus acciones y sus palabras en la historia. El concepto de tradición se amplí­a a toda la vida de la Iglesia; la tradición va creciendo, no ya constitutivamente, sino hermenéuticamente, en su comprensión, bien por obra de la maduración de los fieles, bien gracias a la predicación carismática de los pastores. La Escritura es considerada como un momento inspirado de la tradición, y la tradición se convierte en el contexto de la Escritura. Se afirma igualmente la función del magisterio como servicio a la “palabra”. La verdad de la Escritura no comprende las afirmaciones “profanas” de la Biblia, sino que está en relación con la historia de la salvación. Por lo que se refiere al aspecto hermenéutico, se afirma el sentido literal, que es el sentido del autor humano a través del cual habla el Espí­ritu; por eso mismo todos los modernos métodos filológicos, históricos y arqueológicos quedan valorados, particularmente los “géneros literarios”. Por el contrario, se rechaza totalmente la interpretación racionalista, en cuanto que es el Espí­ritu el que interpreta las Escrituras dentro del ámbito de la anlogia fidei et Scripturae y de la tradición carismática. El método de la Formgeschichte se da por supuesto, y solamente se rechaza el escepticismo histórico sobre la vida de Jesús. Se acepta también la tipologí­a horizontal del AT, sin que se mencione la alegorí­a vertical de tipo origeniano, que por lo demás habí­a sido abandonada hace tiempo por los exegetas.

A pesar del inmenso progreso y de la amplia apertura que hay que reconocer al Vaticano II, la DV se limitó a dar algunos principios útiles para la exégesis estricta de la Sagrada Escritura, dejando intacto el problema de la hermenéutica como “lenguaje”, que quiere traducir el mensaje evangélico para que resulte comprensible al hombre moderno. Este problema, sin embargo, encuentra plena expresión en las dos exhortaciones apostólicas Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, y Catechesi tradendae, de Juan Pablo II. Estos documentos oficiales prefieren la expresión “inculturación” a la otra más genérica de “hermenéutica”, y tratan del lenguaje tanto diacrónica como sincrónicamente respecto a las culturas locales. “El término `lenguaje’ debe entenderse aquí­ no tanto en su sentido semántico o literario como más bien en el que podemos llamar antropológico y cultural” (EN 63). La Catechesi tradendae (n. 53) plantea este problema con toda claridad y da principios firmes de solución: “Convendrá tener presentes dos cosas: por una parte, el mensaje evangélico no es pura y simplemente aislable de la cultura en la que se insertó desde el principio (el mundo bí­blico y, más concretamente, el ambiente cultural en que vivió Jesús de Nazaret); tampoco puede aislarse, sin un grave empobrecimiento, de las culturas en las que ya se ha ido expresando a lo largo de los siglos; no surge por generación espontánea de una especie de humus cultural; se ha transmitido desde siempre mediante un diálogo apostólico que está inevitablemente inserto en un cierto diálogo de culturas; por otra parte, la fuerza del evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando esa fuerza penetra en una cultura, ¿quién podrí­a extrañarse de que rectifique no pocos de sus elementos? No habrí­a catequesis si fuera el evangelio el que tuviera que alterarse debido al contacto con las culturas. Si se olvidara esto, se llegarí­a simplemente a lo que san Pablo llama con expresión muy fuerte `hacer inútil la cruz de Cristo”‘. Respecto a las culturas locales, la Evangelii nuntiandi (n. 63) dice lo siguiente: “La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige; si no utiliza su lengua, sus signos y sus sí­mbolos; si no responde a los problemas que plantea; si no se interesa por su vida real. Pero, por otra parte, la evangelización corre el riesgo de perder su propia alma y de desvanecerse si su contenido se ve vaciado o desnaturalizado con el pretexto de traducirlo o si, queriendo adaptar una realidad universal a un espacio local, se sacrifica esa realidad y se destruye la unidad sin la que no hay universalidad”. Más aún, en la catequesis será menester encontrar un lenguaje que se adapte a todas las edades y a las diversas condiciones de los hombres. Sin embargo, “la catequesis no podrí­a admitir ningún lenguaje que, con cualquier pretexto, aunque se le presentase como cientí­fico, tuviera como resultado el desnaturalizar el contenido del Credo. Y menos aún un lenguaje que engañe o que seduzca. Por el contrario, la ley suprema dice que los grandes progresos en la ciencia del lenguaje tienen que ponerse al servicio de la catequesis, para que pueda `decir’ o `comunicar’ a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes y a los adultos de hoy, con mayor facilidad, el contenido doctrinal, sin deformación alguna” (CT 59).

De estas citas pueden deducirse los siguientes datos: el magisterio reconoce la gravedad del problema del lenguaje hermenéutico como aculturación o, mejor dicho, como trasculturación, mediante la cual los sí­mbolos se traducen en otros sí­mbolos, los signos en otros signos, bien sea diacrónicamente (esto es, desde las culturas del pasado a la cultura moderna) o bien sincrónicamente (desde la cultura de la Iglesia universal a la de las Iglesias locales). No se habla de desmitificación ni de desimbolización, ya que también el hombre moderno tiene necesidad de sí­mbolos, no puede vivir de la pura razón y sobre todo porque lo trascendente puede llegar a comprenderse por medio de / sí­mbolos. La única condición que se indica para la validez de esta hermenéutica es la fidelidad y la integridad de la “traducción”, que debe comprender todo el Credo en el mismo sentido en que se nos ha transmitido. Por consiguiente, una hermenéutica en el sentido de los contenidos, como la de Bultmann, queda totalmente excluida por ser reductiva [/ Cultura/ Aculturación].

XI. CONCLUSIí“N. Es oportuno al final sacar algunas conclusiones y sugerir ciertas consideraciones. Empezábamos este artí­culo hablando de la reinterpretación del AT en el mismo AT. Un texto escrito anteriormente era recogido al tiempo propio por una generación posterior, para ser luego reinterpretado cristológica o eclesiológicamente en el NT. Algunos autores hablan hoy del sensus plenior: el sentido de un texto es ciertamente el del autor que lo escribió pero el Espí­ritu Santo, que es el autor principal de la Escritura, tení­a en la mente otro sentido que luego reveló a su debido tiempo. Esta teorí­a se sostiene, pero da la impresión de ser un deus ex machina. Es mejor comprender el proceso de reinterpretación como dependiente de tres factores hermenéuticos: el cambio de las circunstancias históricas y la acción histórico-salví­fica de Dios, que provocan una relectura del texto; la maduración de la comunidad, que lee el texto y que asume en cierto modo su paternidad; la iluminación del Espí­ritu, que motiva un entendimiento más profundo de dicho texto. Este proceso no explica solamente el salto cualitativo de algunas citas del AT en el NT, sino también la relectura de ciertos pasajes del NT en la historia de la Iglesia, provocada por el cambio de circunstancias históricas, por la maduración del pueblo de Dios y por la acción hermenéutica del Espí­ritu mediante los diversos carismas que continuamente derrama sobre su iglesia, particularmente entre aquellos que tienen la misión de llevar adelante la tradición apostólica. El triángulo hermenéutico de historia, maduración y carisma absorbe al texto bí­blico y hace que se reencarne en el lenguaje del tiempo y de la región en que es leí­do de nuevo. Cada cristiano nace dentro de un lenguaje eclesial tradicional, que sirve de precomprensión; y es precisamente este trí­o lingüí­stico el que sirve de puente entre el presente y el pasado para que tenga lugar la “fusión de horizontes” (utilizando la expresión de Gadamer), que es la que hace que cada generación se autocomprenda de nuevo a la luz de la autocomprensión de la Iglesia apostólica. La Iglesia es no solamente creadora del lenguaje teológico, sino que ella misma es creada por él dentro de la espiral de la historia de la salvación que prosigue continuamente. Ella puede verificar su reinterpretación por medio de la observación de su maduración, situada en el camino recto, y gracias a la visión proléptica de la escatologí­a en el juicio de la historia. La última verificación es objeto de esperanza, ya que sólo se realizará en el “dí­a del Señor”.

Pero hay otros criterios de verificación, criterios que pusieron en crisis el racionalismo y la desmitificación radical de Bultmann. Ya hemos visto cómo la constante lingüí­stica que hace de precomprensión en la exégesis patrí­stica y en la medieval es la regula fidei, es decir, el Credo. Bultmann dirí­a que la regula fidei sirve ciertamente de precomprensión, pero que al estar expresada en un lenguaje objetivante, y por tanto mí­-tico, tiene necesidad ella misma de ser desmitizada para que no exija un sacrificium intellectus al hombre moderno, sino que pueda referirse a la autocomprensión existencial del hombre (pro-meitas) sin toda esa capa inaceptable de nociones como “encarnación”, “sacramento”, “resurrección”, etc., entendidas en su sentido objetivo y literal.

Karl Gustav Jung ha demostrado en sus escritos de psicologí­a religiosa que los sí­mbolos cristianos, y más aún los católicos, se derivan de los arquetipos más profundos del alma humana (dándole así­ la razón a la hermenéutica de Ricoeur). ¿Pero expresan estos sí­mbolos una realidad tan sólo inmanente con un valor puramente psicológico o también una realidad trascendental extra nos, que nos sale al encuentro mediante la revelación? En otras palabras, ¿qué diferencia hay entre los mitos clásicos, orientales y africanos, y el lenguaje (y el contenido) del kérygma, primero, y del Credo, después?
Es evidente que para la escuela de la desmitificación, que desea privar al acto de fe de todo fundamento racional o histórico e insiste solamente en la verificabilidad existencial interna, los sí­mbolos de la religión cristiana están privados de una existencia real externa; dicha escuela habla únicamente del “creer puntual” antropológico, que tiene lugar en el encuentro entre el hombre pecador y la palabra de Dios. Semejante experiencia serí­a “real” solamente para aquel que la recibe; mas no serí­a exteriorizable, comunicable o kerigmática, y por tanto serí­a incapaz de crear Iglesia. Una experiencia de ese tipo deberí­a ser conceptualizada, y por consiguiente objetivada, para poder ser comunicada). Además, una experiencia “real” para mí­ tiene que corresponder a alguna cosa o a algún acontecimiento “fuera de mí­” para que sea “verdadera” y no ilusoria. Por ejemplo, si yo digo con Bultmann que Jesús es el Cristo, no porque fuera verdaderamente el mesí­as en sí­, sino sólo porque se convierte en el Cristo para mí­ en el momento que tengo la experiencia de la fe mediante el contacto con su palabra, de allí­ se seguirí­a lógicamente que “Cristo para mí­” podrí­a ser Abrahán, Mahoma o Buda, en el caso de que la conversión existencial tuviera lugar mediante el contacto con la palabra de éstos. Podemos ir todaví­a más allá. Bultmann no quiere reducir a Dios a un objeto cuando habla de Dios. Pero este “tú” con el que estoy dialogando, ¿no podrí­a ser un “tú” objeto, no sólo de mi entendimiento, sino también de mi fantasí­a? Por consiguiente, Bultmann se encierra dentro de un cí­rculo vicioso, del que no se puede salir en un lenguaje inteligible y comunicable.

Hemos hecho estas reflexiones sobre Bultmann solamente para indicar que el camino emprendido por la desmitización existencial no puede emprenderse sin destruir el concepto mismo de Iglesia y de kérygma. Para explicar el significado de los sí­mbolos de la fe no queda más camino que el de la analogí­a de significado, que podrí­a muy bien indicar ciertas realidades psicológicas o antropológicas como en la filosofí­a de Ricoeur, pero que se basa en acontecimientos “históricos” en cuanto que acaecen extra nos y pueden ser observados objetivamente, aun cuando haya necesidad de la fe para captar todo su alcance.

El sacrificium intellectus, rechazado por Bultmann, lo hacemos cuando creemos sin fundamento racional; ¿por qué tengo que creer en Cristo y no en Mahoma? Pero una vez que tengo un fundamento para fiarme de una palabra determinada, el contenido de esa palabra debe trascender mi inteligencia, pues de lo contrario reducirí­a a Dios a un objeto encajonable dentro de la limitación de la inteligencia humana. Pero una inteligencia incompleta no me hace sacrificar mi entendimiento mientras no crea en cosas contradictorias en sí­ mismas. Si existe verdaderamente un Dios, no es él el que tiene que ser juzgado por nosotros en su trascendencia, según nuestros parámetros, sino que él tiene que juzgar nuestra inteligencia y transformarla por medio de la fe. Estos son necesariamente los lí­mites de toda hermenéutica [/ Escritura; / Teologí­a bí­blica].

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P. Grech

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO:
I. La hermenéutica:
1. Introducción;
2. Historia de la hermenéutica bí­blica;
3. La hermenéutica moderna;
4. La dimensión teológica de la hermenéutica moderna
5. Consecuencias para la teologí­a fundamental
(P. Grech)
II. Hermenéutica conciliar:
1. Un área particular de la actual interpretación de textos;
2. El acercamiento interpretativo al texto;
3. Influjo de la filosofí­a hermenéutica moderna en la teologí­a;
4. Principios y criterios de hermenéutica conciliar;
5. El cí­rculo hermenéutico
(J.M.a Rovira Belloso)
I. La hermenéutica
1.INTRODUCCIí“N. La palabra “hermenéutica” en el contexto de un diccionario de teologí­a fundamental comprende un panorama más amplio del que tendrí­a en el contexto de la teologí­a bí­blica. En esta última el término puede significar simplemente el método de hacer exégesis, es decir, de llegar a la intención original de un escritor bí­blico, o bien de sacar del texto bí­blico pensamientos útiles para la vida cristiana. A partir de la ilustración la hermenéutica comprende también la relación entre razón y fe en la interpretación de la Biblia, la relación entre la historia y la teologí­a y la relación entre un posible “mito” escriturí­stico y la precomprensión filosófica contemporánea. En el terreno de la hermenéutica entran entonces las.diversas teologí­as actuales, que se derivan del contacto del texto sagrado con las diferentes escuelas filosóficas e ideológicas con temporáneas. Todo esto es comprendido por la hermenéutica en un contexto de teologí­a fundamental; pero puesto que después de la reforma la hermenéutica pasó a ser, en vez de un método interpretativo, una disciplina independiente, que -según las opiniones de los diversos autores- toca problemas como el arte de la comprensión el valor y la interpretación de la tradición humanista, el conocimiento como hermenéutica del ser, la historicidad de la verdad, la función del sujeto en la interpretación, las diversas funciones del lenguaje y la relación entre las filosofí­as y las ideologí­as, se comprende muy bien que la hermenéutica se encargue de los problemas gnoseológicos, ontológicos, históricos y lingüí­sticos que invaden todo el terreno de la teologí­a fundamental. De ellos dependen decisiones radicales sobre la inmutabilidad de la verdad, la posibilidad de conocerla, el valor de los dogmas de la Iglesia, la desmitologización y la posibilidad de entendimiento entre las diversas culturas. En esta selva oscura resulta cada vez más difí­cil la tarea de dar un fundamento racional a la comprensión de la revelación, entre otras cosas porque la misma hermenéutica, a pesar de que tiene como objetivo aclarar las cosas, se ha introducido en un laberinto del que no se ve por ahora con claridad un camino de salida. En este artí­culo seguiremos una exposición histórica del problema, señalando a continuación las cuestiones exegéticas, filosóficas y teológicas que afectan a la teologí­a fundamental.

2. HISTORIA DE LA HERMENEUTICA BíBLICA. Prescindiendo de la hermenéutica desmitificante y alegórica que hací­an los helenistas de los relatos homéricos, la reinterpretación tal como confluyó en la tradición cristiana tiene sus comienzos en el AT. El texto hebreo de nuestra Biblia quedó fijado por los rabinos en el siglo i de nuestra era; hasta entonces era bastante fluido y los mismos escribas podí­an glosarlo con expresiones aclaratorias o de í­ndole teológica (l Canon). Pero ya antes en la etapa de recogida y redacción de los textos tradicionales, encontramos una reinterpretación continua que adapta las normas de la ley a las circunstancias contemporáneas y relee las profecí­as a la luz de los últimos acontecimientos de la historia salví­fica de manera haggádica. Hay que añadir a ello la interpretación semantológica de sueños y visiones. El significado de todo ello es que, para los hebreos, la torá y los profetas hablan siempre a la generación que los lee. Narran ciertamente cosas históricas; pero no por un mero interés historicista, sino actualizando esa historia con un mensaje a los contemporáneos. El sentido histórico del autor tiene valor solamente en cuanto que sigue hablando en el presente.

La literatura intertestamentaria, en gran parte apocalí­ptica, es también de naturaleza hermenéutica. Querí­a ser una interpretación de sus tiempos a la luz de la tradición bí­blica con la que se vinculaba por medio de referencias, citas implí­citas o reelaboración midráshica. En tiempos de Jesús habí­a verdaderas escuelas exegéticas, que iban desde el midrash de los tárgumes hasta el literalismo de los rabinos de tendencia farisaica, que querí­an justificar su tradición interpretativa oral con medios hermenéuticos literalistas, o desde la exégesis sectaria de Qumrán hasta el alegorismo de Filón y de los alejandrinos.

La exégesis judí­a del siglo I tiene sus reflejos en el NT. En la relectura del AT la técnica literaria es muy similar; pero el contenido es totalmente diverso, aunque siempre en lí­nea con la reinterpretación tradicional que encontramos en la misma Biblia, o sea, la relectura de los textos, con la precomprensión ofrecida por los últimos acontecimientos de la historia de la salvación. Es obvio que para Jesús el principal acontecimiento es la llegada del l reino dé Dios, y para los escritores neotestamentarios la venida, la muerte y la resurrección de Cristo, culmen de la obra salví­fica de Dios. Por consiguiente, el acontecimiento Cristo ilumina el sentido del texto bí­blico, pero recibiendo de él su significado. Así­ pues, el NT ofrece ciertos tipos de hermenéutica que resultarán paradigmáticos para la exégesis patrí­stica:explicación literal, midráshica, midrash, pesher, alegorí­a y tipologí­a, especialmente en ciertos pasajes como Rom 9-11, Gál4, 1Cor 10 y Heb.

Pero lo que puso en crisis a la hermenéutica del siglo 11 fue la tesis paulina que negaba todo valor salví­fico a la torá en cuanto tal. Por este motivo algunos judeo-cristianos ebionitas,anclados en la ley, rechazaron a Pablo. Por otra parte esto dio ocasión a que los gnósticos y Marción atribuyeran el AT todo o en parte al Demiurgo o al “Dios justo”. La exégesis gnóstica partí­a del presupuesto de los diversos sistemas atribuidos a los apóstoles, que se los habrí­an transmitido a ellos con una tradición secreta; en el contexto de estos sistemas se interpretaban cada una de las frases, tanto del AT como del NT, separadas a menudo del contexto y manipuladas para darles un sentido gnóstico.

La gran Iglesia sigue encontrando dificultades en la hermenéutica veterotestamentaria. Ya la Carta de Bernabé comienza una explicación alegórica, mientras que Justino, haciendo la apologí­a del cristianismo contra los paganos y contra los judí­os, relee cristológicamente los textos proféticos de una forma que convencerí­a aun cristiano creyente, pero que dejarí­a no pocas dudas en la mente de un rabino que no, aceptase el presupuesto cristiano. Esta dicotomí­a en la explicación del AT ha dividido siempre a la exégesis cristiana de la judí­a, sobre todo suponiendo, como hace Justino y tras él todos los padres prenicenos, que el Logos no sólo habí­a creado el mundo, sino que era también el autor del AT y la luz que alumbró a los filósofos griegos.

Es Ireneo el que, enfrentándose con los gnósticos, establece de una vez para siempre ciertas reglas de hermenéutica cristiana que subsisten hasta hoy. A diferencia de los gnósticos, los pasajes oscuros de la Escritura tienen que explicarse por los más claros de la misma (Adv. Haer. II, 10); cada frase tiene que entenderse en su contexto inmediato (ib, I, 8,1; 9,4), pero también en el contexto de toda la Biblia, AT y NT, que tiene a un solo Dios por autor. Pero esto no basta; hay que leer la Biblia en el contexto de la regula fidei (ib, 1, 10, 1) que se nos transmite, no de modo esotérico, sino públicamente por los obispos de las diversas Iglesias (ib, IV, 26,1-4). Estas reglas para encontrar el verdadero sentido de la Escritura fueron elaboradas por Ireneo en el contexto de la controversia antignóstica. Pero cuando se explica el AT al pueblo creyente para alimentarlo espiritualmente, ¿qué explicación hay que dar de la historia y de las leyes de los hebreos? Orí­genes resuelve este problema por medio de la exégesis alegórica, que practicaron ya Filón y los helenistas. Esto no significa que Orí­genes no se preocupase del sentido histórico y literal; lo demuestra ampliamente el enorme cuidado que puso en la publicación de la Hexapla. Pero la historia, a nivel de simple relato, es buena para los simpliciores, el “cuerpo” en la Iglesia; los proficientes, el “alma” de la comunidad, buscan un sentido moral, mientras que los espirituales necesitan la alegorí­a, o bien el sentido teológico. Hay que fijarse bien en la terminologí­a de Orí­genes, que expone en el De principüs IV porque el “sentido espiritual” no siempre se opone al “sentido literal”, sino a menudo al “sentido material”, y corresponde con frecuencia a nuestro sentido redaccional.

Contra la alegorí­a se rebelaron los antioquenos: Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuesta y Juan Crisóstomo, a pesar de que ellos mismos la utilizaban en sus sermones. Pero insistí­an en el sentido literal, es decir, el sentido del autor, que hay que buscar a través de las circunstancias históricas de la composición del libro. Mas con este tipo de exégesis descubrieron enseguida que algunos textos proféticos, interpretados comúnmente como mesiánicos, no hablaban realmente del mesí­as de forma directa. Así­ pues, propusieron la doctrina de la theoria, o visión. Suponí­an que el profeta hablaba de un acontecimiento futuro próximo, que se convertirí­a en tipo para otro acontecimiento que se cumplirí­a en un futuro indeterminado; así­ Diodoro en su prólogo a los Salmos, especialmente al Sal 118, y Teodoro sobre Gál 4,22-31. Los comentarios de Crisóstomo dan la impresión de aridez al lado de la riqueza teológica de un Orí­genes. Los padres capadocios constituyen un eslabón entre los antioquenos y los alejandrinos; al hacer teologí­a bí­blica, hablan de skopós y de akolouthia, aludiendo al “objetivo” del autor y al “acompañamiento” salví­fico de la obra de Dios.

Pero es l Agustí­n el que, en los libros II y III del De doctrina christiana, codifica los principios hermenéuticos de crí­tica textual, literaria y teológica, que dominaron durante toda la Edad Media latina. El rhetor de Hipona, distinguiendo entre res y signa, y dentro de éstos entre signa propria e impropria, da las reglas para discernir la metáfora de la alegorí­a, mientras que subraya el sentido literal, que es el verdadero sentido entendido por el Espí­ritu Santo, aunque el AT tiene también un sentido espiritual si se le lee con ojos cristianos. El contexto puede ser próximo, o bien escriturí­stico o bien la l regulafidei. Además admite un cierto sensus plenior que él, especialmente en sus comentarios a los Salmos, deduce con la ayuda de las siete reglas hermenéuticas de Ticonio. La Edad Media codifica la exégesis agustiniana en los cuatro sentidos clásicos: literal, alegórico, moral y anagógico: “Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendas anagogia”.

Si queremos resumir ahora la teorí­a hermenéutica de la tradición, examinada anteriormente, podemos decir que nos encontramos con un texto bí­blico que tiene en sí­ más posibilidades de explicación que las que entendió el autor histórico. La intención del autor ofrecerá siempre el primer sentido; pero la comunidad que lo lee -la sinagoga o la Iglesia- saca de él otros significados, enseñada por el desarrollo de la historia, de forma que el texto habla continuamente a todas las generaciones sucesivas. Así­ pues, el texto y la comunidad son inseparables, en cuanto que la comunidad se convierte en el contexto de lectura junto con el momento histórico. Las modalidades de expresar o de explicar esta continua comprensión están teñidas por el ambiente cultural en que se lee, que a veces necesita una traducción, o mejor dicho, el traslado de un lenguaje cultural a otro, y no sólo de un pasado a un presente. Al tratarse de un texto inspirado, es el Espí­ritu que actúa dentro de la comunidad el que realiza las posibilidades del texto en relación con la regula fidei que se vive.

3. LA HERMENEUTICA MODERNA. Con Lutero se opera una verdadera revolución en la hermenéutica bí­blica. Con sus principios de “sola scriptura” y de “scriptura su¡ ipsius interpres”, la reforma separa la interpretación bí­blica de la tradición, de la Iglesia y del magisterio, convirtiéndola en un libro que se puede interpretar individualmente con la ayuda del Espí­ritu Santo. Los métodos hermenéuticos de los padres ya no bastaban, puesto que la Escritura, a pesar de su cuasi-divinización por parte de los reformadores, queda reducida al nivel de cualquier otro libro de la antigüedad. Así­ pues, el modo de leerla, dejando aparte la piedad y la veneración del lector, era igual al de la lectura de las obras clásicas. Desde aquel momento la hermenéutica empieza a pasar de ser un método de interpretar la Sagrada Escritura a ser una disciplina autónoma que tiene como objeto las obras literarias o artí­sticas. Uno de los padres de esta nueva disciplina fue Matí­as Flacio Illí­rico (i520-1575), teólogo luterano, que, para subrayar la autosuficiencia de la Escritura, propone el “cí­rculo hermenéutico”con el que explicar el todo a partir de las partes y las partes a través del todo.

Pero en el perí­odo de la ilustración también el racionalismo entra en la teologí­a, especialmente por obra de Spinoza. Lo sobrenatural queda reducido muchas veces a los limites de lo racional, con lo que la hermenéutica “sagrada” se convierte en un departamento de la filosófica o de la literaria con J.H. Ernesti. Pero el escritor que plantea el problema y ofrece soluciones que siguen vigentes todaví­a es sin duda F.D.E. Schleiermacher (1768-1834) que, además de recoger el espí­ritu protestante y el ilustradó, vive en pleno romanticismo alemán. Este autores conocido generalmente por su teorí­a de la intuición genial que une al lector y al escritor y resuelve el problema de la distancia temporal que los separa. Pero éste es tan sólo un aspecto secundario de Schleiermacher. Su filosofí­a hermenéutica es mucho más amplia. Ante todo, la hermenéutica es el arte de la comprensión, no de la explicación, objeto de la retórica. No se limita a las obras escritas de la antigüedad, sino a toda clase de discurso, incluso oral. El acto de hablar (o de escribir) es un hecho lingüí­stico que ha de ser considerado tanto en el plano histórico del desarrollo de la lengua como en el del desarrollo del que habla. El estilo es el alma de todo. Hay un aspecto estructural y otro fenomenológico. El análisis filológico sirve para descifrar el aspecto lingüí­stico, mientras que el aspecto psicológico se capta con todos aquellos medios, históricos y literarios, que contribuyen a la psicologí­a individual del autor hasta que salta la intuición genial. Pero comprender a un autor no significa objetivarlo y desentrañar el significado consciente de sus afirmaciones. Puesto que el hablar o el escribir es un “acto” que casi prescinde del yo, nunca se cierra el cí­rculo de la comprensión, ya que la genialidad del intérprete encuentra en el texto ciertas verdades que no intentaba el autor y que, en el acto de la comprensión, se convierten en un nuevo acontecimiento histórico repetible en cualquier otra circunstancia de lectura. La subjetividad del intérprete queda comprendida en el cí­rculo hermenéutico. La transparencia del texto no es un fin, sino un medio del nuevo acontecimiento comprensivo, que vuelve a ser por su cuenta objeto de comprensión.

Antes de llegar a Dilthey, que es la próxima piedra miliar en la historia de la hermenéutica, conviene decir unas breves palabras sobre algunos otros autores alemanes del siglo xlx. W. von Humboldt, por ejemplo; potencia el papel del sujeto en la comprensión, no solamente en el terreno del lenguaje -sólo puedo comprender si siento lo que pienso yo, puesto en palabras por otro-,sino también en la investigación histórica, en la que es el investigador el que tiene que dar unidad lógica a los fragmentos que resultan de los documentos, una unidad lógica análoga a la del momento en que vive el historiador. Para J.G. Droysen, el hecho de que el objeto de nuestra investigación sean unos acontecimientos de cuya herencia vivimos hoy contribuye a la conciencia y al conocimiento histórico. Pero los documentos no tienen solamente un contenido factual; revelan también el estado de ánimo, la psicologí­a, el ethos del que los compuso, es decir, todo un mundo distinto. Su comprensión es posible solamente por el hecho de que con este mundo tenemos en común nuestra naturaleza humana, que sirve, como se dirá más tarde, de precomprensión. A. Boeckh está de acuerdo con la idea histórica de Droysen, en cuanto que se refiere al conocimiento histórico como conocimiento de lo ya conocido, puesto que todo es fruto del espí­ritu humano. Pero comprender a un autor del pasado no significa solamente explicarlo, sino comprenderlo mejor de lo que se comprendió él a sí­ mismo, en cuanto que para una época posterior se hacen explí­citos muchos factores de influencia sobre un escritor que él mismo desconocí­a y que nosotros sabemos. La interpretación, además tiene que ver con la obra en absoluto; la obra considerada en relación con su ambiente es fruto de la crí­tica.

W. Dilthey (1833-1911), dentro del marco del “espí­ritu objetivo” hegeliano, distingue entre Naturwissenschaften, ciencias de la naturaleza, y Geisteswissenschaften, ciencias humanistas. Estas se regulan de forma autónoma con su estatuto propio. Mientras que para Schleiermacher la comprensión era un hecho lingüí­stico, para Dilthey se convierte en una categorí­a vital. La experiencia de la vida de todos los hombres, sus sentimientos, su comprensión del propio mundo social y cultural, se manifiestan externamente por medio de expresiones vitales (Lebensciusserungen), que pueden ser ordinarias y cotidianas o bien de tipo más elevado, como las artes, la literatura, las instituciones, etc. Estas manifestaciones, en cuanto que expresan el entendimiento del hombre a propósito de su mundo vital, son las que constituyen el objeto de la hermenéutica. En el proceso histórico estas expresiones vitales cristalizan en exteriorizaciones que han perdido el contacto con la fuente de la experiencia. La hermenéutica, al convertirlas en objeto de su propio estudio, tiene la tarea de reconvertir estas manifestaciones humanistas en experiencia vital del hombre contemporáneo. La razón humana es el “continuum” que las une. La comprensión, por tanto, se convierte para Dilthey en un principio existencial, sin dejar de ser un concepto metodológico de las ciencias humanistas, pero la distinción entre comprensión e interpretación se hace cada vez más oscura.

En el último decenio de su vida Dilthey se habí­a apoyado en el método fenomenológico de Husserl. M. Heidegger se apoya en los dos para llevar la hermenéutica a su cima existencial. El filósofo de Marburgo, quiere estudiar el ser en cuanto tal, aquello que impide a los seres recaer enlanada. Esto no puede hacerse estudiando los seres directamente sin caer en el esquema sujeto-objeto; pero como el lugar privilegiado en el que el ser se manifiesta es el Dasein, es decir, el ser humano, es en él en donde se puede estudiar. El hombre, como en Dilthey, no es una esencia preconstituida y absoluta, sino que es su misma posibilidad que gana su ex-sistencia con sus opciones. Es una trascendencia finita, cuya estructura mantiene ciertas relaciones con el mundo que lo rodea (in-der-Weltsein). Si el Dasein se despersonaliza, cae como un ser cualquiera en la existencia inauténtica; al contrario, si acepta ser realmente el lugar en donde se manifiesta el ser y realiza todas sus posibilidades, entonces se hace existencia auténtica, luchando continuamente para no volver a caer en el nivel de objeto (Yerfallenheit). El afán por crear siempre el propio futuro puede convertise en terror, especialmente ante la muerte. El horizonte en que se desarrolla el ser es el tiempo, pasado, presente y futuro. El estudio del modo con que el hombre comprendió y actualizó sus posibilidades en el pasado abre el horizonte a las posibilidades presentes para proyectarse en el futuro y “explicarse” o autorrealizarse como hombre. Por tanto, la filosofí­a es esencialmente una hermenéutica; la ontologí­a es la interpretación del ser. Pero el hombre no tiene que explicar lo que es externo a él, ya que lo constitutivo del ser-en-el-mundo del Dasein es una cierta comprensión primaria existencial que actúa de precomprensión. La comprensión humana es lingüí­stica por naturaleza; el lenguaje ordena la comprensión, y las afirmaciones auténticas de los pensadores y de los poetas son interpretativas de la existencia. Por tanto, su estudio es el estudio de la historia de la autocomprensión del Dasein y de sus posibilidades, si es que estas afirmaciones no son meras habladurí­as (Gerede). Este aspecto linguí­stico se desarrolla en el “segundo” Heidegger. La verdad es a-létheia, un desvelamiento del ser al hombre, que por medio de su comprensión y de su lenguaje se convierte en un altavoz de la voz muda del ser. Por tanto, el hermeneuta no es alguien que explica solamente el significado de las palabras, ya que éstas sólo sirven para revelar el lenguaje de la época, un lenguaje quizá demasiado estrecho para expresar la totalidad de la comprensión y que necesita, por consiguiente, ser traducido a un lenguaje actual más adaptado a nuestra autocomprensión.

La insistencia en el lenguaje del segundo Heidegger conduce al estudio de H.G. Gadamer en Wahrheit und Methode. Hermenéutica es comprensión; pero esta comprensión se lleva a cabo cuando el lector, viviendo en el presente, y por tanto heredero de ciertos pre juicios que le han llegado a través de la continuidad de la historia cultural, se enfrenta con el texto. El horizonte del texto y el horizonte del lector se funden entre sí­ de manera que lo que era precomprensión se modifica y se hace comprensión. Pero esta comprensión no es absoluta; es también un eslabón histórico en la cadena de las diversas comprensiones históricas del pasado. La continuidad de la tradición es Wirkungsgeschichte (= historia del efecto) de los textos que están en el origen de nuestra cultura y se manifiesta en el lenguaje en que se insertan los valores culturales. Aunque el texto sea normativo, la interpretación es un proceso continuo; y no puede decirse que una interpretación sea definitiva, ya que el acto comprensivo se renueva de generación en generación para cada intérprete, haciendo nacer una nueva verdad que se convierte a su vez en objeto de interpretación. La cadena de explicaciones que concretan la comprensión es, para Gadamer, la tradición.

4. LA DIMENSIí“N TEOLí“GICA DE LA HERMENEUTICA MODERNA. En este punto hemos de salirnos del campo filosófico y volver al teológico, para retornar de nuevo a aquél. Es sabido que las discusiones hermenéuticas estudiadas hasta ahora, especialmente el Heidegger del Sein und Zeit, tuvieron su repercusión en la teologí­a de l Bultmann. La teologí­a fundamental de nuestros dí­as no puede menos de contar con la problemática bultmanniana, que se desarrolla en tres planos: el cuestionamiento de la historicidad de los evangelios, la importancia de nuestro conocimiento del l Jesús histórico para nuestra fe en el Cristo del kerigma y la cuestión de la desmitización del mensaje del NT.

Con el presupuesto de la Formgéschichte, según la cual la mayor parte de los dichos de Jesús y de los relatos del evangelio fueron creados por la comunidad primitiva, Bultmann asestó un golpe a la historicidad de los evangelios. No era una tesis nueva; la iba preparando ya desde finales del siglo xvni la evolución de las ideas de Reimarus. Las consecuencias de esta tesis son deletéreas para la teologí­a fundamental. Pero este hecho no conmovió a Bultmann, que, como buen protestante, no admite que su fe en Cristo se base en razón alguna, ni siquiera de tipo histórico. Por consiguiente, aunque conociésemos la vida de Jesús minuto a minuto, según este principio no se añadirí­a nada a su seguridad en la fe, puesto que además la fe, en Bultmann, no es cuestión de aceptación de unas verdades reveladas, sino de confianza en el futuro de Dios que nos hace salir de nuestra autoafirmación, que es la esencia del “pecado” (paralela a la existencia inauténtica de Heidegger). Las verdades tradicionales del cristianismo pueden servir de precomprensión para que se llegue a esa fe, pero no son su objeto propio. Están formuladas en un lenguaje de hace veinte siglos, que se resiente de la visión mí­tica del mundo entre los hebreos y los helenistas, y que, para que puedan aceptarlas los hombres de hoy, necesitan ser retraducidas, o desmitizadas, en un lenguaje más moderno. Bultmann encuentra este lenguaje en la filosofí­a existencialista de Heidegger, como habí­a hecho Hans Jonas para el gnosticismo. Así­ pues, la encarnación, la resurrección, la redención, la gracia y los sacramentos han de recibir una interpretación antropocéntrica en función de la decisión de fe, que acaece en el contacto con la palabra de Dios y que es al mismo tiempo salvación, redención y juicio, una escatologí­a realizada “puntual”.

Si Bultmann se habí­a apoyado en el primer Heidegger del Sein und Zeit, los partidarios de la “Nueva Hermenéutica”, especialmente E. Fuchs y G. Ebeling, continuaron el discurso del segundo Heidegger y de Gadamer. También ellos cultivan la historia de las formas como método, pero son menos escépticos que Bultmann a la hora de alcanzar algunos datos seguros sobre Jesús. El retorno al Jesús histórico no solamente es posible, sino necesario, en cuanto que él es el iniciador denuestro lenguaje de fe; un lenguaje que surgió del contacto con Dios, conceptualizado en un lenguaje, pero que rompe sus ataduras paracada una de las generaciones que lo lee y vuelve a ser una experiencia de fe, que se convierte a su vez en un nuevo lenguaje que interpretar. Creer en Cristo significa reproducir en mí­ mismo la fe de Jesús. Por consiguiente, el conocimiento del Jesús histórico es indispensable para la fe.

La disociación entre historia y fe en Bultmann fue criticada por todas las partes: deja de lado el “extra nos” de la salvación (Kásemann), sabe a gnosticismo y docetismo (Jeremias), no deja ningún criterio para juzgar entre las diversas cristologí­as pospascuales (Robinson). También su escepticismo crí­tico ha quedado hoy superado con los estudios de Schürmann sobre el Sitz im Leben Jesu, de Jeremias sobre las parábolas, de Gerhardsson sobre el modo semí­tico de la transmisión oral, mientras que K. Berger ha revolucionado recientemente la Formgeschichte como método literario. Tampoco obtuvo mejor fortuna la hermenéutica desmitizante. Tras un primer éxito, cuando teólogos procedentes de diversas escuelas filosóficas produjeron diversas “teologí­as” hermenéuticas (van Buren desde el positivismo lógico, Belo y Gutiérrez desde el marxismo, la “Process Theology” desde Whitehead, etc.), se empezó a ver que la teologí­a de Bultmann vaciaba al cristianismo de su contenido revelado, así­ como de su fundamento histórico, y que por tanto no era injustificada la crí­tica de gnosticismo. Si en vez de “mito” hablamos de lenguaje simbólico, podrí­a encontrarse un camino medio en los escritos de Paul Ricoeur. A partir de Dilthey se dijo que el hombre debe ser estudiado a través de las manifestaciones culturales en su historia. Ricoeur recoge este motivo, pero afirmando que muchas de estas manifestaciones culturales están codificadas en signos y sí­mbolos o mitos, que tienen una función retrospectiva respecto a su origen y una cara teleológica que mira hacia la maduración del hombre. Estos sí­mbolos tienen que ser descodificados con los métodos del psicoanálisis y de otras ciencias, para que puedan hablar con un lenguaje inteligible al hombre en una cierta etapa de maduración. El lenguaje bí­blico es a menudo simbólico: pensemos solamente en los relatos de Gén 3-11. El mito no debe reducirse a los orí­genes instintivos de Freud ni vaciarse de su contenido intelectual, como hace Bultmann, sino que ha de integrarse en la reflexión teológica sobre la revelación en su verdadero significado. El mito afecta a la corteza, no al núcleo de la fe.

La Iglesia católica, con una serie de documentos que van de la Providentissimus Deus de 1933 a la Dei Verbum del concilio Vaticano II, ha estimulado el estudio de la Sagrada Escritura, que se habí­a convertido casi en monopolio de los protestantes. Estos documentos contienen indicaciones hermenéuticas como reglas para llegar al verdadero sensus auctoris, que es también el que intenta el Espí­ritu Santo que inspira la Biblia; van admitiendo progresivamente ciertos medios técnicos, como el estudio de los géneros literarios, ciertos aspectos metodológicos de la Formgeschichte y la práctica de la filologí­a, conscientes de que aquí­ se trata de un libro sagrado que hay que interpretar dentro del contexto de la tradición con la guí­a del magisterio. Pero estas declaraciones no tocan a la hermenéutica en el sentido filosófico de la palabra, dejando una multitud de cuestiones abiertas, de las que no pueden prescindir la exégesis y particularmente la teologí­a fundamental, si quieren dar una respuesta adecuada a los interrogantes de hoy. Sobre estas cuestiones volveremos a continuación.

Pero volvamos a las discusiones hermenéuticas después de Gadamer. Podemos hacerlo solamente aludiendo a algunos problemas que inciden en nuestra materia. Era de esperar que la tesis de Gadamer encontrara la contestación. Contra el subjetivismo de su interpretación reaccionan, cada uno desde su punto de vista, E. Betti, E.D. Hirsch y P. Szondi; estos autores insisten en que con los criterios de Gadamer no queda ya ningún instrumento para verificar la verdad o la falsedad de una interpretación, porque el sujeto sustituye demasiado al autor y, una vez que falta la visión hegeliana de totalidad, se cae en un fragmentarismo historicista. Sostienen que el verdadero sentido de un trozo es el que intenta el autor, siendo éste un sentido cerrado y completo. Lo que ese significado objetivo tiene que decirme a mí­ (Bedeutung-Bedeutsamkeit; meaning-significance) es algo completamente distinto y depende de mi subjetividad en relación con el texto, en cuyo sentido es posible profundizar con ulteriores estudios que hacen comprender mejor al autor, pero que no salen de la mens auctoris.

Dentro de la perspectiva filosófica, el punto de vista de Gadamer lo corrige mucho L. Pareyson, que da un fundamento ontológico a la interpretación manteniendo la unidad de la verdad y la pluralidad de sus manifestaciones, en cuanto que la verdad del ser se revela continua o esporádicamente en los grandes acontecimientos de la cultura. Tenemos así­ en Pareyson un ontologismo personal.

Últimamente, de la crí­tica literaria de Hirsch ha nacido una escuela que, añadiendo al análisis estructuralista elementos de retórica clásica y moderna, quiere descubrir qué impacto tuvo en sus lectores inmediatos un texto, y en particular los textos de la Escritura. R. Jewett y otros biblistas de los Estados Unidos aplican este método de investigación.

La última crí­tica contra Gadamer, que me parece puede cerrar muy bien esta reseña histórica de la hermenéutica, es la que viene de Habermas. Este simpatizante de la escuela de Frankfurt, en su crí­tica a la ideologí­a, opina que Gadamer, con su estima por la tradición, aprisiona a la sociedad en un tradicionalismo irreal que no toma conciencia ni de los conflictos reales ni de los psicopatológicos indicados por el psicoanálisis, y por consiguiente cierra el paso a los planteamientos modernos y emancipados. Gadamer responde que semejante crí­tica no comprende bien el concepto de tradición hermenéutica expuesta en Wahrheit und Methode, ya que es precisamente la tradición criticada desde el punto de vista de los horizontes actuales lo que constituye la conciencia de la modernidad.

5. CONSECUENCIAS PARA LA . Después de trazar muy sintéticamente la historia de la hermenéutica como método bí­blico y como disciplina filosófica, es el momento de hacer cuentas para comprender cuáles son las consecuencias de toda esta discusión para la teologí­a fundamental. De esta reseña se deduce con claridad que el concepto de hermenéutica no es precisamente uní­voco en todos los autores; actualmente se tiende a extender la función de esta disciplina para hacerla una coordinadora interpretativa no sólo de las ciencias del espí­ritu, sino también de las ideologí­as y de las ciencias naturales. Así­ pues, se ha convertido casi en sinónimo de filosofí­a, compartiendo con ella las incertidumbres y los conflictos del momento presente. De ello se resiente, lógicamente, la teologí­a que ha querido desde siempre mantener relaciones estrechas con la filosofí­a (l Teologí­a, V) y ahora se encuentra plenamente inmersa en el mundo de la hermenéutica. Enumeraremos brevemente los problemas que suscita la controversia en este terreno en la teologí­a fundamental, señalando tanto las aportaciones como las limitaciones y peligros de las diversas posiciones.

El terreno más afectado es lógicamente el de la exégesis bí­blica. Hasta ahora, en el área tanto católica como protestante se ha pensado que el verdadero sentido de la Escritura, el inspirado por el Espí­ritu, es el sentido literal, es dedir, el que intentaba el autor. Hemos visto que, con la potenciación del papel del sujeto intérprete, la mens auctoris está en peligro de desvanecerse. Por otra parte hemos constatado también que algunos textos del AT son utilizados teológicamente en el NT, no ya según su sentido literal, sino releí­dos desde el punto de vista de los últimos acontecimientos de la historia de la salvación. Los padres, por otro lado, sacan del texto ciertos sentidos alegóricos que no son fruto de la pura fantasí­a. De todo ello podemos deducir que el texto como tal, como consignado a la Iglesia, contiene más posibilidades de significado que las que previó el autor humano, y que estas posibilidades son actualizadas por el proceso histórico de la actividad salví­fica de Dios en la Iglesia y en el mundo. La historia, por tanto, es un principio hermenéutico de revelación interpretativa, en donde el Espí­ritu que inspiró al primer autor sigue hablando con sus palabras, superando su limitación histórica original. Por otra parte, el ví­nculo con el sentido original no puede romperse yendo en contra de la mens auctoris o del significado obvio del texto. Por consiguiente, ciertas teorí­as contrapuestas, como la de Gadamer y Betti, pueden reconciliarse en la exégesis si admitimos la continuidad del Espí­ritu como autor e intérprete y entendiendo como “sujeto” no al individuo, sino a la Iglesia.

La insistencia de Gadamer en el lenguaje como el fondo continuo de la tradición cultural que hace posible la fusión de horizontes entre el “prejuicio” del lector y el horizonte del texto supone una ayuda para comprender la conexión entre tradición y Escritura. El lenguaje cristiano nace de la predicación apostólica, de donde nace también el NT. La Iglesia continúa ese lenguaje deforma dependiente o independiente del NT. Los dos son inseparables para una recta comprensión tanto de la Biblia como de la tradición. El lenguaje de la /tradición es en el que hemos nacido y el que nos ofrece la precomprensión para comprender el NT como libro. Cuando la reforma quiso separar la Escritura de la tradición y de la voz viva de la Iglesia, apartó la Biblia del rí­o en que navegaba para detenerla en la orilla seca.

También el concepto mismo de tradición podrí­a salir ganando con las especulaciones hermenéuticas de Dilthey y de Gadamer. La tradición no es ciertamente una repetición material, sino un crecimiento orgánico. Los diversos dogmas de la Iglesia son interpretaciones hermenéuticas de la revelación apostólica en el lenguaje de la época en que se han formulado. El error serí­a si se identificasen hasta tal punto el lenguaje y la sustancia que, al reformular el dogma en un lenguaje de nuestro tiempo, modificásemos su contenido. Entonces no serí­a ya “traducción”, sino invención. Aquí­ están las limitaciones de Ebeling, que ve en la tradición la reformulación de la autocomprensión frente a Dios (fe) de Jesús, pero sin un contenido de traditum que sirva de base conjuntiva.

La insistencia, por ejemplo en Dilthey, en la historicidad del hombre y de la verdad es causa de muchos malentendidos. El hombre no tendrí­a una naturaleza inmutablemente definible, sino que su definición cambiarí­a con su propia autocomprensión en la historia. La verdad no tendrí­a un fundamento ontológico, sino que cambiarí­a con la historia. Se ve aquí­ la importancia del correctivo de Pareyson, que quiere reducir a la identidad del ser y de la verdad el proceso de la interpretación histórica. La inmutabilidad de los dogmas presupone la estabilidad de una verdad que sea estable, aunque es obvio que un dogma debe interpretarse en relación con su origen histórico y retraducirse dentro del horizonte de la situación eclesial contemporánea.

La separación bultmanniana entre la historia y la fe resulta nefasta para la hermenéutica cristiana. Ya Kásemann habí­a advertido que Bultmann priva al cristiano del “extra nos” de la salvación, haciéndola inmanente y gnostizante; pero en último análisis, si no me refiero a la historia, me quedo sin ningún criterio, ya que he de creer que Jesús es el Cristo, y no Ahrahán o Mahoma. De hecho, Bultmann sostiene que yo no creo en Jesús porque él sea el Cristo, sino que es Cristo porque mi fe lo ha hecho tal.

Además, la hermenéutica desmitizante de Bultmann es la consecuencia de esta separación. A1 llamar “mito” a cualquier injerencia del mundo trascendental en la concatenación de las causas mundanas (con la única excepción de mi acto de fe, que Bultmann dice que es sobrenatural), el teólogo de Marburgo desea evitar al hombre de hoy un “sacrificium intellectus” mas, prescindiendo de que Bultmann pide ya un sacrificium intellectus cuando niega a la fe un fundamento racional e histórico, un lenguaje cristiano que no corresponde a una realidad trascendental, sino sólo a nuestra inmanencia, nos obliga a un “sacrificium spei” de salir del cí­rculo de una existencia encerrada en el pecado. Una acción abstracta salví­fica de Dios carece de sentido si la separamos de la historia de la salvación en su cruda realidad.

Aquí­ entra en juego la distinción ya recordada entre Bedeutung y Bedeutsamkeit, meaning y significance, es decir, el significado de una cosa en sí­ misma y su significado para mí­. ¿Cómo puedo esperar que una doctrina tenga un significado para mí­ si niego la validez de su significado en sí­? Y aquí­ entramos en el ancho campo de la gnoseologí­a en que se mueve toda la hermenéutica contemporánea. A1 identificar hermenéutica y comprensión sic et simpliciter, no nos salimos nunca de nuestra intencionalidad fenomenológica para poder definir el objeto de nuestra comprensión. La teologí­a fundamental tiene necesidad de una epistemologí­a que presuponga no solamente una ontologí­a, sino también una metafí­sica, para salir de la intersubjetividad y alcanzar alguna forma de objetivismo en el sentido que éste tiene en la filosofí­a perenne. En último análisis se trata de saber si podemos afirmar que Dios existe o no existe fuera de nosotros.

El clima actual de nihilismo en filosofí­a y de desintegración de los valores no es ciertamente una ayuda para la teologí­a fundamental; pero es éste el clima donde se mueve una parte de la hermenéutica contemporánea. De aquí­ la necesidad urgente de hermeneutas creyentes, tanto en el terreno filosófico como en el teológico, que iluminen el camino a la hermenéutica cristiana en la Babel de voces que la rodean.

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P. Grech
II. Hermenéutica conciliar
1. UN íREA PARTICULAR DE LA ACTUAL INTERPRETACIí“N DE TEXTOS. La hermenéutica conciliar puede y debe considerarse como una parcela especí­fica del actual modo de interpretación de textos. Por eso la interpretación conciliar se regirá, en gran parte, por los principios y criterios metodológicos de la hermenéutica general y, en su dimensión más peculiar, por criterios propios y especí­ficos.

En efecto, la hermenéutica -o arte de la interpretación acertada tiene una amplitud realmente interdisciplinar, que abarca lo mismo las cuestiones filosóficas, que la exégesis de la Escritura o el análisis del magisterio eclesiástico. Dentro de esta última área encuentra su lugar la interpretación de los concilios.

2. EL ACERCAMIENTO INTERPRETATIVO AL TEXTO. La necesidad de un acercamiento metódico adecuado, objetivo y espiritual a los textos escriturí­sticos o dogmáticos se ha dejado sentir desde antiguo. Tanto Orí­genes como san Agustí­n formulan -al menos implí­citamente- dos principios hermenéuticos importantes: 1) No sólo hay que expresar la letra de los textos, sino la realidad espiritual que tales textos quieren expresar. 2) La regla de fe es normativa en la interpretación: Dicho de otra manera: la hermeneusis no es algo exterior a la regla de fe. Su razón de ser consiste en mostrar con la mayor claridad posible lo que esa misma regla de fe significa.

Por eso, desde antiguo, se comprendió que interpretar no era tan sólo dar cuenta de la letra (littera), sino manifestar la realidad cristológica y espiritual que el texto esconde (allegoria); penetrar en la forma de vida moral y evangélica que el texto sugiere (tropologia) y entender en claroscuro la realidad mí­stica y escatológica a la que el texto apunta (anagogia). De esta comprensión brotan los cuatro sentidos de la Escritura -literal, alegórico, tropológico y anagógico- que el dí­stico medieval recuerda: “Littera gesta docet, quid credas allegoria, / Moralis quid agas, quo tendas anagogia” (ef H. DE LuBAc, Exégése médiévale,1/ 1, Aubier, Parí­s, p. 23).

3. INFLUJO DE LA FILOSOFíA HERMENEUTICA MODERNA EN LA TEOLOGíA. Hasta los años setenta, los teólogos católicos habí­an caí­do en la cuenta de la dimensión histórica del existir y del conocer humanos. Simultáneamente descubrí­an la historia como lugar propio de la revelación de Dios. La dimensión histórica de la teologí­a conllevaba la recuperación de sus dimensiones antropológica, cristocéntrica, histórico-salví­fica y escatológica: donde la historia culmina en la plenitud del reino de Dios (ahí­ tendí­a la anagogí­a).

El estudio histórico fue el instrumento adecuado para el tipo de investigación teológica que requerí­a el descubrimiento de la historia. Pero a partir de los años setenta la teologí­a católica perfecciona ese instrumento -el estudio histórico-, enriqueciéndolo con una consecuente dimensión hermenéutica. Un artí­culo famoso levantará acta de la nueva situación creada: C. Dumont, De trois dimensions retrouvés en théologie: eschatologie, orthopraxie, hermenéutique (en “NRT” 92 [1970] 561).

La moderna corriente no pretende “solicitar los textos”, como decí­a Renán con cinismo, haciéndoles decir subjetivamente lo que ellos no dicen en su objetividad. Al contrario: se trata de acercarse a la objetividad del texto: pero a una objetividad viva y real, propia de una época pasada, si bien capaz de llegar a tener significación también en el presente. De la mano de Dilthey podemos decir que la hermenéutica no busca la deformación subjetiva de los hechos, sino la afinidad del intérprete con el texto interpretado.

En segundo lugar, y en la lí­nea de Heidegger, la hermenéutica filosófica tiene muy en cuenta el papel del lenguaje. El lenguaje es, en efecto, el puente que une las dos orillas: la de nuestro presente y la del remoto pasado, inmerso seguramente en una cultura y en una concepción del mundo distintas. Así­, el lenguaje -que se articula como pregunta en la famosa pre-comprensión, o idea previa que siempre tenemos del objeto de estudio- se articula también como respuesta mediante el acercamiento al texto y mediante su intelección, lo que supone un “cuerpo a cuerpo” cognoscitivo con el objeto que queremos conocer. Entre la precomprensión como pregunta y la comprensión como respuesta final se desarrolla, como espiral sin fin, el famoso cí­rculo hermenéutico.

Finalmente, ha sido Gadamer quien ha cultivado y transmitido con mayor pedagogí­a las intuiciones de Heidegger. El cí­rculo hermenéutico muestra algo que está inscrito en la misma realidad: no expresa tan sólo la forma del conocer humano, sino la estructura ontológica (real) de ese mismo proceso del conocer, en virtud del cual el texto o el acontecimiento histórico condicionan realmente al sujeto investigador, al tiempo que éste se anticipa a entender: se atreve a saltar de la precomprensión subjetiva hasta el sentido objetivo del texto, mediante la famosa anticipación de sentido que tanto ha ponderado Gadamer.

Esta es la operación en virtud de la cual el investigador entra en el texto o en el acontecimiento del pasado. La anticipación no es, por tanto, una simple operación subjetiva por la cual el sujeto adivina o intuye el sentido sin base alguna. No. El sujeto realiza la anticipación impelido y sostenido por la tradición, que abarca tanto el texto investigado y su matriz cultural (sincroní­a) como la historia real de su génesis, interpretación y consecuencias (diacroní­a).

4. PRINCIPIOS Y CRITERIOS DE HERMENEUTICA CONCILIAR. P. Fransen, P. Schoonenberg y C. Molar¡ ofrecieron una visión sugerente y equilibrada de los criterios de interpretación. La obra de J. M.8 Rovira Trento. Una interpretación teológica intentó aplicarlos. Encuentran confirmación y perfeccionamiento en la magna obra de Piet Fransen Hermeneutics of the Councils and other studies (University Press, Lovaina 1985).

1) Partir de una investigación histórica exhaustiva. La primera tarea de una correcta hermenéutica del magisterio es la investigación histórica. Comprende la investigación genética de los acontecimientos (dimensión diacrónica) y la investigación de los textos y acontecimientos culturales simultáneos al concilio o texto estudiado (sincroní­a).

2) Fase retrospectiva. Ante la dificultad de determinar de modo preciso y adecuado el sentido de las fórmulas antiguas, a causa de la diferente perspectiva que suele tener el investigador actual, éste nunca deberá caer en el anacronismo de interpretar el pasado imponiendo su precomprensión propia. Deberá interpretar el texto antiguo de acuerdo con las categorí­as propias de su época (fase retrospectiva, receptiva del pasado, como decí­a J. Alfaro).

3) Fase introspectiva. La afinidad del intérprete con el texto interpretado (Dilthey) tiene su antecedente en la famosa afirmación aristotélica según la cual el cognoscente se hace una sola cosa con lo conocido. Eso implica, en la terminologí­a de Alfaro, una fase introspectiva de asimilación: no sólo para ver cómo procedieron las cosas cronológicamente (de ahí­ surge la crónica, pero no la hermenéutica), sino para comprender la ocasión que dio motivo al concilio; cuál fue su punto de partida doctrinal; cuál la forma de pensar de los padres y teólogos (los que estaban dentro del aula conciliar y los que estaban fuera); los términos precisos en los que se plantean los problemas, así­ como las causas que los generan. Así­ se podrá comprender finalmente el contenido, el alcance y la intención de las respuestas conciliares. Así­ se podrá leer en positivo lo que el concilio dijo, por qué lo dijo, lo que el concilio no llegó a decir y por qué no lo dijo.

4) Sí­ntesis: llegar a la intencionalidad del concilio. La hermenéutica debe llegar al sentido profundo de las fórmulas antiguas, y éste es precisamente el objeto de la investigación. Es un sentido literal; pero lo podrí­amos llamar profundo. Porque, basado en la letra, llega a leer la realidad que la letra expresa. La interpretación debe dar cuenta de la forma de pensar. Denkfornt o principium formale, según la terminologí­a de J.B. Metz; debe dar cuenta del “single topic”(Lonergan), o de la intencionalidad o punta tendencial que el concilio expresa. Esta-intencionalidad se halla no sólo en lo que el concilio ha dicho con un lenguaje declarativo o performativo -en este sentido, será bueno establecer con precisión qué doctrina ha descartado (Umberg, Fransen, Rahner)-, sino en lo que ha hecho.

5) De la razón técnica a la “ratio fide illustrata”(Vaticano I). Para alcanzar el sentido profundo de los textos no sólo es necesaria la razón técnica del intérprete -en continua purificación de sus medios técnicos de análisis-, sino que es necesario que este intérprete se coloque en el fundamento y en la comunión de la fe eclesial, liara poder llegar a una interpretación espiritual de la materia estudiada, de acuerdo con la ortodoxia y con la ortopraxis.

6) Criterio de la totalidad de la fe. Es una explicitación del anterior. La realidad de la revelación es unitaria. Es, nada menos, la unidad de Dios, Padre, Hijo y Espí­ritu, que se comunica a los hombres reunidos en el cuerpo mí­stico de Jesucristo. Tal unidad es la causa de que les diversas verdades de fe aparezcan articuladas como los artí­culos de las confesiones de fe (credos). De ahí­ que la interpretación correcta de un dogma, de una verdad teológica, deba hacerse teniendo en cuenta los restantes artí­culos o misterios que constituyen la totalidad de la fe.

7) Fase prospectiva. Una vez realizadas las fases retrospectiva e introspectiva, es legí­tima la apertura al presente y al futuro. La pregunta: ¿qué sentido tiene hoy, para nosotros, tal declaración o definición conciliar?, es algo no sólo inevitable, sino legí­timo.

Ocurre entonces algo muy notable. Se da una verdadera fusión de horizontes culturales: el de ayer y el propio del investigador actual. Una observación se impone: el lenguaje es el puente entre el pasado y la actualidad. Pero hay un puente más sólido todaví­a. De manera que, si el lenguaje es realmente enlace entre la orilla del pasado y la del presente, se debe a que la realidad misma de la revelación -de la cual el lenguaje quiere ser expresión fiel- se extiende como un enlace ontológico, lleno de significación, entre pasado y presente.

En efecto, así­ como “la fe no termina en las formulaciones, sino en la realidad”, como decí­a Tomás de Aquino, así­ también la interpretación no acaba en la letra, sino en la revelación misma expresada por el lenguaje. La hermenéutica quiere captar correctamente la revelación que emerge conceptualmente en los diversos momentos de la diacroní­a. De ahí­ la gran importancia del método interpretativo correcto.

A estos criterios básicos pueden añadirse el de la ortopraxis y el de la correlación. Se mantiene el criterio de ortopraxis cuando una interpretación adecuada no sólo ayuda a pensar bien, sino a orientarse correctamente hacia el reino de Dios. Se mantiene el criterio de correlación cuando en la fase prospectiva se expresan de tal manera las fórmulas antiguas que adquieren un significado interesante para el hombre actual, que de alguna manera ve cómo la formulación de la antigüedad apuntaba a aspectos de su vida y de su experiencia.

5. EL CIRCULO HERMENEUTICO Se trata de un cí­rculo o, mejor, de una espiral en la que están implicados el sujeto investigador y el objeto de su estudio (un concilio, en nuestro caso). Son relevantes como momentos sucesivos de este cí­rculo: a) la génesis del acontecimiento conciliar: en el caso de Trento, el despertar y el significado de la reforma protestante; b) el acontecimiento en sí­ mismo y en su circunstancia sincrónica: las Actas de Trento; la teologí­a protestante y la teologí­a controversí­stica; c) el entorno económico, social y cultural del concilio es relevante para entender los hechos con mayor realismo y profundidad, pero el paso a este entorno supone adentrarse en un ámbito interdisciplinar d) las consecuencias históricas más directas y próximas del concilio en cuestión; e) no es de suyo necesario el estudio de las consecuencias remotas, si bien tales consecuencias forman parte del subsuelo en el que está situado el investigador, y ello es decisivo para comprender el carácter circular del proceso hemenéutico; f) la situación del sujeto coincide, pues, en todo o en parte, con las consecuencias objetivas del concilio; por ejemplo, la eclesiologí­a desplegada por el Vaticano I forma parte de la situación del sujeto que lo investiga; g) la persona del investigador, con su precomprensión, su campo de intereses, etc.

En resumen, el intérprete pone algo de sí­ mismo en el texto: su precomprensión, sus preferencias e intereses, su modo de comprender, su situación… En el proceso hermenéutico tales aportaciones subjetivas deben tender a la transparencia, bien entendido que la transparencia y la objetividad totales son imposibles. Por eso, al investigador no le mueve el ideal de salirse del cí­rculo de la historia -porque histórico es el cí­rculo hermenéutico-, sino el de saber en cada momento dónde está situado y cuáles son todaví­a sus prejuicios. El objeto, igualmente, pone también mucho de sí­ mismo en el intérprete. Quien estudia a Trento se sabe marcado por este acontecimiento y situado al final de las consecuencias históricas que Trento generó: “En el dominio de la hermenéutica, se tiende a la identidad entre sujeto y objeto. El objeto sólo puede ser aprehendido a través de los instrumentos de comprensión aportados por el sujeto, pero la manera que tiene el sujeto de elaborar estos instrumentos aparece en sí­ misma determinada por el conjunto de su situación; ahora bien, es esta situación la que constituye precisamente el objeto de estudio que uno se esfuerza por comprender” (J. LADRIERE, L árticulation du sens I, Discours scientifique el parole de Zafo¡, Parí­s 1970, 46).

Queda mostrada la circularidad sin fin del proceso hermenéutico: la situación del sujeto está incrustada -forma parte- de las consecuencias del evento estudiado. Pero tal acontecimiento no desvela su ser objetivo si no es a la inteligencia y a la sensibilidad del sujeto que lo estudia. Por eso puede decirse que la verdad tiene su mansión en el entendimiento y que cuanto más perfecta es la manera de estar lo conocido en el sujeto, más perfecto es el conocimiento (SANTO TOMíS DE AQUINO, S. TH. Iq., 12, a. 4 co; q. 14, a. 6 ad I).

BIBL.: AA.VV. El Concilio y los Concilios, Madrid 1962; AA. V V., Magistero e morale, Principi teoretici di ermeneutica e lettura ermeneutica di documenta magisteriali, III Congresso dei teologi moralista a Padova, 1970, Bolonia 1970; BEINERT W., Diccionario de teologí­a dogmática, Barcelona, 1990; EICHER P., Diccionario de conceptos teológicos I, H.-G. STORRE, Hermenéutica, Barcelona 1989, 470-478; FRANSEN P.F., Hermeneutics of the Councils arad other studies, Lovaina 1985; GADAMER H.G., Verdad y método, Salamanca 1977; KERN W, y NIEMANN F.-J., El conocimiento teológico, Barcelona 1986; LAnRI$RE J., L árticulation du sens I, Discours scientifique et parole de la joi, Parí­s 1970; DE Luanc H., Exégése médiévale. Les quatre seas de 1 E’criture I/ 1, Parí­s 1959; ROVIRA BELLOSOJ.M., Trento. Una interpretación teológica, Barcelona 1979; ID, La obra reciente de Juan Aljaro a la luz de su propia metodologí­a, en Fides quae per earitatem operatur. Homenaje al P. Juan Alfaro, S.I, en sus 75 años, Bilbao 1989, 37-51; SCIiILLEREECICX E., Interpretación de lafe. Aportaciones a una teologí­a hermenéutica y critica, Salamanca 1973; SHOONENBERG P., DE RUDDER J.-P., VAN IERSEL B., FRANSEN P. y DRIESSEN W.C.H., Listterpretázione del dogma, Brescia 1972.

J.M.a Rovira Belloso

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Sumario: 1. La hermenéutica dentro delA T. II. La hermenéutica judí­a deIAT. III. La hermenéutica deIAT en eINT. IV. La hermenéutica delATen la edad patrí­stica: 1. Justino; 2. Ireneo; 3. La escuela alejandrina:
Clemente y Orí­genes; 4. La escuela antioquena: Diodoro, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo; 5. Los padres capadocios; 6. Los padres latinos: Jerónimo y Agustí­n. V. La Edad Media. VI. La hermenéutica protestante. VII. El racionalismo. VIH. La hermenéutica como problema filósei/í­-corteológico. IX. Bultmann y las diversas escuelas modernas: 1. La †œNueva Hermenéutica†; 2. Las †œteologí­as hermenéuticas†. X. La hermenéutica católica hasta el Vaticano uy en el perí­odo poscondiiar. Xl. Conclusión.
La palabra †œhermenéutica† se deriva del griego hermeneúó, que significa traducir (de una lengua extranjera), interpretar, poner en palabras, expresar en un lenguaje. Muchas ve-ces es sinónimo de ¡exégesis (cir., exégesis), explicación, interpretación. En relación con la explicación de la Escritura, estas dos palabras son equivalentes hasta el siglo XVIII. cuando la palabra †œhermenéutica† asume varios matices de significado según las diversas escuelas y teorí­as filosóficas. Hoy se prefiere llamar †œexégesis†™ a aquel análisis del texto bí­blico destinado a descubrir lo que querí­a decir el autor a sus contemporáneos, y †œhermenéutica† a lo que el mismo texto nos dice hoy a nosotros en un contexto distinto y en un lenciuaie comprensible al hombre moderno.
1256
1. LA HERMENEUTICA DENTRO DEL AT.
La interpretación de la Biblia comienza en la misma Biblia, bien en el AT -los libros posteriores que interpretan a los anteriores-, bien en el NT, que interpreta al AT. La reinterpretación o relectura dentro del AT se realiza por medio de glosas, de cambios de palabras, de vinculaciones redaccionales de oráculos originalmente distintos, que se relacionan para explicarse mutuamente; también se hace a veces agrupando en un solo libro a diferentes autores (como en Is y en Za) o bien a través de referencias explí­citas (p.ej., Daniel interpreta los setenta años de Jeremí­as como setenta septenarios de años: Dan 9,24ss; Jr25,12; Jr29,1O). Un ejemplo clásico de reinterpretación es Is 14,24-26, que originalmente era un oráculo contra Asirí­a; dos siglos más tarde fue adaptado contra Babilonia, luego se extendió a todos los enemigos de Israel, hasta llegar a asumir dimensiones es-catológico-mesiánicas en el targum. El principio que guí­a semejante relectura es que †œla palabra de Dios permanece para siempre† y no se agota en la circunstancia contingente de los tiempos del profeta. El Ps 2, por ejemplo, que era quizá en su origen un poema de corte escrito con ocasión de la coronación de un rey de Judá, se sigue recitando también en el destierro, cuando ya no hay rey, asumiendo un significado mesiánico, que aparecerá claramente en los Salmos de Salomón (17,26). De esta forma algunos pasajes casi llegan a perder la paternidad del escritor para asumir la del lector, de la sinagoga que lee e interpreta el texto tras la provocación de los acontecimientos históricos, que asumen la función de principio hermenéutico.
1257
II. LA HERMENEUTICA JUDIA DEL AT.
En la época de Jesús encontramos ya tí­na colección de libros con valor canónico. Los métodos de interpretación son diversos. El término miaras, usado de ordinario para denotar la exégesis judí­a del siglo i, es comprensivo, y se divide en halakah, es decir, la exégesis del texto bí­blico que buscaba la actualización de los diversos preceptos de la ley, y en haggadah, que ilustraba lo que nosotros llamarí­amos la historia de la salvación, quizá con interpolación de relatos tradicionales para embellecer el texto bí­blico explicado. La enseñanza midrásica es oral, y la encontramos sobre todo en la literatura intertestamentaria y en el targum. Pero más tarde proliferan los mi-drasim, auténticos comentarios, tanto halákicos, en la época tannaí­tica, como haggádicos, en la de los amo-raim. En este perí­odo los rabinos distinguí­an además la exégesis pesat, más adicta a la letra, y la deraS, más hermenéutica y teológica. Cuando se habla de la exégesis rabí­nica no hay que olvidar que el judaismo es una ortopraxis más que una ortodoxia, y que en él todo se centra en la observancia precisa y atenta de los preceptos de la tórah, interpretada después del 70 d.C. de forma exclusivamente farisaica. La tradición de los fariseos reivindicaba un origen mosaico, y el miaras se esforzaba, particularmente con las siete reglas de Hillel, en re-conducir la práctica de los fariseos al texto sagrado. En efecto, la halakah es una exégesis jurí­dica, mientras que muchas veces la haggadah expresa una piedad profunda.
Hemos dicho que el método de exégesis rabí­nica se hace exclusivo a partir del año 70 d.C. En la época de Jesús coexistí­a con otros métodos exegéticos. Es bien conocido el ale-gorismo de Filón de Alejandrí­a. Este apologeta de la diáspora querí­a demostrar al mundo helenista que la verdadera sabidurí­a filosófica se encuentra en los libros hebreos. Por consiguiente, los relatos bí­blicos y los personajes de la historia hebrea se convertí­an en sí­mbolos muchas veces de las virtudes estoicas. La exégesis filoniana pasa a ser más tarde el modelo de la exégesis cristiana alegórica de la escuela de Alejandrí­a.
También las sectas religiosas de la Palestina del siglo i tení­an su método exegético, hoy llamado miaraspeser. Era el método preferido de la comunidad de Qumrán, que leí­a ciertos pasajes de la Escritura versí­culo a versí­culo, añadiéndoles una explicación relativa a las peripecias, la historia y los personajes de la secta. Esa explicación iba precedida de la pala-brapisró, o sea †œel significado de este versí­culo es…†; de ahí­ el nombre de peser. Pero lo que más interesa en este método de exégesis es el hecho de que en el texto estaba encerrado un significado misterioso, revelado únicamente al maestro de justicia ya los miembros que formaban la comunidad de los últimos tiempos, objeto de la profecí­a bí­blica.
La exégesis de los saduceos se distinguí­a de la de los fariseos en que el partido del templo admití­a solamente, los cinco libros de Moisés como autoridad y †œno aceptaba las tradiciones fariseas, especialmente las que se referí­an a la resurrección y al mundo de los ángeles.
Después de la destrucción del templo en el año 70 d.C. desaparecieron los saduceos, así­ como la comunidad de Qumrán. La diáspora tuvo que alinearse entonces con el fariseí­smo que predominaba en la academia de Jábne (o Jamnia), la cual se convirtió en la única representante del rabinis-mo que dio origen al Talmud y a los grandes midrasim [1 Lectura judí­a de la Biblia].
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III. LA HERMENEUTICA DEL AT EN EL NT.
Las tendencias exegéticas del judaismo del siglo i se reflejan también en el NT, pero en una perspectiva totalmente distinta. Ya Jesús, en los dichos recogidos en los sinópticos, que son suyos sin duda alguna, aunque no usa nunca la alegorí­a, sino la tipologí­a, sigue los métodos que se usaban formalmente en sus tiempos: el miaraspeser(Lc 4,16-21), los midddt de Hillel (qal waho-mer: Mc 2,25-28) y, cuando expone los mandamientos, el método hala-kahpesat. Sin embargo, Jesús no deduce sus enseñanzas de la Biblia, como hací­an los rabinos. El viene a traer una nueva revelación y habla con autoridad propia, reinterpretando incluso los antiguos preceptos en las seis †œantí­tesis† de Mt 5,21-48. Su relación con el AT tiene que entenderse como cumplimiento profético y como perfeccionamiento moral (según el doble sentido de plerósai en Mt 5,17). En efecto, él se aplica a sí­ mismo el Ps 110, Is 61, Is 53 y varios pasajes de Za, además de Dan 7, disociándose del uso que de estos textos hací­an las escuelas rabí­nicas de su tiempo. Así­ pues, Jesús, aun manteniendo el método exegético, parte de un principio hermenéutico nuevo para llegar a conclusiones exegéticas originales en la Palestina de su tiempo.
También después de pascua los autores del NT, especialmente Pablo, siguen los métodos exegéticos contemporáneos sin apartarse de ellos; pero el principio hermenéutico a cuya luz se lee toda la Biblia es ahora la.resurrección y la actividad del Espí­ritu en la Iglesia. En casi todos los escritos de Pablo encontramos, por ejemplo, una exégesis tí­picamente ra-bí­nica y midrásica según el esquema de las siete reglas de Hillel. Pablo usa con frecuencia la aproximación de varios textos de la Escritura que se explican mutuamente y que los rabinos llamaban †œcollares de perlas† (Rm 3; Rm 4; Rm 9-11). Pero a veces Pablo utiliza la alegorí­a (,o la tipologí­a?); por ejemplo, en Gal 4,21-31, la conocida alegorí­a sobre Sara y Agar; en 1 Co 9,9, la prohibición de poner el bozal al buey que trilla no se refiere en Pablo a los bueyes, como en el pasaje bí­blico original, sino a los predicadores del evangelio. Encontramos también en Pablo el midras pe-ser no sólo cuando actualiza ciertos pasajes como †œla piedra era Cristo† (1 Co 10,3s), sino también cuando habla del misterio escondido durante siglos y revelado ahora a él mismo (Rm 16,25-27 Col 1,26ss; Ef 3,1-11).
Pero lo que podrí­amos llamar el problema hermenéutico por excelencia para los autores del NT es el valor que atribuí­an al AT en cuanto libro formado por leyes y profecí­as. En efecto, los diferentes autores no tienen un modo uní­voco de situarse ante el AT; más aún, en el mismo autor se observan diferentes modelos de lectura, que servirán luego como prototipos de interpretación para los padres de la Iglesia.

Encontramos: a) el modelo alegórico, especialmente en Heb, que emplearán muchas veces los padres; b) el modelo tipológico, donde los personajes o los acontecimientos veterotestamentarios indican personajes o acontecimientos del NT; c) el modelo del pedagogo, según el cual la ley era el pedagogo que nos tení­a que conducir a Cristo, función que ya ha caducado (Ga 3,24); d) modelo del acusador, según el cual la ley se dio para señalar nuestros pecados y mostrarnos la necesidad de la gracia redentora (Ga 3,19); e) el modelo del cumplimiento, especialmente en las profecí­as mesiánicas o escatológicas; f) el modelo de la superación; la ley ha quedado superada en las prescripciones litúrgicas y de pureza/impureza; g) el modelo del mandamiento, que mantiene la obligatoriedad de los preceptos morales, particularmente el decálogo (St 2,11); h) el modelo de la radi-calización o perfeccionamiento de los mandamientos externos, como en las antí­tesis de Mt 6; í­),el modelo histó-rico-salví­fico, utilizado por Pablo en Rom 9 para indicar que Dios no ha cambiado su manera de actuar al llamar a los gentiles, sino que repite lo que habí­a hecho anteriormente; j) el modelo lingüí­stico, según el cual el AT es utilizado como fuente de lenguaje teológico para expresar ideas neotestamentarias; k) el modelo apocalí­ptico, que utiliza el AT como fuente de alusiones para construir una visión apocalí­ptica cristiana con el resucitado en el centro.
Se da, por tanto, entre el AT y el NT tal integración que los hace inseparables e ininteligibles al uno sin el otro. También para el NT la profecí­a es como una †œlámpara que luce en lugar tenebroso hasta que alboree el dí­a y el lucero de la mañana despunte en vuestros corazones† (2P 1,19).
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IV. LA HERMENEUTIQA DEL AT EN LA EDAD PATRISTICA.
La hermenéutica patrí­stica nace en el siglo Ii, en un clima polémico antijudí­o, antipagano y antignóstico. La polémica contra los judí­os, que a comienzos del siglo n habí­an cerrado ya el canon †œpalestinen-se atribuyéndole una autoridad absoluta, y contra los gnósticos, que en su mayor parte atribuí­an la creación del AT al demiurgo malo, poní­a necesariamente en el centro de la discusión el valor y el modo de interpretar la †œBiblia†, es decir, el AT.
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1. Justino.
Justino, en el Diálogo con Trifón, dirige la polémica antijudí­a, a veces un tanto ingenua, usando el AT de forma materialmente literal. A veces cita antiguos mi-drasim cristianos, sacados de colecciones de testimonia targumizados. Distingue entre ley y profecí­a. La ley de las prescripciones mosaicas contení­a preceptos universales (Dial. 90), más otros preceptos dados a los hebreos para que no cayeran en la idolatrí­a (ibid). La profecí­a puede tener lugar por obra del Espí­ritu Santo, o bien mediante sucesos que son otros tantos typoi de lo que habrá de suceder, o bien mediante lógoi, palabras proféticas directas, proferidas por los profetas (Dial. 114). El principio her-menéutico con que Justino justifica la no obligatoriedad de la ley mosaica es que una ley dada posteriormente y una alianza hecha después anulan o hacen anticuadas las leyes y la alianza anteriores. Ahora Cristo es la nueva ley y la nueva alianza (Dial. 11). A lo sumo, las prescripciones mosaicas tienen un significado moral o simbólico, como aparece en Dial
14 (ypas-sim), en donde al pan sin levadura se le da el significado simbólico de abstenerse de la ambición, de la envidia y del odio. No es ésta todaví­a la alegorí­a origeniana, pero la prepara; y el contenido de este simbolismo es la ley universal, de cuya violación acusa Justino a los judí­os. El sentido o contenido de la ley es Cristo mismo, ya que el que habla a través de los profetas es el Lagos, que se manifiesta también parcialmente en los filósofos y poetas paganos (jque dependen de Moisés!). El Lagos se preanuncia a sí­ mismo y cumple las profecí­as al venir a este mundo; las cumple parcialmente en su primera venida, y las cumplirá í­ntegramente en su segunda aparición al final de los tiempos. De esta manera el AT es también válido para los gentiles.
Justino es muy rico en teologí­a y en intuiciones exegéticas, pero quiso probar demasiado y le falta sentido crí­tico. Establece, sin embargo, de una vez para siempre la continuidad de los dos Testamentos y la unidad de la dispensación divina de la salvación. Su principio hermenéutico pasa a otros padres, que lo amplí­an y lo profundizan.
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2. Ireneo.
Mientras que Justinc enjsu polémica antijudí­a tení­a en común con sus adversarios la fe en la autoridad de la Biblia (las divergencias recaí­an en su interpretación), Ireneo escribe contra las diversas sectas gnósticas, algunas de las cuales no sólo atribuí­an el AT al demiurgo malvado que se opone a la obra del Dios bueno, autor del NT, sino que en su interpretación de los textos bí­blicos alegorizaban los relatos para acomodarlos a sus especulaciones teo-sóficas. También Ireneo, junto a la exégesis literal, utiliza abundantemente el simbolismo y la alegorí­a, tanto horizontal como vertical, para ilustrar la fe cristiana. Esta alegorí­a no se limita a la exégesis del AT, sino que se extiende también a las parábolas del NT (Haer. IV, 35,7 y 8; cf también la cuestión explí­cita en Haer. II, 27). Por tanto, las divergencias con los gnósticos no se podí­an resolver recurriendo a un principio hermenéutico interno, sino que habí­a que apelar a una regla externa, es decir, a la regula fidel o la confesión de fe emitida en el bautismo y transmitida por tradición (Haer. 1, 10,1).
La tradición tiene que conducir hasta los orí­genes apostólicos, y el camino más breve para conocerla es el de interrogar a la Iglesia de Roma, en la cual, debido a la sucesión episcopal ininterrumpida y a la confluencia de todos los pueblos, ha mantenido su pureza la doctrina original (Haer. III, 3,2). La regula fidel por sí­ misma no explica la Escritura, pero ofrece el marco dentro del cual tiene que mantenerse toda exégesis para no caer en error en sus conclusiones. Por tarrto, podrí­a haber un alegorismo gnóstico y otro católico, que sólo se distinguirí­an por el cuadro sectario o eclesial, en que se desarrolla el razonamiento exegético. Ireneo establece además otro principio importantí­simo para interpretar la Biblia: el de la analogí­a fidel. La Biblia tiene a un solo Dios como único autor; por tanto, no puede contradecirse a sí­ misma en el AT y en el NT. Habrí­a que partir de las páginas más claras para interpretar las oscuras, respetar el misterio donde no alcanza nuestra inteligencia y no perderse en cuestiones inútiles. El Verbo, que habla tanto en los profetas como en el NT, mediante su Espí­ritu recapitula todo en Cristo, no sólo porque la Escritura culmina en él, sino también porque ontológica-mente es él el que hace la unidad de todo lo creado y lo increado, en contra de la desintegración cósmica de los gnósticos (Haer. V, 18,2).
Ireneo es además autor de otro libro muchas veces olvidado: Epí­de-xis, †œDemostración†, que es la primera sí­ntesis de teologí­a bí­blica y que se convertirá en el modelo de las sí­ntesis catequéticas futuras.
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3. La escuela alejandrina: Clemente y Orí­genes.
La hermenéutica escriturí­stica entra en una nueva fase con los alejandrinos. En Alejandrí­a habí­a escrito ya Filón, que habí­a utilizado ampliamente la filosofí­a griega para explicar la Escritura, prodigando el uso de la alegorí­a. Clemente recoge la obra de Filón en sentido cristiano. Distingue dos sentidos en la Escritura: el obvio, que nosotros llamarí­amos literal, y el recóndito, que solamente son capaces de captar aquellos cristianos que han alcanzado la verdadera gnósis. Puesto que toda la Escritura es obra del Verbo, se puede hablar de un único Testamento (Strom. II, 6,29). Y como todo el AT habla de Cristo, su sentido escondido se puede descubrir por medio de la alegorí­a o el simbolismo (Paed. III, 12,97). Pero para que la alegorí­a no se escape de las manos y caiga en especulaciones gnós-ticas, tiene que mantenerse dentro de los lí­mites de la analogí­a fidel (Strom. VII, 16,96) y de la tradición eclesial, como ya habí­a expuesto Ireneo. También el NT tiene su sentido simbólico apocalí­ptico, que se revela al verdadero gnóstico. Pero el simbolismo no es sólo intertestamentario, sino cósmico. En efecto, también los griegos podí­an ascender a Dios por medio del mundo y de la conciencia, por lo que es posible señalar una unidad entre la creación, la razón, la conciencia y la revelación: un sacramentalismo cósmico que se convierte en una parábola que habla de Dios y del sacramento de la Iglesia (Strom. V, 4).
Con todo, el maestro alejandrino de la alegorí­a es Orí­genes, que en el libro IV de De Principlls sintetiza con claridad su teorí­a hermenéutica. No obstante, al decir que Orí­genes es el maestro supremo de la alegorí­a, pueden crearse algunos malentendidos, como, por ejemplo, el de que sea un antiliteralista. Conviene aclarar en seguida que esto no es exacto. El mismo hecho de que Orí­genes se cuidara de la famosa Hexaplá (= el texto del AT en seis columnas: el hebreo, la transcripción griega del hebreo, las traducciones griegas de los Setenta, de Aquila, de Sí­mmaco y de Teodoción) revela cuánto cuidado puso en establecer la letra y lo que hoy llamamos el sentido literal antes de sumergirse en la alegorí­a. Conocí­a además bastante bien las interpretaciones rabí­nicas, laexégesis filoniana y el alegorismo de los literatos paganos de su época. Conviene igualmente aclarar de una vez para siempre que lo que Orí­genes llama alegorí­a corresponde muchas veces a lo que hoy llamamos teologí­a redaccional (sentido literal), mientras que lo que él llama †œletra† era la lectura material de los rabinos, que interpretaban literalmente incluso las metáforas o bien hací­an especulaciones sobre cada una de las letras de la palabra (!).
El hecho mismo de que la religión de Cristo sea recibida en todo el mundo demuestra que las Escrituras que hablan de él son palabra de Dios, una palabra que suscita un sentimiento de inspiración también en el lector. Pero †œla luz contenida en la ley de Moisés, cubierta por un velo, resplandeció con la venida de Jesús, puesto que se le quitó el velo y se tuvo de pronto conocimiento de los bienes cuya sombra contení­a la expresión literal (Princ. IV, 1,6; cf 2Cor3,l5ss). La sabidurí­a divina no es evidente en la letra, porque fue dada exotéricamente y a hombres indignos de ella; .pero esto es lo que hace que nuestra fe no esté fundada en la sabidurí­a humana, sino en el poder de Dios. Dejando, pues, los elementos de la fe (Hb 6,1), hay que proceder a la sabidurí­a que nos hará perfectos: †œEsta sabidurí­a quedará claramente impresa en nosotros por la revelación del misterio que ha quedado oculto en los siglos eternos, revelado ahora gracias a las profecí­as y a la aparición de nuestro Señor Jesucristo† (Princ. IV, 1,7). En Orí­genes, la correspondencia entre la revelación interna y la externa para captar el verdadero sentido escondido de la Biblia se convierte en principio hermenéutico fundamental.
Ya hemos hablado del antilitera-lismo origeniano situado en el ambiente de la polémica antijudí­a. Pero Orí­genes no se contenta con la letra de la Escritura, porque los gnósticos atribuí­an el AT al dios creador malo, mientras que algunos simples cristianos se escandalizaban de ciertas narraciones y de la figura veterotesta-mentaria de Dios (Prin. IV, 2,1). Así­ pues, él propone exponer †œlo que parece ser el criterio de interpretación, ateniéndose a la norma de la Iglesia celestial de Jesucristo, según la sucesión de los apóstoles† (IV, 2,2). Lo que a él le gustarí­a exponer no son unas simples reglas de exégesis, sino la sustancia de la vida en el Espí­ritu que constituye el misterio transmitido por Cristo a los apóstoles y por éstos a sus sucesores, la regula fidel de la verdadera espiritualidad cristiana, que tendrá que servir de precomprensión a la hermenéutica bí­blica. Efectivamente, el AT, aunque es narración en gran parte, esconde verdades profundas difí­ciles, por no decir imposibles, de comprender. También el mismo NT esconde misterios (Princ. IV, 2,2.3). En este punto Orí­genes introduce la conocida distinción entre sentido material, sentido psí­quico y sentido espiritual de la Escritura, basada en la distinción antropológica en cuerpo, alma y espí­ritu, que corresponde a los tres tipos de oyentes a los que están destinados los tres niveles de interpretación. Son los rudiores, que se contentan con la simple narración; los proficientes, a quienes la Escritura indica el camino moral para llegar a la perfección, y los espirituales, a los que está destinada la alegorí­a (IV, 2,4). En cuanto al sentido literal o corporal, éste no siempre tiene sentido, y por eso nos impulsa a buscar un sentido más inteligible. El psí­quico es usado por san Pablo en 1 Co 9,9, que interpreta el bozal del buey que trilla (Dt 5,8) aplicándolo a la recompensa del apóstol que predica. El sentido espiritual se deduce de ciertos pasajes, como Heb 10,1 (el AT es la sombra de lo que habí­a de suceder); ico 2,2-8 (sobre el misterio predicado a los espirituales); ico 10,11 (que habla de los sucesos del éxodo como tipo de los presentes)y de la alegorí­a de Gal 4,21-24. La sustancia de la alegorí­a y de la doctrina espiritual es la santí­sima Trinidad, la encarnación, la creación y el pecado del mundo (IV, 2,7). De hecho es la interpretación alegórica la que da una coherencia lógica a la Escritura, que de otro modo no existirí­a; †œAlgunos de estos hechos no sucedieron realmente en cuanto a la letra del texto, y son incluso irracionales e irrealizables… Pero nadie ha de suponer que nosotros afirmemos en sentido absoluto que ningún hecho histórico sucedió realmente† (IV, 3,4). Se echa aquí­ en falta, en Orí­genes, el conocimiento de los géneros literarios semí­ticos. Mucho de lo que él llama alegorí­a es verdaderamente, en el sentido moderno de la palabra, sentido literal (que hay que distinguir del sentido material). Por eso Orí­genes muchas veces no lee la Escritura para ver lo que entiende y dice el autor humano y, por medio de él, el autor divino, sino que parte del aprioride la doctrina cristiana puesta por Dios en el corazón de los creyentes, encontrándola reflejada en el texto bí­blico.
Todo lo que se lee sobre Israel y Judá en el AT, particularmente las profecí­as sobre el mundo hebreo, deben entenderse con referencia al Is-raeL según el espí­ritu, la Iglesia o bien a la-Jerusalén celestial; pero en sentido psí­quico podrí­a referirse también al alma (IV, 3,8). De forma semejante, lo que se dice de los enemigos de Israel, de Babilonia en particular, se refiere a los enemigos de la Iglesia. En esto Orí­genes claramente anticipa las †œdos ciudades† de san Agustí­n.
Así­ pues, para Orí­genes, toda la Escritura tiene un sentido espiritual, pero no todos los versí­culos tienen un sentido literal (en el sentido orige-niano). A pesar de este espiritualismo, muchas páginas exegéticas origenianas proceden según la letra, y cuando explica el Cantar de los Canutares antepone una introducción que es casi †œmoderna†™, aun cuando luego el texto se explique alegóricamente.
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4. La escuela antioquena: Diodoro, Teodoro de Mopsuestia. Juan Crisóstomo.
Es un lugar común en la historia de la exégesis que el literalismo antioqueno se opone al alegorismo alejandrino. Esta afirmación se rectifica mucho hoy, ya que encontramos abundante alegorí­a entre los antioquenos, particularmente en su predicación, del mismo modo que encontramos en Orí­genes la preocupación por la letra. Pero sigue en pie el hecho de que la aproximación a la Escritura de los antioquenos es opuesta a la alegorí­a.
El iniciador de la escuela de Antioquí­a, Diodoro de Tarso (t por el 393),, tuvo como discí­pulos a Teodoro de Mopsuestia (360-428) y a Juan Crisóstomo (344-407). Los tres tení­an en común el respeto del sentido literal -incluido el metafórico, que los alejandrinos llamaban alegórico-, es decir, el que entendí­a el autor humano, como se deduce de las circunstancias históricas de la composición de la obra. El más avanzado en este sentido fue Teodoro, que admite un sentido mesiánico sólo en cuatro salmos (2; 8; 44; 109) y no reconoce el carácter sagrado del Cantar de los Cantares, porque lo juzga sólo como un canto amoroso entre dos enamorados sin más intenciones.
El fundamento hermenéutico de los antioquenos era la doctrina de la theorí­a o visión, cuya definición no es uní­voca ni entre los antiguos ni entre los contemporáneos. Oigamos a Diodoro en su introducción a los Salmos. Después de decir que algunos de los tí­tulos están equivocados, prosigue: †œA pesar de ello, daremos también explicaciones de los errores, si Dios nos lo permite, y no nos alejaremos de su verdad, sino que expondremos tanto lo referente a la historia como lo que atañe a la letra (léxis), y no rechazaremos la ana-gogí­a y la interpretación elevada (theórí­a). Realmente la historia no se opone a la consideración superior (theórí­a), sino que, por el contrario, es como la base y el sostén de las investigaciones más elevadas. Sólo hay que evitar una cosa, o sea, que la consideración superior (theórí­a) no aparezca como refutación de lo que le da fundamento, de forma que no sea ya theórí­a, sino a/le górí­a. En efecto, decir cosas distintas de lo que se ha dicho en la base no es theórí­a, sino allegórí­a† (CCG 6; trad. Marco Fri-sina). Prosigue diciendo que lo que Pablo llamaba †œalegorí­a† en Gal 4 no es más que la theórí­a, ya que se basaba en la histojia. En este sentido la theórí­a corresponderí­a a nuestra tipologí­a, aunque formaba parte de alguna manera de la intención del escritor.
La función del tipo y antitipo en la theórí­a es explicada por Teodoro de Mopsuestia en su introducción al libro de Jonás (PG 66,317-328). El profeta predice un hecho que sucederá en la historia, pero que tiene analogí­a con otro hecho principal que Dios realizará en el futuro †œpara hacer evidente el desarrollo de su proyecto e impedir que se imagine alguna consideración nueva o resolución posterior de la que seamos objeto, sugiriendo con otros muchos indicios a la humanidad la venida de Cristo Señor, que los judí­os llevaban tanto tiempo esperando† (Dt 317). Dios ordenó por medio de Mtñsés la elevación de una serpiente de bronce, †œaunque muy bien podí­a o bien defender a los israelitas de las mordeduras o bien darles otra medicina contra esta plaga; sin embargo, quiso mostrarles la liberación de esta plaga en la imagen de los que eran mordidos para que no nos maravillemos de que, con la muerte de Cristo Señor, Dios, destruyendo la muerte, nos ofreciera una vida inmortal a través de la resurrección de los muertos† Dt 320).
San Juan Crisóstomo explica esta semejanza: †œEn efecto, no es necesario que el tipo difiera del antitipo, porque entonces ya no serí­a figura. Por otra parte, tampoco es necesario que se le parezca de modo completo, puesto que entonces la figura no serí­a sino la verdad… ¿En qué consiste la semejanza entre la figura y la verdad? En el hecho de que por ambas partes se recibe el mismo beneficio; por una parte y por otra vemos agua, por las dos los hombres son liberados de la esclavitud, pero no de la misma ssclavitud†™ (Comm. in , PG 51,427). Así­ pues, la tipologí­a es una profecí­a mediante un hecho. Pero existe además la profecí­a con las palabras, tanto en sentido propio como en sentido impropio. Entonces algunos pasajes hay que entenderlos según su sentido literal, otros según su sentido †œteórico† y otros como metáforas. Pero, subraya Crisóstomo, el significado tipológico tiene que ser explicado por la misma Escritura, pues de lo contrario se caerí­a en la fantasí­a de la alegorí­a alejandrina. Por eso los antioquenos se apoyan mucho en las citas y alusiones del AT en el NT. Todos los pasajes veterotestamentarios tienen un sentido literal; algunos tienen además un sentido tí­pico, pero basado siempre en el literal y atestiguado por la misma Escritura.
Para apoyar el sentido literal, los antioquenos pusieron al frente de sus comentarios lo que hoy llamarí­amos una introducción especial, indicando el autor, la finalidad del escrito, el tiempo y el lugar de composición.
Juan Crisóstomo, además de la doctrina de la theórí­a, tiene también la de la synkatábasis o condescendencia para explicar los antropomorfismos y las metáforas. Dios no se muestra nunca tal como es en su ser, sino sólo como puede ser comprendido por las criaturas en las diversas etapas de su maduración, tanto en el AT como en el NT. El mismo Jesús habla aon synkatábasis para manifestar la debilidad de su carne y tener en cuenta la de sus oyentes, enseñando así­ la humildad y distinguiéndose de la persona del Padre (PG 48,707.722; 55,7). Además, Juan habla de akrí­beia tés di-daskalí­as o precisión de la doctrina. La Biblia no contiene nada super-fluo, pero su verdad se extiende a las circunstancias del tiempo y de las personas. Aunque existen divergencias accidentales entre los evangelios, su doctrina es una sinfoní­a. Pero aunque encontramos toda esta †œacri-bia† de Dios en su palabra, nuestro conocimiento de él es siempre negativo yjamás podremos conocerlo ak-ribí­s (PG 52,121.180. 187.286; 48,1009. 1010). La Sagrada Escritura es una carta de Dios dirigida no solamente a lsrael,,sino a la Iglesia y a toda la humanidad; una carta en tono afectivo, que habla el lenguaje de sus destinatarios para conducirlos a las theórí­a o visión de Dios. Para que esta carta sea debidamente comprendida es necesario leerla con la debida ascesis espiritual (PG 53,28).
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5. LOS PADRES CAPADOCIOS.
Los padres capadocios podrí­an considerarse como el puente entre Orí­genes y los antioquenos. Están más interesados en lo que nosotros llamarí­amos teologí­a bí­blica. Gregorio de Nisa, contemporáneo de Diodoro, propuso su teologí­a basándose en la letra del texto sagrado con la finalidad (skopós) de conocer lo que Moisés quiso enseñar a la humanidad sobre el proyecto de Dios en la historia del hombre. Luego habla de akolouthí­a o acompañamiento lógico entre el obrar de Dios y los hechos históricos, tanto en el AT como en el NT. †œEn cuanto a la cruz, si contiene algún otro significado más profundo, lo saben aquellos que están familiarizados con la interpretación mí­stica. Pero lo que ha llegado hasta nosotros de la tradición ts lo siguiente: Todo lo que se profirió y se hizo en el evangelio tiene un significado divino más alto. No hay excepción alguna a este principio, según el cual se indica la mezcla entre lo divino y lo humano. La palabra y la acción proceden de un modo humano, pero su significado secreto indica lo divino. De aquí­ se sigue que tampoco en este caso hemos de fijarnos en lo .uno olvidándonos de lo otro. En la muerte tenemos que ver el elemento humano, pero debemos penetrar en su significado divino† (The Catechetical Oration ofSt. Gregory of Nyssa, ed. Srawley, ri. 32).
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6. LOS PADRES LATINOS: JERí“NIMO Y Agustí­n.
Por la aportación que ha brindado a la hermenéutica, Jerónimo es considerado el †œpadre† de la exégesis †œcientí­fica†. El subraya la importancia del conocimiento de la lenguahebrea y aramea para el estudio del AT y la superioridad del texto original sobre la traducción de los LXX. Utiliza la crí­tica textual. No sólo usa la Hexaplá, sino que, por ser amanuense, sabe comparar los manuscritos y hacer la crí­tica interna para corregir los errores. En lí­nea teórica prefiere el canon breve, al menos en las controversias. A pesar de su carácter autoritario, quiere que se expongan también las opiniones de los demás sobre la exégesis de un pasaje, considerándose tan sólo como un †œpartner† en la búsqueda. Valora sobre todo la ortodoxia en la explicación de la Sagrada Escritura. Aunque permite y hasta dice algunas veces que es obligatoria la alegorí­a, el sentido del texto es, sin embargo, el literal. Jerónimo conoce también las interpretaciones rabí­nicas midrá-sicas. Con la Vulgata (en la que el AT es una traducción de la lengua original y el NT es una revisión de la Vetus Latina) Jerónimo dotó a la Iglesia romana de una versión oficial de la Biblia. Por desgracia, a su talento crí­tico no siempre le corresponde el teológico, lo cual no puede, desde luego, decirse de Agustí­n.
Agustí­n que, en proporción con sus otros escritos, no tiene muchas obras exegéticas, navega con seguridad en la interpretación bí­blica. Como en estas páginas es imposible hacer justicia al gran autor, nos limitaremos, igual que en el caso de Orí­genes, a exponer sus principios hermenéuticos, que él sintetiza en los libros II y III de De Doctrina chris-tiana (CSEL 80). En el libro 1 Agustí­n habí­a establecido que la finalidad del estudio de la Escritura es la caridad, y la Biblia tan sólo un medio para llegar a ella. Así­ pues, las reglas que siguen no tienen un objetivo cientí­fico en sí­ mismas, sino que quieren edificar la vida cristiana (1, XXXV, 39; XXXVI, 40). En la hermenéutica agustiniana es fundamental la distinción entre res y signa (†œSignum est enim res, praeter spe-ciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire†: II, 1,1). Los signa pueden ser naturalia o data, y éstos a su vez pueden ser propria o transiata (II, X, 15). Esta confusión de signos es lo que hace a la Escritura oscura. Para superar la dificultad de los signa propria hay que conocer las lenguas originales, hebrea y griega, puesto que las metáforas deben traducirse en otras metáforas correspondientes. El recomienda como traducción latina la í­tala (Vetus Latina, ¿recensión italiana?) y la griega de los LXX, que tiene más autoridad que el texto hebreo. Pero hay que atenerse a los códices mejores y crí­ticamente revisados.
Para interpretar las locuciones figurativas también es útil el conocimiento de las ciencias que nosotros llamamos profanas, como la música, la matemática, la dialéctica, la lógica, etcétera, ciencias que anticipan nuestras †œciencias auxiliares† (II, XVI, 24: XLII, 63).
En la lectura y en la interpretación de la Escritura pueden surgir ciertas ambigüedades. Para resolverlas, el intérprete †œconsulat regulam fidei, quam de Scripturarum planioribus locis et Ecclesiae auctoritate percipit†. Si no se resuelve doctrinalmen-te, †œtextus ipse sermonis a praece-dentibus et consequentibus partibus… restat consulendus†; y si persiste la dificultad, el intérprete es libre para elegir la explicación más adecuada al contexto (III, II, 2,5). Traducido al lenguaje moderno, esto significa que la Escritura no debe interpretarse en contra de la analogí­a Scripturae o en contra de la doctrina de la Iglesia. Viene luego la inserción del texto filológicamente en el contexto. Establecido el sentido literal, hay que distinguir en las locuciones ¡mpro-priae la metáfora del sentido espiritual. Las metáforas que se encuentran en las literaturas paganas, por ejemplo, están vací­as y el que se apaciente de ellas se apacienta de bellotas (III, VIII, 12). Los hebreos, por el contrario, que tienen †œsignos útiles†, los interpretan carnaliter cuando no los comprenden, y spiri-tualiter cuando los aplican a sus referencias futuras (III, IX, 13).
El error opuesto, según el obispo de Hipona, es el de interpretar como figurativa una locución propia. El criterio de distinción es el de ver si el texto mueve a la fe y a la caridad; si no lo hace, hay que interpretarlo alegóricamente. Pero hemos de poner atención en no interpretar así­ ciertos preceptos que no están en consonancia con las costumbres corrientes, pues se perderí­a el objetivo de conducir hacia un amor más alto (III, X, 14s). Al contrario, si alguna narración desdice de la santidad de los personajes bí­blicos, como la famosa †œmentira† de Jacob, hay que interpretarla figuradamente (III, XII, 18). Se ve claramente que Agustí­n habla aquí­ más como pastor que como cientí­fico: †œErgo, quamquam omnia vel paene omnia quae in VT libris gesta continentur, non solum pro-prie, sed etiam figúrate accipienda sint:
tamen etiam illa quae proprie lector acceperit, si laudati sunt illi qui ea fecerunt, sed ea tamem ab-horrent a consuetudine bonorum… figuram ad intelligentiam referat, fac-tum vero ipsum ad mores †œnon trans-ferat† (III, XXII, 32). De aquí­ se deduce con claridad que Agustí­n quiere un sentido literal en todas partes y un sentido espiritual en casi todas, puesto que él lee el AT con ojos cristianos.
En III, XXVII, 38-XXVIII, 39 el santo doctor tiene un texto que habla más o menos de lo que hoy llamamos el sensusplenior. El verdadero sentido de la Biblia es el sensus auctoris, porque es precisamente el que inspira el Espí­ritu Santo, y es a través de la voluntad consciente del autor como Dios habla. Pero si en la dificultad de encontrar el sentido original del autor nos quedamos con dos o más interpretaciones diversas no hemos de apurarnos, puesto que no es imposible que las haya previsto también el autor humano al escribir. Ciertamente las ha previsto el autor divino. Pero hay algunos criterios para admitir esos sentidos. Es preciso que entren en la categorí­a de la analogí­a de la Escritura o de la fe, pero también en la de la razón. Hay que admitir los dos sentidos del texto cuando lo requiere algún otro texto. Así­ pues, hay un sentido del texto más allá del sentido del autor.
Agustí­n conoce también los tró-poi, entre los que menciona la alegorí­a, el enigma y la parábola (III, XXIX, 41). Eran los clásicos géneros literarios. Como los demás padres, Agustí­n no conocí­a los del antiguo Oriente, géneros que apenas empezamos a conocer hoy nosotros. Pero queda establecido el principio de que el sentido de una locución se tiene que interpretar según el género a que pertenece.
El libro III del De Doctr. christ. termina (XXX, 42-XXXVI, 56) con una recensión de las siete reglas hermenéuticas de Ticonio, un donatista que habí­a comentado el Apocalipsis. Pueden resumirse de este modo: 1) De Domino et ejus corpore: lo que se aplica al Señor Jesucristo se tiene que aplicar también a la Iglesia, y viceversa; 2) De corpore Domini bipartito: en el presente cuerpo de Cristo, la, Iglesia, hay algunos que no estarán con él eternamente; 3) De promissis et lege: o bien, de la naturaleza y de la gracia, de la letra y del espí­ritu; 4) De specie et genere: o la parte por el todo; todo lo que se dice de Jerusalén, de Babilonia, de Judea, ha de aplicarse también a la Iglesia y a sus enemigos donde es posible la aplicación; 5) De temporibus: es la parte por el todo en el tiempo, como los †œtres† dí­as de la resurrección; 6) Recapitulatio: cuando el orden cronológico no sigue al lógico; por ejemplo, †œnovissima hora est† equivale a †œsemper hora est†; 7) De dia-bolo et ejus corpore: es el cuerpo mí­stico del diablo.
Además de estos principios teóricos hay que tener en cuenta toda la actividad exegética de Agustí­n, en cuya predicación abunda la alegorí­a, el simbolismo numérico y la tipologí­a. En las obras teológicas, especialmente en las de controversia, interpreta literalmente, según el principio expuesto en Ep. 93,8: sólo del sentido literal se puede sacar un argumento teológico, no de la alegorí­a. En De utilitate credendi 3, el doctor de Hi-pona distingue cuatro sentidos: literal, etiológico (cuando se da la razón de la afirmación, como en Mt 19,8), analógico y alegórico. Posteriormente santo Tomás los reducirá a dos.
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V. LA EDAD MEDIA.
La Edad Media conoció una gran actividad escriturí­stica. En los monasterios prevalece la lectio divina:
surgen las scholae catedralicias y monásticas, que se convertirán en las universita-tes, en cuyas cátedras se explica la sacra pagina. Se componen las cate-nae, florilegios patrí­sticos que comentan cada uno de los pasajes de la Escritura (recordemos sólo la Caleña áurea de santo Tomás, sobre los cuatro evangelios). Los padres escogidos suelen ser los latinos, con san Agustí­n a la cabeza, pero sin olvidar a los griegos. Aparecen las glossae, notas marginales al texto sagrado, que luego se convertirán en auténticos comentarios. Se tienen también contactos con los rabinos de la época para conocer la exégesis judí­a. A pesar de toda esta actividad exegética, no se hacen muchos progresos en el campo de los principios hermenéuti-cos. Se codifican los principios de los padres distinguiendo cuatro sentidos, memorizados en los dos versos latinos: †œLittera gesta docet, quid credos a/le goria, / mora/ls quid agas, quo tendas anagogia†™ Se pone como ejemplo el significado de †œJerusalén†: en sentido literal es la ciudad histórica, alegóricamente la Iglesia, mo-ralmente es el alma y anagógicamen-te la ciudad celestial. El respeto a la letra lo es a menudo solamente a las palabras, porque lo que prevalece en la interpretación de los textos es una fantástica alegorí­a. Incluso un alegorista como Hugo de San Ví­ctor se rebela contra el alegorismo exasperado: †œMiror qua fronte quí­dam alIe-goriarum se doctores jactitant, qui ipsam adhuc primam litterae signifí­-cationem ignorant. Nos, inquiunt, Scripturam legimus, sed non legimus litteram… Quomodo ergo Scriptu-. ram legitis, et litteram adhuc non le-gitis? Si enim littera tollitur, Scriptu-ra quid est?†™ (De Scripturis et scrip-toribus sacris praenotatiunculae… c. V: PL 175,12). La letra es el fundamento de la alegorí­a, pero el que sólo sigue la letra †˜diu sine errore non potest incedere† (PL 176,804 CD).
Santo Tomás, en S.Th., 1, 1-10, acepta los cuatro sentidos de los contemporáneos, pero los reduce esencialmente a dos: el litteralis, que comprende el sentido histórico, el etioló-gico y el analógico de Agustí­n; y el spiritualis, que comprende el sentido alegórico, el tropológico (moral) y el anagógico. El mismo en sus comentarios, sobre todo en los de san Pablo, se muestra muy apegado a la letra; de ella saca su teologí­a con una precomprensión filosófica aristotélica.
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VI. LA HERMENEUTICA PROTESTANTE.
Los padres y los comentaristas medievales habí­an partido siempre, en su explicación de la Escritura, del presupuesto de la regula fide, procurando mantener la integridad y la ortodoxia de la doctrina. Además, en los concilios, la Iglesia habí­a ofrecido explicaciones auténticas de algunos pasajes bí­blicos. Todo esto cambia en la exégesis reformista de Martí­n Lutero, que pone la †œpalabra† en el centro de toda autoridad, ya que en ella es donde Dios nos encuentra. †œPalabra† es más amplia que †œBiblia†: es la palabra predicada. El AT es Schrift (escritura), mientras que el NT es anuncio y fue escrito en sobreabundancia (WA 12,275,5). Toda la Escritura habla de Cristo; por eso toda la Escritura es evangelio (WA 18,606,29; 46,414,15). Sólo ella da testimonio de sí­ misma. No es la Iglesia la que hace auténtica la Biblia, sino la Biblia la que hace auténtica a la Iglesia (WA 40,1, 119,23). Lo mismo que el Bautista indica a Cristo, pero no por eso es más grande, así­ la Iglesia indica la Biblia, pero está sometida a ella (WA 30, II, 420,18). Así­ se interpreta también la frase de Agustí­n, quien afirmaba que no creerí­a en el evangelio si no lo atestiguase la Iglesia (PL 42,176). La Escritura es †œper se cer-tissima, facillima, apertissima, sui ip-sius interpres† (WA 7,97,23). Su verdadero sentido no es la fantasí­a de los alegoristas, sino †œel espí­ritu del autor†. Esto se dice contra los católicos que apelaban al papa para la interpretación, y contra los entusiastas que reivindicaban para sí­ el Espí­ritu en su interpretación. Es ciertamente el Espí­ritu el que interpreta la Biblia, pero el Espí­ritu que sale de la misma Biblia. El sentido de la Biblia es el literal, un sentido simple, sin oscuridad, en contra de lo que sostienen los †œromanistas†.
El principio hermenéutico luterano es la †œcristocentricidad† según la analogí­a Scripturae o analogí­a evangelii, pero sin referencia a la tradición o al magisterio (WA 12,260,1). La Escritura es también †œsui ipsius critica†. Su †œapostolicidad† no es solamente la histórica: en efecto, apóstol es todo el que anuncia a Cristo:
†œDie Christum verkündigen und treiben†, es decir, todo el que lo muestra como salvador. Este es igualmente el criterio de canonicidad. Por eso Santiago y el Apocalipsis, que están lejos del †œcentro de la Escritura†, el testimonio de Pablo, son menos autorizados que otros libros (WADB 7,384,22-26).
La distinción entre ley y evangelio no coincide con AT y NT, ya que todo el AT puede ser evangelio, mientras que el NT, cuando amenaza y manda, es †œley†. Los dos son al mismo tiempo promesa y cumplimiento, pero todo el evangelio está ya escondido en el AT y el NT lo revela (WA 10,1, 181,15). Aunque el AT es evangelio, es también al mismo tiempo el libro de Israel. Moisés sigue siendo un hebreo y no nos interesa, lo mismo que las leyes de los franceses no interesan a los alemanes, excepto en lo que coinciden con la ley natural. Por eso el AT no es †œver-bindlich†, sino †œvorbildlich†, no †œobliga†, sino que †œindica† cómo hay que obedecer y creer a Dios (WA 18,81,14.24; 16,372,17). Pero el AT es también el libro de Cristo: como †œley† indica a Cristo, porque nos da a conocer nuestras miserias; como †œpromesa† y ejemplo mira hacia adelante, a Cristo y a su iglesia. Este es el verdadero †œsentido espiritual† del AT (WADB 8,lOss). De hecho, la carta a los Hebreos está llena de ejemplos de †œjustificación por la fe† de hombres que pertenecí­an a la antigua economí­a (WADB 8,28,24). Lutero no acepta como canónicos los libros deuterocanónicos del AT. Por eso se les llama †œapócrifos† en el mundo protestante.
El principio de la sola Scriptu-ra fue posteriormente privilegiado en la llamada †œortodoxia protestante†. Esta propuso una doctrina de la inspiración que se extendí­a a cada coma y a cada signo masorético de los textos griegos y hebreos en el textus re-ceptus e insistí­a en un literalismo material en la interpretación.
Es natural que la postura luterana provocase la reacción del concilio de Trento, que definió que el †œevangelio† está contenido †œin libris scriptis et sine scripto traditionibus† que la Iglesia †œparí­ pietatis affectu ac reve-rentia suscipit ac veneratur† (DS 1501). Se propone la lista de los libros del AT y del NT que la Iglesia católica considera como canónicos. En esa lista figuran también los deuterocanónicos (DS 1502). Se declara auténtica la Vulgata para la predicación y para las disputas teológicas (DS 1503). Además:
†œNemo, suapru-dentia innixus, in rebus fidei et mo-rum… Sacram Scripturam ad suos sensus contorquens, contra eum sen-sum, quem tenuit et tenet Sancta Ma-ter Ecclesia, cujus estjudicium de vero sensu et interpretatione Scrip-turarum sacrarum, et etiam contra unanimem consensum Patrum interpretan audeat, etiamsi hujusmodi in-terpretationes nullo umquam tempore in lucem edendae forent†™ (DS 1507).
Los teólogos católicos postridenti-nos reelaboraron los principios her-menéuticos y profundizaron más aún en la noción de inspiración bí­blica [1 Escritura II], de donde se sigue necesariamente la práctica hermenéutica. En el De locis theologicisde 1563, Melchor Cano distingue entre revelación propiamente dicha, es decir, de verdades que no puede conocer la razón humana, e inspiración incluso en aquellos pasajes que pudieron ciertamente escribirse a partir de un conocimiento humano, pero en los que fue necesaria la inspiración para que fueran compuestos sin error. También Báñez (1 1604) afirma esta distinción, pero tiende a considerar la inspiración, al menos en ciertos pasajes, como una dictatio ver-baus que afecta a las palabras y no sólo a las ideas. Roberto Belarmino extiende tanto la inspiración como la inerrancia a cada una de las palabras de la Escritura, en cuanto que cada una de las palabras que contiene pertenece a la fe, habiendo sido dichas por Dios. Estos teólogos eran de tendencia maximalista, bastante cercana a la de los protestantes, aunque no extremista.
Pero al mismo tiempo comenzó también una tendencia minimalista. Ya Francisco Suárez (f 1617) abandona el dictado verbal, afirmando que el Espí­ritu Santo deja libre al escritor para que escriba las cosas inspiradas según su ingenio, su erudición, su lengua y su carácter. Ni siquiera es necesario que el escritor sea consciente de estar inspirado si no se. trata de una propia y verdadera profecí­a. También son conocidas las tres tesis del lovaniense Lesio, censuradas por su Universidad en 1587: 1) Para que algo sea Sagrada Escritura no es necesario que cada una de las palabras hayan sido inspiradas por el Espí­ritu Santo; 2) no es necesario que cada una de las verdades y proposiciones sean inmediatamente inspiradas al escritor; 3) un libro (p.ej., 2M) escrito por obra humana sin inspiración del Espí­ritu se convierte en inspirado si el mismo Espí­ritu atestigua que en él no hay errores. Esta tercera proposición se convierte en la inspiratio consequens, al menos como posibilidad, del discí­pulo de Lesio, Jacques Bonfrére, mientras que su contemporáneo Henry Holden restringe la inspiración a los contenidos doctrinales o verdades relacionadas estrechamente con ellas.
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VII. EL RACIONALISMO.
Hasta ahora las diferencias en el pensamiento hermenéutico se limitaron a la preferencia del sentido literal sobre el alegórico, a la aceptación o no dé la tradición eclesial y al modo de interpretar la inspiración. Pero tanto los católicos como los protestantes aceptaban la existencia de un Dios creador trascendente, el dato de la revelación, la posibilidad y el hecho de los milagros, la Escritura como libro sagrado e inspirado que habí­a que interpretar según cánones particulares y la dicotomí­a entre naturaleza y sobrenaturaleza. Todo esto cambia radicalmente en los siglos xvn y xví­n con el comienzo, en el terreno filosófico, del racionalismo y del empirismo, así­ como de la ilustración francesa; en el terreno literario, con el descubrimiento de nuevos manuscritos y de nuevos métodos crí­ticos; en el terreno cientí­fico, con el progreso de las ciencias positivas, y, finalmente, en el terreno histórico, con los nuevos métodos de investigación y los nuevos descubrimientos, por no hablar de las innovaciones en el terreno del pensamiento polí­tico.
El resultado de esta revolución ideológica en el terreno bí­blico, y especialmente fuera del área católica, fue un auténtico terremoto que derribó axiomas seculares, pero al mismo tiempo abrió las puertas a una investigación más cientí­fica sobre el texto bí­blico. Es evidente que se produjo un cambio radical en la hermenéutica escriturí­stica.
El primer pensador que se enfrentó directamente con el problema de la explicación de la Escritura según los postulados de la nueva filosofí­a fue Baruc Spinoza (1632-1677), un judí­o que fue luego excomulgado por sus correligionarios. Es conocido su axioma Deus sive Natura para expresar la doctrina de que Dios no es un ente personal trascendente, sino el orden impersonal geométrico que rige el universo, del que son †œmodos† el pensamiento y la extensión. En ese universo no puede haber milagros ni hay lugar para una revelación trascendente. Los profetas y los apóstoles atribuyen a Dios sus propios pensamientos y sentimientos religiosos: †œCon ayuda de esta regla me he formado un método para la interpretación de los libros santos; y una vez en posesión de este método, me he propuesto esta primera cuestión: ¿Qué es la profecí­a? Y después: ¿Cómo se ha revelado Dios a los profetas? ¿Por qué Dios los ha escogido? ¿Ha sido porque tení­an ideas sublimes de Dios y de la naturaleza, o sólo a causa de su piedad? Resueltas estas cuestiones, me ha parecido conveniente establecer que la autoridad de los profetas no tiene peso verdadero sino en aquello que se refiere a la virtud y a la práctica de la vida. En lo demás, sus opiniones son de poca importancia† (Tratado teológico-polí­tico, Salamanca 1976, 43). De aquí­ se sigue que †œasí­ como el método de interpretar la naturaleza consiste en trazar ante todo una historia fiel de sus fenómenos, desde los cuales, por datos ciertos, llegamos a la definición de las cosas naturales, así­ para interpretar la Escritura es necesario comenzar por una historia exacta, y desde ésta también, apoyados en datos y principios ciertos, penetrar por legí­timas consecuencias el pensamiento de los que las escribieron† DS 156). Esto implica una investigación lingüí­stica, la colección y clasificación de los textos que hablan del mismo tema, un examen de las circunstancias de vida del autor y de los destinatarios, de las costumbres de la época y de la historia del texto (ibid, 157ss).
Las reglas exegéticas de Spinoza dominaron durante muchí­simo tiempo, incluso después de su muerte (aun recordando que en parte se reducí­an a las fijadas por los padres antioquenos). Pero sólo a finales del siglo XVIII empezaron a aparecer en la exégesis los signos de la precompren-sión racional, propios de la filosofí­a de la época. En la exégesis se entiende por racionalismo la exclusión parcial o total de todo hecho o doctrina que no entre en los esquemas de la razón humana. Tal es el caso de los milagros, de las teofaní­as, de la encarnación, del nacimiento virginal y de la resurrección. Mientras que toda la tradición cristiana hasta el siglo XVIII habí­a argumentado del hecho a la posibilidad, los racionalistas argumentaban de la imposibilidad a la no realidad, basándose no sólo en las corrientes filosóficas, sino también en una visión del mundo mecanicis-ta, común en el siglo XIX. La crí­tica escriturí­stica más devastadora tuvo lugar en el campo de la vida de Jesús, como se observa muy bien en el libro Von Reimarus zu Wrede, de Albert Schweitzer, de 1906. En 1774 G.E. Lessing publicó un manuscrito postumo de H.S. Reimarus, muerto unos años antes, que explica el hecho cristológico con un radicalismo inaudito hasta entonces. Jesús, según Reimarus, no habí­a realizado ningún milagro. Se habí­a limitado a predicar la cercaní­a del reino de Dios, entendido -según el uso rabí­nico- polí­ticamente, y se hizo reconocer por algunos discí­pulos como rey mesí­as. Entró en Jerusalén sobre un asno como señal para empezar la sublevación, pero ésta fracasó y Jesús fue ajusticiado. Los discí­pulos se llevaron su cuerpo, dejaron que se descompusiera; luego anunciaron su resurrección y se atuvieron a una idea mesiánica secundaria apocalí­ptica que se inspiraba en el retorno del Hijo del hombre de Dan 7. Así­ se creó el cristianismo, que Jesús no habí­a entendido nunca como una nueva religión. El cristianismo es, pues, un fraude de los discí­pulos, decepcionados por el fracaso de la marcha sobre Jerusalén.
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Como sucede a menudo, un libro que propone ideas tan radicales primero causa escándalo, pero poco a poco comienza a encontrar defensores e imitadores. En efecto, con Reimarus comienza el racionalismo pleno en la explicación de la vida de Jesús. El exponente más caracterí­stico es H.E.B. Paulus, que escribió en el 1828 una vida de Jesús. Paulus considera los milagros como secundarios, ya que el verdadero †œmilagro† es el propio Jesús. Por eso él intenta explicar los milagros de modo que entren en los lí­mites de la razón. Para Paulus todo lo que existe, al ser signo de la omnipotencia de Dios, es ya milagro. Por tanto, las curaciones se explican en relación con ciertas medicinas secretas o cierta dieta (el ayuno); la tempestad calmada se comprende como un acto de obediencia al consejo de Jesús de poner la barca junto a un acantilado para guarecerla del viento; la multiplicación de los panes se entiende como un ejemplo de los panes que compartieron los discí­pulos con los demás, de forma que todos se sintieron movidos a hacer lo mismo; la transfiguración no es más.que un fenómeno de contraluz; la resurrección nunca tuvo lugar, porque Jesús sólo habí­a muerto en apariencia; la ascensión fue la desaparición de Jesús en el monte envuelto en nubes. El único suceso sobrenatural fue el nacimiento de Jesús, ya que el Espí­ritu Santo inspiró la fe en Marí­a y el poder de concebir a Jesús, en el que residí­a el †œEspí­ritu delmesí­as†.
El colmo del racionalismo histori-cista lo alcanzó Bruno Bauer, que, considerando toda la teologí­a contenida en los evangelios en torno a la vida de Jesús, negó que Jesús hubiera existido alguna vez; sus biografí­as son novelas escritas bajo la influencia de las literaturas mediterráneas y apocalí­pticas.
Schleiermacher traslada el racionalismo histórico a la teologí­a protestante, que domina la escena hasta el retorno a la ortodoxia protestante de Barth. Por el influjo que tuvo sobre Bultmann, hemos de decir ahora algo sobre la Leben Jesu de D.F. Strauss, aparecida en 1835/1 836. Mientras que los racionalistas clásicos habí­an eliminado lo sobrenatural en los evangelios o habí­an dado de ello una explicación naturalizante, Strauss lo coloca en la categorí­a del †œmito†, que no hay que eliminar, sino explicar teológicamente. Define el mito como un †œrevestimiento histórico de las ideas religiosas de los primitivos cristianos, que fue modelado por el poder inconscientemente inventivo de la leyenda y que luego fue incorporado en una personalidad histórica†(lntrod.). Jesús tení­ala misión de reconciliar a la humanidad y a la divinidad; el mito ontologiza esta obra como la de un Dios-hombre y ayuda a hacer vivir el mensaje a sus discí­pulos. En cuanto a los milagros, Strauss dice que Jesús pudo ciertamente realizar algunas curaciones, pero la forma de contarlas está tan impregnada del estilo del AT y de la apocalí­ptica que es imposible separar la idea del acontecimiento. Lo que Strauss llamaba mito, hoy lo identificamos con el estilo midrásico, o bien con la teologí­a redaccional, sin negar por eso lo sucedido. La vocación de los primeros discí­pulos está inspirada en las leyendas de Elias y de Elí­seo; la tentación está estructurada sobre los sucesos del éxodo; el
episodio en el templo se refiere al versí­culo †œMi casa será llamada casa de oración†™. También los milagros sobre la naturaleza, la transfiguración y el nacimiento son expresiones de una idea. Finalmente, la resurrección es irreal, pues de lo contrario no serí­a real la muerte. Por tanto, Strauss no racionaliza al modo de Paulus, sino que teologiza dando el significado del relato. El verdadero Jesús es el Jesús de la escuela liberal, un predicador moral de la paternidad de Dios y de la hermandad entre los hombres, que constituirá el reino de Dios.
A la escuela liberal, que ofrece como obra clásica la Vie de Jésus de Renán, se opone la escuela escatológica, que culmina en la obra de Al-bert Schweitzer. Jesús era un profeta escatológico. El reino de Dios no es de naturaleza moral, sino escatológi-ca, de próximo acontecimiento.
El objetivo principal de todas estas †œvidas de Jesús† era hermenéutico. Es decir, se querí­a presentar un Jesús a través de hermenéuticas que habí­an abandonado el clásico presupuesto de la regulafide,, sustituyéndolo por una precomprensión derivada de las filosofí­as corrientes y de un cristianismo racionalizado. Por tanto, no es de extrañar que en el área protestante todo haya contribuido a la desorientación de los simples creyentes, causando un escepticismo no sólo doctrinal sino incluso histórico. Todaví­a es menos extraño si se piensa que un Martin Káhler, en su libro Der sogenannte historische Jesús undderbiblischegeschichtliche Christus (1892), no sólo distingue al Jesús de la historia del Cristo de la fe, sino que distingue además Historie de Geschichte. Con esta distinción entre investigación histórica y significado de la historia intenta salvar de manos de los investigadores al Cristo predicado por la Iglesia. No obstante, es innegable que las aportaciones de la crí­tica bí­blica han sido muchas veces verdaderas aportaciones a la ciencia escriturí­stica.
Hemos puesto el ejemplo de la revolución hermenéutica en el terreno de los evangelios para ilustrar lo que acontecí­a en el siglo xix en el mundo protestante. Esta revolución no era menor en los estudios veterotestamen-tarios. De ambas se resiente toda la teologí­a de la reforma.
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VIII. LA HERMENEUTICA COMO PROBLEMA FILOSOFico-TEOLOGico.
Al mismo tiempo que el movimiento hermenéutico racionalista, comenzó también en Alemania una teorización de lo que significa †œhermenéutica† respecto a todas las ciencias humanas, especialmente en los estudios clásicos.
El primero que distinguió entre análisis filológico y hermenéutica fue Friedrich Ast (1778-1 841). No se limita a la hermenéutica de la letra y al significado de las palabras en su contexto, sino que va de la hermenéutica del sentido a la del espí­ritu.
El espí­ritu es la Gestalt dé la obra. Es lo que dice más que -la suma de las partes de una obra. Es lo que sitúa en el espí­ritu atemporal, a través del cuál es posible comprender la antigüedad y el espí­ritu de una sociedad.
F.A. Wolf, contemporáneo de Ast, dice que la hermenéutica no es sólo el arte de la explicación, sino también de la comprensión, por lo que no basta el análisis filológico, sino que se necesita también la intuición. Hay tantas hermenéuticas como son las ciencias, y la hermenéutica filosófica solamente sirve como criterio para juzgar de la exactitud de las otras explicaciones.
Wolf y Ast eran predecesores de Schleiermacher, el cual define la hermenéutica como †œarsintelligendi†™ lo mismo que Wolf. Para comprender a un autor hay que invertir el proceso de la composición de un libro. Un autor tiene una intuición, la concep-tualiza, busca las formas sintácticas y las palabras para expresar sus ideas. El lector comienza por las palabras y la sintaxis, llega a las ideas, pero alcanza la intuición primitiva del autor sólo a través de la †œcongenialidad†™, de la chispa psicológica que une al autor y al lector:
†œEl método adivinatorio es aquél en que el hombre se transforma en otra persona para poder aferrar directamente su individualidad†(Hermeneulilç ed. Kimmerle, p. 109). Esto sucede en todas las ramas de la ciencia, y la hermenéutica filosófica se convierte en la ciencia de las leyes que gobiernan aquella comprensión global que se necesita para extraer el significado de un texto. Nótese el psicologismo subjetivista que caracteriza a la teorí­a de Schleiermacher.
Una gran aportación a esta ciencia naciente fue la de W. Dilthey (1833-1911). Este autor distingue ante todo entre las ciencias positivas y las hu-manistas (Geisteswissenschaften). La hermenéutica es el fundamento de estas últimas, y tiene la finalidad de descubrir un método objetivamente Aválido para interpretar la vida profunda del hombre. El problema es epistemológico, no metafí­sico; por eso Dilthey añade a las dos †œrazones† de Kant una razón histórica. Si el hombre quiere conocerse a sí­ mismo, jio le sirve la introspección. Las ciencias humanistas arrojan luz sobre la ¡experiencia interna del hombre sin -objetivarla, como hacen las positivas. Hay que invertir ciertamente el proceso de composición para comprender, como en Schleiermacher; pero el término último no es sólo la otra persona, sino todo su mundo histórico-social con sus imperativos morales, comunión de sentimientos, relaciones humanas, sentido de belleza, etc. Nosotros explicamos los hechos de la naturaleza, pero comprendemos la vida espiritual. Son tres las etapas del proceso hermenéutico: la experiencia, la expresión, la comprensión. La primera es una unidad que precede a toda conciencia, y por tanto a toda división sujeto-objeto. La experiencia no es subjetiva, sino objetiva, en cuanto que es un dato real, para mí­. Es dinámicamente temporal, en cuanto que abraza el recuerdo del pasado y anticipa el futuro. No puede haber una hermenéutica atemporal, sino que cada época tiene su comprensión. La expresión no debe entenderse en la acepción romántica de manifestación de unos sentimientos, sino como objetivación de la mente, de los pensamientos y de la voluntad del hombre en una época determinada, y particularmente en la literatura, la cual constituye el lenguaje de la experiencia. Así­ pues, una obra literaria no solamente deja al descubierto la psicologí­a del autor, sino la experiencia de todo su mundo socio-cultural. La tercera operación es la comprensión. La comprensión sólo es posible a través de una precom-prensión, en la que se encuentran el autor y el lector, el espí­ritu del uno y el espí­ritu del otro, el mundo del uno y el mundo del otro.
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La palabra hermenéutica no puede prescindir hoy de la filosofí­a de Martin Heidegger. Ya en Sein und Zeit (1927) este filósofo, distinguiendo entre el ser y los seres, habí­a propuesto estudiar el ser que mantiene a los otros seres en la existencia (no se piensa en Dios) y los preserva de recaer en la nada. Este estudio no puede llevarse a cabo a partir de los seres, ya que se caerí­a inmediatamente en el esquema objeto-sujeto y en la metafí­sica, como ocurrió con Platón. El ser sólo se puede estudiar en cuanto que se manifiesta en el hombre (Da-seinJ.†EI hombre, como en Dilthey, no es una esencia preconstituida absoluta, sino su misma posibilidad. El no ha escogido existir, sino que se ha encontrado como arrojado a la existencia, que tiene que mantener ganándola con sus opciones. Es una trascendencia finita, cuya estructura mantiene relaciones con el mundo que lo rodea. Si el Dasein se despersonaliza, como un ser cualquiera, la suya es una existencia inauténtica. luchar continuamente para ganarse la propia existencia, pues de lo contrario caerí­a de nuevo en el nivel de los objetos (Verfallenheit). No se trata de una caí­da moral, aun cuando Bultmann piense en una analogí­a con el pecado original. El afán por crear siempre el propio futuro puede convertirse en terror, especialmente ante la muerte. El horizonte en que se desarrolla el ser es el tiempo; por tanto, la historia no es una serie de sucesos en los que participe el hombre, sino algo que acontece continuamente, ya que el hombre es histórico por naturaleza. Así­ pues, el estudio de la historia es un preguntarse cómo comprendió el hombre en el pasado su propia existencia, de forma que esta comprensión pueda abrir las posibilidades para el futuro. El lenguaje del hombre es la hermenéutica del ser.
El llamado †œsegundo Heidegger† ha desarrollado esta última proposición explicando la palabra verdad, aIetheia. La verdad ha de entenderse como un desvelarse del ser al hombre, que se convierte, primero en pensamiento y luego en lengua, en portavoz de la voz muda del ser. Por tanto, el hermeneuta no es uno que explique solamente el significado de las palabras. Las palabras no son más que un medio para llegar al lenguaje de una época, un lenguaje que habí­a sido quizá demasiado limitado para expresar la riqueza de la experiencia de la revelación del ser, y que ahora hay que retraducir a otro lenguaje.
El heredero del segundo Heidegger es din duda H.G. Gadamer. En 1960 publicó WahrheitundMethode, una obra donde sostiene la preeminencia del texto sobre el autor. En efecto, un texto escrito pierde en parte la paternidad del escritor para adquirir la del lector. El texto y el lector tienen cada uno su propio horizonte, los cuales, al fundirse en la interpretación, crean una nueva realidad. El horizonte del lector sirve como precomprensión y está constituido por el hilo conductor de la tradición, que tiene su origen en el pasado, donde hemos nacido como en un rí­o que fluye. Para Gadamer ninguna explicación puede ser absoluta y definitiva, ya que cada generación tiene que leer el texto y medirse con él para poder dar vida a una nueva verdad, originada por el lenguaje que le es propio.
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IX. BULTMANN Y LAS DIVERSAS ESCUELAS MODERNAS.
En Rudolph Bultmann el matrimonio entre la hermenéutica filosófica y la Biblia se realizó de forma tan violenta que produjo todas las llamadas teologí­as hermenéuticas modernas. Ya Karl Barth, en su comentario a la Carta a los Romanos (1918), habí­a reaccionado contra el racionalismo de Schleiermacher, re-conduciendo la teologí­a protestante a la ortodoxia luterana. A pesar de basarse en la exégesis literal e histórica, Barth quiso también escribir un comentario que tuviera eco en la manera de pensar y en las necesidades del hombre contemporáneo. Bultmann lo aprueba, pero su idea de hermenéutica va más allá. Depende de Dilthey a través del Heidegger del Sein und Zeit. Para Bultmann no existe una hermenéutica especí­ficamente bí­blica. Todo texto antiguo debe ser estudiado con los acostumbrados métodos filológicos; pero no para llegar a un entendimiento objetivante del mismo, sino para lograr una comprensión de mi existencia en diálogo con su autor. Cualquier documento puede hablarnos si lo interrogamos de forma adecuada. Lo mismo que nuestra idea de la existencia no es estática, sino siempre abierta, problemática y capaz de desarrollo, así­ también el texto no es mudo, sino vivo, y nos habla, entra en diálogo con nosotros, mostrándonos las diversas posibilidades que tenemos de comprender la existencia. Para interrogar al texto de forma adecuada parto de una precomprensión, que hay que distinguir del prejuicio que cierra el diálogo y lo objetiviza. Esta precomprensión no es la congenialidad de Schleiermacher o la experiencia de Dilthey, sino mi autocompren-sión existencial, incompleta al principio, pero destinada a ser una nueva verdad en el diálogo. La comprensión de un texto no es nunca definitiva, como tampoco es definitiva la precomprensión; se desarrolla a través del análisis existencial para alcanzar una decisión existenciaria capaz de cambiar mi vida. Sólo en ese momento puedo decir que he comprendido un texto. Una comprensión teórica puede seguir siendo todaví­a precomprensión, pero no es aún verdadera inteligencia.
De todo esto se sigue que incluso cuando a través de un buen análisis filológico comprendo la teologí­a de la Biblia, ésta sigue estando ante mí­ como un objeto, y como un objeto que no me puede interpelar porque habla un lenguaje de hace dos mil años, un lenguaje mí­tico, como habí­a dicho Strauss. Mito, para Bultmann, es representar lo ultraterreno como terreno, lo divino como humano, lo sobrenatural como natural. Implica una directa intervención de lo sobrenatural en la concatenación cotidiana de causa y efecto, insoportable e ininteligible para el hombre moderno, empapado de una visión cientí­fica del mundo. Por tanto, el milagro, el sacramento, la encarnación, la resurrección y otras nociones semejantes no pueden ser aceptadas por la mentalidad moderna. Sin embargo, no pueden ser simplemente negadas, sino desmitizadas, o sea, traducidas a un lenguaje inteligible hoy para nosotros, y este lenguaje es el existencial que nos ha ofrecido Heideg-ger.
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Asentado este principio y este método, Bultmann pasa a la construcción, en los cuatro volúmenes de Glauben und Verstehen, de todo un sistema teológico existencial. En este sistema es importante la negativa a objetivar a Dios o la revelación, que los reducirí­a a objetos, es decir, a í­dolos. La teologí­a es fundamentalmente antropocéntrica y quiere hablar de las posibilidades del hombre, el cual es posibilidad, es soma (cuerpo), no en el sentido griego, sino en cuanto objeto de su propia decisión abierto al bien y al mal. La existencia inauténtica de Heidegger se convierte en el pecado de la teologí­a bultman-niana. La esencia del pecado es la soberbia de la †œcarne†, es el querer crear el propio futuro en vez de esperarlo de Dios; es, por tanto, la incredulidad, a la que se opone la fe, que es apertura del hombre al futuro de Dios. Pero la fe es fe en Cristo. Esto no significa una fides quae objetivante de que Jesús era el Cristo y de que la cruz de Jesús me salva porque era la cruz de Cristo. El proceso es inverso. En mi encuentro con la palabra de Dios acontece el único hecho sobrenatural que admite Bultmann, esto es, el †œcreer†. Este †œcreer† constituye para Bultmann el acontecimiento salví­fico (Hellsgeschehen). En este †œcreer† Jesús se convierte en el Cristo para mí­ y la cruz de Jesús se convierte en la de Cristo para mí­. Viene luego la tesis tan conocida de Bultmann sobre la falta de continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. La fe no tiene ninguna necesidad de apoyarse en la historia, como tampoco tiene necesidad alguna de apoyarse en la razón, según el principio luterano. Dejando aparte el escepticismo de Bultmann sobre la historicidad de los evangelios sinópticos como consecuencia de su teorí­a de la Formgeschichí­e, la razón de la separación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe es estrictamente teológica. Es esta tesis la que ha suscitado tanta reacción incluso entre sus mismos discí­pulos, especialmente Ká-semann, que acusan a Bultmann de cuasidocetismo y de subjetivización de la salvación, privándola del extra nos que la constituye.
De cuanto hemos dicho se deduce que la hermenéutica desmitizante de Bultmann es, por una parte, la continuación en clave existencial de D.F. Strauss, y por otra la prosecución o, mejor dicho, la aplicación teológica de la hermenéutica de Dilthey y de Heidegger al NT. Pero la hermenéutica bultmanniana va más allá de la simple exégesis del texto o de la adaptación a nuestros tiempos en el sentido barthiano. Es una hermenéutica que se convierte en todo un sistema teológico interpretativo, no sólo de las palabras, sino del mismo contenido (die Sache, sachlich).
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1. La †œNueva Hermenéutica†.
Bultmann se habí­a inspirado en el primer Heidegger; pero, como hemos visto, aquel filósofo prosiguió su reflexión sobre el lenguaje. Ernst Fuchs y Gerhard Ebeling se apoyaron en el segundo Heidegger y en Gadamer para iniciar su †œNueva Hermenéutica†, la cual supone la desmitización de Bultmann, pero también la crí­tica a su separación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.
La Nueva Hermenéutica parte de los presupuestos hermenéuticos de Bultmann, tal como se expusieron más arriba, pero desarrolla la noción de lenguaje. El lenguaje no tiene una función puramente informativa, sino que es provocativo y quiere conducir a una decisión en una †œhora† determinada. El valor de una palabra se mide por sus efectos. Así­ pues, lo que Bulfmann llamaba Hellsgeschehen, en la Nueva Hermenéutica se llama Wortgeschehen (acontecimiento lingüí­stico). El lenguaje es la hermenéutica del acontecimiento. Al entrar en la tradición cultural o religiosa, se queda allí­ cristalizado, hasta que no se descubra de nuevo y vuelva a ser un acontecimiento nuevo. El hombre no solamente crea el lenguaje, sino que también es creado por él, en cuanto que el patrimonio lingüí­stico le indica sus posibilidades de actualización. Por tanto, leer un texto bí­blico no es interpretarlo; es el texto el que me interpreta a mí­, en cuanto que me provoca a una decisión semejante al acontecimiento de donde dimanó. Este nuevo acontecimiento impulsa a una nueva traducción al lenguaje, y por tanto al kérygma que lo mantiene con vida.
Aplicando todo esto a la cuestión del Jesús histórico, Fuchs y Ebeling, a quienes se une James Robinson, insisten en la posibilidad y en la necesidad de conocer al Jesús histórico, en contra de la tesis de Bultmann. ¿Por qué? La razón es que nos llamamos cristianos en cuanto que apelamos a la experiencia de autocom-prensión frente a Dios, o sea, a la fe del Jesús histórico. Los dichos y los hechos de Jesús no son más que el lenguaje con que él expresó este acontecimiento de fe. Este lenguaje pasó al patrimonio cristiano en que hemos nacido. Una hermenéutica de este lenguaje, por consiguiente, no se limita a explicar su significado histórico (abundante y mí­tico), sino a penetrar dentro de él para redescubrir la fe de Jesús, que deberí­a provocar un acontecimiento semejante hoy en mí­, un acontecimiento personal y colectivo que luego prorrumpa de nuevo en un lenguaje kerigmático moderno, que pasará de nuevo al patrimonio cristiano para volver a ser acontecimiento en el futuro. Este es el concepto de †œtradición† de la Nueva Hermenéutica: no ya la transmisión de un contenido, sino de un lenguaje-acontecimiento.
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2. Las †œteologí­as hermenéuticas†.
Una vez aceptado el principio de que la hermenéutica va más allá de la exégesis y sirve para dar una respuesta †œescriturí­stica†™ al hombre moderno que la interroga sobre la propia existencia, empezaron a preguntarse por qué el lenguaje del hombre moderno iba a ser solamente el de Heidegger y no también el de Marx, el de Freud o el de cualquier otro filósofo contemporáneo más popular aún que el existencialista. Y entonces empezaron a pulular varias escuelas de hermenéutica escriturí­stica basadas en las diversas filosofí­as contemporáneas, que han producido otras tantas auténticas †œteologí­as hermenéuticas†.
En efecto, ya en 1963 Paul van Burén, en el libro The Secular Mea-ning ofthe Gospel, utiliza la filosofí­a analí­tica para explicar el evangelio al hombre secularizado de hoy que no acepta lo sobrenatural. Fernando Belo adopta la filosofí­a marxista para producir el libro Lectura materialista del evangelio de Marcos (Es-tella 1975), donde se lee la vida y el mensaje de Jesús en clave de lucha entre burguesí­a y proletariado. La Teologí­a de la liberación: Perspectivas, de G. Gutiérrez, es muy conocida como interpretación polí­tica del evangelio, extendida a todas las ramas de la teologí­a y de la espiritualidad, particularmente en América Latina. También el estructuralismo ha querido decir su propia palabra, más como método exegético que como, herme-néutico. Daniel y Aliñe Patte.lo de-i muestran en su obra Pour une exégé-se structurale (1978). Daniel Patte aplica el método a un estudio de la teologí­a de las cartas paulinas en su último libro, Paul†™s Faith and the Power of the Gospel: A structural Introduction to the Pauline Letters (1983), que hace resaltar algunos aspectos difí­cilmente reconocibles con métodos exegéticos tradicionales. R.A. Culpepper ha hecho lo mismo con Juan en Anatomy of the Fourth Gospel: A Study in Literary Design (1983).
No podí­a faltar la filosofí­a de Wittgenstein como trampolí­n para consideraciones hermenéuticas. En ella se inspira, por ejemplo, la aportación deA.T. Thiselton en The Two Horizons(1980), con el que intenta iluminar a san Pablo. También la filosofí­a de A.N. Whitehead ha dado comienzo a una nueva teologí­a, llamada †œProcess Theology en los Estados Unidos, que tiene analogí­as con la de Teilhard de Chardin. En el espacio de este artí­culo es imposible, extendernos en estas nuevas hermenéuticas, incluso porque son de valor muy diverso en su aproximación a la Escritura.
Pero de una de estas hermenéuticas nos gustarí­a decir algo más, debido a la luz que arroja sobre el lenguaje simbólico de la Biblia. Paul Ricoeur es un filósofo y un creyente que utiliza las aportaciones de Heidegger, de Gadamer, de Freud y de los estructuralistas en su intento de crear una hermenéutica del sí­mbolo y del testimonio. W. Dilthey habí­a dicho que el hombre tiene que estudiarse así­ mismo a través de las manifestaciones culturales en su propia historia. Ricoeur recoge esta idea, peroafirmando que muchas de estas manifestaciones culturales están codificadas en signos o sí­mbolos o mitos, los cuales tienen una función retrospectiva hacia su origen y una cara teológica que mira hacia adelante con la finalidad de que madure el hombre.- Estos sí­mbolos y mitos tienen que. descodificarse con los métodos que el psicoanálisis ha puesto a nuestro servicio, comprendidos de nuevo y hechos objeto de reflexión hermenéutica para ser reintegrados en el momento presente de nuestra maduración. El lenguaje bí­blico es muchas veces simbólico (pensemos en el †œpecado original†™), y la hermenéutica no debe ni eliminar el mito, Qomo.hace Bultmann, ni reducirlo a los orí­genes del instinto, como hace Freud, sino desentrañar su verdadero significado y su función dinámica para integrarlo en el proceso teológico. †œEl mito da que pensar† es el tí­tulo del último capí­tulo de Finitudy. culpabilidad (Taurus, Madrid 1969, 699ss), que resume una parte importante del pensamiento de Ricoeur [1 Mito II / Sí­mbolo].
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X. LA HERMENEUTICA CATOLICA HASTA EL VATICANO II Y EN EL PERIODO POS-CONCILIAR.
Habí­amos dejado nuestra exposición de la hermenéutica católica postridentina en el siglo XVIII. Con el racionalismo dominante del siglo XVIII los católicos no entraron nunca en diálogo más que para refutarlo. La exégesis seguí­a el método tradicional, perturbada solamente por alguna que otra idea menos recta procedente de dentro. La encí­clica Pro videntissimus Deus, de León XIII (1893, EB, n. 8lss), se limita a subrayar la seriedad de los cursos escriturí­sticos que han de hacerse y a afirmar que un texto no puede ser interpretado de forma contraria a la tradición, al consenso unánime de los padres o a la analogí­a fidel; pero los católicos eran libres para proseguir el estudio de los textos difí­ciles. Se recomienda el estudio de las lenguas orientales, del arte crí­tica y de las ciencias naturales, cuyos fenómenos se describen a menudo en la Escritura con un lenguaje popular. La encí­clica da además una definición de la inspiración [1 Escritura II], que se ha hecho clásica: †œNam super-naturali ipsi virtute ita eos ad scri-bendum excitavit et movit, ita scri-bentibus adsistit, ut ea omnia eaque sola, quae ipse juberet, et recta mente conciperent, et fideliter conscribere vellent, et apte infallibili veritate ex-primerent† (EB 125).
En el primer decenio de nuestro siglo surge en la Iglesia el problema del modernismo. Algunos teólogos y exegetas se habí­an aproximado de pronto a todo lo que acontecí­a en e4 mundo protestante, en la crí­tica histórica y particularmente en el mundo cientí­fico. Evidentemente surgieron centenares de problemas teológicos y exegétices sobre cómo conciliar la fe con todos estos datos nuevos. Los católicos no estaban preparados todaví­a para afrontar estos problemas debido a su prolongado aislamiento del pensamiento contemporáneo, exceptuando algunos intentos teológicos más bien poco afortunados. Visto, además, el efecto negativo que el racionalismo producí­a entre los protestantes, Pí­o X no dudó en intervenir y, con la encí­clica Pascendiy el decreto Lamentabii, de 1907, puso tantos frenos a la investigación bí­blica que los exegetas católicos realizaron durante treinta años muy poco progreso hermenéutico. Entretanto, sin embargo, gracias al Instituto Bí­blico de Roma y a la Escuela Bí­blica de los dominicos en Jerusalén, se fueron preparando en el terreno bí­blico investigadores válidos, capaces de recoger el desafí­o en tiempos más propicios.
La encí­clica Spiritus Paraclitus, de Benedicto XV (1920), se limitó a no excluir ningún pasaje bí­blico de la inspiración, a afirmar que la historia bí­blica no habí­a sido escrita †œsecun-dum apparentias† y que los autores bí­blicos no se limitaron a referir la verdad solamente como se decí­a en su tiempo, exhortando, por otra parte, a que no se exagerase con teorí­as como las de la †œcitas implí­citas†, del sentido
†œpseudohistórico† y †œtipos de literatura†. El verdadero sentido de la Escritura ha de ser considerado el literal, al que pertenecen también las metáforas (EB 444s).
La Divino Afflaní­e Spiritu, de Pí­o XII (1943), fue la †œluz verde† que permitió la prosecución de la investigación razonablemente libre entre los exegetas católicos, cuyo primer fruto serí­a la Bible de Jérusalem y el Catholic Commentary on HoIy Scrip-ture. La encí­clica hablaba de †œgéneros literarios† y de †œformas literarias† y subrayaba la importancia de las traducciones a partir de la lengua original, ya que la Vulgata sólo tení­a una autoridad jurí­dica, no crí­tica. Recogió la afirmación de Benedicto XV según la cual el sentido de la Escritura era el literal; y, en cuanto al sentido espiritual, habí­a que admitir solamente el entendido por Dios. Exhortaba a la crí­tica textual e histórica a hacer uso de los hallazgos cientí­ficos, arqueológicos y literarios recientes para crear una armoní­a entre la exégesis y la ciencia, afirmando además que los textos bí­blicos, cuyo sentido habí­a sido determinado por la Iglesia o por los padres, eran pocos (EB 538ss). En una Carta al cardenal Suhard, Pí­o XII habló también de los once primeros capí­tulos del Génesis, diciendo que no eran †œhistoria† en el sentido clásico.
Todo esto preparó el terreno para el florecimiento de los estudios bí­blicos en la Iglesia católica, que ejercieron un influjo preponderante en el concilio Vaticano II. Quedaba un último escollo por superar: la Form-geschichte de los / evangelios, campo de batalla de la retaguardia tradicio-nalista en ví­speras del concilio; pero fue superado con la lnstructio de histórica Evangeliorum vení­ate, de la Pontificia Comisión Bí­blica (1964).
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Dados estos presupuestos, el Vaticano II llevó a cabo una verdadera revolución en la hermenéutica respecto a los decenios anteriores. La constitución dogmática sobre ladivi-na revelación Dei Verbum tuvo la historia más agitada de todos los documentos conciliares. Repasemos los rasgos más destacados que afectan de cerca a la hermenéutica.
Al comienzo se indica que la revelación tiene lugar por medio de palabras y de acontecimientos í­ntimamente unidos y que se iluminan mutuamente (DV 8). El contenido de la tradición apostólica sobre la fe y las costumbres se transmite (y esto es una prolongación) en la doctrina, la vida y el culto de la Iglesia a las sucesivas generaciones (DV 8). Por medio de ella conocemos el canon de la Sagrada Escritura, y ella crece en su inteligencia; es, por tanto, una tradición viva. La Iglesia no alcanza su certeza solamente de la Escritura, sino también de la tradición; ambas forman una sola cosa en cierto modo (DV 9). El magisterio eclesial interpreta las dos. No está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, la escucha, la expone y la transmite (DV 10). Los libros de la Sagrada Escritura tienen a Dios como autor, que †œse valió de hombres elegidos que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios querí­a… Se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra† (DV 11). Esta definición de la inspiración es menos detallada que la que presentaba la Pro videntissimus Deus. Se evita la palabra †œinerrancia† y se subraya í­a cualidad positiva de †œverdad†, que es relativa al plan salví­fico de Dios. Es importantí­simo para nuestro tema el número 12 de la DV, que trata de la interpretación bí­blica. Se subraya el sensus auctoris, ya que en él se encuentra lo que Dios quiso manifestar con las palabras. Hay que tener en cuenta los †œgéneros literarios† entonces en uso y los modos de expresarse contemporáneos. La Escritura †œse ha de leer e interpretar con el mismo Espí­ritu con que fue escrita†, y por eso hay que atender a la analogí­a Scripturae, a la tradición y a la analogí­a fidel, sometiéndolo todo al juicio de la Iglesia.
Respecto al AT, la DV afirma que es verdadera palabra de Dios y que ocupa un valor perenne en la economí­a de la salvación (DV 14). Significa con diversos tipos la llegada de Cristo y, aunque contiene cosas imperfectas y temporales, se capta en él, sin embargo, un profundo sentido de Dios, enseñanzas sanas, sabidurí­a y tesoros de oración, de forma que †œNovum in Vetere lateret, et in Novo Vetus pateret†(
DV 15; DV 16).
Los números 18 y 19 de la DV son importantí­simos para la crí­tica y la hermenéutica de los evangelios. Se afirma la naturaleza kerigmática de los mismos, pero subrayando fuertemente su historicidad. Contienen un compendio de la predicación sobre los hechos y los dichos de Jesús vistos a la luz de la resurrección y del Espí­ritu, sintetizados o bien explicados en relación con la situación de las Iglesias.
Estas afirmaciones del concilio parecen obvias al lector de nuestros dí­as; pero si se leen con referencia a la larga historia precedente y a las controversias entre católicos y protestantes, se podrá comprender todo el equilibrio y la apertura de la Dei Verbwn. La revelación no es ya †œun libro bajado del cielo†, sino que Dios se revela mediante sus acciones y sus palabras en la historia. El concepto de tradición se amplí­a a toda la vida de la Iglesia; la tradición va creciendo, no ya constitutivamente, sino hermenéuticamente, en su comprensión, bien por obra de la maduración de los fieles, bien gracias a la predicación carismática de los pastores. La Escritura es considerada como un momento inspirado de la tradición, y la tradición se convierte en el contexto de la Escritura. Se afirma igualmente la función del magisterio como servicio a la †œpalabra†. La verdad de la Escritura no comprende las afirmaciones †œprofanas† de la Biblia, sino que está en relación con la historia de la salvación. Por lo que se refiere al aspecto hermenéutico, se afirma el sentido literal, que es el sentido del autor humano a través del cual habla el Espí­ritu; por eso mismo todos los modernos métodos filológicos, históricos y arqueológicos quedan valorados, particularmente los †œgéneros literarios†. Por el contrario,- se rechaza totalmente la interpretación racionalista, en cuanto que es el Espí­ritu el que interpreta las Escrituras dentro del ámbito de la analogí­a fidel et Scripturae y de la tradición carismática. El método de la Formgeschichte se da por supuesto, y solamente se rechaza el escepticismo histórico sobre la vida de Jesús. Se acepta también la tipologí­a horizontal del AT, sin que se mencione la alegorí­a vertical de tipo origeniano, que por lo demás habí­a sido abandonada hace tiempo por los exegetas.
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A pesar del inmenso progreso y de la amplia apertura que hay que reconocer al Vaticano II, la DV se limitó a dar algunos principios útiles para la exégesis estricta de la Sagrada Escritura, dejando intacto el problema de la hermenéutica como †œlenguaje†, que quiere traducir el mensaje evangélico para que resulte comprensible al hombre moderno. Este problema, sin embargo, encuentra plena expresión en las dos exhortaciones apostólicas Evangellinuntiandi, de Pablo VI, y Catechesitradendae, de Juan Pablo II. Estos documentos oficiales prefieren la expresión †œincultura-ción† a la otra más genérica de †œhermenéutica†, y tratan del lenguaje tanto diacrónica como sincrónicamente respecto a las culturas locales. †œEl término †˜lenguaje†™ debe entenderse aquí­ no tanto en su sentido semántico o literario como más bien en el que podemos llamar antropológico y cultural† (EN 63). Lá Catechesitradendae (n. 53) plantea este problema con toda claridad y da principios firmes de solución: †œConvendrá tener presentes dos cosas: por una parte, el mensaje evangélico no es pura y simplemente aislable de la cultura en la que se insertó desde el principio (el mundo bí­blico y, más concretamente, el ambiente cultural en que vivió Jesús de Nazaret); tampoco puede aislarse, sin un grave empobrecimiento, de las culturas en las que ya se ha ido expresando a lo largo de los siglos; no surge por generación espontánea de una especie de humus cultural; se ha transmitido desde siempre mediante un diálogo apostólico que está inevitablemente inserto en un cierto diálogo de culturas; por otra parte, la fuerza del evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando esa fuerza penetra en una cultura, ¿quién podrí­a extrañarse de que rectifique no pocos de sus elementos? No habrí­a catequesis sí­ fuera el evangelio el que tuviera que alterarse debido al contacto con las culturas. Si se olvidara esto, se llegarí­a simplemente a lo que san Pablo llama con expresión muy fuerte †˜hacer inútil la cruz de Cristo†. Respecto a las culturas locales, la †˜Evangeliinuntiandi (n. 63) dice lo siguiente: †œLa evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige; si no utiliza su lengua, sus signos y sus sí­mbolos; si no responde a los problemas que plantea; si no se interesa por su vida real. Pero, por otra parte, la evangelización corre el riesgo de perder su propia alma y de desvanecerse si su contenido se ve vaciado o desnaturalizado con el pretexto de traducirlo o si, queriendo adaptar una realidad universal a un espacio local, se sacrifica esa realidad y se destruye la unidad sin la que no hay universalidad†. Más aún, en la catequesis será menester encontrar un lenguaje que se adapte a todas las edades y a las diversas condiciones de los hombres. Sin embargo, †œla catequesis no podrí­a admitir ningún lenguaje que, con cualquier pretexto, aunque se le presentase como cientí­fico, tuviera como resultado el desnaturalizar el contenido del Credo. Y menos aún un lenguaje que engañe o que seduzca. Por el contrario, la ley suprema dice que los grandes progresos en la ciencia del lenguaje tienen que ponerse al servicio de la catequesis, para que pueda †˜decir†™ o †˜comunicar†™ a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes y a los adultos de hoy, con mayor facilidad, el contenido doctrinal, sin deformación alguna† (CTR 59).
De estas citas pueden deducirse los siguientes datos: el magisterio reconoce la gravedad del problema del lenguaje hermenéutico como acultu-ración o, mejor dicho, como trasculturareión, mediante la cual los sí­mbolos se traducen en otros sí­mbolos, los signos en otros signos, bien sea dia-crónicamerite (esto es, desde las culturas del pasado a la cultura moderna) o bien sincrónicamente (desde la cultura de la Iglesia universal a la de las Iglesias locales). No se habla de desmitificación ni de desimbolización, ya que también el hombre moderno tiene necesidad de sí­mbolos, no puede vivir de la pura razón y sobre todo porque lo trascendente puede llegar a comprenderse por medio de ¡sí­mbolos. La única condición que se indica para la validez de esta hermenéutica es la fidelidad y la integridad de la †œtraducción†, que debe comprender todo el Credo en el mismo sentido en que se nos ha transmitido. Por consiguiente, una hermenéutica en el sentido de los contenidos, como la de Bultmann, queda totalmente excluida por ser reductiva [1 Cultura/Aculturación].
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XI. CONCLUSION.
Es oportuno al final sacar algunas conclusiones y sugerir ciertas consideraciones. Empezábamos este artí­culo hablando de la reinterpretación del AT en el mismo AT. Un texto escrito anteriormente era recogido al tiempo propio por una generación posterior, para ser luego reinterpretado cristológica o eclesiológicamente en el NT. Algunos autores hablan hoy del sen-sus plenior el sentido de un texto es ciertamente el del autor que lo escribió pero el Espí­ritu Santo, que es el autor principal de la Escritura, tení­a en la mente otro sentido que luego reveló a su debido tiempo. Esta teorí­a se sostiene, pero da la impresión de ser un deus ex machina. Es mejor comprender el proceso de reinterpretación como dependiente de tres factores hermenéuticos: el cambio de las circunstancias históricas y la acción históricosalví­fica de Dios, que provocan una relectura del texto; la maduración de la comunidad, que lee el texto y que asume en cierto modo su paternidad; la iluminación del Espí­ritu, que motiva un entendimiento más profundo de dicho texto. Este proceso no explica solamente el salto cualitativo de algunas citas del AT en el NT, sino también la relectura de ciertos pasajes del NT en la historia de la Iglesia, provocada por el cambio de circunstancias históricas, por la maduración del pueblo de Dios y por la acción hermenéutica del Espí­ritu mediante los diversos carismas que continuamente derrama sobre su iglesia, particularmente entre aquellos que tienen la misión de llevar adelante la tradición apostólica. El triángulo hermenéutico de historia, maduración y carisma absorbe al texto bí­blico y hace que se reencarne en el lenguaje del tiempo y de la región en que es leí­do de nuevo. Cada cristiano nace dentro de un lenguaje eclesial tradicional, que sirve de precom-prensión; y es precisamente este trí­o lingüí­stico el que sirve de puente entre el presente y el pasado para que tenga lugar la †œfusión de horizontes† (utilizando la expresión de Gada-mer), que es la que hace que cada generación se autocomprenda de nuevo a la luz de la autocomprensión de la Iglesia apostólica. La Iglesia es no solamente creadora del lenguaje teológico, sino que ella misma es creada por él dentro de la espiral de la historia de la salvación que prosigue continuamente. Ella puede verificar su reinterpretación por medio de la observación de su maduración, situada en el camino recto, y
gracias a la visión proléptica de la escatolo-gí­a en el juicio de la historia. La última verificación es objeto de esperanza, ya que sólo se realizará en el †œdí­a del Señor†.
Pero hay otros criterios de verificación, criterios que pusieron en crisis el racionalismo y la desmitifica-ción radical de Bultmann. Ya hemos visto cómo la constante lingüí­stica que hace de precomprensión en la exégesis patrí­stica y en la medieval es la regula fidel, es decir, el Credo. Bultmann dirí­a que la regula fidel sirve ciertamente de precomprensión, pero que al estar expresada en un lenguaje objetivante, y por tanto mí­tico, tiene necesidad ella misma de ser desmitizada para que no exija un sacrificium intellectus al hombre moderno, sino que pueda referirse a la autocomprensión existencial del hombre (pro-meitas) sin toda esa capa inaceptable de nociones como †œencarnación†, †œsacramento†, †œresurrección†, etc., entendidas en su sentido objetivo y literal.
Karl Gustav Jung ha demostrado en sus escritos de psicologí­a religiosa que los sí­mbolos cristianos, y más aún los católicos, se derivan de los arquetipos más profundos del alma humana (dándole así­ la razón a la hermenéutica de Ricoeur). ¿Pero expresan estos sí­mbolos una realidad tan sólo inmanente con un valor puramente psicológico o también una realidad trascendental extra nos, que nos sale al encuentro mediante la revelación? En otras palabras, ¿qué diferencia hay entre los mitos clásicos, orientales y africanos, y el lenguaje (y el contenido) del kerygma, primero, y del Credo, después?
Es evidente que para la escuela de la desmitificación, que desea privar al acto de fe de todo fundamento racional o histórico e insiste solamente en la verificabilidad existencial interna, los sí­mbolos de la religión cristiana están privados de una existencia real externa; dicha escuela habla únicamente del †œcreer puntual† antropológico, que tiene lugar en el encuentro entre el hombre pecador y la palabra de Dios. Semejante experiencia serí­a †œreal† solamente para aquel que la recibe; mas no serí­a ex-teriorizable, comunicable o kerigmá-tica, y por tanto serí­a incapaz de crear Iglesia. Una experiencia de ese tipo deberí­a ser conceptualizada, y por consiguiente objetivada, para poder ser comunicada). Además, una experiencia †œreal† para mí­ tiene que corresponder a alguna cosa o a algún acontecimiento †œfuera de mí­† para que sea †œverdadera† y no ilusoria. Por ejemplo, si yo digo con Bult-mann que Jesús es el Cristo, no porque fuera verdaderamente el mesí­as en sí­, sino sólo porque se convierte en el Cristo para mí­ en el momento que tengo la experiencia de la fe mediante el contacto con su palabra, de allí­ se seguirí­a lógicamente que †œCristo para mí­† podrí­a ser Abrahán, Maho-ma o Buda, en el caso de que la conversión existencial tuviera lugar mediante el contacto con la palabra de éstos. Podemos ir todaví­a más allá. Bultmann no quiere reducir a Dios a un objeto cuando habla de Dios. Pero este †œtú† con el que estoy dialogando, ¿no podrí­a ser un †œtú† objeto, no sólo de mi entendimiento, sino también de mi fantasí­a? Por consiguiente, Bultmann se encierra dentro de un cí­rculo vicioso, del que no se puede salir en un lenguaje inteligible y comunicable.
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Hemos hecho estas reflexiones sobre Bultmann solamente para indicar que el camino emprendido por la des-mitización existencial no puede emprenderse sin destruir el concepto mismo de Iglesia y de kerygma. Para explicar el significado de los sí­mbolos de la fe no queda más camino que el de la analogí­a de significado, que podrí­a muy bien indicar ciertas realidades psicológicas o antropológicas como en la filosofí­a de Ricoeur, pero que se basa en acontecimientos †œhistóricos† en cuanto que acaecen extra nos y. pueden ser observados objetivamente, aun cuando haya necesidad de la fe para captar todo su alcance. El sacrificium intellectus, rechazado por Bultmann, lo hacemos cuando creemos sin fundamento racional; ¿por qué tengo que creer en Cristo y no en Mahoma? Pero una vez que tengo un fundamento para fiarme de una palabra determinada, el contenido de esa palabra debe trascender mi inteligencia, pues de lo contrario reducirí­a a Dios a un objeto encajona-ble dentro de la limitación de la inteligencia humana. Pero una inteligencia incompleta no me hace sacrificar mi entendimiento mientras no crea en cosas contradictorias en sí­ mismas. Si existe verdaderamente un Dios, no es él el que tiene que ser juzgado por nosotros en su trascendencia, según nuestros parámetros, sino que él tiene que juzgar nuestra inteligencia y transformarla por medio de la fe. Estos son necesariamente los lí­mites de toda hermenéutica [1 Escritura; / Teologí­a bí­blica].
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P. Grech

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Concepto y problema del “entender”
En la “explicación” el objeto es independiente del entendimiento, está fuera de él. En cambio, la h. va dirigida a entender algo que pertenece a la experiencia de la inteligencia intersubjetiva, la cual está entretejida con momentos individuales y colectivos, permanentes e históricos. Este amplio y originario fenómeno del entender en general dentro de la experiencia interhumana y cientí­fica del mundo, no puede quedar encubierto por los hechos mucho más llamativos en que aparecen las dificultades o incluso la imposibilidad de la comprensión, los cuales sirven de ocasión para la formación de la h. Mientras en principio es aceptada la “tradición” y lo recibido es transmitido ulteriormente con toda naturalidad (aparte de las transfiguraciones que se realizan inconscientemente) más que dificultades básicas de interpretación se producen ciertas confusiones y abundantes errores. Pero con la conciencia de la distancia temporal y el cambio del uso lingüí­stico, de las maneras de representación y de las formas de pensar, se puede llegar a una ruptura con la tradición, que se presentará entonces “extraña” y problemática. Para asegurarse frente a falsificaciones y para la necesaria interpretación actualizadora de la tradición normativa (especialmente), se desarrolla así­ una h. regional (cf. p. ej., la interpretación rabí­nica de la Escritura), que tiende a un proceso concreto de entender, y con este fin establece un canon de normas para el manejo adecuado sobre todo de los textos. En este sentido, particularmente en las ciencias normativas de la teologí­a antigua y medieval, así­ como del derecho, hay sin género de dudas una h. especial (cf. “aplicación”, “espí­ritu” y “letra”, alegorí­a, glose de lagunas en el derecho codificado, interpretación escolástica de autoridades: reverenter exponere, etc.). Pero esta h., como suma de normas concretas experimentales para la recta inteligencia, se refiere mayormente a contenidos fijos previamente dados y en gran parte referidos a la práctica, con un reconocido carácter normativo y autoritario, y a un “arte” más desarrollado de entender que todaví­a dista mucho de una “teorí­a del entender”, creada por primera vez con el concepto moderno de h. Profundas convulsiones espirituales (sofí­stica; Platón; querelle des anciens et des modernes) y una ruptura en la relación con todo lo tradicional (AT-NT; antigua Iglesia-reforma) son los presupuestos para la formación de una conciencia explí­cita sobre la amplia problemática hermenéutica.

II. Origen y sentido de la hermenéutica moderna
1. Si en principio la reforma habí­a presupuesto la unidad del -> Canon bí­blico fundada dogmáticamente, el siglo XVIII fue el primero en considerar la sagrada -> Escritura como fuente histórica que debí­a entenderse de acuerdo con la intención de los autores al tiempo de su composición y teniendo en cuenta el contexto de la vida y del ambiente coetáneos; es decir, prescindiendo del interés actual del intérprete posterior (J.S. Salomo, A. Ernesti). Los motivos existentes en los ss. xv-xvi para la formación del método “histórico-crí­tico” (y de la exégesis bí­blica) se fueron haciendo cada vez más fuertes: el desarrollo de la nueva imagen del mundo; la perdida unidad entre Escritura e imagen del mundo; la discusión entorno a la autoridad de la Escritura; la cada vez más insoluble certeza de la fe en las disputas confesionales y la posibilidad de intervención de la razón, provocada por el –>humanismo y el -> cartesianismo, que propugna para sí­ la plena independencia y la ampliación de la crí­tica racional. El retorno a la Escritura entendida “históricamente” sirvió sobre todo para liberarse de múltiples tradiciones, para distanciarse de una actualidad eclesiástica alejada de su origen hasta tal punto que la historia misma seguí­a sometida positivamente a una determinada aplicación de su contenido. La demostración de las diferencias históricas alcanzó su punto culminante en el siglo xixxx, cuando el intérprete de una forma consciente ya no pudo identificarse “ingenuamente” con el contenido y sentido del texto; y así­ se hizo problemática la misma realidad cristiana.

2. El problema universal de la h. se agudiza por la necesidad de encontrar un mayor contexto histórico para los principios y significados objetivos que ya no se mantienen por sí­ solos, a fin de que la complejidad de una experiencia del mundo y los distintos elementos relacionados con ella se iluminen mutuamente. Como el romanticismo posterior, precisamente después del fracaso de una restauración (las más de las veces) externa de la tradición, experimenta un aislamiento casi total frente a ésta, se exige ahora una superación radical de tal aislamiento y de la posibilidad universal de una falsa interpretación: sólo una actitud fundamentalmente metódico-cientí­fica puede reproducir las creaciones ya terminadas desde su origen en el contexto vivo de la historia y del mundo, gracias a una reproducción adecuada y adivinadora del acto creador. Queda eliminada la distinción entre h. filológicohistórica y h. teológica. Schleiermacher considera la h. especial como un “agregado de observaciones”, mientras que la h. general representa “un poderoso motivo para unir lo especulativo con la empí­rico-histórico”. Debe tenerse en cuenta esta relación de la conciencia cognoscitiva con la realidad viva, inseparable de ella; y es esa misma relación la que conduce a la libertad de la h. de cara a la incorporación en lo histórico y en la teorí­a del conocimiento.

3. W. Dilthey es quien por vez primera pone en claro la profunda categorí­a filosófica de la h. general. El sujeto concreto del conocimiento histórico, por la identidad de la vida y las posibilidades de vivencia en su propio presente, está vinculado a priori con el pasado interpretado, aunque, de otro lado, la referencia del hombre a las creaciones distintas de él (“expresión”) tiene como consecuencia la historia real y sólo a través de ella el descubrimiento de la vida. Los primeros pasos para superar la tendencia psicologista de la h. de Schleiermacher y para ampliar el ámbito de la h. arrancan del concepto “expresión”, que ahora lo abarca todo (fuera de los textos y del discurso oral introducido por Schleiermacher), incluso el acontecer que no se produce a través de las palabras y las acciones por las que el hombre forja la historia. Pero Schleiermacher y Dilthey se mantienen en una concepción obscuramente panteí­sta: la armónica y libre vinculación de todas las individualidades, que en cada caso representan una revelación de “la vida total”, vinculación que es previa a la adecuación del entender y la hace posible. Tampoco la “escuela histórica” se ha sustraí­do a esta tendencia, que considera como su ideal definitivo, no la “objetividad estéril” de una individualidad completamente diluida, sino la pertenencia consciente a las permanentes y grandes fuerzas morales, que otorga una segura participación en el conjunto de la historia universal y un presentimiento del sentido del todo que se nos oculta.

4. Con ello, la que transforma las objetivaciones del espí­ritu en la originaria vitalidad espiritual ya no es la dialéctica especulativa de Hegel, sino la moderna conciencia histórica. Con todo se conserva el presupuesto de una absoluta transparencia del espí­ritu y de una soberana mediación de la razón consigo misma. Así­, la h. es la gran tentativa de una plena autoiluminación del entender universal, y sólo de esa manera una “metodologí­a”. Constituye, no obstante, un problema saber si, por ejemplo, el historiador en virtud de la misma “naturaleza” puede “penetrar” en cualquier proceder humano, incluso de las épocas más remotas, y si una reconstrucción que reproduce sujetiva u objetivamente el proceso creador puede restablecer el sentido original de una obra. Pues la obra traí­da así­ al presente desde un pasado lejano sigue siendo una mera representación, y en consecuencia no se produce la necesaria mediación con el presente. Hegel ha visto claramente esta imposibilidad. Además es dudoso que el justificado proyecto de un control, o sea, el propósito de excluir “prejuicios” que provienen del propio presente histórico para lograr una visión “objetiva” de antiguos testimonios, llegue a tener éxito precisamente cuando se trata de fenómenos muy esenciales; pues, si el entender pasado se transmite también a través de la posición concreta del intérprete en la actualidad, a base de la comprensión facilitada por el método histórico no llegarí­a a representarse la profundidad de la verdadera experiencia histórica. Con ello sigue estando sin solución la cuestión fundamental de la h.: la relación del que entiende con la cosa entendida.

5. Con un planteamiento radicalmente nuevo, gracias a la crí­tica de las premisas ontológicas del concepto moderno de subjetividad, M. Heidegger descubre por vez primera la infinitud interna de este concepto de espí­ritu, que en lo más profundo es todaví­a idealista, en medio del entender finito, histórico y empí­rico. En la historicidad de la existencia no ve una limitación del entender ni una amenaza contra la objetividad. Y él fundamenta por vez primera la h. como una ontologí­a: anteriormente a todos los intereses metódicos de las ciencias del espí­ritu, la existencia ha “entendido” siempre el mundo. Entender en cuanto “poder ser” y “posibilidad” es un originario rasgo óptico de la vida humana misma: el entender como “proyecto” no significa una autoposesión de la existencia que esté libremente en sí­ misma, sino que él debe experimentarse en la irrevocable facticidad de su ser como limitado y determinado por la historia (e historicidad).

H.G. Gadamer ha seguido desarrollando autónomamente esta “h. de la existencia”. Una h. objetiva debe mostrar la historia que actúa así­ en el entender mismo, o sea, la inmersión en un polifacético movimiento de la tradición, y llevar este presupuesto a un reconocimiento consciente, antes de centrarse en un objeto concreto o en el conocimiento “objetivo”. Por consiguiente todo posible enunciado puede concebirse como respuesta a una pregunta que, como horizonte más o menos determinado, proporciona una “inteligencia previa” (las más de las veces no elaborada explí­citamente) e implica una relación vital del intérprete con la cosa. Se acepta provisionalmente la “inteligencia previa”, que en el proceso ulterior de comprensión se somete a la aclaración crí­tica. El que entiende se encuentra siempre en un mundo que se revela incluso en sus relaciones particulares. Si en este horizonte abierto penetra una experiencia que no puede insertarse en la perspectiva usual de la expectación, entonces la nueva experiencia transforma el “prejuicio” ya existente y conduce a una apropiación de lo extraño, así­ como a un enriquecimiento y ampliación de la experiencia anterior (“fusión del horizonte”). Este ineludible juego mutuo entre una tradición operante y el movimiento del entender mismo es una relación que ya no puede describirse con las categorí­as “subjetivo”-“objetivo”. También la caracterización formal de “cí­rculo hermenéutico” (no se trata de un cí­rculo lógico-metódico) es causa de confusión, porque oculta lo esencial: el cí­rculo, mediante el reconocimiento de la finitud, deja libre una apertura en el horizonte intelectivo, por la cual le puede llegar algo inicialmente “extraño” desde el ámbito de la historia. Un acontecimiento semejante no se puede explicar como acción de la subjetividad, pero tampoco sucede sin el sujeto que entiende; lo cual se muestra también en que la verdadera intelección de lo así­ recibido sólo se produce en la interpretación traducida al propio lenguaje. Este “conocimiento de lo conocido” contiene un elemento de reflexión (que jamás puede volver completamente sobre sí­), y por eso no puede interpretarse como una simple inmediatez. El medio universal de esta h. en cuanto movimiento fundamental de la existencia histórico y finita es el -> lenguaje, que: conserva, oculta y manifiesta la visión del mundo sedimentada en él, así­ como otros precedentes y condicionamientos normales del entender; hasta cierto punto transmite también fenómenos aparentemente extralingüí­sticos (poder, intereses sociales, etc.), los cuales dependen de la acción ético-polí­tica o de la esfera pública; y así­ puede ofrecer formalmente el aspecto realmente universal de una hermenéutica.

El reproche de que, por la transformación de la h. Básica (que defendí­a la objetividad del entender) en una h. de la existencia, se elimina de manera subjetivista la peculiaridad del objeto hermenéutico (así­ E. Betti), confunde de raí­z la h. descrita, “pues la conciencia que actúa en la historia es ineludiblemente más ser que conciencia” (Gadamer). Prácticamente los esfuerzos y exigencias hermenéuticos de Gadamer y de Betti se aproximan bastante, aun cuando Gadamer no quiera ofrecer ninguna metodologí­a de las ciencias del espí­ritu. W. Pannenberg y, en parte, J. Habermas tratan de ampliar fundamentalmente el horizonte de la nueva h. con una anticipación hipotética o teológica de una teologí­a estructurada a modo de historia universal, o con una filosofí­a de la historia teniendo en cuanta su contenido. Las relaciones entre h. y teorí­a de la -> ciencia todaví­a no han sido objeto de reflexión (K.O. Apel).

La creación de una h. parcial en las distintas disciplinas teológicas es tan necesaria como la tarea hermenéutica de la teologí­a en general. El horizonte transcendental, o fenomenológico-hermenéutico, de las condiciones de posibilidad del contenido dogmático, así­ como de su capacidad de hablar al hombre, debe analizarse más explí­citamente, a pesar del carácter “positivo” e indeductible de la historia concreta de la salvación y de la Iglesia (carácter que por otro lado, no ha de acentuarse excesivamente). Con vistas a un encuentro entre la h. moderna y la teologí­a católica, vamos a establecer provisionalmente las siguientes directrices: 1 El empleo del concepto de h. no puede retroceder hacia un estado anterior al de la actual h. filosófica, sino que debe abordar crí­ticamente las preguntas contenidas en ésta. 2.a Si el lenguaje teológico debe atenerse a un “ser en sí­” que limita, mantiene y supera el universal movimiento y condicionamiento histórico en las cambiantes interpretaciones del mundo, no puede asumir por las buenas la base de la ontologí­a posterior a Kant, aceptada en la h. moderna. No se puede resolver la crisis de la metafí­sica con una retirada hacia la h. Psta, como única ontologí­a universal, es todaví­a una aporí­a o un mal sucedáneo de la metafí­sica en estos tiempos. Si la h. se limita a recordar anteriores interpretaciones del mundo – por más que lo haga de manera objetiva y provechosa -, difí­cilmente podrá transmitir la exigencia absoluta del cristianismo al presente real, y quedará cautiva en una concepción retrospectiva de la historia meramente teórica y en definitiva historista, que pasa por alto los importantes conocimientos y las tareas de la teologí­a y la filosofí­a actuales (-> apologética), perdiendo así­ su pretendido universalismo. 3.11 La interpretación de los textos bí­blicos como pura expresión de la concepción humana de la existencia, atenuando en el plano hermenéutico las afirmaciones sobre Dios, el mundo y la historia (por estrecha que sea su relación con la concepción de la existencia), significa una ilegí­tima reducción antropológica de la “preinteligencia” bí­blica e incluso de lo que Heidegger entendí­a originalmente por “existencia” (interpretación -> existencial). 4.a La h. no puede suplantar los contenidos afirmados en el mensaje cristiano por (limitadas) categorí­as formales (como “decisión”, “comunicación”, “evento de la palabra”, etc.). La h. teológica tiene el í­ndice de su capacidad de maniobra en el análisis explí­cito del objeto incólume de la fe. 5 La h. puede ser motivo de una responsable rehabilitación teológica de la tradición y la autoridad de la Iglesia como necesarios elementos funcionales del pensamiento creyente. A este respecto, la constante toma de conciencia de lo que ha sido transmitido y la libre aceptación de la autoridad son presupuestos necesarios del pensamiento “dogmático”. 6.a Dentro de una h. teológica, la -> “tradición”, como horizonte hermenéutico envolvente, debe encontrar una concreta determinación histórica con todos sus elementos constitutivos. 7 a Manteniendo ineludiblemente la diversidad del método de trabajo en cada una de las ciencias teológicas, la h. puede mostrar lo que precede a todo proceso intelectivo de la subjetividad (incluso al proceso metódico de la ciencia), lo que éste “omite” y “encubre”. La pretensión de verdad que va inherente al Evangelio y la inteligencia de la fe originariamente experimentada no pueden quedar enajenadas en la ciencia, sino que deben articularse metódicamente. La h. no se agota con la función cientí­fica de las tradicionales disciplinas teológicas. 8.a Admitida la universalidad del problema hermenéutico, sigue en pie la cuestión de si la h. actual proporciona realmente el terreno universalmente válido para la comprensión de cualquier ser (incluyendo la conducta y la realidad religiosas), y de si el lenguaje, como medio hermenéutico universal, permite entender todo lo que de hecho se puede entender. A este respecto, en el terreno teológico son indispensables piedras de toque: las estructuras sacramentales, los milagros, la superación de la palabra por el acontecer, el carácter definitivo de la verdad, que es interés básico de la teologí­a. En la discusión con estos y otros problemas, la tarea hermenéutica de toda labor teológica representa actualmente una necesidad que nunca podrá ponderarse suficientemente, pero su dificultad objetiva y en lo relativo a la historia del espí­ritu tampoco puede infravalorarse.

Karl Lehmann

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Véase Interpretación.

Fuente: Diccionario de Teología

Este término, del gr. hermēneuō (‘interpretar’), se usa para denotar (a) el estudio y la elaboración de los principios sobre la base de los cuales se debe entender un texto (para los fines presentes el texto bíblico), o (b) la interpretación del texto de tal modo que el mensaje llegue al lector u oyente. En nuestros propios días este objetivo se ha perseguido mediante una interpretación existencial del texto. Por ejemplo, mientras que la comprensión de las parábolas de Jesús recibe gran ayuda, en cierto nivel, por un examen del marco local y contemporáneo (como en J. Jeremias, The Parables of Jesus, 1954; trad. cast. Las parábolas de Jesús, 1970), su pertinencia para el lector actual se ha logrado mediante la interpretación existencial (como en G. V. Jones, The Art and Truth of the Parables of Jesus, 1964, o E. Linnemann, The Parables of Jesus, 1966). Ambos niveles de interpretación tienen su lugar, pero sin la previa exégesis histórica la hermenéutica existencial carece de punto de apoyo. La tarea de la hermenéutica existencial se ha visto como el restablecimiento, para el lector actual de (digamos) las parábolas, de ese entendimiento común que Jesús establecía con sus creyentes cuando las contaba por primera vez (* Interpretación bíblica).

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F.F.B.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Derivada de una palabra Griega relacionada con el nombre del dios Hermes, el supuesto mensajero e intérprete de los dioses. Sería incorrecto inferir de esto que la palabra denota la interpretación o la exégesis de la Escritura Sagrada. El uso ha restringido el significado de la hermenéutica a la ciencia de la exégesis Bíblica, es decir, a la colección de las reglas que gobiernan la correcta interpretación de la Escritura Sagrada. Exégesis por lo tanto se relaciona con la hermenéutica, como la lengua está a la gramática, o como el razonamiento a la lógica. Los hombres hablaron y razonaron antes de que hubiera cualquier gramática o lógica; pero es muy difícil hablar correctamente y razonar debidamente siempre y bajo cualquier circunstancia sin un conocimiento de la gramática y de la lógica. De la misma manera nuestros primeros escritores Cristianos explicaron la Escritura Sagrada –como es interpretado en casos particulares incluso en tiempo extra por estudiantes de talento extraordinario– sin confiar en cualquier principio formal de la hermenéutica, pero tales explicaciones, si están correctas, estarán siempre de acuerdo con los cánones de nuestra ciencia actual de la exégesis.
I. NECESIDAD DE LA HERMENÉUTICA

El lector no debe inferir que se ha dicho que la hermenéutica es una mera realización del exegeta Bíblico, ese conocimiento no es necesario para el estudiante de la Biblia. Es verdad que en la primera Iglesia la ciencia de la exégesis no fue desarrollada; pero debe ser recordado que las supuestas lenguas sagradas eran las lenguas vernáculas de los escritores Sirios y Griegos, a quienes les eran tan familiares como nosotros a las antigüedades Bíblicas, y que también fueron imbuidos en las primeras tradiciones orales que contenían la verdadera explicación de los muchos pasajes difíciles de la Sagrada Escritura. Tan pronto como estas ayudas naturales del intérprete Cristiano comenzaron a disminuir, los principios de la hermenéutica comenzaron a convertirse. Incluso en el tiempo de San Agustín fueron recogidos en un solo libro, de modo que pudieran ser dados a conocer y poner en práctica sin mucha dificultad. Cualquier persona familiarizada con una gran variedad de opiniones concerniente al significado de algunos de los pasajes más importantes de la Biblia se preguntará como explicar la Escritura sin la ayuda de la hermenéutica, entonces su demanda es una necesidad urgente. Ni puede ser dicho que la variedad de resultados exegéticos de parte de los escritores bien-versados en los principios de la interpretación científica demuestra la inutilidad de la hermenéutica en la explicación de la Sagrada Escritura. Los principios no científicos, con todo el desacuerdo de científicos siempre han desarrollado cualquier rama del conocimiento; además, en el caso de la Escritura, la hermenéutica ha disminuido el número de las opiniones de intérpretes eliminando aquellas no apoyadas por cualquier principio científico sólido. Tales principios son aún más necesarios para el intérprete Bíblico que un estudio de la lógica está para el pensador; mientras que las leyes del pensamiento se basan en una tendencia innata de la mente, el resto de las reglas de la hermenéutica se extienden en gran parte sobre los hechos externos de la mente. Y los resultados que fluyen de la aplicación de los principios de la hermenéutica no son menos importantes que aquellos derivados por medio de las leyes formales de la lógica, desde las controversias entre los Judíos y los Cristianos, entre los Cristianos y los Racionalistas, entre los Católicos y Protestantes, finalmente están de nuevo en las preguntas de la hermenéutica.

II. LÍMITES DE LA HERMENÉUTICA

Aunque la influencia de la hermenéutica es de tan gran envergadura, su eficacia no debe ser sobrestimada. La fuente de la gama de la Hermenéutica no suministra una deficiencia de la capacidad natural, ni rectifica falsos principios filosóficos o perversas pasiones, tampoco imparte la necesidad de erudición filosófica e histórica. En segundo lugar, la hermenéutica en sí misma no investiga la verdad objetiva del significado de un escritor, el cuál ha sido establecido por sus cánones; no se pregunta que es verdadero o falso, pero solamente que intentó decir el escritor. Por lo tanto una verdad hermenéutica puede ser una falsedad objetiva, a menos que la escritura este sujetada a las reglas de la hermenéutica y este dotada con la prerrogativa de la inerrancia. En tercer lugar, la hermenéutica no se pregunta de la autenticidad de una escritura, ni en la autenticidad de su texto, ni tampoco en su carácter especial, por ejemplo, si sea de una naturaleza profana o sagrada. La hermenéutica Bíblica presupone, por lo tanto, un conocimiento de la historia del Canon del Antiguo y Nuevo Testamento, de un conocimiento con los resultados bajo la crítica textual, y de un estudio del tratado dogmático sobre la inspiración. El número de limitaciones de la hermenéutica no rendirá la impaciencia del lector, si él tiene presente en su mente, que lleva con paciencia los límites que circunscriben el campo de otras ramas del aprendizaje; nadie culpa a la gramática, por ejemplo, porque no confiere ninguna aptitud lingüística especial al gramático, o porque no mejora la melodía o la estructura sintáctica del lenguaje.

III. OBJETO DE LA HERMENÉUTICA

Después de quitar qué es exterior a la hermenéutica, nos permite entender más a fondo su apropiado objeto. Su objeto material es el libro o la escritura que debe ser explicada; su objeto formal se preocupa con el sentido expresado por el autor del libro en cuestión. De esta manera, la hermenéutica Bíblica trata sobre la Sagrada Escritura como su objeto material, suministrando un sistema complejo de reglas para encontrar y expresar el sentido verdadero de los escritores inspirados, mientras que el descubrimiento y la presentación del sentido genuino de la Sagrada Escritura podrían ser su objeto formal.

IV. DIVISIÓN DE LA HERMENÉUTICA

El método más directo y simple de determinar el significado de un autor consiste en la última declaración del sentido que él intentó transmitir. Tal declaración, si procede del mismo autor o de otra persona que tenga cierto conocimiento de la mente del autor, es llamada una interpretación auténtica. La interpretación legal difiere en su proceder de la auténtica, no del legislador mismo sino de su sucesor, o de esté en igual poder legislativo o de la autoridad legal suprema. La interpretación científica difiere de la auténtica y de la legal; su valor no se derivó de la autoridad, sino de la información fidedigna y del aprendizaje del comentarista, del peso de sus argumentos, y de su adherencia fiel a las reglas de la hermenéutica.
La autoridad como tal no considera en el campo de la hermenéutica general las reglas de la hermenéutica, así delimitada, podrían ser de aplicación universal o particular, es decir, podrían ser válidas para la correcta explicación de cualquier libro o escritura, o pueden ser adaptadas para una clase particular de los libros, por ejemplo, Sagrada Escritura o Derecho Canónico. La hermenéutica Bíblica pertenece a esta segunda clase, no porque las reglas universales de la exégesis son inaplicables a los Libros Sagrados, pero porque el carácter Sagrado de la Biblia exige las reglas adicionales de la interpretación, que no son aplicables a las escrituras profanas. Finalmente, la Hermenéutica Bíblica es cualquiera de las dos, general o especial, según el carácter de las reglas exegéticas que contiene: es general si sus reglas son aplicables a la Biblia entera; es especial si se piensan solamente para la explicación de libros particulares, por ejemplo, los Salmos o las Epístolas Paulinas. Pero, como en la lógica la especie contiene todas las notas esenciales del género, así que la hermenéutica especial contiene todas las reglas exegéticas de la hermenéutica general, y la hermenéutica particular adopta todas las leyes de la interpretación impuestas por la hermenéutica universal.

V. PRIMER PRINCIPIO DE LA HERMENÉUTICA

Puesto que las leyes hermenéuticas más especiales no contradicen las leyes más generales, pero solo las determinan más correctamente para adaptarlas a las escrituras particulares, las cuales son explicadas; debería ser posible determinar el primer y más alto principio o ley de la hermenéutica, de la cual se derivan todas las reglas exegéticas especiales. El lector recordará que tales primeros principios existen en otras ciencias, también; en lógica, por ejemplo, y en la ética, nosotros tenemos el principio de la contradicción un principio de hacer lo bueno respectivamente. Volviendo a la hermenéutica, el pensamiento se debe derivar del lenguaje según la misma ley que regula la expresión del pensamiento en el lenguaje, el proceso solamente sería invertido. Respecto a esto, el lenguaje en general no difiere de un mensaje de la clave que se deba leer según el código en el cual fue escrito. Ahora un escritor utiliza comúnmente el código de su día y de sus propias circunstancias peculiares; él emplea el lenguaje de acuerdo con sus usos peculiares y sus reglas de la gramática; él sigue en la expresión de sus pensamientos la secuencia de la lógica, y sus palabras reflejan su mentalidad así como también sus condiciones físicas y sociales. Si los deseos del intérprete de entender completamente al escritor, él debe guiarse por estos cuasi-criterios del significado del autor: su lenguaje, su hilo de pensamiento o el contexto, y de su condición psicológica e histórica a la hora de la escritura. Por lo tanto fluye el primer y más alto principio de la hermenéutica: Encontrar el sentido de un libro por su lenguaje (gramatical y filológicamente), por las reglas de la lógica (desde del contexto), y por la condición mental y externa del escritor. Expresando la misma verdad negativamente, podemos decir que ningún significado de un pasaje que no este de acuerdo con su gramática, su contexto, y las condiciones internas y externas de su autor, no puede ser el sentido verdadero del escritor. En el caso de la Escritura, el hecho de su inspiración y de su interpretación auténtica por la Iglesia, se debería agregar a los tres criterios comunes de la interpretación; por lo tanto ningún significado sin armonía con la gramática Bíblica, el contexto, o las condiciones concretas de los escritores bíblicos, o sin armonía con el hecho de la inspiración y el espíritu de la interpretación de la Iglesia, no puede ser el sentido verdadero de la Escritura. Respeto solamente al primero de estos tres criterios hace racionalista a la exégesis; la observancia de los primeros cuatro es un reconocimiento de la doctrina Cristiana específica de la inspiración Bíblica; pero es solamente la conjunción del quinto con los otros cuatro que da vida a la verdadera exégesis Católica sin destruir el carácter racional y simplemente Cristiano de la interpretación.

VI. FUENTES DE LOS PRINCIPIOS DE LA HERMENÉUTICA

Las observaciones precedentes revelan las fuentes de las cuales la hermenéutica deriva sus principios secundarios. Presupone un conocimiento gramatical y filológico del lenguaje en la cual se escribió el trabajo, de un conocimiento con las leyes de la lógica y de la retórica, y de una familiaridad con los datos de la psicología y de los hechos de la historia. Éstas son las fuentes de las reglas de la hermenéutica universal; en el caso de las Sagradas Escrituras, el intérprete científico debe estar bien versado en el llamado lenguaje Sagrado o Bíblico; él debe estar bien versado en historia Bíblica, arqueología, y geografía; él debe conocer los distintos dogmas Cristianos relacionados sobre la Biblia y su historia; finalmente él debe estar bien instruido en patrología, historia eclesiástica, y literatura Bíblica. Antes de entrar en la explicación de cualquier libro particular de la Escritura, el comentarista también debe estar versado en las preguntas dogmáticas, morales, filosóficas, y científicas conectadas con su tema particular. A la luz de estos muchos requisitos, uno entiende fácilmente porqué es tan difícil encontrar los comentarios que son completamente satisfactorios, y uno también se da cuenta de la necesidad de leer varios comentarios antes de que uno pueda demandar completamente entender las Escrituras o cualquier parte de la misma.

VII. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA HERMENÉUTICA

Viendo la importancia de la hermenéutica Bíblica, puede parecerse a una cuestión de sorpresa que esta rama del estudio no fue desarrollada previamente. Pero la historia de cada ciencia demuestra que la práctica precede de la teoría. El Lenguaje, por ejemplo, había estado en el uso para muchas generaciones antes de que las gramáticas sistemáticas fueran escritas, la salud había sido el objeto del cuidado por siglos antes del crecimiento de la ciencia de la medicina. De una manera similar, los libros de la Sagrada Escritura fueron leídos y explicados por medio de lo qué podría ser llamada la hermenéutica natural antes de que en la ciencia de la exégesis fuera pensada. Deut., xvii, 8-12, 18; xxi, 5; xxxi, 9-13, 24-26, podrían ser mirados por lo menos como su contenido del testimonio implicado en favor de la práctica de la exégesis, aunque es imposible determinar las leyes hermenéuticas entonces vigentes.

A. Desarrollo Judío

Al poco tiempo después de los días de Cristo, R. Hillel estableció siete reglas de la hermenéutica (middoth), entre las cuales se encuentran la inferencia del más grande al menor contexto, de lo general a lo particular para los pasajes paralelos. Al principio del segundo siglo R. Yishma ‘el ben Elisha’ aumentó el número de las reglas de Hillel a trece, tratando entre otras preguntas la manera de armonizar los pasajes contradictorios. Cerca de la mitad del segundo siglo R. Eli’ezer deribó treinta y dos reglas de la hermenéutica desde entonces prevalece el método de la interpretación, y éstas todavía son encontradas en las ediciones del Talmud después del tratado “Berakhoth”. En la Edad Media Aben Ezra y Maimonides explicaron ciertas reglas de la hermenéutica, pero ningún escritor rabínico ha escrito ex profeso cualquier tratado completo sobre hermenéutica Bíblica.

Desarrollo Cristiano

Los Primeros Tres Siglos

Entre los primeros Cristianos, también, las Escrituras fueron leídas y explicadas sin la orientación de cualquier regla reconocida de la hermenéutica. Podemos deducir de los refranes de los Padres que la tradición y la analogía de la fe eran las leyes soberanas de los primeros intérpretes Cristianos. En el segundo siglo Melito de Sardis compuso un tratado de la hermenéutica, titulado “La Llave”, en la cual él explicó los tropos Bíblicos. Los Padres de los siglos tercero y cuarto sugirieron muchas reglas de la interpretación sin recopilarlas en algún trabajo distinto. Además de Tertuliano y Clemente de Alejandría, Orígenes propuso y defendió contra Judíos y heréticos sus reglas de la exégesis en su trabajo “De principiis”, lib. IV; Diodoro de Tarso (días antes del 394 d.C.) escribió sobre la diferencia entre el tipo y la alegoría, pero su trabajo “Quomodo differt theoria ab allegoriâ” había sido perdido; San Juan Crisóstomo impulsa al comentarista a estudiar el contexto, el autor, los lectores, la intención del interlocutor, la ocasión, el lugar, la época, y la manera de escribir (Hom. en Jer. x, 33; Hom. xv en Juan.) San Jerónimo, ha dejado también muchas pistas sobre el método apropiado de la interpretación (“Ep. ad Pammach.”; “De optimo genere interpretandi”; “Lib. quaest. Hebr. in Gen.”; “De nominibus et loc. Hebr.”; “Praef. in 12 prophet.”; “In quat. evang.”, etc.).

Desde el Siglo Cuarto al Decimocuarto

Alrededor del 390 A. D. (Anno Domini) el Donatista Ticonius publicó un trabajo titulado “Septem regulae ad inquirendum et inveniendum sensum S. Scripturae”, los cuales eran incompletos y contaminados con errores; estaba en este relato que San Agustín (d. 430 d.C.) escribió en su trabajo “De doctrinâ Christianâ libri quatuor”, en el cual él trató las reglas de la interpretación más satisfactoriamente que había sido hechas antes de su tiempo. Los principios de la hermenéutica se pueden encontrar dispersos también en otros trabajos del gran Doctor Africano, por ejemplo, en su “De Genes.”, su “Exposit. Psalm.”, y su “De civit. Dei”. San Isidoro de Pelusium (d. cerca del 440-450 d.C.) dejó las cartas que explicaban los principios de la hermenéutica de la escuela de Antioquia, y también un trabajo titulado “De interpretatione divinae scripturae”. A Eucherius de Lyons (d. cerca de 450 d.C.) le estamos agradecidos por dos trabajos hermenéuticos, “Formularum spiritualis intelligentiae ad Uranium liber unus: y “Instructionum ad Salonium filium libri duo”. En el siglo quinto, también, o al principio del sexto, el monje Adrián explicó las expresiones figuradas de la Sagrada Escritura, especialmente del Viejo Testamento, según los principios de la escuela de Antioquia en un trabajo titulado “Introductio ad divinas scripturas”. Cerca de la mitad del siglo sexto Julius Africanus escribió su carta célebre a Primasius, “De partibus divinae legis” en la cual él expone las reglas de la interpretación Bíblica, como él las recibió de un adherente de la escuela de Edessa. Aproximadamente en la misma época M. Aurelio Casiodoro (d. cerca de 565-75 d.C.) escribió, entre otros trabajos: “De institutione divinarum litterarum”, “De artibus et disciplinis liberalium litterarum”, y “De schematibus et tropis”.

El Concilio de Trento

Aunque conocemos algunos trabajos hermenéuticos completos durante el período de la Edad Media, todavía tenemos copiosas reglas exegéticas en los comentarios y las introducciones de San Beda el Venerable, Alcuino, Rabano Mauro, Hugo de San Víctor, y especialmente Santo Tomás (Summ. theol., I, Q. i, n. 9 sq.). Había varias razones especiales que condujeron a la promoción de estudios Bíblicos y hermenéuticos en los siglos decimocuarto y decimoquinto. El Concilio de Viena (1311) ordenó que la cátedra de idiomas Orientales debían ser anexadas en las universidades; los estudios humanísticos comenzaron a prosperar de nuevo y reaccionaron favorable en la búsqueda de idiomas Bíblicos; el descubrimiento del arte de la impresión (1440-1450) facilitó la extensión de las Escrituras; la toma de Constantinopla por los Turcos (1453) ocasionó la emigración que va hacia el oeste de los Griegos doctos numerosos, que llevaron con ellos sus tesoros literarios así como su aprendizaje y habilidad artística. Durante este período, también, fue que Nicolás de Lyra (d. 1340 d.C.) escribió sus trabajos, “Tractatus de differentiâ nostrae translationis ab Hebr. litterâ y “Liber differentiarum V. et N. Testamenti”, y Juan Gerson (d. 1429 d.C.) produjo su tratado de hermenéutica titulado “Propositiones de sensu litterali Scripturae Sacrae”, en el cual él considera las diversas clases del sentido de la Escritura, y expresa su preferencia para que el sentido literal sea determinado según la enseñanza de la tradición y de las declaraciones de la Iglesia. En el siglo decimosexto la llamada Reforma comenzó con mirar la analogía de la fe y los símbolos como los criterios de la exégesis Bíblica, pero finalmente tuvieron que caer detrás de las reglas del Cristianismo e incluso de la hermenéutica racionalista, de modo que prepararan naturalmente la manera para el racionalismo Bíblico del siglo decimoctavo. La literatura hermenéutica Católica también creció durante estos siglos, en parte debido a la rivalidad entre los eruditos Católicos y Protestantes. Como esto tendía a agrandar los trabajos hermenéuticos, la claridad y la minuciosidad exigieron la separación de la hermenéutica de la crítica, de lo histórico, y de las preguntas dogmáticas, y la prueba sólida del desarrollo de los principios estrictamente hermenéuticos.

VIII. RELACIONES DE LA HERMENÉUTICA CON OTRAS RAMAS DE LOS ESTUDIOS SAGRADOS

Podría ser de interés el considerar la relación en la cual la hermenéutica, reducida a sus propios límites específicos, dedicarse a las otras ramas de los estudios de la Escritura. Se excusa decir, la primer intervención en el estudio científico de la Biblia consiste en conocerse a sí misma con fundamentos y la extensión de la autoridad Divina y humana con la cual la Escritura esta dotada; la llamada introducción histórico-crítica de la Sagrada Escritura nos enseña todo esto. El segundo paso nos conduce a la llave para la correcta comprensión de esta doble colección autoritaria de libros, es decir, al estudio propio de la hermenéutica. La etapa final del estudio de la Biblia es la exégesis, que abre en nosotros los tesoros íntimos de las escrituras inspiradas. Todo esto estaría muy simple y claro, si la segunda etapa no exigió el conocimiento adicional: filología sagrada, historia, y arqueología sagrada. Sería absolutamente imposible aplicar las reglas de la hermenéutica sin poseer este conocimiento. Finalmente, quienes ordenan estos estudios teológicos sistemáticamente ponen la filosofía y el estudio de la Biblia, junto con la historia y la patrología eclesiásticas, entre los preámbulos que nos preparan para la teología teórica (fundamental, dogmática, y apologética), la teología práctica (moral), la teología pastoral, y el derecho canónico.

IX. CONTENIDO DE LA HERMENÉUTICA

Después de considerar a la hermenéutica en relación a sus ramas cognadas del estudio, podemos volver a un escrutinio más exacto de su propio contenido. Hemos visto que la ciencia de la interpretación tiene para su objeto formal el descubrimiento y la presentación del sentido de la Sagrada Escritura. A partir de este hecho, podemos deducir que

· un tratado completo de la hermenéutica debería tratar primero del sentido de la Escritura en general;
· debe poner las reglas definidas para encontrar este sentido;
· debe enseñarnos cómo presentar este sentido a otros.

Estas tres preguntas se han explicado completamente en el artículo EXÉGESIS, de modo que sea innecesario repetir sus progresos respectivos aquí. Será útil, sin embargo, para que el lector tenga ante sus ojos un resumen de los puntos principales tratados en ese artículo.

X. RESUMEN DE LOS PRINCIPIOS DE LA HERMENÉUTICA

(1) El escritor comienza dividiendo el sentido genuino de la Escritura Sagrada como:

· el sentido literal
o su naturaleza
o su división
o su ubicuidad
o su unidad y multiplicidad
o Las dos clases de un sentido supuesto de la Escritura que en el mejor de los casos llevan solamente una analogía al sentido Bíblico verdadero:
§ el derivativo o el sentido consiguiente,
§ y la comodidad bíblica.

· el sentido típico
o su naturaleza
o sus divisiones
o su existencia
o su ocurrencia en el Viejo y en el Nuevo Testamento
o su criterio
o su valor teológico.

(2) En seguida el escritor trata de encontrar en el método el sentido genuino de la Escritura, considerando:

· el carácter humano de la Biblia, que exige una interpretación histórico-gramatical de modo que el comentarista deba tener presente
o la significación de la expresión literaria de su lengua sagrada y de la Escritura;
o el sentido de su expresión literaria, que es determinada a menudo por el tema de la escritura, por su ocasión y propósito por el contexto gramatical y lógico, y por los pasos paralelos;
o el ajuste histórico del libro y de su autor.
· El carácter divino o inspirado de la Biblia requiere una interpretación Católica supuesta, que implica las direcciones adicionales de
o un carácter negativo que previene (a) toda la irreverencia y (b) la admisión de cualquier error y
o de una naturaleza positiva, que fue ordenada por el intérprete al respecto (a) las definiciones de la Iglesia, (b) la interpretación patrística, y (c) la analogía de la fe.

(3) Después de que el sentido genuino de la Escritura Sagrada se haya encontrado, tuvo que ser presentado a otros por medio de:

· la versión,
· la paráfrasis,
· la glosa y el escolio
· la disertación,
· finalmente del comentario.

La homilía también puede ser clasificada entre el método más popular de exposición Bíblica.

(4) Las páginas concluidas del artículo EXÉGESIS están dedicadas a una breve historia del tema:

· La exégesis Judía se divide en (a) Palestino y (b) Helenístico;
· La exégesis Cristiana comprende,
o el período patristico
§ los Padres Apostólicos y los apologistas,
§ los Padres Griegos de las dos tendencias Alejandrinas y Antioquenas,
§ los Padres Latinos
o el tiempo de la edad Patrística (en su sentido más estrecho) al Concilio de Trento, donde satisfacemos otra vez con (a) a escritores Griegos, y (b) de los eruditos Latinos, pre-Escolásticos o Escolásticos;
o el período después del Concilio de Trento con:
§ sus escritores Católicos de la edad de oro, del período de transición, y de épocas recientes, y
§ de los exegetas no-Católicos, si están en el número del primeros Reformadores, o de sus sucesores inmediatos, u otra vez de los racionalistas.

Hemos agregado este examen de la historia de la exégesis porque lanza la luz en el desarrollo histórico de la hermenéutica.

XI. DOS PREGUNTAS ESPECIALES

Ningunas dificultades serían planteadas contra el intérprete Bíblico mientras él permanece dentro de la esfera de las reglas que gobiernan su exégesis gramático-histórico; pero se levantarán protestas tan pronto como él impulse el principio de la inerrancia Bíblica, y el deber de reverenciarse a la autoridad de la Iglesia. Algunas observaciones adicionales respecto a estos dos puntos por lo tanto no estarán fuera de lugar.

A. INERRANCIA

Naturaleza de la Inerrancia

La inerrancia de la Escritura significa que su verdad hermenéutica es también objetivamente verdad, y que su sentido genuino es presentado adecuadamente por su expresión literal, por lo menos por su expresión literal completa, basada en el texto original interpretado a la luz del propósito especial del Espíritu Santo y de su previsto círculo de lectores. Pero esta perfección de la presentación literaria no quita la oscuridad y la ambigüedad de la expresión, los defectos que fluyen naturalmente de los autores humanos de los diversos libros de la Escritura Sagrada, y fue prevista, y por las buenas razones permitidas o aún previstas, por el Espíritu Santo. Ni la veracidad absoluta de la Escritura Sagrada implica que la Biblia siempre presenta toda la verdad bajo todos sus aspectos, ni exige que todo lo dicho textualmente por la Biblia como hechos históricos son objetivamente verdaderos. Las palabras textuales en la Escritura según lo hablado como interlocutores son infaliblemente veraces, por ejemplo, por Dios Mismo, o los buenos ángeles, o los profetas y los apóstoles inspirados realmente, o por el mismo escritor sagrado mientras que bajo la influencia de la inspiración, todas estas palabras no están ni simple e históricamente, pero también objetivamente, verdad; pero las palabras citadas en la Escritura como procediendo de los interlocutores abiertos al error no son necesariamente verdades objetivas, aunque son históricamente verdades. Si sin embargo tales palabras profanas son expresamente aprobadas por los escritores inspirados, son también objetivamente verdades.

Consecuencias que fluyen de Inerrancia

Se sigue diciendo que no puede haber contradicciones en la Biblia, y que no puede haber oposición verdadera entre las declaraciones Bíblicas y las verdades de la filosofía, la ciencia, o la historia.

Sin contradicciones en la Escritura Sagrada

La imposibilidad de cualquier contradicción existente en la misma Biblia fluyen del hecho de que Dios es el autor de la Escritura Sagrada, y sería el supuesto responsable de cualquier discrepancia. Pero ¿cómo podemos remediar de las aparentes contradicciones de la Escritura, la existencia de la cual no puede ser negada?

En algunos casos es prácticamente cierto que nuestro presente texto ha sido corrompido. I Reyes, xiii, I, dicen que Saúl era un niño de un año en que empezó a reinar, y él reinó dos años sobre Israel, aunque, según Hechos, xiii, 21 (y José, Antiq., VI, xiv) Saúl reinó cuarenta años, empezando en la edad de veintiuno. En el caso anterior, las cartas del texto Hebreo indican cuarenta y veinte respectivamente mas deben haberse perdido. Una corrupción similar debe ser admitida en III Reyes, iv, 26, en la cual Salomón cedió un establo para 40,000 caballos de carrera en vez de los 4000 que le asignaron en II Par., IX, 25 (texto Hebreo).

En otros casos las contradicciones aparentes en la Biblia son debido a una exégesis errónea de uno o ambos pasajes en cuestión. Tales interpretaciones incorrectas son causadas fácilmente por el cambio del significado de una palabra; por la suposición de un nexo incorrecto de las ideas (cronológico, verdadero, o psicológico); por una restricción o una extensión del significado de un pasaje más allá de sus límites naturales; por un intercambio figurativo apropiado, con absoluto, lenguaje hipotético; por una concesión de la autoridad Divina a las meras citas de fuentes profanas, o por una negligencia de la diferencia entre el Viejo y Nuevo Testamento. Así la palabra “tentar” tiene un sentido en Gen, xxii, 1, y absolutamente otro sentido en Santiago, i, 13; las expresiones “fe” y “trabajos” no tienen el mismo sentido en Rom, iii, 28, y Santiago, ii, 14, 24; el “compañero sincero” de Fil., iv, 3, no significa “esposa”, y no pone este pasaje en oposición de I, Cor., vii, 8; el “odio de los padres” inculcado en Lucas, xiv, 26, no es el odio prohibido por el mandamiento del decálogo; los nexos de los acontecimientos en el Primer Evangelio no es cronológico y no establece una oposición entre San Mateo y los otros Evangelistas; en I Reyes, xxxi, 4, el escritor inspirado atestigua que Saúl se matara el mismo, mientras que en II Reyes, i, 10, el Amalecita mentiroso se jacta que él mata bruscamente a Saúl; en Juan, i, 21, el Bautista niega que él es “el profeta”, sin la contradicción de la declaración de Cristo en Mateo, xi, 9, que Juan es un profeta; etc.

Las contradicciones aparentes en la Biblia pueden tener su fuente en una identificación errónea de palabras o de hechos distintos, en una negligencia de la diferencia del punto de vista de diversos escritores o interlocutores, o finalmente en una suposición errónea de la oposición entre dos pasajes realmente concordantes. Así el Gen, xii, 11 sqq., refiere a los hechos enteramente diferentes de ésos relacionados en el Gen, xx, 2, y xxvi, 7; la curación del criado del centurión relatado en Mateo, viii, 5 sqq., es enteramente distinta de la curación del hijo del rey mencionado en Juan, iv, 46 sqq.; la multiplicación de los panes en Mateo, xiv, 15 sqq., es distinta de la descrita en Mateo, xv, 32 sqq., la limpieza del templo relacionado en Juan ii, 13 sqq., no es idéntica con el acontecimiento dicho en Mateo, xxi, 12 sqq.; la unción descrita en Mateo, xxvi, 6 sqq., y Juan, xii, 3 sqq., difiere de lo dicho en Lucas, vii, 37 sqq.; los profetas vieron la venida de Cristo desde un punto de vista histórico, moral, y escatológico, etc.

Sin Oposición entre la Verdad Bíblica y la Profana

Prueba — hasta el momento hemos considerado las aparentes contradicciones entre diferentes declaraciones de la Escritura Sagrada; una palabra se debe agregar sobre la oposición que puede aparecer de existir entre la enseñanza de la Biblia y los principios de la filosofía, de la ciencia, y de la historia. El estudiante de la Biblia debe estar convencido de que no puede haber una oposición verdadera. El Concilio Vaticano declara expresamente: “aunque la fe está sobre la razón, nunca podría haber una discrepancia verdadera entre la fe y la razón, desde el mismo Dios, que revela los misterios e infunde la fe, implantado en la mente humana la luz de la razón” (Sess. III, Constit. de fide cath., cap. iv). La misma verdad es mantenida por León XIII en la Encíclica “Providentissimus Deus”: “Deje el docto mantener firmemente que el Dios el creador y las reglas de todas las cosas sea también el autor de las Escrituras, y que por lo tanto nada se puede recolectar de la naturaleza, nada de documentos históricos, que realmente contradicen las Escrituras.” Consecuentemente, cualquier contradicción entre la verdad Bíblica y la profana es solamente aparente. Tal apariencia de la oposición puede brotar a partir de una de las tres fuentes: La Escritura puede ser interpretada erróneamente, puede haber un error en una verdad profana acreditada, o finalmente la prueba que establece la oposición entre la verdad Bíblica y la profana puede ser engañosa.

Oposición aparente — ninguna declaración que descansa sobre un texto defectuoso, o una exégesis que abandona una o más de las muchas reglas de la hermenéutica, no se puede decir que sea una verdad Bíblica. Por otra parte, una mera teoría en la filosofía, o una mera hipótesis en la ciencia, u otra vez una mera conjetura en la historia, no puede demandar la rectitud o dignidad de una verdad profana. Muchos errores han sido hechos por los exegetas de la Escritura, pero su número no es mayor que las equivocaciones científicas. Pero incluso en los casos en los cuales el sentido de la Biblia es cierto, y la realidad de la verdad profana no se puede dudar, la prueba de su oposición mutua puede ser defectuosa. Es más fácil entrar incorrectamente en toda la prueba de tal oposición, porque el lenguaje de la Biblia no es el de la filosofía, o de la ciencia, o del historiador profesional. La Escritura no reivindica enseñanzas ex profeso de cualquier tesis filosófica, o hechos científicos, o cronología histórica. Las expresiones de la Escritura deben ser interpretadas en la luz de su propia edad y de su escritor original, antes de que se pongan en la oposición a cualquier verdad profana. Hay expresiones incluso en el lenguaje de hoy (por ejemplo, el naciente y la puesta del sol, etc.) las cuáles contradicen las verdades científicas reconocidas, si no se presta ninguna atención a la conformidad de tal lenguaje con “apariencias sensibles”.

La Relación entre la Hermenéutica y Aprendizaje Profano — ¿Cuál es, por lo tanto, la relación entre el intérprete y el científico?

· Sería incorrecto hacer de la Escritura el criterio de ciencia, para resolver nuestras preguntas científicas modernas desde nuestros datos Bíblicos. En ciertas controversias históricas esta trayectoria puede continuar, porque algunos de los libros de la Escritura son verdaderamente históricos. Pero en preguntas científicas, es suficiente sostener que “en materias de la fe y moral” la Escritura esta de acuerdo con las verdades de la ciencia; y eso en otras materias, la Escritura entendida correctamente no se opone a los resultados científicos verdaderos.

· Hacia el uso de las verdades profanas en la exégesis Bíblica, la actitud adoptada por los comentaristas no es tan uniforme. Los ultra-conservadores están inclinados en explicar la Escritura sin ninguna consideración al progreso del aprendizaje profano. Este método se opone incluso a la advertencia de Santo Tomás (I:68:1). Los conservadores son propensos a adherirse a las visiones científicas tradicionales hasta que tales son superadas evidentemente por resultados modernos; estos exegetas se exponen al peligro por lo menos a una aparente derrota –una vergüenza que refleja la exégesis Bíblica. Está bien, por lo tanto, templar nuestro conservadurismo con prudencia; prescindiendo de “materias de la fe y la moral” en las cuáles no pueden haber ahí ningún cambio, deberíamos estar listos para acomodar nuestra exégesis al progreso de los científicos e historiadores en sus campos respectivos, demostrando al mismo tiempo que tales exposiciones armonizadas de la Escritura representan solamente una etapa progresiva en el estudio de la Biblia el cual podría ser perfeccionada con el progreso del aprendizaje profano. Repetir una vez más, con respecto a “materias de la fe y la moral” no hay progreso de la fe en los fieles, pero solamente el progreso de los fieles en la fe; con respecto a otras materias, el progreso del conocimiento profano puede lanzar luz adicional en el sentido verdadero de la Escritura Sagrada.

B. AUTORIDAD DE LA IGLESIA

Hasta aquí hemos considerado la inerrancia de la Biblia la cual nunca puede ser perdida de vista por el intérprete creyente; ahora venimos a cuestionar la autoridad a la cual el exegeta Católico debe obediencia.

Ley de la Iglesia

El Concilio de Trento (Sess. IV, De edit. et usu ss. II.) prohíbe que, en “materias de la fe y de la moral pertenecientes a la edificación de la doctrina cristiana”, la Biblia esté explicada contra el sentido llevado a cabo por la Iglesia, o contra el consentimiento unánime de los Padres. La Confesión Tridentina de la Fe y el Concilio Vaticano (Sess. III, Const. de fide cath., cap. ii) impone en forma positiva que en “materias de la fe y de la moral que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana”, las Escrituras son explicadas según la enseñanza de la Iglesia y del consentimiento unánime de los Padres. En el artículo EXEGESIS las reglas que han sido establecidas asegurarían en su debida conformidad la exégesis Católica con la enseñanza patrística y Católica; pero poco había sido dicho acerca del significado de la cláusula “en materias de la fe y de la moral” y sobre la relación de la autoridad eclesiástica al regar las verdades que no pertenecen a las “materias de la fe y de la moral”.

Significado de la “Materia de la Fe y de la Moral”

La frase “materia de la fe y de la moral” ha sido comparada con las verdades reveladas de Santo Tomás por su propia cuenta tan distintas de las verdades reveladas, accidentalmente como estaba, a causa de su conexión con el anterior (II-II:1:6, ad 1um); las materias ni de la “fe ni de la moral” han sido fundamentadas en la expresión del Doctor Angélico, “in his quae de necessitate fidei non sunt” (II Sent., dist. ii, Q. i, a. 3); Vacant amplía las palabras “materias de la fe y de la moral” a los dogmas de la fe y de las verdades que pertenecen a la custodia del depósito de la fe; Granderath identifica “materias de la fe y de la moral” con todas las verdades religiosas a diferencia simplemente de las verdades profanas: Egger está inclinado a comprender bajo las “materias de la fe y de la moral” toda la verdad revelada, y otra vez en su totalidad el depósito de la fe, en el cual él incluye todas las verdades Bíblicas; Vinati parece extender las “materias de la fe y de la moral” a todas las verdades que se deban creer con la fe Católica o Divina, agregando que todas las declaraciones Bíblicas caen bajo estos grupos; Nisius cree identificar “materias de la fe y de la moral” con las verdades contenidas en el depósito de la fe sin incluir todas las declaraciones Bíblicas en esta colección). Por cualquier motivo se puede pensar en las opiniones precedentes, que parece estar claro que las “materias de la fe y de la moral” contienen todas las verdades que se deban creer con la fe Católica, Divina, o fe teológica. La cláusula adicional, perteneciendo a “la edificación de la doctrina Cristiana”, incluye todas las verdades necesariamente conectadas con el sistema Cristiano de la doctrina y la moral ya sea por la manera de la fundación, o la prueba necesaria, u, otra vez, la inferencia lógica.

En cuanto a las materias ni de la fe ni de la moral

Ciertos escritores han deducido del hecho de que los decretos de los concilios no dicen cualquier cosa explícitamente sobre el sometimiento del intérprete a la autoridad en caso de que de las verdades Bíblicas no incluidas entre “materias de la fe y de la moral”, que la Iglesia haya dejado al comentarista perfectamente libre en esta parte de la exégesis Bíblica. Las leyes de la lógica apenas justifican esta inferencia. Al contrario, la lógica exige que no deberían llevar ninguna explicación que no estuviera en armonía con la analogía de la fe. El panorama más razonable de mantener esta cuestión que en materias ni de la fe ni de la moral la enseñanza de la Iglesia no ofrece una guía positiva al comentarista, sino que provee una ayuda negativa, ya que dice al estudiante Católico que cualquier explicación debe ser falsa, que no es conformista con el espíritu de la fe Católica. Para ilustrar las reglas precedentes, podemos considerar la actitud de la Biblia hacia el movimiento de la tierra según lo implicado en la pregunta de Galileo:

· Si la Biblia enseña evidentemente la estabilidad de la tierra, no es permitida por la inerrancia Bíblica decir que la tierra se mueve;
· si la enseñanza Bíblica necesita alguna explicación con respecto a este punto, se plantea la cuestión si la estabilidad de la tierra pertenece a las “materias de la fe y de la moral”; ésta es una cuestión de derecho;
· si la cuestión de derecho es contestada en el afirmativo, es seguida por la cuestión del hecho: ¿la enseñanza de la Iglesia, o la analogía de la fe, o del consentimiento unánime de los Padres mantiene otra vez la estabilidad de la tierra? O aún si la segunda pregunta es contestada en la negativa, ¿hay consentimiento unánime de los Padres en este punto que obligue la consideración reverente del intérprete Católico?

Un estudio cuidadoso de estos puntos demostrará cómo las reglas de la hermenéutica afectan el juicio pasado en Galileo.

A. J. MAAS
Transcrito por Janet Grayson
Traducción por: Ph. D. Angel R. Cepeda Dovala y M. A. Sonia M. Cepeda Ballesteros
Abril de 2006; México.

Fuente: Enciclopedia Católica