HIJO DE DIOS

Hijo de Dios (gr. Huiós tóu Theóu). Tí­tulo mesiánico aplicado a Jesucristo que enfatiza su deidad (comparable con el de “Hijo del hombre”, que enfatiza su humanidad). Semejante a los muchos nombres y tí­tulos adjudicados a él en las Escrituras, el tí­tulo “Hijo de Dios” se acomoda a las mentes humanas para que éstas comprendan un aspecto importante de su obra salvadora. En vista del amplio espectro de significados latentes en la palabra “hijo”* -tal como lo usaban los hebreos y los escritores bí­blicos-, no es posible circunscribir arbitrariamente la expresión dentro de los lí­mites estrechos implicados en nuestro vocablo “hijo”. Que el tí­tulo tenga o no algún sentido en describir adecuadamente la relación absoluta y eterna entre el Hijo y el Padre, es un asunto en que las Escrituras guarda silencio. Obviamente, esta expresión no connota una relación genérica comparable de manera alguna con la relación humana padre-hijo, por lo que se la deberí­a entender en algún otro sentido que el estrictamente literal. Puede ser que tengamos cierta orientación para su significado implí­cito en el término “unigénito”,* el que caracteriza a Cristo como quien tiene una relación “única” con el Padre (Joh 1:14). Entendido correctamente el estatus único de Cristo como el Hijo de Dios, unigénito distingue entre él y todos los que, por medio de la fe en él, reciben la potestad de “ser hechos hijos de Dios” (v 12), de quienes se declara que son “engendradHos_ de Dios” (v 13). Cristo es, y siempre lo ha sido, verdadero “Dios” (v 1), y por virtud de este hecho nos ha garantizado el privilegio de llegar a ser los “hijos de Dios”. Aspectos adicionales al significado de la frase “Hijo de Dios” se registran en Col 1:15 (Jesús es la “imagen del Dios invisible”), Heb 1:3 (“la imagen misma de su sustancia”) y Phi 2:6 (previo a su encarnación, Cristo era “en forma de Dios” e “igual a Dios”); expresiones todas que afirman la deidad absoluta e incalificable de Jesús. Otra mención afí­n la encontramos en la anunciación del ángel Gabriel a la virgen Marí­a: en virtud de que el poder del Espí­ritu Santo la cubrirí­a, su Hijo serí­a llamado “Hijo de Dios” (Luk 1:35). Aquí­ el ángel claramente atribuye el tí­tulo “Hijo de Dios” a la unión única de la Deidad con la humanidad en la encarnación de nuestro Señor. Pablo dijo que Jesús “fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espí­ritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Rom 1: 4). Los Evangelios sinópticos no registran que Jesús se aplicara el tí­tulo “Hijo de Dios” a sí­ 546 mismo, aunque cuando otros lo usaron, él lo aceptó de una manera que reconocí­a su validez (Mt, 4:3, 4; 8:29; 14:33; 26:63, 64; 27:40, 43). Sólo en Juan se encuentra que Jesús lo utilizó para sí­ (cps 5:25; 9:35; 10:36; 11:4). En el nacimiento (Luk 1:35; cf Mat 1:23), el bautismo (Mat 3:17) y de nuevo en la transfiguración, el Padre reconoció a Jesús como su Hijo (Mat 17:5). Esta relación Padre e Hijo está explí­cita e implí­cita en muchas declaraciones realizados por nuestro Señor (Mat 11:27; Luk 10:21; Joh 5:18-23; 10:30; 14:28; etc.). La pretensión de Jesús de ser el Hijo de Dios provocó el odio implacable de los judí­os, los que le protestaron que con esa actitud se “hací­a igual a Dios” (Joh 5:18) y, por tanto, declaraba ser Dios (10:33). Eventualmente, declaraciones y pretensiones tan esclarecedoras lo conducieron a la condenación y crucifixión (Mat 26:63-66; Luk 22:67-71). Durante su ministerio terrenal, nuestro Salvador renunció voluntariamente a las prerrogativas -aunque no a la naturaleza- de la Deidad y asumió las limitaciones de la naturaleza humana, con lo que se subordinó al Padre (Psa 40:8; Mat 26:39; Joh 3:16; 4:34; 5:30; 12:49; 14:10; 17:4, 8; 2Co 8:9; Phi 2:7, 8; Heb 2:9) así­ como nosotros deberí­amos estar sujetos a él. Además, él dijo: “El Padre mayor es que yo” (Joh 14:28), por lo que el Hijo no puede hacer “nada por sí­ mismo” (5:19). De modo que su uso de la expresión “Hijo de Dios” claramente une este tí­tulo a su encarnación y ministerio terrenal, dando mayor significado a la frase. Véase Jesucristo.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

es otra expresión común en la Biblia. En el libro de Job se les dice hijos de Dios a seres superiores a los hombres, que forman su corte celestial, que se identifican con los ángeles, Jb 1, 6; 2, 1; 38, 7.

Yahvéh llama a Israel su h. primogénito al cual le dio todos lo cuidados y amor, Ex 4, 22-23; que por el desierto lo guió como un padre a su h., Dt 1, 31. Natán, enviado por Yahvéh a David, le dijo al rey sobre su hijo Salomón: †œYo seré para él padre y él será para mí­ hijo†, 2 S 7, 14; 1 Cro 17, 13; en donde está implí­cita la promesa del Mesí­as, cada rey de la estirpe de David será una imagen, aunque imperfecta, del Ungido, el verdadero H. de Dios; como lo dice Hb 1, 5. Juan llama a Jesús, el Mesí­as, el Unigénito, Jn 1, 14 y 18; 3, 16-18; H. único de Dios, 1 Jn 4, 9.

Todos los que creen en el H. de Dios Jesucristo, son adoptados como hijos de Dios, Jn 1, 12; Rm 8, 14; Ga 3, 26; 4, 6; 1 Jn 3, 1-2; 3, 2. todos los hombres están llamados a ser hijos de Dios, Rm 9, 25-29.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Uno de los tí­tulos principales de Jesús en el NT. Su pretensión sobre este tí­tulo fue la principal acusación que los lí­deres judí­os presentaron en su contra (Mat 26:63-64; Mar 14:61-62; comparar Joh 5:17-18; Joh 19:7). La confesión de que Jesús es el Hijo de Dios era fundamental en la enseñanza de los apóstoles y a la fe de la iglesia primitiva (2Co 1:19; Gal 2:20; 1Jo 4:15; 1Jo 5:5, 1Jo 5:13). Este tí­tulo ha de ser entendido tanto como un sinónimo para Mesí­as (Psa 2:7; Mat 16:16; Mat 26:63; Mat 27:40) como implicando la deidad a través de una relación única con el Padre (Joh 5:18).

La conciencia filial de Jesús y su relación única con el Padre son particularmente enfatizadas en el Evangelio de Juan. Jesús es el único Hijo de Dios (Joh 1:18), uno con el Padre (Joh 10:30), siempre haciendo la voluntad del Padre (Joh 4:34; Joh 5:30; Joh 6:38), y estando en el Padre como el Padre está en él (Joh 10:38). El habla lo que oye del Padre (Joh 12:50), tiene el conocimiento único del Padre (Joh 10:15; comparar Mat 11:27), y posee la autoridad del Padre (Joh 3:35; Joh 5:22; Joh 13:3; Joh 16:15). De este modo, solamente en y a través del Hijo es que la salvación de Dios se da (Joh 3:36; Joh 5:26; Joh 6:40).

Fuera de los Evangelios, Dios es llamado el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, sugiriendo una intimidad particular entre el Padre y el Hijo (Rom 15:6; 2Co 1:3; Eph 1:3; Col 1:3; 1Pe 1:3; Rev 1:6). Por su resurrección y ascensión, Jesús es designado Hijo de Dios (Rom 1:3) y así­ se lo predica por los primeros mensajeros (Act 8:37; Act 9:20; Act 13:33; 2Co 1:19). La distinción y diferencia entre Jesús y los grandes profetas de Israel es que Jesús es el único Hijo de Dios (Hebreos 1; 2Co 3:6). Finalmente, existe la fórmula trinitaria en Mat 28:19. Ver HIJOS DE DIOS, ver NIí‘OS DE DIOS.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Estos términos se utilizan para referirse al Señor Jesús en una forma que no tiene precedentes en el AT, ni en la los libros apócrifos, ni en la literatura pseudoepigráfica. Era costumbre pagana que a ciertos reyes o lí­deres se los llamara hijos de alguna divinidad. Los caldeos y los romanos desarrollaron el culto al rey o emperador como un dios. Pero cuando el NT presenta al Señor Jesús con este tí­tulo está señalando a la especial posición que tiene él dentro de la Deidad Trina.

Los judí­os nunca creyeron que el Mesí­as serí­a Dios mismo. A lo más que llegaban era a decir que Dios tení­a, en su conocimiento eterno, el nombre de quien serí­a el Mesí­as. Ciertas expresiones, especialmente en el Sal. 2 y otros (†œYo publicaré el decreto: Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy†), aunque aplicables al Mesí­as, se interpretaban como situaciones que se darí­an en el tiempo. La expresión de Ose 11:1 (†œde Egipto llamé a mi hijo†) se tomaba, con razón, como una referencia a Israel. Es el Espí­ritu Santo quien interpreta en el NT que esa escritura se referí­a también al Señor Jesús (Mat 2:15).
el dí­a del bautismo del Señor Jesús, Dios dijo abiertamente que él era su †œHijo amado† en el cual tení­a su contentamiento, lo cual ratificó en el monte de la Transfiguración (Mat 17:5). Cristo es †œel unigénito Hijo, que está en el seno del Padre†, el único que puede dar a conocer a Dios (Jua 1:18). Es interesante que los mejores manuscritos dicen †œel unigénito Dios†, expresión que se encuentra a veces en la literatura rabí­nica. Cristo mismo enseñó †œque Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios† (Jua 5:18). Es claro que estos términos pueden prestarse a confusión si de alguna manera los relacionamos con conceptos de espacio y tiempo. Ninguna palabra del vocabulario humano realmente sirve para describir con exactitud esta realidad. El Espí­ritu Santo escogió el término †œhijo† porque es el que más se acerca, para la mente humana, a expresar el tipo de relación que existe entre la primera y la segunda personas de la †¢Trinidad. Las palabras Padre e Hijo, entonces, no deben nunca entenderse en el sentido de que el último tuvo un principio.
Padre y el Hijo tienen el mismo poder, †œporque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así­ también el Hijo a los que quiere da vida† (Jua 5:21). El Padre perdona pecados y el Hijo también (Mat 9:1-8). El Padre y el Hijo merecen igual honra (†œPara que todos honren al Hijo como honran al Padre† [Jua 5:23]). †¢Jesucristo. †¢Trinidad.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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En el cristianismo está claro que es expresión referida a la identidad personal, concreta, explí­cita y directa y a la misteriosa relación de Jesús, Dios y hombre, con el Señor Dios, que El revela como Padre. “El que vosotros decí­s que es vuestro Dios” (Jn. 9.54; 10.30; 5.18)

La expresión con todo no es exclusivamente cristiana. En diversas religiones, también en la romana, se hace a diversos hombres “hijos de un dios, de Júpiter o de otra divinidad.”
(Ver Jesús. Mensaje 5. Ver Encarnación))

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Jesucristo, Trinidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. de Dios en el ambiente socio-cultural del cristianismo naciente. -2. El tí­tulo “Hijo de Dios” en la tradición evangélica. -3. Jesús y el Padre. 3.1. La paternidad de Dios en el judaí­smo. 3.2. Jesús, el Hijo. 3.3. Jesús, Mesí­as e Hijo de Dios. – 4. Hijo de Dios en la obra de cada uno de los Evangelistas. 4.1. El Hijo de Dios crucificado: Marcos. 4.2. El Hijo de Dios poderoso y obediente: Mateo. 4.3. El Hijo de Dios concebido y conducido por el Espí­ritu: Lucas. 4.4. El Hijo Unigénito del Padre: Juan.

Incluso si se prescinde de su enorme importancia en el Cuarto Evangelio y, en general, en los escritos de la llamada escuela joánica, el tí­tulo “Hijo de Dios” representa un caso singular entre los aplicados a Jesús en nuestros Evangelios. En efecto, el de “Hijo del hombre”, que es sin duda el que más utilizan, sólo se encuentra en labios de Jesús; el de “Mesí­as” lo usa un grupo más bien reducido de personas; frente a ellos, el de “Hijo de Dios” y otros equivalentes como “…del Altí­simo”, “de Dios Altí­simo”, “…del Bendito”, “mi/su Hijo” se lo aplican a Jesús diversos personajes y en las más diversas circunstancias y lugares: se lo aplica el ángel en la anunciación (Lc 1,32), la voz del cielo que se deja escuchar en el bautismo (Mc 1,11 y =) o en la transfiguración (Mc 9,7 y =), el diablo en las tentaciones del desierto (Mt 4,3.5; Lc 4,3.9), los endemoniados (Mc 5,7 y =), los propios discí­pulos (Mt 14,33) y más en concreto Simón Pedro en la confesión de Cesares (Mt 16,16), Caifás (Mc 14,61; Mt 26,63), la gente que lo insultaba durante su agoní­a en la cruz (Mt 27,40.43) e incluso un centurión pagano (Mc 15,39; Mt 27,54). Es más, en algunos de los casos en que se usa el tí­tulo “el Hijo”, sin más determinantes, se pone en labios de Jesús, que parece referirlo a sí­ mismo (cf. Mc 13,32 y Mt 24,36; Mt 11,27; Lc 10,22 y, de algún modo, Mc 12,1-12). La importancia de este tí­tulo en la determinación de la naturaleza y de la misión de Jesús exigirá un recorrido atento de los distintos estratos de la tradición evangélica y, como punto de partida, un acercamiento preciso al ambiente histórico y cultural en que se desarrolló la actividad del Maestro de Nazaret y la primera predicación cristiana.

1. Hijo de Dios en el ambiente socio-cultural del cristianismo naciente
En relación con el mundo greco-romano, ámbito principal de la difusión del mensaje cristiano casi desde el principio, llama la atención lo difundida que estaba la idea de la filiación divina: ya en tiempos de Homero se considera a Zeus “padre de los dioses y de los hombres” (Ilí­ada 1,544; Odisea 1,28); por esta razón, todos los humanos son de algún modo “hijos de dios”. Más allá de esta filiación divina de carácter general, hay personas a las que se llama “hijos de dios” de un modo especial: los héroes son hijos de uno de los dioses del Olimpo y de una mujer de este mundo; de algunos de aquéllos como Hércules se llegó a decir que “fue considerado hijo de dios” y que lo era ciertamente; también se consideraban hijos de los dioses a algunos personajes notables, como los filósofos, a los que se denominaban “hombres divinos” (Oaot avSpcc); entre ellos se contaba Empédocles, Pitágoras, Platón y otros, aunque en el caso de estos tales la referencia a la divinidad parece tener un carácter más bien generalí­simo, de modo que el calificativo “divino”, que de suyo puede significar simplemente “piadoso”, indicarí­a una relación especial con los dioses. El último de los grupos que entrarí­an en este capí­tulo serí­an los reyes, que gustaban de atribuirse atributos de la divinidad o de quienes se llegaba a decir que eran “dios de dios” (eso ex ecov), “hijo de dios” (9eov utoc) o “divi filius”.

Tampoco en Israel se desconoce la denominación “hijo de Dios”, que se aplica ante todo al pueblo en su conjunto (cf. Ex 4,22; Os 11,1; cf. Dt 32,6.18; Jer 3,4) y, como consecuencia, cada uno de los israelitas en cuanto miembros del pueblo (Dt 14,1; Is 43,6; cf. Dt 32,19; 1 Cr 29,10; Tob 13,4; Sap 14,3); “hijos de Dios” se llama también a los ángeles y a los otros seres celestes miembros de la corte divina (cf. Sal 89,6-7; Gn 6,2; cf. además Sal 29,1). En relación con la denominación del pueblo y de sus miembros como “hijos de Dios”, en época tardí­a se califica de tales, de un modo particular, a los justos (cf. Ecl 4,10; Sap 2,13.16.18; 5,5). Pero entre los personajes a los cuales se aplica el tí­tulo en Israel sobresale “el ungido”, es decir, el rey; la aplicación tiene que ver en este caso con la ideologí­a monárquica que Israel ha recibido de los otros pueblos del Antiguo Oriente (Mesopotamia, Egipto e incluso Canaán): Ramsés II, por ejemplo, se dirige al dios Amón en estos términos: “¿Qué es lo que te aflige, Amón, padre mí­o? ¿Es propio de un padre olvidar a su hijo?” En este marco se insertan y se entienden perfectamente las palabras de Dios al rey de Israel recogidas en la profecí­a de Natán (2 Sam 7,14) y en otros textos bí­blicos, sobre todo de los Salmos, en los que la entronización del soberano se entiende en términos de generación divina: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2,7; cf. además 89,27-28; 110,1.3). De acuerdo con ello, el judaí­smo tardí­o, que usó frecuentemente el tí­tulo “hijo de Dios”, lo aplicó incluso al futuro hijo de David; de ello dan testimonio evidente textos de la comunidad de Qumrán, como el siguiente: “Esto (es decir, el texto de 2 Sam 7,14) (se refiere) al ‘retoño de David’ que se alzará con el intérprete de la ley que [surgirá] en Si[ón en] los últimos dí­as, como está escrito: ‘Haré alzarse la cabaña de David que está caí­da’. Esto (se refiere) a la ‘cabaña de David que está caí­da’ que se alzará para salvar a Israel. ‘Será llamado hijo de Dios y llamarán hijo del Altí­simo” (4Q 246,2,1; cf. además 4Qflor 1,11-12; 1 Q 2,12; 4Q 369,1,11,6-8).

2. El tí­tulo “Hijo de Dios” en la tradición evangélica
En este contexto se inserta perfectamente el tí­tulo “hijo de Dios” con que, según ha quedado indicado, se dirigen a Jesús distintas instancias en nuestros Evangelios; se explicarí­a incluso el dato reflejado en el de S. Juan, según el cual, y al decir de los judí­os, el propio Jesús se tení­a por hijo de Dios (cf. Jn 18,7). Ahora bien, sin rechazar de plano la posibilidad de que este dato joánico formara parte de una tradición preevangélica firme, la fuerte elaboración de esta última por parte del Cuarto Evangelista aconseja iniciar nuestro análisis de los textos evangélicos relativos a la filiación divina por el material de los sinópticos; aunque hay que contar con que también en algunos textos sinópticos refleja claramente la fe de la comunidad postpascual: esto se debe suponer, sobre todo, en las palabras del ángel a Marí­a y en las pronunciadas por la voz del cielo en el bautismo y la transfiguración de Jesús: la intervención divina en acontecimientos considerados importantes por un grupo creyente no es nada extraña en la literatura rabí­nica y constituye de hecho un recurso narrativo de gran efecto que impulsa la implicación emotiva (empathia) del lector en el relato. Algo parecido cabe decir de los textos donde el tí­tulo se pone en boca de los demonios/endemoniados: en estos casos, que son todos relatos de exorcismos, “hijo de Dios” se utiliza en claro contexto de lucha de poderes y, aunque la comunidad los leyó posteriormente en clave cristológica de filiación divina, la utilización del tí­tulo supone en principio que los demonios reconocen que Jesús tiene una relación especial con Dios y que, en consecuencia, posee una autoridad y un poder que hace peligrar los que ellos tienen. El juego de poderes podrí­a reflejarse también en el uso que hace del tí­tulo el propio diablo en el relato de las tentanciones recogido por Mateo y por Lucas de la fuente Q: el recurso a dicho tí­tulo forma parte de la estratagema del diablo para vencer a Jesús, conduciéndole a una comprensión inadecuada de la filiación divina. Un eco del relato de las tentaciones se descubre en el uso del tí­tulo por parte de los transeúntes durante la crucifixión de Jesús (Mt 27,43), que debe considerarse en consecuencia obra del redactor. A la redacción de Mateo y, por tanto, al patrimonio de su teologí­a pertenece también la presencia del tí­tulo en la confesión de fe de Pedro (Mt 16,16).

3. Jesús y el Padre
El único texto que convertirí­a en realidad la posibilidad de que alguien se hubiera dirigido a Jesús con el tí­tulo “hijo de Dios” durante su vida terrena es el del centurión en el momento de la muerte del Nazareno. El tí­tulo, que para los evangelistas Mateo (17,54) y Marcos (15,39) es confesión de fe cristiana y, particularmente para Marcos, punto culminante de su “Evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios”, puede explicarse en labios de aquel pagano como una forma de expresar la condición especialí­sima con Dios; así­ lo entendió S. Lucas, que prefirió a aquel tí­tulo el calificativo de “justo” (Lc 23,47). Pues bien, los tres evangelios sinópticos nos dan cuenta de que esa relación especial con Dios, que el centurión percibió desde sus esquemas paganos en el momento de la muerte, presidió toda la vida de Jesús y halló expresión en el apelativo “Padre” que todos ellos ponen en labios de Jesús para hablar de Dios y a Dios. Este es de hecho uno de los datos capitales para comprender el alcance del tí­tulo “hijo de Dios” aplicado abiertamente a Jesús por toda la tradición evangélica y, en general, por los autores del NT. Comprender el alcance de su aplicación a Jesús nos ayudará a comprender también el misterio de su persona y de su misión. Convendrá, pues, que nos prestemos algo más de atención a este elemento de la tradición evangélica.

3.1. paternidad de Dios en el judaí­smo
De cuanto hemos dicho más arriba sobre la comprensión de las relaciones de Dios con Israel desde el esquema de la paternidad/filiación es fácil comprender que el judaí­smo recurriera al apelativo “padre” para hablar de Dios y sobre todo para dirigirse a él en la oración: “porque tú eres Padre para todos los hijos de tu verdad”, dice un himno de los piadosos de Qumrán (1 Q 9,35); y en un texto rabí­nico, que podrí­a datarse en tiempos de Jesús, se encuentra la siguiente invocación: “Padre nuestro, Rey nuestro”. En este marco se insertan perfectamente los textos en los que Jesús habla de Dios a sus discí­pulos usando la expresión “vuestro Padre” (Mc 11,25; Mt 5,48; Lc 8,36; Mt 6,32; Lc 12,30.32); y sobre todo se entiende que Jesús hable de Dios en términos absolutos diciendo “el Padre” y se dirija a él personalmente en la oración llamándolo “Padre” (cf. Mc 14,36 y =; Jn 11,41; 17, 1.5.11.21.24.25). Es más, el Evangelista Marcos nos ha conservado el término arameo ábba” utilizado muy probablemente por Jesús (Mc 14,36), y que, frente a lo que se ha creí­do durante mucho tiempo, no era completamente extraño en labios judí­os para dirigirse a Dios y revelaba un alto grado de intimidad y confianza: esto es precisamente lo que expresa Jesús en el momento de su agoní­a, que es el contexto en que, como hemos indicado, transmite Marcos la forma aramea de la invocación. Ahora bien, en el caso de Jesús es posible suponer que el uso de la misma representa cierta novedad respecto del judaí­smo de su tiempo y, leí­da junto a otros pasajes en que no la usa, revela una conciencia especial de filiación, que se enmarca en el anuncio de la llegada inminente del Reino de Dios.

3.2. ús, el Hijo
La conciencia especial de filiación respecto de Dios que parece hallar expresión en el ábba” de Jesús se manifiesta con mayor claridad todaví­a en el texto ya citado de Mt 11,25-26 = Lc 10,21, donde, junto al uso del apelativo en su forma griega (pater) encontramos el término correlativo referente a la filiación usado en forma absoluta (“el Hijo”). En relación con este dicho, transmitido por la fuente Q, se debe admitir que sus contenidos son muy próximos a la denominada “alta cristologí­a” de los escritos joánicos e incluso que el vocabulario sobre el conocimiento podrí­a hacer pensar en un medio helenista y en época tardí­a; pese a todo, tampoco se puede obviar el evidente sabor semita del citado vocabulario, lo cual favorece que se trate de un dicho del propio Jesús: mediante el verbo “conocer”, que implica conocimiento y amor, o, lo que es lo mismo, la unión recí­proca y personal entre los sujetos conocedores, y que se afirma exclusivamente del Padre y del Hijo (“Nadie conoce… sino el Padre…; sino el Hijo…”), se establece una nivelación única entre ellos; dicho de otro modo, se sugiere la igualdad de naturaleza entre ambos. Lógicamente, de acuerdo con el teocentrismo irrenunciable de la fe de Israel, el punto de partida de la afirmación es la decisión y la acción del Padre; de hecho, antes de las afirmaciones pertinentes, Jesús afirma expresamente: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mc 11,27). Además, el conjunto se abre con una bendición a Dios Padre (11,25-26), que contribuye subraya igualmente este aspecto.

La conciencia de una relación especial de Jesús con Dios Padre, que nace precisamente desde la propia condición de Hijo, se descubre asimismo en el dicho sobre el cuándo del fin del mundo (Mc 13,32 = Mt 24,36). La autenticidad de este logion la muestra el hecho mismo de haber sido transmitido, pese a que en su tenor literal parece cierta inferioridad del Hijo frente al Padre; es muy probable que sea ésta la razón de por qué Lucas no lo ha recogido en su Evangelio. En cualquier caso, pese a afirmar la ignorancia total del Hijo sobre aquel dí­a y aquella hora, se habla de él en los mismos términos absolutos en los que se habla del Padre: este hecho y la sucesión de la referencia a los ángeles, al Hijo y al Padre permite suponer que el dicho cuenta con la existencia de un solo hijo, que, por otra parte, tiene una relación singular, única con el Padre.

El último de los dichos sobre el Hijo que tomamos en consideración lo encontramos en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12 y =). Que se trate de una parábola hace de este uso un caso muy especial en el conjunto de los textos relativos al Hijo; pero ello no impide afirmar que se trata de uno de los pocos textos en los que se muestra con cierta claridad que Jesús tení­a conciencia de una relación especial con Dios, que él mismo expresó en términos de filiación. Para la mayorí­a de los comentaristas parece innegable que todas las afirmaciones sobre “el hijo” en esta parábola se refieren claramente a Jesús y pueden atribuirse a él sin ningún titubeo. Y en este sentido, lo mí­nimo que dejan entrever tales afirmaciones es una conciencia clara de que, aunque también de él se puede decir que fue “enviado”, este enví­o suyo se distingue sustancialmente de los enví­os precedentes; y ello no sólo porque fuera el último de los enviados (en Mc 12,37 se lee de hecho “por último”), sino sobre todo porque era “su hijo”, es decir, el hijo de aquel hombre que plantó la viña (cf. 12,1); y, de acuerdo con el texto de Is 5, en el que se inspira claramente la parábola de Jesús, aquel hombre no puede ser otro que el mismo Yahvé (cf. Is 5,7). Por otro lado, la versión que Marcos nos ofrece de la parábola acentúa el carácter singular del último enviado al aplicarle el adjetivo “amado” (ayamqzóS), que sirve a veces a los traductores de la Biblia hebrea para verter el hebreo , es decir, “único”. Conviene tener en cuenta además que la condición del hijo aparece vinculada a su propia conciencia sobre un final trágico; el hecho de que la parábola aparezca inmediatamente antes del relato de la pasión constituye un argumento más a favor del carácter original de la misma.

Aunque en ninguno de los textos a que nos hemos referido se puede hablar de evidencia absoluta, el conjunto de los mismos permite afirmar que Jesús de Nazaret entendió su relación con Dios en términos de filiación, atribuyéndole además, a ésta y a la paternidad divina que la funda, un carácter singular y único: Dios era su Padre de modo distinto a como lo era de los discí­pulos y él era hijo de Dios de una manera irrepetible: era el Hijo.

3.3. ús, Mesí­as e Hijo de Dios
Fundados en la percepción de esta conciencia en el tiempo pasado con Jesús durante su vida terrena e iluminados por la Pascua, los discí­pulos, y la entera comunidad nacida de la Pascua, aplicaron al Maestro con toda normalidad el tí­tulo de “Hijo de Dios”. Por ello no extraña que una de sus confesiones de fe más antiguas, recogida en una de las cartas de Pablo, le aplique precisamente dicho tí­tulo: Jesucristo es el “Hijo de Dios” en poder desde la resurrección de entre los muertos (Rom 1,4). El pasaje plantea un problema especial en lo referente a la vinculación del tí­tulo a la resurrección; pero dicho problema puede resolverse muy bien en el sentido de que la condición de Hijo de Dios se manifestó abiertamente en la Pascua o desde la Pascua. Más allá de este problema, resulta significativo en nuestro texto que la afirmación de la condición de Hijo sigue inmediatamente a la de su ascendencia daví­dica (1,3b). Tal relación parece lógica, pues, como ha quedado indicado más arriba, el Mesí­as-hijo de David era uno de los personajes de quienes se predicaba el tí­tulo “hijo de Dios”. Todo lo cual permite afirmar que la aplicación del tí­tulo “Hijo de Dios” a Jesús siguió con toda lógica a la fe en su mesianidad. Esta relación se descubre también, por ejemplo, en el texto lucano sobre la anunciación, donde los tí­tulos aparecen, sin embargo, en sucesión inversa (“Vas a dar a luz un hijo… El será grande y será llamado Hijo del Altí­simo y el Señor Dios le dará el trono de David su Padre…” (Lc 1,31). De forma más indirecta pero no menos evidente aparece también en la versión que ofrece Mateo de la confesión de fe de Pedro (16,16) y en la pregunta del Sumo Sacerdote a Jesús en el juicio ante el sanedrí­n (Mc 14,61 = Mt 16,63). Aunque en el relato del bautismo de Jesús tampoco se expresa claramente la relación entre la filiación divina y su condición mesiánica, puede suponerse fácilmente; y de hecho Lucas la explicita citando Sal 2,7: “Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado” (Lc 3,22; cf. Mc 1,11; Mt 3,17).

4. Hijo de Dios en la obra de cada uno de los Evangelistas
De todos modos, también en relación con la filiación divina los evangelistas pusieron su granito de arena al transmitir las tradiciones correspondientes, tanto las que se podrí­an remontar al mismo Jesús como las que deben atribuirse a la comunidad postpascual.

.1. El Hijo de Dios crucificado: Marcos
Los textos sobre el Hijo (de Dios) no son muchos en el Evangelio de Marcos y la mayorí­a de ellos pueden considerarse patrimonio anterior al Evangelista. Hay sin embargo tres que revelan con claridad que el Evangelista también este tí­tulo tradicional lo ha insertado perfectamente en su catequesis sobre Jesús. Al igual que la condición mesiánica, a la que, como se ha indicado más arriba, se halla í­ntimamente unido, este aspecto de su misterio, que se incluye abiertamente al principio de la obra (1,1) y que será avalado con el testimonio de la voz celestial (1,11; cf. 9,7), se ve sometido inmediatamente a una orden de silencio (1,24; cf. 9), que sólo se romperá cuando se llegue al momento culminante de la obra: en el contexto de la pasión, Jesús contestará con un “tú lo dices” aquiescente a la pregunta del Sumo Sacerdote, que le preguntará si es “el Mesí­as, el hijo del Bendito” (14,61): acogiendo la respuesta de Jesús, la comunidad de Marcos confesará a través del Centurión, un pagano que la representa adecuadamente, que “el rey de los judí­os” crucificado es realmente el Hijo de Dios (15,39). La Buena Noticia de Jesús (1,1) se descubre así­ como la desvelación paulatina de su misterio de Mesí­as e Hijo de Dios sufriente y crucificado.

4.2. Hijo de Dios poderoso y obediente: Mateo
A la mayor frecuencia del tí­tulo Hijo de Dios en el Evangelio de S. Mateo (15 usos frente a los 8 de Mc y los 10 de Lc), corresponde una cristologí­a más desarrollada de la filiación divina de Jesús en la obra del primer Evangelista. Como es lógico, ello se descubre de un modo particular en los textos correspondientes exclusivos suyos. Jesús, el Hijo de Dios reconocido como tal por la voz del cielo que se deja escuchar en el bautismo y en la transfiguración se presenta ya en su condición de tal desde los relatos de la infancia: el hijo de Abrahán e hijo de David, es decir, el Mesí­as que cumple las promesas del AT (1,1), nuevo Moisés que es perseguido y revive la historia de su pueblo viéndose obligado a huir a Egipto es, sin embargo y sobre todo, el Hijo de Dios a quien, por razón de esta condición, el Padre llama desde el antiguo paí­s de la esclavitud (2,15); además, por ser Hijo de Dios, su concepción ocurre de un modo especial, es decir, ha sido obra del Espí­ritu Santo (1,23), y por ello mismo se le puede llamar “Dios con nosotros” (2,28). Lo mismo que la experiencia de la huida a Egipto, también las pruebas en el desierto le sirven a Mateo para acercar la figura de Jesús a la de Israel, a quien representa hasta el punto de ser encarnación del pueblo; pero al propio tiempo constituyen un instrumento privilegiado para mostrar la condición más í­ntima del tentado: él es, sin duda, el Hijo de Dios (4,3.6), capaz de realizar por tanto cuanto el demonio le sugiere, incluido el dominio sobre el mundo, pero, frente a las pretensiones del diablo, muestra su condición de Hijo sometiéndose con actitud obediente a la voluntad del Padre. La comunidad de sus discí­pulos irá penetrando en la dimensión más í­ntima de su misterio, hasta confesarla abiertamente tras una manifestación extraordinaria de su poder al calmar la tempestad (14,33); respondiendo a una pregunta del mismo Jesús y en mirada retrospectiva a los primeros compases de la obra, Mateo completa la confesión mesiánica que habí­a encontrado en su fuente añadiendo precisamente la que toca a su filiación divina: Jesús es “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (16,16). El es el hijo, el siervo portador del Espí­ritu (3,16), en virtud del cual expulsa los espí­ritus (12,28) y cura las enfermedades, mostrando así­ que carga sobre sí­ las debilidades y males de la humandiad. (8,17). La relación especial con Dios implicada en la condición de Hijo se manifiesta especialmente en el poder entregado por el Padre y en el conocimiento especial del Padre que nace de aquella relación y que constituye al Hijo del revelador del Padre (11,25-27); ello le otorga un papel especial en orden a la salvación, de modo que a él pueden volverse todos los cansados y agobiados cargando con su yugo suave y su carga ligera, para aprender de él y encontrar en él el descanso del alma. Mateo inserta en esta comprensión de la filiación divina de Jesús los usos del tí­tulo que Marcos habí­a incluido en el relato de la pasión y que se abren con la pregunta del Sumo Sacerdote: evocando con claridad la confesión de fe de Pedro, dicha pregunta explicita el “hijo del Bendito” que seguí­a en Marcos al tí­tulo “Cristo” mediante el “Hijo de Dios”. La reticencia mayor con que Jesús responde a esta pregunta del máximo representante oficial del judaí­smo podrí­a explicarse por el uso que harán del citado tí­tulo los transeúntes que, como el diablo en el desierto, lo provocarán al pie de la cruz invitándolo a usar en beneficio propio su condición de Hijo: él es el Hijo, ciertamente; pero lo es aceptando la voluntad del Padre y no manifestando el poder inherente a su condición en acciones realizadas en su propio favor; pese al clamor que precede a su muerte, la exhalación del espí­ritu en que ésta se concreta es la expresión acabada de que, en aquellas circunstancias, se mantiene la unión del Hijo con el Padre, que acoge paternalmente el acto de obediencia del Hijo en la cruz y muestra su complacencia a través del cosmos (27,51-53); el Centurión y los que custodiaban al reo entenderán esos signos y proclamarán sin ambages la condición del recién fallecido: verdaderamente es el Hijo de Dios (27,54). En su resurrección se manifestará abiertamente como Hijo de Dios poderoso (28,16), que mandará bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo como medio de constituir en la condición de discí­pulos a quienes reciban el baño purificador y, sobre todo, de introducirlos en la relación paterno-filial (Mt 28,19) que les permite dirigirse a Dios llamándolo “Padre” (6,9).

4.3. Hijo de Dios concebido y conducido por el Espí­ritu: Lucas
También el autor del libro del Tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles integra en los dos libros que componen su obra la fe común en la filiación divina de Jesús. Para ello, el tercer Evangelista recoge de sus fuentes -Mc y la fuente de los dichos (0)- los textos en los que se muestra dicha condición: así­, la voz del cielo que se deja oí­r en el bautismo (3,22a) y en la transfiguración (9,35) lo presenta como “mi Hijo”, es decir, como Hijo de Dios; el diablo utiliza abiertamente el tí­tulo para intentar desviar a Jesús del camino por el que debe transcurrir su misión de acuerdo con la voluntad del Padre (4,3.9); los demonios lo reconocen como Hijo de Dios (8,28; cf. 4,34) y como tal se presenta acentuadamente en la pasión ante el sanedrí­n (22,70) el mismo Jesús, que durante su vida pública habí­a entendido y presentado la filiación divina en términos de conocimiento recí­proco entre el Padre y el Hijo (10,22). El tí­tulo es contenido de la predicación del convertido Pablo, que lo proclama expresamente desde el principio en las sinagogas de Damasco (Hech 9,20; cf. 13,33). Ahora bien, lo mismo que habí­a hecho S. Mateo, la confesión de fe en la filiación divina de Jesús la extiende S. Lucas al momento mismo de su concepción: pese a los acentos mesiánicos que tiene el tí­tulo “Hijo de Dios” y su equivalente “Hijo del Altí­simo” en el relato lucano de la anunciación (1,35 y 32 respectivamente), parece evidente que el tercer Evangelista trasciende el marco judí­o de dichos tí­tulos y los interpreta en sentido cristiano: Jesús, el hijo concebido en el seno de Marí­a, es el Hijo de Dios; por ello su concepción ocurre de forma extraordinaria, sin que su madre conozca varón (1,34). Con todo, ya estos primeros textos de la obra lucana sobre el Hijo revelan una caracterí­stica propia de la elaboración que hace el Evangelista de este contenido de la fe cristológica de la primitiva comunidad cristiana: la condición de “Hijo de Dios” que se predica de Jesús está relacionada estrechamente con la acción del Espí­ritu Santo: la concepción del Hijo de Dios ocurre sin que Marí­a conozca varón, pues el Espí­ritu Santo viene sobre ella (1,35). Tal relación se mantiene y acentúa en algunos textos de la tradición común sobre el Hijo de Dios, como los relatos del bautismo o las tentaciones (3,22 y 4,1) e incluso se introduce expresamente en otros, como el grito de júbilo de Jesús por la revelación a los sencillos (10,21).

4.4. Hijo Unigénito del Padre: Juan
Entre todos los Evangelistas, es sin duda Juan el que, además de hacer un uso abundante del tí­tulo “Hijo”, “Hijo de Dios” o “Hijo Unigénito de Dios” (un total de 28 veces) y equivalentes, ofrece una reflexión más acabada sobre la filiación divina de Jesús. El punto de partida para la citada reflexión lo constituye la confesión de fe en esta condición de Jesús, que el Cuarto Evangelista comparte con los demás autores del NT: a expresar dicha fe sirve precisamente el uso del tí­tulo “Hijo de Dios” en formas de decir que tienen claros acentos confesionales: a Jesús lo proclaman como tal Natanael (1,49) y Marta (11,27), que completan con este tí­tulo el de Mesí­as, que también le dan. La importancia cristológica que tiene para el Cuarto Evangelista tanto la sucesión de ambos tí­tulos como, más particularmente, el de “Hijo de Dios”, la muestra expresamente en el epí­logo que, según se supone, cerraba una de las ediciones precedentes de su obra: ésta, que es recopilación de algunas de las señales hechas por Jesús en presencia de sus discí­pulos, no pretende otra cosa que afianzar o incluso suscitar la fe en la condición mesiánica de Jesús y en su filiación divina (20,30-31). Sin embargo, dicho objetivo no se justifica únicamente por sí­ mismo, sino sobre todo porque de la aceptación creyente y de la confesión de aquella fe depende que los humanos tengamos vida (20,31 b), accedamos a la vida y evitemos el juicio definitivo (3,18). Sin embargo, la mano del “teólogo” por excelencia entre los cuatro Evangelistas se descubre de modo particular en los casos en que la idea de la filiación divina de Jesús se expresa mediante el uso absoluto del sustantivo “Hijo”. Se debe reconocer que dicho uso, que es sin comparación el más frecuente en el conjunto del Evangelio, se hallaba enraizado también en la tradición, tal y como han mostrado las perí­copas sobre el conocimiento recí­proco del Padre y del Hijo (Mt y Lc) e incluso la del desconocimiento del cuándo de la parusí­a por parte del Hijo (Mc y Mt). Lo cual explica que en los textos joánicos sobre el Hijo, el punto de referencia de la filiación no sea “Dios” sin más, sino “el Padre”; de este modo, la relación especialí­sima con Dios implicada en el tí­tulo “Hijo de Dios” se interpreta en el sentido de la que se da entre un hijo con su padre y que, en el caso de Jesús, es tan peculiar que justifica el que se le considere “el Hijo” en sentido absoluto, es decir, en el sentido de ser el Hijo Único de Dios (3,16.18), que vivió su existencia vuelto hacia el seno del Padre (1,18; cf. 1,14). La reflexión del cuarto Evangelista sobre la filiación divina de Jesús llega hasta el punto de concretar la relación que éste tiene con Dios Padre por ser el Hijo en el hecho de una participación en la condición divina: esta consecuencia del hecho de la filiación, tal y como la entiende Juan, se afirma de forma clara desde el principio de la obra: el Logos existí­a eternamente y estaba desde siempre vuelto hacia Dios; es más, él mismo era Dios (1,1); tal consecuencia la deducirán más tarde con toda lógica los enemigos de Jesús (10,36; 19,7), que lo han escuchado reivindicar la filiación divina en 1 a persona (10,30). El paso que va desde la existencia del Hijo en la eternidad de Dios -la preexistencia- a su manifestación en el mundo de los humanos la salva el Cuarto Evangelio recurriendo a dos ideas, cuya importancia en la reflexión teológica es inversamente proporcional al uso que hace de ellas en su obra: el Logos, dirá en el centro del himno con que aquélla comienza, “se hizo carne” y, en su condición de Logos encarnado, insertado como uno más en el mundo de los humanos, manifestó la gloria que le era propia como Hijo Único del Padre (1,14). Mucho más frecuente es en el Cuarto Evangelio la afirmación de que el Hijo ha sido “enviado” por el Padre, un motivo que también aparece en el epistolario paulino (Jn 3,34; 13,20; 17,3.8; cf. Gal 4,4; Rom 8,3) y que, por ello mismo, puede considerarse como parte integrante del patrimonio común de la primera reflexión cristiana sobre el misterio de Cristo. Juan llega a invertir los términos del motivo, poniéndolo más de una vez en labios de Jesús, que afirma él mismo haber sido enviado por el Padre (5,37; 6,44; 8,16.18; 12,49; 14,24.26). En cualquier caso, el motivo del “enví­o” del Hijo, se convierte en vehí­culo para expresar también el motivo de la preexistencia y, sobre todo, para subrayar la autoridad del Hijo en cuanto enviado del Padre: éste nos ha enviado a su propio Hijo (3,16) y con él nos lo ha dado todo, para lo cual lo ha puesto todo en manos del Hijo (4,34; 13,3); y todo es: sus palabras (17,8), su nombre (17,11.12), su gloria (17,22.24), las obras (5,36), autoridad para el juicio (5,22.27a), autoridad sobre toda carne (17,2) e incluso tener vida (5,26). La posesión de estos dones por parte del Hijo no constituye, sin embargo, un fin en sí­ mismo: el Hijo, que lo ha recibido todo, ha sido constituido a su vez en dador de los dones de la salvación, de los que el Cuarto Evangelio habla a veces a través de imágenes muy sugerentes: el Hijo da el agua viva (4,10.14), el alimento imperecedero (6,27), el pan de la vida (6,23); y sin imágenes: la paz (14,27) o la gloria (17,22). La relación Padre-Hijo, sintetizada de forma acabada en el uso absoluto del tí­tulo “el Hijo” se concreta además en una serie de acciones, que, aplicadas de forma indistinta de uno y otro, contribuyen a señalar todaví­a más aquella relación: el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17; 15,9; 17,23), pero también el Hijo ama al Padre (14,31); lo mismo ocurre con el conocimiento, que es del Padre al Hijo y del Hijo al Padre (10,15). La unión singularí­sima entre ambos expresada a través de estas acciones recí­procas significa además la referencia del ser y del hacer del Hijo al Padre: sus palabras (12,50) y sus obras (14,10) son palabras y obras del Padre; todo lo cual ha hecho posible lo que no habí­a sido antes de la manifestación de la gloria del Hijo en la carne (1,14), a saber, que pudiéramos ver a Dios (1,18); ahora podemos verlo en el Hijo (14,9), que es en su persona, en su palabra y en toda su actuación la revelación definitiva de Dios (1,18). Por ello, quien se abre a esa revelación puede llegar a descubrir la unión í­ntima del Padre y del Hijo, su estar el uno en el otro (10,38; 14,10; 17,21). A impedir que semejante aserto se interprete inadecuadamente, es decir, en el sentido de una identidad Padre-Hijo que negara la diferencia personal entre ambos se orienta la afirmación sorprendente de Jesús sobre la superioridad del Padre: “el Padre es mayor que yo” (14,28). Precisamente porque se trata de una afirmación relativa a las relaciones Padre-Hijo, es preciso entenderla en el marco concreto de la afirmación de tales relaciones en el Cuarto Evangelio y, por ello mismo, rechazando cualquier interpretación de carácter subordinacionista. La “superioridad” del Padre respecto del Hijo y la consiguiente “inferioridad” de éste último son de carácter histórico-salví­fico y no toca en modo alguno al ser de uno o de otro. En este nivel -y, por supuesto, en el de la actuación de la salvación- “el Padre y yo somos uno” (10,30; 17,11). -> del hombre; Cristo; profeta; Padre; abba; filiación; revelación.

BIBL. — R. FABRIS, “jesucristo”, en: P. RossANO, G. RAVASSI y A. GIRLANDA, Diccionario de Teologí­a Bí­blica, Paulinas, Madrid 1990, 864-893; R. PENNA, “I titoli cristologici”, en: 1 ritrati originali di Gesú il Cristo. Inizi sviluppi della cristologia. . Gli Inizi, . Paolo, Torino 1996, 143-153; CH. T, “jesús y el Padre”, en: Id., ús y la Historia, Cristiandad, drid 1982, 217-228; R. SCHNACKENBURG, persona de Jesucristo reflejada los Evangelios, der, Barcelona 1998; F. HAHN, “Uio. 1-3”, en: H. BAi.z G. SCHNEIDER (edits.), Diccionario exegético del Nuevo Testamento II, í­gueme 1998, 1824-1839.

Miguel Dí­az

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> Jesús, Abba, Señor). El Antiguo Testamento sabe que el pueblo de Israel es hijo de Dios en el sentido simbólico del término: Dios protege a los israelitas como un padre a su hijo; Israel es mi hijo primogénito, dice Dios en el Exodo (Ex 4,22); de Egipto llamé a mi hijo, añade el profeta (Os 11,1). También el rey daví­dico se sabe vinculado a Dios, conforme a una palabra muy repetida en la tradición israelita: “Yo seré para él un padre, él será para mí­ un hijo” (2 Sm 7,14).

(1) Salmos reales. (1) El Hijo, sacerdote y rey. Pero el tema básico de la filiación divina se ha situado más bien en un nivel mí­tico, como han destacado dos salmos de origen probablemente preisraelita, aunque asumidos por la teologí­a sacerdotal y regia de Jerusalén. Uno acentúa el aspecto sacerdotal, otro el regio del Hijo de Dios, aunque ambos se encuentran vinculados. “Oráculo de Yahvé a mi Señor (= Adonai): siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies. Desde Sión extenderá Yahvé el poder de tu cetro, somete en la batalla a tus enemigos. Eres prí­ncipe desde el dí­a de tu nacimiento, en el atrio sagrado (templo) te engendré como rocí­o, del seno de la aurora. Yahvé lo ha jurado y no se arrepiente: tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec” (Sal 110,1-4). Los fieles de Jerusalén asumen y aplican a su rey un tema oficial de la teologí­a pagana (jebusea): templo de Dios y palacio del rey se unifican; por eso se puede decir que el monarca es un hijo divino, pues nace en el atrio (= resplandor) del templo, añadiendo que le ha engendrado Dios, como al rocí­o que brota (se condensa) en el momento de la aurora. Dios recibe aquí­ el nombre israelita de Yahvé: al rey se le presenta con el nombre sagrado de Adonai, que se suele aplicar al rey divi no. Ambos se vinculan, en un espacio común, propio de los dos: el trono y el templo. Está Dios en la altura, sentándose a la vez sobre el trono de Jerusalén (del templo); está el monarca en su palacio de mundo, sentado precisamente a la derecha del sitial de Dios que está en el templo; por eso se puede afirmar que participa del poder divino. Más que monarca polí­tico, en sentido moderno, el rey es sacerdote, en la lí­nea de una dinastí­a que no viene de Aarón (tradición leví­tica, yahvista) ni de Jesé (ascendencia histórica judí­a, cf. 1 Sm 16), sino de Melquisedec, rey sagrado de Salem conforme a Gn 13,1824. Así­ ha venido a integrarse en un contexto litúrgico cargado de profundo simbolismo este motivo de teologí­a pagana dentro de la tradición israelita. Los cristianos (cf. Mc 14,62 par; Hch 2,34; Heb 1,3…) lo aplican de manera misteriosa a Jesús resucitado. A través de este motivo pagano ha entrado en la Biblia israelita la experiencia más profunda de un Dios que nace en medio (al fin) de la historia humana.

(2) Salmos reales. (2) Hijo rey, hijo guerrero. “¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean cosas vanas? Se alian los reyes del mundo, los prí­ncipes conspiran contra Yahvé y contra su ungido: ¡rompamos sus cadenas, sacudámonos su yugo! El que habita en el cielo sonrí­e, el Señor (= Adonai) se burla de ellos… Yo mismo he ungido a mi rey en Sión, mi monte santo. Voy a proclamar el decreto de Yahvé. El me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pí­demelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra; los gobernarás con cetro de hierro, los quebrarás como jarro de loza…” (Sal 2,1-10). El salmo empieza de improviso. Un observador universal contempla la escena del mundo y se admira. Algo le extraña: no logra comprender por qué se elevan reyes y naciones, atentando contra Dios y su Mesí­as (cf. Sal 48). Los pueblos de la tierra se elevan contra el signo de Dios (templo, ciudad, montaña). Combaten los pueblos contra el mismo Yahvé y contra su Ungido en una especie de guerra antiteí­sta o teomaquia. Pero no son dioses quienes luchan mutuamente, como Marduk y Tiamat en Babilonia o Zeus y Khronos en Grecia. Aquí­ son hombres, que luchan contra el Dios de Sión y su ungido. Quizá la novedad mayor del texto está en que ha vinculado a Dios (Yahvé) con su Mesí­as (el ungido), que es, evidentemente, el rey de la ciudad sagrada a quien el mismo Dios protege. Dios no tiene que luchar, no necesita bajar sobre la arena y combatir a los rebeldes. El Dios del cielo, el verdadero rey supremo (Adonai), se mueve y triunfa en otro plano de grandeza. Por eso puede reí­rse y actuar, sin miedo a las bravatas de los pueblos. Este es el signo teológico supremo: Dios se define como aquel que puede y quiere revelarse sobre el mundo a través de su hijo y representante, el rey/sacerdote de la ciudad sagrada. Estamos en el centro de una liturgia de coronación. Alguien, posiblemente un sacerdote, evoca las palabras de Dios: ¡he ungido a mi rey en Sión! Efectivamente lo ha hecho, en medio del silencio de los participantes. Después se eleva con fuerza la voz del recién ungido que anuncia el decreto de Yahvé. Externamente, el hijo de Dios sigue siendo el mismo rey humano; pero ha participado en una ceremonia de iniciación sagrada, ha recibido fuerza grande y desde ahora puede y debe actuar como delegado de Dios sobre la tierra.

(3) Dios, padre de Jesús. Jesús, hijo de Dios. Jesús ha invocado a Dios como Padre y se ha sentido a sí­ mismo como Hijo, de manera que ha venido a entender su camino mesiánico como despliegue y consecuencia de su filiación. Así­ lo ha entendido la Iglesia, que ha interpretado la vida de Jesús a la luz de los salmos mesiánicos que hablan de un hijo de Dios y a la luz de los textos de elección daví­dica en los que el hijo de David aparece como Hijo de Dios (Sal 2,7; 89,27; cf. 2 Sm 7,14). Estos son los momentos en los que se expresa y entiende su filiación, (a) En el principio está la experiencia de Jesús, que ha llamado a Dios Padre de un modo intenso y constante. Sólo aquel que se encuentra totalmente abierto hacia los otros, aquel que perdona los pecados, ama a los perdidos, reanima a los enfermos y ofrece a todos una nueva existencia en el amor, sólo aquel cuya vida es victoria sobre el mal de los demonios y ofrenda del reino a los humildes de la tierra, puede acercarse hasta las puertas del misterio, llamando a Dios ¡Abba, Padre! (cf. Mc 14,36 par; Mt 6,26.32; 11,26-26). Jesús no es Hijo de Dios por sometimiento servil, ni por extrañeza ante el mundo (como simple visitante que procede de un lejano más allá de cielo), sino por unión de amor y entrega fuerte a la obra salvadora de Dios Padre, (b) En este contexto han de entenderse los pasajes donde Jesús mismo aparece como Hijo. Varios han sido recreados por la Iglesia, pero expresan la más honda experiencia de Jesús, la certeza de que vive en comunión de amor profundo con el Padre (cf. Mt 11,26-29). Existen otras conexiones personales muy hondas, bien atestiguadas por la Biblia, y también ellas se aplican de algún modo a Jesús (comunión esponsal, fraternidad, amistad…); pero la más significativa a los ojos de la Biblia es aquella que vincula a un hijo con su padre, en comunicación de amor o vida. Esta es una conexión culturalmente determinada, tanto en el plano sexual (padre e hijo, no madre e hija) como social (hay un riesgo de patriarcalismo de poder). Jesús (y la Iglesia) han empleado este sí­mbolo para expresar sus relaciones personales de unidad y distinción con lo divino.

(4) Momentos en que se expresa la filiación de Jesús. En esta lí­nea podemos indicar algunos momentos de la biografí­a filial de Jesús, empezando por el final, para rehacer el camino que han seguido las comunidades del Nuevo Testamento, (a) Jesús, Hijo apocalí­ptico. Algunos cristianos antiguos pensaban que Jesús no es todaví­a Hijo de Dios, sino que lo será al fin de los tiempos: cuando reciba el trono de David, su padre (Lc 1,32-33), cuando vuelva como Hijo del Humano (Mc 14,6162) y nos libere de la ira que se acerca (1 Tes 1,9-10). Sólo entonces, realizando su función escatológica, se mostrará como verdadero Hijo de Dios: nacerá de su misterio, triunfará del todo, * Jesús, Hijo pascual. Algunos piensan que Jesús ha sido adoptado (engendrado, constituido) Hijo de Dios en pascua (cf. Rom 1,3-4), realizando desde ella su función liberadora (salvadora) en favor de los humanos. El nacimiento mesiánico-filial de Jesús no es algo simplemente futuro, sino ya sucedido en su resurrección salvadora, (c) Jesús, Hijo en su vida. Mc ha contado la historia de Jesús como Hijo de Dios, desde el principio de su vocación (Mc 1,11) hasta el extremo de la muerte (Mc 15,39). En esa lí­nea siguen Mt y Le, destacando el hecho de que Jesús ha vivido en diálogo filial de amor con Dios (cf. Mt 11,25-27 par), como indica luego Juan; por eso, ellos sitúan el principio de la filiación divina de Jesús en su mismo nacimiento humano (Mt 1,18-25; Lc 1,26-38). (d) Jesús, Hijo preexistente. Quizá desde el comienzo de la Iglesia, las comunidades judeohelenistas han concebido a Jesús como figura preexistente: es Hijo en el misterio original de Dios, haciéndose Hijo en el camino de la historia. Por eso se dice que Dios le ha enviado sobre el mundo (Gal 4,4; Rom 8,3; 8,32; Jn 3,16-17). Jesús no se hace Hijo, sino que lo es desde Dios, en el principio de los tiempos. Estos son los niveles o momentos fundamentales de la filiación divina de Jesús. Ellos nos muestran que el misterio cristiano no consiste en que Dios tenga un Hijo (de hijos de Dios están llenos los poemas y mitos de los pueblos), ni en el carácter eterno de su engendramiento (de la eternidad intradivina pueden hablar también los mitos), sino en confesar que el Hijo de Dios es el mismo Jesús de Galilea, de manera que contando la historia de Jesús penetramos en el misterio de la comunión divina.

Cf. M. Hengel, El Hijo de Dios. El origen de la cristologí­a y la historia la religión judeohelenista, Sí­gueme, Salamanca 1977; O. Cullmann, Cristologí­a del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1998; M. Karrer, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 2002.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Tí­tulo cristológico con el que se ex presa la realidad ontológica de la relación de Jesús de Nazaret con Dios. El tí­tulo se encuentra en diversas expresiones del Antiguo Testamento. Su derivación debe relacionarse con la cultura y el uso egipcio. En efecto, el Exodo y el Deuteronomio recogen varias veces el tema de la paternidad de Dios para contraponer la filiación de Israel a la de las tradiciones egipcias (cf. Ex 4,22) o para poner a Israel por encima de los demás pueblos (Dt 7,6- 10; 32,10). La literatura sapiencial aplica rá también el tí­tulo a diversas personas que actúan según la voluntad de Yahveh o para el bien de Israel; por eso se les da este tí­tulo a los ángeles, a los reyes, a los sacerdotes o a los que tienen un cargo particular (Sal 29).

Un caso excepcional -pero que en el horizonte de la fe de Israel puede leerse sólo en clave adopcionista y de elección- es el texto de Sal 2,7, en donde por única vez se dice del rey: “Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy “. En varias ocasiones también los profetas utilizan este tí­tulo, pero orientando hacia su sentido justo; Yahveh es como un padre que corrige los errores de su pueblo.

El uso que de él se hace en el Nuevo Testamento indica la cima de las pretensiones de Jesús, ya que revela su conciencia de tener una relación totalmente única con Dios, a saber, la de la filiación. Este tí­tulo puede intercambiarse por el de “hijo” o por la invocación al “padre”; incluso en la teologí­a diferente de cada autor, esta expresión revela en todos los casos la misma perspectiva de fondo: Jesucristo es el Hijo de Dios de forma única y absoluta. Jesús no usó nunca la expresión “hijo de Dios” para aplicársela a sí­ mismo, pero su comportamiento y su lenguaje sustituyen esta ausencia. En su comportamiento general, manifiesta que tiene con Dios una relación filial que lo lleva a llamarlo “abba’, es decir, “papá” en el orden natural. En el relato de algunas parábolas (Mc 12,1-12) sitúa al personaje del hijo y no permite ningún equí­voco en este sentido. En su trato con el Padre, Jesús usa la expresión “padre mí­o” y la distingue del uso que deben hacer los discí­pulos de “nuestro padre” (Mt 11,20), ya que si ellos se convierten en hijos es sólo porque él es el hijo.

La comunidad primitiva, recordando la enseñanza de Jesús, se dirigió cada vez más frecuentemente a Dios llamándolo e invocándolo como Padre; una mirada al evangelio de Juan muestra que se emplea 109 veces el tí­tulo de “padre” para Dios. Si se lo compara con las 4 veces que lo usa Marcos, se puede deducir que a finales del siglo 1 la comunidad asumió definitivamente esta expresión como sinónimo de Dios.

La fe ve en Jesús Hijo de Dios la verdad de la condición real de Jesucristo, verdadero Dios por ser Hijo del Padre.

R. Fisichella

Bibl.: L. Sabourin. Los nombres y los tí­tulos de Cristo, San Esteban, Salamanca 1965, 264-277. O. Michel, Hijo de Dios, en DTNT, 11. 292-‘301; R. Fisichella, La revelación, evento – y credibilidad, Sí­gueme, Salamanca 1989; M, Hengel, El Hijo de Dios, sí­gueme Salamanca 1978.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Véase Cristología.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 En el Antiguo Testamento
  • 2 En el Nuevo Testamento
    • 2.1 Confesión de San Pedro
    • 2.2 Testimonio del Padre
    • 2.3 Testimonio de Jesucristo

En el Antiguo Testamento

El título de “Hijo de Dios” es frecuente en el Antiguo Testamento. Los semitas usaban la palabra “hijo” para denotar no sólo la filiación, sino cualquiera otra relación estrecha o íntima. Así, “un hijo de la fuerza” era un héroe, un guerrero; un “hijo de la maldad”, un hombre malo; “hijos del orgullo”, bestias salvajes; “hijo de la posesión”, un poseedor; “hijo de la promesa”, un rehén; “hijo del rayo”, un ave rápida; “hijo de la muerte”, un condenado a muerte; “hijo de un arco”, una flecha; “hijo de Belial”, un hombre malvado: “hijos de profetas”, discípulos de los profetas, etc. El título de “Hijo de Dios” se aplicó en el Antiguo Testamento a personas que tenían una relación especial con Dios. Los ángeles, los hombres justos y piadosos, los descendientes de Set, fueron llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1; Sal. 89(88),7; Sab. 2,13, etc.) De manera similar le fue aplicado a los israelitas (Deut. 14,1), y a Israel como nación; leemos: “Y dirás a faraón: Así dice Yahveh: Israel es mi hijo, mi primogénito. Y yo te he dicho: ‘Deja ir a mi hijo para que me dé culto.” (Éxodo 4,22-23).

Los líderes de los pueblos, reyes, príncipes, jueces, como depositarios de la autoridad de Dios, fueron llamados hijos de Dios. El rey teocrático como lugarteniente de Dios, y sobre todo cuando fue providencialmente seleccionado para ser un tipo del Mesías, fue honrado con el título de “hijo de Dios”. Sin embargo, el Mesías, el Escogido, el elegido de Dios, era llamado par excellence el Hijo de Dios (Sal. 2,7). Incluso Wellhausen admite que el Salmo 2 es mesiánico (véase Hast., “Dict. of the Bible”, IV, 571). Con el paso del tiempo las profecías sobre el Mesías se hicieron más claras, y el resultado está muy bien resumido por Sanday (ibid.): “La Escritura de la que hemos estado hablando marca tantas diferentes contribuciones al resultado total, pero el resultado, cuando se alcanza, tiene la integridad de un todo orgánico. Una figura fue creada—proyectada como si estuviera sobre las nubes—, la cual fue investida con todos los atributos de una persona. Y las mentes de los hombres se volvieron hacia ella en una actitud de expectativa. No importa que las líneas de la figura se hayan extraído de diferentes originales. Se reúnen por fin en un retrato único. Y nunca habríamos sabido cuan perfectamente se encuentran si no hubiésemos tenido el Nuevo Testamento para compararlo con el Antiguo Testamento. El cumplimiento más literal de la predicción no sería prueba más concluyente que todo el curso del mundo y todos los hilos de la historia se encuentran en una mano que los guía”. Además de ser el Hijo de Dios, el Mesías iba a llamarse Emmanuel (Dios con nosotros), Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre del mundo venidero, Príncipe de Paz (Isaías 8,8; 9,6) (véase Mesías).

En el Nuevo Testamento

El título “el Hijo de Dios” se aplica con frecuencia a Jesucristo en los Evangelios y Epístolas. En estas últimas se emplea en todas partes como una fórmula corta para expresar su divinidad (Sanday), y este uso arroja luz sobre el significado que se le debe atribuir en muchos pasajes de los Evangelios. El ángel anunció: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo … el Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios” (Lc. 1,32.35). En su primer encuentro Natanael le llamó el Hijo de Dios (Juan 1,49). Los demonios le llamaban por el mismo nombre, los judíos irónicamente, y los Apóstoles después que calmó la tormenta. En todos estos casos su significado es equivalente al Mesías, al menos. Pero hay mucho más implicado en la confesión de San Pedro, el testimonio del Padre, y las palabras de Jesucristo.

Confesión de San Pedro

Leemos en Mateo 16,16-17: “Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de dios vivo”. Replicando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente. Y respondiendo Jesús, le dijo: Bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos’”. Los pasajes paralelos dicen: “Tú eres el Cristo” (Mc. 8,29); “El Cristo de Dios” (Lc. 9,20). No puede haber ninguna duda de que San Mateo da la forma original de la expresión, y que San Marcos y San Lucas al dar en su lugar “el Cristo” (el Mesías), lo usaron en el sentido en que lo entendieron cuando escribieron, a saber, como equivalente del “Hijo de Dios encarnado” (vea Rose, VI). Sanday, escribiendo sobre la confesión de San Pedro, dice: “el contexto claramente demuestra que Mateo tenía ante sí una tradición más, posiblemente la de la Logia, pero en cualquier caso, una tradición que tiene la apariencia de ser original” (Hastings, “Dict. of the Bible”). Como bien señala Rose, en las mentes de los evangelistas Jesucristo era el Mesías, porque Él era el Hijo de Dios, y no el Hijo de Dios porque era el Mesías.

Testimonio del Padre

(1) En el Bautismo: “Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre Él. Y una voz que salía de los cielos decía: ‘Este es mi Hijo amado, en quien me complazco’” (Mt. 3,16-17). “Y se oyó una voz que venía de los cielos”: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’” (Mc. 1,11; Lc. 3,22).

(2) En la Transfiguración: “…y de la nube salía una voz que decía: ‘Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.” (Mt. 17,5; Mc. 9,6; Lc. 9,35). Aunque Rose admite que las palabras pronunciadas en el Bautismo no significan necesariamente más de lo sugerido por el Antiguo Testamento, a saber, Hijo de Dios es igual a Mesías, no obstante, como las mismas palabras se usaron en ambas ocasiones, es probable que tuvieran el mismo significado en ambos casos. La Transfiguración tuvo lugar dentro de una semana después de la confesión de San Pedro; y las palabras se usaron con el significado con que los tres discípulos las entenderían. Y es probable que en el Bautismo sólo Cristo, y quizá el Bautista, las oyeran, de modo que no es necesario interpretarlas de acuerdo con las opiniones actuales de la multitud. Incluso un crítico tan prudente como el profesor anglicano Sanday escribe sobre este pasaje: “”Y si, en las ocasiones que se trata, el Espíritu de Dios le anunció proféticamente a los testigos elegidos, más o menos, una revelación expresada en parte en el idioma de las antiguos Escrituras, de ninguna manera se deduce que el significado de la revelación se limitó al significado de las antiguas Escrituras. Por el contrario, sería bastante probable que las viejas palabras estuvieran cargadas de un nuevo significado—que, de hecho la revelación… sin embargo, sería en esencia una nueva revelación…. Y podemos suponer que para su mente (de Cristo) el anuncio: Tú eres mi Hijo “significó no sólo todo lo que alguna vez significó para los videntes más ilustrados del pasado, sino, aún más, todo lo que la respuesta de su corazón le dijo que significaba en el presente… Pero es posible—y debemos estar justificados en el supuesto—no por medio de la afirmación dogmática, sino por medio de la creencia piadosa—en vista de la historia posterior y el progreso de la revelación posterior, que las palabras iban dirigidas a sugerir una nueva verdad, no dada a conocer hasta entonces, a saber, que el Hijo era Hijo de Dios no sólo en el sentido del rey mesiánico, o de una Persona Ideal, sino que la idea de la filiación se cumplió en Él de una manera aún más misteriosa y aún más esencial; es decir, que era el Hijo, no sólo en la revelación profética, sino en un hecho trascendente real antes de la fundación del mundo “(Hastings,” Dict. de la Biblia “).

Testimonio de Jesucristo

(1) Los Sinópticos: La clave de esto está en sus palabras después de la Resurrección: “Subo a mi Padre y vuestro Padre” (Juan 20,17). Él siempre hablaba de MI Padre, nunca de “nuestro” Padre. Le dijo a los discípulos: “Así entonces ustedes oren así: “Padre nuestro..”, etc. Él en todas partes hace la distinción más clara posible entre el modo en que Dios era su Padre y en el que Él es el Padre de todas las criaturas. Sus expresiones demuestran claramente que reclamaba ser de la misma naturaleza que Dios, y sus pretensiones a la filiación divina figuran muy claramente en los Evangelios Sinópticos, aunque no tan frecuentemente como en San Juan.

“¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi padre?” (Lc. 2,49); “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Y entonces les declararé: ‘¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt. 7,21-23). “Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos.” (Mt. 10,32). “En aquel tiempo, Jesús respondió: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.” (Mt. 11,25-30; Lc. 10,21-22). En la parábola de los viñadores homicidas se diferencia al Hijo de los demás mensajeros: “Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, diciendo: ‘A mi hijo le respetarán’. Pero aquellos labradores dijeron entre sí: ‘Éste es el heredero. Vamos, matémosle…” (Mc. 12,6-7). Compare Mt. 22,2, “El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo.” En Mateo 17,26 Él declara que, como Hijo de Dios, está exento de pagar el impuesto para el Templo. “El mismo David le llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?” (Mc. 12,37). Él es Señor de los ángeles. Él vendrá “sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Él enviará a sus ángeles…” (Mt. 24,30.31). Confesó delante de Caifás que Él es el Hijo del Dios bendito (Mc. 14,61-2). “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (Mt. 28,19-20).

Las reclamaciones de Jesucristo, según se establecen en los Evangelios Sinópticos, son tan grandes que Salmon está justificado al escribir (Introd. to New Test., p. 197): “Negamos que (las expresiones de Cristo en el Cuarto Evangelio) sean del todo inconsistentes con lo que se le atribuye a Él en los Evangelios Sinópticos. Por el contrario, la dignidad de la persona de Nuestro Salvador, y el deber de adherirse a él, están tan firmemente expuestos en los discursos que San Mateo pone en su boca como en ningún Evangelio posterior… Todos los evangelistas sinópticos concuerdan en representar a Jesús como el que persiste en su reclamación [de Juez Supremo] hasta el final, y que finalmente incurre en la condena por blasfemia de parte del sumo sacerdote y el Concilio judío. De ello se deduce que las reclamaciones que los Evangelios Sinópticos dicen que Nuestro Señor hacía para sí mismo son tan altas … que, si aceptamos que los Evangelios Sinópticos representan verdaderamente el carácter del lenguaje de nuestro Señor acerca de sí mismo, ciertamente no tenemos derecho a rechazar el relato de San Juan, debido a que pone un lenguaje muy exaltado sobre sí mismo en la boca de nuestro Señor.”

(2) El Evangelio según San Juan: No será necesario dar más que algunos pasajes del Evangelio según San Juan. “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace. Y le mostrará obras aún mayores que éstas, para que os asombréis. Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo para que todos honren al Hijo como honran al Padre.” (5,17.20-23). “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna, y que yo le resucite el último día” (6,40). “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti… Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (17,1.5).

(3) San Pablo: San Pablo en sus Epístolas, que fueron escritas mucho antes que la mayoría de nuestros Evangelios, enseña claramente la divinidad de Jesucristo, y que Él era el verdadero Hijo de Dios; y es importante recordar que sus enemigos los judaizantes nunca se atrevieron a atacar esta enseñanza, un hecho que prueba que no pudieron encontrar la más pequeña apariencia de una discrepancia entre sus doctrinas sobre este punto y la de los demás Apóstoles.

Bibliografía: LEPIN, Jésus Messie et Fils de Dieu (París, 1906); also Eng. tr. (Philadelphia); ROSE, Studies on the Gospels (Londres, 1903); SANDAY, Hist. Dict. Bible

Fuente: Aherne, Cornelius. “Son of God.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912.

http://www.newadvent.org/cathen/14142b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica