HIJOS

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Las personas en cuanto descienden de un padre y de una madre que los ha engendrado. Todos los seres humanos biológicamente son hijos de alguien. Pero el término alude a la dimensión más moral y antropológica de tener unos progenitores a quienes se conoce, se ama, se respeta y se reverencia por imperativo de la misma naturaleza. Para los cristianos es una referencia a la acción creadora de Dios, que quiso poblar la tierra de seres inteligentes y ordenó a los primero hombres, Adán y Eva, llenarán la tierra con sus descendientes.

Por eso en el doble sentido, activo y pasivo, la idea de filiación presupone resonancia de un plan divino relacionado con el amor humano y de una proyecto humano vinculado al plan divino. No basta la antropologí­a biológica para explicar la existencia de los hombres sobre el planeta tierra. Detrás de la Historia y de la Biologí­a late el misterio divino de un Ser Supremo que tiene también un explí­cito plan para explicar la existencia humana.

Además de esta idea de naturalidad, en la tradición cristiana se ha cultivado también una dimensión moral y espiritual. Quien hace de intermediación de la gracia es en cierto sentido padre y madre de quien la recibe. La ascética tradicional llama padres a los sacerdotes, a los directores de almas, a los fundadores de movimientos o grupos religiosos. En todos ellos hay un carácter de filiación que debe ser tenido en cuenta. Los padres son el eslabón querido por el Autor del mundo para que la tierra sea singular: el hogar de sus criaturas preferidas y superiores, que son los hombres. Merecen un respeto y sobre todo un amor por encima de la tendencia natural.

Aunque en los tiempos actuales, la cultura de la horizontalidad reemplaza a la tradicional actitud del respeto y veneración a los mayores, a lo jerárquico, no está de más que se recuerden con frecuencia los deberes de respeto, veneración, asistencia y acogida que merecen quienes por edad, sabidurí­a, dignidad o entrega apostólica son padres en la fe, o ejercen como tales. Es un criterio educativo que debe ser tenido en cuenta con prudencia y con flexible acomodación a las circunstancias y la variedad de los ambientes y tradiciones.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. educación, familia, infancia, juventud, matrimonio

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El hijo que nace es un don. Al don no se le rechaza, se le acoge con gozo. Esta sencilla consideración da lugar evidentemente a una abierta condena de las prácticas que rechazan, niegan o eliminan un don tan preciado como éste. El don nunca es un derecho, y se le acepta tal y como es. De ello se desprende que ciertas maneras de hablar de «derecho al hijo», como si se tratara de algo que nos es debido a la fuerza, corren el riesgo de hacer del niño una cosa, un objeto, y de no reconocerle ya propiamente como persona y como don. Asimismo, si el hijo es un don, tenemos que aceptarlo tal y como viene, sin predeterminarlo con modalidades que no respetan el significado humano del acto creativo. Esta argumentación podrí­a servirnos como punto de partida para ulteriores reflexiones crí­ticas sobre las distintas operaciones de manipulación genética, en las que no queremos ahondar aquí­, pero que actualmente son muy importantes para la moral familiar, social, civil y polí­tica.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

En hebreo y griego se utilizan varios términos con diferentes matices para referirse a la descendencia humana. El término hebreo común para niño (hijo) es yé·ledh. (Gé 21:8.) Emparentada con esta palabra está la voz yal·dáh, que se refiere a una †œjovencilla† o una †œniña†. (Joe 3:3; Gé 34:4; Zac 8:5.) Ambas palabras proceden de la raí­z ya·ládh, que significa †œproducir; alumbrar; dar a luz†. Otros dos vocablos hebreos para hijo (`oh·lél y `oh·lál) vienen del verbo raí­z `ul, que significa †œdar de mamar; lactar†. (1Sa 22:19; Jer 6:11; Gé 33:13.) El término hebreo usual para muchacho o joven es ná·`ar. (Gé 19:4; Jue 8:20.) Sin embargo, este término también se usa con referencia a niños pequeños, como Moisés cuando tení­a tres meses. (Ex 2:6; compárese con 2Sa 12:16.) La voz hebrea taf (niñitos; pequeñuelos) transmite la idea básica de andar †œcon pasos menudos†. (Gé 43:8; 45:19; Isa 3:16.) Entre los términos griegos se encuentran té·knon (hijo), te·kní­Â·on (hijito), thy·gá·ter (hija), pai·dí­Â·on (niñito) y ár·sen (hijo varón). (Mt 10:21; Jn 13:33; Mt 14:6; Mt 2:8; Rev 12:13.) La voz griega ne·pi·os se refiere a un pequeñuelo (1Co 13:11), y bré·fos, a una †œcriatura†. (Lu 1:41.)
Para que la raza humana se multiplicase, el Creador, Jehová, le dio la capacidad de engendrar hijos, quienes a su vez llegarí­an a ser adultos y con el tiempo también serí­an padres. El mandato de que se procrearan se encuentra en Génesis 1:28. Tener hijos siempre ha sido un deseo normal de la gente. Los israelitas de la antigüedad deseaban especialmente tener hijos varones. (Gé 4:1, 25; 29:32-35.) El salmista lo expresó así­: †œLos hijos [varones] son una herencia de parte de Jehová […]. Feliz es el hombre fí­sicamente capacitado que ha llenado su aljaba de ellos†. (Sl 127:3-5.) Ese interés se debí­a a la promesa de Dios de hacerlos una nación poderosa, y en especial a que abrigaban la esperanza de que uno de sus hijos resultara ser la †œdescendencia† por medio de la que vendrí­an las bendiciones de Dios a la humanidad, según se le prometió a Abrahán. (Gé 22:18; 28:14; 1Sa 1:5-11.) Al debido tiempo, el ángel Gabriel le anunció a Marí­a, una muchacha virgen de la tribu de Judá, que era †œaltamente favorecida†, y añadió: †œConcebirás en tu matriz y darás a luz un hijo, y has de ponerle por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altí­simo; y Jehová Dios le dará el trono de David su padre†. (Lu 1:28, 31, 32.) El tener muchos hijos se consideraba una bendición de Dios (Sl 127:3-5; 128:3-6), mientras que la esterilidad se veí­a como un oprobio. (Gé 30:23.)
En tiempos bí­blicos el nacimiento de un niño solí­a ser una ocasión más feliz que el nacimiento de una niña, aunque en el cí­rculo familiar los padres amaban igual a las hijas que a los hijos. Su preferencia por los varones se debí­a a que por medio de ellos se mantení­a el nombre y la lí­nea de descendencia familiar, y las posesiones hereditarias permanecí­an en la familia. (Nú 27:8.) La prioridad del varón se refleja también en el hecho de que el perí­odo de purificación según la Ley era el doble en caso del nacimiento de una hija. (Le 12:2-5.) Asimismo, el hijo primogénito pertenecí­a a Jehová y tení­a que ser redimido con un precio de redención. (Ex 13:12, 13; Nú 18:15, 16.)
Los nombres de las hijas no se registraban con tanta asiduidad como los de los hijos. (1Cr 2:34, 35.) Pero Jesús no hizo distinción entre varón y hembra. Sanó a la hija de una mujer fenicia y resucitó a la hija de Jairo cuando los afligidos padres de esta niña intercedieron. (Mt 15:22-28; Lu 8:41, 42, 49-56.)
Antiguamente, cuando una criatura nací­a, se la lavaba con agua y después se la frotaba con sal (Eze 16:4), para que la piel quedase seca, tersa y firme. Luego se envolví­a al bebé con pañales o bandas de tela bien ajustadas. (Job 38:9; Lu 2:12.) Las madres amamantaban a sus pequeños durante dos años y medio o tres, y a veces hasta más tiempo. En circunstancias especiales, como cuando la madre morí­a o no tení­a suficiente leche, se recurrí­a a nodrizas.
En tiempos antiguos los niños solí­an recibir el nombre cuando nací­an. A veces se lo daba el padre (Gé 5:29; 16:15; 21:3; 35:18) y otras, la madre (Gé 4:25; 29:32; 1Sa 1:20). Con el tiempo se pasó a dar nombre a los varones israelitas el dí­a de su circuncisión, a saber, el octavo dí­a. (Lu 1:59; 2:21.)
A menudo se identificaba o distinguí­a a los hombres por el nombre de su padre o de un antepasado más distante. Por ejemplo, a David se le llamó †œel hijo de Jes醝. (1Sa 22:7, 9.) Se solí­a unir la palabra hebrea ben o la aramea bar (hijo) al nombre del padre como prefijo, y así­ se formaba un apellido para el hijo, como en el caso de Bar-Jesús (significa †œHijo de Jesús†). (Hch 13:6.) Ciertas versiones dejan el prefijo sin traducir, otras lo traducen en la mayorí­a de los casos y algunas dan la traducción en el margen. También esos prefijos podí­an unirse al nombre debido a las circunstancias que rodeaban el nacimiento del niño, como Ben-ammí­, que significa †œHijo de Mi Pueblo [es decir, parientes]†, y no hijo de extranjeros; o Ben-oní­, que significa †œHijo de Mi Duelo†, y que fue el nombre que le dio a Benjamí­n su madre Raquel cuando ella estaba a punto de morir. (Gé 19:38; 35:18.) Aunque algunas veces el niño se llamaba igual que su padre, por lo general el nombre que se le daba tení­a que ver con las circunstancias que precedí­an o acompañaban al nacimiento, o estaba relacionado con el nombre de Jehová. Con el tiempo, ciertos nombres simplemente llegaron a ser tradicionales y no tení­an nada que ver con el significado original.
Las madres utilizaban diversos métodos para transportar a sus hijos pequeños. A veces se ataban el niño a la espalda o lo llevaban sobre los hombros. Por boca de Isaí­as, Jehová hace referencia a la costumbre de las madres de estrechar a sus hijos contra su seno, de subí­rselos a los hombros o apoyárselos al costado, justo por encima de la cadera. (Isa 49:22; 66:12.) Moisés también mencionó que se transportaba a los niños apoyados contra el seno. (Nú 11:12.)
A los hijos varones los atendí­a especialmente la madre hasta que tení­an unos cinco años. Como es natural, el padre tení­a la responsabilidad principal de enseñar al hijo las Escrituras desde su infancia con la ayuda de la madre. (Dt 6:7; Pr 1:8; Ef 6:4; 2Ti 3:15.) Según iban creciendo, el padre los educaba e instruí­a en la agricultura, la ganaderí­a o en algún oficio, como el de carpintero. José y David fueron pastorcillos. (Gé 37:2; 1Sa 16:11.)
Las niñas estaban bajo la custodia directa de la madre, aunque naturalmente seguí­an sujetas a la jurisdicción del padre. Mientras viví­an en casa, se les enseñaba a desempeñar las tareas domésticas, que les serí­an de gran valor para la vida adulta. Raquel era pastora. (Gé 29:6-9.) Las mujeres jóvenes trabajaban en los campos durante la siega (Rut 2:5-9), y la muchacha sulamita dice que sus hermanos la hicieron guardiana de las viñas. (Can 1:6.)
En la sociedad patriarcal a las hijas se les dieron ciertos derechos y responsabilidades, pero también se les impusieron limitaciones. Tení­an diversos quehaceres asignados. Las hijas de los sacerdotes podí­an comer de las porciones sacerdotales de los sacrificios. (Gé 24:16, 19, 20; 29:6-9; Le 10:14.) No era legal que un padre prostituyese a su hija, pero si se daba el caso de que la violasen, podí­a cobrar por el daño. (Ex 22:16, 17; Le 19:29; Dt 22:28, 29.) En ciertas ocasiones los padres ofrecieron sus hijas ví­rgenes a chusmas depravadas a fin de proteger a sus invitados. (Gé 19:6-8; Jue 19:22-24.) A veces las hijas recibí­an una herencia junto con sus hermanos, pero en el caso de las cinco hijas de Zelofehad, cuyo padre murió sin hijos varones, recibieron la herencia completa de sus antepasados, aunque con la condición de que se casaran con hijos de Manasés para que la herencia quedara dentro de la misma tribu. (Nú 36:1-12; Jos 15:19; Job 42:15.)
En Israel los niños pequeños también disfrutaban de esparcimiento y diversiones. Jesús hizo referencia a los niños que jugaban en la plaza del mercado imitando las actividades que habí­an visto realizar a los mayores. (Mt 11:16, 17; Zac 8:5.)
Los jóvenes israelitas bien educados se acordaban de su Creador en los dí­as de su mocedad, y algunos incluso fueron ministros suyos. Siendo Samuel un niño, se le usó para ministrar a Jehová en el tabernáculo. (1Sa 2:11.) Con solo doce años de edad, Jesús estaba muy interesado en el servicio de su Padre e intentaba aprender todo lo posible hablando con los maestros en el templo. (Lu 2:41-49.) Una niñita hebrea que tení­a gran fe en Jehová y en su profeta Eliseo fue la responsable de que Naamán se dirigiese a Eliseo para curarse de la lepra. (2Re 5:2, 3.) En el Salmo 148:12, 13, tanto los muchachos como las muchachas reciben el mandato de alabar a Jehová. Debido a la enseñanza bí­blica que habí­an recibido, cuando unos muchachos vieron a Jesús en el templo, clamaron diciendo: †œÂ¡Salva, rogamos, al Hijo de David!†, y Jesús los aprobó. (Mt 21:15, 16.)
Los padres eran los responsables de la educación y preparación de sus hijos. Debí­an darles instrucción y guí­a tanto de palabra como con el ejemplo. El programa educativo era el siguiente: 1) Se les enseñaba a temer a Jehová. (Sl 34:11; Pr 9:10.) 2) Se exhortaba al niño a honrar a su padre y a su madre. (Ex 20:12; Le 19:3; Dt 27:16.) 3) Se inculcaba con diligencia en su mente enseñable la disciplina o instrucción de la Ley, sus mandamientos y doctrinas, y se les educaba en las actividades de Jehová y sus verdades reveladas. (Dt 4:5, 9; 6:7-21; Sl 78:5.) 4) Se les recalcaba el respeto a las personas mayores. (Le 19:32.) 5) Se grababa en su mente de manera indeleble la importancia de obedecer. (Pr 4:1; 19:20; 23:22-25.) 6) Se daba mucha importancia a la preparación práctica para la vida adulta. Las muchachas aprendí­an las labores del hogar, y los muchachos aprendí­an el oficio de su padre o quizás algún otro. 7) Se enseñaba a los niños a leer y escribir.
Después del exilio en Babilonia, hubo sinagogas en la mayorí­a de las ciudades, y con el tiempo los maestros instruyeron allí­ a los muchachos. Los padres también instruí­an a sus hijos cuando iban a las asambleas que se celebraban con el propósito de adorar y alabar a Jehová. (Dt 31:12, 13; Ne 12:43.) Los padres de Jesús lo habí­an llevado a Jerusalén para la Pascua. En el viaje de regreso lo echaron de menos y luego lo hallaron en el templo, †œsentado en medio de los maestros, y escuchándoles e interrogándolos†. (Lu 2:41-50; véase EDUCACIí“N.)
Si se daba el caso de que un hijo se volví­a un rebelde incorregible después de haber recibido suficientes advertencias y la disciplina necesaria, se tomaba una medida más drástica. Se llevaba al hijo ante los ancianos de la ciudad, y después que los padres atestiguaban que era irreformable, se le condenaba a la pena capital por lapidación. Es obvio que no se trataba de un niñito, sino de un hijo ya crecido, pues las Escrituras dicen que era †œglotón y borracho†. (Dt 21:18-21.) Se daba muerte al que herí­a a su padre o a su madre, o invocaba el mal contra sus padres. La razón para tomar esas medidas tan rigurosas era que la nación debí­a eliminar lo que era malo de en medio de ellos, y de esta manera †œtodo Israel [oirí­a] y verdaderamente [llegarí­a] a tener miedo†. Por consiguiente, por medio del castigo que se infligí­a a tales ofensores, se restringí­a en gran manera cualquier tendencia que hubiese en la nación hacia la delincuencia juvenil o la falta de respeto a la autoridad de los padres. (Ex 21:15, 17; Mt 15:4; Mr 7:10.)
Un grupo de muchachos mostró gran falta de respeto a Eliseo, el profeta nombrado de Dios, cuando se burlaron de él diciéndole: †œÂ¡Sube, calvo! ¡Sube, calvo!†. Querí­an que Eliseo, que llevaba la conocida prenda de vestir de Elí­as, siguiera subiendo hacia Betel, o que se fuera de la Tierra, como suponí­an que habí­a hecho Elí­as. (2Re 2:11.) No lo querí­an por allí­. Finalmente, Eliseo se volvió e invocó el mal contra ellos en el nombre de Jehová. †œEntonces dos osas salieron del bosque y se pusieron a despedazar a cuarenta y dos niños del número de ellos.† (2Re 2:23, 24.)
Jesús profetizó que los hijos se levantarí­an contra sus padres y los padres contra los hijos debido a la posición que adoptarí­an como seguidores suyos. (Mt 10:21; Mr 13:12.) El apóstol Pablo predijo que entre los problemas importantes que caracterizarí­an †œlos últimos dí­as† estarí­an los hijos desobedientes a los padres y la ausencia de cariño natural. (2Ti 3:1-3.)
Cuando el apóstol Pablo mencionó los requisitos para los ancianos y siervos ministeriales de la congregación cristiana, especificó que los hombres seleccionados para esos puestos de responsabilidad deberí­an tener †œhijos creyentes no acusados de disolución, ni ingobernables†, y que tendrí­an que estar en sujeción con toda seriedad, pues dice: †œSi de veras no sabe algún hombre presidir su propia casa, ¿cómo cuidará de la congregación de Dios?†. (Tit 1:6; 1Ti 3:4, 5, 12.)

Autoridad de los padres. La autoridad de los padres, en particular la del padre, era bastante amplia. Mientras el padre viví­a y era capaz de dirigir su casa, los hijos debí­an estar en sujeción a él. Sin embargo, cuando un hijo formaba su propio hogar independiente, entonces llegaba a ser el cabeza de su casa. Un padre podí­a vender a sus hijos como esclavos por un tiempo (aunque no venderí­a a una hija a un extranjero) para pagar sus deudas, o quizás darlos como fianza. (Ex 21:7-10; 2Re 4:1; Ne 5:2-5; Mt 18:25.) La autoridad del padre sobre la hija era tal que hasta podí­a anular un voto que ella hubiera hecho. Sin embargo, no tení­a autoridad para impedir que adorara a Jehová u obedeciera sus mandamientos, pues el padre era un miembro de la nación de Israel, de modo que estaba dedicado a Dios y debí­a cumplir la Ley. (Nú 30:3-5, 16.) Una hija era propiedad de su padre hasta que la casaba. (Jos 15:16, 17; 1Sa 18:17, 19, 27.) Los padres escogí­an el cónyuge para sus hijos y tramitaban el matrimonio. (Gé 21:21; 24:2-4; 28:1, 2; Ex 21:8-11; Jue 14:1-3.) Si más tarde la hija enviudaba o se divorciaba, podí­a volver a la casa de su padre y pertenecerle de nuevo. (Gé 38:11; Le 23:13.)
Los derechos hereditarios se transmití­an por medio del padre. Si nací­an gemelos, se esforzaban concienzudamente por identificar al hijo que nací­a primero (Gé 38:28), pues el primogénito recibí­a una porción doble de la herencia de su padre. (Dt 21:17; Gé 25:1-6.) Cuando el padre morí­a, se distribuí­a la herencia, y el hijo mayor solí­a asumir la jefatura de la casa y la responsabilidad de sustentar a las mujeres de la familia. Al hijo que nací­a de un matrimonio de levirato se le criaba como si fuese hijo del difunto, y heredaba su propiedad. (Dt 25:6; Rut 4:10, 17.)

Usos figurados. La palabra hebrea ben y la griega hui·ós, que significan †œhijo†, se suelen utilizar en un sentido más amplio que simplemente para designar la prole masculina inmediata de alguien. El término †œhijo† puede significar: hijo adoptivo (Ex 2:10; Jn 1:45), un descendiente, como un nieto o un bisnieto (Ex 1:7; 2Cr 35:14; Jer 35:16; Mt 12:23), o un yerno. (Compárese 1Cr 3:17 con Lu 3:27 [Sealtiel por lo visto era hijo de Jeconí­as y yerno de Nerí­]; Lu 3:23 dice: †œJosé, hijo de Helí­†, por lo visto en el sentido de yerno [en esta frase hui·ós, †œhijo†, no aparece en el texto griego, pero se sobrentiende].)
El término †œhija† se aplicaba también a otros parentescos. Por ejemplo, en ciertas circunstancias se referí­a a: una hermana (Gé 34:8, 17), una hija adoptiva (Est 2:7, 15), una nuera (Jue 12:9; Rut 1:11-13), una nieta (1Re 15:2, 10, donde la palabra hebrea para hija, bath, se traduce †œnieta† en NM y en las notas de EMN; Mod; Str y Val, 1989; véase 2Cr 13:1, 2) y una descendiente. (Gé 5:4; 27:46; Lu 1:5; 13:16.)
Aparte de emplearse para designar estos parentescos directos, el término †œhija† también se aplicaba a las mujeres en general (Gé 6:2, 4; 30:13; Pr 31:29); las mujeres de un paí­s, un pueblo o una ciudad en particular (Gé 24:37; Jue 11:40; 21:21), y las adoradoras de dioses falsos (Mal 2:11). Las personas que ocupaban un puesto de autoridad o que simplemente eran mayores solí­an utilizar el término †œhija† como una forma amable de tratamiento a una mujer más joven. (Rut 3:10, 11; Mr 5:34.) Algunos derivados de la palabra hebrea bath se traducen también por †œramas† de un árbol (Gé 49:22) y †œpueblos dependientes† de una ciudad mayor. (Nú 21:25; Jos 17:11; Jer 49:2.) El término para †œhija†, con sus muchos sentidos, aparece más de 600 veces en la Biblia.
La palabra †œhijos† se utiliza con frecuencia con un propósito descriptivo, como en el caso de: †œorientales† (literalmente, †œhijos del Este†; 1Re 4:30 y Job 1:3, nota); †œungidos† (literalmente, †œhijos del aceite†; Zac 4:14, nota); miembros (†œhijos†) de ciertos grupos dedicados a una labor, como †œhijos de los profetas† (1Re 20:35) o †œmiembro [†œhijo†] de los mezcladores de ungüentos† (Ne 3:8); los desterrados que regresaron (†œlos hijos del Exilio†; Esd 10:7, 16, nota); †˜hombres que no serví­an para nada†™, villanos (†œhijos de belial†; Jue 19:22, nota). A los que siguen cierto proceder o conducta, o a los que manifiestan una determinada caracterí­stica, se les designa por expresiones como: †œhijos del Altí­simo†, †œhijos de la luz e hijos del dí­a†, †œhijos del reino†, †œhijos del inicuo†, †œhijo del Diablo†, †œhijos de la desobediencia†. (Lu 6:35; 1Te 5:5; Mt 13:38; Hch 13:10; Ef 2:2.) De igual manera, para referirse al juicio o resultado que corresponde a cierta caracterí­stica, se utilizan expresiones como: †œmerecedor del Gehena† (literalmente, †œhijo del Gehena†) y †œel hijo de destrucción†. (Mt 23:15; Jn 17:12; 2Te 2:3.) Isaí­as, que predijo el castigo que Dios darí­a a Israel, llamó a la nación †œmis trillados y el hijo de mi era†. (Isa 21:10.)
Los ángeles creados por Dios también son hijos suyos. (Job 1:6; 38:7.) Adán, como creación de Dios, fue un hijo suyo. (Lu 3:38.) A los jueces y gobernantes de Israel contra quienes vino la palabra de Dios se les llamó †œhijos del Altí­simo†, seguramente debido a que representaban la gobernación divina en Israel, aunque se habí­an hecho transgresores de la Ley. (Sl 82:6.) A aquellos a quienes Dios escoge para ser coherederos con su Hijo Jesucristo también se les llama †œhijos de Dios†. (Ro 8:14-17.)
A los descendientes de Israel se les llama †œhijos en la carne†, e Isaí­as los denomina †œhijos de la transgresión†, debido a sus caminos rebeldes contra Jehová. (Ro 9:8; Isa 57:4.) En los dí­as de los apóstoles se llamó a ciertas personas inicuas †œhijos malditos† e †œhijos del Diablo†. (2Pe 2:14; 1Jn 3:10.) Por el contrario, a aquellos que ejercen fe en Cristo y son engendrados por espí­ritu se les llama †œhijos de Dios†. (Jn 1:12; Ro 8:16.) A los discí­pulos se les llama con frecuencia hijos. (Jn 13:33; Heb 2:13.)
Se dice que los que van a recibir una resurrección de entre los muertos son †œhijos de la resurrección† (Lu 20:36); los coherederos con Cristo son †œhijos de la promesa† (Ro 9:8) o hijos †œde la mujer libre† (Gál 4:31). Todos los que desean obtener vida en el Reino de los cielos tienen que desplegar humildad, receptividad y confianza, cualidades caracterí­sticas de los niños. (Mt 18:2-4.) A los hombres y las mujeres que se esfuerzan por obedecer a Dios manifestando la luz de la verdad en su vida se les llama †œhijos obedientes† e †œhijos de la luz†. (1Pe 1:14; Ef 5:8.)
Pablo aconsejó a los corintios como a hijos, diciéndoles que se †˜ensancharan†™ en tiernos cariños; con anterioridad los habí­a animado a que no se hicieran niñitos en sus facultades de entendimiento. (2Co 6:13; 1Co 14:20.)

Fuente: Diccionario de la Biblia