HIJOS DE DIOS

Hijos de Dios (heb. benê hâ’Elôhîm; gr. tékna Theóu). No hay razón para suponer que la expresión de Gen 6:2 se refiera a otros seres que no sean seres humanos, como algunos han propuesto, aunque la expresión fuera interpretada así­ en tiempos del cristianismo. La Biblia no menciona en parte alguna a deidades mí­ticas que tuvieran relaciones sexuales con seres humanos, una idea que se encontraba en varias religiones paganas antiguas. El contexto (cps 5 y 6) trata exclusivamente de seres humanos, y claramente implica que los “hijos de Dios” eran simplemente seres temerosos de Dios que descendí­an de Adán (cuya genealogí­a se da en el cp 5), y que las “hijas de los hombres” eran jovencitas mundanas de familias que Dios no habí­a honrado. La declaración del cp 6:2 y 3 tiene como trasfondo la del v 5: “La maldad de los hombres era mucha en la tierra”, en la época previa al diluvio. (En Job 1:6, 2:1 y 38:7 la expresión se refiere a seres sobrenaturales, evidentemente ángeles.) La designación de “hijos de Dios” para quienes se someten a ser transformados a la semejanza del carácter perfecto del Señor, es la contraparte del calificativo “Padre”, un término aplicado a Dios a lo largo de las Escrituras. Nacidos de Dios (Jam 1:18) y “renacidHos_ por la palabra de Dios” (1Pe 1:23), han recibido a Cristo, han creí­do en su nombre (Joh 1:11, 12) y han experimentado el nuevo nacimiento (3:3-8). Por la mediación del Espí­ritu de Dios que mora en ellos, han llegado a ser participantes de la naturaleza divina (6:48-51; cf 15:4. 5; 2Pe 1:3, 4) y se asemejan a él en carácter (1 Joh 3:9 ; 4:7; 5:1). Esta semejanza todaví­a no es perfecta (Phi 3:12-16), pero se completará en la venida del Señor Jesús en gloria (1 Joh 3:2, 3). Su amor abarca a toda la humanidad (Joh 3:16; cf Mat 5: 45), pero en un sentido especial él es solí­cito con los intereses y las necesidades de sus hijos e hijas adoptados, quienes lo reconocen como Padre (véase Mat 6:25-34; Rom 8:15; Gá. 4:6).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Expresión utilizada en las Escrituras con los siguientes sentidos:

a) Con referencia a una criatura de Dios. Los ángeles son llamados así­ en el libro de Job, incluyendo entre ellos a Satanás (†œUn dí­a vinieron a presentarse delante de Jehová los h. de D., entre los cuales vino también Satanás† [Job 1:6; Job 2:1; Job 38:7]). En el caso de lo descrito en Gen 6:1-2 (†œ… viendo los h. de D. que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí­ mujeres), la tradición judí­a siempre ha interpretado que se trataba de ángeles. Pero otras opiniones se han ofrecido, una de las cuales dice que esa porción se refiere a hombres fieles o piadosos (la lí­nea de los descendientes de Set) que celebraron matrimonios con mujeres que no lo eran. No se ha logrado una interpretación que todos acepten. También Adán es llamado h. de D. en Luc 3:38.
) Los que son engendrados por Dios, según el NT, participan de su naturaleza. Son †œmiembros de la familia de Dios† (Efe 2:19). Para ello hay que nacer dentro de ella, lo que se produce por el nuevo nacimiento (†œ… siendo renacidos … por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre† [1Pe 1:23; Jua 3:3-8]). Esta es una obra que hace Dios (†œh. de D.; los cuales no son engendrados de sangre … sino de Dios† [Jua 1:12-13]). Se llama también a este proceso la †¢adopción (†œ… a fin de que recibiésemos la adopción de hijos† [Gal 4:5]), que se realiza por el Espí­ritu Santo, llamado por eso †œel espí­ritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!† (Rom 8:15). †œTodo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado† y necesariamente ama a los otros que tienen el mismo Padre, esto es, sus hermanos (1Jn 3:9-10).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

(v. filiación divina participada)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO:
I. Hijos de Dios Padre en una sociedad sin padre:
1. La critica psicoanalí­tica;
2. La critica marxista:
3. La critica de rebelión individualista
II. El Dios revelado: Padre diverso de hijos diversos
III. La revelación del Padre en la historia de los hijos:
1. El AT:
2. El NT:
a) Terminologí­a y dato,
b) Significado e importancia;
3. Tradición y teologí­a.

IV. Hijos de Dios hoy:
1. Filiación divina a la luz de Jesucristo:
2. Jesucristo es la salvación;
3. Salvación: liberación y divinización:
a) La salvación como liberación-victoria sobre la muerte, sobre el pecado y sobre todo aquello que impide al hombre lograr su plenitud humana,
b) La salvación como “glorificación” y divinización del hombre
V. Conclusión.

Hijos de Dios Padre en una sociedad sin padre

Evocar hoy en dí­a la figura paterna, ya como simple evocación, verbal, plantea notables problemas. La critica del padre como figura sociológica tí­pica de un mundo en ví­as de extinción es algo muy extendido e indiscutiblemente prevaleciente. Por eso resulta evidente el malestar espontáneo que se apodera también de quien hace teologí­a cuando debe afrontar el tema de la “filiación”, en clara correspondencia con el de paternidad. El hecho de que de algún modo nos encaminamos “hacia una sociedad sin padre”1 hace más difí­cil y problemático hablar también de Dios como padre y del hombre como “hijo” de este padre. El recelo hacia toda clase de dependencia, en todos los ámbitos de la realidad, ha repercutido, en efecto, con notable impacto también en el campo religioso y ha hallado motivaciones originales y ecos notables en las mismas formas -diversas- de rechazo de la religión en general y del cristianismo en particular. De ahí­ que antes de afrontar de modo positivo el tema de la “filiación” divina, convenga tener en cuenta las crí­ticas a la paternidad divina o a Dios visto bajo el aspecto paterno y, por consiguiente, al hombre visto como hijo de Dios, propias de tantas formas de cultura actuales. Me parece oportuno recordar al menos tres formas de esta reacción critica a la idea y a la realidad del padre, que tanto han influido en el contexto religioso. Estas tres formas están ligadas a tres grandes acontecimientos humanos y culturales de dimensión mundial, que tienen en común con otras formas de pensamiento y de acción el componente antiautoritario. Son, al menos, tres grandes revoluciones, y profundas: la psicoanalí­tica (especialmente después de Freud), la proletaria (después de Marx) y la individual existencial (particularmente después de Nietzsche). No son sólo tres hechos del pasado o de una minorí­a intelectual elitista, ya que marcan por sí­ mismos el presente y el futuro del hombre y, por lo tanto, también de nuestra fe. Forma común de estas tres grandes reacciones culturales frente a la realidad misma de la paternidad y al valor humano de la idea de padre (y. por consiguiente, de estas tres negaciones aparentemente radicales de toda “religión del padre” y en particular de esa religión que es el cristianismo) es la afirmación central de que el hombre, al instaurar la idea y la realidad de padre, reniega, traiciona, envilece y se anula a sí­ mismo.

1. LA CRíTICA PSICOANALíTICA – En la investigación de le realidad profunda de la psique humana, el rechazo del padre se delinea como uno de los componerles esenciales de la evolución del hombre hacia la verdadera madurez, que implica la eliminación de los dos grandes pesos que le impiden a este último ser verdaderamente él mismo: la ilusión y la culpa. S. Freud (1858-1939) creyó poder individuar en el culto de un padre omnipotente absolutamente providente y protector la esencia auténtica de la religión. Desdeñosamente sarcástico hacia las formas filosóficas y abstractamente intelectuales de religión -en cuanto decididamente impersonales y, por ende, inhumanas- y hacia las formas sentimentales y mí­sticas -reductibles al sentimiento narcisista-, Freud está seguro de que la religión es culto de la divinidad como padre, producto del deseo ilusorio de omnipotencia protectora y del sentido de culpa originado por el complejo edí­pico, es decir, por la conciencia de tener siempre alguna cosa que nos deban perdonar. El sentido frustrarte del fracaso del deseo y la conciencia culpable del asesinato del padre originario llevan a la veneración total de un padre que ofrezca al par el cumplimiento del deseo y, en la obediencia autopunitiva de su ley, la liberación expiadora de la culpa de la rebelión. Al fin y al cabo, la religión, culto y nostalgia del padre que satisface el deseo y acepta la ofrenda expiadora, es una ilusión, y la renuncia al padre será la lúcida toma de conciencia de la realidad necesaria y realistamente reconocida como dominada por la “ananke”, es decir, por el destino inevitable de la realidad mundana, que marca el fin de toda ilusión y de toda culpa, esto es, de toda posible religión, momento necesario, pero caduco, del camino de la civilización 2.

2. LA CRíTICA MARXISTA – En la misma atmósfera cultural, al menos relativamente a la explicación de la religión, se habí­a movido ya Feuerbach (1804-1872), que habí­a sometido la religión al proceso critico de la cultura y habí­a creí­do poder reducir la génesis de la religión a la experiencia frustrante del limite y de la defectuosidad humana, que lleva al hombre a proyectar el insuprimible deseo de perfección, de potencia y de dominio en una esfera ilusoriamente superior y a construirse una realidad trascendente y superior, en que se concretan, convertidos en otros diversos de él, es decir. “alienados”, todos sus deseos irrealizados. Partiendo de esta critica, se movieron también K. Marx (1818-1883) y F. Engels (1820-1895), pasando, empero, del contexto metafí­sico y psicológico de Feuerbach a un contexto en el que el origen de la ilusión-alienación ya no está en el campo de las exigencias de absoluto o de los sentimientos del espí­ritu humano, sino exclusivamente en las estructuras económico-sociales en que se desenvuelve la existencia humana. La religión del Padre celestial, en último análisis, y con el carácter genérico de una reducción necesariamente esquemática y, por ende, parcialmente injusta, es para Marx y para el pensamiento marxista en general la suprema consagración-alienante y a la vez la ineficaz y desesperada protesta (“opio del pueblo”) contra la realidad bien concreta del opresor y del amo terreno. De hecho, la religión del padre ilusorio es necesariamente conservadora y enemiga de la liberación del hombre, ya que inevitablemente se presta a la consagración religiosa y a la bendición de la realidad opresora de todos esos pequeños padres reales, en el ámbito de la familia y de la sociedad, que son los que oprimen al hombre concreto, al proletario expropiado de su misma naturaleza humana. “Toda religión no es otra cosa que el fantástico reflejo en la cabeza de los hombres de aquellas potencias externas que dominan su existencia cotidiana, reflejo en el cual las potencias terrenas asumen la forma de potencias supraterrenas” 3. La fe en Dios-Padre, por tanto, y la pretensión de hablar del hombre como hijo de Dios se opone a la exigencia de construcción de un mundo humano, de liberación de la humanidad oprimida, de verdadera humanización del hombre.

3. LA CRíTICA DE REBELIí“N INDIVIDUALISTA
Una tercera gran lí­nea cultural, que marca automáticamente con valor negativo cualquier referencia a paternidad divina y filiación humana, como eco de una desconfianza hacia toda dependencia en general, es la linea existencial individualista, que tiene en F. Nietzsche (1844-1900) a su renovador y en el existencialismo ateo, en general, el canal de influencia más consistente en la cultura contemporánea. También para Nietzsche las razones del rechazo del padre, y de Dios visto como padre, son eco de otras propias de autores como Hegel, Heine, Feuerbach mismo y B. Bauer. También para él Dios es el producto ilusorio de una vana proyección de los deseos humanos; pero en él el aspecto decisivo es el de la rebelión del hombre contra toda fuerza que le domine y trate de limitarlo. Desde su precocí­sima juventud, en su pensamiento y en sus escritos emerge la instancia prometeica 5. Para liberarse de toda tutela, el hombre debe rechazar el poder de Dios Padre; ello equivaldrá a matarlo y a poder anunciar, finalmente, su muerte. Esta es la condición de la libertad; porque la fe en Dios Padre es “ilusión” y “mentira” real, la raí­z de todo lo que oprime, debilita, arruina y deteriora a la humanidad digna de este nombre. En la huella de Nietzsche se puede colocar toda la larguí­sima serie de negaciones de Dios visto como padre-patrón hostil y rival de la felicidad, de la libertad y de que el hombre sea él mismo.

II. El Dios revelado: Padre diverso de hijos diversos

Psicoanálisis, marxismo, individualismo existencialista son tres grandes filones culturales que han impregnado de sí­, de sus análisis, de sus apriori, de sus conquistas, de sus errores y de sus méritos reales a toda la sociedad occidental contemporánea, y que han suscitado el recelo hacia toda forma de autoridad en que se recurra a la imagen, a la terminologí­a y a la idea del padre. Este recelo es lo que ha impuesto la presente introducción antes de afrontar positivamente la realidad de la filiación divina afirmada en la fe y en la teologí­a cristiana y que nos aprestamos a examinar. En efecto, si paternidad fuese sólo sinónimo de ilusión regresiva e infantil, de complejo insuperado de culpas imaginarias, de alienación que expropia al hombre de su dignidad y lo convierte en dócil instrumento de amos terrenos bien precisos, entonces serí­a blasfemo hablar de Dios como Padre. Si filiación fuera sinónimo de dependencia servil, de ineptitud cobarde, de rechazo de la libertad y del gusto creador de la fantasí­a y de la vida, de obediencia ciega a las fuerzas de la injusticia y de la opresión, entonces serí­a absurdo autoaniquilamiento llamarse hijos, y más aún hijos de Dios. La tarea que nos incumbe es la de demostrar que, aun puestos en guardia por Freud, Marx, Nietzsche, Sartre y todas las fallidas experiencias de tantos padres verdaderos y falsos, naturales y artificiales, dichos sacros y profanos, podemos llamarnos con todo derecho, y ser, hijos de un Dios que es verdaderamente Padre. Se tratarí­a de intentar, aun sin poder demostrar aquí­ exhaustivamente una tesis tan comprometida como ésta y antes de afrontar directamente los contenidos de la revelación cristiana, una reflexión para reivindicar verdadera originalidad al nombre que la fe cristiana da al Dios revelado en Jesucristo cuando lo llama Padre.

Está fuera de discusión que la paternidad atribuida a la divinidad o a las divinidades aparece como constitutivo universal de casi todas las religiones y que el nombre de padre es atribuido con sentido sacralizado en un número elevadí­simo de culturas antiguas muy anteriores a la cultura y a la revelación judeo-cristiana. Es también clarí­simo que con una investigación puramente filosófica no se podrí­a verdaderamente hablar con seriedad de paternidad divina, ya que en el ámbito filosófico podemos pretender a lo sumo establecer la afirmación de una divinidad sin nombre. Por consiguiente, el uso del nombre padre podrí­a justificarse sólo en clave religiosa; pero en este preciso punto reaparecerí­a la crí­tica radical antedicha, y el tema mismo de la paternidad caerí­a bajo los golpes de recelo a que nos hemos referido (psicoanálisis, marxismo, individualismo humaní­stico ateo). Esta es la razón por la que incluso conocidos autores cristianos han propuesto seriamente renunciar al “padre”, precisamente para derribar las horcas caudinas de ilusión-culpa-alienación-esclavitud, siempre latentes en la idea misma del padre.

Sin embargo, con algunas precauciones y observaciones, creemos tener todaví­a derecho a llamar a nuestro Dios con el nombre de padre y, por tanto, a llamarnos nosotros hijos de Dios. Ante todo, para la fe no es el hombre el que da nombre a Dios, sino que Dios se lo da a sí­ mismo, sin que sea en absoluto coesencial con la simbologí­a religiosa originaria, en la lí­nea de una explicación del origen del mundo y del hombre por una descendencia casi biológica. Es decir, el lugar del ejercicio de esta paternidad no es el origen del mundo. sino la historia, y este nombre no es fruto espontáneo del espí­ritu religioso de Israel, que lo usa poquí­simo, sino sugerancia explí­cita del mismo Dios: “Los israelitas no dan sino raramente el tí­tulo de padre a Yahvé cuando se dirigen a él, y, asimismo, rara vez se designan como hijos de Yahvé. Es más bien Dios quien se designa a sí­ mismo como padre el llamar a los israelitas sus hijos. Esto cortó por lo sano toda mí­stica fundada en un lazo de paternidad fí­sica entre Dios y el hombre. También en el NT el nombre de padre indica siempre una presencia dialogal e inmanente en la vida del hombre concreto. Luego el nombre de padre, referido por el hombre a Dios, no es ni pretensión de identificar en sentido pleno y absoluto la intimidad misma de Dios, ni representación simbólico-ilusoria, sobre la cual se echarí­a la crí­tica del susodicho recelo, ni afirmación de ví­nculo fí­sico generativo. El nombre sirve sólo para indicar la actitud de Dios frente al hombre, que dialoga históricamente con él, que se revela presente y, no obstante, expresa un sentido preciso que no remite a otro. La denominación padre, cuando la usa el hombre a la luz de la revelación, es asentimiento al acto real con que Dios mismo se hace padre suyo; no es más que eco del nombre que Dios se ha dado a sí­ mismo, y funda de manera decididamente indemostrable, en el orden de la experiencia dialógico-vital, la verdad misma de la autonominación de Dios.

Sólo así­, pensamos, las crí­ticas a la paternidad no afectan verdaderamente a la autorrevelación del padre. Esta no se puede colocar en el plano del sentimiento vagamente “religioso”, visto justamente con recelo por toda la cultura contemporánea; ni tampoco puede ser objeto de una demostración filosófico-racional, que harí­a del hombre el ser que da nombre a Dios y, por ende, se adueña de él y lo somete a su poder. En el origen de la paternidad divina, dentro de la acepción propia de la fe judeo-cristiana, no se postula esencialmente el deseo ilusorio alienante de liquidar las frustraciones de las diversas paternidades siempre insuficientes basándolas en ella, ni el esfuerzo apologético que la funda en la razón divinizada. En el origen de nuestro ser de hijos y de que llamamos a Dios padre está la realidad gratuita e inaudita de la instauración salví­fica, la constatación histórica de un hecho real, la existencia concreta de un pueblo que es constituido hijo en la realidad de un diálogo histórico, cuya iniciativa es totalmente divina, no postulada por el sentimiento (ilusión-deseo-alienación), no demostrada como necesaria por la razón, pero aceptada en la historia por la respuesta dialogal del intercambio del pacto. La verdadera razón de la denominación de padre es una declaración de identidad formulada por Dios y acogida por el hombre. No es el hombre el que da el nombre a Dios (lo cual significarí­a que tiene poder sobre él o equivaldrí­a a construirlo sobre la base de su frustración alienante), sino que es el hombre el que recibe de Dios el nombre mismo de Dios. Por eso él puede aceptar que nos dirijamos a él con el nombre con que él mismo se ha revelado.

No tiene sentido, en este punto, preguntarse si Dios podí­a revelarse de otro modo, o si debí­a necesariamente revelarse; la paternidad es por excelencia un dato no filosófico, que no puede colocarse en el plano de las esencias, regulado por leyes internas estructurales; transportarla a este plano serí­a como someter a Dios a las leyes de nuestra razón, hacer de él un í­dolo disponible para los más diversos usos y consumos. Por otra parte, también la paternidad natural tiene su origen en la í­ndole concreta del acontecimiento; le llega al hombre en el puro dato de la exterioridad de un diálogo, que es el hecho primordial que se impone con la fuerza invencible de la evidencia real.

III. La revelación del Padre en la historia de los hijos
Si intentamos recorrer, aunque sumariamente, las páginas de la revelación judeo-cristiana, nos encontramos realmente ante una primera constatación que conforta y confirma cuanto hemos expuesto.

1. EL AT – Una primera reflexión se impone con la fuerza de las realidades constatadas: en las páginas del AT, Dios es llamado padre sólo con extrema circunspección; ello es tanto más sorprendente cuanto que en las religiones de los pueblos circundantes el apelativo de padre se le da con mucha frecuencia a la divinidad. La paternidad de Yahvé se halla en el AT en forma cuantitativamente relativa y jamás prevaleciente; además, siempre en un contexto que no se puede entender en el sentido obvio de progenitor, presente masiva y universalmente en las mitologí­as religiosas desde la antigüedad. El término “padre”, aplicado a Dios, está exclusivamente en el contexto de la elección, de la alianza y de la salvación histórica, no del origen del cosmos o de la generación de la humanidad. Esto hace que Dios sea llamado padre en sentido exclusivamente metafórico y sin particular insistencia. La relación que media entre Yahvé y el pueblo se expresa también con otros muchos términos de carácter metafórico al menos con la misma insistencia e importancia que el término “padre”: Yahvé es “rey” de su pueblo, es “esposo” de Israel, es el “esposo prometido” de su juventud, es “pastor” de Israel. En el mismo plano es también padre de Israel. Sólo más tarde, y con claro influjo helení­stico, la imagen padre-hijo es individualizada y pasa de la indicación del pueblo a la de la persona particular. En un contexto de este género es evidente que la filiación es exclusiva de Israel y el nombre mismo es sinónimo de “hijo” o de “hija”, a los que corresponde la herencia del padre (Jer 3).

En suma, Israel adopta una actitud muy reservada con relación a la paternidad de Dios y a su propia filiación. Yahvé es un Dios único; no tiene hijos ni hijas, como en la religión cananea; es llamado padre sólo porque se ocupa de Israel, lo llama, lo libera, lo acompaña en su camino, sin ninguna implicación de cosmogoní­as o de genealogí­as divinas, propias de las religiones mitológicas contemporáneas. Por eso es padre, pastor, rey, esposo; e Israel es hijo, rebaño, súbdito, esposa de Yahvé. La experiencia primordial es la experiencia histórica de salvación y de alianza electiva y esa experiencia es la que produce la imagen de la paternidad. El uso de la terminologí­a paterna es producto de la experiencia histórico-salví­flca, y no viceversa. Esto es de suma importancia, precisamente a la luz del recelo freudiano a que hemos aludido antes. Si fuera lo contrario, se caerí­a inevitablemente en el reino de la ilusión y de la culpa paralizadora y alienante. Por esta razón la fórmula más densa del AT parte de la experiencia histórica y llega al uso discreto y metafórico del nombre de padre: “Tú, Yahvé, eres nuestro padre” (Is 83,18).

2. EL NT – a) Terminologí­a y dato. Apenas pasamos al NT se impone con fuera una constatación: cuantitativamente, la indicación de Dios como padre está mucho más desarrollada, y cualitativamente reviste una serie de significados extremamente variables, situándose en contextos muy distintos y enriqueciéndose con los más diversos matices. Es evidente, en consecuencia, que se impone una notable circunspección y un claro sentido de prudencia en las reflexiones que siguen, conscientes de que se pueden dar ángulos diversos desde los cuales afrontar el problema. Nosotros empezamos desde el punto de vista del simple uso de los términos “padre”, “hijo”, “hijos” y otros semejantes.

Los textos kerigmáticos que se encuentran en los Hechos (2,14-41; 3,12-20; 10,34-43; 17,22-31) llaman a Dios Padre una sola vez (2,33), y no dan a Jesús el tí­tulo de hijo de Dios. En el resto de los Hechos el nombre de Padre se da a Dios en otros pasajes (1,4-7; 9,20; 13,33), y en cada uno de ellos aparece claro el influjo de la teologí­a de Pablo. En boca de Pablo mismo, siempre en los Hechos, se encuentran dos menciones de Jesús como Hijo de Dios (9,20; 15.33).

En los textos paulinos, empero, la teologí­a de la paternidad-filiación divina está desarrollada al máximo. La fórmula “Dios padre de nuestro Señor Jesucristo” aparece cinco veces (2 Cor 1,3; 11,31; Rom 15,6; Col 1,3; Ef 1,3). La paternidad de Dios respecto a los hombres es evocada treinta y dos veces, y ocho veces la común a Cristo y a nosotros (1 Cor 15,24; Gál 4.6; Rm, 6,4; 8,15; Col 3,17; Ef 1,17; 2,18; 5,20). Pablo presenta, además, diecisiete veces a Jesús como hijo de Dios, y trece veces atribuye a los hombres el tí­tulo de hijos de Dios (Gál 3,26; 4,6.7; Rom 8,14.16. 17.19-21; 9,7.8.26; Flp 2,15; Ef 5,1). También otros textos, como el de Gál 4,28, en que se habla de “hijos de la promesa”, pueden ser significativos. El término especí­fico “yiothesia” (filiación) se encuentra cuatro veces con certeza (Gál 4,5; Rom 8,15; 9.4; Ef 1,5) y quizá también en otro texto (Rm, 8,23).

Pero la evocación de la paternidad de Dios no es ciertamente exclusiva de Pablo. Juan presenta ciento catorce veces a Dios como padre de Jesús y veintiocho veces a Jesús como hijo de Dios. Por lo que concierne a la atribución de l filiación a los hombres, es más prudente que Pablo y distingue entre el tí­tulo “yios” (hijo) y el titulo “paí­s”, que tiene un sentido más difuminado, y que aparece con frecuencia en sus escritos (Jn 1,12; 11,52; 1 Jn 3,1.2.10; 5,2; etc.).

Los sinópticos son, sin duda, más discretos que Pablo y Juan en atribuir a Dios el tí­tulo de padre de Jesucristo; sólo dos textos son comunes a los tres (Mc 8,38; 14,36 y par.). Un texto es común a Mt y Mc (Mc 13,32 y par. de Mt). Lucas tiene cinco menciones propias y Mateo trece. La paternidad de Dios respecto a los hombres es mencionada bastante raramente: un solo texto en Mc (11,25-28; común también a Mt). Mateo y Lucas tienen cuatro menciones comunes; Lucas tres propias y Mateo doce. En cuanto a la otra cara de la medalla, es decir, a la filiación, he aquí­ los datos principales: Jesús es llamado hijo de Dios en dieciocho pasajes, de los cuales seis son comunes a los tres, dos son comunes a Mt y Mc, dos a Mc y Lc, uno es propio de Mc, otro de Lc y seis son propios de Mt. En cuanto a la filiación divina de los hombres, Mc no la menciona nunca, Lc la recuerda tres veces (6,35; 15,11s; 20,36) y Mt cinco veces (5,9.45; 8,12; 13,38; 21,28-31)14.

b) Significado e importancia. La primera pregunta a la que hay que responder cuando queremos pasar del dato cuantitativo y filológico al sentido doctrinal y una vez establecido lo que hemos advertido en las observaciones anteriores y en la teologí­a del AT, es la que demanda por qué el tema de la filiación divina es en el NT tan amplio, siendo tan escasa su presencia en el AT. El crecimiento cuantitativo del tema de la filiación divina, en efecto, implica también un cambio en el significado y en la importancia ideal del término mismo. A la idea de paternidad-filiación, que en el AT se sitúa de modo exclusivo en el plano metafórico, según hemos visto, con una fuerte preponderancia de temas jurí­dico-operativos, la sustituye en el NT la afirmación de una filiación bien precisa, que se coloca en un plano muy diverso del plano propio del AT. La verdadera razón de esta transformación de la paternidad y de la filiación en relación con Dios es la entrada, en la realidad de la vida bí­blica, de la persona de Jesús de Nazaret. Jesús es llamado hijo de Dios de un modo decididamente nuevo respecto al sentido veterotestamentario. El no es un hijo, sino el hijo de Dios. No es sólo el heredero que el Padre ha enviado después de los profetas (Mc 12 6-7); tiene una unión especialí­sima de conocimiento y de amor con el Padre; conocimiento inmediato y pleno, amor total y totalmente correlativo (Mt 11.25-27). Esta filiación especial, total, hace que resulte clara la distinción entre él y nosotros. También los discí­pulos y los hombres son llamados hijos de Dios; pero el Padre es suyo de un modo profundamente original (Mt 7,21; Lc 2,49; Mc 1.11; 9,7), que indica la í­ntima estructura de su vida, su destino, su anhelo continuo, la fuente secreta de su obrar, de su orar, de su ser entero. El es verdaderamente una sola cosa con Dios, en unidad de vida, de operación, de gloria, de poder y de cualquier otra realidad. Bastará un solo texto, espléndido: “En verdad, en verdad os digo que el Hijo, de por sí­, no puede hacer nada que no lo vea hacer al Padre; y lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo cuanto hace… Pues como el Padre resucita y hace revivir a los muertos, así­ también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo toda potestad de juzgar, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió… Llega la hora, y es ésta, en que los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí­ mismo, así­ ha dado al Hijo que tenga vida en sí­ mismo…” (Jn 5.19-28).

Mas para que podamos explicarnos el desarrollo pleno, cuantitativo y cualitativo, del tema paternidad-filiación en el NT, falta aún algo, a saber, el vinculo entre Jesús hijo de Dios y nosotros, hijos del hombre. Entonces emerge la figura de Jesús como hijo del hombre, como hombre entre los hombres. La expresión “hijo del hombre”, aplicada a Jesús, se halla casi exclusivamente en los evangelios, y siempre en boca de Jesús. Esta terminologí­a se concentra sobre todo en el contexto de aquellos momentos en que Jesús experimenta hasta el fondo que es igual a los hombres en la pobreza, el sufrimiento y la debilidad (Mt 8,20; 11,19; 20,28; Mc 8,31 y par.), o en el contexto de la promesa de aquellas perspectivas en que la realidad humana será definitivamente glorificada (Mt 24,27 24,30; Mc 18,27; 13,41). Por eso humildad y sufrimiento se equiparan con plenitud y gloria; el texto más sintético es el texto decisivo del proceso ante el sanedrí­n, en que las dos dimensiones se unifican dramáticamente: “El Pontí­fice les dijo: ‘¡Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios!’ Dí­jole Jesús: `Tú lo has dicho. Y os declaro que desde ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo”‘ (Mt 28,83-84). Esta real identificación del Hijo de Dios con el hijo del hombre, y del hijo del hombre con la real condición humana de todos los hijos de los hombres, es la verdadera razón, histórica y no ilusoria, gratuita y no exigible, inesperada y no solicitada, de la filiación divina aplicada a los hombres en todos los textos del NT y, consiguientemente, en toda la tradición cristiana (padres, doctrinas conciliares, teologí­a). La iniciativa es siempre del Padre (Gál 4,4-5) y se realiza en la mediación real, histórica, vivida y experimentada de la vida de Jesús de Nazaret. Al enviar al Hijo, que se hace hombre entre los hombres y hermano de los hombres, y al dar el Espí­ritu Santo (Rom 5,5; 2 Cor 1,22; 5.5; 1 Tes 4.8), el Padre hace de los hombres hijos suyos. En Jesús, pues, es donde Dios se da y recibe el nombre de padre, padre suyo y padre nuestro, en la experiencia precisa de una nominación que no deriva de la ilusión, de la exigencia del deseo, sino de la revelación inesperada y gratuita de un hecho vivido y anunciado a quien jamás habrí­a podido soñar algo semejante. “El Hijo nos trae el mensaje de la paternidad divina, nos hace conocer al Padre y nos revela nuestra verdadera condición de hijos; pero, sobre todo, con su venida, nos aporta el don mismo de nuestra filiación. El se ha hecho carne para que nosotros pudiéramos convertirnos en hijos del Padre. A través de él -afirma Juan- nos viene la gracia (Jn 1,17) y el poder de convertirnos en hijos de Dios y de nacer una segunda vez de Dios (Jn 1; 3.3-5). A todos los que le reciben les da el ser hijos de Dios; él, que no nació ni de la sangre ni de la carne, sino de Dios (Jn 1,12-13)”Por eso la Escritura habla de nosotros como hijos de Dios. Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios como padre (Mt 8,9), llama hijos a los pací­ficos (Mt 5,9), a aquellos que aman plenamente (Lc 8,35), a los que han resucitado a vida eterna (Lc 20,35-38). Esta filiación implica perfeccionamiento sin limites, cumplimiento de la voluntad del Padre, imitación de la bondad, de la misericordia y del amor universal que está presente en la experiencia salví­fica. Es claramente, sobre todo en Pablo, una extensión a los hombrea de la filiación divina y única de Jesús (Rom 8,29-30), en virtud de la relación única que se ha venido a crear entre Jesús y los hijos de los hombres. La elección de Dios transforma el ser mismo del hombre, que se hace vivo con su misma vida, gracias a la presencia vital en él del principio mismo de la vida divina, que es el Espí­ritu (Gál 4,5-8). Así­ pues, el nuevo “nacimiento” (Juan) o la nueva “creación” (Pablo) hacen que el hombre llegue a ser verdaderamente hijo de Dios, es decir, participe de la vida de Dios, animado y vivificado por la acción del Espí­ritu: “Pero vosotros no viví­s según la carne, sino según el Espí­ritu, porque el Espí­ritu de Dios habita en vosotros… En efecto, cuantos son guiados por el Espí­ritu de Dios, éstos son hijos de Dios, porque no recibisteis el espí­ritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espí­ritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar. ¡Abba! ¡Padre! El mismo Espí­ritu da testimonio juntamente con nuestro espí­ritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,9.14-16). Por eso somos verdaderamente hijos de Dios, y Jesús, permaneciendo hijo del Padre en modo absolutamente especial, puede ser verdaderamente llamado “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Por eso la vida de hijos de Dios es realidad de nuestra historia, si bien para verla y vivirla conscientemente es necesaria la luz de la fe, y su manifestación plena es vivida en la esperanza del reino. El nombre de hijos, que se nos ha dado, es nombre que corresponde a la realidad: “Ved qué grande amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y en efecto lo seamos. Si el mundo no nos comprende es porque no le ha comprendido a él. Queridí­simos, desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es” (1 Jn 3,1-2).

3. TRADICIí“N Y TEOLOGíA – Si de la sumaria consideración de la realidad de la filiación adoptiva presente en la Escritura pasamos a examinar lo que de esta filiación han enseñado los padres de la Iglesia y han dicho el magisterio eclesiástico y la teologí­a, nos encontraremos ante un material inmenso y difí­cil de sintetizar. Mas lo que es absolutamente esencial precisar es que, salvo particulares excepciones, se mantiene siempre clarí­simo el sentido de la relatividad del discurso, del carácter sustancialmente metafórico de la atribución de la filiación, que precisamente por eso es llamada adoptiva (haciéndose eco de la misma Escritura), y de la inserción de todo el tema de la filiación en el gran discurso de la “justificación”. Quiero decir que la filiación adoptiva no es jamás entendida en sentido realista generativo, sino que es siempre referida a Cristo y a la presencia del Espí­ritu y vista como uno de los posibles modos de describir el gran hecho de la liberación del mal y de la llamada a la participación de la naturaleza divina. Esta participación de la naturaleza divina es llamada ora justificación, ora santificación, ora gracia, ora divinización, ora precisamente filiación adoptiva.

En la descripción teológica de esta filiación en general, se nos coloca a medio camino entre la natural, propia de quien es realmente engendrado por el padre, y la filiación jurí­dica adoptiva, que consiste en la atribución gratuita exterior de derechos a un extraño. La filiación adoptiva sobrenatural, afirman los teólogos y padres, es gratuita, pero no puramente exterior, ya que implica una modificación real del ser mismo del adoptado. En cuanto a las explicaciones teológicas, el tema se harí­a casi interminable y englobarí­a a todos los otros temas antedichos (gracia, herencia, santificación, divinización, etc.), pudiendo reducirse útilmente al único gran tema de la inhabitación divina en el hombre justificado, es decir, de la presencia dada y operante del Espí­ritu Santo en la vida del hombre, que ya en la condición terrena permite vivir realmente la misma vida de Dios, es decir, poseer ya desde ahora y verdaderamente el don increado 19. Obviamente esta voz no puede pretender abordar cumplidamente estos temas. Lo que deseo intentar aquí­ es exponer, en términos culturalmente modernos y sobre todo sintéticos, los resultados de los estí­mulos documentarios y de contenido que se han reseñado hasta ahora.

IV.- Hijos de Dios hoy
Toda esta realidad de revelación y de conciencia, de riquezas temáticas y de sospechosos alertas se vuelca sobre quien desea presentar al hombre de hoy una reflexión acerca de la filiación divina que sea fiel al dato de la fe y esté atenta a no embarrancar en los escollos fáciles pero mortales y sin credibilidad de la ilusión, o incluso del complejo de culpabilidad, o de la sumisión alienante que legitima el status quo y santifica “religiosamente” la opresión, elevando a categorí­a de mérito la tolerancia pasiva y la renuncia a hacer la historia, a realizar la humanidad y la verdadera “mundanidad” de esta vida. Sin embargo, una vez puestos en guardia por los “maestros del recelo”, no podemos ni debemos perder absolutamente la riqueza espiritual y vitalmente operante del gran tema de la filiación divina y hemos de traducirlo en términos que sean perceptibles y creí­bles también para el hombre de hoy, “en marcha hacia una sociedad sin padre”. A la luz de los temas estrictamente dogmáticos, como la inhabitación trinitaria, la atribución de la acción divinizadora al Espí­ritu, el tema de la presencia de la gracia increada en la vida misma del hombre, etc., el camino de una reflexión “espiritual” hoy sobre la filiación es extraordinariamente rico y capaz de modificar realmente, si se toma en serio, la existencia del hombre y del mundo 20.

1. FILIACIí“N DIVINA A LA LUZ DE JESUCRISTO – La primera observación que se ha de hacer en esta tentativa de traducción espiritual, o sea existencialmente vital, del mensaje de la filiación divina de los hombres es que el discurso debe estar siempre anclado como en su origen y en su único ámbito en la realidad concreta de la persona de Cristo Jesús. Jesús de Nazaret, y sólo Jesús de Nazaret, entregado, presente, vivido y revivido en la historia real del hombre, nos brinda la posibilidad de hablar realmente de la filiación divina. Si no existiera él, su presencia, su mediación, su palabra y su vida real, todo caerí­a en la ilusión (Freud), o en la alienante consagración de la injusticia hecha autoridad (Marx), o en la despótica tiraní­a negadora del gusto y de la libertad de la vida (Nietzsche y el ateí­smo de rebelión individualista). Tampoco bastarí­a, como es obvio, el sentido puramente metafórico y cargado de significados ambiguos de que es todaví­a testigo el AT, en el que la paternidad atribuida a Dios es prevalentemente un modo humano de representarse lo indecible y lo no representable, en fundamental analogí­a con la experiencia religiosa universal de los hombres, más cargada de ambigüedad y de ilusión que de contenidos reales 21. En Jesús Salvador la filiación divina es real y no ilusoria, por estar siempre sujeta -cada vez que nosotros la pensamos y expresamos en cuanto somos nosotros los que pensamos y expresamos- al riesgo de la ambigüedad y de la instrumentalización ideológica. En Jesús, Dios se da definitivamente el nombre de Padre, con una autonominación que no responde a exigencias humanas de consuelo y de protección (ya que esta paternidad está muy lejos de presentarse como consoladora o protectora). Para convencernos de ello, nos bastará pensar en la experiencia de humanidad débil, sufriente, abandonada y moribunda que se verifica en Jesús Hijo. Este Padre no es un amo que enajena la responsabilidad y el gusto de vivir y de construir la historia; no es un rival que vence derrotando a los hijos, sino que es la realidad totalmente nueva de un Dios definitivamente diverso, como es diverso Jesús de Nazaret de cualquier salvador soñado o pedido.

Entonces, anunciar la filiación divina será tomar conciencia de la salvación que Jesús de Nazaret ha traí­do, en su doble realidad especí­fica de liberación de lo que la fe llama mal o pecado, y de definitiva oferta-presencia de una divinización que puede expresarse verdaderamente en términos de filiación sólo porque es asimilación inaudita a Aquel que se dice, y es proclamado, y es verdaderamente, el Hijo diverso y único de este Padre diverso y único. Hablar, pues, de filiación divina, será hablar de salvación en Cristo, y no de una imitación moral (o, peor, moralí­stica), de actitudes vagamente filiales (o, peor, infantiles), de un padre imaginado según el modelo de los padres humanos, buenos o malos.

Sobre este aspecto fundamental, que distingue entre infantilismo básicamente morboso y la auténtica “infancia espiritual” evangélica y cristiana, volveré más adelante. Ahora es el momento de describir, tomando como base la revelación bí­blica y la experiencia viva de la fe viva de la comunidad histórica que es la Iglesia en el contexto de la cultura de hoy, la realidad de la salvación cristiana, en la cual el hombre se convierte realmente, también él, en hijo diverso de un Padre diverso, en Cristo y en el Espí­ritu que es derramado en su vida real de hombre entre los hombres (Rom 5,5).

2. JESUCRISTO ES LA SALVACIí“N – La vida real del hombre, que es la historia, ha sido recorrida por una conciencia histórica, primero indecisa y ambigua, indistinta y no explicitada, y luego cada vez más clara y luminosa, que se ha concretado en la experiencia real de Jesús de Nazaret y de aquellos que lo han acogido y que han transmitido la “noticia”, anunciando el misterio inaudito finalmente revelado. No es una idea moral, un programa de vida o un complejo de preceptos cultuales, sino una persona viva, una realidad humana en toda su plenitud de limitación creatural común y de absoluta originalidad divina. Por eso esta vida histórica concreta, esta “palabra”, esta comunión de experiencia humana débil y sufriente, es la plenitud de un camino que vení­a de lejos, comenzado hací­a tiempo por absoluta iniciativa de Yahvé: “Dios, después de haber hablado en los tiempos pasados muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, ahora nos ha hablado por medio del Hijo” (He 1,1-2). La conciencia de que esta presencia es realidad nueva y al mismo tiempo está en la fuente misma de toda vida pasada, presente y futura, emerge en el programa de quien lo ha encontrado y lo anuncia a todos: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oí­do, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos, acerca del Verbo de la vida, sí­, la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado; os anunciamos lo que hemos visto y oí­do para que estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,1-3).

Jesús de Nazaret es, en consecuencia, la salvación, Dios mismo que entra en nuestra “carne”22, en nuestra historia, camina por nuestros caminos, llora nuestras lágrimas, sufre nuestros dolores, goza con nuestros pobres goces, ama lo que nosotros amamos, muere nuestra muerte y resucita con su vida, que se hace nuestra, nos ofrece su esperanza, nos vivifica con su alegrí­a, nos transfigura en su divinidad humana, nos reúne en su unidad perfecta con el Padre y con los hermanos, en la historia y más allá de la historia, en una plenitud que no es alienante regalo a débiles renunciatarios, sino conquista cotidiana sustentada por su energí­a de amor y de fraternidad concretí­sima: “Tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,18). Cristo se da a sí­ mismo, volviéndose uno como nosotros, uno de nosotros; y nos hace entrar en su vida sin fin, en su comunión personal con ese Dios que él llama padre y con los otros, en una unidad de destino que vence el dolor y la muerte, la soledad y la incapacidad de transformar la historia del mundo.

Esto no es, ciertamente, una realidad evidente o que indique con certeza ex perimental el camino de cada dí­a. Esta salvación no ha eliminado el dolor ni la muerte, pero nos ha indicado el camino. La solución de algún modo está dada, pero hemos de hacerla nuestra; no es imposición que aniquile la libertad, que fuerce nuestra inteligencia y nuestra voluntad, que aliene, en una palabra, nuestra dignidad, consistente en tomar en la mano nuestra existencia, en caminar nuestro fatigoso camino de hombres entre los hombres, con los mismos problemas que los otros, pero con un anuncio nuevo para todos. Tomamos en la mano nuestra historia y descubrimos que es historia de Dios, porque es realmente también historia suya; y con él caminamos hacia la construcción cotidiana de la tierra y los cielos nuevos, en la expectativa operante del cumplimiento definitivo, que él (con nosotros) realizará dando sentido y plenitud a lo que es humano, de modo inaudito y rebasando las más grandes aspiraciones del hombre mismo: “Lo que el ojo no vio, ni el oí­do oyó, ni se le antojó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman” (1 Cor 2,9). Toda esta realidad está encerrada en él, Cristo Jesús, hijo de una mujer del pueblo, hermano nuestro en el dolor y en la muerte, “probado en todo, como nosotros, a excepción del pecado” (Heb 4,15). El es verdaderamente el Dios vivo y verdadero; no forjado por nuestros sueños o por nuestras ilusiones, frustradas por la dureza de la realidad cotidiana; en él, finalmente, nosotros los hombres descubrimos el verdadero rostro de Dios y reconocemos nuestro verdadero rostro de “hombres humanos” 23 El nos ha descubierto por fin la “cara” de Dios: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado” (Jn 1,18). Pero de igual modo él nos ha revelado la sustancia misma de nuestra vida, que consiste en amar a los hombres hermanos, hijos en él, de un único padre: “Jamás ha visto nadie a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros y su amor en nosotros es perfecto” (1 Jn 4,12).

3. SALVACIí“N: LIBERACIí“N Y DIVINIZACIí“N – Cristo es, pues, la salvación, el salvador, el alfa y la omega de toda la creación, de toda la historia humana, como proclama Pablo en este texto de inagotable riqueza divina y humana, en que habla de nuestra salvación y de la de toda la creación: “Dando gracias a Dios, que nos ha invitado y hecho partí­cipes de la herencia de los santos en la luz, quien nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y remisión de los pecados. El cual es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, por él mismo fueron creadas todas las cosas…, absolutamente todo fue creado por él y para él; y él mismo existe antes que todas las cosas y todas en él subsisten. El es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia, siendo el principio, primogénito entre los mortales, para así­ ocupar el mismo puesto entre todas las cosas, ya que en él quiso el Padre que habitase toda la plenitud. Y quiso también por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de la cruz” (Col 1,12-20). El es el hombre perfecto, el hombre total, el hombre nuevo, que ha vencido todas las alienaciones, cuyo peso experimentamos en nuestra vida: el egoí­smo, la soledad y la muerte. Resucitado de la muerte, él nos ofrece a sí­ mismo; y nuestra salvación es su resurrección, restablecimiento definitivo de aquella unidad originaria rota por la aparición del mal en todas sus formas. Salvación significa plenitud, novedad, totalidad, cumplimiento de la historia del hombre, realización plena de la humanidad del hombre mismo. En la resurrección de Jesús de Nazaret, que se hace resurrección del hombre, esta salvación se realiza en los dos momentos fundamentales que la constituyen: el negativo de superación del pecado, de la muerte, de la esclavitud, de la ley, del dolor, de la ineficacia, y el positivo de la glorificación, vivificación, comunicación del Espí­ritu, liberación total; en una palabra, de la divinización del hombre, que teológicamente es precisamente la esencia de la filiación divina del hombre en Jesucristo, de la que estamos tratando.

a) La salvación como liberación-victoria sobre la muerte, sobre el pecado y sobre todo aquello que le impide al hombre lograr su plenitud humana. Cristo resucita derrotando a la muerte, y su resurrección es la victoria definitiva sobre el “último enemigo”, precisamente la muerte (1 Cor 15.28). La muerte es el elemento que disgrega de modo supremo al hombre y mantiene viva su alienación de sí­ mismo y de los hermanos; es ruptura, dispersión y desorden definitivo. Es directa consecuencia del pecado según el esquema teológico paulino (Rom 5,12; 8,23), ya que el pecado es por su naturaleza laceración de la unidad, alienación del hombre y ruptura de la armoní­a 24. Por eso la victoria sobre la muerte, la resurrección, es consecuencia de la victoria definitiva sobre el pecado por obra de Cristo (Rom 8,5; Heb 9,28; 1 Jn 1,7; 3,5). Así­ queda eliminada toda escisión, toda enemistad y hostilidad dentro del hombre, entre los mismos hombres y entre los hombres de Dios. Es el gran acontecimiento de la restauración de la comunión amigable entre Dios y los hombres y entre todos los hombres; la totalidad del hombre “a imagen y semejanza de Dios”, como en el imaginario escenario bí­blico inicial, se recompone y reconstruye 25. Cristo resucitado es el que “ha destruido la muerte” 26, destruyendo su raí­z, que era el pecado, y la hostilidad que el mismo habí­a desencadenado entre el hombre y Dios y entre los hombres mismos.

b) La salvación como “glorificación” y divinización del hombre. Sin embargo, si el discurso sobre la salvación cesara en este punto, llegarí­amos a mutilarlo de su elemento más propio y especí­fico, más desconcertante y más nuevo, contenido en la esencia más genuina de la revelación cristiana. Porque el deseo vehemente de la liberación del mal es también propio del sentimiento religioso natural y de otras religiones e ideologí­as ahistóricas, que han confirmado el anhelo de una purificación de las limitaciones y de los fracasos de la existencia, acariciando un imposible retorno a los orí­genes o la eliminación de los deseos como base de la felicidad posible, o también la fuga hacia una dimensión diversa y opuesta al mundo 27. Pero en este camino han tenido y tienen una buena baza todos los antes citados “maestros del recelo”, poniendo en apuros a un cristianismo no muy riguroso y atento a sus mismas caracterí­sticas. Y la caracterí­stica más profunda del mensaje cristiano, en la lucidez de una conciencia inaudita que se afirma con la fuerza de la gratuidad que sobreviene inesperadamente, y no como posible proyección de sueños imposibles, es precisamente ésta: la afirmación lúcida y plenamente doctrinal de la salvación como divinización real, no ilusoria, no desculpabilizante, no alienante, sino histórica y concreta del hombre histórico y concreto. Merece la pena repetirlo: es la esencia más profunda del mensaje cristiano, que concierne directamente al hombre. En Jesús de Nazaret, hijo unigénito del Padre, la humanidad misma entra, de modo realí­simo y “carnalí­simo” 28, no ideológica, sino históricamente, en comunión total de vida con Dios mismo que, en Cristo, no sólo se revela (Cristo signo-imagen del Padre), sino que se comunica (Cristo signo eficaz del Padre). Por eso él es “sacramento del encuentro con Dios”, sacramento primordial, fuente y realidad última y verdadera de todos los sacramentos, que no son ni deben ser otra cosa que puntos de encuentro y de injerto de su realidad divina en nuestra realidad humana 29.

Esto quiere decir, y es la esencia más intima de la salvación cristiana, que, en Cristo, Dios y el hombre se han hecho una sola realidad, en un único ritmo de vida, que une tiempo y eternidad, historia y absolutez, materia y espí­ritu… Por la encarnación-muerte-resurrección de Jesús de Nazaret, alfa y omega de la historia, el hombre es libre de entrar a formar parte del misterio de amor y de vida que es la realidad trinitaria; desde ese momento el hombre es Dios por gracia de Dios 30, hijo verdadero de Dios por ser hermano de Cristo, y sólo su libre y absurda elección negativa, el pecado, puede impedir esta misteriosa y sublime realidad. Sólo de este modo desconcertante es plenamente verdadera la triunfal exclamación de Pablo: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5.20). Si la salvación consistiera sólo en reconducir al hombre al estado preexistente al pecado, este texto no tendrí­a sentido. Y no tendrí­an tampoco sentido muchos otros textos escriturí­sticos, que no pasarí­an de modos de expresarse, mientras que suenan con una claridad perentoria que no admite dudas ni equí­vocos una vez que se entra en la dimensión de la fe. Estos textos no admiten dudas ni equí­vocos, al menos para quien no cede a las tentaciones espiritualizantes de un platonismo maniqueo y para quien no tiene miedo de tomar en serio la encarnación de Cristo, que se convierte en la clave de la historia, en la fuerza transformadora del tiempo presente, de la tierra actual, y no sólo del tiempo futuro, del más allá, de un “cielo” imaginado no con las categorí­as realistas del mundo bí­blico, sino con los fantasmas falsamente celestes de cierto espiritualismo de origen dualista y pagano: “Cristo es nuestra paz; el que de ambos pueblos hizo uno, derribando el muro medianero de separación 31, la enemistad; anulando en su carne la ley… para crear de los dos en sí­ mismo un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios por medio de la cruz, destruyendo en sí­ mismo la enemistad… De tal suerte que ya no sois extranjeros y huéspedes, sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,14-19).

Sólo por esto (lo hemos visto arriba) “nos llamamos hijos de Dios y lo somos verdaderamente”; en Jesús de Nazaret el hombre se hace “participe de la naturaleza de Dios” (2 Pe 1,4), “heredero de Dios” (Rom 8,17), y, por eso, desde este momento la actitud para con el hombre es la misma actitud que para con Dios. Amar al hombre significará amar a Dios: “Lo que hicisteis a uno de estos pequeñuelos me lo hicisteis a mí­” (Mt 25,40). Y la recí­proca no será menos verdadera; amar a Dios es cosa real sólo cuando se ama al hombre: “El que no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,20-21). Por esa el mismo Juan puede afirmar con seguridad triunfal una cosa que a nosotros, tan alejados de la concreción de la “carne” de Cristo, nos parece sorprendente y reductiva: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14). “Pasar de la muerte a la vida” es lo mismo que resucitar; es la salvación en todo su alcance, que consistirá precisamente en la caridad, es decir, en el amor del hombre en nombre de Cristo. Esto no significará, empero, hacer al hombre instrumento de Cristo, amándolo “como si fuese Cristo”; ya que, desde el momento de la encarnación redentora, el hombre es Cristo, cada hombre es hijo de Dios, en la concreción realí­sima de este don histórico supremo que ha transformado la condición humana (muerte, separación, soledad, odio a sí­ mismo y a los otros) en la “maravillosa herencia de los santos en la luz”, que es la luz misma que es Dios: “Dios es luz, y en él no hay tinieblas” (1 Jn 1,5).

Ciertamente sigue siendo fuerte la tentación de transferir todo este discurso sólo al más allá, traicionando el espí­ritu fundamental de la Escritura y permaneciendo fieles, por desgracia, al espí­ritu fundamental de una cierta “cristiandad”, es decir, del modo ineficaz e históricamente siempre imperfecto con que la palabra misma de Dios ha sido recibida y vivida por los “cristianos”, pecadores y débiles como los otros hombres, y más aún toda vez que piensan ser ellos, y no Cristo con ellos, los que salvan el mundo y la historia. El amor de Dios, que acosa al hombre; éste, que se vuelve, por gracia, una sola cosa con Dios; la historia del hombre, que se vuelve historia de Dios en Cristo: tal es el anuncio de la salvación cristiana y la filiación divina. En esta perspectiva, Cristo resucitado es una sola cosa con la humanidad salvada, el “Cristo total”, o sea la Iglesia, pueblo de Dios, que marcha hacia la definitiva revelación de los hijos de Dios (Rom 8,19), el lugar privilegiado, el signo excelso de este acontecimiento que es la salvación y la demostración eficaz de su realización en la historia de los hombres 32. Cristo, por medio de la Iglesia, pueblo de los hijos de Dios, es la posibilidad real y ya históricamente operada y operante, aunque no aún totalmente manifestada, de la realización de la salvación como liberación del mal, como divinización del hombre, convertido en verdadero hijo de Dios mismo. Pero precisamente por esto la salvación no es un ideal, no es una ideologí­a, no es un valor teológico abstracto, ni siquiera un código de comportamiento, sino una historia real. La vida-muerte-resurrección de Jesús de Nazaret y la vida-muerte-resurrección del hombre son dos momentos, dos caras de una sola realidad, de un único evento, que marca el verdadero y único “destino” -sin fatalismo alguno- del hombre, revelando y realizando conjuntamente el sentido del hombre en la historia, que se convierte en historia de salvación real. En este sentido, no cabe ninguna absorción del hombre, de su dignidad, de su libertad, de un Dios que lo anule, lo domine, lo sustituya; la salvación no es impuesta, sino ofrecida a la libertad humana; y no se le ofrece altivamente, desde una distancia infinita que humille al hombre y le obligue a buscar protección ilusoria frente a un absoluto competidor y rival de su ser y de su libertad.

La salvación está en un hombre, se la ofrece una mano fraterna, una mano de “hijo del hombre”, “capaz de compadecer nuestras debilidades” (He 4,15) porque ha compartido con nosotros el pesado fardo, “hecho en todo semejante a nosotros, a excepción del pecado” (ib). Ha dejado a un lado el esplendor de su divinidad, de su “ser igual a Dios”, para posesionarse de la “forma humana”, la “forma de siervo”, de criatura, y transformarla en la vida misma divina, en comunión de amor con el Padre y con él, el Hijo, donde la totalidad del hombre y de los hombres se reconstruye sin disolverse y se completa en la copresencia de la totalidad de Dios en Cristo y en ellos, esperando y preparando en la praxis histórica el momento en que “él entregue el reino a Dios Padre… para que sea Dios todo en todas las cosas” (1 Cor 15,24-28). No tengamos, pues, miedo a hablar de filiación divina y de libertad humana, de historia humana y de historia de la salvación; no son realidades contrapuestas o sobrepuestas ilusoriamente; son en conjunto la estructura í­ntima de la realidad entera, que se completa en la progresiva manifestación de la copresencia de Dios en Cristo en el corazón mismo de la historia y de la vida de la humanidad, que camina concretamente en la historia.

V. Conclusión
Todo este largo itinerario nos lleva, entonces, a la luz de la palabra, de la reflexión doctrinal y de la situación cultural contemporánea, a la afirmación de la filiación divina, como a una de las formas en que, una vez puestos en guardia sobre los riesgos desenmascarados por los “maestros del recelo”, puede ser presentada la realidad plena de la salvación del hombre y del mundo, el anuncio del evangelio como “buena noticia” universal. Esto quiere decir que salvación, como filiación divina, no es salvación del alma, sino salvación del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres, que viven en inescindible solidaridad con todo el cosmos, que espera también la salvación, como nos lo anuncia Pablo y lo confirma Teilhard de Chardin 33: “La creación espera, en efecto, con gran anhelo la revelación de los hijos de Dios… sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espí­ritu, gemimos dentro de nosotros mismos esperando la adopción filial…” (Rom 8,19-23). El Cristo glorioso ya no está solo, hijo unigénito del único Padre, “del cual toma nombre toda paternidad” (Ef 3,15) 34, sino que como cabeza del cuerpo que es la Iglesia (Col 1,18), como jefe de toda la creación, ofrece al hombre, señor de la historia, en su misterio de muerte y de resurrección, la posibilidad realí­sima de vencer el mal, cualquier enemistad, de entrar en la plenitud de amor y de vida con el Padre y con los otros hombres, descubiertos plenamente como hermanos. Esta salvación-filiación-divinización es. al mismo tiempo, don de Dios, porque “el amor viene de Dios” (1 Jn 4,7), y tarea histórica que compromete la libertad y la respuesta del hombre histórico. Esto significa que la salvación-filiación es realidad plenamente poseí­da sólo cuando el hombre responde con toda su persona al don gratuito y lo hace suyo a través de la fe, implí­cita o explí­cita, que es encuentro real de personas, y que transforma al hombre en la nueva criatura, verdadero hijo de Dios, miembro vivo del cuerpo que es Cristo, coheredero con él y con los hermanos de la resurrección y de la plenitud de la historia. En esta clave, el compromiso terreno por un mundo más justo y menos inhumano es soporte sustancial de la filiación divina vivida y realizada en la historia 35. La filiación-salvación no mata el compromiso, no protege ilusoriamente de los contragolpes de la historia, no aliena en una eternidad que es negación del tiempo, no es enemiga de la fantasí­a y del gusto de crear tiempos nuevos y de construir el reino del hombre 36. Todo lo contrario; el compromiso histórico terreno se convierte en el modo con que el hombre, vuelto verdaderamente “hombre humano”, liberado y divinizado en el tiempo, realiza, movido por el Espí­ritu de Cristo que se hace su Espí­ritu (Rom 5,5; 8,14), el programa grandioso con el que Dios mismo construye la historia y la eternidad: “He aquí­ que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).

G. Gennari
Notas
1. A. Mitscherlich, Acusación a la sociedad paternalista, Sagitario, Barcelona 1966; G. Mendel, La rebelión contra el padre, Ed. Roma, Barcelona 1971; J. Lusau, Padre, patrón, padreterno, Anagrama Barcelona 1979.

2. Sobre el pensamiento de Freud en lo referente a la religión: A. Vergote, Interpretaciones psicológicas de los fenómenos religiosos en el ateí­smo contemporáneo, en El ateí­smo contemporáneo (dir. por G. Girardi), Cristiandad. Madrid 1971sa. 1-1, 417-419.

3. F. Engels, Antidühring, en K. Marx-F. Engels, OC, Editor¡ Reuniti, Roma 1975. XXV, 304. Adviértase que propiamente Marx no tomó nunca en consideración la religión en sí­, sino siempre como reflejo y producto de la verdadera y única alienación profunda del hombre, que es la económica. Por eso me parece que tienen razón autores como I. Mencini y R. Orfei cuando precisan que hay que estar atentos a lecturas simplistas y, por ende, falsas de la relación marxismo-religión.

5. “Mi orgullo no soporta que los dioses… lleven el cetro… Aní­mate, corazón mí­o, porque ahora se va a revelar el engaño, es decir, si él es un rey o sólo un fantasma” (Werke und Briefe).

19. Cf León XIII, Divinum illud munus, citado por Pí­o XII en Mystici corporis: “Tal unión admirable, que se llama inhabitación, no difiere sino por la condición y el estado de aquella en que Dios abraza y hace bienaventurados a los elegidos”. Me permito citar a tal respecto este pensamiento de Teresa de Liaieux, en el lecho de muerte: “No logro realmente ver qué más podré tener, después de la muerte, que ya no tenga en esta vida. Veré al buen Dios, es verdad, pero en cuanto a estar con él, yo ya lo estoy plenamente en la tierra”.

20. He usado aposta el adjetivo “espiritual”, que indica, prescindiendo de los esquemas dualistas, de origen pagano, la realidad de la vida de Dios, el Espí­ritu, que transforma y “hace nuevas todas les cosas”. Este es el verdadero sentido de espiritualidad cristiana. Es “espiritual” sólo aquello que transforme vitalmente la existencia del hombre y del mundo entero. El mundo es el ambiente del hombre. En este sentido he hablado arriba de verdadera “mundanidad” de le vida, haciendo referencia al sentido positivo de la palabra “mundo” en la teologí­a de Juan, y recordando la gran lección de aquel amigo de Dios y de los hombres que fue Bonhoeffer.

21. Bastará consultar la voz Figliolanza divina, en Enciclopedia delle Religioni, Vellecchi, Florencia, II. 1804-1808, para ver cuántas referencias ambiguas hay a realidades primitivas. Piénsese, por ejemplo, en el Juppiter latino, y en el Zeus Pater de los griegos, pare comprender lo que queremos decir.

22. “Carne” tiene aquí­ el sentido de existencia humana en su plenitud de realidad marcada de tiempo y espacio, de inteligencia y voluntad, de fe vivida en la historia y en la precariedad de la debilidad creatural. No hace, pues, referencia al dualismo pagano de materia-espí­ritu o cuerpo-alma, que ha contagiado también al pensamiento de tantos cristianos. Cf la voz Sarx (carne), en ThW y en los diversos diccionarios bí­blicos. No hay, en este sentido, ningún significado peyorativo; y por ello “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). Cf también Sal 83,3 (Vg); Mt 19,8; Jn 6, 56; y “Creo en la resurrección de la carne”.

23. La idea de Cristo como el hombre nuevo, el hombre verdadero, en paralelo antitético con el hombre viejo, realización perfecta de la misma creación del hombre, es uno de los temas de fondo de todo el NT en relación al AT. Cf Gén 1,28: el hombre imagen de Dios; Heb 1,3: Cristo imagen del Padre; Gén 3: Adán primogénito de los pecadores; y Rom 5: Cristo primogénito de los justos: Gén, 12: Abrahán, comienzo de la promesa, y Gál, 3: Cristo, hijo de Abrahán a través de David, plenitud de la promesa; Gén, 22: Isaac ofrecido por el padre en sacrificio, y Jn. 3: Cristo ofrecido por el Padre para la salvación del mundo; Is 42-49-50-53: el Siervo sufriente, y Mt 26-27, Mc 14-15, Lc 22-23, Jn 18-19: la pasión de Cristo; Dan 7,13-14 y Ap 5; 19, etc.

24. Esta idea del mal como laceración de la unidad y ruptura de relaciones puede ofrecer una fecundí­sima lí­nea de lectura de los cc. 3-11 de Gén, que me parece muy interesante: el pecado serí­a ruptura del hombre con Dios (desobediencia a la orden de Dios y miedo de Adán después del pecado), consigo mismo (la vergüenza de la desnudez), con la mujer (Adán contra Eva en la acusación y en el dominio), con la vida misma (la muerte “estipendio” del pecado), con la vida que comunicar (el parto, fuente de dolor), con la tierra en el trabajo (sufrimiento e improductividad), con los hermanos en la violencia (Caí­n mata a Abel), con la naturaleza entera, que se rebela (diluvio universal), con los hermanos en el plano de la comunicación del pensamiento (la torre de Babel y la dispersión de los hombres).

25. Llamo “imaginario” al escenario inicial de Gén, teniendo presente el género literario y la naturaleza del relato religioso de la creación y del origen del mal.

26. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando nos dio la vida” (de un prefacio pascual); cf también 2 Tim 1,10.

27. La concepción “cí­clica” de la historia, propia de la antigüedad pagana y del pensamiento filosófico de muchos autores (Platón, Rousseau, etc.), es lo opuesto de la concepción “lineal” de la Escritura, cuyo punto de llegada es una realidad completamente nueva, y no una vuelta a los orí­genes. Para el otro aspecto, cf las filosofí­as orientales. el budismo, la concepción estoica y la cí­nica, y, en Occidente, el pensamiento de Schopenhauer.

28. Cf arriba, nota 22.

29. Cf E. Scbiltebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, Pamplona 1971.

30. La precisión es esencial; si se negara esto se correrla el riesgo de negar la existencia misma de la redención como obra del amor y, por tanto, gratuita. Pero una vez asentado esto, no hay ninguna razón para no tomar en serio la divinización misma. En esta perspectiva reviste gran importancia para la teologí­a contemporánea la grande y discutida sí­ntesis de Teilhard de Chardin. Aparte de los lí­mites y oscuridades de su pensamiento, él es y sigue siendo uno de los puntos de referencia de la espiritualidad y de la teologí­a de hoy, Cf H. de Lubac. El pensamiento religioso del P. Teilhard de Chardin, Taurus, Madrid 1988.

31. Cf Is 59,2: “Vuestra culpa es el muro entre vosotros y vuestro Dios”. Cf también arriba, nota 24.

32. Evidentemente, la Iglesia, en este sentido y en este contexto, no es absolutamente coextensiva e identificada con todas las estructuras humanas, culturalmente condicionadas por la historia de la sociedad, que se han sucedido en ella a lo largo de los siglos. Ella es el “pueblo de Dios”, la “Esposa de Cristo”, que coexiste con los pecados de sus miembros, con las instituciones humanas imperfectas, en las cuales también está presente. La Iglesia, por ejemplo, no es el Estado de la Ciudad del Vaticano, en identidad plena con todas sus estructuras y servicios.

33. Cf H. de Lubac, El pensamiento religioso… o.c. (nota 30), c. XII.

34. Evidentemente, Pablo afirma simplemente este hecho, sin plantearse problema alguno de ilusión o de alienación. Los maestros del recelo no habí­an llegado aún, y Pablo escribí­a en una sociedad en que no habí­a ninguna forma de “rebelión contra el padre” (Mendel). Hoy, en cambio, nosotros debemos ser más cautos, y en la primera parte de la voz vimos por qué.

35. En esta lí­nea debe verse como plenitud de comprensión del mensaje también el descubrimiento del compromiso polí­tico en general, como compromiso por el hombre, como momento de la evangelización. Teologí­a de las realidades terrenas, teologí­a polí­tica, teologí­a de la esperanza, teologí­a de la liberación, etc., no han venido en vano. Y, por lo demás, todo el espí­ritu animador de le GS.

36. Seria útil, en este espí­ritu, revisar la teorí­a y la praxis de la doctrina tradicional de la “infancia espiritual”, que ha sido realmente mal comprendida y confundida demasiado a menudo con el infantilismo. Por lo que se refiere en particular a la doctrina de Teresa de Lisieux, el argumento requerirí­a un tratado aparte. Teresa no enseñó nunca la infancia espiritual tal como ha sido difundida en su nombre por sus hermanas incluso con graví­simas omisiones textuales. El modelo de su espiritualidad no es el niño (enfant), sino el Hijo (Enfant), Jesucristo vivificado por el Espí­ritu y abandonado en manos del Padre. Me permito remitir a mi libro Teresa de Lisieux, La verittá é piú bella, o.c. (nota 19). Aunque haya suscitado alguna polémica y no pocas resistencias, me parece que Teresa sale de él más verdadera, más viva y más actual que nunca, mucho más grande que el moralismo del “caminito”, desviado por demasiados testimonios poco fiables.

BIBLIOGRAFíA
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

I. En el Antiguo Testamento

a. Individuos de la clase “dios”

“Hijo” (heb. bēn), arm. bar se usa comúnmente en las lenguas semíticas para indicar integración en una determinada clase, como ser “hijo de Israel” para “israelita”, “hijo de fortaleza” para “valeroso”. “Hijo de Dios” significa en heb. “dios” o “parecido a un dios” más bien que “hijo de(l) Dios (Yahvéh)”. En Job 1.6; 2.1; 38.7; Sal. 29.1; 89.6, los “hijos de Dios” componen el séquito celestial de Yahvéh, o sus subordinados, aun cuando en la LXX Job los denomina angeloi de Dios (cf. Dt. 32.8 LXX, de donde °nbe tiene “según el número de los hijos de Dios”, lo cual apoya el texto de uno de los rollos heb. del mar Muerto, 4Q Dtq, contra el TM “hijos de Israel”). Del mismo modo al “hijo de los dioses” de Dn. 3.25, se lo describe como el “ángel del Dios de los judíos” en Dn. 3.28.

En Gn. 6.1–2 los “hijos de Dios” se contrastan con mujeres de la raza humana de una manera que parecería excluir su relación con la línea de Caín. Muchos comentaristas consideran estos versículos como referidos a un mito pagano, apenas modificados en cuanto a su fondo politeísta. Otros sostienen que la frase se refiere a hombres poseídos por demonios, o a ángeles caídos (cf. 1 P. 3.19–20; Jud. 6). Más atrayente, empero, es la interpretación que entra en la categoría que sigue.

b. Hombres que por mandato divino ejercen la prerrogativa de juicio que corresponde a Dios

En Ex. 21.6; 22.8–9, 28, “Dios” (°vm; heb. ˒elōhı̂m) puede significar “jueces” (así °vrv2), sus comisionados, que ejercen poder sobre la vida y la muerte (cf. 2 Cr. 19.6), como podría ser el caso en Sal. 82.6.

En el mundo del AT a los reyes se les daba el título de “hijo del dios X”, y en Israel en el sentido c, inf. M. G. Kline propone que se interprete esta forma de usar la expresión en Gn. 6.1–2, en conexión con los gobernantes de la remota era antediluviana (WTJ 24, 1962, pp. 187–204).

c. Aquellos que están relacionados con Yahvéh mediante un pacto

El ser hijo de Dios denota principalmente estar relacionado con él mediante el *pacto y se usa (i) para Israel en su conjunto (“Israel es mi hijo, mi primogénito”, Ex. 4.22; cf. Os. 11.1); (ii) para los israelitas en general (“Hijos sois de Jehová vuestro Dios”, Dt. 14.1; cf. Os. 1.10; para un israelita en particular en épocas posteriores del judaísmo, p. ej. Sabiduría 2.18); (iii) para el rey davídico, el ungido de Yahvéh, quien va a reinar sobre su pueblo para siempre (“Mi hijo eres tú, yo te engendré hoy”, Sal. 2.7). Esta relación no es biológica, aunque a veces se utilizan metáforas del nacimiento, la infancia, y el crecimiento (Os. 11.1; Dt. 32.6; Is. 1.2; 63.8), y se espera que haya conformidad con el carácter del Padre. Pero básicamente el carácter de hijo de Dios se establece a través de su pacto. Dt. 14.1–2 ilustra claramente la calidad de hijo según el pacto, en lo que se refiere a Israel. El Rey-Mesías, aunque se le llama (así como Israel, con quien está tan íntimamente ligado) “primogénito” (Sal. 89.27) y “engendrado” por Yahvéh (Sal. 2.7), no debe en menor medida su posición al pacto de Dios con él (Sal. 89.28; 2 S. 23.5). Los términos de este pacto (“Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo”, 2 S. 7.14) corren paralelos a las palabras del pacto con Israel (“Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo”, Jer. 31.33).

D.W.B.R., A.R.M.

II. En el Nuevo Testamento

La expresión “hijos de Dios” se usa en el NT sin que haya diferencia de sentido entre los vocablos para “hijos” (gr. hyioi) y tekna. Su uso neotestamentario esta basado en uno u otro de los usos veterotestamentarios de “hijos de Dios”.

a. Lc. 20.36

Esta referencia, “son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección”, refleja el uso de “hijos de Dios” tal como aparece en Sal. 29.1; 89.6; Dt. 32.8 (LXX), donde significa seres extraterrestres en la presencia de Dios, en contraste con “los hijos de este siglo”. Era ya creencia de muchos judíos que los elegidos tenían por delante este destino, pero dicha creencia habría de adquirir un significado mucho más claro a la luz de la resurrección de Cristo.

b. Aquellos que obran como Dios

Lc. 6.35, “seréis hijos del Altísimo”, significa poco más que “seréis como Dios”. “Hijo de …” es un modismo que equivale a decir con las características de o “que hace el trabajo de” (cf. la descripción parabólica del hijo que hace de aprendiz en Jn. 5.19), y los “hijos de Dios” en Mt. 5.9 y 5.45 pertenecen a esta categoría. El Sal. 82.6, comentado por Jesús en Jn. 10.34–36, podría ser un ejemplo veterotestamentario de este sentido, siendo los jueces hombres que ejercen el poder de Dios sobre la vida y la muerte. La sencilla metáfora de Pablo en Ef. 5.1, “sed imitadores de Dios como hijos amados”, refleja este modismo, aunque también presupone una relación más profunda entre los hijos y su Padre.

c. El carácter filial de Israel

El carácter filial colectivo de Israel (“Israel es mi hijo, mi primogénito”, Ex. 4.22) se destaca en el pensamiento de Pablo (p. ej. Ro. 9.4, “son israelitas, de los cuales [es] la adopción …”) y en otras partes del NT. A veces esta filiación de hijo aparece como representada y cumplida en Jesucristo, como sucede en Mt. 2.15 y en las narraciones de su bautismo y tentación. Sin embargo, aun prescindiendo de una conexión directa con el carácter filial de Cristo, “hijos de Dios” nos recuerda la aplicación del vocablo en el AT al pueblo del pacto que ha de reflejar su santidad. Si Ef. 5.1 es poco más que metafórico, Fil. 2.15, “hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa”, está basado en el canto de Moisés (Dt. 32.5–6, 18–20), y 2 Co. 6.18 combina una serie de pasajes que se refieren al pacto (p. ej. Is. 43.6; 2 S. 7.14). “Los hijos de Dios que estaban dispersos” en Jn. 11.52 son las ovejas descarriadas de la casa de Israel (cf. 10.16). La idea proviene de Ez. 34 y 37, aunque es discutible el que la referencia en Juan sea solamente a los creyentes judíos o a todos los creyentes en general.

La filiación del pueblo de Dios como hijos está, sin embargo, ligada a la filiación especial de Jesús en He. 2.10–17. (En la cita en los vv. 13–14 se usa una palabra distinta, paidia, para “hijos”.) Aquí el carácter de hijo que le corresponde a Jesús es el que se le otorga al Rey-Mesías, hijo de David (Sal. 2.7; 2 S. 7.14, citados en He. 1.5), que es paralela al carácter filial de Israel conforme al pacto, y quizá hace de epítome del mismo. Los “muchos hijos” son “descendencia de Abraham” e “hijos” por elección aun antes de la encarnación de Cristo. No obstante, son llevados “a la gloria” a través del Hijo, que comparte con ellos “carne y sangre”, estado en el cual les aseguró la salvación mediante su muerte.

d. Pablo en Romanos y Gálatas

Aunque Pablo reconoce que “la relación filial” pertenece a los israelitas (Ro. 9.4), insiste en que no todos los que descienden de Israel son “israelitas” en el verdadero sentido, y que, por lo tanto, no son “los hijos según la carne” sino “los … hijos de la promesa” los que son “hijos de Dios” y verdaderos participantes del privilegio (Ro. 9.6ss).

Según esta prueba, están incluidos tanto judíos como gentiles, “pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gá. 3.26). Pablo hace una exposición de esta doctrina de la filiación en Ro. 8, donde invoca el concepto de hyiosthesia, generalmente traducido *“adopción”. Pero, aun cuando el vocablo se utilizaba en el griego de la época para describir la adopción legal de niños (véase MM), no está claro hasta que punto este tipo de adopción entra en el pensamiento de Pablo. A pesar del contraste con el estado anterior de esclavitud, tanto en Ro. 8.15 (donde °nbe traduce hyiothesia con la frase “os hace hijos”) y Gá. 4.5, por lo menos en este último pasaje hyiothesia parece corresponder a la apropiación de la herencia por un hijo en “la fecha señalada por el padre”. El modelo fundamental es la acción soberana de la gracia de Dios cuando declaró a Israel, y luego al rey davídico, su hijo. Ni la filiación de Israel (Ex. 4.22), ni la del Mesías (Sal. 2.7; 89.27), pueden considerarse como opuestas al hecho de que el recipiente fuese llamado “primogénito” de Dios, y la hyiothesia del creyente es prácticamente idéntica a la noción de generación espiritual. En Ro. 8.23 la hyiothesia está todavía por llegar. Aunque nuevamente está asociada con la idea de la “redención” (¿de la esclavitud?), la acción positiva es en realidad “la manifestación de los hijos de Dios”, la que demuestra lo que en verdad ya son. Este carácter filial está indisolublemente ligado al carácter filial de Cristo mismo (Ro. 8.17), que es atestiguado y controlado por el Espíritu (8.14, 16), y su naturaleza última es manifestada cuando se pone de manifiesto la filiación de Cristo como Hijo, y cuando los elegidos de Dios se ven como “hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (8.19, 29).

e. Juan

El concepto de Juan en cuanto a los “hijos de Dios” difiere del de Pablo solamente en cuanto al énfasis, aunque emplea simplemente el vocablo tekna, y reserva hyios exclusivamente para Cristo. Westcott sostenía que Juan deliberadamente evitó el uso de hyios, “el vocablo para designar dignidad y privilegio reales y verdaderos”, para describir la relación de los cristianos para con Dios, ya que “considera su posición no como el resultado de una ‘adopción’ (hyiosthesia), sino coma resultado de una nueva vida que avanza desde el germen vital hasta la plena madurez”. Sin embargo, Westcott indudablemente exagera. Si bien no cabe duda que Juan aprovecha la idea del nacimiento natural y la relación consiguiente (p. ej. 1 Jn. 3.9), también es consciente del fondo veterotestamentario en el cual Israel llegó a ser hijo de Dios por elección y llamado. Ya nos hemos referido a Jn. 11.52. En Jn. 1.12 los “hijos de Dios” puede interpretarse como aquellos israelitas que creyeron antes que el Verbo fuese hecho carne. De cualquier forma, se los describe no sólo como “nacidos de Dios” sino también como habiendo llegado a ser “hijos de Dios” por haberles sido conferida dicha condición: “Les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios” (°ba). También en 1 Jn. 3 y 4 se describe a los creyentes como “nacidos de Dios”, con una referencia especial a su capacidad para reproducir el carácter de amor y justicia de Dios; no obstante, el título “hijos de Dios” es también un privilegio concedido por medio del “llamado” de Dios (3.1). Aunque ahora “se manifiestan” los que son hijos de Dios por su conducta (3.10), “aún no se ha manifestado” lo que han de ser al final, pero lo será cuando el Hijo de Dios se manifieste y ellos reflejen plenamente la imagen de su Padre (3.2); imagen esta que se encuentra en el Hijo.

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D.W.B.R.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico