HONOR
v. Dignidad, Gloria, Honra
1Ch 29:11 tuya es .. la gloria, la victoria y el h
Job 14:21 hijos tendrán h, pero él no lo sabrá
Dan 2:48 le dio muchos h y grandes dones, y le
1Th 4:4 tener su propia esposa en santidad y h
1Ti 1:17 al Rey .. sea h y gloria por los siglos
1Ti 5:17 sean tenidos por dignos de doble h
1Ti 6:1 tengan a sus amos por dignos de todo h
Rev 21:24 reyes .. traerán su gloria y h a ella
vet, Consideración (reconocimiento del valor) de otra persona (Hch. 28:10). El honor de Dios es parte de su gloria. Honrar a Dios significa: reconocer el poder y la gloria de Dios (Jos. 7:19; 1 Cr. 16:28; Jn. 9:24; Hch. 12:23); sólo a Dios se debe honor (Ro. 11:36); El exige ser honrado (Mal. 1:6). Al hombre se le debe honor por haberlo recibido de Dios como un don (1 R. 3:13; Sal. 8:6), como un prestigio y dignidad proveniente de ser imagen de Dios (Gn. 45:13). Se debe mostrar honor: a los padres (Ex. 20:12), a los ancianos (Lv. 19:32), a los reyes (1 P. 2:17), a las viudas (1 Ti. 5:3), a los señores (1 Ti. 6:1). Se espera de los cristianos que se den muestras de honor en el trato de unos con otros (Ro. 12:10); con ello se junta la renuncia a buscar egoísticamente el propio honor (Jn. 5:44; 12:43; Gá. 5:26; Fil. 2:3), lo que, sin embargo, no excluye que cada uno tenga cuidado de su propia honra (Hch. 13:46; 16:37).
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
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Dignidad que el hombre tiene o recibe ante la comunidad a la que pertenece. Está constituido por elemento interno y personal que e apoya en la conciencia de la propia dignidad y en cierta complacencia en ella; y de un elemento exterior y social que se vincula con la opinión, el pensamiento y la reputación que ante los demás una persona merece.
En este sentido segundo, en el lenguaje castellano se habla con frecuencia de la «honra», que es el honor que los demás tributan.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(-> gloria). Uno de los descubrimientos más significativos (y quizá más obvios) de cierto tipo de hermenéutica moderna (antropología* cultural) ha consistido en el hecho de que el hombre bíblico vivía en un mundo donde el valor fundamental no era el dinero, sino el «honor».
(1) Hombre de honor, hombre económico. El hombre de las sociedades «modernas», sobre todo en Estados Unidos, es un homo oeconomicus, alguien cuyo valor fundamental es el dinero. En esa línea se podría decir que honrado es el que tiene y deshonrado el que no tiene; todo se mide y decide en línea económica. Como hemos podido indicar en varias entradas de este diccionario (dinero*, denario*, economía*, tributo*), el hombre bíblico vive también en un plano económico y valora el poder del dinero. En esa línea se sitúa el descubrimiento sorprendente de la mamona* como ídolo supremo y pecado fundamental. En esa misma línea se sitúan aquellas afirmaciones en las que se identifica la idolatría con la avaricia, entendida como absolutización del plano económico de la vida (Ef 5,5; Col 3,5). Por eso, la contraposición entre el mundo antiguo (que se expresa en claves de honor) y el mundo moderno (que se expresa en claves económicas) resulta, por lo menos, simplista: la Biblia cristiana conoce el riesgo de la economía y lo condena de un modo radical, con una intensidad que no ha sido después aceptada por el conjunto de la tradición cristiana (pobres*). La bienaventuranza* de los pobres (cf. Lc 6,21) sigue siendo la clave del Evangelio.
(2) Trasvaloración del honor. La Biblia forma parte de un mundo en el que se valora el honor de las personas, como han puesto de relieve los exegetas que están empleando la antropología cultural (y más en concreto la «antropología del Mediterráneo»), Por honor vive el hombre y, por eso, ha de honrar a sus padres, que le han dado la vida (cf. Ex 20,12; Dt 6,16); signo de honor son las vestiduras de los sacerdotes (cf. Ex 28,2.40); el culto es una forma de honrar a Dios (1 Cr 16,29); todo el libro de los Proverbios es un tratado de honra. Pero, dicho eso, debemos añadir que el mismo Antiguo Testamento ha vinculado la honra a las riquezas, de tal forma que resulta difícil hablar de honor sin ellas (cf. Prov 3,16; 8,18; 11,16; 22,4). Pues bien, el mensaje de Jesús ha roto la ecuación que vincula el honor con la riqueza, rechazando también como contrario a Dios y al bien del hombre un tipo de honor tradicional, que se ha vinculado con la familia* y la pureza* religiosa. Jesús se ha enfrentado duramente con los códigos de honor vigentes en su entorno social, códigos que están sancionados por los privilegiados del sistema, al servicio de sus propios intereses. En ese sentido, retomando y reinterpretando unas palabras bien conocidas de F. Nietzsche, podemos decir que el Evangelio es una trasvaloración de los valores sociales de su tiempo. Como expresión de ese enfrentamiento se entiende la forma en que Jesús se ha relacionado con los leprosos, impuros y posesos. Expresión de máximo deshonor ha sido la condena y muerte de Jesús. Esa experiencia de inversión de los códigos de honor está en el fondo del mensaje de Pablo: «Pero aquellas cosas que eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Flp 3,78). En esta línea han empezado a interpretar el movimiento de Jesús algunos de los exegetas que se sitúan en la línea de la antropología cultural.
Cf. C. J. Gil Arbiol, LOS Valores Negados. Ensayo de exégesis socio-científica sobre la autoestigmatización en el movimiento de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003; B. Holmberg, Historia social del cristianismo primitivo: la sociología y el Nuevo Testamento, El Almendro, Córdoba 1995; B. J. Malina, El mundo del Nuevo Testamento. Perspectivas desde la antropología cultural. Verbo Divino, Estella 1995; B. J. Malina y R. L. Rohrbaugh, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I. Comentario desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella 1996.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
El honor humano es el reconocimiento de la grandeza y de la dignidad del hombre. Para que la manifestación exterior en cuestión de honor de uno mismo y de los demás no se traduzca en hipocresía, es preciso que el sentimiento de aprecio y de valoración sea ante todo interior. Santo Tomás enseña que el honor «es el testimonio del valor y de la virtud presente en el otro, dado a través de la manifestación exterior de la alta estima interior» (5. Th. 11-11, q. 103, a. 1). El hombre en cuanto tal, más aún que por sus dotes y características particulares, es digno de honor, de aprecio y de reconocimiento por parte de los demás. Si se pierde de vista a la persona humana en cuanto tal y se consideran las características de la persona, el criterio del honor varía según los valores dominantes de una cultura determinada. Entonces, se tributará honor, estima y reconocimiento a aquellas personas que tienen esas cualidades, mientras que las otras serán despreciadas e ignoradas. En una sociedad que rinde culto al tener más que al ser, serán los valores materiales los más apreciados y se estimará más a las personas que lo posean; y al revés, serán más marginadas y despreciadas las personas no dotadas de esas cualidades. La moral, filosófica y teológica, debe hacer conscientes a los individuos de lo que realmente merece estima Y respeto. El honor es un bien que ha de encontrar protección y garantía jurídica. Todos tienen que cuidar y proteger su propio buen nombre, ya que la persona puede realizarse en la comunidad y – servirla sólo cuando es honrada y respetada. Y esto es verdad especialmente cuando uno tiene responsabilidades particulares en el ámbito de la comunidad. El cristiano buscará su honra y estima en la búsqueda de aquellos valores que dan la verdadera grandeza. Esto supone una buena dosis de anticonformismo y de seriedad personal.
L. Lorenzetti
BibI.: A. di Marino, Honor en NDTM, 862868; K. HOrmann, Fama, en DMC, 418-425; S. Aalen, Gloria (doxa), en DTNT 227-233; B, Haring, Libertad y fidelidad en Cristo, 11, Herder, Barcelona 1983, 99ss.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO: I. Noción básica del honor. II. Honestidad y humildad. III. Honor y fama. IV. Lesiones del honor y de la fama. V. Conclusión.
El honor es un tema que en los tratados morales aparece como de importancia secundaria y escasa. Sin embargo, en la vida de los hombres posee notable relieve. Se estima que un hombre vale y cuenta en proporción del honor y de la estima que se merece o consigue conquistar entre sus semejantes.
Afortunadamente ha pasado la época en la que el honor se defendía también con la espada y un noble consideraba un deber lavar la afrenta sufrida con la sangre del ofensor. También parece un recuerdo remoto el relativo a la preocupación contraria acerca del honor, fomentada por los tratados ascéticos. Si los «mundanos» tomaban tan a pecho el honor, había motivos para suscitar aprehensión entre los «espirituales»: las amenazas contra la vida interior del cristiano parecían evidentes. Además, ¿no era el modelo de toda vida interior Cristo, hundido en el deshonor en su pasión y muerte?
¿Cómo conciliar la estima del honor y la búsqueda de la humillación, cuando el primero parece abrir el camino al orgullo y a la soberbia, cumbre de todo vicio, y la segunda asegura la humildad, fundamento de toda vida?
Para escoger entre estos dilemas no parece decisivo el recurso a la Escritura, que hoy con las complejidades hermenéuticas no puede mirarse como un fácil prontuario en cualquier apuro. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, las profecías del siervo de Yhwh humillado, con las sentencias de los sabios de los libros sapienciales, que miran el deshonor como castigo de la vejez y de la muerte de los malvados?
Sin embargo, en la vida auténtica de la Iglesia, a saber: en la de sus santos, no es difícil encontrar la solución práctica. Guiados por la luz que Dios comunica al hombre con el don de la inteligencia y movidos por la inspiración y por la revelación sobrenatural comunicada por Cristo y transmitida por su Iglesia, los cristianos auténticos han resuelto de modo ejemplar este problema. También pueden sacar provecho los hombres de hoy, aunque es preciso depurar el filón de oro de la moral cristiana de los condicionamientos culturales de la época, que pueden haber caducado.
I. Noción básica del honor
El honor es el esplendor de la vida humana tal como se refleja en la conciencia propia y en el conocimiento ajeno; o, con más precisión, el honor es la manifestación de la estima concebida respecto a una persona. Si este conocimiento se le manifiesta a la misma persona interesada, tenemos más exactamente el honor, mientras que la valoración lisonjera de una persona manifestada en su ausencia entre sus conocidos se llama propiamente fama.
Como el aire para los pulmones, así el aura de la estima y del respeto condicionan la alegría de vivir de toda persona. Es natural y está bien. El que se siente aprobado en su conciencia por lo que hace y por la estima ajena saca estímulo y energía para proseguir su camino. Pero también la estima de que uno goza sin saberlo entre la gente es de enorme ayuda para ser acogido por nuestros semejantes y para entablar útiles relaciones de colaboración y de intercambio con ellos. La confianza o crédito es moneda; mejor, es más indispensable que el dinero contante y sonante, que perdería a su vez el encanto si surgiera la sospecha de una eventual falsedad.
Cristo decía que el alimento no vale más que la vida que alimenta, ni el vestido más que el cuerpo que cubre (Mat 6:25). Tampoco el honor vale más que la persona que está revestida de él. Es más, según el mismo pensamiento cristiano, tampoco la vida del cuerpo vale más que el alma. Esta alma o persona humana hay que verla en toda su misteriosa complejidad. Forma una sola cosa con el cuerpo, pero no se identifica con él. A su vez, el cuerpo expresa al alma y la inserta en el mundo; de modo que los bienes de este mundo, comprendido el honor, entran en la esfera personal del alma y reflejan su dignidad casi infinita. Así surge el derecho a los bienes de este mundo, comprendidos la fama y el honor.
Pero hay que resolver un problema radical a propósito de la persona humana. En sí misma, la persona, cuerpo y alma con todos los bienes de este mundo que le pertenecen, es creada, o sea, ha venido de la nada, de la cual la ha sacado el poder creador que la sostiene en la existencia. Sin este continuo sostén creador el hombre, como todo el mundo, no es nada ni vale nada. Puede que el nihilismo de cierta filosofía imperante lo compruebe, aunque sea involuntariamente.
Sin embargo, a diferencia de todo el mundo visible y científicamente cognoscible, el hombre es como un espejo en que el Creador refleja el esplendor de su rostro divino. Así pues, el hombre refleja una dignidad infinita, que merece respeto, reconocimiento y honor.
Si añadimos cuanto nos descubre la revelación cristiana: que Dios se ha humanado para divinizar a todos los hombres, crecen inconmensurablemente la estima y el honor debidos incluso al más pequeño e insignificante de los humanos. Esto no supone en modo alguno una nivelación que ignore las diferencias de los valores de todo tipo que distinguen a las diversas personas. Mas estas diferencias vienen casi a desaparecer y diluirse desde la común distancia del observador que, como desde un observatorio, vuela a miles de kilómetros por encima de las cumbres de una región montañosa. A la luz de la fe, que permite ver al hombre y a las cosas desde la altura infinita de la mirada divina, los criterios humanos se ven profundamente alterados.
II. Honestidad y humildad
Ante el pleno descubrimiento de la verdad de la creación, las cosas buenas del mundo, y en particular los valores realizados por el hombre, no son absolutamente nada. Si vienen de la nada, es el poder de Dios el que hace que sean lo que son. Y todo lo que es, al participar de la naturaleza de la bondad divina, es también bueno (1Ti 4:4). La verdad impide, pues, por una parte, negar la realidad y la bondad del mundo, especialmente del humano; y, por otra, muestra que todo deriva de Dios, como los arroyos de la fuente y los rayos del sol. Cuando se reconoce la bondad o el valor de un hombre por ser hombre, es decir, porque refleja con su inteligencia y con su libertad la infinita grandeza divina, se tributa honor a una imagen de Dios, se honra a Dios. Por eso todo acto que honra a la humanidad, lo mismo del que obra que del que es objeto de ese obrar, es declarado justamente honesto, o moralmente digno y bueno. Por eso la honestidad y el honor coinciden fundamentalmente.
Mas la maldad podría disociarlos. Así como toda criatura desarraigada de su referencia a Dios o elegida como fin opuesto a él se convierte en un ídolo, en ocasión de pecado, y queda sujeta a la vanidad del pecador que la somete (Rom 8:20), así también el honor puede degenerar. Un modo de disociar honor y honestidad es buscarlo en contra de la verdad, pretenderlo de los demás en contra de la razón, tenerse de tal manera por superiores a los otros que no se los considere ya fines e imágenes del fin último divino, sino instrumentos que usar para satisfacer el gusto o el placer propios. Este es el honor vano y mundano, nunca suficientemente reprobado por los ascetas.
Quitar a los otros el honor debido es deshonesto; en cambio, perderlo con o sin culpa es sólo una desgracia. Y como no todo mal viene para perjudicar, la humillación y la pérdida del honor pueden servir también para abrir los ojos de quien corría peligro de sucumbir a la obcecación del orgullo.
Honrar a Dios por lo que es en sí y reconocer que en comparación suya todas las cosas y nosotros mismos somos como nada, es reconocer la pura verdad y practicar la virtud de la humildad. Mas la humildad no abate ni deprime, porque hace limpia la mirada para contemplar el rostro de Dios, que sonríe ante la felicidad de sus criaturas. La humildad hace saltar el gozo bajo la mirada del santo (Luc 1:47s). .
Mas esta gozosa humildad reconoce también las cosas grandes recibidas del omnipotente (Luc 1:49s). Por tanto, honrando a Dios en sí mismo, el humilde extiende el respeto de su reflejo en el mundo, particularmente en el humano, marcado por la impronta de la imagen y la gloria divinas. Entonces, como la vida de todo hombre es sagrada por reflejar el rostro divino, así es también sagrado el honor debido a toda persona por su dignidad de imagen divina y por todo lo que se impone a la estima de sus semejantes. También María, la sierva más humilde de Dios, podía reconocer que habrían de llamarla bienaventurada todas las generaciones (Luc 1:48).
Una tradición ascética, que quizá se desarrolló desde las primeras comunidades eremitas y floreció luego en la Edad Media, pero que ha continuado también en la era moderna, sugería la adquisición de la humildad mediante la áspera práctica de las humillaciones. Paralelamente sugería la participación en la pasión de Cristo mediante penitencias y mortificaciones que hoy podrían parecer horripilantes. Persiguiendo sinceramente el fin de la santidad, a saber: la proximidad cada vez más íntima con Dios, y estimando con razón o sin ella que para ello debían renunciar con acciones positivas a los bienes de este mundo, aquellos santos ascetas merecen el respeto debido a los héroes y no pueden ser escarnecidos por quien afronta sacrificios no menos gravosos o los impone a los demás por fines que no pueden compararse con los ideales ascéticos.
A decir verdad, en el comportamiento del mismo Cristo, incluso durante el período más trágico, al final de su vida terrena, puede notarse que el sufrimiento y la humillación más que buscadas eran padecidas y aceptadas como la misma muerte, como expresión suprema del amor más grande, que revelaba a los hombres lo amable que es Dios y cuánto ama a los hombres, a pesar de que con el pecado lo rechazan hasta condenarle a muerte de cruz.
III. Honor y fama
El honor y la fama consiste, según se ha dicho, en el reconocimiento del valor y de los méritos o cualidades de una persona, expresado en presencia de la persona interesada o ante los demás, que formulan juicios sobre él eventualmente ausente. El honor y la fama implican, por tanto, una dimensión social, un entrelazamiento de relaciones interpersonales y un intercambio de bienes invisibles, como juicios de la mente, que, sin embargo, se expresan sensiblemente y comprenden bienes tangibles. Además, la amistad y la paz están condicionadas por la reputación y por el honor.
Entre los valores de este tipo se cuentan también la l verdad y la veracidad. Surge aquí la pregunta de la relación que existe entre el honor y la fama y la verdad de los hechos. ¿Es lícito honrar y alabar a personas conocidas secretamente como indignas y nocivas o bien avergonzar en público al que tiene culpas secretas? ¿Cómo évitar la hipocresía y la maledicencia?
Frecuentemente ocurre que personas inexpertas en la vida se ufanan de ser francas y de manifestar sin rebozo todo lo malo que conocen del prójimo. Además, el honor y la fama se cuentan entre aquellos valores que, como la libertad, toda ordenación jurídica y penal estima lícito limitar si se abusa.
De estas y parecidas preguntas puede nacer en alguno la duda de estar ante el conflicto de costumbre de valores y deberes, ante el cual cada uno se las arregla como puede, oscilando en las arenas movedizas del l relativismo moral o de la ética de la situación.
Con un poco de calma y de lucidez se pueden solucionar tales dificultades. Honor, fama y libertad, igual que la veracidad, son todos ellos valores positivos, de los que se nutre el amor y con los que se rodea a la persona hecha a imagen de Dios. Pues bien, el amor, como enseña el cristianismo, se debe también a los enemigos. Sin embargo, la doctrina de Cristo no es absurda ni violenta la razón; si acaso, la perfecciona. Por eso el amor no puede dirigirse más que al bien y no puede menos de odiar el mal contrario. Por tanto, en el enemigo la caridad cristiana no ama su maldad o el daño que nos ocasiona. Al contrario, el objeto del amor humano y divino es el reflejo y la imagen de Dios impresa también en la persona enemiga. Una perla es preciosa aunque caiga en una cloaca, de donde hay que sacarla con pinzas para no mancharse las manos. Igualmente la caridad de Cristo llega a los pecadores y los libra de sus pecados sin connivencia alguna con su maldad «Ve, y no peques más», decía él a la adúltera perdonada.
IV. Lesiones del honor y de la fama
Honor y fama pertenecen a la persona, pero no se identifican con ella. La misma persona se coloca en posiciones diversas ante la mirada de la conciencia, lo mismo que el espejo se coloca en diversas posiciones hacia el sol. Cuando el espejo adopta una posición capaz de reflejar al sol, es deslumbrante como el disco solar. Así la conciencia de la dignidad absoluta de la persona humana debida a su razón y a su libertad de dimensiones infinitas impone el deber moral del respeto absoluto del hombre, similar al respeto que merece Dios, del cual el hombre se presenta como imagen.
Mas por ser sólo imagen, y no Dios mismo, el hombre en su dimensión de criatura puede adoptar una dirección opuesta a aquélla en la que refleja a Dios, oponiéndose, por ejemplo, a otra persona inocente y que refleja a Dios. Entonces la l legítima defensa de esta última permite rechazar la agresión injusta del que, como ofensor, no deslumbra con el reflejo divino, sino que obra como pura fuerza bruta de lo creado, nociva y sometida al dominio de la razón y de quien tiene razón. La conciencia del inocente que se defiende o de la autoridad que lo defiende no advierte ningún rostro divino en el agresor mientras dura la agresión. Por tanto, la libertad que hiere al agresor dentro de los límites de la defensa del inocente no rechaza en lo más mínimo el rostro divino y el esplendor de su gloria. Mas como el hombre permanece en sí mismo siempre como imagen divina, tampoco el que se defiende legítimamente del agresor puede odiarlo en sí mismo, aunque deteste la maldad y rechace la agresión. Naturalmente, en estos casos es fácil que la pasión del odio obceque a la razón y transforme al inocente en delincuente, como el ofensor. Sólo el que posee la suprema nobleza cristiana de saber ofrecer la otra mejilla y no teme ceder también la capa al que le roba sólo la túnica (Mat 5:39s) saldrá victorioso en estas tormentas del corazón humano; como Cristo, ve que Dios ama a aquellos hombres que le hacen mal y se esforzará en imitar su perfección (Mt 5 48).
Con la lógica del razonamiento relativo a la legítima defensa se pueden resolver los casos de aparente conflicto entre honor y fama, por un lado, y verdad y defensa de legítimos intereses mediante la difamación, por otro.
En legítima defensa no sólo se puede herir al otro en sus fuerzas físicas, sino también en su fama y su honor, si constituyen armas ofensivas contra inocentes o contra la paz social. Decirle entonces la verdad a la cara a un malvado o difamarlo en público, como hizo Cristo con los fariseos, no se opone a la honestidad, y hasta puede constituir un deber que es preciso cumplir con el valor de los mártires.
Mas igual que la legítima defensa no puede rebasar los límites estrictos de los derechos del inocente agredido, pues debe mirar sólo al bien del agredido o no al mal del ofensor, lo mismo el reproche o el deshonor y la detracción de la fama ajena no están permitidas cuando el arrepentimiento del culpable puede conseguirse con un coloquio privado o mediante la manifestación de sus culpas en un círculo restringido de personas interesadas y capaces de poner remedio. Este procedimiento se inspira en el evangelio, que, según Mat 18:15-17, dice: «Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas; si te escucha, habrás ganado a tu hermano; pero si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que toda causa sea decidida por la palabra de dos o tres testigos. Si no quiere escucharles, dilo a la comunidad; y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano y publicano». Permítase comentar: el reproche en el coloquio privado o la difamación en un estrecho círculo de personas o incluso ante la comunidad o ecclesia (como dice el texto griego de Mateo), que puede suponer una excomunión que hace al culpable extraño a la comunidad, no reniegan del amor a él, dado que la misión salvadora de Cristo se extiende también a los paganos y a los lejanos. Se trata sólo de remedios amargos a males de otra forma incurables, como sugería el apóstol Pablo a los corintios respecto al incestuoso (1Cor 5).
Si alguien insistiese afirmando que la verdad ha de prevalecer sobre el honor y la fama del que es indigno de ella, haría bien en considerar que la verdad humana debe reflejar la divina. Ahora bien, en la Trinidad divina el Padre, mediante el Verbo, dice solamente la verdad, de la cual procede el amor. La verdad hay que decirla sólo si fomenta la amistad y produce el bien en las relaciones humanas. En cambio, cuando la manifestación de la verdad, sea de tú a tú (como en el reproche), sea con pública difamación, haría sufrir y supondría daño para el prójimo, entonces hay que callarla por obligada reserva y se impone el /secreto, sea natural o de oficio, a menos de que -conviene repetirlo- esa manifestación sea necesaria para obtener un bien equivalente o prevaleciente respecto al daño del difamado o reprochado. En virtud del principio del l doble efecto, en estos casos el bien es la única mira del que obra, mientras que el mal únicamente se permite. Y la razón de permitirlo podría ser justamente el bien mayor del que sufre la humillación: sine culpa, non sine causa, diría santo Tomás.
Cuando las lesiones contra la fama y el honor son injustas, la doctrina moral prevé el deber de la reparación, igual que en los casos de perjuicio injusto de los bienes económicos [l Hurtó V-VI]. Los modos de herir el honor o la fama, que van de la contumelia o injuria a la detracción, de sembrar cizaña entre amigos a la burla, al desprecio y la maldición, han de encontrar los remedios apropiados, que difícil e inútilmente se le podrían ocurrir a la casuística, pero que la conversión del corazón y la caridad con el prójimo sabrán eficazmente realizar.
V. Conclusión
La gloria de Dios es Dios mismo en la comunión trinitaria: el Padre da su divinidad al Hijo en el amor recíproco del Espíritu Santo. Reflejo de la gloria íntima de Dios es la gloria externa, que resplandece en la creación del cosmos. En este cosmos las criaturas racionales y libres, como el hombre, reflejan como imágenes la gloria del rostro divino. Por eso todos los hombres son dignos de honor y de respeto. Mas en esta común dignidad destacan grados diversos, que la conciencia ha de reconocer y la libertad debe aceptar. Santo Tomás coloca el deber del respeto y del honor, llamado observancia, en las partes potenciales de la virtud de la justicia, inmediatamente después de la religión y la piedad, que regulan las relaciones con Dios y con los padres, y antes de la dulia o servicio, de la obediencia y de la gratitud, de la veracidad, de la afabilidad, de la liberalidad y de la epiqueya, que regulan los deberes de humanidad en las diversas relaciones con los propios semejantes. ‘
Así como el conocimiento de Dios es imposible para el que no tiene la visión beatífica o el don de la fe que la anticipa sin el conocimiento del mundo creado y de su lenguaje o significado, lo mismo el honor debido por los hombres a Dios llega a él mediante el conocimiento, la estima y el honor de los hombres, que lo representan también con la diversidad de los dones de que los reviste la providencia. Así, a través del rostro de los padres se vislumbra un reflejo de Dios diverso del que se transparenta en el rostro de un amigo o de un artista genial o de un científico. Por tanto, hay que graduar el honor en relación con las diversas personas que se encuentran en la vida. Sin el mundo no se conoce a Dios; sin los santos no se comprendería al Santo; lo mismo sin los amigos y los padres no se vislumbraría al Amigo dador de la vida y de todo bien y don perfecto (Stg 1:17). De ahí se sigue cuán sabiamente afirma santo Tomás: «Maxima enim reverentia debetur homini ex affinitate quam habet ad Deum» (se debe el mayor respeto al hombre por su afinidad con Dios) (S. Th., II-II, q. 103 a. 3, ad 3).
[ l Escándalo; l Homicidio y legítima defensa; l Justicia; l Verdad y veracidad].
BIBL.: AALEN S., Gloria (doxa), en Diccionario de teología del NT II Sígueme, Salamanca 1980, 227-231; ID, timé, ib, 231-233; COZZOLI M., L ónore, en T. GOFFI y G. PLANA, Corso di morale III: Koinonfa, Queriniana, Brescia 1984; GÜNTHUR A., Chiamata e risposta III, Paohne, 1979, 460-472; HíRING B., Libertad yfidelidad en Cristo II, Herder, Barcelona 1983, 99ss; HEGERMANN H., dáxa, doxázo, en H. BALZ y G. SCHNEIDER, Exegetisches Wdrterbuch zum NT I, W. Kohlhammer, Stutgart 1980, 832-841 y 841-843; HÜRMANN K., Fama, en Diccionario de moral cristiana, Herder, Barcelona 1975; HOBNER H., timé, en Exegetisches Wdrterbuch zum NT III, 1983, 856-860; KITTEL G., dóxa, en «GLNT» II (1966) 1370-1404; KRAMER H., Onore, en Dizionario di etica cristiana, Cittadella, Asís 1978, 286-288; SCNNEIDER Joh., timé, timao, en «GLNT» 13 (1981) 1269-1299; TOMMASO S., Summa Theologiae II-II, q. 102; VON RAD G., dóxa, en «GLNT» II (1966) 1343-1370.
A. Di Marino
Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teología moral, Paulinas, Madrid,1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
El honor puede definirse como el respetuoso reconocimiento mediante la palabra o el gesto del mérito o posición de otro. Así yo muestro honor a otro dándole su título si tiene uno, y quitándome el sombrero ante él, o cediéndole un lugar de precedencia. Así expreso mi sentimiento de su valía, y al mismo tiempo reconozco mi propia inferioridad ante él.
Es correcto y apropiado que se rindan muestras de honor a cualquier clase de dignidad, si no hay razón especial para lo contrario, y estamos obligados a honrar a los que se sitúan en cualquier relación de superioridad con respecto a nosotros mismos. Primero y principal, debemos honrar a Dios dándole culto como nuestro primer principio y último fin, fuente infinita de todo lo que somos y tenemos. Honramos a los ángeles y a los santos a causa de los dones y gracias concedidos a ellos por Dios. Honramos a nuestros padres, de los que hemos recibido nuestro ser terrenal, y a los que debemos nuestra educación y preparación para la batalla de la vida. Nuestros gobernantes, temporales y espirituales, tienen una justa pretensión a nuestro honor por razón de la autoridad que han recibido de Dios sobre nosotros. Honramos a los mayores por su presunta sabiduría, virtud, y experiencia. Siempre debemos honrar el valor moral dondequiera lo encontremos, y podemos honrar a las personas de talento superior, que están dotadas de gran belleza, fuerza, y habilidad, los bien nacidos, e incluso a los ricos y poderosos, pues la riqueza y el poder pueden, y deben, ser instrumentos de virtud y bienestar.
Entre los bienes que son exteriores al hombre el honor se sitúa en primer lugar, por encima de la riqueza y el poder. Es lo que específicamente damos a Dios, la máxima recompensa que podemos otorgar a la virtud, y es lo que los hombres aprecian más naturalmente. El Apóstol nos ordena honrar a quien se debe honor, y así, negarlo o deshonrar a quien se debe honor es un pecado contra la justicia, e implica la obligación de hacer una restitución satisfactoria. Si simplemente hemos descuidado nuestro deber a este respecto, debemos repararlo cultivando más asiduamente a la persona perjudicada por nuestro descuido. Si hemos sido culpables de inferir un insulto público a otro, debemos brindarle una satisfacción igualmente pública; si el insulto fue privado, debemos dar la apropiada reparación en privado, de forma que la persona perjudicada sea satisfecha razonablemente. Los que tienen autoridad en la Iglesia o el Estado, y otorgan honores públicos, están obligados por la virtud específica de la justicia distributiva a conceder los honores según el mérito. Si incumplen esta obligación, son culpables del pecado específico de acepción de personas. El bien común de la Iglesia requiere específicamente que los que son más dignos sean promovidos a dignidades superiores como el cardenalato o episcopado, y por la misma razón hay obligación grave de promover a los más dignos antes que a los menos dignos a beneficios eclesiásticos que lleven consigo la cura de almas. Según la opinión más probable esto mismo es válido para la promoción a beneficios a los que no se añade la cura de almas, aunque S. Alfonso admite que la opinión contraria es probable, supuesto que la persona favorecida sea al menos digna del honor aunque menos digna que su rival. Cuando se celebra un examen para decidir quién entre varios candidatos ha de ser elegido para un puesto de honor, hay una obligación aún más estricta de elegir a aquél que las pruebas demuestren que es – siendo igual lo demás—el más digno del puesto. Sobre la base de que, cuando se incumple esta obligación, no sólo se viola la justicia distributiva, como en los casos anteriores, sino la justicia conmutativa también, la opinión común sostiene que si uno que por examen prueba ser más digno es postergado, tiene derecho a compensación por el perjuicio que ha sufrido. Muchos, sin embargo, niegan la obligación de restituir en materia de beneficios incluso en este caso, sobre la base de que, aunque se celebre un examen para probar la adecuación, aun así no incluye un pacto estricto por el que los que confieren el beneficio se obligan a sí mismos en estricta justicia a concedérselo al más digno. Está claro que los responsables del nombramiento de una persona inadecuada a un puesto de superioridad son también responsables del daño que cause su inadecuación. Los principios antedichos han sido expuestos por los teólogos para la resolución de cuestiones relacionadas con la provisión de beneficios eclesiásticos, pero son aplicables a otros nombramientos similares, tanto eclesiásticos como civiles.
Una cuestión de gran interés en la historia de la religión y la moral, y de primaria importancia en el ascetismo cristiano, se debe tratar aquí. Hemos visto que el honor es no sólo un bien, sino que es el principal de los bienes externos que el hombre puede disfrutar. Santo Tomás de Aquino y los teólogos católicos están de acuerdo en esto con Aristóteles. Hemos visto también que, según la doctrina católica, todos están obligados a rendir honor a quien el honor es debido. De esto se sigue que no es moralmente malo buscar el honor con la debida moderación y el motivo apropiado. Y aun así Cristo reprochó severamente a los Fariseos por gustar de los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas, los saludos en el mercado, y los títulos honoríficos. Dijo a sus discípulos que no se llamaran Rabbí, Padre, o Maestro, como los Fariseos; el mayor entre sus discípulos debía ser el servidor de todos; y el que se exaltara sería humillado, y el que se humillara sería exaltado.
Aquí damos con la característica distintiva de la moral cristiana en cuanto se distingue de la ética pagana. El tipo ideal de humanidad en el sistema de Aristóteles se nos diseña en la célebre descripción del hombre magnánimo. El hombre magnánimo se describe como quien, siendo realmente capaz de grandes cosas, se tiene a sí mismo por digno de ellas. Pues el que se considera así digno más allá de sus méritos reales es un tonto, y un hombre que posea cualquier virtud no puede ser un tonto o demostrar falta de entendimiento. Por otro lado, el que se tiene a sí mismo por menos de sus méritos es un pusilánime, sin que importe que los méritos que menosprecia sean grandes, moderados, o pequeños. Los méritos, por tanto, del hombre magnánimo son excepcionales pero en su conducta observa el justo medio. Pues él se siente a sí mismo digno de su méritos exactos, mientras que los demás o sobreestiman o subestiman sus propios méritos. Y puesto que no sólo es capaz de grandes cosas sino que también se tiene por digno de ellas – o más bien, en realidad, de las mayores cosas – se deduce que hay algún objeto que debe dedicársele a él. Ahora bien este objeto es el honor, pues es el mayor de todos los bienes externos. Pero el hombre magnánimo, puesto que sus méritos son los máximos posibles, debe estar entre los hombres óptimos, pues cuanto mejor hombre sea mayores serán sus méritos, y los hombres óptimos tendrán los méritos máximos. La verdadera magnanimidad, por tanto, no puede sino implicar virtud; o, más bien, el criterio de la magnanimidad es la perfección conjunta de todas las virtudes individuales. La magnanimidad, entonces, parecería ser la corona, por así decir, de todas las virtudes; pues no sólo implica su existencia, sino que también intensifica su esplendor. Es con el honor entonces, y con el deshonor con los que el hombre magnánimo se relaciona más específicamente. Y donde reciba un gran honor, y eso de hombres íntegros, se complacerá en ello, aunque su complacencia no será excesiva, puesto que en suma ha obtenido lo que se merece, si no, tal vez, menos –puesto que no se encuentra el honor adecuado a la virtud perfecta. No será sin embargo menos recibir tal honor de hombres íntegros, puesto que ellos no tienen mayor recompensa que ofrecerle. Pero el honor rendido por la gente vulgar, y en ocasiones sin importancia, lo despreciará de manera absoluta, pues no estará a la medida de sus méritos. Ahora bien el hombre magnánimo desprecia a sus prójimos justamente, pues su estimación siempre es correcta; pero la mayoría de los hombres desprecia a sus compañeros por motivos insuficientes. También le gusta conceder un favor, pero siente vergüenza de recibirlo, pues lo primero es prueba de superioridad, lo segundo de inferioridad. Además, parecería que el magnánimo se acuerda de aquellos a los que ha hecho un favor, pero no de aquellos de quienes lo ha recibido. Pues el que ha recibido un favor se encuentra en una posición inferior a la del que lo ha concedido, mientras que el hombre magnánimo desea una posición de superioridad. Y así oye con placer hablar de los favores que ha concedido, pero con disgusto de los que ha recibido.
Estos son los rasgos principales de este célebre retrato en cuanto se relacionan con el asunto que estamos tratando. Aristóteles completa los detalles del retrato con minuciosa exactitud, es obvio que se extiende en él con amoroso cuidado, como supremo ideal de su sistema ético. Y aun así, cuando lo leemos ahora, la descripción tiene en sí misma un elemento ridículo. Si el hombre magnánimo de Aristóteles apareciera hoy en cualquier sociedad decente, pronto se le daría a entender que se tomaba a sí mismo demasiado en serio, y se burlarían de él despiadadamente hasta que rebajara algo sus pretensiones. En realidad, es un consumado retrato de noble orgullo lo que el pagano nos pinta, y el Cristianismo nos enseña que todo orgullo es mentira. La naturaleza humana, incluso en lo mejor y más noble, es, después de todo, algo pobre, e incluso vil, como nos dice el ascetismo cristiano. Entonces, ¿estaba simplemente equivocado Aristóteles en su doctrina relativa a la magnanimidad? De ninguna manera. Santo Tomás acepta su enseñanza referente a esta virtud, pero, para evitar que se convierta en orgullo, la atempera con la doctrina de la humildad cristiana. La doctrina cristiana une todo lo que es verdadero y noble en la descripción de Aristóteles de la magnanimidad con lo que la revelación y la experiencia nos enseñan igualmente referente a la fragilidad y condición pecadora del hombre. El resultado es la dulzura, la verdad, y habitual fuerza del carácter supremo cristiano. En vez del autosatisfecho Arístides o Pericles, tenemos un San Pablo, un San Francisco de Asís, o un San Francisco Javier. El gran santo cristiano está penetrado de un sentido de su propia debilidad e indignidad separado de la gracia de Dios. Esto le impide creerse digno de cualquier cosa excepto del castigo por sus pecados e infidelidad a la gracia. Nunca desprecia a su prójimo, sino que estima a todos los hombres más que a sí mismo. Si se le deja, prefiere, como San Pedro de Alcántara, ser despreciado de los hombres y sufrir por Cristo. Pero si la gloria de Dios y el bien de sus hermanos los hombres lo requiere, el santo cristiano está preparado para abandonar su oscuridad. Sabe que lo puede todo en Aquél que le conforta. Con increíble energía, constancia, y absoluto olvido de sí, obra maravillas sin medios aparentes. Si se le conceden honores sabe como aceptarlos y referirlos a Dios si son para su servicio. De otro modo los desprecia como hace con las riquezas, y prefiere ser pobre y despreciado con Aquél que fue manso y humilde de corazón.
En contraposición a la doctrina pagana de Aristóteles y a la egoísta mundanidad de los Fariseos, la actitud cristiana hacia los honores puede expresarse en pocas palabras. El honor, al ser el homenaje debido a la dignidad es el principal de los bienes externos que el hombre puede disfrutar. Puede buscarse legítimamente, pero puesto que toda dignidad es de Dios, y el hombre no tiene nada por sí mismo sino el pecado, debe referirse a Dios y buscado sólo por amor a Él o por el bien del prójimo. Los honores, como las riquezas, son dones peligrosos, y es digno de alabanza renunciar a ellos por amor de Aquél que fue pobre y despreciado por nuestra salvación.
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco; SANTO TOMÁS, Summa; SAN ALFONSO DE LIGORIO, Theologia Moralis (Turín, 1823); SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales; LESSIUS, De Justitia et Jure (Venecia, 1625).
T. SLATER
Transcrito por Joseph P. Thomas
Traducido por Francisco Vázquez
Fuente: Enciclopedia Católica