HURTO

v. Robo
Gen 30:33 toda .. se me ha de tener como de h
Exo 22:3 si no tuviere .. será vendido por su h
Mat 15:19; Mar 7:22 del corazón salen .. los h


†¢Robo.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LEYE

vet, La Ley de Moisés castigaba al culpable de hurto con la restitución completa, la cual se obtení­a, en caso de necesidad, con la venta de las posesiones del culpable, o alquilando los servicios de éste hasta que se hubiese recaudado la suma sustraí­da (Ex. 20:15; Pr. 6:13; 22:22). Cuando lo robado era un animal, habí­a que devolver el doble si se devolví­a vivo (Ex. 22:3-8). Si el ladrón habí­a vendido el animal o lo habí­a inutilizado, debí­a pagar el cuádruplo, si éste era oveja o cabrito; y el quí­ntuplo si era res o ganado vacuno (Ex. 22:1; 2 S. 12:6; Lc. 19:8). El oro y la plata habí­an de ser restituidos con un quinto más. Los secuestradores de personas eran castigados con la pena de muerte (Ex. 21:16).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

Según la definición que dan comúnmente a este comportamiento los moralistas, hay hurto cuando uno se apodera de algo ajeno y – el legí­timo propietario se muestra razonablemente contrario a ese hecho.

El hurto reviste una doble malicia: en primer lugar acarrea un daño al prójimo y además determina un injusto enriquecimiento que contradice a las indicaciones evangélicas. Bajo este segundo aspecto, el hurto reviste siempre una cierta malicia, mientras que considerando el primer aspecto, la gravedad varí­a según el grado de daño producido al prójimo. Los moralistas, comentando el séptimo mandamiento, han subrayado la obligación de restituir lo quitado o de reparar en lo posible el daño producido. Al contrario, han prestado menos atención al aspecto de enriquecimiento injusto debido al hurto, como si esa tendencia constituyera una hecho natural y totalmente obvio dentro de una cultura de consumo que sitúa el parámetro primario de la conducta económica y social en la ampliación de las ganancias y por tanto en el enriquecimiento. Hoy no sólo existe el hurto a nivel interpersonal (microcriminalidad), sino que cunde también a veces en el plano polí­tico, administrativo, empresarial, en el ámbito de la mala vida organizada y en las relaciones entre los paí­ses superdesarrollados y las áreas de pobreza. De esta manera ha adquirido nuevos aspectos y unas dimensiones inéditas.

Así­ pues, a la luz de semejantes situaciones, urge una revisión más atenta del “no robar”, en sintoní­a con la óptica evangélica que impone no incrementar las riquezas según los módulos mundanos, haciendo de la ganancia la finalidad de la existencia y el único resorte del obrar, llamando al hombre por el contrario a iniciar unas nuevas relaciones sociales, hechas de solidaridad, en donde se afirma que “lo que tienes, lo tienes para darlo”, no para capitalizarlo de forma egoí­sta, sino para ponerlo en un circuito comunicativo que dé una realización concreta al destino de los bienes de la tierra a todos los hombres.

G. Mattai

Bibl.: E. Chiavacci. Hurto, en NDIM, 889 897′ M, Vidal, Moral de actitudes, III Moral social PS, Madrid 61991; A. Moncada, La cultura de la solidaridad, Verbo Divino, Estella 1989.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Definición y conceptos generales.
II. Malicia y gravedad del hurto.
III. La violación de la propiedad que no es hurto.
IV. El hurto de los que defraudan tributariamente.
V. El daño injusto.
VI. El deber de restituir.

I. Definición y conceptos generales
La definición de hurto recogida en todos los manuales de teologí­a moral desde el siglo xvii hasta hoy es la siguiente: “Ablatio rei alienae, rationabiliter invito domino”. Una traducción literal podrí­a ser ésta: “Adueñarse de lo ajeno, estando el otro razonablemente en contra”. Se imponen algunas aclaraciones. Ablatio significa propiamente “llevarse”; pero se sobreentiende que se trata de un llevarse en beneficio propio: robar y dañar lo ajeno constituye siempre un pecado contra la /propiedad y, consiguientemente, contra la /justicia en sentido estricto (justicia conmutativa); pero el hurto difiere del daño precisamente porque apunta a apropiarse de lo ajeno, y no simplemente a causar daño al prójimo.

En el hurto concurren, pues, dos elementos de malicia: el primero (común al daño) es causar daño al prójimo; el segundo es el enriquecimiento injusto. Ambos elementos habrá que tenerlos presentes en los problemas que se plantearán más adelante.

Hay que distinguir entre hurto y asalto: el primero es oculto; el segundo es un hurto perpetrado abiertamente ante el propietario, y va siempre unido de alguna manera a violencia, amenazas o intimidación. A la doble malicia del hurto, el asalto añade un tercer elemento de malicia: la vis, violencia ejercida ti conminada.

La determinación rationabiliter invito domino es de suma importancia. Ciertamente, si el propietario no está en contra, invitus, no hay robo, sino traspaso legí­timo de propiedad basado en la convergencia de voluntades. Pero puede suceder que el propietario esté en contra por motivos no razonables, es decir, puede ser no rationabiliter invitus. Existen, en efecto, situaciones excepcionales en las que el no querer que otro se haga con lo propio puede ser contrario a la razón; por eso, quien se adueña de cosas ajenas en semejantes situaciones no comete robo, aun no consintiéndolo el propietario. Esas situaciones, por supuesto, deberán especificarse con esmero.

Es necesario, por último, detenerse en el concepto de res aliena. El hecho de que una cosa sea de otro implica una cierta definición de propiedad: ví­nculo especial entre una persona y una cosa, de forma tal que esa cosa seas”suya”. En qué consiste ese ví­nculo;’-.gis decir, qué quiere decir l “propiedad”, es objeto de discusión. En todas las épocas y en todas las culturas existe, ciertamente, una idea de propiedad. Pero es igualmente cierto que el concepto de propiedad varí­a de una cultura a otra y de una época a otra dentro de una misma área cultural. Una posible definición general, válida para todos los contextos culturales, podrí­a ser la siguiente: “disponibilidad exclusiva, socialmente (y jurí­dicamente) garantizada dentro de lí­mites socialmente (y jurí­dicamente) establecidos”. Variando el contenido concreto de la propiedad, variará, obviamente, el contenido concreto de la noción de robo. En particular, variará el contenido de la cláusula domino rationabiliter invito: lo razonable de la oposición dependerá, obviamente, del tipo de garantí­a que una sociedad ofrezca para la disponibilidad de determinadas cosas.

Hay que tener en cuenta el hecho de que el concepto de propiedad presente y operante en la doctrina moral del hurto, tal y como ésta se expone en los manuales de teologí­a moral a partir de los siglos xvn-xvm, es el concepto caracterí­stico de la cultura occidental de los últimos siglos; este concepto supone una innovación de la doctrina tanto patrí­stica como escolástica y, a su vez, ha sido modificado en la linea de esa gran tradición por la Gaudium et spes (69-71). La doctrina de los manuales asume como dato de partida, y como doctrina de derecho natural, el concepto de derecho de propiedad como derecho natural inherente a los particulares independientemente de su pertenencia a una sociedad determinada (o anteriormente a su ingreso en ella). Ese derecho se adquiere, una vez por todas, cuando los particulares pasan a poseer algo de una manera legí­tima, bien por derecho natural, bien por derecho positivo. Una vez adquirido el tí­tulo de propiedad por uno de los modos legí­timos, la propiedad de lo adquirido resulta perpetua e inviolable, como parte integrante de la persona. Lo único que la sociedad civil podrá hacer será tutelar ese derecho.

II. Malicia y gravedad del hurto
En la concepción de la propiedad expuesta, el hurto es moralmente condenable por el motivo primario de ser una violación de la justicia: el hurto es un enriquecimiento injusto, contrario al derecho natural de propiedad. A este motivo primario se añade un motivo secundario, el de causar daño al prójimo en sus bienes materiales: con el enriquecimiento injusto va siempre unido un daño injusto, mientras que lo contrario no es siempre verdadero. Por consiguiente, podrá existir un pecado de daño injusto sin que exista hurto. Trataremos de ello aparte.

La cuestión de la gravedad del pecado de hurto ha sido objeto de animadas discusiones: la violación de la justicia es en sí­ algo grave; pero el objeto del hurto, formulado en términos monetarios, puede ir de valores mí­nimos a valores altí­simos. Se reconoce, por tanto, la parvitas materiae: un desorden moral grave en sí­ puede resultar leve (pecado venial) si el objeto es de escasa relevancia. Pero aquí­ surge el problema: la relevancia del objeto robado puede ser escasa para el ladrón, pero grande para quien ha sufrido el robo, y viceversa. Unas pesetas robadas a un pobre pueden significar su sustento; muchos millones robados a un rico pueden acarrearle un daño irrelevante.

Para resolver este problema es preciso remitirse a los dos motivos de malicia del hurto: el enriquecimiento injusto es grave si se trata de un verdadero enriquecimiento, tomando como referencia la situación económica media de la sociedad en que se vive. Existe un dato objetivo, aunque variable: lo que pueda considerarse verdadero enriquecimiento es siempre materia grave, independientemente del daño causado a la persona robada (materia absolute gravis). Pero el daño ocasionado puede ser grave incluso si el objeto del hurto tiene un valor inferior a lo que pueda considerarse enriquecimiento objetivo; existe, pues, una gravedad de materia relacionada con la condición de la persona robada, es decir, con un dato relativo y no determinable objetivamente. Si el daño es grave, la materia deberá ser considerada grave, aunque no exista verdadero enriquecimiento (materia relative gravis). La gravedad de la materia, y del pecado de hurto, deberá medirse por la gravedad del daño, aunque sólo hasta un determinado lí­mite. Traspasado el lí­mite del verdadero enriquecimiento, la materia será siempre grave, incluso si el daño ocasionado es leve; la materia absolute gravis sirve, pues, de techo a la materia relative gravis; traspasado ese techo hay siempre pecado mortal.

Este punto es importante, porque demuestra la agudeza y la sensibilidad moral de los manuales y porque de él se derivan importantes consecuencias en orden a la obligación de restitución (que debe imponerse en la confesión sacramental); la obligación estricta de restitución subsiste, en efecto, sólo cuando hay culpa grave y cierta.

En la concepción de la propiedad antes expuesta no parece, sin embargo, que exista mal alguno moral en el hecho de buscar el enriquecimiento; el único problema moral parece plantearlo el modo de buscar el enriquecimiento. No va contra la justicia, ni es en general un mal moral, la búsqueda de riquezas. Ahora bien, si se considera, como ciertamente apunta el evangelio, que la búsqueda de riquezas (y no la razonable y limitada satisfacción de necesidades honestas) es un mal, entonces la malicia primaria del hurto consiste ya en el hecho de tratar de enriquecerse, elemento intencional que por normase encuentra en el hurto; el que en el hurto se viole la justicia no es algo especí­fico del hurto, sino de toda forma de enriquecimiento, fin en sí­ mismo y sin lí­mites por tendencia. En el hurto se viola lajusticia conmutativa, es decir, la que regula las relaciones privadas entre personas individuales; en otras formas de enriquecimiento no se viola necesariamente la justicia conmutativa, pero se viola siempre, al menos en la intención, la justicia distributiva.

Existe, en efecto, un derecho, natural originario que los manuales desconocen, pero que está, muy presente en la Sagrada Escritura y en los santos padres. Un derecho que es el gozne de la doctrina de santo Tomás, que reaparece (tí­midamente) en la Rerum novarum y que vuelve a ser el centro de la moral económica cristiana en la Gaudium et spes con estas palabras: “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para el uso de todos los hombres y pueblos, de forma que de los bienes creados deben ser partí­cipes todos de acuerdo a un criterio equitativo, teniendo como guí­a a la justicia y como compañera a la caridad” (n. 69). Toda tendencia intencionada hacia la riqueza como un bien en sí­ es una potencial -y con toda certeza en nuestro tiempo actual- violación de este derecho fundamental. El derecho de propiedad privada caracterí­stico de los manuales está subordinado a este derecho, que es un verdadero derecho divino: `Cualesquiera que sean las formas de la propiedad… se debe siempre obedecer a la destinación universal de los bienes°’ (mismo número).

La tradición teológico-moral de los últimos siglos, con su modo de concebir la propiedad ve enriquecimiento injusto sólo en la violación de la justicia conmutativa. En los santos padres y en santo Tomás, mientras en el mundo haya pobres faltos de lo necesario para una decorosa subsistencia, el no-dar es ya una injusticia (“de facili°’~ S, T”_11-11, q. 66, a. 2), hasta el punto de que al mismo podar se le denomina hurto; tanto más lo será la búsqueda de un enriquecimiento ulterior. En esta lógica verdaderamenti~ teológica resulta, pues, un hurto al pobre el detentar riquezas más allá de lo necesario e incluso de lo conveniente; con mayor razón será ladrón quien busque un ulterior enriquecimitnto. Si, además, se tiene en cuenta que el afán de riqueza supone siempre, al menos lo supone de hecho mientras existan pobres, ocasionar un daño a otros, se pone de manifiesto cómo la doble malicia del hurto, enunciada con agudeza en los manuales, se da idénticamente en comportamientos que, en términos de estrictal justicia conmutativa, no encajan erZ la definición de hurto.

La reflexión moral acerca del hurto se complica todaví­a más en nuestros dí­as: la contaminación de un rí­o, la destrucción de un paisaje, el envenenamill~nto de la atmósfera que arruina tato la salud de las personas como la de la tierra (piénsese en las así­ llamadas lluvias ácidas) y provoca la degrailación de patrimonios culturales insustituibles, todas este situaciones están a menudo causadas a sabiendas por voluntades humanas con afán dc lucro. Se puede decir que se le roban a una aldea o a una ciudad o a unu comunidad entera riquezas naturales y culturales que son “suyas”, en el sentido general de propiedad antes explicado, y se roba buscando el enriquecimiento. Nos encontramos seguramente ante un pecado contra la justicia en sentido estricto y que tiene la misma malicia que el hurto. Está, pues, naciendo la conciencia de una forma de propiedad, de titularidad socialmente garantizada, de la que antes, por falta de amenazas, no se tení­a conciencia: su ablatio al legí­timo beneficiario, con fines de enriquecimiento, constituye -así­ nos parece- una verdadera violación de la justicia conmutativa, aun reconociendo que resulta a menudo difí­cil o imposible determinar los sujetos humanos individuales a quienes así­ se desposee. La raza de los empresarios (quí­micos, cargos públicos, etc.) que se enriquecen destruyendo bienes naturales y culturales, desposeyendo de esta manera a quienes son sus legí­timos titulares, es indudablemente una raza de ladrones.

III. La violación de la propiedad que no es hurto
La doctrina recibida a través de los manuales reconoce tres situaciones en las que la ablatio re¡ alienae no es hurto, en cuanto que el propietario, aunque invitus, contrario, no lo es rationabiliter. Se trata de las situaciones clásicas del caso de extrema necesidad, del caso de oculta compensación y del caso de expropiación por motivos del bien común.

El segundo y tercer caso son una violación aparente de la propiedad. La oculta compensación se da, en efecto cuando quien tiene asegurado ya el derecho a algo (p.ej., el salario), no está en condiciones de hacerse con ello en propiedad por medios legí­timos; hay aquí­ una violación de la posesión, pero no de la propiedad. La expropiación por motivos del bien común a cargo de la autoridad pública, y por motivos serios (según los manuales tiene que tratarse de casos excepcionales: la necesidad de construir una fortificación o una lí­nea ferroviaria), debe llevarse siempre a cabo de manera que el propietario quede “indemne”; esto quiere decir violar una propiedad material (un terreno), pero no la riqueza que ella representa.

El caso, en cambio, de extrema necesidad es de gran importancia y ha dado lugar a múltiples debates. El problema no consiste en que la caridad imponga socorrer al menesteroso; el problema dice relación, en la lógica recibida de los manuales, a la violación de la justicia conmutativa. Según un antiguo y no discutido principio dei derecho común, todo es común en caso de extrema necesidad. Para muchos autores se trata de un retorno al estado originario, en el que los bienes de la tierra no estaban todaví­a divididos; otros autores opinan que existen derechos fundamentales (a la supervivencia) que prevalecen, por ley natural, sobre el derecho de propiedad. En cualquier caso, ante la extrema necesidad se puede coger algo a otros en la medida estrictamente necesaria para la superación de tal estado.

Hay que resaltar dos cosas: El el propietario no tiene el deber de dar (por justicia); el derecho de propiedad permanece siempre. El propietario sólo tiene el deber de justicia de no impedir que otro coja de lo suyo sólo lo estrictamente necesario, y sólo encontrándose en extrema necesidad. Hay autores que mantienen la propiedad inviolable incluso en este caso, y que lo cogido por el menesteroso debe considerarse un préstamo, que se deberá restituir lo antes posible; 0 la extrema necesidad se entiende en un sentido muy reducido; prácticamente, cuando alguien está en peligro de morir de hambre.

Más aún: no basta el peligro de muerte, sino de muerte inmediata, pues de no ser así­ siempre cabrí­a la posibilidad de pedir l limosna, no violando, pues, la propiedad ajena. Para dar un respiro al moribundo, muchos autores (aunque no todos) admiten una necesidad “casi-extrema”. Una necesidad “grave” (es decir, que no implique riesgos mortales: la necesidad de curar una enfermedad grave, pero no necesariamente mortal) queda generalmente excluida, y el propietario desposeí­do estarí­a razonablemente en contra de la sustracción de lo propio.

En la concepción de la propiedad anterior al siglo xvti, y especialmente en la expresada con claridad por santo Tomás, retomada y profundizada por la Gaudium et spes, no sólo se tiene una visión más evangélica del problema, sino un planteamiento diverso en la interpretación y valoración de lo que puede denominarse el hurto del pobre. Falta, en primer lugar, en este hurto la voluntad de enriquecimiento: en él sólo se da la necesidad de algo necesario. Por lo que respecta a la violación de la justicia, es necesario recordar el derecho natural fundamental de todo ser humano a disponer de un mí­nimo de bienes terrenales: subordinando a este derecho el derecho de propiedad en caso de verdadera necesidad, no hay injusticia. Esta es la importancia de la doctrina anteriormente expuesta de que la justicia distributiva prevalece, dentro de ciertos lí­mites, sobre la justicia conmutativa.

El hurto del pobre en necesidad no es hurto, porque el pobre tiene derecho al mí­nimo necesario. El razonamiento de santo Tomás es muy sencillo: la propiedad, por lo que hace a su uso, debe ser considerada por el propietario mismo como común, es decir, confiada a él para que -según el designio divino- haga uso de ella en beneficio de todos; el propietario tiene la obligación, en justicia, de dar de facili de lo suyo a quien se encuentre en necesidad. Por consiguiente, si alguien se halla en necesidad real y no encuentra a ningún rico que pueda proveerlo de lo necesario oportunamente, él está legitimado para proveerse por sí­ mismo. Más que a hurto, el caso se aproxima a la oculta compensación. A este sencillo esquema -propio también de los santos padres- hay que añadir dos reflexiones.

La idea rí­gida de extrema necesidad se desmorona; se trata de necesidades reales, pero no necesariamente de morir de hambre. Lo importante en santo Tomás es el elemento de urgencia ante el retraso de los ricos en el cumplimiento del propio deber; el peligro de muerte se cita sólo como ejemplo de urgencia (S. Th., i1-11, q. 66, a. 7). Baste un ejemplo: en los años treinta habí­a un aparcero que sólo tení­a un par de zapatos decentes para sus dos hijos. Para que fueran a misa bien vestidos, los mandaba a horas distintas con el ~rnismo par de zapatos. Opinamos que si hubiera “cogido”, por propia iniciativa, un modesto par de zapatos, ello no hubiera sido hurto (en la hipótesis obvia de que el dueño hubiera rehusado ayudarle). Se trata, pues, de necesidad urgente, seria dentro del marco social en que uno se mueve y que no se puede satisfacer de otra manera en un tiempo útil.

La segunda reflexión es que, a diferencia de la doctrina expuesta en los manuales, el propietario no sólo tiene la obligación de justicia de no impedir que el pobre coja lo necesario, sino que tiene el positivo deber de justicia de dar antes de que el pobre se vea obligado a pedir o a coger lo que sustancialmente es ya suyo: “et ideo res quas aliqui superabundanter habent, ex natural iure debentur pauperum substentationi” (S. Th., l.c.: las cosas en las que uno superabunda deben, por derecho natural, servir para el sustento de los pobres).

En la Gaudium et spes se ahonda en el asunto de manera diversa: una cierta propiedad (en el sentido general de disponibilidad exclusiva y garantizada) es necesaria a todo ser humano como condición para el ejercicio concreto de su libertad; existe, pues, un derecho natural de las personas a la propiedad (n. 71) que, dentro de ciertos lí­mites, prevalece sobre el derecho de propiedad.

IV. El hurto de los que defraudan tributariamente
De la doctrina que queda expuesta se sigue inmediatamente el deber de pagar los tributos como un deber de estricta justicia [l Etica fiscal]. Quien posea superabundanter tiene el deber de justicia de dar a quien se encuentra necesitado. Pero, como ya notaba santo Tomás (S. Th., Lc.), resulta difí­cil intervenir de forma eficaz y a su tiempo allí­ donde mayor es la necesidad. En nuestros dí­as esta misión ha de realizarla principalmente la sociedad por medio de sus gestores del bien común.

Los medios para aquella finalidad se obtienen a través de la imposición tributaria: hoy en dí­a los impuestos no son, ni exclusiva ni primariamente la retribución de los servicios prestados por el Estado, sino que son el modo ordinario y más eficaz de que quien tiene más ingresos o rentas ponga a disposición de los miembros necesitados de su comunidad una parte de lo que es suyo. Sólo el Estado puede conocer las necesidades urgentes en su complejidad y relativa gravedad y aportar los medios más eficaces.

Así­ tenemos superada totalmente en la presente realidad histórica la tradicional afirmación de los manuales de que el pago de los impuestos no es un deber de justicia por derivarse de una ley mere poenalis que no engendra la obligación en conciencia del pago de los impuestos, sino tan sólo la de pagar en conciencia la pena cuando uno es sorprendido en fraude fiscal.

El pago de impuestos es el primer deber de estricta justicia por tratarse del modo primario y debido con el qué uno puede dar de sus bienes a quien tiene necesidad de ayuda. Hoy ya se intenta, además, destinar partidas presupuestarias por parte de los Estados ricos en favor de los paí­ses más pobres, bien con partidas a fondo perdido o bien como préstamos en condiciones particularmente favorables. Hacer eso sólo será posible a través de una imposición rigurosa; y con ello se logrará que el ciudadano rico de un Estado rico pueda poner parte de sus riquezas a disposición de los pobres del mundo entero a través de planes eficaces que serí­an de imposible realización a los particulares.

Cuando los impuestos se usan mal o se distraen de sus finalidades peculiares, no por eso cesa el deber de satisfacerlos: al contrario, surge un segundo deber de conciencia: eliminar -por medios legí­timos- a los gobernantes deshonestos. El cristiano no puede pensar que el Estado, con los impuestos, le arrebata algo suyo; debe pensar, por el contrario, que el Estado, con los tributos, además de atender a los costes de los servicios y funciones públicas, le detrae lo que ya no es suyo, sino del necesitado.

V. El daño injusto
El daño injusto es un hurto a medias: no existe en él la malicia del enriquecimiento (injusto), pero sí­ la de ocasionar daño al prójimo en su legí­tima propiedad. Es necesario determinar cuándo es injusto ocasionar daño a la propiedad ajena. Puede serlo por diversos motivos.

En primer lugar, el daño es ciertamente injusto cuando se hace por odio al propietario, es decir, cuando el objetivo es precisamente dañar a alguien. En el lenguaje del derecho penal, se trata de acto “doloso”, porque su intención es precisamente la de ocasionar daño. Moralmente un acto realizado por odio al. prójimo es siempre pecado grave, incluso si el daño ocasionado es leve respecto a las posibilidades económicas del perjudicado. Hoy, por desgracia, este pecado es frecuente, especialmente en el ámbito de los operadores económicos en lucha entre sí­; es infrecuente, en cambio, el tratamiento y la catequesis moral en esta materia, así­ como su afrontamiento en el confesonario.

En segundo lugar, hay daño injusto cuando éste no se pretende directamente, pero se es responsable de él en base al principio del voluntario in causa: es decir, cuando el daño es consecuencia previsible de una acción o de una omisión evitable. Se trata de acto “culpable”, en el que no hay “dolo” (voluntad de dañar), pero sí­ la culpa de no haber tenido la cautela debida. Ejemplos diarios son casi todos los daños producidos en accidentes de tráfico, por uso de medicamentos caducados, por inobservancia de la normativa legal (o de sentido común) en la construcción, en la prevención de accidentes, en el ámbito ecológico. El deber general y supremo de la caridad, y el consiguiente deber de la justicia, hacen de estos o similares incumplimientos un pecado. La gravedad del mismo no hay que medirla tanto por las consecuencias efectivas cuanto por las consecuencias posibles a las que el agente se expone deliberada y conscientemente. Si un empresario descuida las medidas de prevención de accidentes, no comete pecado si y cuando un obrero sufre un accidente; pero lo ha cometido en el momento de su decisión consciente de exponer al obrero a este riesgo. Lo mismo sucede con el conductor de un coche con ruedas gastadas o que no tiene en cuenta el código de circulación. El pecado especí­fico de daño económico, y el consiguiente deber de reparación, nacen con el accidente; pero el pecado contra la caridad y la justicia ha nacido ya en el momento de la decisión inicial.

En tercer lugar, hay daño injusto en todos los casos de vandalismo: éste puede ser del todo gratuito o generado por rabia o incluso por euforia. El daño así­ ocasionado es “culpable” porque es intencional: pero es difí­cil catalogarlo de “doloso”, es decir, intencional, por cuanto que el objetivo no es causar daño a alguien en particular; el objetivo es más bien desahogar la propia rabia o alegrí­a o, a menudo, aburrimiento. Se trata de acciones graves, aunque no tengan un “punto de mira”, porque manifiestan un total desprecio por el prójimo (conocido o ignorado), el cual, en cualquier caso, es alguien real. El acto, grave en sí­, es, por consiguiente, í­ndice de una actitud interior arraigada y es un acto profundamente antievangélico. La /educación moral cristiana es prácticamente inexistente en este campo.

En cuarto lugar, es daño injusto cualquier daño ocasionado, bien por negligencia, bien por vandalismo a los bienes de la comunidad (en especial al Estado). La mentalidad dominante, incluso entre eclesiásticos, de que causar daños al Estado no es algo tan grave, es un hecho graví­simo, relacionado indudablemente con la concepción individualista predominante en la moral económica de los manuales y llevada al extremo por los medios de comunicación de nuestros dí­as. Las condiciones en que se encuentra todo lo relacionado y destinado al servicio público son testimonio de esta mentalidad, existente de forma muy remarcada dentro del ámbito europeo. El daño ocasionado ,aun bien público no se ocasiona a un “Estado” abstracto, sino a las personas concretas de la comunidad. La;insensibilidad moral predominante en este campo impone una catequesis moral nueva y rigurosa.

VI. El deber de restituir
El deber de restituir lo robado (o al menos su valor económico) y de reparar el daño ocasionado es siempre un deber de estricta justicia. Se debe imponer como condición para el perdón sacramental cuando derive de pecado grave (no sólo por daños objetivamente graves). Prescindiendo de la legislación civil, piénsese en la cantidad de daños ocasionados por particulares a otros particulares o a la comunidad, daños graves en sí­ (daños ecológicos, p.ej.) y, a menudo, graves también por el desprecio al bien ajeno que los caracteriza.

Por lo que hace al hurto, no siempre resulta posible restituir al propietario; ahora bien, nadie puede enriquecerse con los bienes ajenos. Los destinatarios de la restitución deben ser indudablemente los pobres, titulares del excedente de las personas acomodadas. La única excepción al deber de restituir es la imposibilidad económica del ladrón si de esa restitución se siguiera privación de lo necesario; ahora bien, la obligación sigue en pie y deberá hacerse efectiva cuando la condición económica del ladrón lo permita.

Por lo que hace al daño, y no existiendo enriquecimiento, no urge la obligación de reparación a terceros cuando resulte imposible reparar al perjudicado. Subsiste, en cambio, otra obligación. En la vida cotidiana actual todos estamos expuestos a ocasionar injustamente daños por negligencia o por falta de cuidado. Si esto obliga a todos a una extremada cautela, obliga también a ponerse en condiciones de reparar los daños económicos que la actividad que uno desarrolla o las máquinas que uno use puedan causar por negligencia. Un ejemplo: el conductor de un coche o incluso de una motocicleta tiene en sus manos una bomba que, por negligencia accidental, pero siempre posible, del conductor, puede causar estragos. De ello se deriva la obligación de conciencia de una adecuada cobertura aseguradora, de forma que si mato “culpablemente” a un padre de familia sus hijos no queden en la miseria. Sabemos de muchos buenos cristianos que, con conciencia absolutamente tranquila, rehuyen incluso el seguro mí­nimo que la ley impone, y sabemos que muy raramente les amonestan sus pastores.

Concluyamos diciendo que la complejidad de la vida de relación y de la actividad económica (que es siempre actividad de relación) requieren hoy una conciencia mucho más vigilante y con más sensibilidad que la requerida hace sólo unos decenios. Esta complejidad obliga, por un lado, a ampliar el espacio de la educación moral a la l solidaridad; por otro, obliga a una educación moral verdaderamente evangélica acerca de la atención al otro, como particular y como comunidad. En este doble marco es donde hay que valorar los comportamientos económicos.

[l Doctrina social de la Iglesia; I Propiedad].

BIBL.: CATHREIN V., Filosofí­a morale II, Lef, Florencia 1921; CHIAVACCI E., Teologí­a morale III. Teologí­a morale e vira economica. Cittadella, Así­s 1986; GénICOT E., Institutiones theologiae moralis I, Museum Lessianum, Lovaina 1931; IomoT.A., Theologia moralis II, D’Auria, Nápoles 1946; Mwrrm G., Problemi etici di vira economica, en T. GOFFI y G. PIANw (eds.), Corso di morale III, Queriniana, Brescia 1984; Rooorá S., El terrible derecho. Civitas, Madrid 1987; VIDAL M., Moral de actitudes III. Moral social, PS, Madrid 19916.

E: Chiavacci

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral