IDOLATRIA

v. Abominación, Fornicación
Eze 11:18 y quitarán de ella todas sus i y todas
Act 17:16 viendo la ciudad entregada a la i
1Co 10:14 por tanto, amados míos, huid de la i
Gal 5:20 i, hechicerías, enemistades, pleitos
1Pe 4:3 andando en .. orgías .. y abominables i


Idolatrí­a (gr. eidí‡lolatrí­a). De acuerdo con el uso bí­blico, idolatrí­a incluye tanto la adoración de falsos dioses en diversas formas como la adoración de imágenes como sí­mbolos de Yahweh. El NT amplia el concepto de idolatrí­a para incluir prácticas como la glotonerí­a (Phi 3:19) y actitudes como la codicia (Eph 5:5), lo que está en armoní­a con el énfasis espiritual en el NT. La idolatrí­a se practicó desde muy temprano en la historia. Los antepasados inmediatos de Abrahán “serví­an a dioses extraños” (Jos 24:2). Los patriarcas se dedicaron a la adoración monoteí­sta de Jehová, pero miembros de sus familias fueron influidos a veces por la idolatrí­a (Gen 31:30, 32-35; 35:1-4). Fue un pecado frecuente en Israel (Deu 32:16; 2Ki 17:12; Psa 106:38) y una preocupación más que pasajera en la iglesia cristiana primitiva (1Co 12:2). El paganismo cananeo era popular por causa de sus bajas normas éticas en contraste con las elevadas de la religión hebrea, y la religión más exigente a menudo era abandonada por la adoración más fácil de Baal. El problema de la idolatrí­a era tan grave en la antigüedad que los primeros 2 mandamientos del Decálogo se ocupan en forma muy definida de esta fase de la vida religiosa (Exo 20:3-6). Durante el perí­odo del éxodo hubo 2 violaciones notables de estos mandamientos: primero fue la adoración del becerro de oro (cp 32); segundo, la apostasí­a en Sitim, donde Israel cayó en las prácticas licenciosas de la idolatrí­a moabita (Num 25:1, 2). Desde la conquista de Canaán hasta la cautividad babilónica, la idolatrí­a fue una modalidad persistente y desmoralizadora en la experiencia de Israel. En el perí­odo más temprano se repetí­a una y otra vez este esquema: Israel caí­a en la idolatrí­a y era ví­ctima de la agresión (Psa_106); luego surgí­a un juez que lo liberaba y restablecí­a el culto a Yahweh. La fluctuación entre la adoración al Dios de Israel y la idolatrí­a prosiguió durante el tiempo de los reyes, con frecuencia fortalecida por alianzas polí­ticas y casamientos con paganos (1Ki 11:1-13; etc.). En esos tiempos la batalla contra los í­dolos fue encabezada por profetas: Elí­as desafió al idólatra Acab (21:17-27); Amós previno al pueblo de que la cautividad serí­a el resultado de la adoración a dioses falsos (Amo 5:1, 26, 27); Oseas denunció el “becerro de Samaria” (Hos 8:4-6); Isaí­as ridiculizó la locura de adorar la obra de las propias manos (Isa 44:9-20); Jeremí­as predijo el castigo divino como resultado de la adoración de í­dolos (Jer 7:16-20, 29-34); Ezequiel anunció la desolación del paí­s por causa de la idolatrí­a (Eze_6). La repetición de estas advertencias es muy frecuente, lo que indica la seriedad del problema en tiempos del AT. Durante el cautiverio, los israelitas aprendieron la lección con respecto a la idolatrí­a. Su rechazo de las imágenes llegó a ser tan fuerte y duradero que siglos más tarde consideraron que aun los estandartes romanos los contaminaban; y hasta llegaron a destruir el águila de oro del templo de Herodes. Hicieron todo esfuerzo posible por aislarse de cualquier influencia que pudiera inclinarlos hacia la idolatrí­a. La nueva adoración en la sinagoga, que era muy común en tiempos del NT, fue una protección efectiva contra la influencia extranjera. La tendencia anterior de confraternizar con las naciones vecinas dio lugar a un aislamiento fanático (Joh 4:9; Act 10:28) que tuvo consecuencias muy negativas. Los conversos del paganismo en tiempos del NT estaban en constante peligro de recaer en la idolatrí­a, por lo que hay muchas advertencias contra ella (1Co 5:10, 11; 6:9; 10:7; Eph 5:5; Rev 21:8; 22:15; etc.). Uno de los problemas que más preocuparon sobre el particular fue el comer alimentos sacrificados a los í­dolos. Algunos conversos del paganismo no podí­an, con limpia conciencia, hacer uso de ellos. Pablo recomendó que se los tratara con consideración, y que los cristianos más maduros, para quienes los í­dolos no eran nada 572 y, por lo tanto, el alimento sacrificado a ellos no tení­a ninguna diferencia con los que no lo fueran, no presionaran las conciencias de aquéllos (1Co_8; cf Rom_14). El genio del judaí­smo y del cristianismo es el monoteí­smo ético. La creencia de que “Dios es uno” y que “Dios se interesa por lo que la gente hace” contrasta con el politeí­smo degradado de los siglos. Bib.: FJ-GJ ii.9.2, 3; FJ-JA xvii.6.2, 3. Idolo. Figura, estatua, semejanza, etc., venerada como representación de una divinidad. Un í­dolo, en un sentido amplio, puede ser cualquier objeto tangible que se adora como un dios, o como sí­mbolo de ese dios. “Imagen” tiene un sentido un poco más restringido, pues generalmente designa una semejanza fabricada, que supuestamente “retrata” a la deidad que representa. En la Biblia se usan estos términos para traducir muchos vocablos hebreos y griegos, pocos de los cuales corresponden exactamente a los vocablos españoles. Algunos vocablos bí­blicos son términos que se refieren a la forma o naturaleza del í­dolo, o a la manera en la que se lo hizo; otros representan diversas expresiones de desprecio por lo absurdo y lo degradado de la idolatrí­a. Algunos importantes son el: 1. Heb. ‘elîl, “nos dios”, “nada” (Psa 96:5; Isa 2:8). 2. Heb. ‘eben, “piedra”, que designaba el material con que estaban hechos algunos í­dolos. 3. Heb. gillûlîm (“bolitas de estiércol”) y ‘elîlîm (“diosecillos”), términos de desprecio por los falsos dioses (1Ki 21:26; Eze 14:3-7). 4. Heb. pâsîl y pesel, originalmente una imagen de madera tallada, un í­dolo esculpido y, en escritos posteriores, cualquier otro tipo de imagen (de piedra, arcilla, incluso de fundición; Exo 20:4; Deu 7:5; Jdg 3:19, 26; 2Ch 33:19; Isa 40:19, 20; 44:9, 10). 5. Heb. tselem, “imagen”, “semejanza”, generalmente similar a la palabra española “imagen” (Eze 23:14; Amo 5:26). 6. Heb. massêkâh, í­dolo de metal fundido. 7. Heb. temûnâh, estatua representativa de un dios calificándolo en alguno de sus atributos. 8. Heb. terâfîm, “terafines”.* 9. Gr. eí­dí‡Ion (de la que proviene nuestra palabra “í­dolo”; Act 7:41; 1Co 12:2; 1 Joh 5:21). 10. Gr. eikon, “imagen”, “semejanza” (Rom 1:23; cf su significado básico de “semejanza” en Mat 22:20; 2Co 4:4; etc.; figs 163, 503).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

griego eidos, imagen, latreuein, servir. Adoración de una imagen material considerada residencia de un ser sobrenatural. Tributar adoración, rendir culto, servir, a dioses distintos de Yahvéh. Esto también incluye ciertas prácticas paganas como la adivinación, la hechicerí­a, y costumbres como sajarse la carne. Israel estaba rodeado y entró en contacto con pueblos primitivos y grandes civilizaciones antiguas, como la egipcia, la caldea, idólatras, politeistas, que les rendí­an culto a los astros y a las estrellas, a los animales, a los mismos reyes, como los egipcios; que fabricaban todo tipo de imágenes, í­dolos, cipos, estatuas de madera, piedra o metal, para adoración pública, y fetiches domésticos para el culto privado; que levantaban monumentos idolátricos como estelas, santuarios. A estas divinidades se les ofrecí­an sacrificios de animales, libaciones y oblaciones, y se celebraban banquetes, y algunos pueblos llegaron hasta el punto de inmolar ví­ctimas humanas en su honor. Se encuentran prácticas como la prostitución sagrada, esclavos, servidores, de los santuarios, hombres y mujeres, dedicados esta actividad, con cuyas ganancias se sostení­a el culto, los llamados ® hieródulos. Cuando Yahvéh establece la alianza con su pueblo le hace la primera exigencia en el Decálogo: †œNo tendrás otros dioses fuera de mí­†; prohibe hacer imágenes, postrarse ante ellas y darles culto; Yahvéh dice, antropomórficamente, que es un Dios celoso, es decir, que sólo a él se le debe adoración, por esto rechazaba las alianzas de Israel con otros pueblos, Ex 20, 3-5; 34, 14-16; Dt 4, 35; 5, 7-10; 6, 14-15; Jos 24, 19-20; Na 1, 2. Igualmente, cualquier sacrificio que se ofreciese debí­a llevarse a la entrada de la Tienda del Encuentro, so pena de ser excluido de la parentela, Lv 17, 8-9. A pesar de la prohibición, el pueblo israelita idolatró repetidas veces, como en el desierto, cuando Aarón hizo fundir un becerro de oro, Ex 32, 4-6. Una vez entraron los israelitas en la tierra de Canaán, se encontraron con el culto a Baal y a otros dioses, y fueron infieles a Yahvéh, contra lo cual lucharon denodadamente los profetas, Jc 2, 11; 3, 7; 8, 33; 10, 6 y 10; 1 S 7, 4; 12, 10; 1 R 18, 18; 2 Cro 24, 7; 28, 2; 33, 3; 34, 4; Sal 106 (1†™5), 28; Jr 9, 13; Os 2, 15 y 19; 11, 2. Los profetas constantemente insistieron en que los í­dolos no son más que hechura de la mano del hombre e ironizaron sobre cómo los pueblos se postraban ante estas falsedades y vanidades, Is 2, 8 y 20; 31, 7; 40, 1920; Jr 2, 5; 10, 3-15; Ha 2, 17-20.

En el N. T. este problema continúa, y San Pablo les dice a los gentiles, en su predicación, que esos í­dolos a los que antes serví­an no son dioses, Ga 4, 8; por el contrario, son í­dolos mudos, 1 Co 12, 1; representaciones corruptibles, Rm 1, 23; de suerte que, como son nada, el culto no es a los í­dolos sino a los demonios, 1 Co 8, 4-13; 10, 19-22; y con respecto a comer de lo sacrificado a los í­dolos, Pablo dice que todo es lí­cito, pero no todo conveniente; para el consume ese alimento puede no ser un problema de conciencia, pero para otro sí­, por tanto se debe abstener para no escandalizar al hermano, 1 Co 10, 23-33. Por otra parte, el dominio imperial de Roma en la época, exigí­a a los súbditos de sus colonias el culto al emperador, considerado un dios, lo que afectó a los cristianos desde los tiempos apostólicos. Como los fieles cristianos se negaban a reconocer este carácter divino de los césares, aquéllos eran considerados subversivos, lo que desató la persecución y el martirio de muchos creyentes. El ® Apocalipsis de San Juan trata este problema y está destinado a levantar el ánimo de los cristianos y a afianzar la fe en medio tanta violencia contra la Iglesia.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

En tiempos antiguos la ido-latrí­a incluí­a dos maneras de apartarse de la verdadera religión: la adoración de dioses falsos (ya fuera a través de imágenes u otros medios); y la adoración del Señor por medio de imágenes.

Todas las naciones vecinas del antiguo Israel eran idólatras. Los antiguos semitas de la Mesopotamia adoraban las montañas, los manantiales, los árboles y montones de piedras. Un ejemplo tí­pico de tales representaciones en madera es el palo sagrado o el árbol ritual de Asera, como el del í­dolo del clan de Gedeón que más tarde él destruyera (Jdg 6:25-32).

La religión de los egipcios se centraba mayormente en la veneración del sol y del rí­o Nilo como fuentes de la vida. También tení­an un vasto número de animales sagrados: el toro, la vaca, el gato, el mandril, el cocodrilo, etc.

Algunos de sus dioses eran representados con cuerpos humanos y cabezas de animales. Entre los cananeos, la religión tomó una forma bastante grosera. Los dioses principales eran personificaciones de la vida y la fertilidad. Los dioses eran de un carácter amoral, y su adoración incluí­a prácticas inmorales, inclusive sacrificios de niños, prostitución y adoración de serpientes. Se adoraban las imágenes humanas y animales de dichos dioses. Cuando los israelitas conquistaron la tierra de Canaán, se les ordenó que destruyeran esos í­dolos (Exo 23:24; Exo 34:13; Num 33:52; Deu 7:5).

El término idolatrí­a no tiene una palabra heb. que sea exactamente equivalente.

Sin embargo, hay un buen número de palabras heb. que son traducidas con el término í­dolo. Todas ellas expresan el desdén, la repugnancia y el espanto que la idolatrí­a causaba en los hombres que eran fieles a Dios. Dichos términos son los siguientes:
( 1 ) Aven, va-ciedad, nada; es decir, algo vano, falso y perverso (Isa 66:3).
( 2 ) Emah, un objeto de horror o terror, refiriéndose a la fealdad u horridez de los í­dolos y al carácter vergonzozo de su adoración (Jer 50:38).
( 3 ) El, el nombre del dios principal de Canaán; usado también como una expresión neutral para referirse a cualquier divinidad (Isa 57:5).
( 4 ) Elil, una cosa sin valor, algo sin importancia, con significado parecido a aven (Lev 19:4; Lev 26:1; 1Ch 16:26).

( 5 ) Miphletseth, algo espantoso u horrible (1Ki 15:12; 2Ch 15:16).
( 6 ) Semel, semejanza, parecido (2Ch 33:7, 2Ch 33:15).
( 7 ) Atsabh, un motivo de pesar (1Sa 31:9; 1Ch 10:9).
( 8 ) Etseb, un motivo de pesar (Jer 22:28).
( 9 ) Otseb, un motivo de pesar (Isa 48:5).

( 10 ) Tsir, una forma, y por lo mismo, un í­dolo (Isa 45:16). Además de es-tos términos, hay un buen número de otras palabras que no se traducen por í­dolo, pero sí­ hacen referencia a ello expresando la degradación asociada con la idolatrí­a: bosheth, cosa vergonzosa, aplicada a Baal y en referencia a la obscenidad de su adoración (Jer 11:13; Hos 9:10); gillulim, un término de desdén que significa cosas deformadas, inmundas (Zep 1:17); y shikkuts, sucio, refiriéndose especialmente a los ritos obscenos asociados con la idolatrí­a (Eze 37:23; Nah 3:6).

Teológicamente hablando, los idólatras consideraban a sus dioses como seres (o fuerzas) espirituales con implicaciones cósmicas y, teó-ricamente, para ellos un í­dolo era el punto focal de adoración. Sin embargo, el AT insiste en que los paganos adoraban í­dolos y nada más (comparar Psa 115:2-8; Isa 44:6-20).

El primer caso concreto de idolatrí­a en la Biblia es el relato de Raquel robándo los terafim de su padre, los cuales eran imágenes de dioses caseros (Gen 31:19) usados en Babilonia. Durante su larga estadí­a en Egipto, los israelitas se contaminaron con los í­dolos del lugar (Jos 24:14; Eze 20:7). Moisés desafió a esos dioses atacando sus sí­mbolos con las plagas en Egipto (Num 33:4). En el Sinaí­, Israel persuadió a Aarón para que les hiciera un becerro de oro, un emblema del poder productivo de la naturaleza con el cual ellos se habí­an familiarizado en Egipto. El segundo mandamiento estaba dirigido contra la idolatrí­a (Exo 20:4-5; Deu 5:8-9).

Jueces contiene relatos de apostasí­as, juicios y arrepentimientos posteriores. El relato concerniente a Micaí­as (Jueces 17—18) ilustra el hecho de que muchas veces la idolatrí­a se combinaba con las expresiones externas de adoración a Dios; en esto estuvo involucrado Jonatán, un levita y nieto de Moisés, el primero en la lí­nea de sacerdotes que oficiaron en el altar de los í­dolos robados todo el tiempo que el tabernáculo permaneció en Silo.

El profeta Samuel persuadió al pueblo para que se arrepintiera de su pecado y renunciara a la idolatrí­a; pero durante el reinado de Salomón, el mismo rey hizo arreglos que afectaron desastrosamente todo el futuro del reino. Las esposas de Salomón trajeron con ellas sus propios dioses paganos y los adoraron abiertamente. Roboam, el hijo de Salomón por medio de una madre amonita, continuó con los peores aspectos idólatras de su padre (1Ki 14:22-24). Jeroboam, el primer rey del reino del norte, causó un grande y permanente cisma en la religión de Israel al construir becerros de oro en Betel y Dan y hacer que su gente adorara ahí­ en vez de adorar en Jerusalén. Acab, para complacer a su reina Jezabel, una mujer de origen sidonio, edificó en Samaria un templo y un altar a Baal (1Ki 16:31-33), mientras que ella dio muerte a todos los profetas del Señor que pudo encontrar (1Ki 18:4-13). La adoración a Baal llegó a identificarse con el reino de Israel, y nunca ningún rey se opuso a ello.

Ezequí­as restauró el servicio en el templo, pero el cambio sólo fue algo externo (2 Crónicas 28—29; Isa 29:13). Poco antes de la destrucción de Jerusalén por los babilonios, Josí­as hizo el último intento por purificar la adoración, pero no duró (2 Crónicas 34). Esdras se dio cuenta que muchos judí­os se habí­an casado con mujeres extranjeras y que la tierra estaba llena de abominaciones (Ezr 9:11). Más de 200 años después, cuando Antí­oco Epí­fanes trató de erradicar el judaí­smo y helenizar a los judí­os, muchos de ellos obedecieron su orden de ofrecer sacrificios a los í­dolos, aunque su acción provocó la llamada guerra de los macabeos.

En el ritual de la adoración a los í­dolos, los principales elementos eran: ofrendas de sacrificios quemados (2Ki 5:17), quemar incienso en honor del í­dolo (1Ki 11:8), libaciones (Isa 57:6), presentar diezmos y los primeros frutos de la tierra (Hos 2:8), besar al í­dolo (1Ki 19:18), levantar las manos hacia el í­dolo en señal de adoración y postrarse ante él, y a veces hasta herirse con cuchillos (1Ki 18:26, 1Ki 18:28).

Para un israelita, la idolatrí­a era el crimen más horrendo. En el AT la relación entre Dios y su pueblo (con el cual tení­a un pacto), a menudo se representa como una unión matrimonial (Isa 54:5; Jer 3:14), y la adoración a los dioses falsos se consideraba como prostitución religiosa. El castigo era la muerte (Exo 22:20). Intentar persuadir a otros a la adoración falsa era un crimen de igual atrocidad (Deu 13:6-10).

El Dios de Israel era un Dios celoso quien no aceptaba rivales.

En el NT las referencias a la idolatrí­a son bastante escasas. La guerra de los macabeos provocó que los judí­os llegaran a oponerse fanáticamente a la crasa idolatrí­a de los tiempos del AT. Jesús advirtió que el hecho de hacer de las posesiones un asunto central en la vida es idolatrí­a (Mat 6:24). La idolatrí­a es el resultado de una deliberada apostasí­a religiosa (Rom 1:18-25). En tiempos apostólicos, a los cristianos, muchos de los cuales habí­an sido convertidos del paganismo, repetidamente se les exhorta en las cartas del NT para que estén vigilantes en contra de la idolatrí­a (comparar 1Co 5:10; Gal 5:20). El concepto del AT en cuanto a la idolatrí­a se amplí­a para incluir cualquier cosa que conduzca al destronamiento de Dios en el corazón; p.ej. .: la avaricia (Eph 5:5; Col 3:5).

Un problema especial surgió para los creyentes en conexión con la carne ofrecida a los í­dolos (Act 15:29; 1 Corintios 8—10). Habrá un tiempo de apostasí­a idólatra en los últimos dí­as, cuando se les concedan honores divinos a la bestia y a su imagen (Rev 9:20; Rev 13:14).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

En el Antiguo Testamento, el pueblo Israelita conocí­a la idolatrí­a como el culto a otro dios fuera de Yahweh. (cf. Dt 6:4-9)

La idolatrí­a es un grave pecado contra el Dios.

Los cristianos deben estar preparados para morir antes de ofender a Dios adorando falsos dioses. (Cf. 1 Cor. 8:1-13; 10:14-22)

El término se utiliza también para describir una excesiva preocupación con las cosas materiales (Cf. Ef 5:5; Col 3:5).

La idolatrí­a no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatrí­a desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc.

†œNo podéis servir a Dios y al dinero,† dice Jesús (Mt 6:24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a †œla Bestia,† negándose incluso a simular su culto. La idolatrí­a rechaza el único Señorí­o de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina.

Es idolatrí­a poner una persona, cosa o deseo por encima de Dios….

Cuando se adora a más de uno, es politeí­smo

†œídolos, oro y plata, obra de las manos de los hombres,† que †œtienen boca y no hablan, ojos y no ven…† Estos í­dolos vanos hacen vano al que les da culto: †œComo ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza† (Sal 115: 4-5.8). Dios, por el contrario, es el †œDios Vivo† (Jos 3:10; Sal 42:3, etc.), que da vida e interviene en la historia.

La vida humana se unifica en la adoración del Dios Unico. El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita. La idolatrí­a es una perversión del sentido religioso innato en el hombre. El idólatra es el que †œaplica a cualquier cosa, en lugar de a Dios, la indestructible noción de Dios.†

Fuente: Diccionario Apologético

(adorar y dar culto a dioses falsos).

En la antiguedad habí­a miles de dioses falsos: El dios de la guerra, del amor, de la paz, el sol, la luna. y se les hací­an imágenes de distintos metales y piedras: Todo eso es “idolatrí­a”, un pecado graví­simo contra el único Dios verdadero.

Ahora, sí­ se puede y debe adorar y dar culto al único Dios verdadero, y se puede y se debe representarlo con pinturas y esculturas que nos recuerden sus atributos, Exo 20:4-5.

Ver “Imágenes”.

– Se adoraba al Emperador Romano, cosa a que se negaron los cristianos Rev 2:1, Rev 3:22.

– La idolatrí­a está prohibida en el cristianismo, Rom 1:23, Rom 2:22, Gal 4:8, Gal 5:22.

– El trato que se da a veces al dinero, a artistas, deportistas, etc. puede caer en idolatrí­a.

– El espiritismo, brujerí­a, astrologí­a, santerí­a, etc., es la forma más asquerosa de idolatrí­a, porque es dar culto y adorar al diablo, 1Co 8:10, 1Co 10:20-21. Ver “Espiritismo”.

– La Iglesia Católica nunca ha pecado de idolatrí­a al honrar: (venerar) a los santos y sus imágenes. Ver “Imágenes”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Acto de adoración a un objeto o sujeto que sustituye a Dios. El sujeto puede ser una persona, como es el caso de la costumbre primitiva de adorar como a un dios al lí­der, al Faraón o al César. El objeto puede ser un animal, o un astro como el sol o la luna, o un lugar especial como una roca o árbol frondoso, o una obra de mano de hombre, como las estatuas y pinturas. El común denominador consiste en atribuir divinidad a esas cosas en sí­ mismas, nombrándolas dioses o diosas. Pero también es i. la adoración de una representación de la divinidad, aun cuando se diga que es la de Dios mismo e incluso pervertir la adoración a Dios con cosas o costumbres no ordenadas por él. Israel se consideraba liberado de la i. por la revelación de Dios, lo cual era su privilegio especial entre los pueblos, por lo cual Moisés le advertí­a que no debí­an confeccionar †œimagen de figura alguna, efigie de varón o hembra … de animal … de pez alguno…. y viendo el sol y la luna y las estrellas y todo el ejército del cielo … te inclines a ellos y les sirvas…† (Deu 4:16-19). †œNo os volveréis a los í­dolos, ni haréis para vosotros dioses de fundición† (Lev 19:4). †œNi escultura, ni os levantaréis estatua, ni pondréis … tierra pintada para inclinaros a ella† (Lev 26:1). Los í­dolos se hací­an de madera (Deu 29:17), o de metal (Sal 115:4), o de piedra (Num 33:52), o eran pintados en la pared (Eze 8:10).

Generalmente se ligaba la idea de una deidad con localidades, o con algún fenómeno natural. Los sirios que peleaban contra Israel en tiempos del rey †¢Acab pensaron que debí­an cambiar de táctica guerrera porque decí­an de Israel que †œsus dioses son dioses de los montes … mas si peleáremos con ellos en la llanura, se verá si no los vencemos† (1Re 20:23). †¢Naamán pidió †œla carga de un par de mulas† en tierra de Israel para adorar sobre ellas, en su idea localizada de la deidad (2Re 5:17). Los israelitas recibieron el mandamiento de destruir los í­dolos de los habitantes de Canaán (Num 33:52). Sin embargo, imitaron a los pueblos de allí­ †œy se fueron tras otros dioses, los dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores…. y adoraron a †¢Baal y a †¢Astarot† (Jue 2:12-13). Por lo general el culto idolátrico incluí­a, entre otras cosas: a) La confección de un muñeco, estatua o estatuilla. Habí­a estatuas pequeñas, que se conservaban en lugar especial en los hogares o en sitios de culto. Mediante una ceremonia especial se invocaba el espí­ritu del dios para que viniera a residir en el objeto. Es posible que la ceremonia descrita en Dn. 3 para la estatua que hizo †¢Nabucodonosor sea una referencia a esta ceremonia de consagración; b) La presentación de ofrendas, que podí­an ser de incienso o de animales (1Re 11:8). Para el dios †¢Moloc, í­dolo de los amonitas, se hací­an sacrificios humanos, especialmente la quema de niños (Lev 18:21; Lev 20:2-5; 1Re 11:7; Jer 32:35). c) La celebración de fiestas con caracterí­sticas orgiásticas. Esto era en especial frecuente con los dioses que se relacionaban con ritos de fertilidad. En los templos de i. se ejercí­a la prostitución supuestamente sagrada, mediante la cual hombres y mujeres estaban dedicados como sacerdotes a tener intercambios heterosexuales y homosexuales con los que vení­an a los cultos (1Re 15:12; 1Re 22:46; 2Re 23:7).
costumbre cananea, así­ como israelita, el preferir alguna elevación natural, como un monte o una colina, para poner un altar o establecer un culto a la deidad. Antes de la construcción del †¢templo, se aceptaban los altares a Jehová en los lugares altos, como lo hizo †¢Samuel en †¢Ramá (1Sa 9:12). Pero es evidente que los israelitas copiaron las costumbres paganas, haciendo altares en los lugares altos que no eran para Jehová (Jue 6:25-26). El hecho de que se hiciesen gradas para subir a los altares que se construí­an contribuyó también a la denominación de †œlugares altos†. Tras el establecimiento del reino en Israel algunos reyes fomentaron la i., comenzando por el mismo Salomón. Generalmente esto se hací­a para complacer a las esposas paganas (1Re 11:5-7). Tal fue el caso de †œ †¢Jezabel, hija de †¢Et-baal rey de los sidonios†, que animó a Acab a construir un †¢templo a †¢Baal y a adorar a †¢Asera (1Re 16:31-33). Jezabel tení­a †œcuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y cuatrocientos profetas de Asera† que comí­an a su mesa (1Re 18:19) y habí­an prostituido de tal manera al pueblo que sólo quedaban siete mil personas †œcuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron† (1Re 19:18).
rey Manasés no se limitó a la i. en los lugares altos, sino que puso un í­dolo en la casa de Jehová (2Cr 33:15). Los profetas fueron fuertes opositores de la i., proclamando que por su carácter de traición al único Dios verdadero, su ejercicio constituí­a una fornicación, un adulterio (Jer 2:33Eze 6:9; Eze 16:17; Ose 2:4). En el NT se mantuvo la oposición a la i. (Hch 17:23-25), que es una abominación (1Pe 4:3), de la cual los creyentes debí­an huir (1Co 10:14; 1Jn 5:21). Esto creó problemas en cuanto a la costumbre pagana de ofrecer a los dioses la carne que luego se expendí­a al público, lo cual motivó consultas al respecto (1Co 8:1-10; 1Co 10:19, 1Co 10:28). Pero el concepto de i. se amplió hacia todo aquello que ocupara el lugar de Dios, como pasa en el caso de la †¢avaricia (Col 3:5).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LEYE

ver, DIVINIDADES PAGANAS, JEROBOAM

vet, El culto a los í­dolos ha sido practicado desde épocas relativamente tempranas de la historia. Sabemos que los antecesores directos de Abraham adoraban, en lugar de a Jehová, a dioses extraños (Jos. 24:2), indudablemente por medio de í­dolos. Labán tení­a estatuillas (“terafim”) que Raquel le hurtó (Gn. 31:30, 32-35). Se trataba de “dioses domésticos”, cuya posesión daba derecho a la herencia. Los egipcios, por su parte, adoraban a las estatuas que representaban a sus dioses; en la parte más santa de sus templos se hallaba el emblema de un dios o de un animal divinizado (Herodoto 2:63, 138). Los cananeos poseí­an í­dolos que los israelitas habí­an recibido orden de destruir al llegar al paí­s, entre los que se hallaban los baales y Astoret, Moloc, etc. (Véase DIVINIDADES PAGANAS.) El segundo mandamiento del Decálogo está dirigido especialmente en contra de la idolatrí­a (Ex. 20:4, 5; Dt. 5:8, 9), prohibiendo inclinarse ante imágenes, esculturas, estatuas, pinturas. Los profetas de Israel, al estigmatizar y ridiculizar la incapacidad e impotencia de los í­dolos, obedecí­an una orden formal del Señor (Sal. 115:2, 8; Is. 2:8, 18-21; 40:19, 20; 44:9-20; Jer. 10:3-5). Esta impotencia de los falsos dioses se revela, p. ej., cuando el arca de Dios es colocada en el templo de Dagón (1 S. 5:3-5). A excepción de los persas, todos los pueblos con los que los israelitas entraron en contacto en la época bí­blica eran idólatras. En la apostasí­a de los israelitas, al lanzarse a seguir las prácticas paganas de sus vecinos, hubo dos fases caracterí­sticas en el hundimiento en el error. Primero se trató de adorar a Jehová sirviéndose de í­dolos para representarlo. (Véase JEROBOAM, a.) En la segunda fase se abandonó totalmente a Jehová, fabricándose í­dolos representando a otros dioses. En la época del NT, los cristianos que viví­an en medio de comunidades paganas fueron exhortados a evitar toda componenda con la idolatrí­a. El Concilio de Jerusalén ordenó la abstención de toda carne que hubiera sido sacrificada a los í­dolos (Hch. 15:29). El apóstol Pablo advirtió a aquellos cristianos que no daban importancia alguna a los í­dolos que también ellos debí­an practicar esta abstinencia, a fin de no escandalizar a los hermanos más débiles que ellos (1 Co. 8:4- 13). El cristiano invitado a la comida de un pagano no estaba obligado, por razón de escrúpulos, a enterarse de si la carne habí­a sido sacrificada a un í­dolo; pero si se le informaba expresamente, debí­a entonces abstenerse de consumirla. Se tení­a que observar la misma norma con respecto a los alimentos comprados en el mercado para su uso doméstico (1 Co. 10:18-33).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[339]
Adoración (latrí­a) de un í­dolo. Es lo que mismo que decir “tributar honores divinos a una criatura, sea humana, (antropolatrí­a), animal (zoolatrí­a), astral (astrolatrí­a), demonios (demonolatrí­a), muertos (necrolatrí­a), incluso santos (hagiolatrí­a). (Ver Dios. 9.2.3.)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. adoración, culto, Dios)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La idolatrí­a estaba tajantemente prohibida en Israel. En la segunda ley del Decálogo (Ex 20, 3-6; Dt 5, 7-10) no sólo se prohibe hacer una imagen a Dios, sino plasmar en una imagen, de madera, de piedra o de metal, ninguna criatura del reino animal, vegetal o mineral. Todo resquicio a la idolatrí­a quedaba totalmente cerrado. Las personas idólatras debí­an morir, y las ciudades en que se descubriera culto idolátrico debí­an ser arrasadas (Dt 13, 13-17; Gén 19). El mismo intento de inducir a la idolatrí­a debí­a ser castigado con la pena de muerte (Dt 13, 2-6).

A pesar de estas penas durí­simas, el pueblo de Israel ejerció en ocasiones la idolatrí­a. Las invectivas de los profetas contra esta práctica son durí­simas (ls 2, 8; 40, 17-20; 41, 7; 44, 9-20; Jer 10, 3; Os 8, 6) y ridiculizan a los í­dolos como cosas impotentes, como imágenes muertas. La idolatrí­a es como una infidelidad al amor a Dios, como un adulterio (Os 2, 8-9).

Israel ha cometido la mayor insensatez, porque, además, los í­dolos no son nada; son tan sólo un pedazo de madera tallada, piedra esculpida o metal fundido: vanidad pura.

Los evangelios siguen la misma lí­nea y se manifiestan contra la mayor idolatrí­a, el í­dolo máximo, Mammón, señor de las riquezas (Mt 6, 24; Lc 16, 9-13). San Pablo dice que hay que guardarse de las concupiscencias, que son también una idolatrí­a (Ef 5, 5; Col 3, 5), y se mofa de los í­dolos: imágenes del hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles (Rom 1, 23), pues los í­dolos no son nada (1 Cor 8, 4).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> idolocitos, monoteí­smo, mandamientos, Yahvé). La prohibición de hacer imágenes de Dios o de los dioses constituye, con la afirmación de la unidad de Dios, el centro de la religión israelita (Ex 20,3-4; 34,13; Dt 5,7-8; 27,15), aquello que la distingue de las religiones del entorno y, de un modo especial, de la griega. Según la Biblia, el mayor riesgo y pecado del hombre es caer en la idolatrí­a, adorando en lugar de Dios una realidad creada, sea por Dios (astros, animales…), sea por los mismos hombres (artefactos, figuras fabricadas por ellos mismos). El tema aparece destacado desde el principio de la Ley (Exodo y Deuteronomio), para culminar, en un plano teórico, en el libro de la Sabidurí­a (que condena la idolatrí­a de los cananeos y egipcios). Siguiendo la inspiración del Antiguo Testamento, Jesús ha vinculado la idolatrí­a con la mamona (capital, dinero*), entendido como í­dolo supremo.

(1) Trasfondo. Los dioses del Oriente antiguo. Israel ha nacido y se ha desarrollado en el contexto de las grandes culturas antiguas del cercano Oriente. Los egipcios concebí­an a Dios como fuente de la realeza y poder del Faraón, a quien miraban de algún modo como un Dios encarnado: el poder de Dios se expresa en la autoridad central de los hombres, reflejada y condensada en el Estado. Los mesopotamios (en especial asirios y babilonios) concebí­an también a Dios como poder cósmico, vinculado a la victoria de Marduk, signo del orden social, sobre los poderes caóticos de la naturaleza. Cananeos y fenicios concebí­an lo divino como fundamento y sentido del proceso de la vida, centrada sobre todo en los ciclos de la vegetación (muerte, na cimiento) y en la unión germinal de Dios y Diosa (Dios y el mundo). En relación con estos pueblos se ha desarrollado la novedad israelita con su visión de un Dios sin imágenes, de un Dios que existe en sí­ mismo, por encima de los poderes del mundo.

(2) Griegos e israelitas, dos actitudes ante lo divino. La Biblia mantiene el recuerdo de la idolatrí­a de los viejos pueblos entre los que ha nacido y se ha desarrollado. Pero su novedad se entiende mejor si la relacionamos con Grecia y con el mundo moderno, al que pertenece ya, de algún modo, la Biblia. Desde ahí­, y actualizando en un sentido amplio el esquema de Pablo en 1 Cor 1,22-23, se pueden distinguir en la vida humana tres tendencias. Los griegos buscan más la sabidurí­a: ellos han puesto de relieve el arte y sacralidad de las cosas que se miran; contemplan aquello que vale y perdura por siempre y tienden a fijarlo en una idea, en un templo, en una estatua. Por el contrario, los israelitas se sitúan en una lí­nea más profética, de manera que acentúan el arte del oí­do que escucha, de la palabra que dialoga, destacando así­ el paso del tiempo; por eso no pueden fijar la belleza en algo que sea permanente (como una estatua de piedra), pues nada en el mundo permanece. Por el contrario, los hombres y mujeres de la modernidad occidental han destacado el poder del mismo hombre que fabrica utensilios y bienes de consumo, artefactos y sistemas por los que pretende dominar el mundo y organizar la propia vida, cayendo así­ en manos de la idolatrí­a de las obras.

(3) Los griegos han destacado la belleza de aquello que se mira, no sólo con los ojos exteriores (estatua, templo), sino y sobre todo con los ojos interiores de la mente, para desembocar de esa manera en las ideas eternas. Por eso, ellos exploran y cultivan lo que se puede ver porque está delante de nosotros, lo que se puede medir y razonar y así­ han desarrollado, de manera especial la geometrí­a (Euclides) y la lógica (Aristóteles), decidiendo con eso toda la cultura posterior de Europa. La pedagogí­a de los griegos se centra, según eso, en la armoní­a de las diversas realidades, que forman un cosmos, es decir, un conjunto organizado en el que todo ocupa un lugar en el conjunto. Ellos han puesto de relieve la belleza del templo, que acota el espacio sagrado y, todaví­a más, la armoní­a irradiante del cuerpo desnudo, la estatua de dioses y diosas, que artistas y fieles plasman y veneran para siempre con sus ojos, expresando el ideal del eterno ser humano, en su perfección ya conseguida, por encima del paso de los años y sus enfermedades. Ruedan los tiempos, mueren los hombres concretos, la belleza permanece. Por eso, ellos no vieron pecado en las estatuas de los dioses, sino al contrario: las miraron y admiraron como irradiación positiva del misterio, como signo de equilibrio de la vida, como una forma de experimentar la belleza eterna de lo humano, que nos reconcilia con aquello que nosotros mismos somos, en nuestra más honda plenitud sagrada. En las formas del í­dolo encontramos nuestras propias formas, en su eternidad nos vinculamos a lo eterno.

(4) Los israelitas, en cambio, van más en la lí­nea profética y por eso han insistido en el arte del oí­do que escucha, responde y dialoga, de forma que sólo existe y se mantiene lo que cambia. Frente a la armoní­a del cuerpo hecho idea (estatua eterna, dios o diosa), ellos han destacado la belleza concreta del individuo que nace, que vive y que muere, en camino personal hecho de gozo y riesgo, en apertura a Dios y hacia los otros. En ese sentido, podemos afirmar que para ellos la verdad de Dios (o de la vida humana) está en el tiempo. Más que en las ideas y valores eternos (que pueden convertirse en abstracción), ellos se fijan en la vida concreta, en su propia finitud, en su propio despliegue temporal. Por todo eso, la forma en que esos dioses expresan la verdad de Dios es falsa y su forma de evocar la eternidad es principio de muerte, pues no deja que busquemos y encontremos lo que somos, nuestra propia verdad de personas finitas y mortales, en diálogo con el Dios y con los otros hombres en la historia. Por eso, su estética expresa el riesgo y valor de la historia: sólo es bella, en verdad, la existencia de los hombres y mujeres que viven y mueren dialogando con Dios, abiertos al posible futuro de su resurrección. En esa lí­nea, ellos han podido descubrir la belleza de los expulsados y excluidos de la sociedad, de los huérfanos, viudas y extranjeros. Sin duda alguna, estas diferencias re sultán en parte convencionales, pues también a los griegos les ha preocupado lo finito y a los israelitas lo eterno e ideal. Pero tienen un fondo de verdad. Los israelitas han sido adelantados de la modernidad, en el sentido en que han descubierto el riesgo del hombre al que destruyen las mismas obras que él realiza, entendidas como í­dolos en el sentido moderno. Los í­dolos expresan y representan un deseo de poder del hombre, que quiere superar la destrucción del tiempo y alcanzar su más alto nivel de verdad y de poder en lo divino (es decir, identificándose con los mismos signos de la divinidad). El hombre los fabrica y se proyecta a través de sus diversos elementos (en una estatua, en un imperio divinizado, en un sistema sagrado), pensando que ellos (estatua, imperio, sistema) pueden salvarle. En esa lí­nea se sitúa Babel (Gn 11,1-9), ciudad y torre “eterna” donde los hombres antiguos quisieron resguardarse y vivir para siempre, expresando su grandeza y avalando su divinidad. Babel era su Dios y ellos vení­an a descubrirse allí­ como divinos. En esa lí­nea, el í­dolo de la modernidad es el sistema social absoluto, es el poder divinizado. Pero el relato de la torre de Babel mostró ya que ese sistema social y ese poder acaban siendo engañosos y destructores. Babel, la “estatua” fabricada sobre el ancho mundo, con afán de eternidad, acaba estrechando y destruyendo a los humanos, es arte de pecado (como sabe y dice, en lenguaje muy actual, Dn 2-3).

(5) Legislación israelita sobre la idolatrí­a (pena* de muerte). La victoria de Israel sobre la idolatrí­a se ha dado en un plano de experiencia religiosa, legislación social y reflexión teórica. Aquí­ empezamos hablando de la legislación y de la reflexión. Ocupa un lugar destacado en el libro del Deuteronomio y se explicita en tres casos concretos: un profeta, un familiar, una ciudad entera, (a) El que se vuelve idólatra e incita a la idolatrí­a a los demás puede ser un profeta, es decir, un hombre que realiza signos prodigiosos. Pues bien, aun en el caso de que el signo se realice y el profeta parezca hallarse respaldado por la fuerza de Dios, ha de morir ajusticiado: “Y ese profeta o vidente de sueños será ejecutado: por haber predicado la rebelión contra el Señor, vuestro Dios… y por haber intentado apartaros del ca mino que te mandó seguir el Señor, tu Dios” (Dt 13,6). La Biblia rechaza así­ el riesgo religioso, representado por unas formas de adoración y culto que destruyan la trascendencia divina, (b) El idólatra puede ser un familiar, un hermano, un hijo, incluso la misma esposa. También en ese caso es necesario actuar de un modo fuerte: “No le harás caso ni le encubrirás. Antes le darás muerte; tu mano será la primera en la ejecución y te seguirá todo el pueblo” (Dt 13,9-10). La religión israelita es, en el fondo, una religión de familia*, es decir, de vinculaciones grupales de tipo sagrado. Pero Dios está por encima de todas las vinculaciones parciales: Dios trasciende la misma familia, (c) Finalmente, puede darse el caso de que toda una ciudad comience a separarse del camino del Señor para hacer idólatras a todos. Pues bien, en este caso “dedicarás al exterminio la ciudad con todo lo que hay dentro y el ganado; amontonarás en la plaza el botí­n y prenderás fuego a la ciudad con todo el botí­n en honor del Señor, tu Dios” (Dt 13,16-17). Esta es la idolatrí­a polí­tica, vinculada al poder de una ciudad o de un pueblo, que puede elevarse en contra de Dios que garantiza la verdadera unión del pueblo israelita, (d) Valoración. Estas leyes responden a una visión religiosa en la que se pone de relieve la identidad sagrada del pueblo: sólo puede ser israelita el que asume la religión de Yahvé. Por eso, por exigencia social y religiosa, los idólatras tienen que ser ajusticiados. Estas leyes parecen haberse aplicado en la condena de Jesús, a quien algunos han podido considerar como promotor de un tipo de idolatrí­a. Ellas han tenido importancia no sólo en la historia de Israel, sino, y de un modo especial, en la historia posterior de algunos poderes cristianos, que las han adoptado de un modo acrí­tico y anticristiano, cuando han identificado religión y sociedad a lo largo de la Edad Media y moderna, en guerras de religión y en inquisiciones.

(6) Libro de la Sabidurí­a. Idolatrí­a de las obras. Este libro constituye un momento clave de vinculación entre judaismo y helenismo*, y ofrece la más poderosa reflexión sobre el origen y sentido de la idolatrí­a. Fiel a los datos del Antiguo Testamento y atento a los nuevos movimientos culturales de su tiempo (en los años que preceden al nacimiento de Jesús), Sab ha destacado la importancia de la idolatrí­a de las cosas construidas por los hombres y en ese sentido su mensaje sigue siendo ejemplar: ha captado algo que pertenece al valor más hondo, y al riesgo más terrible, de nuestra cultura. Lo que el hombre diviniza con mayor facilidad, lo que pervierte más su vida, son sus propias construcciones. Sabemos por Gn 1-3 que el hombre es creador: participa del poder de Dios y puede ejercerlo sobre el mundo. De esa forma va expresándose y creando un orden propio a través de lo que hace. Pues bien, allí­ donde es mayor su dignidad puede volverse mayor su perversión, de manera que el hombre termina siendo esclavo de sus obras, de aquello que él mismo fabrica. Sab ofrece así­ una nueva versión del pecado original: en un momento dado, el hombre quiere hacerse dueño del bien/mal y de esa forma cae (queda) en manos de aquello que él fabrica, volviéndose incapaz de liberarse de su propia pequeñez y trascender hacia la altura del Dios que es fuente de gracia y principio de todas las posibles creaciones y proyectos de los hombres. Esta visión de fondo del sentido de la idolatrí­a nos permite superar el nivel de fácil ironí­a del autor cuando nos habla del tallista necio (Sab 13,10-19) y del tonto alfarero (15,7-13) que acaban adorando precisamente sus obras más inútiles. Los í­dolos encarnan la actividad constructora (no estrictamente creadora) de los hombres, que quieren encontrar a Dios precisamente en las cosas que ellos mismos hacen o fabrican, no en aquello que ellos son. Sin duda, la forma externa de la crí­tica de Sab resulta injusta en muchos de sus rasgos. Pero en su fondo late una certeza radical: el hombre es más que todo lo que hace, de manera que allí­ donde adora sus obras se destruye a sí­ mismo. El hombre en cuanto tal vive de la gracia, es signo y presencia de Dios. Por el contrario, sus obras están muertas, es decir, no tienen vida propia ni autonomí­a. “Porque (a los í­dolos) los hizo el hombre… que es un ser de aliento prestado, y ningún hombre puede modelar a un dios a su semejanza. Siendo mortal, con manos pecadoras, el hombre produce sólo cosas muertas; él vale más que todas las cosas que adora, porque él tiene vida, aquéllas no la tienen jamás” (15,16-17). El verdadero Dios, alfarero-creador, nos ha hecho a imagen suya, de manera que somos autónomos; nos ha modelado con sus manos y por eso estamos vivos, de manera que podemos dialogar con él y responderle. Nosotros, en cambio, no podemos fabricar un ser autónomo y distinto, que tenga vida propia, de manera que después podamos adorarle.

(7) Sabidurí­a. Idolatrí­a como adoración de otros hombres. Para el Antiguo Testamento es idolatrí­a todo aquello que cierra al hombre en la realidad de un mundo divinizado o en aquellas cosas o sistemas que el mismo hombre construye. Ciertamente, el hombre puede y debe construir objetos materiales y sistemas sociales, pero no debe encerrarse en ellos y divinizarlos, como si fueran capaces de salvarle, como ha querido hacer la idolatrí­a. Pero además de la idolatrí­a de las cosas y sistemas, hay otra que podemos llamar idolatrí­a de las personas, en lí­nea de afecto o de poder, como ha destacado el libro de la Sabidurí­a: “Un padre desconsolado por un luto prematuro hace una imagen del hijo malogrado y, al que era un hombre muerto, lo venera como un dios, divinizando de esa forma a un familiar que muere y no al Dios que es el principio de vida” (cf. Sab 14,15). “También por decreto de los soberanos se daba culto a las estatuas…, haciendo una imagen del rey venerado, para halagar celosamente al que se hallaba lejos como si estuviera presente. Esta es la idolatrí­a del poder, propia de aquellos que se piensan superiores a los otros” (cf. Sab 14,16-17). En el primer caso, la idolatrí­a aparece como culto de un muerto, al que se toma como vivo. En el otro caso ella aparece como culto a un poderoso, que en el fondo es impotente. En ambos casos, la falsa religión (idolatrí­a) resulta una mentira. Estas dos idolatrí­as tienen algo positivo, sobre todo la primera, que intenta asegurar el cariño y la presencia de los seres queridos por encima de la muerte. También la segunda puede tener un elemento positivo porque pone de relieve la importancia de algunas personas dentro del conjunto social. Pero las dos son peligrosas y en el fondo falsas. La idolatrí­a del culto a los muertos rechaza la experiencia más honda de la vida de Dios e impide que los hombres centren su amor en los vivos; en esa lí­ nea, la fe cristiana no será culto de un muerto, sino experiencia de la vida de Dios que se expresa a través de la muerte de Jesús. La idolatrí­a del culto de los soberanos convierte en dioses a los poderosos, que tienden a imponerse con violencia, sobre los demás, como sabe Sab 2. En esa lí­nea, la tradición apocalí­ptica interpreta a los poderosos no como dioses, sino como anti-dioses, como sabe una lí­nea bí­blica que va de Dn 7 a Ap 13.

(8) Reflexión de conjunto. Todo el mensaje de la Biblia se condensa en la exigencia de superar la idolatrí­a. Conforme al testimonio de la Biblia, Dios no es un í­dolo (alguien o algo que está por encima del hombre), sino Aquel que alienta y actúa como divino a través de la misma finitud humana. Dios no se encuentra fuera, como una idea más alta, como una torre para resguardarnos, sino que está (es divino) en nuestra vida limitada, pero abierta al amor, en esperanza. La eternidad de las estatuas e ideas era sólo una ilusión, refugio imaginado, que nos hace girar en el vací­o siempre repetido de nuestras representaciones. Dios, en cambio, se nos abre y revela como Vida en nuestro mismo camino de muerte (sin sacarnos de ella, sin que tengamos que buscar reflejos ideales, estatuas e ideas fingidas), ofreciéndonos su “palabra” y presencia, en el tiempo concreto de la historia, sin que debamos refugiarnos en realidades sagradas de tipo inferior. Creer en Dios significa aceptar la vida en su radical limitación. Dios no es un sueño de belleza, ni un tipo de calmante o una forma de evasión… No podemos encerrarnos en ningún lugar cuando le buscamos. No podemos imaginarle de ninguna forma cuando decimos que le hemos descubierto. Eso significa que está más allá de las figuras, por encima de las leyes del bien y del mal que nosotros mismos vamos trazando para así­ existir sobre la tierra. De esa forma, aquello que parecí­a y, en un sentido, era una gran limitación (¡no harás imágenes!) se vuelve espacio y signo de apertura superior: nos hace capaces de asumir el arte de ser hombres, en diálogo con Dios. El mundo de los dioses griegos, con sus imágenes y formas, sus reflexiones y leyes sobre aquello que es bueno y es malo, resulta más claro y, en algún sentido, pare ce más humano, pero al final se convierte en un orden de apariencias y engaños. Por el contrario, el camino de Israel cierra una ruta de apariencias, que pueden pervertirse y nos confunden con aquello que hacemos (Babel), para que podamos mantenernos en diálogo con Dios, como recuerda Moisés: “Vosotros oí­ais la voz de las palabras, pero no veí­ais imagen alguna… Tened mucho cuidado, no os pervirtáis haciendo esculturas…” (cf. Dt 4,12-17). Este ha sido el pecado original de la humanidad: hacer imágenes o representación de Dios, como el Becerro de Oro, para quedar prendidos en ellas. Aquel Becerro-Toro era un objeto de gran valor simbólico, que expresaba la potencia de la vida (es un toro), la riqueza de la tierra (está hecho de oro) y el poder del sexo masculino (es el gran engendrador). Pues bien, cerrado en sí­, ese toro se vuelve idolátrico y destruye la liberad y autonomí­a de los hombres a quienes se les dice. ¡Este es el Dios que te sacó de Egipto! (cf. Ex 32,8). En contra de eso, los israelitas saben que el Dios que les saca de Egipto no es ninguna representación de la fuerza vital o del dinero (Toro y Oro), sino el mismo poder de la Vida creadora, en su debilidad. El arte del Becerro de Oro es el arte propio de un tipo de sistema social e ideológico que dice que quiere liberarnos, pero que nos esclaviza con más fuerza. En contra de eso, el profeta de Israel nos permite dialogar con Dios cara a cara, ir descubriendo y compartiendo de esa forma su belleza. Los israelitas, como pueblo elegido de Dios, tienen la tarea de romper el cerco cósmico de una vida que se cierra en sí­ misma (idolatrí­a del mundo), en las cosas que nosotros mismos hacemos (idolatrí­a de las estatuas), para descubrir y realizar su vida en diálogo con un Dios diferente, que existe por sí­ mismo, no pudiendo ser representado por ningún tipo de estatua o idea. El hombre no puede encontrar su verdad y “salvación” por representaciones. El intento de aquellos que quieren conseguir su plenitud (su eterna redención) por mediaciones objetivas, ideas, estatuas o sistemas económicos, polí­ticos o religiosos resulta destructor y perverso. La verdad del hombre se expresa en el encuentro directo con la Realidad, cara a cara, sin intermediaros idolátricos, como saben los profetas. (9) Contrapunto. Del í­dolo al icono. Alguien podrí­a aplicar en este campo las reflexiones de Pablo: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor” (1 Cor 13,11-13). Las estatuas serí­an religión de niño que sólo saben mirar por un espejo. Por el contrario, la auténtica religión serí­a experiencia de amor, cara a cara. En ese sentido se podrí­a decir que las estatuas han tenido y tienen un valor, en sentido plástico y verbal, como figuras o recordatorios de un camino por donde siguen caminando muchos. Más aún, la tradición de la Iglesia (en el segundo Concilio de Nicea, año 787, contra los iconoclastas) ha defendido el uso y veneración de las imágenes, entendidas como expresión de la encarnación del Dios infinito. Ellas son valiosas como iconos que abren una puerta hacia el misterio, pero resultan peligrosas si se convierten en í­dolos. Cuando las imágenes se absolutizan y elevan (como si valieran en sí­ mismas) se pervierten y pervierten al hombre, eternizando de manera falsa algo ya pasado (pues sólo existe lo que muere) o no existente (el arte de una idea que nunca se realiza). La idolatrí­a nos cierra en el mundo. Dios en cuanto tal es la belleza y el amor en sí­ mismos: aprender a escuchar su palabra, para responder con nuestra propia vida, eso es el arte; amarle amando a los demás, eso es la religión.

Cf. J. BRIEND, Dios en la Escritura, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996; J. COPPENS (ed.), La notion biblique de Dieu, BETL 41, Lovaina 1985: M. GILBERT, La critique des dieux dans le Livre de la Sagesse (Sg. 13-15), AnBib 53, PIB, Roma 1973; C. LARCHER, Lc Livre de la Sagesse ou la Sagesse de Salomón I-III, Gabalda, Parí­s 1985; T. N. D. METUNGER, Buscando a Dios. Significado y mensaje de los nombres divinos en la Biblia, El Almendro, Córdoba 1994; W. F. OTTO, Los dioses de Grecia, EUDEBA, Buenos Aires 1973; G. SCHOLEM, Conceptos básicos del judaismo: Dios, creación, revelación, tradición, salvación, Trotta, Madrid 1998; G. THEISSEN, La fe bí­blica. Una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

No podemos dejar de seguir a alguien, no podemos dejar de ir hacia alguien. Para expresarlo de una manera más amplia que sintetiza el drama del hombre contemporáneo, podemos decir que en realidad no hay creyentes e incrédulos —es decir, personas que se apoyan en alguien y personas que no se apoyan en nadie—, lo que hay son adoradores de Dios y adoradores de í­dolos. No hay creyentes e incrédulos: hay creyentes e idólatras. Es el gran dilema de la Escritura. La oposición no está entre fe y ateí­smo, sino entre fe e idolatrí­a. Estamos muy equivocados si creemos que el problema es el ateí­smo. Es más, hacer que llamemos ateí­smo a la idolatrí­a es un tí­pico engaño de Satanás, una confusión de discernimiento espiritual. La Escritura nos enseña que hay falsos dioses, no ateí­smo. No es verdad que lo sagrado ha desaparecido, lo que ocurre es que ha habido una transmigración de lo sagrado hacia otras cosas. Son muchos los í­dolos que por todas partes nos asedian: el í­dolo de la opinión pública, el de la popularidad, el del nombre y, en ocasiones, hasta el í­dolo de nuestra propia identidad. En efecto,00 cuando echamos al Señor, al final nos convertimos en nuestro propio í­dolo. La vieja polémica contra los í­dolos, que encontramos en todo el Antiguo Testamento, es de perenne actualidad, y nuestro crecimiento en Jesús consiste en pasar de un conocimiento imperfecto del Dios vivo, al conocimiento de Dios Padre, tal y como Jesús lo conoce, con él y en él. “¿A quién iremos?” Tenemos que seguir a alguien, y si no seguimos al Señor, seguiremos a los í­dolos o haremos un í­dolo de nosotros mismos. Si no seguimos al Señor, nos perderemos frente a algo que en teorí­a deberí­a salvarnos, pero que nos destruye.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Definición: 1. La idolatrí­a es una aberración; 2. Su fundamento: el desconocimiento de Dios-II. La idolatrí­a y el AT-III. La idolatrí­a y el NT-IV. La idolatrí­a y el ateí­smo. Sus consecuencias-V. Los nuevos í­dolos-VI. Superación de toda idolatrí­a-VII. Conclusión.

I. Definición
Normalmente se entiende por idolatrí­a la adoración religiosa que tiene por objeto un í­dolo. Este ocupa el lugar de Dios y se le adora como si lo fuera. De esta manera la idolatrí­a se circunscribe al ámbito del culto religioso. Pero de suyo el concepto de idolatrí­a es más amplio, ya que puede invadir cualquier ámbito de la vida humana, siempre que se sustituya a Dios por algo distinto de él. Así­, pues, una buena definición serí­a: “La idolatrí­a es la absolutización de cualquier realidad creada o de cualquier producto de nuestra imaginación cuando el hombre adopta ante ellos una actitud de temor, de afecto o confianza absolutos”‘. De aquí­ se deduce lo siguiente.

1. LA IDOLATRíA ES UNA ABERRACIí“N. La idolatrí­a es una verdadera aberración en el orden religioso y moral, ya que en ella se invierte por completo el orden de los valores; lo absoluto: Dios, se relativiza, y lo relativo se absolutiza, por ejemplo, la creación en su conjunto o parte de ella: los elementos, los astros, los seres vivientes; o una idea u obra del hombre; o cualquier otro objeto estimado entre los hombres (poder, dinero, etc.). Es decir, lo que no es Dios, y aun lo que es inferior a los mismos hombres se considera como Dios o algo divino.

2. SU FUNDAMENTO: EL DESCONOCIMIENTO DE DIOS. La idolatrí­a supone necesariamente un desconocimiento de Dios. Este desconocimiento no va ligado sin más a la negación de la existencia de Dios. Con frecuencia los idólatras manifiestan un verdadero sentimiento religioso; su aberración consiste precisamente en identificar a Dios o la divinidad o lo absoluto con lo que no lo es; en realidad no conocen al verdadero Dios, se han quedado presos por las apariencias de los seres sin llegar al que es de verdad y da consistencia a todos los seres; han confundido la obra de arte con el artí­fice de ella.

II. La idolatrí­a y el AT
Es natural que en todos los cuerpos del A.T. encontremos pasajes que tratan de la idolatrí­a, pues Israel ha sido elegido por Dios para que le siga únicamente a él y no vaya tras dioses extraños, elección que el pueblo ha aceptado. El peligro de que el pueblo quebrante el pacto es permanente, ya que vive entre pueblos idólatras. Condenan cualquier tipo de idolatrí­a la Ley o el Pentateuco, los Profetas y los Sabios. La ley judí­a y la tradición hasta prohiben que se nombre a los í­dolos y que se los invoque en los juramentos’. En el AT Dios se va revelando (revelación) poco a poco al pueblo para que éste lo reconozca como su verdadero y único Dios y Señor, y considere todo lo demás como creación suya y actúe en consecuencia, obedeciéndole y poniendo en práctica su voluntad.

III. La idolatrí­a y el NT
Sabemos que Jesús y la primitiva Iglesia asumieron como sagradas Escrituras lo que nosotros llamamos AT; en consecuencia aceptaron todo lo relativo al rechazo de la idolatrí­a’. Pablo especialmente recuerda la vieja doctrina de la nada de los í­dolos y de los falsos dioses, ordena: “Huid de la idolatrí­a” (1 Cor 10,14) y de todo lo relacionado con ella, ya que los que la practican no podrán participar del reino de Dios”.

IV. La idolatrí­a y el ateí­smo. Sus consecuencias
Todo el que practica la idolatrí­a yerra en el conocimiento de Dios (cf. Sab 14,22), y el que yerra en lo más fundamental acerca de Dios, puede llegar a los errores más inimaginables ético-religiosos, empezando por el de la negación de la existencia del mismo Dios. Los autores sagrados están familiarizados con la verdad de fe de que Dios es el Creador y Señor absoluto de los hombres y del universo. Por esto se extraña, por ejemplo, el autor de Sabidurí­a de que el alfarero profesional no reconozca al Señor que lo ha formado a él (Sab 15,7-13). La misma postura mental se refleja en Sab 13,lss y en Rom 1,18ss. Consecuentemente son reprendidos unos y otros, aunque no de la misma manera. Las criaturas todas son buenas (cf. Gén 1,31; Sab 1,14); si algunas de ellas llegaron a ser abominación no es porque cambiaron de esencia y naturaleza, sino porque el hombre, libre y conscientemente, ha violentado el orden natural, elevándolas al rango de lo divino, pues los í­dolos no son nada (cf. Sab 14,13; 1 Cor 8,4). Hablar de í­dolos equivale a hablar de idolatrí­a. Con el proyecto o idea de los í­dolos, aberración capital, se originan en cadena males de todo orden, en especial de orden religioso y moral: “la corrupción de la vida” (Sab 14,12; cf. 22-31), pues, al poner en lugar de Dios a una criatura se invierte, o mejor, se pervierte el orden de los valores en la vida, se pierde el sentido moral y, paradójicamente, se suprime de la vida toda posible referencia a un orden transcendente. Fácilmente se pasa de la falsedad del politeí­smo y de los í­dolos a la negación o al menosprecio de lo divino, lo cual ocurrió en el paganismo del mundo antiguo. Con la misma facilidad se pasa de un concepto inadecuado de Dios a su negación, fenómeno bastante frecuente en nuestro mundo moderno, con las consecuencias que se generan. ¿Quién o qué garantizará entonces el recto orden, la justicia y lealtad en la convivencia social? Los actos más transcendentales de la vida en comunidad, las mismas leyes y constituciones de los Estados (Polí­tica) ¿en qué se fundamentan? Si no se establece una norma exterior y superior al hombre, individual y colectivamente considerado, el derecho positivo por el que se rigen los pueblos no tiene consistencia en sí­. Lógicamente se tendrá que admitir la ley del más fuerte. Cualquier injusticia o perversidad estará justificada si el que la ejecuta es el más fuerte”. Los milenios de historia confirman que la humanidad no se humaniza con el paso del tiempo.

V. Los nuevos í­dolos.
Un hecho histórico incontrovertible es que en los paí­ses y territorios donde el cristianismo se ha ido implantado, en la misma medida ha retrocedido la idolatrí­a en sentido tradicional, es decir, el culto a los í­dolos reconocidos como tales y a las falsas divinidades. Esto no quiere decir que el cristianismo haya ganado la guerra a la idolatrí­a. Aún hoy dí­a el hombre rinde culto a í­dolos y falsas divinidades en muchos paí­ses de alta civilización. Pero es que además se da otro tipo de idolatrí­a que no es precisamente el culto a los í­dolos convencionales. Por esto la idolatrí­a no es cosa pasada, propia de los hombres de tiempos oscuros y de civilizaciones primitivas. Puede ser de hoy, como lo era del tiempo de los profetas y del tiempo de Jesús15. Porque los í­dolos los lleva el hombre consigo; no son ni de ayer ni de hoy, sino puras creaciones del egoí­smo, del miedo, de la inseguridad, de la soberbia del hombre que no ha encontrado todaví­a su centro y su norte o los ha perdido.

VI. Superación de toda idolatrí­a
Si la idolatrí­a es el producto de la desorientación del hombre que no ha descubierto su puesto y su destino en la vida y el auténtico valor de las cosas, porque falla la base fundamental de todo: la idea que tiene de Dios, es evidente que la superación de la idolatrí­a tiene que empezar por intentar alcanzar un conocimiento no falseado de lo divino. En Jn 17,3 dice Jesús hablando con su Padre: “Esta es la vida eterna:que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo”. La vida eterna es la vida auténticamente humana y divina, a la que está destinado y llamado todo hombre según el proyecto de Dios; la cual consiste en el conocimiento de Dios que se manifiesta en la práctica real y diaria de la justicia, de la equidad, del amor al prójimo, especialmente al más necesitado, como lo aprendemos del A. y del NT. Todo ello como fruto de la presencia del Espí­ritu del Señor en nuestras vidas.

VII. Conclusión
La fuerte crí­tica que hace la sagrada Escritura de la idolatrí­a no es puramente negativa; su finalidad es muy positiva: preservar de ella a los fieles adoradores del Dios verdadero y, posiblemente, atraer a la verdadera religión a paganos bien dispuestos. Los fundamentos de esta crí­tica son también positivos: la naturaleza o creación es toda ella buena; la afirmación de la dignidad humana sobre todos los seres creados; la transcendencia del ser divino, cuyo nombre es incomunicable. La aberración de la idolatrí­a está precisamente en la subversión de estos valores imperecederos, subversión que conduce al hombre a la degradación de su propia dignidad y a la suplantación del verdadero Dios. El reconocimiento del Dios verdadero, como nos lo ha enseñado Jesús, dignifica al hombre y lo libera de la servidumbre a que él mismo se ha sometido al crear esos í­dolos a su imagen y semejanza. De todo esto no estamos libres ni siquiera los que profesamos seguir a Jesús, como por desgracia se ha demostrado hasta la saciedad en nuestra sociedad y en nuestras comunidades.

[ -> Absoluto; Adoración; Amor; Arte; Ateí­smo; Comunión; Conocimiento; Creación; Espí­ritu Santo; Fe; Imagen; Jesucristo; Naturaleza; Padre; Politeí­smo; Polí­tica; Reino; Religión; Transcendencia; Vida eterna.]
José Ví­lchez

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

En sentido propio y clásico, idolatrí­a es la adoración o el culto que se tributa a entidades, objetos, imágenes o elementos naturales que se consideran dotados de poder divino, o también a divinidades falsas, “vanas apariencias” (la palabra “í­dolo” proviene del griego eidolon imagen). Es evidente que en este sentido se trata de un término contextual, que tiene significado sólo dentro de una religión reconocida; y puede ser considerado como idolatrí­a dentro de una religión lo que no lo serí­a en otra o también en un nivel distinto de evolución de la misma. En general, todas las religiones tienden a tachar como idolatrí­a el culto que las otras religiones reservan a las divinidades en que creen; pero, en particular, esta tendencia se encuentra en las grandes religiones monoteí­stas respecto a las politeí­stas o primitivas.

Además de este significado general histórico-religioso, el progreso de los estudios bí­blicos y su difusión no ha dejado de tener consecuencias en el plano homilético-pastoral; por eso se ha conseguido una conciencia más precisa de lo que el término “idolatrí­a” implica en la Biblia, incluso en sentido espiritual: por eso este término se usa hoy con frecuencia en sentido metafórico para indicar cualquier forma exasperada de admiración, devoción, entrega, que presente caracteres impropios de absolutismo o de fanatismo, así­ como aquella absolutización indebida o “sacralización” por la que unas realidades secundarias o instrumentales, que deberí­an estar al servicio del hombre, se convierten en un absoluto y tienden a dominar la existencia y las aspiraciones humanas. Así­ se puede hablar de idolatrí­a a propósito de la búsqueda excesiva de dinero, de poder, etc., y a propósito del “culto” consiguiente a estas realidades por parte de sus “devotos’,; así­ se puede a6rmar que todo pecado tiene en sí­ mismo un elemento de idolatrí­a, en el sentido de que implica siempre en su profundidad un “no fiarse de Dios” y buscar en realidades secundarias la propia salvación y el propio objetivo; así­ se ha adquirido la conciencia del hecho de que incluso una religión superior, incluso la propia religión, puede hacerse í­ntimamente idolátrica, si la persistencia de las estructuras exteriores llega a convertirse en su única y predominante razón de ser, o si los signos exteriores, las imágenes y los sí­mbolos llegan a absolutizarse y a confundirse con la realidad a la que tendrí­an que servir.

L. Sebastiani

Bibl.: E. Fromm, Y seréis como dioses. Paidós, Buenos Aires 1967, G. Hierzenberger, Lo “mágico” en nuestra iglesia. Una aportación a la desmagización del cristianismo, Bilbao 1971.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Véase íDOLO, IDOLATRíA.

Fuente: Diccionario de la Biblia

La historia de la religión del AT puede narrarse, en su mayor parte, en función de la tensión provocada por el conflicto entre un concepto espiritual de Dios y el culto, la marca distintiva de la fe genuina de Israel, y diversas presiones, tales como la idolatría, que trataban de rebajar y materializar la conciencia y la práctica religiosas nacionales. En el AT no encontramos un ascenso desde la idolatría a la adoración pura de Dios, sino más bien un pueblo con un culto puro y una teología espiritual, luchando continuamente, por medio de líderes espirituales levantados por Dios, contra las seducciones religiosas que, a pesar de todo, a menudo atraían a la masa del pueblo. La idolatría es una degradación de la norma, y no una etapa primitiva superada gradualmente y con dificultad.

Si consideramos la totalidad de los elementos probatorios que ofrece la religión de los patriarcas, encontraremos que era una religión de altar y de oración, no de ídolos. Ciertos acontecimientos, todos asociados con Jacob, podrían aparecer como idolatría patriarcal. Por ejemplo, Raquel robó los *terafines (“ídolos”, °vrv2) de su padre (Gn. 31.19). En sí mismo lo único que esto podría probar es que la esposa de Jacob no había podido liberarse completamente de su ambiente religioso mesopotámico (cf. Jos. 24.15). Si estos objetos tenían significación legal además de religiosa, el que los poseía tenía el derecho de sucesión sobre la propiedad familiar (* terafines). Esto explica la ansiedad de Labán por recuperarlos, a pesar de no destacarse como hombre religioso, y el cuidado con que excluye a Jacob de la Mesopotamia por medio de un tratado en términos muy bien pensados, cuando no puede encontrarlos (Gn. 31.45ss). Se sostiene que las piedras (“pilares”, °vm) de Jacob (Gn. 28.18; 31.13, 45; 35.14, 20) son las mismas piedras idolátricas con las que estaba familiarizado Canaán. La interpretación no es ineludible. La piedra de Bet-el está relacionada con el voto de Jacob (véase Gn. 31.13), y es más fácil interpretar que pertenece a la categoría de los monumentos conmemorativos (p. ej. Gn. 35.20; 24.27; 1 S. 7.12; 2 S. 18.18). Finalmente, la prueba de Gn. 35.4, a menudo empleada como indicación de la idolatría patriarcal, en realidad se refiere a la reconocida incompatibilidad entre los ídolos y el Dios de Bet-el Jacob debe desprenderse de los objetos inaceptables antes de presentarse ante este Dios. El hecho de que Jacob los haya “escondido” no debe interpretarse como que tuvo miedo de destruirlos debido a razones de reverencia supersticiosa. Sería permitir que las sospechas gobernaran la exégesis, si hacemos más que suponer que esta era la manera más simple, así como la más efectiva, de deshacerse de objetos no combustibles.

El peso de las pruebas relacionadas con el período mosaico resulta igual. El relato del becerro de oro (Ex. 32) revela hasta dónde llegaba el contraste entre la religión emanada del monte Sinaí y la forma de religión aceptable para el corazón no regenerado. Vemos que estas religiones son incompatibles. La religión del Sinaí es decididamente enemiga de las imágenes. Moisés advirtió al pueblo (Dt. 4.12) que la revelación de Dios que se les otorgó allí no tenía “figuras”, a fin de que no se corrompiera con imágenes. Esta es la posición mosaica esencial, como podemos ver en el Decálogo (Ex. 20.4; cf. Ex. 34.17). Debemos notar que la prohibición de Dt. 4.12 pertenece a la esfera de la religión, y no a la de la teología. Es correcto hablar de una “figura” del Señor, y Dt. 4.12 y Nm. 12.8 tienen el término temûnâ (“figura”) en común. Pero haberla llevado a la práctica religiosa habría significado para Israel corromper la verdad y la vida. Este es un notable testimonio del carácter no icónico del culto de Israel. El segundo mandamiento era único en el mundo en aquellos días, y el hecho de que la arqueología no haya podido encontrar una representación de Yahveh (en épocas en las que los ídolos abundaban en todas las demás religiones) indica el lugar fundamental que dicho mandamiento ocupó en la religión de Israel desde los días de Moisés.

El registro histórico de Jueces, Samuel, y Reyes narra la misma historia del abandono por la nación de las formas espirituales propias de su religión. El libro de los Jueces, por lo menos a partir del cap(s). 17, se propone deliberadamente poner de manifiesto una época de rebeldía y desorden generales (cf. 17.6; 18.1; 19.1; 21.25) No deberíamos pretender ver en los acontecimientos del cap(s). 19 la norma de la moralidad israelita. Se trata, sencillamente, de la historia de una sociedad degradada; del mismo modo no nos asisten razones para ver en la historia de Micaía (Jue. 17–18) una etapa fiel pero primitiva de la religión de Israel. El mismo comentario por parte del autor de Jueces hace ver, a su vez, la corrupción religiosa (17.1–13; véase vv. 6), la inquietud social y el desorden (18.1–31; véase v.1), como también la declinación moral (19.1ss) de la época.

No se detalla la forma que tenían las imágenes de Micaía. Se ha sugerido que, dado que posteriormente llegaron a ocupar un lugar en el santuario danita en el N, tenían forma o figura de becerro o toro. Es muy posible, porque es sumamente significativo que cuando Israel se inclinó a la idolatría, siempre tuvieron que imitar las formas exteriores del paganismo existente en la región, lo cual indica que había algo en la naturaleza misma del culto a Yahvéh que evitaba el desarrollo de formas o figuras idolátricas autóctonas. Los becerros de oro hechos pog Jeroboam (1 R. 12.28) eran símbolos cananeos muy conocidos, e igualmente, cada vez que los reyes de Judá e Israel cayeron en la idolatría lo hicieron copiando de otros pueblos y elaborando sincretismos. H. H. Rowley (Faith of Israel, pp. 77s) afirma que los indicios de idolatría que existieron después de Moisés, se explican ya sea por la tendencia al sincretismo o por la tendencia que tienen las costumbres extirpadas en una generación a aflorar nuevamente en la generación siguiente (cf. Jer. 44). A estas podríamos añadir la tendencia a corromper el empleo de algo que en sí era permisible: el uso supersticioso del efod (Jue. 8.27), y el culto a la serpiente (2 R. 18.4).

Las principales formas de idolatría en las que cayó Israel fueron el uso de *imágenes grabadas y fundidas, las columnas, el culto a *Asera, y los *Terafines. La massēḵâ, o imagen de fundición, se hacía colando metal en un molde y dándole la forma con una herramienta (Ex. 32.4, 24). Hay alguna duda sobre si esta figura y los becerros que posteriormente fabricó Jeroboam estaban destinados a representar a Yahvéh, o si estaban concebidos como pedestales sobre los cuales se lo entronizaba. La analogía de los querubines (cf. 2 S. 6.2) sugiere esto último, opinión que también recibe el apoyo de la arqueología (cf. G. E. Wright, Biblical Archaelogy, pp. 148 [trad. cast. Arqueología bíblica, 1975], para una ilustración del dios Hadad cabalgando sobre un toro). Sin embargo, los querubines no eran visibles, y decididamente eran “de otro mundo” en lo que se refiere a su aspecto. No podían indicar ninguna asociación inaceptable entre el Dios soberano y paralelos terrenales. Los toros, por el contrario, no estaban ocultos (por lo menos en cuanto a lo que sugiere la narración), y no podían dejar de relacionar a Yahvéh con la religión y la teología de la fertilidad.

Tanto los pilares como las imágenes de Asera estaban prohibidos en Israel (cf. Dt. 12.3; 16.21–22). En los santuarios de Baal las imágenes de este dios (cf. 2 R. 10.27) y el poste de Asera estaban al lado del altar. Se consideraba al pilar como una representación estilizada de la presencia del dios en el santuario. Era objeto de gran veneración; a veces tenía partes ahuecadas para recibir la sangre de los sacrificios, y a veces, como puede verse por su superficie pulida, sus devotos lo besaban. La imagen de Asera era de madera, según se demuestra por su forma usual de destrucción, que era por fuego (Dt. 12.3; 2 R. 23.6), y probablemente su origen fue una planta perenne sagrada, símbolo de la vida. Su relación con los ritos cananeos de la fertilidad bastaban para hacerlos abominables ante Yahvéh.

La polémica del AT contra la idolatría, llevada a cabo principalmente por profetas y salmistas, reconoce las dos verdades que posteriormente iba a afirmar Pablo: la de que el ídolo no era nada, pero que, sin embargo, había una fuerza demoníaca que era necesario tener en cuenta y que, por lo tanto, el ídolo constituía una verdadera amenaza espiritual (Is. 44.6–20; 1 Co. 8.4; 10.19–20). En consecuencia, el ídolo no es nada: es obra del hombre (Is. 2.8) ; su misma composición y construcción proclaman su futilidad (Is. 40.18–20; 41.6–7; 44.9–20); su masa inerte provoca el escarnio (Is. 46.1–2); no tiene más que una apariencia de vida (Sal. 115.4–7). Burlonamente los profetas los llamaban gillûlı̂m (Ez. 6.4, y por lo menos otras 38 veces en Ezequiel), o “bolitas de estiércol” (Koehler, Lexicon), y lı̂lı̂m, ‘diosillos’.

Pero aunque se esté enteramente sujeto a Yahvéh (p. ej. Sal. 95.3), existen fuerzas espirituales malignas, y la práctica de la idolatría lleva a los hombres a un contacto mortal con estos “dioses”. Isaías, del que generalmente se dice que llevó a su punto máximo la burla irónica contra los ídolos, estaba muy al tanto de este mal espiritual. Sabe que hay un solo Dios (44.8), pero aun así, nadie puede tocar un ídolo, aunque no sea “nada”, y salir libre de consecuencias. El contacto del hombre con el falso dios lo infecta con una mortal ceguera espiritual, que afecta su corazón y su mente (44.18). Aunque lo que adora no es más que “cenizas”, está, de todos modos, lleno del veneno del engaño espiritual (44.20). Aquellos que adoran ídolos se vuelven igual que ellos (Sal. 115.8; Jer. 2.5; Os. 9.10). A causa de la realidad del espíritu de maldad detrás del ídolo, el ir en pos de ellos es *abominación (tô˓ēbâ) a Yahvéh (Dt. 7.25), abominación y suciedad (šiqqûṣ) (Dt. 29.17, °sba), y el más grave de los pecados, el adulterio espiritual (Dt. 31.16; Jue. 2.17; Os. 1.2). No obstante ello, hay un solo Dios, y el contraste entre Yahvéh y los ídolos debe trazarse en función de vida, actividad, y gobierno. El ídolo no puede predecir ni provocar acontecimientos, Yahvéh sí puede (Is. 41.26–27; 44.7); el ídolo es una impotente pieza a la deriva en el río de la historia, sabio solamente después del hecho, e incapaz de hacer nada ante el mismo (Is. 41.5–7; 46.1–2), mientras que Yahvéh es el Señor de la historia, y el que la rige (Is. 40.22–25; 41.1–2, 25; 43.14–15, etc.).

El NT refuerza y amplía la enseñanza del AT. Ya hemos hecho notar su reconocimiento de que los ídolos no son nada pero que, al mismo tiempo, son potencias espirituales peligrosas. Además, Ro. 1 expresa el argumento del AT de que la idolatría representa una declinación de la verdadera espiritualidad, y no una etapa en el camino hacia el conocimiento puro de Dios. El NT reconoce, sin embargo, que el peligro de la idolatría existe, aun cuando no se fabriquen ídolos materiales; la asociación de la idolatría con los pecados sexuales en Gá. 5.19–20 debería ligarse con la equiparación de la codicia con la idolatría (1 Co. 5.11; Ef. 5.5; Col. 3.5), porque en la codicia Pablo incluye y destaca la lascivia (cf. Ef. 4.19; 5.3; 1 Ts. 4.6, gr.; 1 Co. 10.7, 14). Después de haber recalcado el carácter definitivo y pleno de la revelación en Cristo, Juan advierte que toda desviación es idolatría (1 Jn. 5.19–21). Idolo es todo lo que exige una lealtad que solamente pertenece a Dios (Is. 42.8).

La relación entre la enseñanza bíblica referente a los ídolos y su doctrina monoteísta de Dios no puede pasar inadvertida. Al reconocer el magnetismo de la religión idolátrica para Israel, como así también en su aparente aceptación de la existencia de otros dioses, como es el caso, p. ej., en Sal. 95.3, el AT no acepta la existencia real de los “dioses”, sino la existencia real de la amenaza que suponen para Israel, la amenaza de cultos y lealtades alternativos. Es así como mantiene constantemente su monoteísmo (como también lo hace el NT) en el marco de la religión y la atmósfera religiosa del pueblo de Dios.

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H. H. Rowley, Faith of Israel, 1956, pp.74ss; A. Lods, “Images and Idols, Hebrew and Canaanite”, ERE; “Idol”, en J.-J. von Allmen, Vocabulary of the Bible, 1958; J. Pedersen, Israel, 3–4, 1926, pp. 220ss, pass.; J. B. Payne, The Theology of the Older Testament, 1962; Y. Kaufmann, The Religion of Israel, 1961; “Image”, NIDNTT 2, pp. 284–293; J. M. Sasson, The Worship of the Golden Calf, Ancient & Occident, 1973, pp. 151ss.

J.A.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

(Gr. eidololatria.) Etimológicamente idolatría denota adoración Divina otorgada a una imagen, pero su significado ha sido extendido a toda adoración Divina otorgada a cualquier persona o cosa distinta del verdadero Dios. Sto. Tomás (Summa Theol., II-II, q. xciv) lo trata como una especie del género superstición, que es un vicio opuesto a la virtud de la religión y consiste en dar honor Divino (cultus) a cosas que no son Dios, o a Dios Mismo de una manera equivocada. La nota específica de la idolatría es su directa oposición al objeto primario de la adoración Divina; se confiere a una criatura la reverencia sólo debida a Dios. Se hace esto de diversas maneras. La criatura es a menudo representada por una imagen, un ídolo. “Algunos, mediante artes infames, hacen ciertas imágenes, las cuales, a través del poder del demonio, producen ciertos efectos de donde ellos piensan que esas imágenes contienen algo divino y como consecuencia de tal divinidad, son merecedores de adoración.” Esta era la opinión de Hermes Trismegistus. Otros otorgan honores Divinos no a las imágenes sino a las criaturas que ellas representan. Ambos tipos son insinuados por el Apóstol (Rom., I, 23-25), quien dice del primero: “Ellos cambiaron la gloria del Dios incorruptible a la copia de la imagen de hombre corruptible, y de pájaros, y de bestias cuadrúpedas, y de cosas rastreras”, y de la segunda: “Ellos adoran y sirven a la criatura en lugar de al Creador”. Estos adoradores de criaturas eran de tres tipos. Algunos sostenían que ciertos hombres eran dioses, y estos eran honrados a través de sus estatuas. e.g., Júpiter y Mercurio. Otros opinaban que todo el mundo era un Dios, Dios que era concebido como el alma racional del mundo corporal. Por tanto adoraban al mundo y a todas sus partes, el aire, el agua y todo el resto; sus ídolos, de acuerdo con Varro, como es reportado por San Agustín (De Civ. Dei, VIII, xxi, xxii), eran la expresión de esta creencia. Otros en tanto, seguidores de Platón, admitían un solo Dios supremo, causa de todas las cosas, y debajo de El ubicaban ciertas sustancias de Su creación y que participaban de Su Divinidad, estas sustancias eran llamadas por ellos dioses; y por debajo ponían las almas de cuerpos celestes y, otra vez debajo de estos los demonios los que, pensaban, eran una especie de seres vivientes aéreos (animalia). En el lugar más bajo de todos ubicaban las almas humanas, las que, de acuerdo con sus méritos o deméritos compartirían la sociedad ya con los dioses o con los demonios. A todos ellos atribuían adoración Divina, como dice San Agustín (De Civ. Dei, VIII, 14).

Existe una diferencia esencial entre la idolatría y la veneración de imágenes practicada en la Iglesia Católica, viz., que mientras el idólatra atribuye Divinidad o poderes Divinos a la imagen que reverencia, el Católico sabe “ que en las imágenes no hay divinidad ni virtud debido a la cual deban ser adoradas, que no se puede dirigir peticiones a ellas, y que no debe depositarse confianza en ellas. . . que el honor que se les brinda a ellos está referido a los objetos (prototypa) que representan, de modo tal que a través de las imágenes que besamos, y delante de las cuales nos descubrimos las cabezas y arrodillamos, adoramos a Cristo y veneramos a los santos cuya similitud representan” (Conc. find., Sess. XXV, “de invocatione Sanctorum”).

ASPECTO MORAL

Considerada en si misma, la idolatría es mas grande de los pecados mortales. Esto es así, porque es, por definición, una invasión a la Soberanía de Dios sobre el mundo, un atentado a Su Divina Majestad, una rebelde ubicación de una criatura sobre el trono que pertenece solamente a El. Aún la simulación de idolatría, a fin de escapar de la muerte durante persecución, es un pecado mortal, debido a la perniciosa falsedad que involucra y el escándalo que causa. San Agustín dice, refiriéndose a Seneca quien, contra su mejor juicio, participó de adoraciones idólatras: “Él merece más ser condenado por hacer mendazmente lo que la gente creía que hacía sinceramente”. La culpa de la idolatría, sin embargo, no debe ser evaluada solamente por su naturaleza abstracta; la forma concreta que asume en la conciencia del pecador es el elemento realmente importante. Ningún pecado es mortal –i.e. excluye al hombre de alcanzar el fin para el cual fue creado—sin no fue cometido con claro conocimiento y libre determinación. Pero ¿cuan muchos, o cuan pocos, de los incontables millones de idólatras son, o han sido, capaces de distinguir entre el Creador de todas las cosas y Sus criaturas? y habiendo hecho la distinción ¿cuantos han sido lo suficientemente perversos para adorar a la criatura con preferencia al Creador? — Es razonable, Cristiano, y caritativo suponer que los “falsos dioses” de los paganos eran, en sus conciencias, el único Dios verdadero que conocían, y que su adoración al ser correcta en su intención, se elevaba al único Dios verdadero, junto con la de los Judíos y los Cristianos a los que Él se les había revelado. “En el día en que Dios venga a juzgar los secretos de los hombres por Jesucristo. . . . .los gentiles que no hayan tenido la ley, serán juzgados por sus conciencias (Rom., ii, 14-16). Dios, que desea que todos los hombres se salven, y Cristo, que murió por todos los que pecaron en Adán, se sentirían frustrados en sus designios misericordiosos si el príncipe de este mundo se fuera a llevar a todos los idólatras.

CAUSAS

En sus formas mas groseras la idolatría ha sido tan alejada de la mente Cristianizada que no resulta una cuestión fácil explicar su origen. Su persistencia, después de haber ganado un primer paso y sus ramificaciones en innumerables variedades, son suficientemente explicadas por la necesidad moral impuesta sobre las generaciones más jóvenes de seguir el patrón de sus mayores con solamente desviaciones insignificantes hacia la derecha o izquierda. De esta forma las generaciones Cristianas se continúan con generaciones Cristianas; si aparecen sectas, son sectas Cristianas. La pregunta sobre el primer origen de la idolatría es respondida por Santo Tomas de esta forma: “La causa de la idolatría tiene dos aspectos: un artilugio de parte del hombre; consumado de parte de los demonios. Los hombres fueron primeramente llevados a la idolatría por afectos desordenados, en tanto otorgaron honores divino a alguien que amaron o veneraron mas allá de toda medida. Esta causa es indicada en Sabiduría, xiv, 15: ‘Porque un padre afligido por una amarga pena, se hizo a sí mismo una imagen de su hijo que fue tempranamente llevado; y entonces a aquel que hubo muerto como un hombre, el comenzó a adorarlo como a un dios…’, y xiv, 21: ‘El hombre sirviendo ya a su afecto o a su rey, les dio un nombre incomunicable a rocas y bosques’. Segundo: Por su natural amor por las representaciones artísticas: hombres incultos, viendo que las estatuas representaban graciosamente la figura del hombre, las adoraron como dioses. Así leemos en Sabiduría, xiii, 11 sq., ‘Un artista, un carpintero cortó un árbol apropiado para el uso de su madera…. Y por su habilidad y arte lo modeló y lo hizo parecido a la imagen de un hombre . . . y entonces hizo oraciones para esto, preguntándose acerca de su sustancia y sus hijos o su matrimonio’. Tercero: Por su ignorancia del verdadero Dios: el hombre, no considerando la excelencia de Dios, atribuyo adoración divina a ciertas criaturas descollantes en belleza o virtud: Sabiduría, xiii, 1-2:’ . . . . .ni aún atendiendo a los trabajos ha (el hombre) reconocido quien era el trabajador, pero imaginó que ya el fuego, o el viento o el aire súbito, o el circulo de las estrellas, o las grandes aguas, o el sol y la luna, eran los dioses que regían el mundo’. – La causa consumada de la idolatría fue la influencia de los demonios quienes se ofrecieron a si mismos a la adoración de los hombres errados, dándole respuestas desde los ídolos o haciendo cosas que parecían maravillosas a los hombres por lo que el Salmista dice (Salmos. xcv, 5): ‘Todos los dioses de los gentiles son demonios’ (II-II, Q. xciv, a. 4).

Las causas que el escritor de Sabiduría, probablemente un Judío Alejandrino viviente en el siglo segundo A.C., asigna a la idolatría prevaleciente en su tiempo y ambiente, son suficientes para considerarlos por origen de toda idolatría. El amor del hombre por las imágenes sensibles no es un capricho sino una necesidad de su mente. Nada está en el intelecto que no haya previamente pasado a través de sus sentidos. Todo pensamiento que trasciende la esfera del conocimiento sensorial directo es revestido de ropaje material, ya sea solamente una palabra o un símbolo matemático. Igualmente, el conocimiento impenetrable a nuestros sentidos, que nos llega por revelación, es comunicado y recibido a través de los sentidos externos o internos, y es posteriormente elaborado por comparación con nociones desarrollados desde las percepciones sensoriales; todos nuestro conocimiento de lo sobrenatural procede de su analogía con lo natural. Por ello, a todo lo largo del Viejo Testamento Dios se revela a Si Mismo en su similitud con el hombre, y en el Nuevo, el Hijo de Dios, asumiendo naturaleza humana, nos habla en parábolas y similitudes. Ahora, la mente humana, cuando está suficientemente madura para recibir la noción de Dios, está ya cargada con imaginería natural que viste la nueva idea. Es por sí mismo evidente que la limitada mente del hombre no puede representar, figurarse o concebir adecuadamente la perfección de Dios. Si es librado a sus propios recursos, el hombre desarrollará lenta e imperfectamente la oscura noción de un poder superior o supremo del cual dependerá su bienestar y con el cual puede reconciliarse u ofender. En este proceso interviene la segunda causa de la idolatría: la ignorancia. El Supremo Poder es aprehendido en las realizaciones y obras de la naturaleza, en el sol y las estrellas, en los campos fértiles, en los animales, en fantasiosas influencias invisibles, en hombres poderosos. Y allí, entre las causas secundarias, “el tanteo tras Dios” puede terminar en la adoración de bastones y piedras. San Pablo le dijo a los Atenienses que Dios había “guiñado en los tiempos de esta ignorancia” durante el cual ellos erigieron altares “Al Dios Desconocido”, lo que implica que El tuvo compasión de su ignorancia y les envió la luz de la verdad para recompensar sus buenas intenciones (Hechos, xvii, 22-31). Tan pronto como la oscuridad pagana ha ubicado su dios desconocido, amor y miedo, que no son sino manifestaciones del instinto de auto preservación, dio forma al culto al ídolo con sacrificios u otras practicas religiosas simpáticas. La ignorancia de la Primera Causa, la necesidad de imágenes para fijar concepciones más elevadas, el instinto de auto preservación – estas son las causas psicológicas de la idolatría.

IDOLATRIA EN ISRAEL

La adoración de un Dios es inculcada desde la primera a la última página de la Biblia. Por cuanto tiempo el hombre adoró a Dios en espíritu y verdad, en la fortaleza de la revelación trasmitida por Adán y subsecuentemente por Noé, es un problema insoluble. El monoteísmo, sin embargo, parece haber sido el punto de partida de todos los sistemas religiosos conocidos a través de documentos confiables. El Animismo, Totemismo, Fetichismo de las razas mas bajas; la adoración a la naturaleza, a los antepasados y al héroe de las naciones civilizadas son formas híbridas de religión, desarrolladas sobre las líneas psicológicas indicadas más arriba; todas son encarnaciones en las incultas o cultas mentes, y manifestaciones de una noción fundamental, por su nombre, que por encima del hombre hay un poder del cual el hombre depende para bien y para mal. El politeísmo nace de la confusión de las segundas causas con la Primera Causa, crece en proporción inversa al grado de facultades mentales; muere bajo la clara luz de la razón o de la revelación. La primera mención indudable de la idolatría en la Biblia se encuentra en el Génesis, xxxi, 19: “Raquel robó los ídolos de su padre (teraphim), y cuando Laban sobrepasó a Jacob en su huida e hizo la búsqueda de “sus dioses”, Raquel “rápidamente escondió los ídolos bajo las montura de un camello y se sentó sobre ellos” (xxxi, 34). Sin embargo Laban también adoraba el mismo Dios que Jacob, cuyas bendiciones reconocía (xxx, 27), y a quien él llamó para juzgar entre él y Jacob (xxxi, 53). Una práctica similar de reverencia al verdadero Dios mezclada con la adoración idólatra de las naciones circundantes se produce a través de toda la historia de Israel. Cuando Moisés se demora en bajar del monte santo, la gente, “juntándose contra Aaron, dice: Levántate, haznos dioses, que puedan ir delante de nosotros”. Y Aaron hizo un becerro fundido, “y ellos dijeron: Estos son tus dioses. Oh Israel, que te han traído desde la tierra de Egipto. Y…ellos le ofrecieron holocaustos, y víctimas de paz, y el pueblo se sentó a comer y beber y se levantaron a jugar” (Exodo, xxxii, 1 sqq.). En Settim “la gente cometió fornicación con las hijas de Moab,. . . y adoraron a sus dioses. E Israel fue iniciado en Baal-peor” (Números xxv 1-3). De Nuevo, después de la muerte de Josué, “los hijos de Israel. . . sirvieron a los baales . . . y siguieron a dioses extraños, a los dioses de los pueblos que los rodeaban” Jueces, ii, 11 sq.) . Cada vez que los hijos de Israel hicieron el mal a los ojos de Jehová, tuvieron una rápida retribución; fueron entregados a manos de sus enemigos. Sin embargo la idolatría permaneció como el pecado nacional hasta el tiempo de los Macabeos. Este llamativo hecho tiene por causa, primero, el natural esfuerzo del hombre de tomar contacto con el objeto de su adoración; el quiere dioses que vayan delate de él, fisibles, tangibles, fácilmente accesibles; en el caso de los Israelitas la estricta prohibición de adorar imágenes agregó a la idolatría la atracción de la fruta prohibida; en segundo lugar, el encanto de los placeres de la carne que se les ofrecía a los adoradores de divinidades extrañas; en tercer lugar, los matrimonios mixtos, ocasionalmente en gran escala, cuarto, las relaciones en paz, guerra y exilio con vecinos poderosos que atribuían su prosperidad a otros dioses distintos de Jehová. Los Israelitas menos ilustrados probablemente concebían al Dios de Abraham, Isaac y Jacob como “el Dios de ellos”, El que no presentaba reclamos de reglas universales. Si era así, ellos pueden haberse convertido frecuentemente en idólatras persiguiendo ventajas temporales. Pero por qué Dios permitió semejantes desviaciones de la verdad? Si en Su juicio la idolatría, como era practicada por los Judíos, es el mal inexcusable que parece a nuestro juicio, no hay respuesta satisfactoria para esta pregunta, es el eterno problema del pecado y del mal. Lo máximo que se puede decir es que el constantemente recurrente ciclo de pecado, castigo, arrepentimiento, perdón, era para Dios la ocasión de un magnificente despliegue de justicia, misericordia y magnanimidad; para el Pueblo Escogido un constante recordatorio de su necesidad del Redentor; para los miembros del Reino de Cristo un tipo de trato de Dios con los pecadores. También puede argumentarse que la idolatría en Israel tenía más el carácter de superstición ignorante que el de desacato a Jehová. Como las prácticas y devociones supersticiosas o cuasi- supersticiosas a las cuales son propensos aún los pueblos Cristianos, muchos de los cultos idólatras en Israel eran un exceso de piedad, más que un acto de impiedad, hacia el Poder Supremo claramente sentido pero débilmente entendido. La bien intencionada pero mal dirigida adoración nunca se convirtió en la religión de Israel; nunca fue más que una invasión temporal de prácticas religiosas externas, a menudo profundamente revestidas de la religión nacional, pero nunca subplantándola completamente. Como una última consideración, el castigo de la idolatría en Israel fue siempre nacional y temporal. Los profetas no sostuvieron eterna recompensa ni eternos tormentos como incentivos al fiel servicio de Dios. Y el Profeta de los profetas, Cristo el Juez, puede muy bien repetir desde el estrado del juicio las palabras que Él pronunció en la Cruz: “Padre perdónalos, porque no saben los que hacen”.

LA IDOLATRIA ENTRE LOS PAGANOS

Las causas que operan en la génesis de la idolatría han producido efectos tan variados y diversos como la familia humana misma. La idea original de Dios ha adoptado en la mente del hombre todas las distorsionadas y fantasiosas formas que puede asumir un líquido en una vasija, o la arcilla en las manos del alfarero. Al igual que, en el curso de las edades, el poder de curación ha sido atribuido a casi todas las sustancias y combinaciones de sustancias, del mismo modo el poder Divino ha sido ubicado en todas las cosas, y todas las cosas han sido consecuentemente adoradas. Ilustrativamente, puede ser considerada brevemente la adoración de los animales. Desde el principio y a través de toda su historia, el hombre se asocia con los animales de una especie más baja. Adán se encuentra rodeado de ellos en el Edén y Eva habla familiarmente a la serpiente. Los animales sacrificados ligan al hombre con Dios, desde el sacrificio de Abel al taurobolium hasta la última superstición de la Roma pagana. El chivo expiatorio carga consigo los pecados de la gente, el cordero pascual los redime. Son familiares a los Cristianos, el Cordero que quita los pecados del mundo, la paloma que representa el Espíritu Santo, el animal emblemático de los Evangelistas, el dragón de San Miguel y de San Jorge de Inglaterra, por mencionar solo algunos.

La mente pagana se ha movido por surcos similares. En el viejo Egipto encontramos al toro asociado con una cabeza de dios y recibiendo homenajes divinos – es imposible decidir si lo era como una representación especial, como una manifestación, un símbolo, o un receptáculo de la divinidad. Desde el siglo séptimo A.C. en adelante cada dios es representado con la cabeza de algún animal sagrado para él; Thot tiene la cabeza de un ibis, Amon la de un carnero, Horus la de un halcón, Anubis la de un chacal, etc. ¿Fueron los Egipcios y otros adoradores de animales guiados por el mismo simbolismo que nos lleva a nosotros a pedir al “Cordero de Dios” el perdón de nuestros pecados? Si es así, la adoración de animales corre a través de las siguientes etapas: La cercana asociación del hombre con la vida animal llena su mente con nociones compuestas – e.g. el perro fiel, el astuto zorro, la taimada serpiente, el paciente asno – en la cual el animal encarna atributos humanos. Seguidamente, el adjetivo es dejado de lado, y el nombre del animal es usado como el predicado de una persona, como un nombre personal, familiar, tribal o divino. En este punto el proceso se ramifica de acuerdo con el carácter religioso de los pueblos. Donde impera el Monoteísmo, el animal, vivo o figurado, no es sino un emblema o un símbolo; entre los salvajes no educados, como los Pieles Rojas, es el portador del espíritu tutelar de la tribu y el objeto de varios grados de adoración; en las religiones decadentes – e-g-. el politeísmo Egipcio tardío – es identificado con el dios cuyas características representa, y comparte con el los honores divinos. La luz de la Revelación ha limpiado la aberración de este proceso natural toda vez que ha penetrado, pero rastros de ella han permanecido grabados en muchos, quizás en todos, los lenguajes. Por eso el sagrado lobo de Podan entra en 357 nombres personales llevados por Alemanes. (Ver además IMÁGENES; RELIGION; ADORACION.)

Para los aspectos dogmáticos y morales, ver los trabajos citados en el texto. La idolatría es ahora estudiada como religión comparativa pero hasta hoy no hay un estándar Católico sobre la materia. Para monografías, ver BABYLONIA, CHINA, EGIPTO, GRECIA; también las series de la Sociedad de la Verdad Católica de Londres, Historia de la Religión (32 conferencias en 4 vols., Londres 1908 -); y dos series similares, cada una llamada Science et Religion (Paris).

J.WILHELM.

Transcripto por Douglas J. Potter

Dedicado al Sagrado Corazón de Jesucristo

Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi

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Fuente: Enciclopedia Católica