IMAGEN, IMAGENES SAGRADAS

La i. es una figura que, por su estructura, hace presente otra realidad. De ahí­ se sigue que el concepto de i. no se identifica con el de obra de arte, sino que filosóficamente es más general. En su dimensión teológica el concepto está emparentado con el de sacramento, pues el sacramento representa (hace de nuevo presente) por un signo externo una realidad distinta, que es la gracia. En la historia del espí­ritu la i. pertenece a los conceptos neurálgicos de una época.

La significación metafí­sica de la i. se ve ya clara en el culto pagano a los í­dolos. La Biblia contestó a eso con la prohibición de las i.: «No harás para ti imagen de escultura, ni figura alguna de las cosas que hay arriba en el cielo, ni de las que hay abajo en la tierra, ni de las que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, no las servirás, pues yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso…» (Ex 20, 4-5). Sin embargo, la Biblia dice también: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó» (Gén 1, 27). Pablo escribe que Cristo es «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15; 2 Cor 4, 4). El apóstol declara igualmente: «Porque ahora vemos por un espejo en enigma (o imagen); mas entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12).

Según que la esencia de la i. se vea referida a una realidad creada – hombre o cielo -, o al Verbo encarnado, o sea considerada como una obra de arte, cambia su carácter y significación. El í­dolo lleva su valor en sí­ mismo (es ad se ipsum). La i. cristiana apunta a otra cosa (ad aliquid). Esta distinción de la apologética en la antigüedad tardí­a y en la primera edad media no siempre hace justicia a la imagen pagana de Dios, pero es exacta como enunciado esencial. (Así­ la Constitución sobre la Iglesia [n.° 10] del Vaticano II habla explí­citamente de los que «en sombras e imágenes buscan al Dios desconocido».) El í­dolo tiende a independizarse (para un pueblo o un lugar); mientras la i., según Gén 1, 27 y 1 Cor 13, 12, determina la esencia del hombre. Esta estructura de la i. entraña una disputa que perdura hasta la actualidad.

Una primera fase de la disputa se inicia (dentro de la historia sagrada) con la prohibición de las i. en el Antiguo Testamento. Esta prescripción no es una prohibición del arte. Obras varias de arte: cortinas (la del templo con querubines), imágenes en monedas y sellos, relieves (Ez 41, 17-20; 25, 1; catacumbas, sinagoga de Dura Europos), e incluso imágenes de dioses (Ex 32; Jue 17; 1 Re 12, 28; 2 Re 21, 7; Ez 8, 3), las hubo siempre en Israel. La prohibición afectaba sobre todo a la plástica monumental y a las i. cultuales. El fin de la ley era mantener el carácter de imagen de las realidades primeras de la creación: hombre y cielo (en contraposición a la realidad secundaria de la obra de arte). También Platón y Plotino entendieron por i., no la obra de arte, sino el cosmos, y concretamente el cielo. La «i. en sombras» de los pintores les resultaba sospechosa (PLATí“N, República 598b).

Los primeros teólogos mantuvieron esencialmente esta concepción.

Así­ Ireneo (fines del siglo u) reprochaba el uso de las imágenes en la secta gnóstica de los carpocracianos (Adv. haer. I, 25). Orí­genes decí­a: «Cristianos y judí­os tienen presente el mandamiento: …No harás para ti imagen… Así­ no sólo aborrecen los templos, altares e imágenes, sino que están dispuestos, y así­ debe ser, a dar la vida antes que profanar la idea que tienen del Dios todopoderoso con cualquier acto ilí­cito» (Contra Celsum VII, 64). Además de la prohibición del decálogo, la proscripción de las imágenes se basa en razones teológicas de la cristologí­a. Así­ Eusebio escribe a la hermana del emperador Constantino, la cual le habí­a pedido una imagen de Cristo, que no es posible representar a Jesús, nimbado ya en la tierra de gloria divina, con «colores muertos y sin vida» (PG 20, 1545). Desarrollóse sin embargo, influida por Platón, Filón y Plotino, y apoyada en el uso de los sí­mbolos orientales y clásicos, una teorí­a de las imágenes que sirvió también para suministrar una base teológica al arte religioso, y especialmente a la pintura. El misterio de la encarnación fue el punto de arranque de esta teorí­a, que veí­a en el conocimiento de las imágenes la esencia de la espiritualidad humana. «La i. de Dios completamente igual a él es el Hijo, la i. del Hijo es el Espí­ritu Santo. I. son las ideas de las cosas, i. de Dios es el hombre; i. del pensamiento es la palabra, i. es el recuerdo de lo pasado y la previsión de lo venidero. Todo es i. y la i. lo es todo» (A. HARNACK DG Ii, 457). En esta especulación se distinguen la semejanza (6p.otcap.a), la relación con el origen (éxTÚnowµa) y el carácter revelador como elementos de la imagen.

Esta teorí­a de la primitiva edad media (principalmente bizantina) no estima suficientemente el valor propio de las cosas creadas. En occidente, Gregorio Magno rechaza la adoración de las i., pero no distingue entre douleí­a y latreí­a (veneración de las imágenes y adoración de Dios mismo). Gregorio pone de relieve sobre todo el valor pedagógico de las i.: «Lo que es para los lectores la escritura, eso es para los ojos de los incultos la i., pues en ella ven aun los incultos lo que deben imitar, en ella leen los que no saben leer» (Ep. 11, 13). Una tesis mediadora fue formulada por Nilo: Las i. deben exponerse «a fin de que quienes no saben escribir y no pueden leer ni siquiera las sagradas Escrituras, por su contemplación recuerden la rectitud de los auténticos servidores del verdadero Dios y sean estimulados a la imitación de las grandiosas obras de virtud, por las que aquéllos permutaron la tierra por el cielo, prefiriendo lo visible a lo invisible» (Epist. ad Olymp. Eparch. 4, 61; PG 79, 577). Según estas teorí­as la i. determinaba las relaciones con Dios. El auge del culto de las i. contribuyó a que estallara la controversia en torno a ellas.

La controversia bizantina sobre las imágenes comenzó con un edicto del emperador León III el año 726 y acabó en la «fiesta de la ortodoxia», que instituyó la emperatriz Teodora el año 843. La culminación teológica de la disputa fue el concilio ecuménico de Nicea del año 787, que aprobó el culto de las i. (MANSI xII-XIII). Contra este concilio los teólogos de Carlomagno en el año 790 escriben los Libri Carolini (MG Conc. II Suppl.). Además de la rivalidad polí­tica contra Bizancio, el punto de partida de la controversia es el concepto de adoración. Los carolingios rechazan la adoratio de las imágenes; pero apenas atienden a la sublime distinción entre latrí­a (culto o adoración que se debe exclusivamente a Dios) y proskynesis (veneración que se rinde a una imagen).

Asimismo el occidente resalta con más fuerza el valor propio de la obra de arte, aunque, al princio, de una forma negativa. Según los Libri Carolini la i. no posee relación alguna con la forma prima, sino que carece de espiritualidad y es material (lib. II, c. 16; lib. I, c. 7; lib. II, c. 30). En el obispo Claudio de Turí­n (t 827) hallamos un iconoclasta carolingio, al que impugnan Dungal y Jonás de Orleans (f 843). Esta discusión aproxima los teólogos carolingios a la concepción de Nicea. Así­, la siguiente época románica trae una floración de imágenes.

Una nueva discusión comienza con Bernardo de Claraval. Para él, la multitud románica de obras de arte es la cumbre del lujo y pone en peligro la vida espiritual. El inculca la pobreza y aconseja una distinción social: las obras de arte se permiten a los obispos (catedrales), pero se restringen para los monjes (arte cisterciense, de formas severas). Tomás de Aquino distingue entre una latria absoluta, que sólo conviene a Dios, y una latria relativa, que concede a la imagen de Cristo (ST ni q. 25 a. 3). Esta solución clásica es puesta en peligro por la hipertrofia de obras de arte en la piedad del gótico tardí­o y por la nueva valoración de las mismas en el renacimiento. La problemática teológica va acompañada por la discusión, desarrollada bajo la perspectiva de la filosofí­a y de la teorí­a del arte (Il paragone), en torno a la primací­a de la palabra o de la i. Todaví­a Leonardo consideraba la pintura como una ciencia: «Afirmamos primeramente los comienzos verdaderos y cientí­ficos de la pintura: qué es el cuerpo que origina sombra; qué es sombra primitiva y derivada; qué es iluminación, o sea, oscuridad, luz, color; qué es cuerpo, figura, situación; qué es alejamiento y proximidad; qué es movimiento y descanso. Estas cosas sólo se comprenden con el espí­ritu, sin intervención de las manos, y ésta es la ciencia de la pintura, que permanece en el espí­ritu de los que la consideran» (Libro di pittura I, 33 [19, 2]).

La reforma desencadena una nueva disputa en tomo a las i. Sin embargo, los reformadores adoptan actitudes varias. En Abtuhung der Bilder pide Karlstadt en 1522 que las i. sean retiradas. Calvino las condena enla Institutio (1529). Para Zuinglio (Antwort a Valentí­n Compar [1525] y De vera religione), las í­. en la Iglesia equivalen a ida latrí­a. En Suiza, Francia, Paí­ses Bajos y hasta en Alemania son destruidas numerosas obras de arte. La actitud inicialmente negativa de Lutero se dirige más bien contra la falsa idea de que se pueden acumular méritos por la erección de imágenes e iglesias (v. Campenhausen). Por otra parte, en las iglesias las i. son para él adiaphora, «ni buenas ni malas».

El concilio de Trento se esfuerza por suprimir los abusos en el culto de las i., pero mantiene la doctrina tradicional. «Firmemente afirmo que las imágenes de Cristo y de la siempre Virgen Madre de Dios, así­ como las de los otros santos, deben tenerse y conservarse, y ha de tributárseles el debido honor y veneración» (profesión de fe tridentina). Belarmino (De reliquiis et imaginibus sanctorum, c. 5-25 en Controvers. lib. Iv, 2) distingue entre el culto de las imágenes y el de la persona misma. En oposición a Tomás tiene el culto de las i. por inferior al de la persona. Los comentarios sobre el Tridentino fundados en la teorí­a del arte (J. MOLANUS, De picturis et imaginibus, Lovaina 1570; G. PALEOTTI, De imaginibus sacris et profanis, Ingolstadt 1594; G. OTTONELLI y P. BERETTINI, Trattato delta Pittura e Scultura, Florencia 1652 y J. IN TERIíN DE AYALA, Pictor christianus eruditus, Madrid 1730) piden para la i. verdad sin error, y contra la procax venustas exigen una venustas spiritualis.

La más importante polémica moderna sobre las i. comienza con la ilustración. Durante la revolución francesa se destruyen una parte de las iglesias y sus tesoros, y es llevada a las catedrales la diosa «Razón» (una mujer) como sí­mbolo de la moderna concepción del mundo y de la ciencia. En Alemania, la secularización suprime muchí­simas obras (300 monasterios y 18 universidades). El mundo ya no es mirado como i. de un creador, sino que es entendido por la observación cientí­fica como un depósito de energí­a. Se abandonan los programas teológicos y mitológicos de la época barroca. El realismo erige lo visible como norma de la creación artí­stica. El arte mismo se toma autónomo y hasta en la Iglesia pierde su nexo con la teologí­a. Su fondo de realidad es la sociedad y la persona. El personalismo en la intención artí­stica determina el aislamiento del artista respecto de la sociedad. Se inician los desastres psí­quicos y los suicidios de artistas. En el curso del s. xlx se llega a un mayor contraste entre la concepción del artista y el gusto oficial (sociedad de masas).

Hacia 1910 comienzan los movimientos artí­sticos del siglo xx: cubismo, surrealismo, y arte abstracto, que dan un carácter objetivo y anónimo al arte. En Alemania, el nacional-socialismo adopta una despiadada postura iconoclasta contra el «arte degenerado», semejante a la del socialismo soviético en oriente. Movidos por la idea de la validez eterna del gótico o de un primigenio estilo religioso (Beuron, simbolismo francés), cí­rculos eclesiásticos combaten también las formas modernas. Después de 1945, la actitud cambia de signo. El arte abstracto, el cubismo y el surrealismo penetran en las iglesias – a menudo embellecidas con buen gusto -, que así­ pasan a ser un lugar donde se coleccionan diversos estilos. De ahí­ que las últimas obras y programas exijan un arte eclesiástico sin contenido formulable. Con ello no sólo se extingue la tradición eclesiástica, sino que el gran arte personal moderno es sustituido por un manierismo formal de segunda mano. La moderna creación de imágenes, que quiere configurar la experiencia de la materia y de la energí­a, así­ como los procesos inconscientes, requiere también de lado cristiano una nueva fundamentación del concepto de i. Para esa nueva fundamentación será esencial la idea de que el mundo contiene una comunicación (revelación natural) del creador a sus criaturas.

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Herbert Schade

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica